| El Basilisco (Oviedo), nº 24, 1998, páginas 63-84 | |||||
El médico Juan Sánchez Valdés de la Plata y su libro sobre el hombre. Historia de una investigación Elena Ronzón Oviedo |
En las páginas que siguen nos ocuparemos del doctor Plata y, sobre todo, de este libro y de las diversas incógnitas que suscita. Dada la naturaleza de alguna de esas incógnitas, a veces el asunto adquiere un tono que raya, en nuestra opinión, en la comicidad, aunque dicho asunto sea, en realidad, muy serio. Por eso, de momento, no tenemos todavía muy claro a qué género tratamos de hacer una contribución: si a la historia de la antropología española, o del pensamiento español, puesto que a fin de cuentas la obra constituye en algunos aspectos de su estructura un verdadero tratado de antropología; si a la historia de la ciencia médica en España, aunque en este caso se tratase de dar paso a lo que Chinchilla denominó el «oprobio» de la medicina española; o, simplemente, si a la historia de la picaresca nacional. * * * |
1. La primera mención que vi del doctor Plata, es decir, del médico Juan Sánchez Valdés de la Plata, fue en un libro de Miguel Angel Puig-Samper y Andrés Galera, titulado La antropología española del siglo XIX (1983). Fue esto a finales de 1983. Acababa de salir el libro, que muy amablemente me habían hecho llegar los autores. La mención de Puig-Samper y Galera me suscitó de momento cierta curiosidad sin más; decía lo siguiente: «Sería interesante, y está en curso de estudio, investigar más en el Renacimiento español tal como propone F. del Pino y el Seminario de Historia de la Antropología de la Asociación Madrileña de Antropología, ya que hay obras de indudable valor como por ejemplo la de Juan Sánchez Valdés de la Plata (1598) que es un tratado sobre el hombre en general, con fines de divulgación» (págs. 18-19). La inmediata curiosidad no se vio satisfecha en los lugares ordinarios que se suelen utilizar para informarse de autores españoles, sobre todo un poco antiguos: el Espasa no decía nada del autor, tampoco Marcial Solana en su obra sobre el pensamiento español del siglo XVI, ni aparecía en otras obras generales o particulares de uso más o menos habitual para ese período y esa temática, y alguna referencia que encontré de urgencia era escueta y contenía poco más que la ficha del libro. Ni siquiera D. Marcelino hablaba de él. Eso ya me pareció más raro e incluso tiempo después lo consideré sorprendente porque el libro está, y allí lo vi en cierta ocasión, en la Biblioteca de Menéndez Pelayo. El Indice de médicos españoles (1962) del profesor Luis S. Granjel y Mª Teresa Santander, que tenía a mano, daba algunas indicaciones bibliográficas: Chinchilla, Hernández Morejón, Juan Luis Morales en su libro titulado El niño en la cultura española (1960), Nicolás Antonio y Miguel de la Plata y Marcos. La búsqueda me llevó casi de inmediato a la Biblioteca de la Universidad de Oviedo. Allí pude encontrar algunas de esas referencias y otras más sobre el autor o la obra pertenecientes en su mayoría a la tradición de eruditos bibliógrafos o a la de historiadores de la medicina, pero que, en todo caso, no añadían nada, o muy poco, a lo que ya [64] había visto. Pero en la Biblioteca de la Universidad de Oviedo me encontré no sin cierta sorpresa con el propio libro, con un ejemplar que, por cierto, aparece mutilado en sus primeras páginas, y que carece de portada. Por entonces yo estaba tratando de delimitar un tema para hacer la tesis doctoral en el ámbito de la historia de la antropología española, y más bien en fase de extravío entre notable cantidad de libros y papeles varios. Libro y autor se me representaron como ese posible tema para un trabajo más preciso y original por lo, al parecer, casi inédito del autor y la obra. Pero tal intención quedó de momento en suspenso tras la inmediata lectura del libro, que era realmente desconcertante. Todavía recuerdo el comentario de Gustavo Bueno después de ojear algunos capítulos: «¡Menudo barullo camelista!». La obra tenía un aspecto raro. Ante todo, me pareció muy mal escrita. Pero no por pobreza de estilo, o algo así, sino sencillamente rayando en la incorrección. Cuando menos, era extraña, errática en su sistematización, reiterativa y, a veces, con enumeraciones interminables y absurdas que parecían no tener pies ni cabeza. Era indiscutiblemente una obra mediocre. A lo sumo, podía prestarse atención a ciertas características del tema, que luego haré notar, y que pudieran tener algún interés. Esto fue lo que pensé entonces, y así lo anoté. Y ello, en definitiva, movió más mi curiosidad. La información biográfica que las referencias suministraban hasta ese momento (las recogidas entonces, y en realidad las que fui encontrando después y hasta el presente) eran, sobre todo, notas o resúmenes (más bien debería decirse tergiversaciones, como luego veremos) de la Cédula real que, al principio del libro, y por mandato del Rey, firmaba un don Luis de Salazar, y que, en sus primeras líneas, dice lo siguiente: «El REY. Por quanto por parte de vos el Licenciado Luys Sanchez de la Plata abogado y vezino de la ciudad de Ciudadreal, en nombre y por virtud del poder que ante los del nuestro Consejo presentastes, de doña Ana Flores de Villamayor, viuda del licenciado Juan Sanchez Valdes de la Plata difunto, juntamente con su testamento e ultima voluntad, debaxo del qual murio, nos fue fecha relacion, que a instancia y suplicacion del licenciado Juan de Valdes de la Plata vuestro hermano, ambos hijos del doctor Juan Sanchez de la Plata medico, difunto, aviamos concedido licencia para poder imprimir un libro intitulado Coronica del hombre, que el dicho doctor de la Plata avia dexado compuesto, y privilegio para le poder vender por tiempo de ocho años: y a causa de aver muerto el dicho licenciado Juan de Valdes, no se avia imprimido el dicho libro, y los dichos ocho años porque os aviamos concedido el dicho privilegio se avian cumplido a quinze dias del mes de otubre, del año passado de quinientos y noventa y quatro, nos pedistes y suplicastes os mandassemos prorrogar el dicho termino por otros diez años mas [...]» [Sigue el documento que va fechado a 20 de julio de 1596] Hasta aquí es suficiente de momento para mostrar lo que a continuación se expondrá. Las aludidas referencias al doctor Plata por parte de diversos autores nos orientaban (para ser exactos me desorientaron notablemente) en un primer momento sobre la circunstancia biográfica del autor y acerca del propio libro. Sin poder consultar inmediatamente la obra de Chinchilla o la de Miguel de la Plata y Marcos ni tampoco el mencionado libro de Morales, la principal fuente de datos a mano era la obra clásica de Antonio Hernández Morejón. Me refiero a su famosa Historia bibliográfica de la medicina española (1842-1852). En el tomo II (1843), págs. 352-354, hacía Morejón, bajo el epígrafe: «Juan Sánchez Valdés de la Plata», una brevísima referencia biográfica al autor y al contenido del libro: «Ejerció la medicina en Ciudad Real; floreció a mediados del siglo XVI, y murió a últimos de él, dejando una obra póstuma, que imprimieron después su viuda doña Ana Flores de Villamayor, y su hijo D. Luis Sánchez, abogado de la misma ciudad: su título es: [...]». Citaba a continuación Morejón el título de la obra, y aludía a la circunstancia, patente en las primeras páginas del libro, de estar dedicado a la condesa de Puñonrostro. Muy brevemente iban después resumidas algunas frases del prólogo de la Coronica que criticaban la propensión existente en España a la lectura de los libros de caballerías y recogía algunas expresiones de dicho prólogo, que justificaban la composición del libro «con el objeto de remediar el hastío que los tales libros ocasionaban al entendimiento» (pág. 353). Naturalmente, en esto, el recuerdo de Cervantes era obligado, y parecía una feliz casualidad que ambos [65] «aun por distintos rumbos y desiguales grados de felicidad en sus empresas» hubieran buscado «un mismo fin» (ibid.). En ello se fija Morejón, quien, en otro lugar de su obra, dedica a la locura de D. Quijote unas hermosísimas páginas que titula «Bellezas de medicina práctica descubiertas en la obra de Cervantes» (II, págs. 166-180). Hay que subrayar que las frases «cervantinas» del libro del doctor Plata constituyen uno de los aspectos destacados invariablemente al hablar de esta obra. El otro motivo citado en ocasiones aparece también en Morejón (aunque no está en la parte en la que se ocupa de su biografía, sino en el tomo II, págs. 34-53). Me refiero a aquel que incluye al doctor Plata entre los médicos españoles predecesores del descubrimiento de la circulación de la sangre. Allí, junto con otros a los que también menciona Morejón (Lobera de Avila, Montaña de Montserrat), se incluyen los textos correspondientes de su libro. El asunto del descubrimiento de la circulación de la sangre, como es sabido, dio lugar, incluso más allá de Servet, a una interesante polémica en la medicina española a través de una serie de escritos nada desdeñables en número. Sobre ello habremos de volver a propósito del doctor Plata. Estos eran los datos que se filtraban a través de Morejón, que, al fin y a la postre, consideraba el libro «digno de leerse». De este modo, el doctor Plata –se nos decía– había vivido en Ciudad Real, donde había ejercido la medicina, [66] se había casado con doña Ana Flores de Villamayor, se había muerto a finales del siglo XVI, dejando compuesto un libro, finalmente publicado en 1598, tras algunas moratorias, por su hijo, abogado, Luis Sánchez de la Plata. Estos datos biográficos así expuestos por Morejón, procedentes del propio libro del doctor Plata, eran, como supe después, falsos, constituyendo sencillamente una notable tergiversación del texto de la Cédula arriba citado. Pero entonces yo no sabía nada de eso. Lo de los libros de caballerías efectivamente figura en el prólogo del libro del doctor Plata. Lo de la circulación de la sangre era ya de la cosecha de Morejón o de otro a determinar. Pero todo esto, en conjunto o en parte, incluso con variaciones y adornos, es lo que aparece en las citas que hay del doctor Plata. De los bibliógrafos poco se pudo sacar sobre el libro; incluso, en algún caso, aparecían detalles pintorescos por lo gratuito y, creo poder afirmar, erróneo. Palau, por ejemplo, dice, no sé por qué, que fue médico en Jaén. Entre todos, como siempre, la sabia prudencia de Nicolás Antonio en su Bibliotheca hispana [Nova] (Roma, 1672). Allí, sub voce «Ioannes Sanchez Valdes de la Plata», un elegante y lacónico: «scripsit in Civitate-regia, unde erat forte oriundus». La progresiva ampliación de referencias varias que fui haciendo no añadió prácticamente nada. Tres de ellas, sin embargo, consiguieron llamar mi atención, tanto por su extensión, cuanto por lo que, en algunos detalles, decían. La primera era la de Anastasio Chinchilla en sus Anales históricos de la medicina en general y biográfico-bibliográficos de la española en particular (1841). Allí, en su tomo primero, le dedica las páginas que van de la 404 a la 415. A pesar de que quien esto suscribe no rebosa de entusiasmo hacia D. Anastasio («demasiado» crítico para lo que añade; poco atento en su actitud hacia Morejón), es de rigor reconocer que en este asunto, como se verá, algo de razón tuvo. Sin embargo, tan obsesionado está el hipercrítico Chinchilla por denostar la obra que Morejón elogia, que comienza metiendo la pata primorosamente. La mención biográfica que hace al principio de su texto, «[...] por sus obras se deduce que fué médico y vecino de Ciudad-Real, y casado con Doña Ana Flores Villamayor, de la cual tuvo dos hijos, Juan y Luis, ambos jurisconsultos» (pág. 404), no se deduce, en contra de lo que él dice, de ningún sitio. Y además, como veremos, es sencillamente falsa. Nada añade Chinchilla de su cosecha en lo biográfico, sino que reitera los errores de lectura de Morejón. Hace