Fernando Garrido (1821-1883)
La República democrática federal universal (1855)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Prólogo

El alma colora con su luz todas las ideas. Pero ¿qué mucho, si colora también todos los objetos? El espíritu es como el espacio, que abarca la naturaleza, como el lienzo, donde todas las cosas creadas se extienden y toman reflejos y matices. El hombre es el sol del universo. En torno de su alma giran el mundo físico y el mundo moral. Todas las grandes ideas son sus satélites.

Y si esto es cierto, hablando del hombre ideal, que se llama humanidad, no lo es menos hablando del hombre real, que se llama individuo. El individuo, si tiene en su carácter temple de acero, domina los acontecimientos, se cierne sobre las desgracias como el águila sobre las tempestades; hace del rayo destinado a herirle un cetro de oro; convierte en paraísos las cárceles, en dulzura los [6] tormentos, y menospreciando el clamoreo de sus enemigos, arrostra sereno toda suerte de peligros, sin temer ni a la hoguera del martirio, que no puede nunca abrasar las alas de mariposa, que Dios prendió a nuestra pobre alma. Estos grandes caracteres, por desgracia, escasean en nuestra época. Creo firmemente que las ideas eclécticas apagan toda luz en el espíritu. En esas grandes épocas de combate en que la tierra parece engendrar un nuevo Dios, engendrando una nueva idea; en esos periodos tremendos, pavorosos, pero grandes, en que el aire está cargando de electricidad, y el suelo cubierto de lava, y encendidos los horizontes con los reflejos de las llamas que vomitan mil volcanes, y ensordecidos los pueblos con los gritos de la guerra, en esas épocas, en que el espíritu, como la naturaleza, pasa por una gran catástrofe, para crear terrenos donde fructifiquen las semillas de las ideas, y abrir nuevos cauces al torrente de los siglos, nacen las grandes almas, que descubriendo su ideal, como una estrella clarísima, al través de las nubes, se duermen gozosas al arrullo de las tempestades, fiando, con fe sobrehumana, en que los contrarios embravecidos elementos no han de ser poderosos a extinguir la lumbre de la [7] verdad y aniquilar los gérmenes del bien. Sólo conozco hombres de ese linaje de titanes en tres épocas; en los primeros siglos, cuando pobres y humildes misioneros de un desconocido mundo, sin más armas que su palabra, ni más égida que su amor a la verdad, desafiaban en Asia a todos los dioses nacidos en flores, bosques, montañas y mares, para amedrentar al hombre; y desafiaban al par en Europa, a los emperadores del mundo, que tenían por solio el cielo y por pedestal la tierra. Nacían también esas almas en los siglos, en que los defensores de la libertad del pensamiento escribían los derechos del alma en el fondo de las cárceles, y los predicaban desde el centro de las hogueras; o en esa grandiosa revolución francesa, que vio morir uno por uno en holocausto a la libertad del mundo, a todos sus apóstoles. ¡Cuan hermoso es poseer un carácter de esta naturaleza, que no se doblega ante ninguna exigencia, ni quema incienso en aras de ningún ídolo, ni ama sino aquello que cree justo, ni ve realidad y vida fuera de su pensamiento, ni se deja arrastrar como deshojada flor, por los giros del huracán de los hechos, sino que los aprisiona y condensa, ni por un solo instante siente el [8] frío del temor en el corazón, o las sombras de la duda en la mente!

Este carácter tiene el autor del folleto, mi amigo Fernando Garrido. Si no temiera cansar al lector con una escena de mi vida intima, había de darle una prueba de esta verdad. Pero me arriesgo a todo; yo, en esta escena, sólo juego papel de espectador. Seria el año de 1850. Entonces era yo un niño. Tenia diez y siete años. La revolución de 1848, aquel hermoso canto de libertad, que había despertado a tantos pueblos dormidos, que había sonreído a tantas almas apagadas, resonó en mi corazón de niño con tan deleitosísima armonía, que inclinado por educación y por sentimiento a ideas religiosas, sin haber conocido otro mundo que el horizonte que envolvía el delicioso valle donde corrió mi niñez, me apasioné de la Democracia , creyendo siempre ver en ella la realización del Evangelio.

La Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, ¿no son el reflejo de la trinidad divina en el alma? Buscar en la sociedad remedios a esas clases desheredadas, esclavas de la miseria y de la ignorancia, que pasan sus días encorvadas bajo la pesadumbre del dolor, sin conocer la fuente de ideas que guarda su [9] alma, sin respirar las auras de la vida universal, flores que se agostan en el desierto, sin que caiga en su cáliz ni una gota de rocío, bastante a reflejar la inmensidad de los cielos, correr, pues, en pos del bien, para esas clases, ¿no es imitar a Jesús, eterno ideal de los hombres, que abandonó el trono de los espacios, el cetro de los mundos y descendió a la tierra a quebrar como frágiles cañas los cetros de los emperadores de Roma, y pulverizar las cadenas de los esclavos?

He aquí cómo el sentimiento religioso me llevó a la Democracia. Después ni aquel ha muerto, ni esta se ha extinguido a mis ojos. En toda mi vida uno a mis actos mis oraciones. Me parece que nada es santo, ni bueno, si Dios no lo bendice. La satisfacción de mi conciencia tranquila, dichosa, me ha parecido siempre como el soplo de Dios, que se derrama en los espacios del alma. Así... pero, contra mi propósito, y por vez primera en mi vida literaria hablaba de mí mismo. Sin embargo, encuentro disculpas. Creo este folleto destinado a los pobres, a los artesanos, a los que padecen, y no es bien emplear esas reticencias oratorias que gastamos con el mundo que se llama sabio e ilustrado. [10]

Todos los que padecemos, guardamos siempre en el alma la dulce poesía del dolor, todos nos entendemos; pero voy a continuar mi narración. Decía que en 1850 contaba yo diez y siete años. La Providencia me hizo conocer a Garrido. Le conocí en la cárcel. ¡Qué horrible es la cárcel! Torre de Babel, guardada sigilosamente por rejas mugrientas y puertas espesísimas, donde cada habitación es como un nicho, poblado de infinitos desgraciados, que algunas veces van a dar en ella o por falta de educación, o por sobra de pasiones; la cárcel me ha dado siempre horror, tal que no podría penetrar por aquellos tristes y oscuros pasadizos, que guardan tantos dolores, sin sentirme como poseído de un vértigo.

Pero, ¿cuál no fue mi extrañeza, cuando entré en uno de aquellos nichos, y vi a Garrido, alegre, sin curarse de sus desgracias, abierto un libro sobre la mesa, manejando un pincel con diestra mano, rebosando contento? ¡Él! que había sufrido largos meses de prisión, cuyo término ignoraba, mientras que yo, libre, sentía angustia tal en el corazón, que me oprimía el pecho, y me embargaba el habla! ¡Oh! Los primeros trofeos que vi de mi santa idea, fueron duras [11] prisiones. Los primeros apóstoles que pude estrechar contra mi corazón, los abracé en la cárcel. Desde entonces, conociendo a Garrido, sentí por él una profundísima admiración, y a medida que los años se han ido deslizando sobre nosotros, mi admiración ha subido de punto. Lo más apreciable en el hombre es un buen corazón, un gran carácter. Garrido lo posee como nadie. ¡Cuántas veces, en mis horas de duda, he pedido al cielo que me concediera su fe! Pero esos largos dones reservados están para las almas grandes. Dulce, pero indomable, ostentando siempre la nobleza del alma, recibida de Dios, amigo de sus amigos hasta el entusiasmo, ama todo lo que la Democracia ama, aborrece todo lo que la Democracia aborrece; llevando su pasión hasta estimar cosa de poca monta el perder la libertad y la vida en aras de sus ideas. Además, Garrido tiene otra gran cualidad. Siempre se cree de los últimos, y por eso siempre será de los primeros.

