Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
La Filosofía de los pueblos orientales

§ 23

La Filosofía moral en el Egipto

Si alguna parte de la doctrina del antiguo Egipto merece el nombre de filosófica, es su parte ética. Sin constituir un todo sistemático ni una ciencia racional, la moral egipcia es de las más puras y completas que presenta el paganismo, pudiendo decirse que en ella, como en la concepción unitaria de la divinidad, no es posible desconocer ciertos vestigios de la revelación adámica o paradisíaca.

Por el contenido del Ritual funerario, uno de los libros sagrados del Egipto, y del cual se han [80] encontrado varios ejemplares al lado de las momias, sabemos a ciencia cierta que la moral egipcia prohibía blasfemar, engañar a otro hombre, hurtar, matar a traición, excitar motines o turbulencias, tratar a persona alguna con crueldad, aunque fuera propio esclavo. También se prohibían la embriaguez, la pereza, la curiosidad indiscreta, la envidia, maltratar al prójimo con obras o palabras, hablar mal o murmurar de otros, acusar falsamente, procurar el aborto, hablar mal del rey o de los padres. La prohibición de estas cosas como malas, iba acompañada con varios preceptos acerca del bien obrar, entre los cuales resaltan los de hacer a Dios las ofrendas debidas, dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y algunos otros por el estilo.

Como base y sanción de estas prescripciones morales, lo egipcios admitían la inmortalidad del alma y el juicio divino después de la muerte, con los premios o las penas correspondientes a las acciones practicadas en vida. Según Herodoto, lo egipcios fueron los primeros que profesaron el dogma de la inmortalidad del alma, pues afirmaban que cuando el cuerpo se descompone o muere, el alma pasa sucesivamente a otros cuerpos por medio de nacimientos o encarnaciones, recorriendo y animando los cuerpos de casi todos los animales de la tierra, del aire y del mar, hasta entrar otra vez en un cuerpo humano en un tiempo o momento dado. Esta evolución o transmigración del alma se verifica en el espacio de tres mil años {17}, doctrina que, [81] como es sabido y hace notar el mismo Herodoto, adoptaron y aun presentaron como original y propia algunos filósofos griegos.

Verdad es que en esta doctrina, lo mismo que en la que se refiere al teísmo unitario, se advierten desviaciones panteístas, y se halla además adulterada o desfigurada por la hipótesis de la mentepsícosis, hipótesis que puede a su vez considerarse como una reminiscencia adulterada del dogma de la resurrección final de los cuerpos.

He aquí el resumen que de toda esta doctrina presenta el antes citado Lenormant, resumen que creemos el más ajustado a la verdad y a las conclusiones de la crítica histórico-egipcia. «La creencia en la inmortalidad no se separó nunca de la idea de una remuneración futura de las acciones humanas, cosa que se observa particularmente en el antiguo Egipto. Aunque todos los cuerpos bajaban al mundo infernal, al Kerneter, según le apellidaban, no todos estaban seguros de alcanzar la resurrección. Para conseguirla, era preciso no haber cometido ninguna falta grave, ni en la acción, ni con el pensamiento, según se desprende de la escena de la psychostarsa, o acción de pesar el alma, escena representada en el Ritual funerario y sobre muchos sepulcros de momias. El difunto debía ser juzgado por Osiris, acompañado de sus cuarenta y dos asesores: [82] su corazón era colocado en uno de los platillos de la balanza que tenían en su mano Horus y Anubis; en el otro se ve la imagen de la justicia; el Dios Thoth anotaba el resultado. De este juicio, que tenía lugar en «la sala de la doble justicia», dependía la suerte irrevocable del alma. Si el difunto era convencido de faltas irremisibles, era presa de un monstruo infernal con cabeza de hipopótamo; era decapitado por Horus o por Smow, una de las formas de Set, en el cadalso infernal. El aniquilamiento del ser era considerado por los egipcios como el castigo reservado a los malvados. En cuanto al justo, purificado de sus pecados veniales por un fuego que guardaban cuatro genios con rostro de monos, entraba el pleroma o bienaventuranza, y, hecho ya compañero de Osiris, ser bueno por excelencia, era alimentado y recreado por éste con manjares deliciosos.

