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  El Basilisco (Oviedo), nº 32, 2002, páginas 11-22
  
La Idea de España en Ortega

Gustavo Bueno
Oviedo
 

Este texto recoge la intervención del autor en los VI Encuentros de Filosofía en Gijón, el sábado 14 de julio de 2001.

IntroducciónI. España es el problemaII. Europa es la soluciónFinal

Introducción

El objetivo de esta exposición no es doxográfico. No me propongo trazar desde la propia perspectiva del sistema del raciovitalismo (es decir, desde una perspectiva emic) las líneas maestras de la Idea de España que pudo envolver a Ortega a lo largo de su vasta obra, y que constan, no solamente en los ensayos consagrados al efecto (principalmente España invertebrada, de 1921, con el Prólogo a la cuarta edición, de 1934) sino también en muchos otros lugares, desde el comentario al cuadro de Zuloaga, «La estética del enano Gregorio el Botero», de 1911, hasta los discursos parlamentarios de 1931, o las lecciones sobre Toynbee en el curso 1948-49.

Obviamente, la doxografía y los recursos al método filológico de los que se pueda disponer (y no es el menos importante el recurso a las concordancias, tal como nos las ha presentado ayer en estos Encuentros, Fresnillo y Pérez Herranz, directores de la realización de las Concordancias de la obra de Ortega en la Universidad de Alicante) serán presupuestos inexcusables para la crítica.

2. Pero el objetivo de esta exposición es crítico-doctrinal. Su propósito es la confrontación o, si se quiere, un «ajuste de cuentas» entre la Idea de España que atribuimos a Ortega (apoyados en el método filológico, desde la suposición de que esta idea constituye un «fragmento» de su sistema filosófico) y la Idea de España que reivindicamos como parte integrante del «sistema del materialismo filosófico».

La perspectiva de nuestra crítica no tiene, por lo tanto, un sentido polémico inmediato, como si pretendiese algo así ser una «refutación» o, eventualmente, una «salvación» o apología; tiene estrictamente el sentido de una crítica, entendida como clasificación o diagnóstico de dos ideas de España en relación con dos sistemas filosóficos, el sistema del raciovitalismo y el sistema del materialismo filosófico. (Existen algunos intentos de interpretar el raciovitalismo de Ortega como un materialismo; principalmente el libro de Bayón, publicado por la Revista de Occidente, en 1971; sólo que el materialismo que en este libro se reivindica es un materialismo vitalista y poético más próximo –aunque Bayón no quiera advertirlo– al materialismo que otros intérpretes atribuyen al Bergson de La evolución creadora, compatible con la idea teológica, que al materialismo filosófico.)

Nuestra perspectiva crítica no sólo no tiene, directamente al menos, una intención polémica (apologética o refutatoria) sino que tampoco tiene intenciones de confrontación en el terreno científico-positivo (como pudiera serlo, pongamos por caso, la discusión de las opiniones de Ortega sobre la condición germánica del Cid, a la que se refiere en el tomo III, pág. 51 de las O.C., en cuanto pudieran ser contrapuestas a otras opiniones que, como las de Camón Aznar, sostienen que el Cid fue un personaje mozárabe). Tampoco nuestra exposición tiene la menor intención de desarrollarse como una confrontación en el terreno sociológico, recurso al que se apela con frecuencia, como ocurre cuando se encarece la «vigencia» de las ideas de Ortega y, en particular, de su idea de España, en nuestros días («vigencia» referida, por ejemplo, a las sesiones parlamentarias en las que se debatió el artículo 2 de la Constitución de 1978, o bien en las negociaciones del Gobierno de España en relación con el Tratado de Maastrich). «Vigencia» es un concepto ambiguo, que si bien tiene una esfera de aplicación más o menos precisa en el terreno jurídico, o en el sociológico («vigencia de una ley», de una costumbre, de una moda, de una ideología), experimenta un oscurecimiento y aún una insidiosidad notable cuando se pretende aplicar en el terreno de la confrontación [12] filosófica. La «vigencia social», o política, de una ideología, o de una norma de significado filosófico, no puede confundirse con una valoración filosófica, positiva o negativa, de tal ideología, o como una justificación para reconocer o frenar, en su caso, el estudio de esa ideología o la asimilación de esa norma. Por ejemplo, se dice con frecuencia que Misión de la Universidad, de Ortega, está vigente en nuestros días. Pero, ¿qué quiere decirse con esto? ¿Que algunos profesores, periodistas o políticos citan a Ortega? Pero si se mida al curso real de la Universidad y a la evolución de su organización, puede decirse todo menos que las ideas de Ortega al respecto están vigentes; más aún, si estas ideas hubieran estado vigentes no podríamos entender cómo la Universidad ha seguido existiendo. La vigencia literaria de una obra, sin duda, puede medirse por el número de ediciones o bien de artículos, citas o libros que sobre esa obra se publican; pero esta vigencia no tiene por sí misma ningún sentido filosófico: su significado es sociológico, lo que, por otra parte, tiene el mayor interés para la «hermenéutica filosófica». La vigencia que en Europa tiene hoy la «ideología abolicionista» de la ejecución capital (contrapuesta a la vigencia de la ideología ejecucionista de los Estados Unidos de América) no puede confundirse con una prueba, en pro o en contra, desde el punto de vista del debate filosófico, de esa institución. La vigencia de Ortega en diversos sectores sociales (no en todos: en muchos sectores se rechaza terminantemente la filosofía de Ortega, desde su raíz: baste recordar los textos de Villaseñor, de Alfonso Sastre o incluso los de Gregorio Morán, que se encuentra hoy entre nosotros), tiene un alcance más ideológico que filosófico; y, por su naturaleza, esa vigencia es muchas veces, acaso más nominal que real (como ocurrió en los debates de la Constitución de 1978, por ejemplo). Una vigencia sociológica o política no puede confundirse con una valoración filosófica, y esto dicho aun dudando de la posibilidad de que una confrontación filosófica pueda tener lugar al margen de las valoraciones políticas o sociológicas.

La confrontación que nos proponemos llevar a cabo quiere mantenerse en el terreno estrictamente «académico», al menos de un modo inmediato. La polémica que, sin duda, es indisociable de cualquier confrontación académica, estará implícita en esta confrontación; pero no explícitamente buscada como esta ocasión. Sería preciso «tomar partido» por alguno de los sistemas confrontados; pero mi perspectiva del momento, aún consciente de la dificultad, por no decir imposibilidad del intento, procura hacer abstracción de mi «partidismo materialista». Me propongo tan solo confrontar, en torno a la Idea de España y del modo más estricto que me sea posible, el sistema de la razón vital y el sistema del materialismo filosófico.

3. El «programa» de confrontación crítica que estamos intentando presupone, desde luego, que la Idea de España de Ortega es una idea filosófica y, por tanto, una Idea que no sólo puede formar, sino que forma parte de hecho, de algún sistema filosófico.

Que una idea deba formar parte de un sistema no es nada que alguien pueda considerar extraño al pensamiento de Ortega. En alguna sesión anterior de estos Encuentros he tenido ocasión de recordar la referencia que Ortega hacía a las estatuas de Demetrio, en su Respuesta a Maeztu.

Pero, ¿cómo España puede considerarse como una Idea susceptible de ser concatenada en un sistema de Ideas? Ortega no ha planteado explícitamente esta cuestión, pero ha procedido de tal modo que podemos tratar de representar, a nuestra manera, los pensamientos que suponemos él mismo habría ejercitado. Nos sería suficiente, a este respecto, introducir una distinción que consideramos fundamental (y que no es otra cosa sino una ampliación a las Ideas de la distinción que tradicionalmente se establecía entre los conceptos universales y los singulares), entre dos clases de Ideas o, si se prefiere, entre dos modulaciones de las mismas Ideas: la clase (o modulación) de las Ideas que podrían ser llamadas «abstractas» (y que también podrían designarse unas veces como universal-distributivas, otras veces como nomotéticas) –tales como «Ser», «Sustancia», «Existencia», «Potencia», «Causa» (en el sistema de Santo Tomás)– y la clase o modulación de las Ideas que suelen llamarse «concretas» (o también atributivas, unitarias, singulares o idiográficas, al menos intencionalmente) –tales como «Acto Puro» o «Dios», el «Sol» o la «Tierra», en el sistema de Aristóteles, o bien «Sustancia» en el sistema de Espinosa–. La Tierra, en efecto, en el sistema de Aristóteles, es algo más que un concepto, es una Idea, aunque singular o idiográfica, porque la Tierra encarna la Idea de un «centro del Mundo» y por ello tiene una referencia única, incluso sensible: es a la vez una realidad visible y un centro único invisible del Universo, un centro en torno al cual giran los Planetas divinos y el Primer Cielo. La condición de la Tierra como Idea filosófica, idiográfica, se conserva en la Teología cristiana, porque aquí la Tierra mantiene su condición de «centro teológico» del Universo físico y espiritual, el lugar en donde la Segunda Persona de la Trinidad se hizo carne; y todavía la Tierra sigue siendo una Idea en el sistema de Hegel, porque ahora la Tierra, en cuanto sede del Espíritu (identificado con el Espíritu humano) sigue siendo el «centro metafísico» (como el propio Hegel dice) del Mundo. En los sistemas materialistas, la Tierra pierde su condición de Idea metafísica y recupera su naturaleza de concepto astronómico. En cambio, «Europa», por ejemplo, de ser un mero concepto geográfico, o acaso político, hasta el siglo XVIII, alcanza la condición de Idea en el sistema de Hegel, y la mantiene incólume en el sistema de Husserl, y, desde luego, en el de Ortega.

