Zeferino González (1831-1894) Obras del Cardenal González |
Filosofía elemental Libro séptimo: Moral. Nomología |
En virtud de lo que dejamos consignado acerca de las íntimas relaciones que existen entre la Moral y el Derecho natural, relaciones que impiden establecer una separación completa entre las dos, adoptamos aquí una división análoga a la de santo Tomás, tratando primero en general, de lo que pertenece a la moralidad del acto humano, y pasando después a tratar de la moralidad aplicada a ciertos y determinados actos humanos, y especialmente a los externos y a los que dicen relación a otros seres, ya sean estos singulares, como Dios y los individuos humanos, ya sean colectivos, como la familia y la sociedad. De aquí la división que hacemos de la Moral, en Nomología o moral general, y Deontología o moral especial. Ésta segunda podría también denominarse Derecho natural, jus naturae, en el sentido que dejamos explicado en el capítulo anterior. [395]
Para comprender la naturaleza de las relaciones posibles, entre las acciones humanas y lo que constituye su fin, es preciso tener en cuenta las siguientes
Observaciones y nociones preliminares:
1ª Fin, en general, es la cosa que el agente intenta conseguir por medio de su acción. Y como quiera que todo ser tiende naturalmente a su perfección, síguese de aquí que todo fin, en cuanto tal, tiene razón de bien y coincide con la perfección del operante. Concretándonos ahora al hombre como agente dotado de inteligencia y libertad, diremos que el fin de sus acciones es el bien que se propone conseguir por medio de sus actos.
2ª De aquí se deduce: 1º que respecto de la voluntad humana el bien y el fin son una misma cosa, en el sentido de que la voluntad nada puede apetecer sino bajo la razón de [396] bien: 2º que una misma cosa se llama bien en cuanto envuelve conveniencia y ecuación con la voluntad, y fin en cuanto dice relación con los medios destinados para su consecución: 3º que la voluntad no se mueve ni obra, si no es atraída e incitada a ello por algún bien verdadero o aparente: 4º que el fin último, sólo puede ser un bien cuya consecución y posesión lleve consigo la perfección adecuada y completa del hombre, y que llene, por consiguiente, todos sus deseos y aspiraciones al bien.
3ª El fin, considerado en el orden objetivo e ideal, es el primer principio de la acción humana, porque es lo que determina al hombre a poner la acción; pero considerado en el orden subjetivo o de ejecución, es el término de la misma. La salud concebida por el enfermo como buena, es lo primero que le determina a tomar la medicina; y la misma salud realizada o conseguida, es el término real de esta acción. Esto es lo que querían significar los Escolásticos cuando decían: finis est primum in intentione, et ultimum in executione.
4ª Las principales divisiones del fin, son:
a) Fin último, y fin intermedio. El primero es el bien que es apetecido o intentado por sí mismo, o sea como última y completa perfección del operante. El segundo se llama intermedio, porque la bondad que encierra, sólo es apetecida y buscada, o como una participación, o como un medio respecto de lo que es último fin.
b) Fin qui, o sea la cosa que se intenta conseguir; fin quo, o sea la posesión del bien intentado; fin cui, o sea la persona a quien se desea el bien. El primero solía denominarse en las Escuelas, fin objetivo, y el segundo, fin formal.
c) Fin de la obra, finis operis, o sea el fin al cual tiende de su naturaleza la obra: fin del operante, finis operantis, o sea el bien que el agente se propone conseguir por medio de su acción. El alivio del pobre es el finis operis de la limosna: la gloria vana puede ser el finis operantis de la misma, por parte del que la hace.