relación de las partes y los capítulos de la obra, lo que le lleva casi todo el texto, y, sin darse cuenta en absoluto de la naturaleza de los contenidos del libro, realiza algunas peculiares valoraciones en las que ya entonces me fijé. De este tipo: «También se infiere de sus obras, que si bien fue muy aplicado al estudio y a la lectura, ó tuvo muy pocos alcances, ó la desgracia de elegir malos autores, de los que tomó los materiales para su obra» (pág. 404); o «Después de un prefacio tan difuso como estéril, y poco lógico [...]» (pág. 405); o, en nota, «Vean, pues, mis lectores si tuve o no razón para decir que este médico fue, haciéndole mucho favor, un bonus vir, muy crédulo y de ninguna cultura. No es este solo; quedan por esponer otros pasages mas ridículos todavía, y para cuyo relato me veo en la necesidad de apelar a la paciencia de mis lectores»; y sobre todo, «A pesar de que no puedo comprender este ¿cur tam varie? diré: que la obra de Cervantes es la honra de la literatura española, y la Crónica general del hombre, por Valdés de la Plata, el oprobio de la medicina española. ¡Ah, si yo hubiera podido pasarla por alto!» (pág. 415). Hasta aquí Chinchilla. La cosa me pareció entonces que tomaba cada vez más interés. La segunda referencia bibliográfica que me llamó la atención fue la que hace Miguel de la Plata y Marcos en su Colección bio-bibliográfica de escritores médicos españoles (1882). Allí, en primer lugar, se refiere al doctor Plata en el contexto mencionado: precedente del descubrimiento de la circulación de la sangre (pág. 39). Después, le dedica un epígrafe especial (págs. 75-83). Es evidente que a Miguel de la Plata este libro le pareció llamativo. Citando a Morejón, subraya la concordancia quijotesca de la obra (o sea, lo de los libros de caballerías); lo considera, además, una prueba de la antigüedad en España de los estudios «que ahora llaman antropológicos». Trata al libro de «muy curioso» y adopta muchas cautelas al referirse a él. Va resumiendo y comentando partes y capítulos y, con diversas críticas a consideraciones de Chinchilla, subraya el aspecto «antropológico» de la obra: «Téngase, por último, presente que la Corónica de Sánchez Valdés no es propiamente de arte médica; sino que versado y aun docto, como el autor demuestra serlo, en letras humanas, [67] la [sic] da un desarrollo especial y curioso, como venimos diciendo, y un sabor parecido á las que actualmente se escriben, tratando en puntos generales de la antropología, en los que no escasean ni el matiz de la hipótesis, ni las premisas de una racional y aceptable credulidad» (pág. 79). Sin embargo, con gran pesar por mi parte, mi juicio sobre la obra se inclinaba cada vez más hacia la opinión de Chinchilla. El libro del doctor Plata, efectivamente, a la espera de un mejor conocimiento, no parecía gran cosa. Y así llegamos a la tercera referencia bibliográfica considerable, y que hoy, a la luz de otros datos, no se puede tachar sino de absolutamente desconcertante. Se trata de un artículo. En realidad, del único trabajo específico sobre autor y libro, salvadas las referencias antes mencionadas que, en todo caso, aparecían en obras de carácter general. Me refiero al trabajo (escaso) del profesor Luis S. Granjel titulado «Humanismo renacentista: La obra de Juan Sánchez Valdés de la Plata», y que fue publicado por el autor, inicialmente, en los Cuadernos de Historia de la Medicina Española (XII, págs. 485-496), en 1973. Subrayamos la fecha: 1973. Del artículo tuve conocimiento a través de mi erudito y docto amigo el profesor Víctor Alvarez Antuña. No vamos en este momento a referirnos detalladamente a este artículo. Lo dejaremos para más adelante. Dadas las circunstancias antes señaladas, me pareció entonces del mayor interés. Sin embargo, desde una primera ojeada, era evidente que no añadía nada especial. La referencia biográfica reiteraba los tópicos habituales (erróneos por la mala lectura) extraídos de la Cédula del libro, y, sin mayores consideraciones, pasaba a resumir, más o menos, con diversos comentarios, los contenidos del mismo. No hacía, curiosamente, alusión a la polémica de la circulación de la sangre referida por otros autores. Eso sí, consideraba que la obra correspondía «a un tipo de literatura que en el siglo XVI, en España, tuvo ilustres cultores, como lo prueban, citando sólo algunos ejemplos, las obras de Pero Mexía, Miguel Sabuco y Alvarez de Miraval. Autores, todos que en sus libros se propusieron rehacer la imagen del hombre según permitía hacerlo el saber vigente de la época» (pág. 486). Ahora, por las razones que dentro de poco se dirán, este artículo me parece realmente sorprendente. Tanto más porque el propio profesor Granjel es autor de un artículo sobre Pedro Mexía y su Silva de varia lección: «Las ideas antropológico-médicas del "magnífico caballero" Pero Mexía», publicado originariamente en 1953 (Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina, V, págs. 353-378). Subrayamos nuevamente la fecha: 1953. Pues bien, a todo esto, y tras las consultas bibliográficas mencionadas, seguía más o menos igual. Del texto del libro del doctor Plata, algún dato biográfico podía extraerse: así, sobre la cronología del propio libro, en el fol. 144, al citar el 28 de marzo de 1344, dice que «ha 199 años», que –decimos nosotros– sumados dan el año de 1543, en el que estaría, pues, escribiendo; y en el fol. 197 añade: «[...] en este año de cincuenta [1550]», en el que igualmente estaría escribiendo. Estas dos indicaciones cronológicas hacen suponer a Morejón, y a Chinchilla con él, que el libro habría sido escrito en ese período (1543-1550), o sea unos cincuenta años antes de ser publicado. Otras indicaciones cronológicas figuran en el libro: «[...] una señora muger de un caballero de Salamanca, el año de 1540, estando yo allí» (fol. 26v); o «[...] como lo vimos el año de 39 en Salamanca, quando murió la Emperatriz» (fol. 238). Algunas referencias a su familia aparecen también en el libro: habla de su abuelo Juan Sánchez de la Plata y de Elvira Fernández, «abuela de mi mujer Francisca de Moya Velázquez» (todo ello en el fol. 12v). Aquí surgía, al nombrar a su mujer, un detalle curioso. Mencionan diversos autores, al referirse a la mujer del doctor Plata, e inspirándose obviamente en la Cédula citada, a doña Ana Flores de Villamayor. En ningún momento citan a esta doña Francisca, que, sin embargo, es la única que como tal nombra el propio doctor Plata. ¿Qué quería decir esto? ¿Acaso se había casado dos veces? Esto fue lo que pensé inicialmente. Sin embargo, él no dice, cuando menciona en el libro a Francisca de Moya Velázquez, «mi primera mujer», que era lo que, en todo caso, podría haber sido (supuesto que no se hubiese casado todavía más veces). ¿Qué sucede, entonces? Evidentemente existe otra explicación, porque el doctor Plata –según todos los indicios– se casó una sola vez. También alude a un Lope Fernández de Moya, «mi suegro» (ibid.). En su obra, asimismo, menciona el doctor Plata a diversas personas, circunstancias y cierto número de lugares en los que habría estado. Aparecen Toral, Benavente, León, Laguna [68] y, por supuesto, Ciudad Real: «[...] en esta nuestra tierra de Ciudadreal [...]» (fol. 12v), dice. No ampliaré en este momento detalladamente estas citas. Lo haré más adelante. Simplemente voy a subrayar ahora una frase que desde el principio me llamó bastante la atención: «E yo vi en Salamanca un muchacho legajoso, que veya estando nosotros en mi casa [...]» (fol. 225). Habla, pues, de su casa en esa ciudad. Como puede verse, algunos datos ofrece el libro, pero realmente escasos y, en principio, poco reveladores. No parecía fácil obtener más información acerca del autor, puesto que la bibliografía consultada nada añadía. Quedaban sin resolver bastantes incógnitas biográficas que pudieran resultar de interés. Por ejemplo, ¿habría sido judío? ¿Tal vez converso? Según una primera lectura, no había en el libro indicios especiales de nada que no fuese una exposición escolástica más o menos convencional. Era, sin embargo, una posibilidad, y quizá no muy descabellada, dada su profesión y su relación con Ciudad Real, donde la judería, como es sabido, tuvo mucha importancia en cierto momento; incluso su apellido parecía sugerir algo en este sentido. Que fuese de origen judío no era irrelevante para nuestra perspectiva sobre el origen de la antropología. Consulté en este sentido diversa bibliografía sobre judería o inquisición en Ciudad Real y el resultado, referido al doctor Juan Sánchez Valdés de la Plata o gente de sus apellidos, fue negativo. A falta, pues, de datos precisos, en éste y otros aspectos, y con el objeto de acceder al «universo» ideológico-bibliográfico de la Coronica, procedí a un «científico» vaciado de los autores citados en el libro. Esto fue más o menos a finales de 1983 y principios de 1984. La cosa llevó su tiempo. Con todo rigor, como es propio del caso, anoté las citas, directas o indirectas, el autor correspondiente, y la obra, caso de que figurase. &c., &c. Así, fui reuniendo un considerable número de fichas, repletas de información «positiva». A la luz de lo que hoy sabemos, poca gente ha debido de hacer nunca un ridículo tan minucioso. De todas formas, como después se verá, este trabajo, a la larga, tuvo cierta utilidad. 2. Por entonces empecé a considerar la posibilidad de buscar algún tipo de documentación original que pudiera aportar información precisa sobre el misterioso doctor Plata y su obra. La posibilidad pronto se convirtió en determinación. Sin saber muy bien por qué, tengo asociada esta decisión con la profesora Elvira Arquiola, a quien había conocido por entonces. Quizá en una entrevista que mantuve con ella me sugirió la idea. No podría precisarlo. La había conocido a través del Seminario de Historia de la Antropología, que dirigía Fermín del Pino en el C.S.I.C., y algunos de sus estudios sobre historia de la antropología me habían gustado bastante. Lo curioso es que, muchos años después, el mismo día que conseguí un documento que busqué durante bastantes años, allí en Ciudad Real, me enteré de su muerte. Sirvan estas líneas para recordar su memoria. La idea de buscar documentación se concretaba en el testamento mencionado en la Cédula citada más arriba, y aludido comúnmente en las referencias varias que sobre él tenía como el testamento de Juan Sánchez Valdés de la Plata, el autor de la Coronica y historia general del hombre. El lugar de búsqueda, según todos los indicios, habría de ser Ciudad Real, y, como es propio del caso, su Archivo Histórico Provincial, Sección de Protocolos, lugar donde se recoge este tipo de documentación, siempre que tenga más de cien años de antigüedad. Recordaba episodios, que en parte me inspiraban, como aquel famoso, y ciertamente extraño, de doña Oliva Sabuco de Nantes, «cuya» Nueva filosofía de la naturaleza del hombre (1587) fue finalmente atribuida a su padre el bachiller don Miguel Sabuco gracias a la investigación que entre los protocolos notariales de Alcaraz realizó don José Marco Hidalgo. Así fue dada a conocer diversa documentación, entre la cual figuraba el testamento del bachiller Sabuco, lo cual parece que aclaró definitivamente la autoría del libro de aquella doña Oliva, rarum in sexu decus, como la calificó Nicolás Antonio. Los protocolos notariales son, como es sabido, una fuente impresionante de información, sobre todo para ilustrar ciertos aspectos de la vida cotidiana, y evidentemente también para otras cosas. Es, sin embargo, bastante difícil, si las referencias no son precisas, encontrar, entre cientos de legajos, un documento. Desde luego, en este caso, la dificultad era aún mayor, puesto que se trataba de localizar un testamento que no se sabía siquiera si estaba allí (por supuesto yo no dudaba de la existencia de ese testamento, tan citado), y, tal vez, otros posibles documentos sobre el tal personaje. La