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Comentarios críticos al Diccionario soviético de filosofía

Godofredo Guillermo Leibniz

Godofredo Guillermo Leibniz en el Diccionario soviético de filosofía


 

Godofredo Leibniz · Daniel López Rodríguez · 15 de mayo de 2019

Godofredo Leibniz (1646-1716)

1. El precursor del idealismo alemán

Leibniz es presentado como un «precursor del idealismo clásico alemán», y su filosofía –que trataba de conciliar religión y ciencia– surgió y se desarrolló mientras empezaba a desmoronarse el feudalismo en Alemania aunque el capitalismo no acababa de cuajar. Como añade la edición abreviada de 1955, su obra apareció «en la Alemania feudal desmembrada» y la debilidad de la emergente burguesía alemana se refleja en su filosofía. La edición de 1963 se refiere a Leibniz como «idealista objetivo», aunque también puede leerse que Leibniz procuró sintetizar el materialismo mecanicista de Descartes y Hobbes con el aristotelismo escolástico; y, a su vez, subraya que fue «uno de los fundadores de la dialéctica idealista alemana», y añade que nuestro protagonista fue «el primer presidente de la Academia de Ciencias de Berlín; desde 1676 hasta el fin de su vida, ocupó el cargo de bibliotecario del duque de Hannover». Esta edición concluye que la «concepción del mundo» de Leibniz «expresaba la ideología de compromiso de la burguesía alemana respecto al feudalismo». La edición de 1980 dice que se trataba de una «personalidad pública alemana», y que fue creador de una serie de inventos técnicos y «el fundador de la lógica matemática moderna», y que pasó del materialismo mecanicista al idealismo objetivo, como puede manifestarse en su Monadología (1714). Asimismo esta edición anota que Leibniz incorporó a su filosofía la idea del lenguaje (cálculo) universal, «que permitiese formalizar todo el pensamiento».

Leibniz descubrió el cálculo infinitesimal al mismo tiempo e independientemente de Newton. El cálculo diferencial y el cálculo integral –como apuntó Engels– permitieron estudiar el estado y los procesos de la Naturaleza. Leibniz también preconcibió la ley de conservación de la energía. La edición de 1963 anota que también fue geólogo, biólogo e historiador, e incluso lingüista, como añade la edición de 1980.

2. Las mónadas

El sistema monadológico se abre paso dialécticamente como trituración de las unidades fenoménicas comunes, como trituración de la ontología mundana o fenoménica; pero también se abre paso dialécticamente frente a otras ontologías filosóficas (no vulgares) monistas o pluralistas.

La Idea clave en el sistema de Leibniz es la Idea de «mónada», término que viene del griego μόνας y que significa unidad, esto es, «la unidad indivisible más simple», como leemos en la entrada «Mónada». Simple quiere decir «sin parte» (Leibniz, Monadología § 1) y compuesto «un motón o aggregatum de simples» (§ 2); y «no es concebible ninguna manera mediante la cual una substancia simple pueda perecer naturalmente» (§ 4), ni tampoco comenzar a ser, pues las mónadas «no podrían comenzar más que por creación, y terminar más que por aniquilación» (§ 6).

De modo que Leibniz pone como fundamento de la Naturaleza a las mónadas, «ciertas sustancias espirituales (ideales) independientes» que –en continuo movimiento, diligentes, activas y vitales– son la base de todas las cosas y de toda la vida. Las mónadas son –leemos en la edición abreviada de 1955– las «almas» y los «elementos constitutivos» de todo cuanto hay en el Universo. Las mónadas no son más que «sustancias espirituales autónomas dotadas de automovimiento», como se afirma en la entrada «Mónada». La materia es sólo una manifestación de la fuerza de las mónadas, «el “otro ser” de la esencia espiritual de las mónadas».

