Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
Segundo periodo de la filosofía griega

§ 86

La moral de Epicuro

La esencia de la Filosofía consiste en conocer el objeto final de la vida y de las acciones humanas, en determinar la cosa en que consiste el bien sumo del hombre y que constituye su felicidad. Prescindiendo de la felicidad perfecta y absoluta, la cual sólo puede hallarse en los dioses, si existen, la felicidad relativa, imperfecta y limitada de que es capaz el hombre, consiste esencialmente en el deleite, puesto que el deleite es la cosa que deseamos y buscamos por sí misma y a la que subordinamos todas las demás cosas. Todos nuestros actos y aspiraciones deben tener por objeto la posesión de esta felicidad, o sea del placer posible al hombre en esta vida; porque, perdida esta felicidad, nada nos queda si no es la esperanza ilusoria y quimérica de la felicidad propia de los dioses.

Este deleite o placer, que constituye la felicidad del hombre, tiene dos manifestaciones, que son el movimiento y el reposo. El placer consiguiente a la satisfación de una necesidad o apetito sensible que se experimenta, el que resulta de las emociones agradables, como la alegría, la amistad y otras análogas, representan el primer aspecto de la felicidad, mientras que el segundo, o sea el placer del reposo y por el reposo, consiste en estar libre o exento del dolor y de la petrubación. Aunque la felicidad humana abraza las dos manifestaciones del deleite, la segunda, sin embargo, es superior a la primera, y constituye en cierto [361] modo la verdadera felicidad del hombre, toda vez que ésta, en último término, consiste en la exención de dolores por parte del cuerpo y en la tranquilidad del espíritu, o sea en la exención de perturbaciones e inquietudes por parte del alma. Nos autem, escribía Cicerón en persona de los partidarios de Epicuro, beatam vitam in animi securitate, et in omni vacatione munerum ponimus.

Epicuro enseñaba también que el placer que constituye la felicidad y bien supremo del hombre, es el que resulta del conjunto de todos aquellos actos y estados del cuerpo y del alma que representan la mayor suma posible de placer y bienestar para el hombre, y esto, no precisamente con relación al instante o tiempo presente, sino abrazando el pasado y el futuro. Y añadía también que en este conjunto de bienes y placeres que constituyen la felicidad humana, entran por mucho, y aun como parte principal y superior, los placeres y satisfaciones morales e intelectuales, los placeres del alma, los cuales son superiores a los del cuerpo, porque éstos son de suyo momentáneos y fugaces, mientras que los del alma se extienden a lo pasado y a lo porvenir.

Fundándose en este aspecto relativamente laudable de la moral de Epicuro, pretendieron y pretenden algunos hacer su elogio, y hasta presentárnosla como una concepción racional y digna de respeto. Pero los que esto intentaron procedieron sin duda inconsideradamente, según dice con justicia Ritter; porque la verdad es que enfrente de este aspecto parcial y relativamente laudable de la ética de Epicuro, existen otras opiniones del mismo y de sus discípulos inmediatos, [362] que desvirtúan por completo el valor real de esa aserción. Según el testimonio de Diógenes Laercio, Epicuro decía terminantemente que no podía concebir el bien o felicidad del hombre sino mediante «los placeres del gusto, los goces del amor carnal, los del oído y la vista de las bellas formas»: y Metrodoro, amigo y discípulo de Epicuro, solía decir que el hombre que sigue la doctrina naturalista y epicúrea, no debe cuidarse más que del vientre. «Este elogio del placer sensual, escribe el ya citado Ritter {127}, no se halla contradicho ni por lo que Epicuro dice en otras partes acerca del placer del alma, ni por la desaprovación que en otros lugares arroja sobre los placeres sensuales. Para convencerse de la verdad de lo que aquí decimos, bastará examinar lo que Epicuro y su escuela entendían por placer del alma. Metrodoro, en un escrito destinado a demostrar que el principio de la felicidad está en nosotros mismos más bien que en los bienes exteriores, enseña que por el bien del alma no debe entenderse otra cosa más que el estado sano y tranquilo de la carne, acompañado de la seguridad de que semejante estado permanecerá en adelante. El mismo Epicuro completa este pensamiento, diciendo que todo placer del alma resulta y existe en cuanto y porque la carne goza anticipadamente del deleite de que se trata, porque lo que distingue al placer intelectual del placer o deleite corporal, es precisamente, según ya lo hemos indicado arriba, que en el primero el goce no se limita al momento actual, sino que se extiende a lo pasado y a lo porvenir; lo cual probablemente no quiere decir otra cosa para [363] Epicuro, sino que el placer del espíritu consiste en el recuerdo del placer pasado y en la esperanza cierta que tiene el sabio de que gozará del mismo placer en lo sucesivo... Después de esto, bien pudo decir Epicuro que el sabio no deja de ser feliz, aun cuando sufre horribles tormentos, porque, atormentada con dolores corporales, el alma del sabio será bastante fuerte todavía para elevarse sobre el dolor del momento y para sacar placer del recuerdo y de la esperanza. Pero el placer que ensalza Epicuro no consiste, sin embargo, en la tendencia del alma a la virtud perfecta, sino únicamente en el placer corporal de que gozamos en el momento presente, y al cual asociamos el recuerdo del placer corporal pasado y la esperanza del placer corporal futuro.»

