Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
La Filosofía de los pueblos orientales

§ 10

El budhismo y su autor

Seis siglos antes de Jesucristo, poco más o menos, nació al norte de Bengala, o sea en la provincia de Behar, el fundador del budhismo. Fue hijo de Suddhodana, rey de Kapilavistu, y su nombre primitivo y propio fue el de Siddharta. Pasados los primeros años de su vida en los ejercicios propios de su estado y de la casta Kchatriya o militar, a que pertenecía, y cuando ya había tenido varios hijos en tres mujeres {7}, abandonó la corte a los veintinueve años de edad, «disgustado del mundo, según las leyendas, por la vista de un viejo, de un enfermo y de un difunto».

Después de pasar algunos años en compañía y bajo la dirección de los brahmanes, entregado a la contemplación y a las prácticas de la vida ascética, lo cual le valió el nombre de Çakyamuni o Solitario de los Çakyas, comenzó a enseñar y predicar por todas partes una doctrina religioso-moral, que, sin combatir directamente al brahmanismo, socavaba sus cimientos y se apartaba de él en puntos fundamentales. Era uno de éstos la igualdad de los derechos y deberes de los [33] hombres, al menos bajo el punto de vista moral, y la consiguiente anulación de la superioridad y distinción de castas. Budha enseñaba su ley, admitía en su compañía y concedía todos los grados de la vida ascética. Lo mismo al brahma y al kchatriya o militar, que al çudra y al tchandala, castas las más inferiores y vilipendiadas a la sazón de la sociedad. Sin ser la única, fue esta una de las causas que más eficazmente contribuyeron a la propagación y rápidos progresos del budhismo, como lo fue también de la guerra y persecuciones que sufrió de los brahmanes, guerra y persecuciones que le obligaron a buscar asilo y protección en los reinos e imperios circunvecinos, contribuyendo de esta suerte a la propagación de la nueva religión por la mayor parte de Asia.

Mientras que los brahmanes hacían un secreto de su doctrina, comunicándola solamente a ciertas castas y a los iniciados o escogidos, Siddharta, apellidado ya el Budha (el iluminado, el sabio), comunicaba toda su doctrina a todo el que quería oírla, y se servía de la predicación popular para que llegara a conocimiento de todos. Este modo de propaganda, empleado igualmente por sus discípulos y sucesores, contribuyó también al crecimiento rápido del budhismo.

Aunque se ignora el año fijo de su muerte, como se ignora el de su nacimiento, sábese que pasó de los cincuenta y cinco años de edad, y que murió en las cercanías de la ciudad de Koucinagara.

Ya quedan apuntadas algunas de las causas del proselitismo búdhico, a las cuales puede añadirse su ductilidad doctrinal y religiosa; porque el budhismo, al propagarse y extenderse por las regiones del [34] Nepal, de Ceylán, de la China, y sobre todo del Thibet y la Mongolia, se acomodaba fácilmente al culto y las divinidades nacionales de cada región. Así le vemos revestir diferentes formas en los diferentes países, y amalgamarse con todos los cultos y todos los dioses, sin excluir las divinidades femeninas y el culto obsceno de los Çivaitas. Por lo demás, es preciso reconocer que los discípulos y sucesores de Budha siguieron en esta parte las tradiciones y el ejemplo de su maestro, el cual dejó subsistir todo el olimpo de los dioses brahmánicos que encontró en su patria. Esta es una prueba más de la alucinación, si ya no es mala fe, de los que buscan en el budhismo el origen y el ejemplar del Cristianismo, en el cual nada hay que se parezca, no ya las abominaciones del Çivaismo, sino al culto idolátrico que acompaña al budhismo desde su origen, en todas sus manifestaciones y en todos los países en que domina {8}. Bajo este punto de vista, [35] como bajo otros varios, lejos de existir armonía y semejanza, puede decirse que el Budhismo y el Cristianismo son esencialmente antitéticos.


{7} Además de estas tres mujeres, que parecen históricas, las leyendas búdhicas nos hablan de la sala y sitio en que Budha, antes de su conversión, «se hallaba rodeado de cien mil divinidades, y se entregaba a los placeres con sus sesenta mil mujeres». Este es uno de los muchos rasgos que pueden aprovechar para su objeto los racionalistas filobúdhicos, que se empeñan en presentarnos a Jesucristo como una especie de discípulo oculto y de imitador del Çakyamuni de la India.

{8} Entre los argumentos que suelen aducir a favor de su tesis los racionalistas que pretenden probar a todo trance el origen humano del Cristianismo, cuéntase la analogía y semejanza que ofrecen ciertos ritos y ceremonias de los Lamas del Thibet con algunas prácticas cristianas. Para reconocer la gran fuerza demostrativa de semejante argumento, basta tener presente: 1º, que esta analogía se halla circunscrita a ciertas ceremonias y prácticas de escasa importancia relativa, como son el uso por parte de los monjes o bonzos, de vestiduras más o menos semejantes a las episcopales y sacerdotales, el rezo en comunidad, el uso de incienso, de campanillas, las genuflexiones e inclinaciones, con otras prácticas semejantes, que no afectan al fondo ni a la esencia del Cristianismo; 2º, que el budhismo lamaísta del Thibet en su forma actual, tuvo origen a fines del siglo XIV, y, por consiguiente, cuando las tradiciones cristianas más o menos desfiguradas pudieron y debieron haber llegado allá, ora por los misioneros franciscanos y dominicos que recorrieron gran parte [35] del Asia en el siglo XIII, ora especialmente por las frecuentes relaciones comerciales y religiosas que con los pueblos del Asia central y del Norte sostuvieron los nestorianos.
En confirmación de esto, dicen las tradiciones tibetanas que Dsong'khaba, autor del lamaísmo actual y maestro del primer dalai-lama en los últimos años del siglo XIV, fue discípulo en su juventud de un maestro venido del Occidente, el cual poseía grande sabiduría, y tenía la nariz larga, a diferencia de los mongoles. Estos detalles indican claramente que se trata aquí de algún cristiano procedente de países occidentales y perteneciente a la raza caucásica.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 32-35