«Europa» es, en resolución, en el contexto de los sistemas de Hegel, Husserl o de Ortega, una Idea filosófica, sin perjuicio de su condición singular, idiográfica (para Ortega, «Roma», de ser, en sus primeros escritos, un concepto, pasó a ser una Idea fundamental de su filosofía: tal es la traducción que arriesgo ahora a hacer del agudo análisis que Patricio Peñalver nos ha ofrecido en su ponencia inaugural de estos Encuentros).

España, por tanto, si nuestra interpretación es correcta, es también una idea filosófica en el sistema de Ortega. Y lo es precisamente a través de Europa, en cuanto parte de Europa, y no sólo en cuanto parte geográfica (en cuyo caso nos mantendríamos en el terreno del concepto), sino en cuanto es parte vital y espiritual.

4. Ahora bien: una idea filosófica plantea «problemas filosóficos». Y los problemas filosóficos (suponemos) tienen una estructura muy distinta a la que es propia de los problemas científicos o técnicos, porque tales problemas se mantienen en el círculo de las categorías. Los problemas científicos, si tienen solución (Hilbert decía que, en matemáticas al menos, no cabe el Ignorabimus) la tienen en el ámbito de su categoría, aunque haya que «ampliar» el campo categorial en el cual [13] el problema fue planteado (la ecuación «raíz cuadrada de dos igual a x», obligará a ampliar el campo de los números racionales, incluyéndolo en el campo de los números reales; la ecuación «raíz cuadrado de menos uno igual a y» obligará a ampliar el campo de los números reales, incluyéndolo en el campo de los números complejos).

Pero los problemas filosóficos desbordan los recintos categoriales. Su planteamiento requiere perspectivas intercategoriales (o trascendentales). Y, por ello, las respuestas a tales problemas no alcanza nunca la resolución «unívoca» (aunque sea parcial) que suele acompañar a las soluciones auténticas dadas a los problemas científicos.

Sin embargo, la condición «trascendental» de las Ideas y de los problemas filosóficos correspondientes no significa que estos problemas no sean, ante todo, problemas prácticos. Y tanto más prácticos cuanto nos refiramos a problemas correspondientes a determinadas ideas singulares, idiográficas, concretas o compactas, como lo es, sin duda, la Idea de España. Las ideas idiográficas, en general, y la Idea de España, en particular, comenzarán acaso a ser entendidas (vividas, diría un orteguiano) como conceptos políticos o tecnológicos; pero conceptos a los cuales, precisamente por su peculiar estructura, corresponden ideas y problemas prácticos que se hace urgente plantear, ante todo, plantear.

Ortega, que en las líneas de presentación de su España invertebrada (1921) llegó a decir que se aproximaba a su tema con ánimo de «mansa contemplación», rectificó, acaso sin tener plena advertencia de que rectificaba, en el Prólogo a la cuarta edición (1934), afirmando rotundamente que la intención de su libro es pragmática. Lo que él busca –dice– es orientarse acerca del destino del pueblo al que se siente adscrito.

Y adscrito, además, de un modo constitutivo: Ortega comienza declarando que se siente español, e identifica a España con «su pueblo», que recorre físicamente una y otra vez. Pero ya en las Meditaciones del Quijote, en 1914 (a la contra de Unamuno –que había publicado su Vida de Don Quijote y Sancho en 1905–) dice querer ocuparse antes de Cervantes que de Don Quijote, que a fin de cuentas es sólo una secreción o parte de la vida del propio Cervantes. Ortega llega a decir que sus Meditaciones están movidas por un amor intellectualis, que buscan la salvación de los hechos, con el objeto de elevarlos a la plenitud de su significado.

Pero estos «hechos» que buscan ser «salvados» (no por ello siempre defendidos), y que son los temas de sus meditaciones, «directa o indirectamente, acaban por referirse a las circunstancias españolas». El cultivo de sus ensayos, añade, obedece a un afán que busca dar salida a un mismo afecto, «el más vivo que encuentro en mi corazón». Esta actividad, inspirada por el amor intelectual (a España), «es la única de la que soy capaz» (tomo I, pág. 311). Más aún: a propósito de su España invertebrada declara que ha rechazado ofertas que ha tenido para traducir su obra al inglés, al francés y al alemán, «porque los asuntos que en él se tratan son internos, y no tienen por qué ser expuestos al público extranjero» (tomo III, pág. 45). Ortega nos manifiesta así, por de pronto, su patriotismo, aunque esta manifestación pudiera ser interpretada como movida por el impulso de compensar el «complejo de culpabilidad» que Ortega habría segregado como autor de un diagnóstico que, aún sin ánimo pesimista, caminaba de hecho por el mismo camino que la Leyenda negra. En el Prólogo para alemanes dice: «La circunstancia es una perspectiva y, como tal, tiene siempre un primer término...; el primer término de mi circunstancia era y es España.» Y es este el encarecimiento más intenso de la Idea de España que Ortega podía hacer desde su propio sistema (que contiene como ideas básicas las de perspectiva, circunstancia). Pues no dice que «el primer término de mi perspectiva o circunstancia» sea Madrid, Ontígola o Castilla, o Andalucía o el País Vasco; tampoco dice que el «primer término» sea Europa. Lo que dice es que el primer término de su perspectiva es España. En otro lugar («La pedagogía social como programa político», tomo I, pág. 507) remata su pensamiento: «El español que pretende huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio.»

No damos excesiva importancia al hecho de que Ortega no se haya preocupado de analizar la naturaleza filosófica del problema de España, tal como él mismo lo ha planteado; nos basta suponer que la naturaleza filosófica de su planteamiento está presente, como veremos, en toda su obra. Comenzando por su famosa imprecación: «¡Dios mío, qué es España!» Pues nos atreveríamos a decir que esta imprecación no sería otra cosa sino una fórmula retórica, en todo caso desproporcionada, si hubiéramos de referirla a una realidad idiográfica que no «encarnase» una Idea. Si en lugar de España, nos refiríesemos al Belelux, ¿quien no apreciaría la ridiculez de una exclamación semejante a ésta: «¡Dios mío, qué es el Benelux!»?

5. Pero los problemas de España, y el problema de España («España es el problema») son tratados por Ortega desde una perspectiva filosófica. Y esto, desde nuestras coordenadas, sólo es posible si España es una Idea, y no mero concepto geográfico o político. Una idea cuyo rango filosófico parece que está vinculado al rango filosófico de la Idea de Europa, por cuanto Ortega parece sobreentender que España es una parte esencial de Europa, y que la Idea de Europa requiere un tratamiento filosófico, dado que ella remueve los componentes más profundos a partir de los cuales se construye la Idea filosófica de «vida espiritual» (por ejemplo, la contraposición entre la Cultura y la Naturaleza, y, sobre todo, la idea misma de una Historia universal).

Según esto, el primer problema, el que obliga a ver a España como problema (filosófico), el «problema radical» (raíz de los demás problemas, podríamos decir, utilizando una expresión orteguiana) tendría que ver con la misma cuestión de la conexión entre España y Europa. Porque si España se considerase fuera de Europa, dejaría de ser, en el sistema de Ortega, un problema filosófico, y se convertiría, a lo sumo, en un problema económico o técnico o administrativo. «España es el problema; Europa es la solución.» Con esta fórmula, expuesta ya en sus primeros escritos («Regeneración es el dese, europeización es el medio de satisfacerlo», «verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución», tomo I, pág. 521). Ortega no está moviéndose únicamente en referencia al terreno técnico político en el que se mueven quienes se esfuerzan, por motivos económicos o políticos, por integrar a España en la Unión Europea, como se esforzaron, viviendo aún Ortega, los Gobiernos de Franco, y, después de Franco, los gobiernos de la «transición», y los gobiernos socialista y popular. El plano económico técnico político (categorial) no queda, por ello, [14] excluido: ha de ser tenido en cuenta constantemente. Pero desde una perspectiva que envuelve a las diversas categorías (geográficas, políticas, económicas) aunque la Idea se lleve adelante a través de ella. Tampoco los gestores principales de la Idea europea, como los gestores de la integración de España en Europa, parecen haber necesitado echar mano de formulaciones ideológicas que giran en torno a lo que hemos llamada la «Europa sublime» para recubrir los intereses económicos y políticos más perentorios.

Y, recíprocamente, dado que el «problema radical» de España se hace consistir, por Ortega, en su apartamiento de Europa (de la que forma parte como la hoja forma parte del árbol) también para Europa, para el organismo total, el apartamiento de España representará un problema grave; también «Europa» podría decir que «España es el problema».

Parece como si la característica a través de la cual la idea orteguiana de España adquiere su condición de Idea (filosófica) y, por tanto, de problema filosófico («España es el problema»), fuese su pertenencia a Europa: por ello sólo a través de Europa podrá resolverse el problema de España («Europa es la solución»). Traduciríamos así el pensamiento de Ortega: sólo a través de la Idea de Europa el problema de España puede empezar a plantearse como un problema filosófico.

6. Llegados a este punto podemos trazar ya muy claramente las distancias entre el planteamiento de los problemas que giran en torno a la Idea de España, tal como se formulan en el sistema del raciovitalismo y el planteamiento de los problemas filosóficos que giran en torno a la Idea de España tal como se formulan en el sistema del materialismo filosófico (desde el cual intenta ser reexpuesta la idea de España de Ortega).

Ambos sistemas tienen sin embargo en común, además de su «patriotismo», la visión de España como algo más de lo que podría ser recogido en un concepto geográfico o administrativo, como una realidad histórica a la que ha de corresponder una idea filosófica. Visión explícita y representada en el materialismo filosófico; visión implícita, pero ampliamente ejercitada, como veremos, en el raciovitalismo.

