Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
Tercer periodo de la filosofía griega

§ 95

La Filosofía entre los romanos

La educación, el carácter, la historia y el genio de los romanos no eran los más a propósito para cultivar el estudio de la Filosofía. La vida activa constituía el temo principal de su educación, y el genio de la especulación científica tenía y podía tener muy poca cabida en la educación de un romano, que era una educación esencialmente político-militar. Toda su atención se dirigía al amor de la patria y toda su actividad se concentraba en el menosprecio de la muerte, en la pasión de la gloria, y como medio de afirmar estos sentimientos e ideas, en la austeridad de costumbres, en el culto de las tradiciones de los antepasados, en la sencillez de la vida, en la constante vigilancia por el bien público, en la libertad de la patria y el poder de la república. Para el romano antiguo, para el romano de los buenos tiempos de la república, no había más escuela que el Foro y el Campo de Marte, ni más liceo que la tienda de campaña. Los literatos, los oradores, los filósofos eran considerados como gente baladí, que poco o nada significaban al lado del guerrero y del hombre político.

Así vemos que ni el brillo de la escuela pitagórica, ni las especulaciones atrevidas de los eleáticos, ni los viajes de Platón a Sicilia, ni los trabajos de Empedocles y otros filósofos, hallaron acogida en Roma, ni llamaron la atención de sus moradores, a pesar [399] de haberse hallado en frecuente contacto con las escuelas y filósofos de Sicilia y de la Grande Grecia, con ocasión de sus continuadas guerras y conquistas. Más todavía: cuando, andando el tiempo, o sea bajo el consulado de Strabón y Mesala, algunos filósofos hicieron tímidos ensayos para abrir escuelas, apareció un decreto del Senado reprobando y censurando con rigor semejantes innovaciones, contrarias a los usos e instituciones de los antepasados.

Otra prueba evidente de que el espíritu del pueblo romano era completamente refractario a las especulaciones filosóficas, es lo que acontenció con motivo de la célebre embajada que los atenienses enviaron a Roma, en la que figuraban el estoico Diógenes, el académico Carneades y el peripatético Critolao. A pesar de que ya entonces la sociedad romana distaba mucho de poseer la antigua severidad de costumbres; a pesar de la seguridad y confianza en sus destinos que debían inspirarle sus recientes conquistas; a pesar de que ya los patricios romanos comenzaban a llevar a filósofos en su séquito, y a pesar de que la lengua y la literatura griegas habían tomado ya carta de naturaleza en Roma y sus provincias, todavía Catón el Antiguo se asustó al ver a la juventud romana acudir a escuchar los discursos y arengas de los embajadores filósofos. «Temeroso, dice Plutarco, de que la juventud buscara en el estudio una gloria que sólo debía adquirir por el valor y la habilidad política, vituperó a los magistrados porque permitían que estos embajadores, después de terminados los asuntos que habían motivado su viaje, prolongasen su permanencia en la ciudad, enseñando a defender igualmente toda clase de [400] opiniones. En su virtud, propuso que fueran despedidos inmediatamente, para que se volvieran a enseñar a los hijos de la Grecia, pues los de Roma no debían tener más maestros que los magistrados y las leyes, según se había practicado hasta entonces.»

Sin embargo, si los esfuerzos de Catón y los decretos del Senado pudieron retardar, no pudieron impedir que la Filosofía griega se infiltrara, se extendiera y se arraigara entre los romanos; porque esto no era posible, dada la creciente la relajación y el cambio radical de las costumbres públicas y privadas, dado el desarrollo del lujo y dado el refinamiento de una civilización que no podía prescindir de juntar los goces del espíritu con los del cuerpo, y de buscar, por consiguiente, el complemento de sus placeres sensuales en el cultivo de las letras y las ciencias. Así es que en los últimos tiempos de la república, los romanos, que hasta entonces apenas habían cultivado más ciencia que la política y la moral, y aun esta última más bien con la práctica o la acción que con las letras (bene vivendi disciplinam vita magis quam litteris persecuti sunt) o enseñanza, comenzaron a aficionarse a los estudios filosóficos, afición que fue consolidándose y creciendo paulatinamente, hasta tomar cuerpo, por decirlo así, en Lucrecio y en Cicerón, pudiendo decir este último con bastante fundamento, que hasta su época la Filosofía había permanecido abatida (jacuit) o descuidada entre los latinos: Philosophia jacuit usque ad hanc eatatem, nec ullum habent lumen litterarum latinarum.

Por otra parte, no era posible evitar la introducción y propaganda de la Filosofía griega entre los [401] romanos, hallándose, como se hallaron por espacio de siglos, en perenne contacto con los representantes de esa Filosofía en Sicilia e Italia primero, y después en las diferentes provincias de la Grecia y del Asia. Las conquistas de Munmio, de Paulo Emilio y de Sila; las expediciones militares de Pompeyo, de César, de Marco Antonio y de Augusto; la posesión, en fin, de Rodas, Atenas y Alejandría, centros y focos del movimiento filosófico de la Grecia, hacían inevitable la propagación de la Filosofía griega entre los romanos.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 398-401