Las mónadas son indivisibles, y lo son porque no son átomos materiales o físicos sino espirituales o metafísicos. Las mónadas son «autómatas espirituales». En la edición de 1980 leemos que Leibniz negaba que la materia, al poseer extensión y ser divisible, no podía ser sustancia, ya que ésta tiene que ser absolutamente simple, como es el caso de las mónadas espirituales. Además de ser sustancia simple, la mónada es «cerrada y variable», como anota la edición de 1963 de la entrada «Mónada».

El número de mónadas es infinito, y, por el principio de los indiscernibles, es necesario que «cada una de las Mónadas sea diferente de cada otra» (Monadología § 9). Cada mónada tiene la capacidad de reflejar todo el mundo y –como leemos en la edición de 1980 de la entrada «Mónada»– «ella encierra en forma individual, como en germen, lo infinito». Cada mónada es, pues, «un espejo viviente y perpetuo del universo» (§ 56). Cada mónada se define, pues, por enviar mensajes a todas las demás y recibir mensajes de todas ellas. Con esto podemos interpretar a la mónada como una unidad metafinita.

La simplicidad de las mónadas es una simplicidad inextensa, y tal idea como punto de partida de los fenómenos dados es la «vida del espíritu». «En cualquier caso, las imágenes fenoménicas de las Mónadas no tendrían por qué ser únicas. También el punto –como unidad límite del espacio–, el instante –cómo unidad mínima del tiempo–, o el conatus –como unidad mínima de la acción (energía, ímpetu)–, son imágenes y puntos de partida de la Idea de Mónada» (Gustavo Bueno «Introducción a la Monadología de Leibniz», pág. 16).

Asimismo, las mónadas son conceptos que tienen como correlato fenoménico a las células. «Diríamos que las mónadas, más que átomos, son células, pues son unidades vivientes, dotadas de una entelequia, un alma, y estas unidades son entendidas como partes diminutas que se encuentran en los compuestos vivientes (§ 64). Leibniz apeló de hecho a algunos descubrimientos de los microscopistas coetáneos (Leeuwenhoek, Hooke) que habían percibido unidades vivientes dentro de organismos macroscópicos pequeños (§ 68)… Sin duda, el concepto de célula fue configurado en parte precisamente por la influencia de la idea leibniciana de mónada: si las mónadas son células es porque las células, de algún modo, eran mónadas. Ya en 1665 –casi cincuenta años antes de la Monadología– es cierto que Robert Hooke, en su Micrographia había utilizado la palabra célula (celda) al comparar la estructura del corcho a la del panal, pero también es bien sabido que el concepto de célula fue evolucionando, y que hasta 1838 no se extendió a los vegetales (Schleiden) y, poco después, a los animales (Schwann, 1839). Pero estaba preparada ya la concepción de los organismos de suerte tal que, lejos de aparecer como sustancias hilemórficas o como totalidades simples, se presentase como compuestos (fenómenos) de múltiples unidades o mónadas vivientes de por sí, células, entre las cuales habría de mediar una armonía preestablecida, formando un sistema (en el sentido de lo que en nuestro siglo ha entendido Bertalanffy)» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», pág. 37).

También –como ya hemos anunciado– el punto geométrico se aproxima a la mónada porque el punto es inextenso (sin partes) como la mónada. «El punto sería la forma por la que, a través del espacio, nos aproximamos dialécticamente (por negación) a la idea de mónada. A fin de cuentas, la idea de una unidad inextensa es negativa, lo no espacial: pero la inespacialidad (la unidad inespacial) a la que podemos llegar a partir del espacio (puesto que la inespacialidad absoluta no nos es accesible) es el punto, en cuanto carente de dimensiones y no homogéneo, aunque homógono a la recta y al sólido. El punto es inextenso, simple, no tiene partes, pero no es el vacío: cuando se le considera como un límite de diversos procesos, contiene en sí mismo las figuras espaciales plenamente configuradas, aunque reproducidas de un modo inextenso, con toda su riqueza. Así, por ejemplo, el punto es un centro de todas las rectas que pasan por él, y de las infinitas rectas que forman parte de los círculos concéntricos infinitos que lo envuelven. Por un punto pasan todas las direcciones y sentidos posibles, y el punto, por tanto lascontiene a todas. Aquí vemos un efecto importante del pensamiento monadológico: el punto no es sin más la negación absoluta de la dimensión, puesto que es más bien una recta, aunque “infinitamente pequeña” (una recta, y también una curva). También el punto contiene otras figuras planas, incluso sólidas: de este modo, el gradualismo según el cual se ordenan las mónadas, así como la presencia (metafinita) en cada mónada de las demás (cada una a su manera) se reconocerá también en los puntos geométricos, y, en este sentido, el punto, respecto de otras figuras de grado más alto, desempeña también el papel de una mónada» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», págs. 44-45).

