Zeferino González (1831-1894) |
Historia de la Filosofía Tercer periodo de la filosofía griega |
Hemos indicado más de una vez que el carácter dominante, aunque no exclusivo, del periodo segundo de [437] la Filosofía griega, es el pensamiento antropológico, así como el pensamiento cosmológico domina en el primer periodo de la misma. En el tercero de ésta, y principalmente en sus últimas etapas que vamos a recorrer, el pensamiento filosófico reviste un carácter teosófico muy pronunciado, hasta el punto de que en casi todas sus escuelas predomina este elemento en mayor o menor escala, sin perjuicio de las varias y a veces encontradas direcciones teológicas que envuelven.
Entre las diferentes causas que contribuyeron al origen y desarrollo de esta Filosofía teosófica, o, si se quiere, ecléctico-teosófica del tercer periodo, no es la menos importante la condición geográfica de la ciudad que sirvió de centro y foco del movimiento intelectual que nos ocupa. Trescientos treinta y dos años antes de Jesucristo, y a su paso para el Egipto, el vencedor de Darío, cuyo genio político corría parejas con su genio guerrero, echó los ciemientos de una ciudad que debía perpetuar hasta nosotros el nombre y la gloria de su fundador. Bañada por las olas del Mediterráneo; tocando por otro lado con el lago Mareotis, y comunicando con el resto del África por medio del Nilo, Alejandría llegó a ser en poco tiempo el depósito general del comercio del mundo entonces conocido; la ciudad más populosa del Imperio romano, después de la capital; el centro adonde convergían el Oriente y el Occidente, la Grecia y el África, y como el punto en que se daban cita los sabios, los artistas, los filósofos, los poetas, los gramáticos, los astrónomos, los matemáticos, y hasta los teólogos y sacerdotes; porque todos ellos encontraban favorable acogida y protección en el famoso Museum, fundación verdaderamente regia de los sucesores [438] de Alejandro. El astrónomo y el sacerdote, el matemático y el filólogo, el sabio y el filósofo, tenían igual cabida en esta gran institución, en que, al lado de un liceo para enseñar Filosofía, había un gabinete astronómico y un depósito geográfico, y un templo para dar culto a todos los dioses, y había, sobre todo, una biblioteca, la más a propósoto para fomentar y perfeccionar el estudio de las ciencias. Porque es sabido que esta gran fundación de Tolomeo Soter encerraba ya, a la vuelta de pocos años, más de doscientos mil volúmenes, según el testimonio autorizado de Josefo. Bajo el reinado de Tolomeo Evergetes, el edificio destinado a este objeto, el famoso Brucheion, ya no podía contener los volúmenes adquiridos, siendo necesario colocar una parte de ellos en el templo de Serapis: y no hay para qué recordar que cuando en tiempo de César fue reducido a cenizas en su mayor parte, contaba cuatrocientos mil volúmenes {157}, referentes a toda clase de conocimientos. No es difícil comprender el impulso poderoso que recibieron todas las ciencias con el auxilio de una biblioteca de este género, provista además de multitud de copistas, calígrafos, gramáticos y sabios empleados en copiar y corregir los textos.
Por lo demás, el Museum de Alejandría no era ni una escuela especial de Filosofía, como la Academia platónica o el Pórtico de los estoicos, ni tampoco un [439] colegio de sacerdotes astrónomos, como los de Menfis y Babilonia; ni una institución político-moral, como la de Pitágoras; ni una escuela de gramática y filología; ni una Academia de medicina, sino que era todo esto a la vez, era una verdadera Universidad, o sea una institución muy semejante a la que hoy conocemos con este nombre, y más todavía a la Universidad de la Edad Media.
De aquí esa serie de trabajos y publicaciones de todo género que aparecen sucesivamente en Alejandría. Euclides escribe sus Elementos de geometría, el bibliotecaro real Eratóstenes publica notables escritos sobre astronomía y geografía; los Setenta intérpretes traducen al griego la Biblia; Aristilo y Timocaro hacen progresar la astronomía; Apolonio de Perga perfecciona la geometría con su tratado de las Secciones cónicas, Tolomeo escribe su famoso y popular Almagesto; Hiparco descubre la precesión de los equinoccios; Estrabón cultiva y perfecciona la geografía astronómica y política; Erasistrato y Herófilo desarrollan y perfeccionan la medicina por medio del estudio de la anatomía, mientras que Eudoxio de Cizico y Dioscórides contribuyen al mismo resultado con sus publicaciones y trabajos sobre botánica, con otros ramos de historia natural. Los nombres de Tiranión y de Didimo, los de Ctesibio y Heron, los de Ammonio, Apión y Eratóstenes, los de Duris de Samos, de Aristarco, de Polybio y Manetón, demuestran que en Alejandría se cultivaban con no menor ardor la gramática, la filología, la retórica, la crítica, la historia, sin descuidar por eso las ciencias físicas, exactas y naturales.
Al citado Aristarco de Samotracia atribuyen [440] algunos la primera idea o afirmación acerca del movimiento de la tierra. Pero la verdad es que, según un pasaje explícito de Cicerón {158}, ese honor pertenece de justicia a Hicetas o Nicetas de Siracusa, el cual debió conocer y enseñar la moderna teoría copernicana en lo que tiene de esencial.