Pero mientras en el raciovitalismo –contraria sunt circa eadem– la Idea de España sólo se concibe como tal en el seno de Europa, en el materialismo filosófico la Idea de España sólo se concibe realizada precisamente disociada de Europa (sin que ello quiera decir: separada de Europa). En un caso, la conexión de España con la historia universal sólo se concibe a través de Europa; en el otro caso, la conexión de España con la historia universal se concibe al margen de esa mediación de Europa. La «conexión» de España con la «historia universal» tendría lugar a través de la definición de España como un imperio católico, contradistinto del Sacro Imperio Romano Germánico, núcleo de Europa.

Acaso en el planteamiento de Ortega tuvo mucho que ver (a partir de sus experiencias germánicas y las tradiciones krausistas que sin duda influyeron en él) la «aversión» que Ortega manifestó siempre por el catolicismo. «Yo señores –llega a decir– no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los más humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente.» (tomo 11, pág. 409.) Sin duda, entre otras cosas. se refería Ortega a un documento que suscribió «exculpándose» de haber contraido matrimonio canónico por la Iglesia romana, en atención a su esposa; lo que querría decir entonces la «formalización acatólica» de la que Ortega habla habría que ponerla en referencia, en este caso, no a la ceremonia (como podía haberse esperado), sino a un documento semisecreto reservado como coartada o para «tranquilizar su conciencia».

7. Pero nuestra tarea hoy consiste en exponer la Idea de España de Ortega, si bien esta exposición está proyectada desde el sistema del materialismo filosófico. Dicho de otro modo: nuestra tarea consiste en reconstruir emic, aunque desde el sistema del materialismo filosófico, la idea de España de Ortega en cuanto Idea filosófica.

De acuerdo con lo que llevamos dicho, nadie se sorprenderá (supongo) si divido esta exposición de nuestra reconstrucción emic de la Idea de España de Ortega en función de la división del «círculo» de ideas que Ortega presupone dado entre España y Europa, en cuanto ideas filosóficas, en los dos «semicírculos» de los que consta: I. España es el problema; y II. Europa es la solución.

El análisis crítico de cada uno de estos dos «semicírculos» constituirá el asunto de las sucesivas partes de mi exposición.

En un final, y desde una perspectiva de análisis no tanto emic cuanto etic, esbozaré un análisis relativo a la estructura y la génesis («extrasistemáticas»), de la propia construcción orteguiana.

 

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I
España es el problema

1. La fórmula de Ortega, «España es el problema», está pensada, sin duda alguna, en el contexto de los «problemas de España», que son los problemas habituales de toda sociedad política: problemas de abastecimiento, de salud, de educación, de vías de comunicación, &c. Y, en este contexto, lo único que puede significar la fórmula «España es el problema» –fórmula expresada en la «circunstancia del 98»– no es otra cosa sino que por debajo o por detrás de todos esos problemas concretos, por urgentes y perentorios que ellos sean, es la propia España la que constituye el problema, el «problema radical», raíz de todos los demás podríamos decir (utilizando expresiones del propio Ortega).

Si España es una Idea, que no se reduce a sus particularidades geográficas o administrativas, a las cuales sin embargo engloba, y una Idea idiográfica, el «problema de España» ha de poder compararse con los problemas relativos a las cuestiones que suscitan otras Ideas idiográficas, como puedan serlo, la Idea de Dios de la ontoteología. Los escolásticos descomponían el «problema de Dios» («Dios es el problema») en dos cuestiones: quid sit Deus? y an sit Deus? Es decir: «¿Qué es Dios?» (Ortega dirá: «¡Dios mío!, ¿qué es España?»), y, antes aún, aunque presuponiendo de algún modo una respuesta provisional al quid sit (para saber a qué referimos la cuestión de la existencia): «¿Existe España?»

Por supuesto, la pregunta an sit? la sobreentendemos referida no ya al terreno meramente geográfico, sino al terreno «vital, anímico y espiritual». Más aún, desde el materialismo filosófico, no podemos admitir siquiera la cuestión an sit como si pudiera ir referida a la existencia de una esencia megárica [15] (aunque esta esencia sea definida ad hoc, preparando un «argumento ontológico», como si se tratase de una esencia que, por naturaleza, exige su existencia). Existencia significa siempre, para nosotros, co-existencia; lo que requiere que, en cada caso, se determine el contexto de realidades en función de las cuales tiene sentido preguntar por la existencia de algo. La pregunta an sit Deus? puede contestarse afirmativamente en el contexto de un sistema que contenga en su vocabulario, además de Dios, los términos Mundo y Hombre; no sería fácil contestar a la pregunta en el contexto de un sistema de Ideas referidas inicialmente al cogito, a la mente (Leibniz exigía, por ello, demostrar ante todo, que tenemos la Idea de Dios en nuestra mente antes de poner en marcha el argumento ontológico). La pregunta: «¿Existe España?», interpretada de este modo, tiene una respuesta afirmativa sencilla: «Existe en el contexto geográfico de Eurasia.» Pero el contexto al que referimos la cuestión «¿Existe España?», como correspondiente a la fórmula: «España (es decir, su propia realidad) es el problema», no es el contexto geográfico, sino un contexto propio de otro tipo de realidades «vitales» (anímicas, espirituales, culturales, históricas). Muchas realidades de este orden, y que tienen también un carácter político problemático, en la época de Ortega y en la nuestra (por ejemplo: ¿España es una nación?, o bien, ¿cual es el sujeto de la soberanía de España en cuanto sociedad política?) pueden ser consideradas también, sin perjuicio de su presencia en los debates cotidianos de los politólogos, a la luz del problema filosófico más fundamental (y, sin duda, el problema filosófico de España resulta de la confluencia de los múltiples problemas particulares): el problema de España, España como problema.

2. Así planteada, la cuestión an sit, el «problema de España», como cuestión de su coexistencia con otras realidades definidas en la vida espiritual humana (si se prefiere: como cuestión de la koinonia o sociedad en la que la Idea de España está entretejida con otras Ideas que –se supone– constituyen la constelación de la vida espiritual humana) podríamos afirmar que Ortega responde de un modo terminante y positivo (dogmático) en el terreno antropológico (vital y anímico), pero responde de un modo crítico (problemático) en el terreno histórico (espiritual). La distinción orteguiana entre lo vital, lo anímico y lo espiritual ha sido analizada admirablemente en la comunicación presentada a estos Encuentros por Atilana Guerrero y a este análisis me atengo. Tendré también en cuenta que el terreno antropológico, aunque ya es humano, para Ortega, constituye, en la línea de la tradición hegeliana, un estrato en cierto modo intermedio entre la Naturaleza y el Espíritu. Blumembach, considerado muchas veces como el fundador de la Antropología, había asignado a esta nueva disciplina principalmente el análisis de las razas (De genero humano varietate nativa, 1806). Hegel mantiene esta tradición, y Ortega, acaso sin advertirlo, al menos expresamente, se ve también envuelto en ella.

3. Desde este planteamiento podemos salvar muchos textos de Ortega que, confrontados entre sí, sin más, podrían producir la impresión de ambigüedad, de titubeo o incluso de contradicción. Y sin que esta salvación tenga que apelar a la distinción de las fechas («en su primera época, el vitalismo de Ortega se mantiene con un signo marcadamente biologista, en general, y racista en particular; en su segunda época, tras el descubrimiento de Dilthey, el vitalismo de Ortega evoluciona hacia un espiritualismo historicista»). A nuestro entender, las líneas maestras del sistema de Ortega se mantienen firmes a lo largo de toda su obra; lo que cambian son los desarrollos de estas líneas maestras. Pero el vocabulario racista no sólo se constata en obras tempranas (como el comentario al cuadro de Zuloaga, de 1911) sino también en las obras más maduras (en las Lecciones sobre Toynbee, 1947).

Digamos, de modo sumario, que a la pregunta «¿Existe España?» Ortega responde afirmativamente y de modo rotundo. Y no ya refiriéndose a algún concepto geográfico, sin mayores compromisos doctrinales, sino refiriéndose a contextos que contienen todo aquello que podríamos recubrir con el rótulo de «realidades antropológicas» y, más concretamente, «raciales». Se diría que Ortega se ha «esmerado» en la defensa de la tesis de una «España es diferente», y además, con un alcance positivo, cuando nos mantenemos en el terreno vital de la antropología, en el sentido dicho. Ortega, en efecto, se revuelve enérgicamente contra la beatería humanística de «esas gentes» (entre ellas Toynbee), que no quieren reconocer la realidad histórica de las razas humanas. Ortega comparte con Toynbee la tesis de que la raza negra es la única que no creó ninguna civilización (no deja de sorprender que Ortega, o Toynbee, no polemicen aquí con Frobenius); sin embargo, reprocha a Toynbee que deduzca de ahí que, puesto que las demás civilizaciones fueron creadas por la cooperación de varias razas, la raza no influye en la cultura («es –dice Ortega– como si alguien dijera que en un cocktail no influye el alcohol»). Toynbee pretende explicar el racismo contemporáneo, el de los boers, por ejemplo, como resultado de una combinación de la Biblia y el colonialismo, y apela al comportamiento de las razas o pueblos hispanos (españoles y portugueses) con los pueblos americanos: «En efecto, en vez de exterminarlos, como hicieron primero los ingleses, o después distanciarlos humanamente, lo que hicieron fue unirse a ellos y crear razas mixtas» (Curso sobre Toynbee, pág. 229). No fue entonces el catolicismo (dice Ortega, contra Toynbee, cuando atribuye a los pueblos católicos una lectura mínima del Antiguo Testamento) lo que determinó la conducta de los pueblos hispánicos con los pueblos indígenas. Lo que lleva a Ortega, «y sin remedio», a tener que definir la «cualidad a mi parecer más básica y más patente en el hombre español, que es su peculiarísima actitud ante la vida como tal, distinta por completo de la de todos los demás pueblos occidentales» (ibid.). Y en un texto póstumo, que el editor de Una interpretación de la historia universal (Paulino Garagorri) titula «El hombre español», y ofrece en un apéndice (págs. 307-310), y dice formar parte del manuscrito original, Ortega desarrolla más ampliamente su pensamiento. ¿Por qué lo eliminó Ortega del Curso? ¿Experimentó algún tipo de pudor en ofrecer ese fragmento escrito en el estilo de esa antropología o psicología de los pueblos, cultivada desde Kant y Comte hasta nuestros días –«el español es orgulloso, el italiano es inconstante...»– pero cuyas generalizaciones no se ofrecen nunca como resultados de un método empírico, que se aproxime a una demostración adecuada?