dificultad de una búsqueda semejante depende muchas veces del estado de clasificación y de orden en el que se encuentren los protocolos, y asimismo de otros aspectos, [69] incluido el personal encargado de ellos. En esto último, es obvio que la suerte puede ser muy variada, y así fue la mía. Por otro lado, el estado de conservación de los legajos tiene que ver muchas veces con factores aleatorios. Porque aunque en España, en general, parece que hay unos buenos fondos documentales de este tipo, en ocasiones una inundación, un incendio o, simplemente, la ignorancia o el descuido han acabado, ya en fecha reciente, con muchos de ellos. La consulta de la Guía de los archivos estatales españoles (1977), del Ministerio de Educación y Ciencia, me informó ya de antemano de los protocolos conservados en el Archivo Histórico de Ciudad Real. Los del distrito notarial de Ciudad Real, que comprendía las localidades de Ciudad Real (nuestro objetivo más preciso), Carrión de Calatrava, Ballesteros de Calatrava y Miguelturra, empezaban en 1597. Junto con los de este distrito, figuraban, evidentemente, los fondos de otros distritos como Daimiel, Villanueva de los Infantes, &c. Pero, aun siendo los de Ciudad Real casi los más antiguos, sin embargo, no lo eran suficientemente para mi objetivo, que consistía en localizar el mencionado testamento, cuya fecha, según un grosero cálculo que yo hacía a partir de la Cédula, podría estar en torno a 1586. Dicho cálculo era más o menos el siguiente: se trataría de localizar el testamento del doctor Plata, quien (suponía yo) había solicitado en 1586 una licencia para imprimir su libro, y privilegio por ocho años para venderlo. Habiendo pasado ese tiempo, no se habría impreso por haber muerto el autor, con lo que, en 1596, dos años después de transcurrido el plazo, su «viuda» y su «hijo» solicitaban una prórroga, adjuntando el testamento del difunto, que evidentemente –pensaba– algo diría al respecto. Algo así, por ejemplo, como encomendarles a estos viuda e hijo, quizá como última voluntad, la póstuma publicación de ese libro, tal vez la obra de su vida. Por esta razón podía pensarse que el testamento habría sido hecho muy poco antes de la muerte del autor, que habría ocurrido, pues, entre 1586 y 1596 (año de la Cédula). Tan tierna escena familiar, con viudas desconsoladas y caballerosos hijos, iba a ser, desgraciadamente, falsa. Diré en mi descargo, aunque ciertamente eso poco aminore la culpa, que a tal interpretación no llegué por casualidad, sino por la influencia de algunas malas lecturas que supra van citadas. No estuvo de más comprobar, a través de una llamada telefónica a Ciudad Real, que las indicaciones de la Guía mencionada eran en parte inexactas. Afortunadamente, lo fueron para bien. En el archivo se guardaban protocolos desde 1559, y además eran de la propia Ciudad Real, aunque los más antiguos, como sucede tantas veces, eran pocos. Pero, en todo caso, había más de lo que decía la Guía del Ministerio. Y con estas expectativas me fui a Ciudad Real. El edificio que albergaba el Archivo Histórico de Ciudad Real en junio de 1984, fecha en la que llegué allí por primera vez, era muy distinto del moderno y «científico» edificio que es su sede actual. Aquél, situado en la plaza del Prado o plaza de la Catedral, era, si no recuerdo mal, la Biblioteca Municipal, llamada asimismo «Casa de la Cultura». No era, pues, un edificio especializado, sino fundamentalmente la Biblioteca Pública (cosa que me parece que sigue siendo actualmente), con el característico público de este tipo de locales, es decir, jubilados, ociosos varios, estudiantes y niños bulliciosos. Era, además, el «lugar» en el que se guardaban los mencionados protocolos, entre otras cosas. Pero era, sobre todo, un local abigarrado en el que por las tardes hacía un calor insoportable. Estas consideraciones que anteceden en absoluto tienen, en contra de lo que pudiera parecer, un tono crítico. Porque, en ese sitio, difícilmente pudo quien esto escribe encontrarse con gente más amable. Empezando por la directora, y creo que casi única responsable entonces del archivo, Ana Herrero, quien además era una hábil lectora de escritura procesal. Continuando con otros funcionarios que había por allí, siempre solícitos hacia mi condición de meteca, e incluyendo en especial a uno de ellos, francamente característico, cuyo nombre era Hernández, arquetipo de ese funcionariado infatigable (como lector de periódicos) que puebla muchas de las bibliotecas españolas. Hernández, que había hecho la mili en Oviedo, donde al parecer lo había pasado estupendamente, me distinguía, en ocasiones, para llamarme a través del animado ambiente del local, con un «¡asturiana, fabada!», francamente difícil de olvidar. Sin conocimiento del estado de los protocolos, ni de su ordenación o clasificación, lo primero fue hacerse una idea general. Y, a los cinco minutos, era evidente que, aun en su definitiva ausencia, sobre el archivo planeaba la sombra de doña Isabel Pérez Valera, antigua bibliotecaria, y persona muy conocida y apreciada en Ciudad Real, como pude [70] advertir más adelante. Al parecer, fue ella sola quien, con el consiguiente mérito, ordenó, clasificó y registró esos protocolos notariales de un modo que, sustancialmente, muchos años después, sigue siendo el mismo. Todo el mundo hablaba con gran respeto de doña Isabel. Por diversos lugares del archivo aparecían su letra y sus anotaciones, siempre útiles. A partir de los ficheros existentes seleccioné, siguiendo el plan previsto, una serie de legajos que contenían protocolos notariales fechados entre 1586 y 1596, aproximadamente. Y así comenzó la búsqueda. Pero un «corte» cronológico de este tipo incluye muchos legajos diferentes, ya que éstos se ordenan físicamente por notarios, incluyendo cada carpeta, en ocasiones, varios años. Y, de este modo, el plan inicial empezó aquí, como en otras indagaciones parecidas, a cruzarse con la realidad propiamente dicha: a veces, el material parece inabarcable; a veces, es casi ininteligible, bien por el estado de los papeles, bien por la dificultad de la letra procesal con la que se escriben este tipo de documentos, variable, además, de unos notarios a otros; y, en ocasiones, ante un documento definitivamente deteriorado, surge la tremenda sensación de que tal vez está allí lo que uno está buscando, y ya definitivamente perdido. Y de este modo, empecé a pasar papeles, y con ello transcurrieron unos ocho días. Ciertamente ése era un espacio de tiempo suficiente como para empezar a pensar en desanimarse ante la falta de unos mínimos resultados, aunque la cosa era, por otro lado, bastante entretenida. Pero entonces se produjo una circunstancia importante que contribuyó a modificar notablemente mis planteamientos. Se celebraban por aquellos días en Ciudad Real (desde el 7 de junio de 1984) las «II Jornadas de Etnología de Castilla-La Mancha». Pues bien, aquellas jornadas (episodio evidente de esa especie de «antropología» que ha prosperado en España en los últimos años y a la que cabría llamar «antropología de las autonomías») se encaminaban, como procede, a la búsqueda de las correspondientes «señas de identidad». Para ilustrar lo dicho, véase la siguiente frase, tomada de la prensa regional, y atribuida allí al representante de la Consejería de Cultura en la sesión inaugural (Lanza, 8 de junio de 1984, pág. 3): «[...] uno de los factores destacados para el conocimiento de nuestra entidad regional es la búsqueda de las raíces de nuestra cultura. En una región que no tiene una diferenciación lingüística y que está naciendo es importante conocer los elementos de tipo cultural que nos identifican y nos unen» (los subrayados son nuestros). Sea como fuere, lo cierto es que aquellas jornadas incluían una muestra del folklore regional que se celebraba por la noche, con notable festejo, en la Plaza del Ayuntamiento. Y, por ello, allí, sobre el escenario, a modo de símbolos manchegos, estaban las figuras de D. Quijote y Sancho Panza. Esta es la imagen que tengo grabada, y que podía ver desde el lugar donde me hospedaba, mientras trataba de organizar la búsqueda del día siguiente en el archivo, de manera casi imposible: por un lado los cánticos, por otro, la sensación de que no había forma de encontrar allí nada que tuviese que ver con el doctor Plata (no estando muy segura de si era mi impericia la causa, o simplemente la falta real de documentos). Y esto, además, sin dejar de tener en cuenta la pintoresca habitación en la que estaba, y a la que había ido a parar por la pretensión de obtener, en aquel sucio y ruidoso hotel (o lo que fuese; eso sí, afortunadamente ha desaparecido), una modesta habitación con baño: en realidad, donde me instalaron fue en un cuarto de baño con cama. Pues bien, en estas circunstancias, y dándole vueltas a los materiales una vez más para ver si aparecía alguna idea nueva, concretamente leyendo la famosa Cédula, me di cuenta de repente de lo que, incomprensiblemente, no me había dado cuenta hasta entonces (y, al parecer, tampoco ninguno de los que la había leído con ánimo de historiar al doctor Plata). Y no es de extrañar, porque el mencionado texto es francamente farragoso. La cosa era muy sencilla: el doctor Plata (al que, en todo caso, la Cédula nombraba como autor del libro) tenía un hijo, de idéntico nombre al suyo: «Juan Sánchez Valdés de la Plata» (aparte de ese otro llamado Luis, que también aparece en la Cédula), mencionado en el texto como «licenciado»; médico también (aunque eso lo supe luego), y también «difunto» (entiéndase que lo era en el momento de redacción de la Cédula). La coincidencia del nombre, la sinuosa redacción y su común condición de «difunto» eran obstáculos para fijarse en que en ocasiones se nombraba al padre y en ocasiones al hijo. Doña Ana Flores de Villamayor resultaba ser la mujer del licenciado, y la licencia y privilegio solicitados lo habían sido no por el doctor Plata, sino –literalmente– por «el licenciado Juan de Valdés de la Plata». Asimismo, el testamento invocado en la Cédula era el del licenciado, quien, en definitiva, aparecía como el promotor de la publicación del libro. Ahora bien, estas consideraciones, que, a falta de otras pruebas documentales, no me atrevía a dar por firmes, ¿cómo podían influir en mi búsqueda y planteamiento? Era evidente, por un lado, que no había estado buscando el testamento del doctor Plata, de cuya existencia propiamente no tenía noticia, sino el de su hijo Juan, que, no obstante, según todos los indicios, podía ilustrarme acerca de la circunstancia del libro. Su hallazgo podría ser, sin duda, de sumo interés. Por otro lado, paulatinamente y sin saber muy bien por qué, empecé a tener la sospecha de que el doctor Plata, en realidad, había muerto bastantes años antes. A ello me llevaba, quizá, observar que el proceso de publicación del libro, desde 1586, no remitía para nada a actividades del propio doctor. [71] Además, eso era mucho más acorde con las fechas (deducibles del libro y antes comentadas) de elaboración del texto: entre 1543 y 1550. Si esto último era así, la investigación, lejos de aclararse, se complicaría todavía más. En primer lugar, porque puestos a retroceder en el tiempo, el límite cronológico que la documentación imponía era, como se dijo, 1559. No había en el archivo protocolos más antiguos. En segundo lugar, porque la iniciativa de la publicación del libro, desligada, tal vez (como empezaba a sospechar), de la voluntad de su autor, parecía bastante misteriosa. Con esta perspectiva, el trabajo se orientó en ese momento hacia dos aspectos: por un lado, búsqueda del testamento del licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata (es decir, lo que, sin saberlo, había estado haciendo hasta entonces) y, por otro lado (apuntando al doctor Plata mismo), búsqueda de cualquier tipo de documentación suya (incluyendo un posible testamento lleno de «sensacionales revelaciones»), retrocediendo paulatinamente desde 1586 (por las razones señaladas en el párrafo anterior): 1585, 1584, &c. Hecho este replanteamiento, el procedimiento fue, en lo que a la búsqueda concreta se refiere, tan aleatorio como antes. Porque seguía habiendo muchos legajos, seguían siendo igual de difíciles de leer y, en definitiva, no sabía uno, a veces, por dónde empezar. Quiero decir que, como buenamente se pudo, se siguieron pasando páginas, alternando estos dos objetivos. Transcurrieron aproximadamente otros ocho días y vinieron a confirmarse mis sospechas, porque por entonces encontré el primer documento referente al caso. Se trataba de un poder, ante Juan de Ortega, fechado el 17 de septiembre de 1581, y en cuyas primeras líneas se decía lo siguiente: «Sepan quantos esta carta de poder vieren como nos, Luis Sánchez Valdés de la Plata y el licençiado Juan Sánchez de la Plata y Lope Belázquez de Belasco, hermanos, hijos y erederos del señor doctor Juan Sánchez de la Plata, que santa gloria aya [...]». Por diversas razones el documento era de interés. Tanto por los datos que revelaba, a saber, que en 1581 ya estaba muerto, o que tenía tres hijos, cuanto, y sobre todo, porque era una pista para ajustar algo más la búsqueda. De todas maneras, lo más importante era tener de pronto la certeza de que esos personajes, fantasmales hasta ese momento, y de cuya existencia casi empezaba a dudar, habían existido. Y, después de tanta sequía, vinieron las lluvias: esa misma tarde, otro documento revelaba que el doctor Plata estaba muerto ¡en 1571! (nada menos que 27 años antes de la publicación del libro). Se trataba de una obligación a «Juan Sánchez de la Plata y sus hermanos», «hijos del dotor Juan Sánchez de la Plata, difunto [...]», hecha ante el escribano Francisco Casasola del Aguila, el 21 de enero de 1571. Creció la emoción, porque, un día, inesperadamente (como debe ser), apareció el codicilo del testamento del licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata. Era del escribano Juan de Ortega y estaba fechado el 5 de septiembre de 1591. En él se hacía referencia al famoso testamento del siguiente modo: «[...] dejando en lo demás en su fuerza y vigor el testamento quel [Juan Sánchez de la Plata] tiene fecho y otorgado ante Juan de Pedraza escrivano público del número de la dicha Çibdad Real [...]». Emoción en el momento mismo de consultar el fichero del archivo para buscar los protocolos de este escribano. Inmediatamente, desilusión terrible. Los protocolos de Juan de Pedraza no estaban entre los que conserva el Archivo Histórico de Ciudad Real. De un modo prácticamente intolerable me resigné a que el testamento del licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata (que tan «cerca» había tenido) quedase perdido en el tiempo, al menos en su versión original. No sé si para siempre. Añadiré que un poder, próximo al codicilo, fechado cuatro meses más tarde, el 8 de enero de 1592, mencionaba a doña Ana de Villamayor como «viuda del licenciado Juan Sánchez de la Plata, médico». Hasta el final de esta primera estancia en Ciudad Real, encontré entre los protocolos nueve documentos más relacionados con esta familia; sólo uno, sin embargo, del doctor Plata, y éste sin especial valor informativo. Tenía fecha del 8 de septiembre de 1559 y estaba entre los protocolos de Antonio Fernández de Torres, en el legajo nº 1. Mis dos objetivos de entonces quedaron de este modo desagradablemente resueltos. Por un lado, no sería posible [72] encontrar allí el testamento del licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata. Por otro, era evidente que, dados los años en los que previsiblemente había vivido y muerto el doctor Plata, no sería fácil encontrar sobre él mucha documentación en ese archivo. 3. La estancia en Ciudad Real era ocasión también para buscar en los archivos parroquiales y tratar de encontrar la partida de bautismo y la de defunción del doctor Plata, y cualquier tipo de documento que pudiera suministrar datos sobre él o su familia (que tan importante parecía en el proceso de publicación del libro). Tres parroquias, Santiago, San Pedro y Nuestra Señora del Prado (Santa María), existentes ya en el siglo XVI, conservaban alguna documentación. En algún caso, sin embargo, con más que notables restricciones. La iglesia de Santiago, por ejemplo, y más concretamente su archivo, había sido víctima de la guerra civil. Apenas se conservaba (según información que me dieron en el Obispado) el registro de los bautismos entre 1892 y 1900 y el de las defunciones entre 1793 y 1831. Y pocas cosas más. En cualquier caso, nada que tuviera que ver con la época que me interesaba. La noticia era especialmente decepcionante porque esta iglesia, no sólo era muy antigua, sino que por lo visto había conservado su archivo hasta el momento mismo de la guerra. Además, estaba situada en la vecindad del antiguo barrio judío. Las expectativas se frustraban una vez más ante el hecho irreversible de aquella destrucción. Y si entonces lamenté en general esa terrible pérdida, tiempo después la sentí aún de modo más doloroso, porque el doctor Plata (tardé todavía en saberlo) fue enterrado allí, como también su mujer, Francisca de Moya Velázquez, y su hijo Juan. En la iglesia de San Pedro, referentes al siglo XVI, se conservaban (según pude comprobar) diversos libros de bautismo. Concretamente los denominados I (1517-1530), II (1530-1536), IV (1560-1566) y VI (1583-1598). Los volúmenes III y V faltaban. Tampoco había libros de defunción del siglo XVI. No vi esta documentación entonces, sino tiempo después (por cierto con gran complacencia ante los nacientes Alvaro, Juan, Catalina, Isabel, Beatriz, Luis, Juana, Lucía, Pedro, Ana, Inés, &c. ¡Ni una Vanessa, ni un Jonathan!). Pero no encontré allí ningún documento acerca del doctor Plata. Sí pude ver, sin embargo, a sus hijos, ya adultos, presentes en algunas ceremonias de bautismo. La parroquia de Nuestra Señora del Prado (Santa María), con su correspondiente archivo, estaba en la iglesia de La Merced. Yo estuve allí exactamente el 8 de junio de 1984. Anoté aquella fecha cuidadosamente porque fue una visita que tuvo su interés. Por lo visto la documentación del siglo XVI (y aun de otros períodos) que conserva esta parroquia no es nada desdeñable. En éstas estábamos al comienzo de la visita, con el párroco, de nombre D. Ubaldo. Pero apenas nos dio tiempo a entrar en materia, porque, no sin cierto estupor, pude saber que, en ese mismo momento, se estaban llevando toda esa documentación los mormones; más precisamente –así me dijeron–, la «Sociedad de Microfilmación de Utah». Y, efectivamente, ante mis ojos desfilaban una serie de individuos que iban cargando en un carretillo libros que sacaban de un armario. Parece ser que un acuerdo con el obispado les iba a permitir hacer copias microfilmadas de todo ello, y a cambio dejarían algunas de esas copias en Ciudad Real. A pesar del toque surrealista de la situación me pareció que el conocido interés de los mormones por la genealogía, en colaboración con el obispado de Ciudad Real, podría servir para paliar hipotéticos desastres, como el citado del archivo de la iglesia de Santiago. Fue, no obstante, una ocasión estupenda para darse cuenta de lo absurdo de esa interpretación, tan típica de «entendidos», que (quizá buscando una racionalidad «supra-mormónica») atribuye esas actividades a la C.I.A., y cosas por el estilo. Porque, ¿para qué –me preguntaba, haciendo un esfuerzo de imaginación– podría querer la conocida agencia americana ese tipo de «información»? Planteada así la situación, mi visita no había llegado, evidentemente, en el momento más oportuno. De todas maneras, en relación con mi búsqueda, pude enterarme de que los libros de bautismo comenzaban (si no recuerdo mal) hacia 1530. También, de que el primero de los libros de entierros que se conservaba era el V, que empezaba en 1585 y llegaba hasta 1602. Este último, incluso, me dio tiempo a mirarlo por encima (quizá, en ese momento, sin el deseable sosiego [73] que debe acompañar al investigador concienzudo), y nada vi relativo al doctor Plata o a su familia. De todas maneras D. Ubaldo me informó de que él mismo había catalogado los libros de registro y parte de los mil y pico documentos variados que allí tenían, haciendo un índice de nombres, &c. Amablemente se ofreció para consultar sus notas, mirando la posible aparición de algunos nombres que le di. El resultado fue, según supe después, totalmente negativo. La pintoresca coincidencia con los mormones en la iglesia de la Merced no cayó en saco roto. Un año más tarde, agotadas sin éxito diversas fuentes en búsqueda de datos precisos sobre el nacimiento o la defunción del doctor Plata, decidí ponerme en contacto con ellos. Fue a través de una carta (fechada el 27 de mayo de 1985) enviada a Liahona. «La Guía de la Verdad», 50 East North Temple, en Salt Lake City. Les solicitaba cualquier tipo de información que pudiesen tener, procedente de los archivos parroquiales españoles, acerca del doctor Plata y de otros miembros de su familia. La respuesta llegó en una atenta carta fechada el 16 de julio de 1985. Tenía el membrete de The Church of Jesus Christ of Latter-Day Saints, concretamente de su «Genealogical Department». Venía firmada por «James Marvin Cluff, Genealogista español», y cortésmente me informaba de su fracasada búsqueda al respecto «en el índice computador». Antes de dejar Ciudad Real, y después de un mes mareando protocolos todo el día, decidí hacer una visita al Archivo Municipal, situado en el Museo «Elisa Cendrero», con la vaga idea de localizar algún tipo de documentación sobre historia local que pudiera ser útil al caso. Mi intento quedó en grado de tentativa, puesto que el funcionario de turno me advirtió de que el archivo estaba siendo ordenado y que por ello era imposible en aquel momento acceder a él. Tal información casi supuso entonces un alivio por la absoluta imprecisión de mis objetivos. Mucho tiempo después, el director del archivo, José González Ortiz, hombre amabilísimo con quien tuve ocasión de hablar, me dio algunas orientaciones de interés. Asimismo, la consulta de alguna bibliografía sobre este archivo, como el clásico Indice de los documentos del Archivo Municipal de Ciudad Real (1255-1899) (1962) de Isabel Pérez Valera o, más recientemente, el Catálogo del Archivo Histórico Municipal de Ciudad Real (1991) de Manuel Romero, y aun otros trabajos, me pusieron en situación de acceder ordenadamente a bastante documentación. Todo ello hasta el momento actual quedó pendiente. A mediados de julio de 1984 me fui de Ciudad Real con la convicción de que no sería fácil encontrar mucha información (en general, y no sólo entre los protocolos de Ciudad Real) acerca del doctor Plata. El procedimiento podría ser largo y quizá estéril. Por otro lado, la lectura a ratos perdidos de la Coronica había sido poco reconfortante: la obra empezaba a parecerme no sólo mediocre, sino incluso pesada y de poco interés. Su posible carácter de obra pionera de la antropología española, marco en el que pretendíamos envolver su interpretación inicialmente, quedaba disuelto en aquel fárrago casi inextricable que constituía su texto. Por entonces, ya había decidido prescindir de este asunto como tema de tesis doctoral. De todas maneras algunos aspectos de la obra, incluidas las circunstancias de publicación del libro, me seguían llamando bastante la atención. Y, desde luego, me intrigaba el propio autor. Porque –una vez más– ¿quién había sido aquel desconocido personaje que (como declara en el «Prólogo» del libro) quiso «recopilar de muy muchos autores la presente obra, y historia de solamente el hombre»? 