Sin embargo, el justo mismo, como que en su calidad de hombre había sido necesariamente pecador, no entraba en posesión de la bienaventuranza final sino a través de varias pruebas. El difunto, al bajar y entrar en el Ker-neter, veíase precisado a franquear quince pórticos guardados por genios armados de espadas; no se le permitía pasar por ellos sino después de haber probado sus buenas acciones y su ciencia de las cosas divinas, es decir, su iniciación; se le sujetaba además a rudos trabajos antes de llegar al juicio definitivo; debía cultivar los vastos campos de la región infernal, lo cual era considerado como una especie de Egipto subterráneo, cortado por ríos y canales. Veíase obligado además a sostener terribles combates contra monstruos y contra animales fantásticos, de los [83] cuales no triunfaba sino armándose de fórmulas sacramentales y de ciertos exorcismos que llenan once capítulos del Ritual citado. A su vez, los malos, antes de ser aniquilados, eran condenados a sufrir mil géneros de tormentos, y volvían a la tierra bajo la forma de espíritus malhechores, para inquietar y perder a los hombres: entraban también en el cuerpo de los animales inmundos {18}».

La pureza y la perfección relativas de la moral entre los egipcios no tuvieron fuerza bastante para impedir la introducción, si no de castas propiamente dichas, como las de la India, de clases tan privilegiadas que equivalían o se asemejaban a castas. Sabemos, por el testimonio de Heredoto, de Diodoro y otros antiguos historiadores, confirmado por los descubrimientos modernos, que la influencia político-social, los empleos, el gobierno y hasta la propiedad, se hallan monopolizados por la clase sacerdotal y la militar. Los pastores, los artesanos y los agricultores, que formaban el pueblo, y, digamos, la tercer clase del Estado, apenas tenían participación en las funciones públicas, ni en la propiedad de las tierras o bienes raíces, siendo su condición bastante análoga a la de los vayçias y çudras de la India. [84]

El gran principio de la igualdad de los hombres, lo mismo que el gran principio de la dignidad e independencia individual, eran desconocidos a las sociedades paganas, por más que algunas de ellas vislumbraron algo de estas grandes verdades. Moviéndose fuera de la órbita de la revelación divina, ignoraban lo que ésta enseña acerca de la unidad del origen y destino final de la especie humana. Por eso vemos que en todas las sociedades antiguas o paganas, cualquiera que sea su grado de civilización, o domina la institución antihumana y antisocial de las castas, o domina la concepción político-socialista, es decir, la absorción del individuo y hasta de la familia por el Estado. El doble principio de la dignidad e independencia personal y de igualdad de los hombres, principio que constituye el fondo de la civilización cristiana, y que es una de las razones suficientes de su fecundidad indefinida y de su fuerza poderosa de expansión, sólo encontró acogida en la antigüedad en el pueblo depositario de la revelación divina, en el pueblo de Abraham, de Moisés y de los profetas.


{17} «Primi etiam fuerunt Egyptii, escribe Herodoto, qui hanc doctrinam traderent, esse animam hominis immortalem, intereunte vero corpore, in aliud animal quod eo ipso tempore nascatur, intrare: quando vero circuitum absolvisset per omnia terrestra animalia, [81] et marina, et volucria, tunc rursus in hominis corpus, quod tunc nascatur, intrare: circuitum autem illum absolvi tribus annorum millibus. Hoc placito usi sunt deinde nonnulli e Graecorum philosophi, alii prius, alii posterius, tanquam suum esset inventum, quorum ego nomina, mihi quidem cognita, llitteris non mando». Historiar., lib. II, núm. 123.

{18} «Según se ve por lo dicho, añade Lenormant, el sol personificado en Osiris constituye el fondo o tema de la metempsicosis egipcia. De Dios que anima y mantiene la vida, se convertía en Dios remunerador y salvador. Hasta se llegó a considerar a Osiris como el compañero del difunto en su peregrinación infernal, como el genio que tomaba al hombre cuando descendía al Ker-neter y le conducía a la luz eterna... El difunto hasta concluía por identificarse completamente con Osiris, por fundirse en cierto modo con su substancia, hasta el punto de perder su propia personalidad». Manuel d´Hist. ancien., t. I, cap. IV.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 79-84