Ortega, sin mostrar sus fundamentos, aunque insinuando que los posee, atribuye tres características generales que él ve como esenciales a los españoles (puntualizamos por nuestra cuenta: en el terreno antropológico-vital) y por este orden: «1ª un efectivo e incuestionable sentimiento elemental de humanidad... abierto a los otros hombres en esta dosis... exclusiva del español... hasta el punto de que comparados con él los otros tipos de hombre parecen siempre estar normalmente cerrados, prevenidos y como a la defensiva.» Añade Ortega: «aquella capacidad... de estar siempre abierto a los demás se origina en lo que es, a mi juicio, la virtud más estupenda y la [16] fuerza histórica más básica del ser español... a saber: la de no tener miedo a la vida o, si se quisiera expresarlo en positivo, la de ser valiente ante la vida» (pág. 310). El español no pone originariamente condición alguna a la vida [por nuestra parte puntualizaríamos: no hay que confundir heroísmo, es decir, estar dispuesto a ser muerto en el combate, que autoinmolación, musulmana o budista; es decir, estar dispuesto al sacrificio de la propia vida como único medio para obtener algún fin], está dispuesto a vivir sin condiciones, ve la vida como una infinita desnudez, como una ausencia de todo y, sin embargo [aquí Ortega parece dirigirse contra Heidegger] esto no le permite ni angustia especial, ni desánimo, ni pavor... De aquí, la famosa falta de necesidades del español que ya señalaba Aníbal... De tal modo que el español no necesita de nada para vivir, que ni siquiera necesita vivir... y esto precisamente le coloca en plena libertad ante la vida, esto le permite señorear sobre la vida.» Observemos, por nuestra parte, que el testimonio de Aníbal que Ortega recoge, corrobora plenamente nuestro «diagnóstico» sobre la naturaleza antropológica de las consideraciones orteguianas sobre el hombre español, ellas están formuladas desde una perspectiva antropológica, es decir, están referidas a un estrato (vital, anímico) constitutivo sin duda de España, pero anterior o previo a su constitución como entidad histórica «espiritual». Y esto hay que aceptarlo si no queremos hacer caer a Ortega en contradicción con su tesis central (véase por ejemplo España invertebrada, tomo III, pág. 110) según la cual España sólo comenzó a constituirse como entidad histórica diferenciada una vez que los visigodos (es decir, ocho siglos después de Aníbal) hubieran terminado con los restos que en Hispania quedaban del Imperio romano.

Pero el testimonio de Aníbal, aducido por Ortega, se refiere a los habitantes de España, a los «españoles», anteriormente a su inserción en la república romana. Ergo...

3. Si puede decirse que Ortega reconoce abierta y aún alborozadamente, en el terreno antropológico, la existencia de España como territorio que alberga a los españoles, en cuanto constituyen un pueblo bien diferenciado vitalmente en el conjunto de los pueblos, en cambio no puede decirse lo mismo de la existencia de España, es decir, no puede decirse que Ortega reconozca la existencia de España en el terreno de la vida espiritual, histórico-universal. La existencia de España es, en este terreno, precaria y problemática. Y es aquí donde se plantea propiamente el problema de España. Pero, ¿por qué España es el problema y cuál es la naturaleza de ese problema? Desde luego, es un problema que afecta a su propia realidad o existencia, es decir, a la coexistencia de España con la corriente central de la vida del Espíritu, de la Cultura. Y por eso España es, en su realidad histórica misma, un problema.

¿Y no habría alguna conexión entre el «problema radical» de España, en el terreno de la vida espiritual (o cultural) y la condición nada problemática de los españoles, tal como Ortega la ha descrito, en el terreno de la vida humana, considerada «a escala antropológica»? Ortega no ha planteado explícitamente esta cuestión, que tiene ya, por sí misma, una estructura filosófica, en tanto ella suscita la cuestión general de los «mecanismos» en virtud de los cuales la Naturaleza (y la Antropología, en la tradición de referencia, está más cerca, como hemos dicho, de la Naturaleza que del Espíritu) se transforma en Espíritu. Cabría rastrear los indicios de la posible presencia en Ortega de una tesis, más o menos explícita (de una Idea al menos ejercitada, si no ya representada), que hiciese de algún modo responsable a la Naturaleza de la precariedad de una existencia en el «Reino del Espíritu». He aquí tres ejemplos de los «indicios» a los que me refiero:

1) El primero, sacado del mismo debate con Toynbee, quien (a decir de Ortega) ha tomado a los españoles y a los portugueses (por su buena disposición a mezclarse con los indígenas americanos) «como unos zorros para sacudir el polvo a sus compatriotas» [los ingleses]. ¿No está insinuando con esto Ortega que si los ingleses lograron crear un imperio auténtico (que hoy consideramos parte de la «musculatura» de la vida espiritual de la humanidad) fue precisamente por haber exterminado, unas veces, o por haber mantenido a distancia, otras, a las razas a quienes sometían? Parece por tanto, a contrario, que algo tendrá que ver la disposición de los españoles a mezclarse con los indios con su incapacidad para crear un Imperio auténtico (pues tan solo, según Ortega, crearon una apariencia de Imperio).

2) En una obra anterior (España invertebrada) Ortega recurre a los visigodos para explicar la «base estructural» del problema de España. España, como entidad espiritual, pertenece a una «especie de vivientes» –junto con Francia, Alemania, Italia– que surgió en la «evolución» a raíz de la fecundación que la «Madre Roma» recibió de los pueblos germánicos. Y aunque ahora nos encontramos ya en época histórica, si atendemos a la descripción que Ortega nos ofrece de uno de esos pueblos bárbaros que fecundaron a Roma, precisamente el que dio lugar a España, el pueblo visigodo, observamos como Ortega utiliza una abundancia sorprendente de rasgos «biológicos» negativos para describirlo: los visigodos era un pueblo degenerado, débil, &c. España, hija de Roma y de los visigodos, habría sido débil y degenerada desde su nacimiento.

3) Como tercer indicio señalamos el comentario al cuadro de Zuloaga, al que nos referiremos, por motivos sistemáticos, un poco más tarde.

Tampoco queremos llevar las cosas al extremo. Sólo queremos «denunciar» la influencia de ciertas ideas, que tienen que ver con un «racismo latente», en la construcción de Ortega. Una construcción que, sin embargo, apela explícitamente a mecanismos que actúan ya a escala histórica (la misma debilidad de los visigodos, en cuanto «alcoholizados» de Roma).

4. Tenga o no sus raíces en la Antropología, lo que sí parece cierto es que Ortega entiende el problema de España como la cuestión misma de su realidad, de su existencia problemática.

¿Y por qué es problemática esa existencia en el terreno espiritual? Porque España no ha desarrollado su existencia espiritual como debiera, es decir, normalmente, en cuanto «organismo» o rama derivada, junto con Francia, Alemania o Italia, de la misma matriz romana, fecundada por los pueblos germánicos. Una existencia que debiera haberse desplegado en coexistencia con los demás organismos o ramas de su especie. Este apartamiento o desgajamiento de su mundo espiritual viviente es el que habría determinado su existencia precaria, problemática o, para decirlo en vocabulario biológico, «enferma».

Tal sería, traducido al vocabulario biológico, el diagnóstico que Ortega hace de la enfermedad de España: que ha vivido [17] desgajada de Europa, y por ello ha vivido siempre «enferma del espíritu». España no ha sido lo que pudo ser. De este modo podríamos formular el problema de España, tal como Ortega lo plantea.

En realidad, Ortega utilizó en sus análisis filosóficos de la Idea de España, y esto no deja de causar cierta sorpresa, el mismo esquema que utiliza al analizar filosóficamente la Idea de hombre: también el hombre comienza por una enfermedad constitutiva.

Es cierto que Ortega quiere en seguida concretar: como diría un popperiano, quiere ofrecer de inmediato sus ideas comprometidas con alguna hipótesis positiva falsable. Y sugiere al paludismo en un caso, y a los visigodos en otro. Pero quien considera, no sólo falsables sino falsadas, tanto las hipótesis del paludismo como la de los visigodos, tendrá que concluir que las teorías de Ortega sobre España son totalmente gratuitas.