Veamos ahora lo que nos dicen la experiencia y la razón acerca del último fin de las acciones humanas. ¿Qué es lo que [397] se propone el hombre como último fin en todos los actos que realiza como ser inteligente y libre? El bien universal, es decir, la posesión de un bien que llene todos sus deseos y todas sus aspiraciones; la plenitud del bien y de la perfección posible en su naturaleza. Si busca las riquezas, y si desea la salud, y si se entrega a los placeres, y si aspira a la ciencia, y si practica la virtud, es siempre porque concibe y considera estas cosas, o como medios para llegar a la posesión del bien absoluto y completo, o como participaciones de éste, como derivaciones y fases parciales de la perfección absoluta y adecuada, como partes del bien universal, como elementos y manifestaciones incompletas de la felicidad perfecta, de la bienaventuranza completa. Es cierto que no siempre pensamos explícitamente en estas relaciones de los fines particulares con el fin último; pero no es menos cierta que por eso la realidad de estas relaciones, y que basta un ligero análisis y la más ligera reflexión, para reconocer que todos los actos que realizamos con libertad y deliberación para conseguir los innumerables bienes particulares y finitos que encontramos en nuestro camino no son más que manifestaciones diferentes y derivaciones múltiples de la aspiración tan constante como enérgica que existe en el fondo de nuestro corazón al bien universal y a la perfección o felicidad completa, aspiración que constituye la ley de gravitación moral del alma humana hacia Dios.
Porque si la experiencia nos demuestra evidentemente que el bien o la felicidad universal, considerada en abstracto, constituyen el fin último de todas las acciones humanas, la razón a su vez nos demuestra con toda evidencia, que en sólo Dios, bondad suma e infinita, puede realizarse y concretarse este bien universal, centro y término de todas las aspiraciones del hombre. Luego en sólo Dios tiene una existencia real y objetiva del bien, cuya posesión constituir puede la felicidad y perfección absoluta del hombre. Por eso decían con razón los Escolásticos, que sólo Dios constituye la felicidad objetiva del hombre y su último fin material, es decir, concreto y efectivo. [398]
«Sólo Dios, dice santo Tomás, puede llenar la voluntad del hombre:» Solus Deus voluntatem hominis implere potest; y la inducción y la experiencia viene en apoyo de su afirmación. La inducción, que nos enseña a costa de una experiencia de todos los días, y a las veces dolorosa y triste, que ninguno de los bienes que nos rodean y que en la vida presente podemos alcanzar, puede llenar las aspiraciones de nuestro corazón; que muchos de estos bienes pertenecen indiferentemente a buenos y malos; que dependen de mil causas accidentales; que dejan al alma con sentimiento de inquietud y remordimiento, y siempre con el de su insuficiencia, con más el sentimiento de su instabilidad, de su carácter transitorio y de su amisibilidad con la vida.
La inducción y la experiencia, al presentarnos todos los bienes que en la vida presente puede conseguir y disfrutar el hombre, constituyen igualmente una demostración práctica y elocuente de que sólo en Dios, bondad suma, perfección infinita y sempiterna, justicia viviente, verdad absoluta, origen del ser y principio inmutable del orden creado, puede encontrar el corazón del hombre término adecuado de sus aspiraciones al bien y a la perfección, su último fin, en una palabra.
La razón, por su parte, corrobora este resultado de la inducción. Porque la amplitud y capacidad de la voluntad en orden al bien, está necesariamente en relación y armonía con la amplitud y capacidad del entendimiento en orden a la verdad y al ser; puesto que la voluntad no es otra cosa que la inclinación y tendencia al bien en cuanto percibido y conocido por la razón, y es altamente filosófica la denominación de apetito o energía racional, que damos a la voluntad. Es así que la razón humana posee la idea del infinito, y concibe la infinidad del bien, y demuestra que existe un Ser que posee todas las perfecciones en grado infinito, como hemos visto en la Ontología y en la Teodicea: luego el movimiento y aspiración de la voluntad humana al bien, no pueden llenarse ni cesar, sino con la posesión de un bien infinito. Luego Dios, único bien infinito, constituye el fin último, [399] verdadero, concreto, real y viviente de las acciones humanas (1).
{(1) «Omnis creatura, escribe santo Tomás a este propósito, habet bonitatem participatam. Objectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum, sicut objectum intelectus est universale verum. Ex quo patet, quod nihil potest quietare voluntatem; nisi bonum universale.» Sum. Theol. 1ª, 2. cuest. 2ª, art. 8º.}
Notables son las consecuencias que se desprenden de la doctrina aquí expuesta.
