Filosofía en español 
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El Basilisco, número 9, 1991, páginas 3-37

 
La Etología como ciencia de la cultura*

Gustavo Bueno

 

«His quidam signis, atque haec exempla secuti,
Esse apibus partem divinae mentis et haustus
Aetherios dixere: deum namque ire per omnes
Terrasque, tractusque maris, coelumque profundum;
Hinc pecudes, armenta, viros, genus omne ferarum,
Quemque sibi tenues nascentem arcessere vitas.»
(Virgilio, Geórgicas, libro IV, 219-224)**

Introducción
§1. Sobre el postulado etologista de continuidad entre Natura y Cultura.
§2. Planteamiento del problema y análisis preliminar de la Idea de Continuidad.
Primera Parte. Discusión del discontinuismo y del continuismo
Cuestión primera: ¿En qué medida la Etología, que se ocupa, desde luego, en cuanto ciencia natural, del análisis de los comportamientos “naturales” de los animales y del hombre, puede penetrar también en el “mundo de las formas culturales” y, por tanto, reclamar su condición de ciencia cultural?
  A. El horizonte del discontinuismo en su forma dualista radical.
   I. El discontinuismo dualista desde la perspectiva ontológica.
    (a) El dualismo animal/Hombre.
    (b) El dualismo Natura/Cultura.
   II. El discontinuismo dualista desde la perspectiva gnoseológica.
  B. Los límites del discontinuismo.
   I. En el plano ontológico.
   II. En el plano gnoseológico.
Cuestión segunda: ¿En qué medida el “mundo de las formas culturales” permanece inanalizado por la Etología?
  A. La alternativa del continuismo radical.
   I. En el plano ontológico.
   II. En el plano gnoseológico.
  B. Los límites del continuismo
Segunda Parte. Un ensayo sobre los límites de la Etología como ciencia cultural, mantenidos entre el discontinuismo y el continuismo tradicionales.
   I. Propuesta de un “desplazamiento de fronteras” establecidas por los dualismos tradicionales.
    (a) La distinción entre cultura subjetiva y cultura objetiva.
    (b) La distinción entre “hombre-animal cultural” y “hombre-persona moral”.
   II. El campo gnoseológico de la Etología, entre el continuismo y el discontinuismo.
    (a) La inversión etológica y la inversión antropológica.
    (b) El “campo” de la Etología.
    (c) Continuismo y discontinuismo entre el campo de la Etología y los campos de la Antropología y las Ciencias Humanas.

Introducción

§1. Sobre el postulado etologista de continuidad entre Natura y Cultura

1La Etología es una ciencia reciente, acaso la última recién llegada a la “república de las ciencias”; todavía en nuestros días, los finales del siglo XX, lucha, en competencia darwiniana con otras disciplinas, por la conquista de su status como institución académica con derecho propio (denominación, financiación, cátedras, departamentos, horarios en los planes de estudio...) en muchas Universidades. Podemos tomar como fecha simbólica de su reconocimiento universal y del inicio de su carrera “imperialista” el año 1973, fecha en la que recibieron el Premio Nobel los [4] tres etólogos sin duda más famosos de nuestro siglo: K. von Frisch, K. Lorenz y N. Tinbergen. (Aproximadamente, un siglo antes, la Antropología, como disciplina nueva, había iniciado su carrera “imperialista”: Edward B. Tylor fue el primer catedrático de Antropología en Oxford, en 1884).