El problema de España, tal como Ortega lo plantea, se nos muestra envuelto en la dialéctica de la potencialidad (el problema del aplazamiento constante de lo que España hubiera podido ser si no hubiera estado enferma, y no de un modo accidental o adventicio, sino congénito, como enfermedad de nacimiento). Desde nuestras coordenadas, en cambio, el «problema de España» lo planteamos como un caso de la dialéctica de la actualidad. Es el problema de una realidad cuya esencia real parece incompatible con la coexistencia con otras realidades de su género; una realidad, por tanto, que no puede ser lo que es (y no que no ha llegado a ser lo que pudo haber sido).

No por ello Ortega admite la acusación de pesimismo. Pesimista, dice Ortega, será todo aquel que partiendo de una España robusta, desde el principio, cree que comienza a decaer a causa de una enfermedad incurable; pero no es pesimista quien niega esa plenitud y, aun afirmando que toda la vida es una perpetua decadencia, cree que ella tiene remedio, una vez que hemos diagnosticado correctamente la enfermedad: vivir de espaldas a Europa. O, lo que es equivalente, la enfermedad consistiría en vivir en la vecindad de Africa, en decir que «Africa empieza en los Pirineos». Y Africa, recordamos por nuestra parte, es el terreno de la «Nigricia», y los negros son, según Ortega, la única raza que no ha creado una civilización. Otra vez se nos muestra la relación entre la Naturaleza y el Espíritu, y no es fácil olvidarse, en este punto, de la controversia permanente que Ortega mantuvo con Unamuno.

5. El diagnóstico que Ortega hace del problema «de la enfermedad» de España parece terminante. Según hemos dicho podría afirmarse que Ortega plantea el problema de España como un caso particular del problema de la vida espiritual del hombre, en el momento de su surgimiento de la vida natural, orgánica. El problema de España estriba en su constitutivo apartamiento del mundo, de la vida espiritual, que fluye en el conjunto de las naciones europeas, en el seno de Europa. Ahora bien, ¿cual es la etiología de esta enfermedad? ¿cual es su tratamiento terapéutico? y ¿cual es su pronóstico?

Dejaremos estas dos últimas preguntas para la segunda sección de nuestra exposición («Europa es la solución»), y nos aplicaremos, en lo que queda en esta sección primera, a contestar, por boca de Ortega, a la pregunta etiológica.

6. La respuesta de Ortega a la pregunta por las causas del problema de España, o por la etiología de su enfermedad constitutiva, no ha sido siempre uniforme, y ha oscilado desde el tipo de respuestas de índole más bien antropológica (o «naturalística») hasta el tipo de respuestas de índole histórico cultural. Es cierto que las respuestas del primer tipo se encuentran sobre todo, explícitamente al menos, en sus escritos de juventud; mientras que las respuestas del segundo tipo, son las propias de los escritos de madurez.

7. Como respuesta más contundente del primer tipo (el antropológico o «naturalista») citaremos el comentario de Ortega al cuadro de Zuloaga, en «La estética del enano Gregorio Botero». Conviene tener presente la importancia que Ignacio Zuloaga, como pintor, había alcanzado en la España de principios del siglo XX, una vez que su «reconocimiento» en el extranjero levantó la indiferencia que su obra merecía a sus primeros críticos peninsulares. Porque Zuloaga no se limitaba a pintar cuadros de contenido «neutro» desde el punto de vista histórico, político o filosófico. Sus cuadros querían expresar una visión general de la realidad, y por ello suscitaron controversias apasionadas (en las cuales, por cierto, intervino Unamuno). En el comentario de Ortega al cuadro de Zuloaga, cuyo título (el del comentario) salvo que se interprete «de entrada» en un sentido simbólico, no da cuenta de su verdadero contenido, encontramos expuesta, si no me equivoco, una tesis «biológica», antropológica, realmente sorprendente por su intención provocativa o desafiante, sobre la etiología de la enfermedad de España. La sorpresa desaparece en el momento en que creemos advertir que Ortega toma al enano Gregorio el Botero nada menos que como símbolo de España (también en este punto podemos constatar su oposición diametral a Unamuno, que, sin perjuicio de la defensa de Zuloaga, pocos años antes, los que van de 1905 a 1911, había tomado como símbolo de España a Don Quijote). Dice Ortega, después de analizar la estética del pintor, y de constatar, desde Italia, donde se encuentra Ortega, su gran éxito en la «tierra de la pintura»: «Sabido es que Zuloaga se ha declarado enemigo de la doctrina europeizante que en forma y tonos diferentes defendemos algunos. Por tanto –dice Ortega– es Zuloaga nuestro enemigo.» Y dirigiendo a continuación una prosopopeya al enano del cuadro le dice: «...tú, duende familiar, espíritu de la raza, les llevas tus odres [a los hombres de tus tierras] henchidos de sangre de nuestro suelo, la cual es un fuego que enciende las pasiones, pone los odios crespos y consume los nacientes pensamientos» (tomo I, pág. 345). España está enferma, viene a decir Ortega, a consecuencia de esa sangre que enciende pasiones y pone los odios crespos: por eso parece haberse mantenido separada de Europa, por un impulso vital, anímico, «por la voluntad propia de un alma bárbara, entregada a las fuerzas de la Naturaleza, a la espontaneidad, que ha aborrecido la Cultura, movida por una voluntad de Incultura.» Pero la Cultura es Europa.

Lo que Ortega viene entonces a decir es esto: Europa es el Espíritu; España, separada de Europa, aproximada a Africa, es la barbarie, la Naturaleza.

8. El problema de España es el problema derivado de su precaria co-existencia con los pueblos europeos en los que sopla, al parecer, el Espíritu. ¿Y por qué España se ha separado desde el principio de los demás pueblos europeos? La respuesta a esta pregunta, que encontrará Ortega más tarde, y la expondrá en su España invertebrada, es una respuesta que en su aspecto primario, al menos, es una respuesta histórica, de pretensiones histórico-positivas; y es la que se ha identificado con el [18] pensamiento de Ortega. Es una respuesta muy original, lo que no quiere decir que no sea enteramente gratuita, como propia más de una Historia ficción (aunque su voluntad sea científica y positiva, en un sentido popperiano avant la lettre) que de una Historia verdadera.

Ortega apunta a los visigodos, como causa propia de la enfermedad constitutiva de España. La hipótesis no tiene más consistencia que la hipótesis del paludismo, a la que recurrió para explicar la supuesta enfermedad constitutiva de la Humanidad. Parece como si Ortega experimentase «ramalazos» de positivismo y quisiera ofrecer hipótesis concretas susceptibles de ser discutidas y aún falsadas. Lo que ocurre es que estas hipótesis son gratuitas. Y en el terreno científico puede decirse lo que se dice también en el terreno artístico: que no pinta el que quiere, sino el que puede.

La enfermedad histórica de España es constitutiva, porque fueron los visigodos, dice Ortega, quienes engendraron España como figura nueva aparecida en la historia; pero la engendraron débil y enferma, porque débiles y enfermos eran ya los visigodos, sus progenitores.

9. Ahora bien, esta etiología, de intención «positiva» y «puntual», aparentemente circunscrita a un campo histórico categorial, encarna en realidad –tal es nuestra interpretación– las ideas más características de las que se compone el sistema filosófico de Ortega. Y de forma tal que, al margen del sistema, tratada la «respuesta etiológica» de Ortega como si fuese una respuesta positiva (que pediría una discusión también positiva) pierde todo su sentido. Ni siquiera podría considerarse como una respuesta susceptible de ser discutida en un terreno «empírico», porque implica demasiados supuestos. De hecho, los historiadores no la han tenido en cuenta, salvo como referencia hipotética o como contraejemplo de lo que puede ser una respuesta científica. Y ello sin perjuicio de que las ideas de Ortega sobre España, derivadas de esta hipótesis, pero en tanto pueden emanciparse de ella, son tratadas una y otra vez con respeto por parte de muchos historiadores eminentes.

La respuesta de Ortega implica, en efecto, su doctrina sobre el origen del Estado (implica también, como ya hemos dicho, un esquema general sobre los mecanismos de transformación de la Naturaleza en Cultura). Una doctrina antidarwinista, que Ortega presentó en su ensayo El origen deportivo del Estado. Y hay que tener en cuenta, en todo caso, que los Estados, o las Naciones como Ortega dice algunas veces (aunque su terminología no es firme: hablando de los orígenes de Roma, como sociedad constituida por sinoikismo de varios pueblos, utiliza la expresión «Nación»; oscilaciones terminológicas cuyos efectos todavía podemos advertir en la Constitución de 1978), constituyen ya no sólo floraciones características de la vida espiritual, de la cultura humana, sino también ámbitos propios para que las demás formaciones espirituales puedan germinar o florecer.

El Estado, en efecto –dice Ortega, en la línea de Hegel– no es un producto de la Naturaleza, como pueda serlo la familia. El Estado no se forma por crecimiento vegetativo de familias, puesto que más bien son éstas las que presuponen el Estado (tomo III, pág. 53, nota 1). El Estado es una de las creaciones casi ex nihilo de la vida espiritual, de la cultura (El tema de nuestro tiempo, III:189), y, como el deporte, es vitalidad pura (ibid. pág. 195). El Estado se constituye por una composición de pueblos previamente dados que se incorporan (por sinoikismo, en terminología de Polibio, Aristóteles o Platón) a la unidad común. Esta incorporación requiere la vertebración de la nueva sociedad. Pero «vertebración» no es término que Ortega entienda en el sentido propio de «articulación» de unas partes con otras, sino en el sentido, que es «técnico» en su sistema, de la vertebración de las minorías y las masas. No hay posibilidad de hablar de una «sociedad vertebrada» si en ella las masas no conforman sus propias minorías dirigentes, y si estas, a su vez, no dirigen a las masas. Ahora bien: Roma, el imperio romano, fue una sociedad nacida de la conquista de un pueblo por un ejército que no se fundió con los autóctonos vencidos. Para organizar el pueblo, lo primero que hace el espíritu romano es fundar un Estado (tomo III, pág. 113), pero el romano no es propiamente el «señor» de su gleba; en cierto modo es su siervo: es agricultor, y sus títulos de propiedad se fundan en el trabajo.