La primera y la más importante en el terreno de la ciencia, es que el origen primitivo y la razón suficiente a priori de la moralidad de los actos humanos, se halla en Dios como último fin del hombre. Dios, que al crear al mundo y al hombre, los creó libremente para manifestar sus perfecciones, es el fin último del hombre, como lo es del mundo; y lo es de tal manera, que no puede dejar de serlo, puesto que, como se ha visto en la Teodicea, la bondad del hombre y del mundo es una derivación de la bondad divina, una participación y reflejo de su ser, una revelación de su infinita bondad, la cual, por consiguiente, es el término y el objeto necesario del acto divino, al llamar a la existencia a las criaturas. Luego Dios, por el solo hecho de constituir necesariamente el último fin del hombre, viene a ser la regla fundamental y primitiva de la moralidad de sus acciones. Éstas, en efecto, en tanto serán buenas, porque y en cuanto por medio de ellas el hombre tiende a Dios como a su último fin, relación que constituye la base del orden moral humano.
En último análisis, y si bien se reflexiona, una acción es buena o mala, según que por medio de ella nos acercamos o alejamos de Dios como último fin real y viviente del hombre. Por eso dice con mucha razón santo Tomás, que la «rectitud o bondad de la voluntad se constituye por el orden debido al fin último:» rectitudo voluntatis est per debitum ordinem ad finem ultimum.
Ni se opone a esto el que nosotros no juzgamos directa e [400] inmediatamente de la bondad o malicia moral de una acción, por su conformidad o relación con Dios como último fin de la misma, sino atendiendo a su conformidad con la ley natural, con la razón, con la conciencia, &c.: pues esto procede de que no nos es dado en la vida presente y en la imperfección de nuestros conocimientos, percibir de una manera directa, inmediata y como a priori, la ecuación entre el acto y el último fin, y por eso necesitamos recurrir a considerar el acto en sus relaciones con el objeto, la razón, la ley, &c., los cuales nos sirven como de medios a posteriori para reconocer su ecuación y conformidad con Dios como último fin. Empero claro es que esto no impide que esta ecuación constituya realmente la razón a priori primitiva de la moralidad del acto, la regla fundamental a al cual vienen a reducirse las reglas particulares, y el primer principio en el cual se resuelven y condensan finalmente los demás principios de la moralidad. Sucede aquí una cosa análoga a la que hemos observado al tratar de la verdad transcendental. Por más que sea cierto que la verdad transcendental de la cosa consiste en su conformidad y ecuación con el entendimiento divino, cuando se trata, sin embargo, de reconocer si el cuerpo A posee o no la verdad transcendental del oro, o lo que es lo mismo, si es verdadero oro, nos vemos precisados a servirnos de procedimientos a posteriori, examinando sus propiedades externas, porque ni poseemos la intuicion inmediata y directa de la esencia del oro, ni tampoco de su relación concreta con la idea que le corresponde en el entendimiento divino.
La segunda y no menos importante consecuencia de la doctrina antes consignada, es que son inadmisibles y absurdas en buena filosofía: 1º todas aquellas teorías morales que colocan el fin último de las acciones humanas en algún bien finito, o mejor dicho, en cualquier bien que no sea el mismo Dios: 2º que las señales como principio y término del acto moral, una bondad abstracta e ideal, en lugar de un ser viviente, real, singular y concreto. Luego deben rechazarse como inexactas y erróneas, [401]
a) La teoría de Kant, el cual hace depender la moralidad del acto humano de la fórmula abstracta de la ley del deber. Hablar del deber a una razón finita y una voluntad vacilante, sin presentar este deber como la tendencia natural y racional a la perfección completa del agente; hablar de una ley moral del deber, que manda lo que es preciso obrar y prohibe lo que se debe evitar, sin relacionar esta ley con un legislador que pueda servirle de principio, de sanción y de premio; hablar de deber, de ley y de bien moral, sin personificar todo esto el algún objeto, capaz de realizar la perfección completa y real del hombre, dando cumplida satisfacción y término a su aspiración constante e irresistible, natural y voluntaria a la vez hacia la verdad y el bien, es reducir la moral a un estoicismo, tan estéril como impotente e ineficaz para obrar el bien con energía y perseverancia; es formular una moral esencialmente racionalista, cuya voz y cuya influencia serían fácilmente ahogadas por la voz de las pasiones y por la influencia de los intereses.