No obstante, aunque Leibniz se refiere a las mónadas como «substancias simples», sin partes, no le queda más remedio que admitir que las mónadas «poseen algunas cualidades; en otro caso no serían ni siquiera Seres. Y si las substancias simples no difirieran por sus cualidades, no habría medio de darse cuenta de ningún cambio en las cosas; puesto que lo que hay en lo compuesto no puede venir sino de los ingredientes simples; y las Mónadas, no teniendo cualidades, serían indistinguibles las unas de las otras, puesto que tampoco difieren en cantidad. Y por consecuencia, supuesto lo lleno cada lugar no recibiría nunca en el movimiento más que el Equivalente de lo que había tenido, y en un estado de cosas sería indistinguible de otro» (Monadología § 8).

Si los átomos del atomismo antiguo eran en sí mismos inmóviles (al modo eleático), los átomos espirituales que son las mónadas están sujetos al cambio continuo en el perpetuo fluir de su pura inquietud en la continua fluencia de momentos o de estados (lo que compensa su inespacialidad). «Resuena aquí la concepción que Boecio se hizo de la eternidad de Dios (interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio), como si fuese la idea de Dios (más que las ideas psicológicas) el modelo en el que Leibniz se inspira aquí para su concepto de unidad de cada mónada (de hecho, el párrafo 22 de la Monadología remite al párrafo 360 de la Teodicea, en el que se habla de la ciencia de Dios, que todo lo ve). Con esto no queremos decir que la unidad fluyente de la mónada no tenga también resonancias psicológicas (el concepto de vivencia de Dilthey, o el concepto de duración real de Bergson) –que, a su vez, estarían acuñados sobre conceptos teológicos. El tiempo queda, en todo caso, “del lado” de la vida interior de las mónadas, al modo agustiniano (más que al modo aristotélico) un modo que subsistirá en la concepción kantiana del Tiempo» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», pág. 28). Con todo, las mónadas no pueden ser alteradas, pues éstas «no tienen ventanas, por las cuales alguna cosa pueda entrar o salir en ellas» (§ 7).

Todas y cada una de las mónadas poseen percepción y apetición (vis intelectiva y vis appetitiva). «Percepción y aspiración», leemos en la edición de 1980. Y esto es lo que hace posible la movilidad y la acción de las mónadas. «Se dice que la criatura actúa exteriormente, en tanto que tiene perfección; por el contrario, se dice que padece, en tanto que es imperfecta. Por lo cual se atribuye la Acción a la Mónada, en tanto que tiene percepciones distintas, y la Pasión, en tanto que las tiene confusas» (Monadología § 49).