4. Con motivo de un viaje a Salamanca en octubre de 1984 para asistir a un congreso de lógica y teoría de la ciencia que organizaba el ubicuo profesor Miguel Angel Quintanilla, y visto el cansino panorama de dicho congreso, se me ocurrió improvisadamente, recordando al doctor Plata y las referencias a Salamanca que había en su libro, hacer una visita al Archivo Universitario. Pensé entonces que tal vez podía haber sido estudiante allí. Con la idea de precisar qué tipo de documentación tenía el archivo acerca de estudiantes de medicina del siglo XVI, fui a ver a la entonces directora, Teresa Santander, quien me informó de que tenía en prensa un libro que, con el título de Escolares médicos en Salamanca (siglo XVI), apareció poco después. Esta cuidada obra, modélica en su género, que acompaña a otras de gran mérito de la autora, contiene –según se advierte en la «Introducción»– «una relación nominal de quienes durante el siglo XVI se matricularon, probaron sus cursos y se graduaron de Bachilleres, Licenciados y Doctores en la Facultad de Medicina de la Universidad de Salamanca». Fue elaborada a partir de la valiosísima y hermosa documentación que, con lagunas, conserva el archivo de aquella universidad, y que para el siglo XVI suma 93 libros. En ella se recoge un total de 3.457 nombres. La relación nominal va acompañada en cada caso de una ficha en la que abreviadamente se menciona cada circunstancia, y se remite al libro y folio correspondiente. La obra se completa con diversos índices. Muy cortésmente se ofreció la directora del archivo a consultar sus fichas, simplificando con ello una búsqueda que de otro modo hubiera sido muy laboriosa, por no decir irrealizable. Para ello le di el nombre: «Juan Sánchez Valdés de la Plata». Más tarde, cuando volví para preguntarle el resultado de su indagación, tenía preparada una nota en la que decía lo siguiente: «2930. SANCHEZ VALDES DE LA PLATA, Juan: Natural de Ciudad Real, dióc. Toledo. Bachiller artista. Matriculado en Medicina: 1575-76 (Lib. 291 f. 109); 1576-77 (Lib. 292 f. 94v). Examen para Bachiller en Medicina: 13-III-[1577] (Lib. 738 f. 60)» Las fechas eran inequívocas: una vez más, no se trataba del doctor Plata, sino de su hijo Juan. La sensación era algo decepcionante. Además, el cuidadoso proceder de Teresa Santander excluía cualquier posibilidad de error por su parte con la documentación original. De todas formas era una información interesante, de cuya ampliación en las fuentes [74] correspondientes se podrían extraer quizá otros datos. Dicha ampliación quedó pendiente para otro momento. La ocasión llegó unos meses después. Concretamente a principios de marzo de 1985. Vino dada con motivo de una visita al Archivo de Simancas, a la que inmediatamente haré brevísima referencia (omitiendo, eso sí, algunos detalles para no hacer excesivamente el ridículo). De todas maneras hay que señalar que la consulta de los mencionados libros del Archivo Universitario de Salamanca no añadió prácticamente nada que no fuese algún dato de carácter puramente administrativo. Mal me resignaba todavía por entonces a la «pérdida», antes aludida, de los protocolos de Ciudad Real que contendrían el testamento del licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata. De vez en cuando surgían «crisis de resistencia», que solían manifestarse a través de diversas y en ocasiones absurdas hipótesis que invariablemente se desvanecían ante la implacable realidad. Fue en medio de una de estas crisis cuando se me ocurrió de repente ir al Archivo de Simancas. El inductor, en parte, fue el neotecnólogo Gustavo Bueno Sánchez. La hipótesis, que confiaba en la abundante y minuciosa burocracia del Imperio, era la siguiente: tal vez allí se conservase el expediente sobre la licencia de impresión del libro del doctor Plata, y con él ese testamento (o mejor dicho, copia de él), puesto que a fin de cuentas ése era el contexto en el que se le mencionaba en la famosa Cédula. La Coronica contenía además diversos indicios del proceso burocrático, tales como una «Aprovación» (fechada el 3 de agosto de 1586), que firmaba «el Maestro F. Antonio de Castañeda, ministro», que actuaba «por orden de los señores del Consejo de su Magestad», y una «Tassa» (fechada el 21 de junio de 1598), que firmaba «Gonçalo de la Vega», «Escrivano de Cámara del Rey nuestro señor». Supe de antemano que en Simancas no hay ninguna sección o apartado específico de licencias de impresión de libros de esa época, como tampoco la hay –según me informé entonces– en el Archivo Histórico Nacional. De todas formas me fui a Simancas. Lo primero que aprendí es que, sin habérselo estudiado concienzudamente, no se debe ir a Simancas de manera precipitada. Porque, como es obvio, es necesario conocer muy bien la estructura y funciones de los diversos órganos de la Administración de la época correspondiente (lo que no era mi caso), pero sabiendo además que en la ordenación de los papeles en el archivo muchas veces se mantuvieron indivisas las remesas de documentos. Por ello es necesario también un claro dominio de las distintas guías y catálogos existentes. Mi conocimiento entonces no pasaba de unas improvisadas notas tomadas de la Guía del investigador (1923) de Mariano Alcocer sobre la Cámara de Castilla (expedientes, libros de relación, libros de cédulas...), sobre el Consejo Real de Castilla (expedientes del tiempo de Felipe II) y algunas otras cosas que no detallaré. Durante unos días busqué a través de una serie de inacabables legajos y algunos ficheros, y, ciertamente, encontré «aisladas» algunas licencias de impresión de libros del siglo XVI (incluso de 1586). Pero, referido al caso, el resultado fue negativo. También revisé al final otro tipo de documentación, como «Expedientes de Hacienda» de Ciudad Real, igualmente sin suerte. Una envidiable Sección (la XXXVII) de la Secretaría de Gracia y Justicia, se ocupaba de las Imprentas: «Expedientes sobre licencias de impresión de obras [...]», pero entre 1658 y 1788. Por allí andaba, entre otros, Feijoo. Ya se dijo que la visita al Archivo Universitario de Salamanca para consultar la documentación original sobre la vida académica del hijo del doctor Plata poco añadió al conocimiento del asunto. De todas maneras, en esas circunstancias, vino a producirse una curiosa sorpresa. Encontré en una librería, ya editado, el libro de Teresa Santander. Leí con regocijo su interesante «Introducción», señaladamente lo referido a la cena que acompañaba a los exámenes nocturnos (en la Capilla de Santa Bárbara, de la Catedral Vieja) para obtener el grado de licenciado, y que obligadamente debía dar el bachiller aspirante a los probablemente famélicos examinadores; a la cena (en la Catedral también) debía acompañar, en pago de los derechos de licenciamiento, la entrega «a cada uno de los examinadores doctores o maestros que presentes fueren» de «dos doblas de cabeça o castellanos, un hacha, una caja de diacitrón [que no era, como parece, un medicamento, sino cabello de ángel], una libra de confites y tres pares de gallinas». Esto por no mencionar el verdaderamente indescriptible menú de las colaciones que debía dar el doctorando con motivo de la obtención del grado de doctor. Y ojeando de este modo el libro, apareció la página que recoge la [75] referencia al hijo del doctor Plata. Pero, de refilón, vi en la página anterior la inesperada ficha de otro escolar salmantino. Decía así: «2924. SANCHEZ DE LA PLATA, JUAN: Probó: [16-V-1542] dos cursos de Medicina y dos de Filosofía de 1540 y 41 y presentó carta de bachilleramiento (Lib. 562 f. 98)» Era, efectivamente, el mismísimo doctor Plata, sin el «Valdés». Ya se sabe lo que eran los apellidos en el siglo XVI. El citado libro 562 del Archivo Universitario es de los llamados «Libros de pruebas de cursos y bachilleramientos». Comprende entre el 20 de abril de 1542 y el 11 de abril de 1543. La escueta referencia al doctor Plata, en el fol. 98, solamente añadía a la noticia de Teresa Santander el nombre de los dos testigos requeridos para el caso. Me fijé especialmente en los años mencionados: 1540, 1541 y 1542. Ello corroboraba que en esos años el doctor Plata estaba en Salamanca, como, por otro lado, él mismo afirma en su libro. Nada más podía saberse a través de estas fuentes acerca de otros posibles estudios o títulos suyos en la Universidad de Salamanca. Porque, no lo olvidemos, el doctor Plata era, precisamente, doctor. Y allí ni siquiera constaba que hubiese obtenido el grado de bachiller en medicina o el de licenciado. Lo cual –pensé entonces– podría deberse a varias cosas: quizá, a las lagunas de documentación, lo que era improbable para el grado de licenciado o el de doctor; tal vez, a que esos títulos los hubiese obtenido en otra universidad: sabido es que graduarse en Salamanca en esa época era carísimo; muy especialmente, obtener el grado de doctor. A falta de otras pistas sobre la vida académica del doctor Plata, me fijé en aquello de que «presentó carta de bachilleramiento» (se refiere al bachiller en artes, requisito previo al de bachiller en medicina). Volví al Archivo Universitario de Salamanca dos meses más tarde, en junio de 1985, para tratar de completar esa noticia. Repasé hacia atrás los diversos «Libros de pruebas de cursos y bachilleramientos», buscando el posible apunte de ese bachilleramiento en artes (informaciones éstas que no recoge Teresa Santander en su libro), desde el Lib. 562 (en el que aparece la noticia de los cursos mencionados más arriba) hasta el Lib. 550 (del 24 de abril de 1536 al 15 de febrero de 1537). No encontré ningún Juan Sánchez [Valdés] de la Plata. Pero sí un (creo que único) Juan Sánchez, de Ciudad Real, en el Lib. 558, fol. 63v, que tiene toda la pinta de ser nuestro personaje. La fecha es el 2 de junio de 1540, que, como puede verse, encaja bien con las anteriores fechas. También entonces traté de encontrar en los «Libros de matrícula», entre 1572 y 1583, y entre los legistas, a sus hijos Luis y Lope. Sin resultado. En una de aquellas estancias en Salamanca, no recuerdo exactamente la fecha, decidí visitar al profesor Luis S. Granjel para preguntarle por el doctor Plata. El departamento de Historia de la Medicina de la Universidad de Salamanca, del que Granjel era director, estaba situado por entonces en el Colegio Fonseca. Era realmente un lugar excepcional, cuya biblioteca, ordenada y espaciosa, tenía un considerable número de libros de época con hermosas encuadernaciones. Me recibió cortésmente el profesor Granjel, de quien yo quería, sobre todo, obtener un juicio más preciso acerca del posible valor histórico de la segunda parte del libro del doctor Plata, que es la que trata propiamente del cuerpo humano, ya que en su artículo (antes citado) el tono descriptivo elude prácticamente cualquier consideración de carácter crítico. Tan sólo incluye, en este sentido, una cita intrascendente de Luis Alberti en La anatomía y los anatomistas españoles del Renacimiento (1948), y una vaga consideración propia, según la cual la obra de Juan Sánchez Valdés de la Plata, en sus dos primeros libros, «recompone una imagen del hombre y la somete a descripción no exenta de rigor en sus detalles» (pág. 494; subrayados nuestros). Todo ello, como más arriba se recogió, dentro de la interpretación de la obra en su conjunto como perteneciente a un tipo de «literatura» sobre el hombre característica de la época. Especialmente, quería preguntarle al profesor Granjel por el valor de las opiniones (entre ellas la de Morejón) que incluían al doctor Plata (a la luz de un texto de su obra que a mí, quizá por ignorancia, se me antojaba pura neblina) entre los médicos [76] españoles precursores del descubrimiento de la circulación de la sangre. Y ello, dado que en su artículo no se pronunciaba al respecto, en lo que, por otro lado, me parecía una cuestión de considerable interés para juzgar la calidad de la parte médica de la Coronica y historia general del hombre. Poco pude averiguar del profesor Granjel, quien, por lo pronto, me pareció que se acordaba muy vagamente del doctor Plata. Sus comentarios casi se limitaron a recomendarme la