El inmenso organismo que llegó a ser el Imperio romano fue descuartizado por los bárbaros germánicos. Los germanos «vertebraron» los trozos del Imperio de un modo distinto. Fue un pueblo que conquistó a otro pueblo. No se mezcló con los pueblos sometidos, y solamente muy tarde los germanos se hicieron agricultores. De ahí el carácter «vertical» de las estructuras nacionales europeas «que mientras se van formando las mantenían articuladas en dos pisos distintos o estructuras, el rasgo típico de su biología histórica» (tomo III, pág. 112). Por eso los germanos no fundan sus títulos de propiedad en el callo, como el agricultor romano, sino en la herida del combatiente.

De la fecundación de los «cuartos de Roma despedazada» por los pueblos germánicos, nacerán las cuatro naciones que constituyen Europa: Francia, Inglaterra, Italia y España. «España es un organismo social, es, por decirlo así, un animal histórico que pertenece a un tipo de sociedades o "naciones" germinadas en el centro de occidente de Europa, cuando el Imperio romano sucumbe» (tomo III, pág. 111).

¿De donde deriva, por tanto, la enfermedad constitutiva de España? Podríamos decir, traduciendo la idea de Ortega: de las condiciones del padre visigodo que la engendró del seno de Roma (los árabes no son –en opinión de Ortega– un ingrediente esencial de España). Porque los visigodos, el pueblo más «civilizado» («alcoholizado de romanismo») es el pueblo germánico más reformado, deformado y anquilosado (tomo III, pág. 112). Llega España «dando tumbos», y esto determina que la institución más característica de los organismos procedentes de Roma, la institución a través de la cual tuvo lugar la vertebración en la nueva sociedad de las masas y las minorías, es decir, el feudalismo, sea en España una institución débil, casi inexistente. Esto explicaría la escasez que en la España medieval se advierte de personas sobresalientes, la «ausencia de los mejores» (Ortega compara a España con Rusia, en la que también él cree poder advertir esta ausencia patológica de los mejores). En cambio en Francia, en Inglaterra, en Italia, observamos todo lo contrario del anonimato. Su historia es una historia hecha por minorías, mientras que en España todo lo ha hecho «la masa».

Ahora bien: la debilidad del feudalismo, en España, lejos de ser un timbre de gloria democrático, como tantos creen, representa para Ortega la raíz principal de su enfermedad congénita. En España las masas no han sabido crear sus [19] minorías selectas. Por ello España es anormal, porque se ha desviado de la norma europea (de la norma de Francia, de la norma de Inglaterra o de la norma de Alemania).

10. Esta ausencia de minorías de la que resultará una sociedad invertebrada o amorfa, fue, paradójicamente, la que hizo posible la unidad prematura de sus partes. «Entre 1450 y 1500 sólo un hecho nuevo de importancia acontece: la unificación peninsular» (tomo III, pág. 120). «Tuvo España el honor de ser la primera nacionalidad que logra ser una, que concentra en el puño de un rey todas sus energías y capacidades. Esto basta para hacer comprensible su inmediato engrandecimiento» (mientras el pluralismo feudal mantiene desparramado el poder en Francia, Inglaterra, Italia o Alemania). Pero esta grandeza y unidad sólo dura hasta 1580. La unidad habría obrado, por tanto, como una inyección de artificial plenitud, pero no de vital poderío. «La unidad se hizo tan pronto porque España era débil, porque faltaba un fuerte pluralismo sustentado por grandes personalidades de estilo feudal» (tomo III, pág. 120).

España, en realidad, sólo habría ascendido en la apariencia, dice Ortega; en la realidad, su historia ha sido la historia de una continua decadencia. El proceder de Ortega recuerda aquí, a contrario, el proceder de aquél médico hipocrático, cuyo diagnóstico de la crisis de un enfermo le llevaba a pronunciar un pronóstico favorable. Cuando le dijeron que su enfermo había muerto respondió: «El cadáver miente.» Ortega se ve obligado, por la fuerza de su sistema, a mantener la tesis de la continua decadencia de España. Y cuando se le dice que, sin embargo, en el siglo XVI, España se alza a la cumbre del esplendor, Ortega responde: «Ese esplendor miente, es aparente.»

11. En España todo lo ha hecho «el pueblo», viene a decir Ortega. Y así «mientras que la colonización inglesa fue la acción reflexiva de minorías... en la española es "el pueblo" quien directamente, sin propósitos conscientes, sin directrices, sin táctica deliberada, engendra otros pueblos.» (tomo III, pág. 121). No podemos menos, por nuestra parte, que subrayar el carácter enteramente gratuito y apriorístico de estas apreciaciones de Ortega, que ponen entre paréntesis la complejidad de los planes y programas que llevaban adelante políticos y geógrafos, por no decir teólogos, escribanos o arquitectos, en el trazado de las rutas y en el levantamiento de las ciudades, en el ordenamiento del comercio ultramarino, &c.

Añadiremos nuestra sospecha, cotejando lo que Ortega dirá en el curso sobre Toynbee, acerca de la mezcla de los españoles con los indígenas (a diferencia del comportamiento de exterminio y distanciación de los ingleses) sobre si entre los contenidos de esa «acción reflexiva» propia de la colonización inglesa que Ortega encarece tanto, no figuraba, y muy principalmente, el propio proyecto de exterminio de los indios, o el mantenimiento de las distancias con ellos. O, dicho en otros términos: el imperialismo depredador y racista que caminaba en dirección similar, pero en sentido contrario al del imperialismo generador propio de los españoles.

En cualquier caso, me atrevo a decir que Ortega, de hecho, en su teoría sobre España se «tragó» enteramente la Leyenda negra.

El «problema de España» reside en la debilidad congénita de su unidad; debilidad que, al parecer, está profundamente intrincada con la debilidad espiritual (cultural), que Ortega ha diagnosticado también (aun cuando la verdad es que Ortega no ha explicado la naturaleza de esta intrincación). Tampoco ha explicado Ortega qué tiene que ver esa supuesta debilidad congénita en su unidad política con la separación de Europa. En efcto, podríamos pensar en la posibilidad de una reacción de signo opuesto. Ni siquiera discute Ortega, fascinado por su hipótesis, la posibilidad de que la desconexión de España respecto de otras naciones de su entorno europeo estuviese determinada, no precisamente por su debilidad, o por su decisión de encerrarse en sí misma (la «tibetanización» que España habría experimentado con particular intensidad en el siglo XVII –tomo III, pág. 63–) sino simplemente porque sus intereses estaban orientados hacia su imperio ultramarino.

12. En cualquier caso, el problema de España, diagnosticado como una «debilidad congénita de su unidad», como «invertebración», se expresará regularmente, como una enfermedad crónica (podríamos decir, sin ser demasiado infieles a Ortega), en el proceso de su continua tendencia a la desmembración, una vez alcanzada la efímera y aparente unidad del siglo XVI. La desmembración comenzó por los Países Bajos, siguió por Milán, Portugal y Nápoles, y se continuó por América.

Y en nuestros días, la enfermedad de España, reducida ya prácticamente a una parte de la Península, se manifiesta como particularismo (tomo III, pág. 68): particularismo de gremios, «particularismo obrerista», particularismo de regiones y, en su límite, separatismo de las provincias. De su enfermedad congénita brotan estas tendencias patológicas que ponen en peligro la misma continuidad del organismo español, que le ponen al borde de su descuartizamiento.

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II
Europa es la solución

1. La Europa de la que habla Ortega es la que, en otra ocasión (España frente a Europa, pág. 391) hemos denominado la «Europa sublime». Europa es, en efecto, una Idea filosófica que va rodando desde Herder y Hegel hasta Husserl; una idea que no se reduce al proyecto geopolítico, dibujado en el terreno de la Unión Europea, tal como lo proyectó Hitler –que, sin embargo, también mantuvo una idea metafísica de Europa – e, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos a través del Plan Marshall (que vio en la unidad europea, ante todo, un dique capaz de contener el oleaje de la Unión Soviética).

En cualquier caso, la Idea de la «Europa sublime» no la entenderemos como un mero acompañamiento retórico de los proyectos económico políticos coyunturales del capitalismo socialdemócrata o demócrata cristiano que inspiraron los tratados de Maastrich o de Roma. Colorea esos proyectos de un modo peculiar, e imprime unas direcciones que, no por muy generales, son menos significativas o eficaces. La «Idea sublime» de Europa constituye la ideología (la filosofía) de la Unión Europea, integrada en la Alianza Atlántica. Y Ortega es uno de los adelantados en la exposición de esta Idea sublime; una exposición que además estaba acompañada por el esbozo de ciertos proyectos muy generales, aunque precisos, relativos a su realización práctica, económica (el Mercado Común) y política (los Estados Unidos de Europa). Con mucha razón dice Ortega, ya en 1929, en el prólogo de [20] La rebelión de las masas: «Muy probablemente soy hoy, entre los vivientes, el decano de la idea de Europa.»

2. Europa es, para Ortega, el Espíritu, la Cultura por antonomasia, que se alza frente a la Naturaleza bárbara, representada por Africa. Europa es fruto del «estro divino» de los pueblos creados por el Imperio romano. De aquí han resultado las cuatro o cinco grandes naciones europeas (Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España) que han seguido el curso de su destino extendiéndose por toda la tierra, pero sin perder nunca su unidad. Una unidad no sólo espiritual («cultural») sino también política.