El diccionario hace referencia a la clasificación leibniciana entre «mónadas inferiores» y «mónadas superiores». Las primeras son las mónadas del mundo inorgánico; no obstante, en el sistema de Leibniz no hay propiamente mundo inorgánico, ya que «toda la Naturaleza es orgánica», es decir, es imposible, bajo el sistema monadológico, que haya naturaleza no viva. Esta es una tesis animista o hilozoista, esto es, la sustanficación de lo viviente frente a lo inorgánico, así como la heterogeneidad de las sustancias vivientes. Frente al mecanicismo de Descartes, Leibniz tomaría partido por el vitalismo (o por el panpsiquismo). «Nos atreveríamos a insinuar que Leibniz, en lo que se refiere a la creación y cesación de la vida, más que con el cristianismo dogmático está armonizando, no sólo con el estoicismo (la teoría de las rationes seminales), sino con las formas tradicionales de la religiosidad hindú –como si iniciase la tradición de interés por el Oriente que mantendrá su discípulo Wolff, y cuyo más célebre representante será Schopenhauer –con las palabras de Krishna en el Bhagavad Gita: “El que dice: 'mira, ¡he matado a un hombre!' el que piensa: '¡ay!, me han matado'. Ambos no saben nada. La vida no puede matar ni ser muerta”» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», pág. 30).

Ahora bien, «el animismo leibniciano queda compensado por su gradualismo (los cuerpos físicos tienen percepciones, pero estas son inconscientes) y constituye, por otro lado, un camino hacia la neutralización de otros dualismos no menos “primitivos”, el dualismo cuerpo/espíritu» (Ibid. Pág. 38).

El segundo tipo de mónadas son las que componen el ser humano y que son capaces de tener una comprensión más clara de la realidad. El alma racional del hombre es «mónada espíritu», señala la entrada «Mónada» de la edición de 1963.

Como bien se ha dicho, «la Idea de Mónada de la Monadología no se circunscribe al campo de la experiencia psicológica, sino que se configura, como Idea ontológica, en el momento de extenderse sistemáticamente a la totalidad de los fenómenos, en cuanto éstos son interpretados como “compuestos confusos” que piden ser resueltos en sus “partes simples” (las partes simples de las que habla la tesis de la Segunda antinomia kantiana)» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», pág. 16).

3. El Dios de Leibniz

Ahora bien, las mónadas no son eternas, pues son creadas por la Monada de las mónadas, o sea, Dios, que es definido como «una substancia necesaria» (Monadología § 38), y su perfección es «absolutamente infinita» (§ 41). «Sólo, pues, Dios es la Unidad Primitiva, o la substancia simple originaria, del cual son producciones todas las Mónadas creadas o derivadas; y nacen, por decirlo así, por Fulguraciones continuas de la Divinidad de momento en momento, limitadas por la receptividad de la criatura, para quien es esencial ser limitada» (§ 47).

Desde el materialismo filosófico el sistema monadológico se nos presenta como inconsistente por ser Dios la mónada de las mónadas, pero «si Dios es una mónada, deberá, en su contenido representar a todas las demás (con lo que habrá de formar parte del mundo o el mundo de El). Pero, al mismo tiempo, si la esencia de Dios consiste en reflejarse a sí mismo, no podrá formar parte del mundo… una mónada que consiste en reflejar a las demás (pero no a sí misma, puesto que “reflejar” es relación aliorelativa) puede considerarse como un “catálogo que no se cita a sí mismo”, pero que cita a los demás catálogos. El conjunto no catalogado de todos estos catálogos que no se citan a sí mismos es U, y el catálogo de todos los catálogos que no se citan a sí mismos es Dios, es decir, Uω (párrafo 43 de la Monadología). Supuestas estas correspondencias, hay que preguntar: ¿Uω se cita a sí mismo (“consiste en citarse a sí mismo” como un Dios aristotélico, nóesis noéseos) o bien no se cita a sí mismo (o, al menos, no consiste en ese citarse, puesto que también cita necesariamente a las demás mónadas)? Es decir, pertenece Uω a U o no pertenece. Si no se cita a sí mismo, entonces debe pertenecer a U (pues es una mónada); y si se cita a sí mismo, entonces debe sacarse de U, que sólo contiene a aquellos catálogos que no se citan a sí mismos» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», pág. 35).