b) La teoría de los epicúreos, así antiguos como modernos, a la cual se reducen los sistemas socialistas de Saint-Simon, Fourier y Owen, basados todos ellos, bajo una forma u otra, en la plena satisfacción de las pasiones humanas (1); lo cual, equivale a negar la existencia de un destino final para el hombre, y hasta la posibilidad de un bien capaz de llenar las aspiraciones del corazón humano.
{(1) Proclamer, dice Reybaud después de exponer las teorías de estos tres reformadores sociales, la legititimé absolute, ilimetée des passions... c'est pourtant ce qu'ont fait nos trois reformateurs, ce qu'ils ont dit, ce qu'ils ont enseigné... Ceder á la nature, s'abandonner aux apels des sens, jouir de tout sans mesure et sans réserve, voilá la vertu... La loi qui gouvernant l'ille de Circé á trouvé des commentateurs et des apotres. L'un d'eux l'eleve à la hauteur d'un principe religieux, l'autre en fait un ressort social, le troisiéme un agent esséntiel de nos destinees.» Etudes sur les Reformateurs, t. I, pág. 296.}
c) La teoría del filantropismo, según la cual la beneficencia [402] es el único y último fin que debe proponerse la voluntad humana en sus actos. Porque ni todas las acciones humanas se refieren a otros hombres, ni, concretándonos a las que a estos se refieren, encuentra en ellas la voluntad humana el término de sus aspiraciones, ni de su perfección posible, siendo por lo tanto necesario que, explícita o implícitamente, ordene y dirija estas acciones a otro fin ulterior.
d) La teoría utilitaria, que no reconoce otro fin a las acciones humanas que la utilidad y el bienestar del operante. Esta teoría es, sin duda, la más seguida en la práctica, no sólo con relación a las acciones individuales, sino también con relación a los asuntos sociales y políticos, verificándose con demasiada frecuencia que las prescripciones de la ley natural y del orden moral, son atropelladas por lo que se llama utilidad pública y razón de Estado. Y, sin embargo, la verdad es que si Dios es el último fin de toda la creación, y con especialidad del hombre dotado de inteligencia y libertad, las acciones de éste, ya sean individuales, ya sean sociales y políticas, por medio de las cuales se prepara y tiende a este último fin, que es a la vez su última y verdadera perfección, deben ser reguladas y dirigidas, no por la utilidad privada o pública, sino por la moralidad interna y esencial, derivada de la ley natural y de la razón.
Y aquí conviene advertir que por extraño que a primera vista parezca, los defensores del panteísmo entran lógicamente en el cuadro de la teoría utilitaria. La utilidad absoluta de la sustancia, la identidad y unidad del Ser, conduce necesariamente a la negación del libre albedrío y de la distinción real entre el bien y el mal: los actos del hombre son el resultado y la expresión de una causalidad fatal, lo mismo que los fenómenos de la naturaleza.