Después de la Revolución de Julio, sonó mi nombre en los oídos del Pueblo. Mi voz, en sí, nada era, sino un pobre y anticipado vagido de la generación que llama a las puertas de la patria para concluir la obra [12] que comenzaron nuestros padres, y mi inteligencia nada, sino ligera algo, arrojada a las tristes playas de lo presente, por el océano del porvenir, que atesora tantas perlas. Garrido me encomendó una defensa. Fui a verle a la cárcel. Cuando creímos rotas todas las cadenas, pulverizada la losa que cubría al pensamiento, Garrido se hallaba en la cárcel, gozando desde el fondo de su calabozo de las esperanzas de la revolución que impregnaba los aires.

Me presenté delante del Jurado, y el Jurado oyó mi voz que pedía justicia. Desde aquel punto Garrido y yo hemos vivido en estrecha amistad. La juventud democrática tiene en mi amigo uno de sus más ilustres defensores. Su palabra es clara, sencilla. Habla siempre al Pueblo. Tiene esa difícil facilidad, que es el blasón de los buenos escritores. Nunca vela su idea con palabras más o menos ambiguas. Garrido no conoce eso que llaman conveniencias. Así será siempre el escritor más popular de la Democracia. Cuando le posee la indignación y su alma dolorida lanza quejidos, no parece sino que su espíritu se levanta sobre sí mismo, vertiendo raudales de elocuencia. El folleto que vais a leer, denunciado y absuelto [13] también por la justicia del Pueblo, como todos sus escritos, es una prueba de cuantos asertos he sentado. En él se desenvuelven los principios fundamentales de la Democracia: los derechos que son emanaciones del alma; la libertad del pensamiento en la prensa; la libertad de la voluntad en los comicios; la libertad del juicio en el jurado; la completa consagración de la personalidad, que perdida en el seno de la naturaleza, o abogada bajo la pesadumbre de sombrías tradiciones, sacude su largo sueño, y se levanta gozosa a respirar vida mejor, coronada con los resplandores de todas las grandes ideas. En él se ve escrito con la elocuencia que nace de la fe, el ideal de la Democracia, paraíso que han buscado en su tránsito por la tierra todas las generaciones.

Este libro es el evangelio de la Democracia.

Para que sirva como de preliminar, haré ver los caminos por donde la civilización moderna ha llegado a descubrir ese precioso ideal, que hoy alumbra la conciencia del Pueblo. Es ley histórica, constante, que el mundo camina desde el derecho de uno al derecho de todos. Volved los ojos al mundo oriental. Sus bosques, cubiertos de flores [14] hermosas, que parecen caídas del árbol misterioso de la vida; sus grandes ríos, semejantes al Océano aquellas montañas, columnas de los cielos, en una palabra su lujuriosa y exuberante naturaleza, es como una cuna de flores donde duerme un cadáver, la humanidad, sujeta al duro yugo del despotismo religioso.

Viene la civilización pagana, y el hombre de Grecia no parece sino que va a cobrar completa libertad, y sin embargo a sus plantas yace el esclavo para quien la vida es como eterna y oscurísima noche. En Roma se encuentran las dos civilizaciones. Son como dos gladiadores. La civilización oriental personificada en las castas privilegiadas en los códigos sangrientos, en el respeto ciego a la tradición, en sus sombrías e ignoradas fórmulas religiosas, lucha para resistir a la civilización occidental, que personificada en los plebeyos, en los que corren al monte Aventino, en los que crean la gran institución del tribunado, en los que son su espíritu siempre progresivo trasforman todas las instituciones, luchan y cantan incesantes victorias hasta que las dos civilizaciones se pierden como los ríos en el mar del cristianismo. [15]