Ortega no se para mucho a discutir la naturaleza de esta unidad histórica que, sin duda, ha existido y existe entre las naciones europeas. No tiene en cuenta la posibilidad de que la unidad entre estas naciones fuera la unidad propia, precisamente, de una «comunidad biológica», es decir, la unidad propia de una biocenosis. Pero no es legítimo, a nuestro entender, confundir la «unidad» propia de los organismos que conviven en una «lucha a muerte por la vida», limitándose unos a otros en sus pretensiones hegemónicas, con la unidad espiritual y política que Ortega atribuye a Europa, no ya como un mero proyecto deseable, sino incluso como una realidad que existe ya desde hace siglos. No existirá acaso, piensa Ortega, esa unidad europea en los términos de un formalismo jurídico; pero sí existe en la Historia, porque el Estado europeo, o poder público europeo, no es otra cosa que el «concierto europeo» o el «equilibrio europeo», como se llamó (recuerda Ortega) desde los tiempos de Guillermo de Humboldt hasta la Primera Guerra Mundial (Europa y la idea de nación, Alianza, Madrid 1985, pág. 25).

3. Pero también Europa, viene a decir Ortega, está enferma. Está enferma en su vitalidad, en su deseo. Sus órganos (las naciones que componen su organismo) están disgregados, entregados a guerras fratricidas, y distanciados unos de otros. Especialmente España ha seguido su curso secular separada de su tronco, y ello constituye también un problema para Europa (cabría desarrollar la frase de Ortega de este modo: «España es el problema... también para Europa») y diagnostica la enfermedad de Europa de este modo: «Europa ha perdido su capacidad de deseo.» Parece como si la enfermedad de Europa fuese una especie de astenia, de caída de su vitalidad.

Diagnóstico sorprendente, no sólo aplicado al pasado histórico (en el que, si utilizásemos el concepto orteguiano de deseo, fue el deseo imperialista o colonizador de España, de Inglaterra, de Francia y de Alemania el que habría determinado los cursos respectivos de la historia de las naciones europeas y la razón de su enfrentamiento mutuo en la unidad de su biocenosis) sino al presente representado por las dos guerras mundiales. Ortega dijo, sin embargo, que el estado de postración que observa en sus días en las naciones europeas no es efecto de la Primera Guerra Mundial sino que es anterior a ella. Y después de la Segunda Guerra Mundial, en su «Europa meditatio quaedam», el Discurso de Berlín de 1949, reproduce ideas parecidas. Sólo podríamos entender la evidencia que Ortega daba a su diagnóstico si esa falta de deseo que aprecia en Europa fuera referida a la debilidad de un único Estado europeo, incluso a la debilidad supuesta de la Nación europea: «sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa...» Y añade: «yo veo en la construcción de Europa como gran Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del "plan de cinco años"». De este modo Ortega enfrenta con claridad el proyecto de Europa con el proyecto de la Unión Soviética de los planes quinquenales estalinistas (tomo IV, págs. 273-275). Pero entonces, en el diagnóstico de Ortega, ¿no hay que ver la más notoria expresión de una flagrante petición de principio? La ausencia de unidad europea se interpreta como una enfermedad, presuponiendo que la salud sólo puede fundarse en esa su presunta unidad.

El deseo de Europa, del que habla Ortega, podría redefinirse empleando la misma fórmula que Ortega utilizó para definir una «Nación en marcha»: «Proyecto sugestivo de vida en común.» Fórmula muy celebrada, sin perjuicio de su vacuidad, por políticos e historiadores. Acaso por su cuño psicologista (por no decir idealista, en el sentido del idealismo o voluntarismo subjetivo) y, sobre todo, por su carácter tautológico y, por ello, muy poco comprometedor, desde el punto de vista histórico. Porque un proyecto sólo podría llamarse eficazmente sugestivo de vida en común, y, por tanto, capaz de definir a una nación histórica, cuando efectivamente haya producido esa vida en común; es decir, sólo en un sentido retrospectivo puede un proyecto llamarse eficazmente sugestivo. Un proyecto sugestivo, desde el punto de vista psicológico, pero utópico, sería ineficaz históricamente; por tanto, incapaz de conducir a una definición de una nación histórica. Del mismo modo que un descubrimiento científico sólo adquiere su condición (de descubrimiento), cuando ya ha sido justificado, y no antes, tampoco un «proyecto sugestivo de vida en común» podrá considerarse «sugestivo» eficazmente (en términos históricos y no meramente psicológicos) hasta que la vida en común promovida por él se haya logrado; luego una Nación no podrá explicarse en función del «proyecto sugestivo de sí misma» que supuestamente la prefiguró, puesto que sería la Nación ya constituida políticamente la que permitiría determinar restrospectivamente cuándo su prefiguración fue realmente sugestiva, y de un modo eficaz, y no meramente psicológico o voluntarista.

4. El problema de España que, como problema radical nos es planteado por Ortega a partir de su «desmembramiento» respecto del supuesto «organismo espiritual» europeo del que forma una parte esencial integrante (y, por ello, el problema de España es también el problema de Europa) se manifiesta «en su interior», según ya hemos dicho, como el problema o enfermedad del «particularismo». Expresión con la que Ortega designa esa tendencia a una desmembración de las partes integrantes de la nación: el particularismo de las clases sociales (en el sentido marxista, al que Ortega alude a través del concepto de «particularismo obrerista») y el particularismo de las regiones (expresión que cubre principalmente la tendencia al federalismo y al separatismo), y aun el particularismo de los gremios. Y aquí no podemos por menos de observar que la explicación del desfallecimiento de la unidad de España, es decir, la explicación del proceso de su desmembramiento por la «tendencia de cada una de sus partes a la desmembración», es decir, a partir de su particularismo, no va mucho más allá de la explicación de las virtudes somníferas del opio a partir de su virtud dormitiva.

Es fácil ver, desde los supuestos orteguianos, cómo Europa puede ser la solución al problema de España cuando este problema es planteado, en círculo vicioso, como un aspecto del problema de Europa. Pero no es fácil ver, de modo inmediato al menos, cómo Europa pueda ser la solución [21] al problema de España cuando este problema se plantea circunscrito en relación España consigo misma, es decir, en la relación entre sus «particularismos». Así planteado el problema, al modo de Ortega, como el problema algebraico de restituir la ecuación entre España y sus miembros desintegrados, la solución que se pide ha de incluir en la ecuación la adición o el producto de tales miembros desintegrados, lo que se lograría mediante la operación de un «proyecto sugestivo de vida en común» que, al parecer, ha de nutrirse de Europa. Pero el problema consiste precisamente en determinar cómo se intercalan en la «ecuación» no sólo esas partes internas de España, sino también, sobre todo, cómo se intercala Europa, en cuanto agente de la solución del problema.

Podría decirse que Ortega trabajó intensamente, principalmente a raíz de sus responsabilidades en las Cortes Constituyentes de 1931, en el «afinamiento de la ecuación» en todo cuanto se refiere a la organización política, administrativa y territorial de España. Desde la Restauración, la unidad de España quedaba definida como un Reino (el «Reino de España»); también se hablaba, desde las Cortes de Cádiz, de la «Nación española», y aún del «Pueblo español». La Constitución de la Segunda República, evitando las cuestiones delicadas que se planteaban en torno al fundamento de la soberanía, suscitadas por los nacionalismos muchas veces separatistas de Cataluña, País Vasco o Galicia, definía a España (pero no a la Nación española) como una «República democrática cuyos poderes emanan del Pueblo» (no de «los pueblos», que era fórmula utilizada por algunos federalistas). Es importante tener en cuenta, por tanto, que «España», definida como República democrática, está, ya en 1931, bloqueando la expresión «Nación española»; y este papel seguirá desempeñándolo, junto con la expresión «Estado español», en la Constitución de 1978. Conviene constatar, sin embargo, que la fórmula «Estado español», que se utilizó ampliamente por los nacionalistas y federalistas «de izquierda de la transición» como alternativa del nombre «España», fue acuñada en el franquismo de los primeros años (acaso por Serrano Suñer), en su intento de mantenerse al margen de la disyuntiva «República española» o «Reino de España». La Constitución de 1978 apeló al concepto de «comunidades autónomas», como fórmula que servía para cubrir tanto a las «nacionalidades históricas» (Cataluña, País Vasco, Galicia) como a las «regiones» que se determinasen en su momento. Las «nacionalidades», en 1978, son, por tanto, ante todo, «comunidades autónomas», pero cuyos representantes «nacionalistas» se consideraban además como naciones, más o menos reconocidas; al menos como «naciones culturales» (en el sentido de Otto Bauer o de Mainecke). Por otro lado, la Constitución de 1978 establece que la «soberanía nacional reside en el pueblo español» (no en «los pueblos»); según su artículo 2, la Constitución se fundamenta en la unidad de España, y no al revés, como pretendieron los federalistas (el «Manifiesto programa» del PCE de 1975 propugnaba la «libre unión de todos los pueblos de España» [a los que se les atribuía el derecho de autodeterminación] en una República federal).