En el sistema monadológico todo está en todo (es decir, cada mónada está conectada con todas las demás), y por tanto tal sistema se desvincula del principio de symploké, esto es, del principio de discontinuidad e inconmensurabilidad por el que se toma partido, de modo apagógico, desde el materialismo filosófico contra el monismo dogmático y el pluralismo radical nihilista. Con lo cual el sistema monadológico cae bajo la dictadura del monismo, frente al espinosismo que –como vimos en el comentario crítico a la entrada «Spinoza»– se trata de un materialismo pluralista neutro.

4. La armonía preestablecida

La relación de las mónadas entre sí hace posible la «armonía preestablecida», y por ello este mundo es «el mejor de los mundos posibles» (en las ideas de Dios –dice Leibniz– hay infinidad de mundos posibles, pero sólo existe uno; luego si sólo existe uno es sin duda el mejor, pero también el peor; o, mejor dicho, ni puede ser el mejor ni el peor porque no hay otros mundos con los cuales pueda compararse; o, tal vez, puede compararse con los mundos posibles que no existen en la actualidad sino sólo en la mente de Dios como posibilidad). No hay acción recíproca entre las monadas sino armonía preestablecida, lo cual implica un nuevo teleologismo. En el universo monadológico el caos es «sólo apariencia» (§ 69); luego en tal sistema tampoco Dios juega a los dados. Este orden armónico hace de Leibniz un filósofo monista, frente a Espinosa que era un pluralista al no atribuirle a la Naturaleza «belleza ni deformidad, ni orden ni confusión. Porque las cosas no se pueden llamar hermosas o deformes, ordenadas o confusas, sino respecto a nuestra imaginación» (Baruch de Espinosa, Correspondencia, Carta XXXII dirigida a Henry Oldenburg, Alianza Editorial, Madrid 1988, págs., 235-236).

La armonía preestablecida es constituida por la jerarquía de las mónadas. El sistema de armonía preestablecida «hace que los cuerpos actúen como si (por imposible) no hubiera Almas; y que las Almas actúen como si no hubiera cuerpos; y que ambos actúen como si el uno influyera sobre el otro» (§ 81). De modo que la armonía preestablecida hace del mundo un teatro, pues las mónadas no interactúan unas con otras sino que simplemente se limitan a cumplir el papel que Dios, autor de la comedia universal, les ha asignado. Las mónadas-actores no establecen relaciones causales sino funcionales. Aunque cada mónada se refleja en las demás, tal reflexión no consiste en una transferencia de la cadena causal de una a otra. El principio de armonía preestablecida niega así la causalidad eficiente transitiva.

Al explicar el movimiento –leemos en la edición de 1963– Leibniz caía en una contradicción, pues «las mónadas no actúan recíprocamente entre sí y, al mismo tiempo, forman un mundo único en movimiento y desarrollo, que es regulado por la armonía preestablecida, la cual depende de la mónada suprema (el absoluto, Dios)».

En la edición de 1963 se anota que con la tesis de la armonía preestablecida Leibniz hizo posible que añadiese «la parte más reaccionaria» de su filosofía: la Teodicea (1710). No obstante, esta tesis tendrá una notable repercusión en la historia de la filosofía. La armonía preestablecida se traducirá en «mano invisible» en Adam Smith y contribuirá a la ideología del libre mercado: «la armonía preestablecida, corresponde a una economía de mercado sin departamento de planificación –a diferencia de una economía dirigista, en la cual el departamento de planificación, el Estado, corresponde al Dios intervencionista de Malebranche» (Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, pág. 129). Para Leibniz la propiedad privada brota de la misma naturaleza humana. «Con esto Leibniz, a pesar de sus prevenciones, termina por entrar en el cuadro ideológico clásico del capitalismo. Los individuos se mueven por su propio interés y es precisamente en el egoísmo “monadológico” de cada cual –“yo no voy a comprar carne confiado en la benevolencia del carnicero”– sobre el que se construye el edificio económico social. Porque los diferentes egoísmos individuales se corresponden de tal manera que ocurre como si una 'mano oculta' los guiase hacia la prosperidad del conjunto» (Ibid., pág. 169).