Como no podía menos de suceder, la Filosofía griega tomó parte en el gran movimiento intelectual alejandrino, y por eso hemos visto en el periodo que acabamos de recorrer, que todas las grandes escuelas de la Filosofía helénica y greco-romana tuvieron profesores y representantes más o menos autorizados en Alejandría. Pero llegó una hora en que las luchas de esas escuelas entre sí y con el escepticismo, y por otro lado la gran fermentación producida por el choque de corrientes intelectuales muy diversas y encontradas, pero no menos poderosas y enérgicas, produjeron una de las manifestaciones más notables del pensamiento filosófico. Ya hemos dicho que Antíoco de Ascalón, el heredero de la Academia escéptico-idealista de Carneades, [441] llevó a cabo una especie de compromiso entre el dogmatismo y el escepticismo, compromiso que los sabios y filósofos de Alejandría extendieron pronto a las diferentes escuelas de la Filosofía griega, y después a los diversos sistemas teogónicos, morales y religiosos, que del Oriente y del Occidente, de la Grecia, del Asia, del Egipto y la Palestina, habían acudido a la ciudad de los Lagidas. Los sistemas filosóficos y las teogonías de los brahmanes, el ascetismo de Budha y sus discípulos, el dualismo mazdeista y las tradiciones zoroástricas, el monoteismo judaico y las reminiscencias de los profetas de Israel durante la cautividad babilónica, el hieratismo de los egipcios, las máximas tradicionales de la escuela pitagórica, la mitología inagotable de la Grecia y el politeísmo greco-romano, eran otras tantas corrientes que venían cruzándose y chocando entre sí y con la Filosofía griega en Alejandría. Cuando todos estos elementos se hallaban en fermentación y habían comenzado a manifestarse escuelas y tendencias filosófico-teosóficas en relación con la naturaleza de aquellos elementos, llegó repentinamente al Museum el eco lejano de la palabra del Verbo de Dios, que resonaba en las orillas del Jordán, y esta palabra no tardó en resonar dentro de los muros y en las cercanías de la ciudad de Alejandro, produciendo extraordinaria sensación por su novedad, por su elevación dogmática, por su pureza moral, por sus testigos o mártires, por sus obras maravillosas, por su propaganda extraordinaria. Rechazada y tratada con desdén al principio por los sabios y filósofos alejandrinos, viéronse éstos obligados bien pronto a contar con la nueva religión, y mientras algunos de ellos perseveraban en su [442] hostilidad y concentraban todas las fuerzas dispersas del paganismo para extirparla, otros trataron de fundirla y conciliarla, ya con la Filosofía griega, ya con las teogonías y religiones del paganismo.
Las precedentes indicaciones explican el origen y el carácter fundamental del movimiento filosófico en este tercer periodo de la Filosofía, y contienen a la vez la razón suficiente de la diversidad relativa de escuelas que vemos aparecer durante el mismo. El movimiento filosófico de este periodo es un movimiento esencialmente ecléctico y teosófico, porque así lo exigían las condiciones y elementos que le dieron origen. Preparado de lejos por la Filosofía greco-romana, favorecido en sus tendencias eclécticas y ético religiosas por los representantes del movimiento de transición, por la fermentación intelectual de Alejandría y por el neopitagoreísmo, de que hemos hablado en párrafos anteriores, este movimiento filosófico adquiere y revela decididamente su carácter ecléctico-teosófico en las escuelas que llenan sus últimas etapas y que vamos a recorrer. El número y clasificación de las escuelas principales que representan este movimiento, se halla en relación con la naturaleza y predominio relativo de sus elementos filosóficos y teológicos.
En armonía con estas indicaciones, reduciremos a tres las escuelas a que aludimos, y serán: la escuela greco-judaica, la escuela gnóstica, la escuela neoplatónica.
{157} Afortunadamente, este desastre fue reparado en parte al poco tiempo; porque Marco Antonio mandó colocar en Alejandría la biblioteca que Atalo, rey de Pérgamo, había legado al Senado romano. Así es que esta gran fundación de los lágidas se conservó con bastante esplendor, hasta que fue reducida a cenizas por el fanatismo de los musulmanes, los protegidos y amigos de Draper.
{158} He aquí este curioso pasaje: «Hicetas Syracussus, ut ait Theoprastus, coelum, solem, lunam, stellas, supera denique omnia, stare censet; neque praeter terram rem ullam in mundo moveri; quae cum circum axem se summa celeritate convertat et torqueat, eadem effici omnia, quasi stante terra coelum moveretur.» Lucullus, cap. XXXIX.
Si lo que aquí supone Cicerón es cierto, es preciso reconocer que lo substancial de la teoría copernicana fue enseñado por Hicetas o Nicetas de Siracusa algunos siglos antes de la era crisitiana. En todo caso, parece cierto que el pasaje de Cicerón fue como la chispa que encendíó el genio de Copérnico, según confiesa él mismo en el prólogo-dedicatoria a Paulo III que puso a su famosa obra: Reperi apud Ciceronem, primum Nicetam sensisse terram moveri... Inde igitur occasionem nactus, coepi et ego de terrae mobilitate cogitare.
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Historia de la Filosofía (2ª ed.) 1886, tomo 1, páginas 436-442 |