Pero fue Ortega quien acuñó la expresión «comunidades autónomas» (aprovechándose de la carga ideológica que arrastraba el término «comunidad» desde Tonnies), si bien a cien leguas del federalismo y, por tanto, del derecho de autodeterminación de los pueblos, entendidos como sujetos de la soberanía. Ortega se mantuvo en la línea de Donoso Cortés o de Cánovas, y defendió el autonomismo de las comunidades, precisamente como contrafigura del federalismo. «Sostengo ante la cámara que estos dos principios [autonomismo, federalismo] son dos ideas distintas que apenas tienen que ver entre sí, y que como tendencia y en su raíz son más bien antagónicas» (tomo 11, pág. 393). Herrero de Miñón, que intervino como diputado de Alianza Popular en la ponencia constitucional de 1978 y que reivindicó haber resucitado la expresión «nación de naciones» como fórmula para definir la unidad de España, subraya que en estos párrafos Ortega está defendiendo, además de España, la soberanía nacional. Pero Ortega añade: «el autonomismo no habla una sola palabra de soberanía, la da por supuesta... el federalismo en cambio no supone al Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce a la idea de la soberanía... Hay que raer todos los residuos del Estatuto de Cataluña de equívocos de soberanía y que el poder emana del pueblo. Hay que aceptar por entero y sin cláusulas la tesis de la unidad de destino». Era la tesis de Otto Bauer, recogida después, a través de Ortega, por José Antonio. Con razón había dicho Juan Aparicio, con ocasión de un discurso de José Antonio al que fue invitado, pero al que no asistió: «No me interesa oír a Ortega en mangas de camisa» (según Eugenio Vegas Latapie, Los caminos del desengaño, memorias políticas 1936-1938, Tebas, Madrid 1987, pág. 259).

Remata Ortega: «Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión.» ¿Cómo puede decirse, ante estas manifestaciones terminantes de Ortega, que su idea de España está vigente en la «España de las autonomías», perfilada en la Constitución de 1978, tal como la interpretan quienes se habían preocupado por introducir en el artículo 2 el término «nacionalidades», a saber, los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, pero también las corrientes federalistas de la socialdemocracia y, por supuesto, las corrientes que más tarde se integraron en Izquierda Unida?

Se comprende que Ortega, desencantado de la Segunda República, y de la situación de anarquía o de inminente lucha armada de clases que en ella se fraguó, pudiera alguna vez ver en Franco –a pesar de los pesares; en todo caso ¿no fue la Iglesia católica, más que Franco, quien perseguía a Ortega?– el caudillo capaz de detener al menos la desintegración de España (la carta de Ortega a Marañón en 1937 es suficientemente explícita al respecto).

Ortega «puso en ecuación» el problema interno de España (el problema de los particularismos, especialmente de las secesiones y federalismos) a través del proyecto de un Estado unitario, pero descentralizado en muchas tareas administrativas, a través de las comunidades autónomas. Pero, ¿cómo podía introducir, para hacer cuadrar esa ecuación, a Europa en cuanto clave del problema de España envuelto por Europa? Ortega no es muy explícito, y no hace sino reiterar una y otra vez sus principios; es decir, no hace sino pedir una y otra vez su principio. «No solicitemos más que esto: clávese sobre España el punto de vista europeo. La sórdida realidad ibérica se ensanchará hasta el infinito... Europa, cansada de Francia, y agotada de Alemania, débil de España...», decía Ortega en 1910 hablando de España como posibilidad. Como España es una parte de Europa, y su enfermedad estriba en su desgajamiento, y como Europa misma se encuentra en [22] un estado de postración, sólo la integración en Europa, animada por este su «proyecto sugestivo de vida en común», podrá arrastrar también en el torbellino de su movimiento a las diversas partes de España. El pueblo español podrá contribuir, decisivamente acaso, con su potencial bárbaro, a avivar la ilusión de ese proyecto.

España devolvería a Europa la vida (Unamuno había hablado de la «españolización de Europa»). Europa ofrecería a España el Espíritu (la cultura, la ciencia, el arte, la disciplina). Ortega no se plantea la cuestión de si también devolvería a España su lenguaje, el inglés, el alemán, o el francés.

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Final

La idea de España de Ortega, como un organismo vivo, pero semi-salvaje, que necesita vincularse a Europa para recibir de ella la revelación del Espíritu (no se dice si esta revelación se nos hace en alemán, en inglés o en francés), nos parece, en lo sustancial, la idea de la Leyenda negra, sólo que invirtiendo sus pronósticos derrotistas o pesimistas. E invirtiéndolos en nombre de un voluntarismo europeísta que busca su apoyo en la edad media, en la unidad de origen de las naciones europeas. «Pesimismo es suponer que España fuera un tiempo la raza perfecta, pero que luego declinó en perpetua decadencia» (tomo III, pág. 39). Por lo demás, la «visión optimista» de Ortega del furuto de España, a partir de un diagnóstico «negro» de su pretérito, podría concretarse como una generalización de la visión que Rey Pastor tuvo, en relación con las matemáticas españolas (Rey Pastor afirmaba que no puede decirse que haya habido matemática efectiva en España a lo largo de su historia; pero esta penuria no debería ser interpretada en el sentido de que no pudiera haberla en un futuro inmediato al cual él mismo abrió la puerta principal: Discurso de inauguración de curso, Universidad de Oviedo, 1912-1913).

Desde esta perspectiva, habría que considerar o valorar la historia de cada una de las naciones europeas en función de las potencialidades de Europa. Lo que se propone es que Europa no se disperse del todo, que no se derrame, sino que fortifique la solidaridad entre sus miembros. Solidaridad que, no olvidamos por nuestra parte, siempre ha de ir contra terceros. «Terceros» que, en relación con la solidaridad de las naciones europeas, pueden haber sido la Unión Soviética, China y, en otra medida, América del Norte o incluso la América hispánica. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial Ortega, como es sabido, prefirió abandonar América para «tomar posición en Europa». Decisión que fue considerada por muchos exiliados españoles como una deserción, incluso como una traición. «Tomar posición en Europa» significaba, en aquéllos años, volver a España, a la España de Franco; y «tomar posición» en España, equivalía a integrarse en ella. La frase atribuida a Ortega por compatriotas suyos exilados, sería esta: «Se avecina una guerra entre continentes. Yo voy a tomar posición en Europa.» Y se interpreta en el sentido de que, bajo el pretextado viaje a Portugal, Ortega escondía una «meta prevista» y pseudoconfesada, a saber, el Berlín de Hitler, o el Madrid de Franco (tal es el tenor del escrito de Guillermo de Torre: «Sobre una deserción. Carta a Alfonso Reyes»).

Y, en efecto, «tomar posición», un español como Ortega, en Europa, equivalía, desde América, a colaborar a que prevalecieran las relaciones de América con Europa sobre las relaciones de América con España, mediante el procedimiento lógico de la «eliminación de la especie en el género». Una reabsorción tal en la que la especie queda como anegada, o hundida en el «fondo genérico». No haría falta romper las relaciones entre América hispana y España: sería suficiente mantenerlas pero siempre que España figurase fundamentalmente como una parte de Europa. Y así, por ejemplo, en lugar de hablar del descubrimiento de América por España, se preferirá hablar, «más profundamente», del descubrimiento de América por Europa. En lugar de subrayar, en la historia de los siglos XVI a XIX los cauces de comunicación que afluyeron sin cesar desde España a América (y recíprocamente) se hablará de los cauces de comunicación entre Europa y América, sin duda a veces a través de España, pero en tanto esta era parte de Europa; y, a partir del siglo XVIII, a pesar de España. Porque todo lo importante habría llegado a América a través de Francia, de Inglaterra o de Italia. Y así lo vio Sarmiento en su Facundo, una novela considerada por muchos como el libro nacional de Argentina, por no decir de América.

2. Ortega dio por resuelto, en virtud de sus principios históricos, el proyecto europeo, el proyecto de una nación europea, que no podía ser otro sino el de una «nación de naciones». Ortega no quiso advertir el carácter contradictorio de este proyecto; no quiso reconocer que sólo podrá surgir una «nación de naciones» cuando todas ellas desaparezcan o se refundan en una determinada. Y Ortega no quiso considerar los peligros que el proceso de creación de una nación de naciones implicaba para la nación española.

3. Peligros que acecharían ya en el supuesto de que España se mantenga como Estado unitario; pero mucho más en el supuesto de que España derive hacia un Estado federal. Porque, como hemos dicho en otras ocasiones, el entusiasmo de los españoles por la Unión Europea tiene motivos muy distintos y contradictorios. Para los nacionalistas, la Unión Europea será vista como el único camino realmente existente para librarse del Estado español, de esa «prisión de naciones» que es (según llegan a decir algunos) España. Nadie contradice la solidaridad entre los miembros que componen España; pero esta solidaridad, en la medida en que se diluye en la Unión Europea, no necesitará ya de España: Cataluña o Euzkadi pueden ser solidarias con Andalucía o con Extremadura (frente a los emigrantes del Magreb, de América o de China) pero del mismo modo a como pueden ser solidarias de Baviera o de Bretaña. En todo caso la solidaridad, y todo lo que ella comporta (intercambios comerciales, culturales, &c.) entre las naciones autonómicas de España, se entenderá establecida a través de Europa. Como ocurre con las relaciones genéricas entre América y Europa, aquí también la especie (España) resultaría anegada por el género (Europa).

Y esto es lo que Ortega no parece que quiso ver. Los peligros que corre España, en su integración en Europa, quedaban ocultos por el apriorismo de su sistema de ideas que daba por supuesta la armonía entre las ideas de España y de Europa. Ortega no advirtió que su idea de Europa no tenía capacidad propia para atajar el proceso de desmembración de España; acaso tampoco para acelerar ese proceso. Las circunstancias que, en cada momento, inclinen la balanza hacia un lado o hacia el otro, no dependen, por tanto, de la Idea de España y de la Idea de Europa propiamente, sino de otras causas que el sistema de Ortega me temo no permite incorporar.

 

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