No fue, desde luego, esa fecha la del nacimiento de la Etología, que venía desde muy atrás; el propio término “Etología” había sido utilizado, más o menos ocasionalmente, por algunos “naturalistas”, como Fabre, y de un modo formal –como designación de un tipo característico de estudios– ya en 1911, por Oscar Heinroth, ornitólogo, a quien Lorenz reconoció como su maestro. El mismo Lorenz, en 1931, publicó su famoso artículo sobre los córvidos, bajo la bandera de la Etología: “Beiträge zur Ethologie der sozialer Corviden” (Journal für Ornithologie, 1931). Sin duda, hay motivos muy definidos para que la Etología se haya elevado de este modo, en los años 70 de nuestro siglo y en Austria-Alemania-Holanda; entre estos motivos, hay que contar, desde luego, el propio desarrollo científico de la disciplina, por ejemplo, los asombrosos resultados de von Frisch sobre el lenguaje de las abejas, hoy ya popularizados. Pero estos resultados, por si mismos, no lo explican todo: Mendel descubrió las leyes de la herencia sin que por ello la Genética{1} fuese inmediatamente reconocida como la disciplina fundamental; por el contrario, la Frenología, aunque sólo podía apoyarse en descubrimientos ficticios, llegó a ser considerada el siglo pasado como la ciencia primera –como le ocurrió al Psicoanálisis a raíz de la Primera Guerra Mundial–.

Parece innegable que los cursos de ascenso meteórico que han experimentado a partir del siglo XVIII diversas ciencias particulares (intencionales o efectivas) que tienen que ver con el hombre –la Economía Política, la Sociología, la Frenología, la Psicología, la Antropología o la Etología– están determinados, no ya estrictamente por la importancia científica de los nuevos conocimientos, sino porque un contexto ideológico adecuado favorece, estimula y utiliza esos descubrimientos presuntos o reales según su propia ley y les confiere su prestigio casi universal o universal. Un prestigio que suele llevar asociada la idea de que la nueva disciplina –que recibe también un nuevo nombre– es la ciencia fundamental, la ciencia clave a la cual habrá que reducir, en el límite, todas las demás. En todo caso, la nueva disciplina tiene que disputar su terreno a las demás; más aún, sólo puede crecer reivindicando para sí multitud de materias que venían siendo cultivadas por disciplinas ya establecidas y, en este sentido, no sólo tiene que distinguirse y emanciparse de ellas –de ahí el nuevo nombre– sino que también intentará someterlas. Tal es el inicio de esto que hemos llamado “imperialismo” de tantas disciplinas particulares nuevas y que es el principio activo de los ismos correspondientes (sociologismo, economicismo, historicismo, psicologismo, antropologismo... o etologismo). Y sin que sea siempre necesario asumir esta perspectiva imperialista universal, lo que sí es cierto es que la entronización de un nuevo nombre de una disciplina no debe entenderse en general como una operación neutra destinada simplemente o bien a poner un rótulo nuevo a saberes ya poseídos o a rotular nuevos conocimientos que pudieran acumularse pacíficamente a los preexistentes. Por un lado, la novedad, en términos absolutos, es casi siempre muy discutible (¿acaso no hubo antes de Augusto Comte quienes trataron cuestiones sociológicas?, ¿acaso no hubo economistas políticos antes de Quesnay o de Adam Smith, o antropólogos antes de Tylor?).

Pero tampoco el nombre nuevo de una disciplina es solo un modo distinto de designar conocimientos ya establecidos. Suponemos que lo que el nombre nuevo, cuando logra ser reconocido, implica esencialmente es, no sólo el nombre de algo que hay que agregar acumulativamente al anterior, sino también el nombre de algo que hay que negar, es decir, una novedad crítica, una reorganización, de alguna manera, del “sistema de las ciencias” previamente dado. Se diría que, dado un “sistema de las ciencias” (ligado a una ideología determinada), no fuera mas viable introducir una ciencia nueva, por mera acumulación, de lo que lo fuera introducir un nuevo planeta en el sistema solar, sin alterar el conjunto. La nueva disciplina, como si fuera una forma viviente, ha de introducirse entre las otras obedeciendo a la ley implacable de la lucha darwiniana, y, antes aun, heracliteana, por la vida: omnia secundum litem fiunt. La victoria, de larga duración, o pírrica, en esta lucha, depende de una ideología implícita; esta ideología, inducida y formulada por la propia disciplina ascendente, realimenta a la propia ciencia.