Cierto es que algunos panteístas procuran atenuar y disimular las consecuencias a que su teoría conduce sobre esta materia; pero también lo es que la lógica, al sobreponerse en otros a toda hesitación, y salvando reticencias y reservas, reconoce paladinamente la necesidad de profesar el principio utilitario. Véase en confirmación de esto, cómo se expresa [403] Espinosa, el más lógico de los panteístas: «Ninguna cosa es buena ni mala en sí misma... Todo hombre no solamente tiene el derecho de buscar su bien, su placer, sino que no puede obrar de otra manera... La medida del derecho de cada uno es su poder... Así como el sabio tiene derecho absoluto de obrar todo lo que su razón le dicta, o sea de vivir según las leyes de la razón, así también el ignorante tiene derecho a todo lo que el apetito le aconseja, o sea vivir según las leyes del apetito... De donde inferimos que un pacto no tiene valor, sino a causa y en virtud de su utilidad; si la utilidad desaparece, se desvanece con ella el pacto y pierde toda su autoridad.» {(1) OEuvres de Spinoza, trad. por E. Saisset, t. I, pág. CLIX.}.
Observaciones:
1ª Si el último fin del hombre y de sus acciones es Dios, Verdad primera, Bondad universal y Perfección absoluta, como se ha demostrado en el artículo anterior, es consiguiente que la felicidad perfecta del hombre, o sea su perfección última y adecuada, sea el resultado inmediato de su unión posesiva con Dios. En otros términos: Dios, bien sumo, es el objeto final y el término universal de todas las acciones morales, y bajo este punto de vista, constituye la felicidad objetiva del hombre: la consecución de Dios, y la consiguiente posesión efectiva del bien infinito, constituye la felicidad formal del mismo. [404]
2ª De aquí se infiere que el fin total de los actos humanos, y el principio primitivo adecuado de su moralidad, abraza simultáneamente a Dios y la perfección subjetiva que resulta de su posesión: Dios entra como objeto primario y razón suficiente a priori de la moralidad del acto; la felicidad o perfección subjetiva entra como efecto y resultado natural de la posesión de Dios, conseguida y realizada en virtud del acto moral. Luego el bienestar o utilidad del operante, aun tomada esta utilidad en un sentido muy diferente y superior en todo caso al que le da la escuela utilitaria, no puede decirse que sea el motivo principal y exclusivo, ni menos el fundamento o principio directo y único de la moralidad de los actos humanos.
3ª La felicidad perfecta formal, envuelve en su concepto la posesión completa del bien, de manera que esta posesión llene todos los deseos y aspiraciones del hombre, determinando él la quietud, satisfacción y descanso de todo su ser y de todas sus potencias. Por eso la definía Boecio: Status omnium bonorum aggregatione perfectus (1).
{(1) Los Escolásticos dividían esta felicidad en felicidad perfecta quoad statum, como si dijéramos, felicidad considerada en todas sus manifestaciones en el orden real, que es la misma que se acaba de definir; y en felicidad perfecta quoad essentiam, entendiéndose por ésta, aquel acto que se considera como principal y primario en la posesión del bien sumo, y como raíz de los demás actos que se concurren a la posesión plena o quoad statum.}
4ª Como no faltan filósofos en nuestros días que colocan el destino final del hombre en el progreso y desarrollo sucesivo e indefinido de la humanidad, bueno será manifestar lo erróneo de semejante afirmación. [405]
Pruebas:
1ª Todas las razones aducidas en el artículo anterior para demostrar que la felicidad del hombre consiste en la posesión de Dios, bien universal, infinito y viviente, y como tal, último fin del hombre, demuestran ex consequenti la verdad de nuestra tesis. Por otra parte, la afirmación que en ella se rechaza es una derivación lógica y natural del panteísmo, para el cual la humanidad no es más que una fase o evolución de la sustancia divina. Luego cuantas razones hemos aducido en la cosmología y militan contra el panteísmo, militan igualmente contra esta teoría.
2ª Decir que la felicidad o destino final del hombre consiste en el progreso indefinido de la humanidad, equivale a afirmar que el hombre nunca realizará su destino final, ni conseguirá la felicidad última y perfecta, y por consiguiente, que la aspiración del hombre a la felicidad le ha sido concedida por el Autor de la naturaleza para su tormento y perpetuo sufrimiento. En efecto; si la felicidad del hombre se identifica con el desarrollo indefinido de la humanidad, esta felicidad no será perfecta y completa, sino cuando la humanidad llegue al término de este desarrollo, término al cual nunca puede llegar, toda vez que el movimiento se supone indefinido o sin fin. Luego, en buenos términos, semejante teoría equivale a afirmar que no existe ni es posible la felicidad perfecta para el hombre, y que jamás puede llegar al término o consecución de su destino.