Venida esta luz del cielo parecía destinada a concluir con todos los restos de las antiguas civilizaciones. Y sin embargo, no sucede así. El mundo retrocede al gobierno patriarcal como si fuera cierto el círculo de hierro que Vico trazó en torno de la doliente humanidad. Sin embargo, en la nueva civilización hay dos elementos, que han de ser base de libertad. Es el primero la igualdad religiosa. El cristianismo daba a todos los hombres un origen, a todos un destino. Enseñó a la humanidad una sola oración. Así desde las heladas regiones del Polo hasta los abrasados desiertos de África, los cristianos se unen siempre en el amor a Dios. Conquista fue esta, que podía pasar por pobre a los ojos de los que no comprenden la armonía del mando físico y el mundo moral, entre la vida real y la vida del espíritu, pero que fue el alma de la Democracia. El segundo elemento del progreso, que trajo la nueva civilización, fue la conciencia de la personalidad que tenían las tribus del Norte. La vida errante de aquellos pueblos les obligaba a doblar la cerviz ante un guerrero, que con fuerza sobrehumana abría paso a las legiones que venían a quemar el cadáver de Roma. Y de aquí el feudalismo. Pero en el seno de la [16] Edad media, se ven dos fortísimas oposiciones. Una en lo ideal, la lucha de la ciencia, de la razón con la autoridad: otra en la región de los hechos, la lucha de las comunidades con el feudalismo. En esta como en todas, la victoria debía decidirse por los que estaban por el derecho de los más; pues ya hemos dicho que podrá haber épocas de dudas y zozobras; pero esas épocas son transitorias, resultando siempre el triunfo de la verdad y del bien. Lo que llamamos Providencia no es sino el conjunto de leyes, que forman el orden del mundo moral, como lo que llamamos naturaleza no es sino el conjunto de leyes, que forman el orden del mundo físico. Por eso las leyes históricas son leyes providenciales. Mas después de esta lucha quedaron sin embargo tres poderes, el absolutismo, la aristocracia y el Pueblo. El enemigo mayor del Pueblo, en la Edad media, fue la aristocracia. Por eso se aliaron un momento la monarquía absoluta y el Pueblo. Después la lucha, entre esos tres poderes, quedó para siempre resuelta. Así como la razón recobró sus derechos, el Pueblo recobró sus fueros. La revolución francesa fue el último sangriento día de esta gran lucha. Pero el ideal de la Democracia, con que habían [17] soñado todos los pensadores, debió levantarse en un mundo nuevo, y se levantó en América.

En aquel nuevo mundo, que surgió al morir la Edad media, entre las ondas, debían realizarse todas las reformas, que durante los tres largos siglos del renacimiento germinaron en Europa. Allí la conciencia perdió todas sus nubes, amaneciendo a eterno día; el pensamiento sacudió sus ligaduras, desplegando sus vistosas alas en el cielo de lo infinito, como la mariposa que rompe su capullo: la voluntad, antes abatida, desenvolvió todos los gérmenes de vida que encierra, depositados por la mano del Creador; la Asociación, esa fuerza maravillosa, que es a los espíritus lo que la atracción a los cuerpos, sojuzgó los mares y la naturaleza; y a tantas maravillas contestó entusiasmada con un grito de júbilo, la fatigada Europa. ¡Lástima grande que la esclavitud oscurezca la estrella de la libertad anglo-americana! Pero la comunidad de ideas entre los pueblos de la tierra, prueba que nos acercamos a los tiempos de armonía. Franklin, que había logrado avasallar el rayo, había llevado la electricidad revolucionaria del viejo mundo a la joven América. El Pueblo francés mandó a [18] Washington las llaves de la Bastilla, como había mandado contra los reyes del continente sus legiones victoriosas, que dieron en tierra con aquellos tronos, burla del tiempo, y eclipsaron con la lumbre que reflejaban sus bayonetas, aquellas coronas del derecho divino, que los pueblos creían forjadas con un rayo de la aureola de Dios.