lectura de su artículo (cosa que, obviamente, ya había hecho) y a subrayar, sin más especificaciones, que la obra del doctor Plata tenía poco interés. A mediados de ese mes de junio de 1985 volví al Archivo Histórico de Ciudad Real. Todo estaba como siempre. Una nueva directora, Emma, y otra funcionaria, Paz Palomeque, entre otros, seguían haciendo de ese sitio un lugar muy agradable. Y allí continuaba Hernández, conservando las esencias. La idea era buscar más papeles sobre el doctor Plata y su familia. Por un lado, pensaba revisar los protocolos notariales entre 1559 (los más antiguos del archivo) y 1571 (fecha en la que ya sabía que el doctor Plata estaba muerto). Estos eran en total ocho legajos, cuyas hojas pasé puntualmente. Por otro lado, pensaba seguir buscando en protocolos posteriores a esta fecha todo tipo de información sobre su familia que pudiera ser de utilidad. Los legajos para esto eran, evidentemente, muchos más. A lo largo del mes y pico que estuve allí, vi una parte (algunos, por razones diversas, de manera incompleta). Llegué a estar bastante familiarizada con ciertos personajes que tropezaba a menudo en los protocolos, incluido un «Francisco Franco, curtidor». Encontré en aquella ocasión un total de 48 documentos que hacían referencia a nuestro asunto. Solamente tres de ellos hechos en vida del doctor Plata y sin especial interés. De los restantes 45 documentos localizados ninguno supuso un hallazgo sensacional, aunque dos de ellos daban bastante información: se trataba de los testamentos de Juan de Lara, primo del doctor Plata, y de Ana González de Velasco, prima de su mujer. De este modo, poco a poco, podían ir reconstruyéndose diversos aspectos de una familia, que, en algunas cosas, empezaba a imaginar bastante peculiar. Quizá en esta consideración influían ciertas actividades mencionadas en la documentación o, más probablemente, el serial televisivo (Falcon Crest) que, al mediodía (muchas veces con 40º), entretenía mi tiempo muy satisfactoriamente hasta la hora de apertura del archivo. Fue poco tiempo después cuando encontré en la Biblioteca de la Universidad de Oviedo, de manera totalmente casual, un libro sobre la historia de la imprenta. Era la obra de fray Francisco Méndez titulada Tipografía española o historia de la introducción, propagación y progresos del arte de la imprenta en España (1861). Es ésta la «Segunda edición corregida y adicionada por don Dionisio Hidalgo». Dichas «adiciones» incluyen un capítulo titulado «Apuntamientos de don Rafael Floranes al P. Fr. Francisco Méndez [...] para Un tratado sobre el origen de la Imprenta, su introducción, propagación y primeras producciones en España en el resto del siglo XV de su nacimiento. Año 1794». Conocía esta obra a través de la cita que, al referirse a bibliografías generales, hace D. Marcelino en La ciencia española. Sabiendo también que el doctor Plata se ocupa en su Coronica de asuntos de imprenta, me dispuse, sin especial atención, a ojear este libro. Y en esos «Apuntamientos» de Rafael Floranes, en la pág. 273, pude leer lo siguiente: «El Dr. Juan Sánchez Valdés de la Plata, Médico de Ciudad-Real, en el lib. 4º, cap. 27, fól. 179v, y 180 de su Historia general del hombre, que escribió desde los años 1545 a 1550, como él mismo lo dice después en el capítulo 43 de este mismo libro, fól. 204 de la edición de mi uso en Madrid año 1598 fól. En cuya obra se conoce haber copiado esta y otras especies y aún capítulos enteros de Mexia, sin citarle» (subrayados nuestros). Incomprensiblemente, no presté una inmediata atención a esta cita. Durante los dos años siguientes dejé al doctor Plata en [77] la trastienda y me ocupé en exclusiva de mi tesis doctoral y de otro doctor de incomparablemente mayor interés. 5. En noviembre de 1987, aprovechando otras circunstancias, fui dos días al Archivo Histórico de Ciudad Real. No conseguí en esta ocasión incrementar la colección de documentos sobre el doctor Plata y familia. De regreso visité la Biblioteca Nacional, en la que quería hacer, entre otras cosas, unas pesquisas pendientes sobre el doctor Plata en la Sección de Bibliografía. De paso, por otro lado, pensaba consultar la Silva de varia lección, de Pedro Mexía, que era evidentemente la obra aludida en la referencia de Rafael Floranes. Ni siquiera en la Sección de Bibliografía fue posible ampliar más la información libresca que hasta entonces tenía sobre el doctor Plata. Algunas fuentes más o menos obvias guardaban un mutismo desconcertante. No conseguía averiguar más cosas, seguramente porque en ningún sitio estaban escritas. De todas maneras, en ocasiones, y siempre dentro de los tópicos habituales, aparecían referencias en las obras más inesperadas. En aquella ocasión, por ejemplo, en el libro titulado Antiguos manuscritos de historia, ciencia y arte militar medicina y literarios existentes en la Biblioteca del Monasterio de san Lorenzo del Escorial (1878) de Augusto Llacayo y Santa María, pude leer lo siguiente: «Nuestros médicos Luis Lovera de Avila, Bernardino Montaña y Juan Valdés de la Plata, habian indicado ántes [que Harvey] en sus libros algunas ideas referentes á la circulación de la sangre» (págs. 274-275). Sin especiales conocimientos acerca de la Silva de varia lección, pensaba consultar cualquier edición más o menos convencional que me informase rápidamente. Me llamó la atención de inmediato ver en el fichero de la Biblioteca Nacional que, junto con la primera edición de Sevilla (1540), había trece o catorce ediciones más del siglo XVI, y eso sin contar algunas traducciones de ese siglo que estaban también allí. No se había publicado aún la exhaustiva edición de Antonio Castro (1989-1990, 2 vols.), que nos informa (vol. I, pág. 53) de que en poco más de un siglo la Silva alcanzó 32 ediciones en castellano (3 de ellas parciales) y 75 en lenguas extranjeras: 30 italianas, 31 francesas, 5 inglesas, 5 holandesas y 4 alemanas. Realmente sorprendente. Ello, como se verá, no es indiferente para nuestro asunto. Hasta esa reciente edición, solamente había otra moderna: la de Justo García Soriano (1933-1934, 2 vols.), que vi con posterioridad. Opté, finalmente, en aquel momento, y sin ninguna razón especial, por consultar una edición de época: la impresa en Amberes, en casa de Martin Nucio, en 1544. Con la intención de comprobar la acusación de Floranes, o sea, que un capítulo, «y aun capítulos enteros», de la obra del doctor Plata copiaban a Mexía, pero sin apreciar todavía su auténtica dimensión, me dispuse a buscar en la Silva el texto correspondiente al origen de la imprenta para compararlo con el texto de la Coronica. El mero recorrido por los índices de la obra de Mexía, que nunca había leído, me fue provocando una progresiva sensación de estupor, mezclada rápidamente con el vértigo procedente del paulatinamente acelerado trasiego de páginas. Palabras, expresiones, temas, &c., me resultaban completamente familiares. El capítulo de la Coronica aludido por Floranes se titulaba: «De quien hallo el arte de imprimir, y quan provechoso sea, y quien el papel, y de que manera, y en que escrivian los antiguos antes que huviesse papel, y de la primera libreria que huvo en el mundo y donde fue» (4ª parte, cap. XXVII, fols. 179v a 180v). Llegué al capítulo de la Silva titulado: «En que escrevian los antiguos antes que uviesse papel, y de que manera, y de la invencion del papel y pergamino, quien hallo el arte de imprimir y quan provechoso sea, y que manera se puede tener para que los ciegos puedan escrevir» (3ª parte, cap. II, fols. 214v a 217 de la edición citada). Así, el doctor Plata se refiere primero a la imprenta y después al papel; proceder inverso al de Mexía, que añade, además, unos párrafos sobre cómo podrían escribir los ciegos. El capítulo del doctor Plata empezaba así: «La invencion del imprimir fue la mejor invencion de quantas se han hallado en el mundo, por la qual con tanta presteza, y facilidad se escriven tantos millares de libros, y que mas dura la letra, y mejor se puede leer, por muy antigua que sea. El inventor della dizen que fue un Aleman llamado Iuan Eutennirguis, y que la invento en la ciudad de Maguncia [...]». El capítulo de Mexía hablaba al principio efectivamente de los distintos materiales utilizados para escribir anteriores al papel. Pero aproximadamente dos páginas más allá, al referirse al arte de la imprenta, en el fol. 216, vi la siguiente frase: «Pero sobre todo el imprimir que con tanta presteza se escriven tantos millares de libros, fue y es la mejor invencion del mundo. De la qual dizen que fue inventor un aleman, llamado Iuan Cutenvirguis, y que la invento en la ciudad de Maguncia [...]». Y a partir de aquí, durante unas cuantas líneas, ambos textos eran prácticamente iguales, si bien el doctor Plata resume y omite cosas que dice Mexía. Del siguiente modo: [78]
Los indicios de que Floranes tenía más razón que un santo eran evidentes. Como puede verse, el texto del doctor Plata, en el capítulo citado, era una copia que resume (más bien selecciona) groseramente ciertas partes del texto de Mexía. A continuación del citado párrafo empieza el doctor Plata a tratar del papel y, a mayor abundamiento de ese grosero proceder, vi que usaba para ello el texto en el que Mexía trata del asunto al principio de ese capítulo. Ambos párrafos eran notoriamente parecidos. Véase aquí la muestra:
Después de esto seguía copiando el doctor Plata una página más, aproximadamente, del texto de Mexía para, finalmente, concluir su capítulo con el problema de la primera librería y libro que hubo en el mundo. Es de justicia advertir [79] que en eso no copiaba el doctor Plata de este capítulo de Mexía..., sino del siguiente (el III). Los subrayados hechos en este último párrafo pueden servir para hacer notar, dentro de la llamativa semejanza, curiosas y pícaras diferencias entre ambos textos que ya entonces me llamaron la atención: cambia un diminutivo («telilla» por «telica») y sustituye la expresión de Mexía «en el capítulo pasado» por «en otro capítulo». Era asimismo curioso (por no decir sorprendente) que, al final del párrafo del doctor Plata, apareciese literalmente copiada una frase de Mexía en primera persona: «cuyo inventor no he podido saber quien haya sido». En muchos sitios de la Coronica –según supe más tarde–, se copian o se «resumen» muy toscamente párrafos de la Silva, y ello es probablemente una de las razones de ese característico estilo incoherente del libro. En resumen, el texto de la Coronica copiaba efectivamente, aunque invirtiendo el orden de las cuestiones, el capítulo de la Silva (y también, como se dijo, el principio del siguiente). Tan sólo dejaba indemne la parte final de ese capítulo (una página escasa), es decir la que tiene que ver, como reza el propio título, con los ciegos y la escritura. Pues bien, conviene subrayar que ese párrafo de Mexía omitido por el doctor Plata trata de esa cuestión tomando para ello una amplia cita del que allí denomina «el doctissimo Erasmo». La pregunta era (y es) aquí obligada: ¿acaso, en esa supresión, hubo cautela por parte del doctor Plata? Que Floranes también tenía razón cuando dice que además de éste copiaba el doctor Plata capítulos enteros de la Silva era evidente con sólo echar una ojeada, porque las dimensiones del plagio según los indicios, y a falta de precisiones que realicé mucho después, eran bastante considerables. Sin esforzarse demasiado, se podían encontrar cosas como ésta:
Y también:
Un último ejemplo:
El sorprendente proceder del doctor Plata, quien, por cierto, no cita una sola vez a Mexía, me planteó entonces muchas incógnitas que todavía no he conseguido resolver. La más importante, sin duda, si copia de otras obras, además de la Silva. A falta de otras hipótesis, el recuerdo inmediato era para el don Amadeo Bedoya de La Regenta, aquel socio del Casino de Vetusta, plagiario, que, de noche, sin que nadie lo viese, entraba en el gabinete de lectura del Casino para llevarse libros. El capitán Bedoya (que «no era un ladrón, era un bibliófilo»), para sustentar entre los vetustenses su fama de erudito y especialista en muchas cosas distintas (arqueología, botánica, enfermedades de la patata –«tenía un trabajo sobre el particular que no acababa de premiarle el gobierno»–, biografía militar, antigüedades), copiaba de aquellos libros, y «en cuanto él veía en el papel de su propiedad los [80] párrafos que iba copiando con aquella letra inglesa esbelta y pulcra que Dios le había dado, ya se le antojaba obra suya todo aquello». Bien mirado, tampoco éste podía ser exactamente el caso del doctor Plata, porque el capitán Bedoya «era de esa clase de eruditos que encuentran el mérito en copiar lo que casi nadie ha querido leer», y, como sabemos, la Silva de varia lección tuvo un notabilísimo número de ediciones y (suponemos) de lectores (aunque, a la vista de la experiencia, de esto último no cabe estar tan seguros, por lo menos referido a fechas recientes). Pero, hablando del siglo XVI, parece que efectivamente fue una obra muy difundida y conocida y, por lo visto, retocada, ampliada, imitada y copiada. Antonio Castro, en la «Introducción» a la citada edición moderna de la Silva, además de subrayar su notable influencia en la literatura española y extranjera (págs. 120-126), menciona algunos autores extranjeros que copiaron de ella (págs. 57-58). En Francia, un médico, apellidado Girardet, en una compilación titulada Oeuvres diverses où l`on remarque plusieurs traits des histoires saintes, profanes et naturelles (Lyon, 1675), «no hizo otra cosa que saquear la Silva de Mexía». En Inglaterra, a partir de la primera traducción inglesa hecha por Thomas Fortescue (Foreste or collection of histories, Londres, 1571), también habría sido copiada, «encubierta y parcialmente», por George Whetstone en la obra English myrror (Londres, 1586). Asimismo, Geoffrey Fenton, en la compilación Golden epistles (Londres, 1575), «tradujo libremente algunos capítulos de la Silva sin mencionar tampoco el nombre de Mexía». Esto sin olvidar, en Inglaterra también, otros «saqueos» anteriores incluso a la traducción inglesa de Fortescue: el de William Painter en Palace of pleasure (1566-1567) y el de George Tuberville en Tragical tales (1569), quienes «emplearon para la composición de sus obras materiales recogidos del libro de Pedro Mexía». Sin resolver hasta el presente las causas que pudieron llevar al doctor Plata a semejante proceder (y, por supuesto, sin excluir que ese proceder le sea ajeno y debido, por ejemplo, a alguno de sus parientes: a fin de cuentas, él nunca publicó «su» libro), a menudo recuerdo una frase de la Coronica en el fol. 189. Dice allí: «Yo deseando ganar amigos y buenas voluntades, quise ponerme a escrevir estas cosas, que en este libro van puestas, y porque la cosa mas alta, y mejor que los hombres tienen, y el genero humano posee es la reverencia [...]». Tal vez en esta frase pueda estar la clave de este posible Bedoya ciudalrealeño. Suponiendo, naturalmente, que la frase no sea de Mexía o (sin yo saberlo) de cualquier otro. A la luz de las indagaciones precedentes, algunas de las opiniones que había leído acerca del doctor Plata o su obra me resultaban realmente pintorescas. Desde aquello de Morejón, que considera la obra «digna de leerse», o lo de Miguel de la Plata y Marcos, cuando dice que «[...] versado y aun docto como el autor demuestra serlo en letras humanas [...]», hasta lo de Puig-Samper y Galera, que al referirse a los orígenes de la antropología en España, hablan de obras de «indudable valor como por ejemplo la de Juan Sánchez Valdés de la Plata». No ampliaré aquí de momento la nómina de quienes escuetamente, y sin que se sepa muy bien por qué, elogian a la Coronica o a su autor. Nadie, que yo sepa (aparte de Floranes), dice que el doctor Plata copia de la Silva de Pedro Mexía, a quien, por cierto, también pertenece la frase del doctor Plata, tan celebrada por algunos, que condena como poco provechosa la lectura de libros de caballerías. Aunque realmente insólito, más que pintoresco, era lo de Granjel, autor, como se dijo, de un artículo sobre Pedro Mexía y la Silva, publicado en 1953, al que siguió otro trabajo sobre el doctor Plata, en 1973. Cómo es posible que Granjel no mencione en ningún momento el plagio es algo que aún hoy me resulta inexplicable. Tras algunas comparaciones más precisas entre la Coronica y la Silva, demoledoras para el doctor Plata, quedaban sin embargo ciertos aspectos de la obra que a pesar de todo pensaba que podían tener cierto interés. Era lo referente a la disposición de los temas en torno al «hombre», él mismo convertido así en objeto de estudio. Esta perspectiva (filosófica, «antropológica») se desarrolló, históricamente, muchas veces con pretensiones científicas, y a su crítica como «ciencia del hombre» nos hemos sumado en más de una ocasión. Pues bien, me pareció que la Coronica del doctor Plata quizá podría ejemplificar, casi como caricatura, el auge de esa perspectiva, la cual, cuando se presenta como «antropología general» (y así, general, llama el doctor Plata a su Coronica), no es sino, en ocasiones, una especie de enciclopedia. 6. Fue mi recurrente e insatisfecha curiosidad por las circunstancias de publicación de la Coronica (curiosidad muy acrecentada por el asunto del plagio) la que, cuatro años después, en septiembre de 1991, me llevó nuevamente al Archivo Histórico de Ciudad Real. Resignada (no sé si definitivamente) a prescindir del testamento del licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata, promotor de la publicación del libro, se me ocurrió que quizá fuese posible encontrar el de su hermano [81] Luis, a fin de cuentas editor de la obra finalmente. Pensaba que tal vez en ese testamento (suponiendo que existiese y que estuviese allí), o en otros posibles documentos desconocidos, se mencionase alguna circunstancia de la publicación del libro que pudiese ilustrar sobre su elaboración. A este respecto, desde luego, y en lo referente al plagio, la hipótesis más evidente era que el propio doctor Plata hubiese copiado de la Silva, aunque resultaba casi inverosímil que utilizase una obra tan conocida, si bien es verdad que hacia 1545-1550 (fecha en que debió de escribirse la Coronica) seguramente no lo era tanto. De vez en cuando barajaba otras hipótesis, más o menos gratuitas, como, por ejemplo, que habiendo dejado el doctor Plata inacabado su libro (lo que explicaría que no lo hubiese publicado en su momento), posteriormente, alguno de sus hijos (que, por cierto, debían de ser muy pequeños cuando él murió), queriendo concluir la obra de su padre (pensaba en Juan, médico también), podría haber incorporado al texto, ingenuamente, notas o apuntes de su progenitor tomados de Mexía, organizando con ello tal desaguisado. Aunque también podría ser que ese posible «continuador» hubiese copiado él mismo deliberadamente, lo cual era todavía más inverosímil, porque en esos años (década de los ochenta) la Silva era ya realmente una obra muy conocida. Todo lo cual, como puede verse, era trasladar a dicho continuador la condición de delincuente o la de cretino, o ambas cosas a la vez. Sea como fuere, aun con diversos matices, no había muchas posibilidades razonables: o bien el plagio se debía sencillamente al doctor Plata, y, acabada la obra, por lo que fuere, no publicó el libro, haciéndolo mucho después sus hijos, hipótesis más probable; o bien el plagio, fuese o no deliberado, se debía a aquel de sus hijos que, habiendo quedado inacabada la obra, la hubiese terminado. No obstante, tiempo después, a medida que fui comparando textos de la Coronica y de la Silva para precisar la naturaleza y el alcance del plagio, me convencí de su carácter intencional, y con ello –a falta de pruebas en contrario– de que el doctor Plata era muy probablemente el responsable. A fin de cuentas, la famosa Cédula decía lo siguiente: «[...] aviamos concedido licencia para poder imprimir un libro intitulado Coronica del hombre, que el dicho doctor de la Plata avia dexado compuesto» (subrayados nuestros). En el Archivo Histórico, que había sido trasladado a un nuevo edificio, pude encontrar en aquella ocasión varios documentos más acerca de la familia del doctor Plata, concretamente trece. Entre ellos, uno de 1603 que mencionaba a su hijo Lope como «difunto». De manera que, de sus hijos, en ese año, sólo quedaba con vida Luis, aquél cuyo posible testamento pretendía encontrar ahora. No tenía ninguna pista acerca de ese posible testamento, por lo que el período a examinar incluía muchos legajos. La búsqueda al respecto resultó entonces estéril. La cosa, de todas maneras, tenía sus dificultades, porque en Ciudad Real, en aquellos días, acontecieron hechos asombrosos. Cuentan las crónicas locales que incluso pudo verse al profesor Vidal Peña rodeado de una aureola ígnea. Y para que no se crea que exagero va citado como testigo el profesor Atilano Domínguez, espinosólogo ilustre y hombre de bien, quien podrá atestiguar que lo que va dicho es cierto. No tuve ocasión de volver a Ciudad Real hasta abril de 1995. Y volví, fundamentalmente, con el mencionado objetivo de encontrar el posible testamento del licenciado Luis Sánchez de la Plata. El Archivo Histórico, como se dijo, estaba desde pocos años antes en un nuevo edificio situado en la calle Echegaray. Trabajar allí era ahora más complicado. Lo primero era hacer un plan para esa búsqueda. Lo único que sabía con certeza era que, en 1603, Luis Sánchez de la Plata estaba vivo y, quizá, no debía de ser muy viejo. No reproduciré aquí todas las largas consideraciones que entonces me hice al respecto, pero sí diré brevemente que el plan consistió en ir alternando una –así la llamaba– «revisión sistemática» (es decir, ir mirando todos los protocolos desde 1603 en adelante) con la realización de catas (o sea, haciendo esporádicas «excursiones» a legajos bastante posteriores, y más o menos aleatoriamente escogidos) para, en caso de encontrar por allí al licenciado todavía «vivo», continuar desde ese año la «revisión sistemática», o, en caso de encontrarlo «difunto», volver nuevamente atrás. No era éste, desde luego, el procedimiento óptimo, puesto que suponía que Luis Sánchez de la Plata había testado inmediatamente antes de morir, pero, a falta de otra cosa, fue lo que hice. Había planeado estar una semana en el archivo, y casi podría decirse que ahora lo más interesante en Ciudad Real era Ciudad Real mismo. Muchas veces pensaba que ese nuevo Ciudad Real post-AVE-Lanzadera (cuya estación tanto me gustaba) poco tenía que ver con el que había conocido once años antes. Con muchísimas casas nuevas (incluyendo [82] especialmente, en ciertas zonas, el sistema de adosados), algunos, probablemente, no dudarían en considerarlo un exponente característico del «desarrollismo» socialista de los años ochenta. En todo caso, edificios nuevos, en antiguas calles totalmente transformadas, no impedían encontrarse de vez en cuando con modestísimas viviendas, verdaderos «survivals» de un crudo pasado no muy remoto, que (perdónese el juicio estético) tenían sin embargo cierto encanto. No debió de pensar lo mismo el general Franco, porque en varias ocasiones oí contar una anécdota, según la cual, estando de visita en Ciudad Real (quizá tras la guerra civil), lo encontró tan feo que propuso derribarlo entero y volver a construirlo de nuevo. Ahora no era extraño oir decir a bastante gente, con notable licencia histórica, que Ciudad Real había cambiado más en diez años que en diez siglos. Puesto que ahora el Archivo Histórico cerraba por las tardes bastante pronto (a las seis), aproveché esa circunstancia para visitar un par de veces la Casa de Cultura o, más precisamente, la Biblioteca Pública (es decir, la antigua sede del Archivo Histórico), en la que quería consultar, en relación con el doctor Plata, algunos libros