En Rousseau la armonía preestablecida se traduciría como «contrato social»: «cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general, y entonces recibimos a cada miembro como una parte indivisible del todo». Y también puede traducirse en ideales políticos socialista o comunistas como la variante de la fórmula «todos para uno, uno para todos». Y también tendrá sus ecos en la «astucia de la razón» de Hegel, el medio por el cual los Imperio universales van relevándose la «antorcha de la universalidad» que finalmente desemboca en el mundo germánico, el mundo en el que, según Hegel, se llevará a cabo la realización, tras siglos de duros trabajos y guerras, del Espíritu Absoluto, en donde se dará la armonía entre lo real y lo racional.

5. Teoría del conocimiento

En teoría del conocimiento Leibniz trató de conciliar racionalismo y empirismo (como volvería a hacer Kant). A la famosa máxima empirista «nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos» (nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu) Leibniz añadió: «fuera del propio intelecto», y de este modo procuraba conciliar racionalismo y empirismo; pero, eso sí, «sobre la base del racionalismo», como añade la edición abreviada de 1955. Pero el racionalista Leibniz reconoce que «no somos más que Empíricos en las tres cuartas partes de nuestras Acciones. Por ejemplo, cuando se espera que amanecerá un nuevo día, se actúa como Empírico, porque esto ha ocurrido siempre así hasta ahora. Sólo el Astrónomo es el que lo juzga por razón» (Monadología § 28).

En la edición de 1963 podemos leer que Leibniz pensaba contra el sensualismo y empirismo de John Locke, y es contra este filósofo el que va dirigido el añadido «excepción hecha del intelecto mismo». Leibniz discrepaba con Locke en que la mente es una «tabula rasa» y negaba que en la experiencia sensorial estuviese el origen de la universalidad y la necesidad del saber y que éste estaba en el entendimiento, que desde el principio posee los conceptos y proposiciones y que los objetos exteriores sólo se dedican a despertar, como así lo defiende en los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (1704). Pero esta posición de Leibniz no es la misma que la de las ideas innatas que defendía Descartes, pues se trata más bien de una variante, ya que tales ideas «se hallan incluidas en el entendimiento de modo análogo a como las vetas de la piedra se hallan en el bloque de mármol». Por decirlo en términos gnoseológicos de la teoría del cierre categorial, Leibniz se aproximaría a una posición más bien teoreticista y Locke a una posición más bien descripcionista.

Para Leibniz el criterio de verdad –leemos en la edición de 1963– está en la claridad, la precisión y la ausencia de contradicciones en el entendimiento, y para ello se sirve de los principios de la lógica aristotélica: principio de identidad, de contradicción y de tercero excluido. Asimismo, Leibniz desarrolló el principio de razón suficiente y también el principio de lo mejor que garantiza la armonía preestablecida.

Hay que esperar a la edición de 1963 para que se haga mención a la noción leibniciana de «verdades de hecho» (no se mencionan las «verdades de razón»), y para alcanzar éstas es imprescindible el principio de razón suficiente. Leibniz distingue dos tipos de verdades: las verdades de hecho y las verdades de razón: «Las verdades de Razonamiento son necesarias, y su opuesto es imposible, y las de Hecho son contingentes y su opuesto es posible. Cuando una verdad es necesaria, se puede hallar su razón por medio de análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples, hasta que se llega a las primitivas» (Monadología § 33).