Desde entonces se tiene por la mejor de las sociedades aquella en que el individuo puede manifestar libremente su pensamiento y su voluntad, encarnar su vida en las instituciones, levantarse a la conquista del progreso por medios pacíficos, llevando como lleva en su alma el eterno tipo de lo verdadero, de lo bello, es decir, todas las dulcísimas armonías del mundo moral. De aquí parte que la Democracia sea la única doctrina que asegura la paz. Reconstituyendo al individuo fraccionado, roto, en su perfecta personalidad; levantándole a vivir la vida universal; reconstituyendo las nacionalidades fraccionadas, rotas, en su perfecta independencia, no es dable temer que el cielo de la humanidad se nuble con nuevas tormentas.

Así la Democracia trae una nueva luz al mundo; porque es la armonía, que enlaza [19] todas las ideas. Si se habla de arte, ¿qué diferencia entre estos monumentos estrechos de nuestros tiempos, que sólo representan el individualismo, tiendas levantadas un instante en el desierto para albergar el egoísmo, y los monumentos de la Democracia mudos testigos de todos los siglos, símbolo de las grandes ideas, encarnación viva del espíritu del Pueblo? ¿Y si de aquí pasamos a las otras artes? La música será más armoniosa, cuando se convierta en eco de la voz de la humanidad; la pintura más bella, cuando retrate, no los individuos perecederos, que nada significan, sino la idea que siempre vive, y los poetas se levantarán a mayor sublimidad, cuando sean los profetas del progreso. Y con la Democracia la ciencia adquirirá nuevos florones. El pensamiento, absolutamente libre, abrirá sus alas sin temor a las tempestades, que se convertirán en blandas auras, y discurriendo por todos los horizontes del mundo físico y del mundo moral, desentrañará los secretos de la naturaleza, sondeando los abismos de la conciencia, y elevará a Dios un canto, que se perderá en el cielo como los arpegios del ruiseñor en las ondulaciones del aire. Y podrá el hombre domeñar según su agrado a la naturaleza, [20] modelarla encarnando en ella el pensamiento, hacer del mundo material, con el cincel del trabajo, lo que Fidias hacía con el mármol.

El trabajo no será el esfuerzo aislado de un individuo, que no allega sino el dolor para hoy, la incertidumbre para mañana. El trabajo en asociación será más dulce. Las máquinas vendrán a ennoblecer al hombre, levantando su frente abatida, su cuerpo encorvado sobre la madre tierra. Y así Dios lloverá rocío de amor sobre todas las frentes.

Para que lleguemos a estos tiempos preciosos, necesitamos consagrarnos a instruir al Pueblo, a darle la conciencia de sus derechos y de sus deberes. A esto se ha consagrado mi amigo Garrido. Este libro, escrito con sencillez, reúne todos los dogmas de la Democracia; es como un rayo de luz que baja sobre el Pueblo. Largas fatigas ha costado escribir el ideal Democrático en la conciencia del Pueblo. Hoy, hasta nuestros enemigos confiesan que la Democracia es el porvenir de la humanidad. El Pueblo debe meditar con madurez. El progreso no solo emancipa el pensamiento, llevando luz a las conciencias, sino que mejora la condición de las clases trabajadoras. Tú, proletario, que has [21] sido paria, esclavo y siervo, que has pasado por tan largo martirio, pues la historia es como tu calvario, abre el corazón a la esperanza, el espíritu al rocío de la verdad, y cuando lleguen esos tiempos, en que sonría la idea democrática en tu conciencia e inunde con su luz los espacios realizando esa nueva creación, que cada hombre encierra en su mente, acuérdate de los jóvenes que, como Garrido, han consagrado su vida a tu santa causa. Un recuerdo tuyo es la más hermosa de las recompensas.

Emilio Castelar.


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Fernando Garrido
La República democrática federal universal
Barcelona 1868, páginas 5-21