Al lado de esta teoría moral, esencialmente terrena, utilitaria y sensualista, y a pesar de su psicología esencialmente materialista, por una feliz inconsecuencia, Epicuro admite la existencia del libre albedrío y de la responsabilidad moral. Gassendi, en su Syntagma philosophiae Epicuri, expone en los siguiente términos la doctrina de este filósofo en orden al libre albedrío: «La virtud descansa sobre la razón y el libre albedrío, dos cosas inseparables y que se corresponden; porque sin el libre albedrío la razón sería inactiva, y sin la razón el libre albedrío sería ciego... Este libre albedrío es la facultad de perseguir lo que la razón juzga bueno, y rechazar lo que ésta juzga malo. La experiencia atestigua la existencia en nosotros de esta facultad: el sentido común confirma esto mismo, mostrando que solamente merece alabanza o vituperio lo que se ha hecho libremente, lo que se ha hecho [364] voluntariamente y por elección relfleja. Por esta razón, las leyes instituyeron justamente premios y castigos; pues nada sería menos justo que esta institución, si el hombre estuviera sometido a esa necesidad que algunos suponen como soberana absoluta de todas las cosas.»

Excusado parece advertir que la virtud, para Epicuro, consiste en la investigación y práctica de los medios conducentes para adquirir y asegurar la posesión de la mayor suma de placer, como felicidad real del hombre, en el sentido antes indicado. Así es que la principal y como el tronco de las demás, es la prudencia, cuyo objeto es el interés personal bien entendido, y cuyo oficio es reconocer y procurar al individuo, atendidas sus condiciones personales y las ciscunstancias que le rodean, el camino que debe seguir, el género de vida que debe adoptar para conseguir y perseverar en la posesión de la mayor suma posible de placer o deleite.

No es menor la contradicción que se nota en su doctrina, o, si se quiere, en sus palabras, son respecto a la existencia y atributos de la Divinidad, a la cual considera unas veces como mero resultado de vanos terrores del vulgo, mientras que otras veces recomienda el culto y veneración a los dioses, considerando esto como un deber y como una virtud. A pesar de lo dicho, Epicuro niega que Dios tenga cuidado y providencia de las cosas del mundo, que dispense beneficios a los hombres, que se descuide de premiar o castigar las obras del hombre, ni en esta vida ni después de la muerte. En realidad, el fondo de su teología es un ateísmo más o menos disimulado, el mismo que su fiel discípulo Lucrecio se encargó de poner de manifiesto. Esto sin [365] contar que los dioses de Epicuro son dioses nominales, toda vez que no son más que agregados de átomos los más sutiles; su cuerpo es análogo al cuerpo humano, aunque más sutilizado y noble; su figura es la figura humana, que es la más perfecta de todas. Así, no es de extrañar que ya entre los antiguos corriese muy válida la opinión de que Epicuro, sólo de palabra, y no en realidad, admitía la existencia de Dios, no faltando quien le suponga influido en este punto por el temor del pueblo ateniense: Nonnullis videri Epicurum, ne in offensionem Atheniensium caderet, verbis reliquisse Deos, re sustulisse.


{127} Histoire de la Philos. ancien., tomo III, lib. X, cap. II.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 360-365