sobre historia de Ciudad Real. Se trataba de obras de autores ya clásicos, muy conocidos en ese ámbito, como Antonio Blázquez y Delgado-Aguilera, Luis Delgado Merchán o Inocente Hervás y Buendía, entre otros. Era sumamente reconfortante volver al bullicio, al calor y sobre todo a la enorme amabilidad y eficacia que conservaban los encargados de esa biblioteca. Entre la diversa bibliografía de ese tipo que vi entonces, pude encontrar algunas obras, más o menos pintorescas, que evocaban un Ciudad Real muy distinto de aquel en el que estaba. Por allí aparecía, por ejemplo, un Compendio de la historia de Ciudad Real (1870) de Sebastián Almenara, transcrito por Joaquín de la Jara, que decía cosas como las que siguen (págs. 131-132): «Famoso en otro tiempo dicen era Pero, además de información pintoresca e interesante, fue entonces, sin duda, cuando me encontré la más sorprendente y gratuita noticia sobre el doctor Plata que (con haber visto bastantes) vi nunca. Aparecía ésta en una obra manuscrita, fechada en 1861, que se guarda en esa biblioteca. Es su autor Benito Feró y se titula Anales de Ciudad Real. Allí me enteré nada menos de que el doctor Plata, no sólo había sido «médico residente» (¿por acaso en el «célebre hospital de la Pedrera»?), sino también inspirador de El Quijote. En la página 89, decía lo siguiente, que transcribo tal cual, por no perder su incalificable estilo: «[...] y en el año 1598 se dió a conocer como escritor D. Juan Sanchez Valdes, medico residente en la misma ignorandose si fue natural de ella, el cual compuso una obra de literatura que publicó con el título de crónica ó historia general de caballeria, tan exajerada en hazañas y proezas de los antiguos ricos-homes é hijo-dalgos de Castilla, segun el concepto de nuestro celebre Cervantes, que su lectura le estimulo en union de otros libros de igual clase llegados á sus manos, para dedicarse con el mayor acierto á sacar una completa critica de ellos en su preciosa novela de D. Quijote» A todo esto, y según el plan previsto, yo seguía buscando, entre los protocolos del Archivo Histórico, el testamento del licenciado Luis Sánchez de la Plata, acerca de quien sabía algunas cosas. Una de ellas era que se había casado con una doña Feliciana de Vega. Había encontrado a lo largo de esos días cinco documentos poco relevantes y mirado ocho legajos íntegramente, una parte francamente ridícula de los posibles. Y así llegó el último día de los que pensaba estar en Ciudad Real. Después de pasar toda la mañana en el archivo, decidí no ir allí por la tarde. Sin la menor pista hasta entonces, y teniendo en cuenta las varias decenas de legajos que me [83] faltaban por mirar, me pareció que las dos horas que abría el archivo por la tarde de poco podrían servir. Así que decidí hacer una visita a un amigo. Pero no estaba. Razón por la cual, al final, acabé yendo al archivo. Y para pasar esas dos horas, pedí un legajo «a voleo» (siempre relativamente). Era el legajo 23, de Antonio Fernández de Ureña. Comprendía dos «tochos», uno de 1619 y otro de 1620. Cogí el segundo y, nada más abrirlo, leí, en un documento fechado el 13 de enero de 1620, lo siguiente: «Sepan quantos esta carta de arrendamiento vieren como yo, doña Feliçiana de Bega, biuda del licenciado Luis Sánchez de la Plata [...]» (subrayado nuestro). Aún con cierta sorpresa por esta inesperada aparición de doña Feliciana como «viuda», pedí, inmediatamente, el legajo anterior, el 22, del mismo escribano. Contenía ese legajo 22, a su vez, tres «tochos», correspondientes a los años, 1616, 1617 y 1618. Cogí el más moderno. Con cierto nerviosismo, me puse a pasar folios a toda velocidad, y, de repente, hacia el final, vi la que (con razón) tenía considerada como letra del licenciado Luis Sánchez de la Plata. Era el codicilo de su testamento, escrito de su puño y letra, y probablemente en su lecho de muerte. No tenía fecha, aunque el acta del escribano en el que éste da fe de que lo recibe (en sobre cerrado) tiene la del 14 de octubre de 1618. Allí se mencionaba su testamento, depositado al parecer también en sobre cerrado y ante el mismo escribano dieciocho años antes (por tanto, en 1600). Leí el codicilo a toda velocidad. Era largo (doce páginas). Se refería a bastantes personas y cosas de su familia, y muy especialmente a la futura administración de los bienes de sus difuntos hermanos (cuyos testamentos, con fecha, lugar y escribano, citaba) y de los suyos propios. Nombraba usufructuaria a doña Feliciana y, falleciendo «sin hijos ni descendientes legítimos y naturales», dejaba sus bienes para la institución de una «capellanía y patronazgo». Y &c., &c. Pero, sobre todas las cosas, vi entonces que decía lo siguiente: «Yten quiero y es mi voluntad que el privilegio del libro de la Historia natural del hombre, que compuso el doctor Juan Sánchez Valdés de la Plata, mi padre, y salió el año de noventa y ocho, y se imprimió en casa de Luis Sánchez, impresor de libros de la villa de Madrid, y él se quedó con el privilegio, y hiço escritura de me lo bolver, que esta entre mis escrituras, y otro libro que compuse, intitulado Varias questiones de advocato, que se encomendó al licenciado Texada antel secretario León el año de noventa y ocho, los mando a la dicha Compañía de Jesús, y al padre Juan de Vesga, mi sobrino, donde residiere, para que, si dellos se pudiere sacar algún provecho, lo saquen, con cargo de que ruegue a Dios por mí y por las ánimas de mis padres y difuntos» Y en la página siguiente, volvía a aludir al libro de su padre: «Yten mando que el uno de los libros de mi padre se dé al convento de señor santo Domingo desta ciudad y el otro al convento de Nuestra Señora del Carmen de los Descalços para que los tengan en sus librerías» Dejé para más adelante la lectura detallada del codicilo, porque a la vista de esa referencia a su testamento, intenté localizarlo inmediatamente. Sabía el año (1600) y el escribano (Antonio Fernández de Ureña). Había dos legajos posibles: el 10 y el 12. Eran las seis menos diez de aquella extraña tarde y, evidentemente, en los minutos que quedaban hasta el cierre del archivo, poco pude hacer. Con la prisa, tal vez ni siquiera me fijé en el curioso (y equivocado) título que Luis Sánchez de la Plata da al libro de su padre: Historia natural del hombre. [84] No era fácil en esas circunstancias marcharse de Ciudad Real, cosa que inexcusablemente tenía que hacer al día siguiente y que, por supuesto, hice, sobre todo porque era sábado y no abría el archivo. Pero no hará falta decir que mi intención era volver lo más pronto posible, como así fue. Dos meses más tarde, en junio de 1995, estaba otra vez en el Archivo Histórico de Ciudad Real para continuar la búsqueda. Empecé inmediatamente la revisión de aquellos dos citados legajos (el 10 y el 12, de Antonio Fernández de Ureña), correspondientes al año 1600, en los que, según las referencias que tenía, probablemente estaría el testamento. Pero pasé sus folios una y otra vez, y el testamento no apareció por ningún lado. La desilusión era verdaderamente terrible, casi desoladora, porque me había convencido totalmente de que estaría allí. Una explicación evidente era que no todos los protocolos de ese notario y ese año se habían conservado. Pero las explicaciones me daban igual. El único consuelo fue volver al codicilo, que, por cierto, hasta entonces había examinado muy superficialmente. Dicho codicilo, como se dijo, estaba hacia el final de un «tocho» de papeles de 1618 y, reconociendo nuevamente la letra del licenciado Luis Sánchez de la Plata, por allí lo abrí. Lo que me encontré, sin embargo, inesperadamente, fue el testamento. La explicación era bastante sencilla: el codicilo iba precedido del testamento al que se refería, que, por cierto, estaba fechado en Ciudad Real el 9 de mayo de 1600 (Acta notarial de depósito: 24 de mayo), y era obvio que, dos meses antes, con el apresuramiento, no lo había visto. Y no sólo encontré eso, pues también estaban allí las capitulaciones matrimoniales del licenciado Luis Sánchez de la Plata y doña Feliciana de Vega, que no dejaban de tener cierto interés. Francamente: me sentía Howard Carter, aunque aquello no fuera precisamente la tumba de Tutankhamon. Poco me importó apreciar, a medida que lo fui leyendo, que el testamento de Luis Sánchez de la Plata no contenía (en contra de gratuitas previsiones) nada revelador para el asunto del libro, al que en ningún momento se refiere. No obstante, era un documento interesante y daba algunas noticias curiosas de carácter biográfico: por ejemplo, aludía a un testamento de su madre (y mujer del doctor Plata), Francisca de Moya Velázquez, del que no tenía noticia; mencionaba como el lugar escogido para ser enterrado (provisionalmente) la Capilla Mayor de la iglesia de San Pedro, en donde también lo estarían –según dice allí–, además de un hijo suyo llamado Juan y de su tio Juan de Lara, sus abuelos y bisabuelos paternos (es decir, los padres y abuelos del doctor Plata), lo cual venía a significar, más o menos, que el doctor Plata muy probablemente había nacido en Ciudad Real, o, en todo caso, que su familia tenía allí cierta antigüedad. Asimismo, confirmaba que el doctor Plata y Francisca de Moya estaban enterrados en la iglesia de Santiago, añadiendo que asimismo lo habían sido allí los padres de doña Francisca y el licenciado Juan Sánchez Valdés de la Plata (este último también provisionalmente: ambos hermanos determinaron ser trasladados en un futuro que seguramente no llegó nunca a la, a su vez, futura Iglesia de los Carmelitas Descalzos de Ciudad Real). Y también decía en su testamento Luis Sánchez de la Plata que su padre, el doctor Plata, había muerto el día de san Quirico y santa Julita (aunque esto, si fue así, plantea problemas cronológicos que no dilucidaremos ahora). Vista la experiencia, revisé aquel legajo 22 detalladamente y, habiendo encontrado un documento en el que aparece doña Feliciana como «viuda» (cronológicamente posterior al codicilo, pero situado sin embargo antes), imaginé con desagrado las nefastas consecuencias a las que muy probablemente me habría llevado, de haberlo encontrado en primer lugar, porque casi seguro que no habría seguido buscando hacia adelante, con la consiguiente «pérdida» de estos documentos. En todo caso, parecía fuera de duda que en el hallazgo del testamento y el codicilo había tenido cierta suerte, puesto que aún me faltaban muchísimos legajos posibles por mirar. De todas maneras, también es cierto que la elección de ese escribano no había sido determinada por el azar, sino por ciertas razones (del género hipotético-gratuito), que no merece la pena hacer explícitas. Intenté entonces asimismo localizar, sin éxito, el testamento del tercer hijo del doctor Plata, Lope Velázquez de Velasco, cuya referencia había obtenido a través de estos últimos documentos. Había sido hecho (probablemente poco antes de morir) el 5 de julio de 1602, ante Juan Rodríguez del Río. En aquella ocasión, última visita hasta la fecha al Archivo Histórico de Ciudad Real, aparte de los mencionados (testamento y capitulaciones), encontré ocho documentos más. Durante aquellos días visité asimismo el Archivo de la Iglesia de San Pedro, en donde había algunos curas muy amables, como D. Joaquín, D. Bernardo y otros. En varias sesiones de tarde, pude ver los libros de bautismo del siglo XVI que se conservan (y de los que más arriba se hizo mención). Hubiera sido interesante, a la luz de los últimos datos, ver los libros de defunción, puesto que (ahora ya lo sabía) allí habían sido enterrados los padres y los abuelos del doctor Plata, así como su hijo Luis. Unicamente pude comprobar lo ya sabido: de esos libros no se conserva ninguno anterior al siglo XVIII. Me fui de Ciudad Real el 16 de junio, día de san Quirico y santa Julita, y fecha en la que muy probablemente murió el doctor Plata. |
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