Con el siglo XIII comienza el gran período de la Filosofía escolástica, el período de su perfección, el [186] período de sus grandes escritores, el período de los grandes genios, el período en que la Filosofía cristiana llega al apogeo de su esplendor, se eleva a la mayor altura a que podía llegar, dadas las condiciones de la época y el estado de las demás ciencias, y realiza, en fin, su misión providencial. Porque este período establece sólida alianza entre la Filosofía y la Teología, entre la ciencia y la religión de Cristo, y demuestra prácticamente que sin dejar de ser católico se puede ser hombre de erudición y de saber, como lo fueron el enciclopedista Vicente de Beauvais y los políglotas Moerbek, Roger Bacon y Miguel Escoto; que sin dejar de ser católico se pueden cultivar con pasión y hacer progresar las ciencias físicas y naturales, como las cultivaron y desarrollaron Alberto Magno y Bacon; que sin dejar de ser católico se puede, sobre todo, ser gran pensador y profundo filósofo, como lo fue Santo Tomás de Aquino.
Pero es justo observar que parte de la gloria del siglo XIII pertenece de justicia a su inmediato antecesor el siglo XII, que le preparó, le concibió y le llevaba, por decirlo así, en sus entrañas. Que la gran fermentación intelectual y social de la cual salió el siglo XIII con sus glorias y grandezas de todo género, fue resultado y expresión de los grandes trabajos y elementos acumulados y puestos en actividad durante el segundo período de la Filosofía escolástica, y con particularidad durante el siglo XII. A preparar e iniciar, pero sobre todo a vigorizar, desenvolver y hacer fecunda esa gran fermentación, contribuyeron poderosamente esa serie no interrumpida de filósofos y teólogos que acabamos de mencionar, y la multitud y diversidad de [187] sistemas, escuelas y direcciones doctrinales que en ellas se revelan o se inician, y la comunicación de ideas que se establece entre el espíritu europeo y el espíritu oriental, el árabe y el judío, merced a las Cruzadas, y la introducción en la Europa cristiana de textos aristotélicos y neoplatónicos desconocidos hasta entonces, y los comentarios de los árabes y judíos sobre aquellos textos, bien así como sus libros de medicina y astronomía, y el desarrollo de las ciencias médicas y jurídicas, representado por las escuelas de Salerno y de Bolonia, y las luchas interiores entre el Pontificado y el Imperio, y el contacto permanente de griegos, árabes y latinos durante el imperio de los últimos en Palestina, y la fundación de las Universidades, y el entusiasmo literario que agolpaba la juventud por millares en las aulas, los monasterios y hasta en las plazas, y la introducción del papel, que representa en aquella época una revolución análoga a la de la imprenta en el siglo XV, y la decadencia del feudalismo unida a la resurrección y consolidación de los poderes e intereses municipales, y la creación de las lenguas vulgares, y los ensayos o primeras producciones de la literatura nacional, y la división de la propiedad territorial y sanción jurídica de la misma, y el desarrollo de la industria y del comercio, y la extensión, en fin, y el desenvolvimiento de la cultura general en todas las clases sociales, como resultado natural de todas estas causas.
Todo esto explica la gran fermentación intelectual y social que se observa en la Europa durante los primeros años del siglo XIII, y la razón suficiente de la crisis peligrosa porque entonces atravesó la sociedad [188] cristiana. El choque producido por el contacto de las ideas árabes, neoplatónicas y judías con las ideas cristianas, y la influencia deletérea del racionalismo y del panteísmo de Erigena, Roscelin, Abelardo y Gilberto, reproducidos al comenzar el siglo XIII por Amaury y Dinant, determinó la explosión de las herejías albigense y valdense, eco lógico y encarnación social de aquellos errores. No es fácil calcular lo que hubiera sido de la Europa cristiana y la solución de aquella gran lucha entre el principio racionalístico-panteísta y el principio cristiano, si no hubieran aparecido oportunamente las dos grandes í“rdenes de San Francisco y Santo Domingo, encargadas por la Providencia de resolver en sentido cristiano y social aquella gran crisis, a la vez científica, moral y social. Las sombras, los peligros y las vacilaciones se disiparon ante el brillo y resplandor de los grandes santos y grandes sabios que salieron del seno de aquellas dos í“rdenes religiosas, y guiada y encauzada por ellos la sociedad europea, entró decididamente por los caminos de la ciencia cristiana, de la Filosofía cristiana, de la moral cristiana, de la política cristiana y de las artes cristianas.
Uno de los hechos más notables y curiosos que nos revela la historia, es la prevención con que la Iglesia miraba ciertas obras de Aristóteles al finalizar el siglo XII y durante los primeros años del siglo XIII. Así vemos que Roberto de Courzon, en 1210, prohibía la lectura de los libros de Aristóteles que tratan de metafísica y filosofía natural, al igual de los libros de Amaury y David de Dinant.{1} Y es que a la sombra y bajo [189] el nombre de Aristóteles se publicaban obras infestadas de errores contra el dogma y la moral. Por eso, cuando las obras genuinas del maestro de Alejandro fueron mejor conocidas y separadas de las apócrifas; cuando fueron traducidas con más fidelidad y directamente del griego, y cuando fueron explicadas y comentadas en sentido cristiano, a la vez que racional, por Alberto Magno y Santo Tomás, la Iglesia, que es enemiga del error, pero no de la ciencia, levantó la prohibición que sobre ellas pesaba.
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{1} He aquí los términos de la sentencia que se refieren a este punto: «Non legantur libri Aristotelis de metaphysica et naturali philosophia, nec summa de eisdem, aut de doctrina magistri David de Dinant, aut Almarici haeretici, aut Mauritii hispani.»
Es muy probable que los libros de Aristóteles a que se alude aquí no eran los originales o genuinos del fundador del Liceo, sino algún extracto (summa) recopilado por algún escritor árabe, y más probablemente que la prohibición se refería a algunos escritos sobre metafísica que.se atribuían falsamente a Aristóteles.
Lo que sería curioso saber, y se ignora por completo, es quién era aquel Mauricio español a quien alude la sentencia.