6. Monadología, dialéctica y evolucionismo

En el sistema monadológico se entrelazan idealismo y metafísica (y el diccionario entiende que tal sistema es metafísico «por el nacimiento sobrenatural de las mónadas»). No obstante, la monadología incorpora la dialéctica a su sistema, al comprender el movimiento interno de la materia y la conexión mutua de todas las formas de manifestación de la vida a través del entrelazamiento y la conexión de las mónadas. Lenin comentaba en Cuadernos filosóficos, que cita la edición de 1939: «A través de la teología, Leibnitz llegó al principio de la relación indisoluble (y universal, absoluta) entre la materia y el movimiento». Una tesis que incorpora el Diamat a su ontología, pues materia y movimiento son disociables pero inseparables, y es tan imposible la materia sin movimiento y el movimiento sin materia como una moneda con cara pero sin cruz o sin cruz pero sin cara. Sin embargo, en Leibniz el movimiento físico está subordinado a la teleología, y su dialéctica –como observa la edición de 1980– «era idealista y teológica». En la entrada «Mónada» de la edición de 1963 se añade un comentario de Lenin que dice: «Existe aquí una especie de dialéctica muy profunda a pesar del idealismo y el clericalismo». A nuestro juicio, el sistema monadológico es un sistema metafísico porque, a pesar de su pluralismo monádico, se incluye la unidad absoluta.

Leibniz no sólo influenció en el idealismo alemán, también en la teoría de la evolución de las especies. En el párrafo 82 de la Monadología podemos leer: «En cuanto a los espíritus a Almas razonables, aunque yo hallo que en el fondo hay la misma cosa en todos los vivientes y animales, como acabamos de decir (a saber, que el Animal y el Alma no comienzan más que con el Mundo, y no terminan más que con el Mundo), hay, empero, esto de particular en los Animales racionales, que sus pequeños Animales Espermáticos, en tanto que sólo son esto, tienen sólo Almas ordinarias o sensitivas; pero desde el momento en que ellos son elegidos, por decirlo así, alcanzan, por una concepción actual, la naturaleza humana, y sus almas sensitivas son elevadas al grado de la razón y a la prerrogativa de los Espíritus».

Según Leibniz, la Naturaleza no da saltos, pues consisten en un desarrollo mecánico continuo.

7. El Reino de la Naturaleza y el Reino de la Gracia

Leibniz distinguía entre el «Mundo Moral» y el «Mundo Natural», pero admite que hay armonía «entre el reino Físico de la Naturaleza y el reino Moral de la Gracia, es decir, entre Dios considerado como Arquitecto de la Máquina del universo y Dios considerado como Monarca de la ciudad divina de los Espíritus» (Monadología § 87). El Dios del sistema monadológico no es un Dios encerrado en sí mismo al modo del «pensamiento del pensamiento» del Dios de Aristóteles, ni tampoco se trata de un Deus Absconditus, sino que se trata de un Dios volcado en el orden de las mónadas finitas, es decir, se trata del Dios que va dando los primeros pasos del proceso de inversión teológica en donde Dios va dejando de ser aquello de lo que se habla para ser aquello desde donde se habla (y tal inversión alcanzaría la cúspide con el sistema hegeliano y que en el marxismo –a través del proceso de putrefacción del Espíritu Absoluto– tendría como consecuencia el ateísmo pero dentro de un ontología intoxicada de monismo). Asimismo, el Dios de Leibniz tiene más relación con el Nous de Anaxágoras que con el Acto Puro de Aristóteles, en tanto que se trata del Logos que, como razón universal, elige lo más racional: el mejor de los mundos posibles en el que se ajustan y proporcionan sus partes.

Visto lo visto, así podríamos clasificar la ontología especial leibniciana: «el reino de la Naturaleza (M1), que es un reino de apariencias o phaenomena bene fundata; el reino del Espíritu, que es el reino de las Mónadas (entendidas como entelequias o almas: Monadología, 63, 66), y que corresponde a M2, y Dios, como fundamento de la armonía, espacio de los posibles (M3)» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, pág. 54).

Dicho sea de paso, la filosofía de Leibniz es un eslabón insoslayable de la secularización, proceso de inversión teológica mediante, del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura. Asimismo, «las mónadas de Leibniz podrían considerarse como una secularización de las formas eucarísticas, en las cuales el cuerpo de Cristo se hacía presente según el modo de presencia no circunscriptiva: las “partes” de cada mónada estarán presentes en todas las demás, como en cada partícula de la Hostia consagrada está presente la totalidad del Cuerpo de Cristo» (Gustavo Bueno, Materia, Pentalfa, Oviedo 1990, pág. 60).