Por ello, consideramos imposible mantener el esquema del “corte epistemológico” (corte con las ideologías) que propugnó Bachelard y luego Althusser como condición para que se constituya una nueva ciencia. Las ciencias no necesitan cortar con todas las ideologías para constituirse como tales, ni siquiera este corte sería concebible si es que algunas ideologías son inducidas por la propia corriente en auge de la nueva disciplina; esto no significa que las ciencias se constituyan estructuralmente por las ideologías de referencia, que sólo están a la base genéticamente. Es un cierre categorial, realizado en el seno de una ideología dada, aquello que puede dar lugar en su momento a un corte con ella. Pero, en todo caso, aunque la ideología no pueda explicar el proceso de un cierre categorial, tampoco el proceso de un cierre categorial explica el auge, y menos aun el imperialismo, de la disciplina ascendente. La Economía Política –un hierro de madera en el sistema escolástico– tuvo que abrirse camino en conflicto con la moral, que pretendía poner límites a las leyes del interés del capital; su auge estaba en función de la nueva situación de los estados colonialistas; la Sociología aparecía, no como un nuevo saber acumulado a los tradicionales, sino como un sustituto de la Psicología y de la Teología, y aún de la Historia (convertida en Dinámica social); la Historia, como disciplina académica, sólo podría abrirse camino en el siglo XIX en competencia con la Historia de la Iglesia, pero también con la Sociología: sólo desde una óptica “gremial” puede llegar a creerse que el reconocimiento que a la Historia se le fue otorgando paulatinamente estaba en función exclusiva de una mayor “conciencia científica”. Si la Historia fue organizándose en los planes de estudio de la enseñanza primaria, secundaria o universitaria, como disciplina académica, no fue solo en función de motivos científicos, sino en función de la dialéctica ideológica de los Estados nacionales frente a la Iglesia (o frente a la Historia del Pueblo de Dios) y de los Estados nacionales entre sí, y, ulteriormente, en función del proyecto ideológico de una [5] revolución universal que sería el principio de la historia, o acaso su fin.

Circunscribiéndonos a la Etología, en consonancia con las ideas expuestas, consideraremos desenfocado tratar de explicar el auge que la Etología experimenta en las últimas décadas del siglo XX como consecuencia de los hallazgos científicos, que no negamos, de esa nueva estirpe de científicos que llamamos “etólogos”. La Etología comenzó siendo una exploración de los naturalistas que, no limitándose al análisis morfológico (anatómico, fisiológico) del cuerpo de los animales, comenzaban a considerar, no ya tanto su “mente” o su “alma” cuanto los movimientos de sus cuerpos, advirtiendo que estos movimientos, y segmentos abstractos diferenciados en los mismos, eran tan reales y objetivos (por ejemplo, a efectos taxonómicos) como podían serlo los órganos o características consideradas por Linneo. Se advirtió que estos movimientos tenían, en efecto, su propia “morfología” específica o genérica; constituían el comportamiento del animal y, por tanto, se podría, avanzando por ellos, penetrar en el campo de lo humano, en tanto que “todo lo que los hombres hacen de modo observable, se reduce a movimientos o a cesación de movimientos”. La perspectiva etológica parece no tener que reconocer límites al enfrentarse con el material antropológico, parece mostrar su capacidad para extenderse a la totalidad de los vivientes.

En cualquier caso la tendencia evidente a ese imperialismo de la Etología que llamamos “etologismo”, no puede ser explicada a partir de los brillantes resultados de esa ciencia, aunque se apoye en ellos; lo que es tanto como decir que a la Etología no le corresponde propiamente trazarse límites sino, por el contrario, proseguir su marcha donde quiera que haya podido poner el pie para dar otro paso adelante. Al parecer, todo el terreno de la antigua antropología se le ofrece como terreno abierto. Se diría que el “torbellino antropológico” que tendía a tragar en su movimiento a todas las categorías políticas, morales, históricas, talladas sobre las sociedades europeas, relativizándolas (¿acaso la liga aquea es algo diferente de la liga de los indios iroqueses?, ¿acaso las ceremonias de graduación académica son algo distinto de las ceremonias de iniciación ritual en una tribu?), estaba siendo, a su vez, envuelto por el “torbellino etológico”, capaz de tragarse las mismas categorías antropológicas en un movimiento aun mas universal (¿acaso la jerarquía política de la República romana es de un orden diferente a la de una banda de babuinos?, ¿acaso las vistosas charreteras de los mariscales prusianos significan algo distinto que el erizamiento del vello de los hombros del gorila plateado?, ¿acaso el Deutschland über alles es algo distinto en sustancia de los rugidos que los monos adultos de un grupo de aulladores lanzan al amanecer durante una media hora hasta que el otro grupo que ronda su territorio se retira?).