3ª Añádase a esto, que en semejante teoría cada hombre singular carecería en realidad hasta de la posibilidad de alcanzar la felicidad y perfección última, puesto que todos, o al menos la mayor parte de los individuos, dejarían de existir antes que se realizara ese movimiento o desarrollo [406] indefinido, en el cual se hace consistir la felicidad y perfección del hombre.
Estas reflexiones conducen naturalmente a la doctrina de la moral cristiana, que nos enseña que la felicidad completa del hombre es incompatible con el estado y condiciones de la vida presente, doctrina que expresa la siguiente
La primera parte de la tesis se presenta evidente para cualquiera que fije su atención en las siguientes sencillas reflexiones:
1ª La felicidad no puede ser perfecta sino a condición de ser completa, llenando todos los deseos y aspiraciones posibles del hombre: es así que esto no puede verificarse en la vida presente, porque cualquiera que sea la suma del bien que se posee, lleva consigo, cuando menos, el temor de su pérdida en la muerte y con la muerte: luego repugna absolutamente que la felicidad del hombre sea perfecta en la vida presente.
2ª La experiencia enseña con demasiada fuerza y claridad, que jamás ha existido un hombre en posesión de la felicidad perfecta, o cuya felicidad haya sido de tal naturaleza que nada pudiera desear. Y esta experiencia se halla en completa armonía con lo que la razón y la ciencia enseñan acerca de Dios como último fin del hombre. Porque si Dios constituye el último fin del hombre, según hemos visto arriba, la felicidad completa y verdadera de éste, sólo puede consistir en la posesión perfecta de Dios, realizada por medio del entendimiento y voluntad, toda vez que Dios es un bien inteligible y una esencia inmaterial. ¿Y no es a todas luces evidente, que la imperfección de nuestro conocimiento, la flexibilidad de nuestra voluntad y su debilidad en orden al mal; que la ignorancia que rodea al primero, y las pasiones que [407] arrastran, debilitan y envilecen a la segunda, no permiten de ninguna manera que la posesión de Dios sea completa o perfecta en esta vida?
3ª Estas razones adquieren mayor valor y fuerza, si se tiene en cuenta que en el orden actual de la Providencia divina, y en virtud de la elevación del hombre al orden de la gracia y de la redención por Jesucristo, la felicidad natural del hombre es inseparable de su felicidad sobrenatural y gratuita, consistente en la visión inmediata e intuitiva de la esencia divina, intuición a que el hombre no puede llegar en la vida presente, y que, aun en la futura, sólo consigue y realiza mediante un auxilio especial de Dios, el mismo que los teólogos apellidan lumen gloriae.
«La consumación o perfección del hombre, escribe santo Tomás {(1) Opusc. 3º, cap. 149.}, tiene lugar en la consecución del último fin, consecución que constituye la perfecta bienaventuranza o felicidad, la cual consiste en la visión de Dios. A esta visión de Dios, es consiguiente y va unida la inmutabilidad del entendimiento; porque cuando se haya llegado a la visión de la causa primera, en la cual se pueden conocer todas las cosas, cesa la investigación del entendimiento. Cesará también el movimiento de la voluntad; porque, una vez conseguido el último fin, en el cual se encuentra la plenitud del bien, nada queda ya que desear, y la voluntad se muda, deseando algo que todavía no tiene.
En la última consumación de su destino, añade después {(1) Ibid., cap. 150.}, el hombre consigue la eternidad de la vida, no sólo en cuanto a permanecer eternamente, lo cual le conviene por el sólo hecho de tener un alma inmortal, sino también en cuanto que alcanza una inmutabilidad perfecta.