8. ¿Es posible un Leibniz materialista?

Leibniz es un autor espiritualista, y –como señala el diccionario– precursor del idealismo alemán. No obstante, si –como decimos desde el materialismo filosófico– espiritualista es toda posición que defiende la posibilidad de vivientes incorpóreos y materialista el que defiende la imposibilidad de tales vivientes, entonces Leibniz tiene destellos de filósofo materialista, como leemos en el punto 72 de su Monadología: «el alma no cambia de cuerpo sino poco a poco y por grados, de tal manera que nunca se ve despojada de pronto de todos sus órganos; y hay frecuentemente metamorfosis en los animales, pero nunca Metempsicosis ni transmigración de las almas; y no hay tampoco Almas separadas por completo, ni Genios sin cuerpo. Sólo Dios está enteramente desprovisto de él». «La tesis de Leibniz (no existen espíritus finitos sin cuerpo), de sonido claramente materialista, parece estar en contradicción con el sustancialismo inmaterialista de Leibniz (las Mónadas son simples, incorpóreas). Pero la contradicción se salva precisamente si mantenemos el concepto de esta corporeidad espacial en los límites de la Idea del Espacio que venimos atribuyendo a Leibniz (la coordinación de estados simultáneos de las sustancias). Porque entonces, postular que toda alma haya de tener cuerpo es tanto como postular que toda alma (sustancia) haya de estar en coordinación con otras sustancias. De esta coordinación que, en realidad, es la coordinación del encuentro de las energías de cada sustancia (del enfrentamiento de las fuerzas vivas respectivas en virtud de las cuales cada sustancia ofrece una resistencia activa y no meramente pasiva a la acción de la otra: 1 / 2 m v-) brota el fenómeno del espacio y la zona de influencia espacial de cada centro sustancial energético será un compuesto con respecto del cual el alma o mónada viene a desempeñar la función de una forma (Gestali) o entelequia aristotélica (§ 62). Según esto, la tesis de que las almas cambian de cuerpo (aún conservando siempre una continuidad mínima) corresponde a la tesis de que las sustancias están cambiando continuamente sus relaciones mutuas con las otras sustancias» (Gustavo Bueno, «Introducción a la Monadología de Leibniz», págs. 29-30).

No obstante, como hemos visto, el diccionario presenta a Leibniz como «precursor del idealismo clásico alemán». Para Leibniz espacio y tiempo son fenómenos bien fundados (phenomena bene fundata), con lo cual prefigura el idealismo trascendental de las formas estéticas a priori de la sensibilidad que sostendría Kant. El tiempo vendría a ser el orden de la sucesión de acontecimientos (lo que supone diacronía) y el espacio es el orden de los acontecimientos simultáneos (lo que implica sincronía). El tiempo se restringe al interior de cada mónada y el espacio al conjunto de todas las mónadas, pero tal conjunto no supone una interactuación entre todas las mónadas sino la armonía preestablecida por Dios entre las mismas.

Daniel López Rodríguez

 
→ Edición conjunta del Diccionario soviético de filosofía · índice de artículos del DSF
Las cuatro versiones soviéticas del Diccionario filosófico de Rosental e Iudin
Diccionario filosófico marxista · Rosental & Iudin · Montevideo 1946
Diccionario de filosofía y sociología marxista · Iudin & Rosental · Buenos Aires 1959
Diccionario filosófico abreviado · Rosental & Iudin · Montevideo 1959
Diccionario filosófico · Rosental & Iudin · Montevideo 1965
Diccionario marxista de filosofía · Blauberg · México 1971
Diccionario de comunismo científico · Rumiántsev · Moscú 1981
Diccionario de filosofía · Frolov · Moscú 1984