El último fin del hombre {(1) Sum. Con. Gent., lib. III, cap. 48.} termina y llena todos sus [408] deseos, de manera que, una vez poseído, ninguna otra cosa desea; pues si aun deseara algo, ya no podría decirse que descansa en el último fin. Es así que esto no puede verificarse en esta vida, porque durante ella, cuanto uno más conoce y sabe, tanto más se aumenta en él el deseo de saber... a no ser que haya alguno que lo conozca todo, cosa que a ningún puro hombre ha sucedido jamás, ni es posible que suceda... Luego no es posible que la última felicidad del hombre se realice en la vida presente.
Consiste, pues, la felicidad última del hombre en el conocimiento de Dios, que su inteligencia alcanzará después de esta vida.
Veremos a Dios inmediatamente... y en virtud de esta visión nos asemejamos a Dios de un modo especial, haciéndonos participantes de su misma bienaventuranza... y en esto consiste la felicidad perfecta del hombre.»
Al consignar estos pasajes, no podemos menos de exclamar con el mismo santo Doctor: «Avergüéncense, pues, los que buscan en cosas ínfimas la felicidad del hombre, en punto tan alto colocada:» Erubescant igitur, qui faelicitatem hominis tan altissime sitam, in infimis rebus quaerunt.
Por lo que hace a la segunda parte de la tesis, es un corolario lógico de la primera. Porque si la felicidad perfecta y última del hombre, asequible en la vida futura, consiste en la posesión de Dios por medio de su conocimiento y amor perfectísimos, claro es que la única y verdadera felicidad compatible con el estado y condiciones de la vida presente, sólo puede consistir en el conocimiento y amor más o menos perfecto de Dios, ya por la analogía y semejanza que encierran con los que constituyen la felicidad perfecta, ya porque Dios es el objeto más noble y digno de nuestra inteligencia y voluntad, ya finalmente, y con especialidad, porque por medio de estos nos acercamos a Dios en el orden moral, toda vez que la virtud que nos sirve de medio y de mérito para llegar hasta la posesión de Dios en la otra vida, no es otra cosa en el fondo que el amor de Dios como bien sumo, como santidad infinita, como principio y legislador del orden moral. [409]
La virtud, pues, basada sobre el conocimiento de Dios y relacionada con sus atributos morales, constituye el elemento principal, aunque no el único, de la felicidad posible al hombre en la vida presente; porque si bien los demás bienes temporales, como salud, riquezas, honor, amigos, &c., pueden formar parte de esta felicidad terrestre, siempre es a condición de hallarse subordinados a la virtud, única que puede darles valor moral y real con relación a la felicidad perfecta y última del hombre, y con relación a Dios, como fin último y bien universal del mismo. Y ciertamente, que sí el destino supremo del hombre, y con relación a Dios, como fin último y bien universal del mismo. Y ciertamente, que si el destino supremo del hombre es la asimilación perfecta con Dios en la vida futura, cuanto cabe en los límites de su naturaleza; si su perfección suprema consiste en la participación de la vida íntima de Dios, es también lógico el afirmar que la perfección moral del hombre en la vida presente, debe consistir principalmente en la imitación más o menos perfecta de los atributos morales de Dios, y en la consiguiente aproximación al mismo por parte de la bondad, justicia, caridad, misericordia y demás funciones divinas que se refieren al orden moral, reuniéndose y concentrándose, por decirlo así, en su santidad infinita.
Escolio
Los antiguos disputaban sobre el acto que constituye la felicidad esencial –quoad essentiam– o sea sobre cuál es el acto principal y primario en la posesión completa de Dios que constituye la felicidad perfecta de la vida futura. Algunos opinaban a favor del amor; otros a favor de la fruición; y otros concedían este carácter al acto del entendimiento, opinión que adopta santo Tomás, fundándose en que la posesión de un bien inteligible, cual es la esencia divina, es propia del entendimiento, puesto que se realiza por medio de su intuición, a la cual sigue el amor y demás actos de la voluntad.
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Zeferino González | Filosofía elemental (2ª ed.) Madrid 1876, tomo 2, páginas 394-409 |