No es propósito mío, en estas páginas, el de ofrecer hipótesis sobre la génesis y progresión de este vigoroso “torbellino etológico”. Sin duda, habría que valorar las circunstancias en las cuales ese torbellino –preparado por el darwinismo– ha comenzado a tomar incremento; y entre estas “circunstancias” habría que contar, no solo la situación de una Europa superviviente a la Segunda Guerra Mundial –“cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro”–, sino también a unos europeos (austriacos, holandeses, ...) que habían desarrollado una profunda desconfianza por la política soteriológica (en especial, por la política del humanismo comunista –poco dado a la Etología– o nazi) y por la religión soteriológica (entendida como simple mitología), regresando, con una sensibilidad cósmica nueva, a las fuentes de un naturalismo cósmico, regeneración muchas veces del panteísmo decimonónico que, con el nombre de ecologismo, parece recuperar en nuestros días muchos motivos actuales de la antigua política de la amistad, como sustitutivo de la justicia, y aún de la antigua religión (la Etología, como nueva Teología).

En el seno de este torbellino ideológico que llamamos etologismo –y que se agita, no en solitario, sino junto con otros que giran en sentidos opuestos– se desarrollará, sin duda, la ciencia etológica, como ciencia rigurosa y cerrada (al mismo tiempo que ilimitada). Pero su cierre no está bien definido; incluso son confusos los impulsos que lo mueven. El principal, desde luego, es el impulso de los naturalistas, de los amigos de los animales, no antropocentristas, que buscan sumergirse en la atmósfera de vidas con significado propio y no ya por los beneficios que el análisis de los animales pudieran reportar al hombre. Simplemente por la necesidad de conocer a los animales en su propio mundo, desprendiéndose de los hábitos antropocéntricos de la misma manera que el antropólogo buscaba desprenderse de sus hábitos eurocéntricos, ideando una conceptuación puramente objetiva (von Uesküll, por ejemplo, proponía sustituir el concepto de “visión”, que le parecía demasiado antropomórfico, por el de “fotoreacción”); pero también se incorporan al movimiento muchos de los antiguos psicólogos, desencantados del mentalismo, que buscaban el análisis del comportamiento humano observable en el plano fisicalista, convergiendo de este modo con los naturalistas (el propio Watson se inspiró en Von Uesküll); aun cuando la “Psicología humana” (incluyendo en parte a Skinner) tendió siempre a tomar a ciertos animales (al modo de los antiguos Bestiarios) como modelos de la conducta humana (ratimorfismo, columbomorfismo) más que como un mundo natural independiente. De hecho, la antigua denominación de Psicología Comparada o de Psicología Animal, de connotaciones y tradiciones muy confusas y, en todo caso, sospechosamente redundantes (¿cómo podría ser otra cosa la Psicología sino animal?, ¿acaso la Psicología humana no sigue siendo Psicología animal?), fue cediendo el paso a la denominación victoriosa, Etología, a cargo de naturalistas de formación o de psicólogos reconvertidos, lo que explica la latente oposición que parece advertirse entre estos puntos de vista.

2. Ahora bien: entre los “cataclismos” que determinará el ascenso del nuevo nombre, Etología, en tanto va ligado a ese torbellino victorioso del “etologismo”, inducido y realimentado por el desarrollo de la propia Etología científica, nos referiremos aquí al cataclismo de ese sistema de las ciencias cuya hegemonía –sin perjuicio de una oposición continuada– se hizo notar en los ámbitos más diversos de la “República de las Ciencias” durante prácticamente la primera mitad del siglo XX: el sistema basado en la distinción entre las Ciencias Naturales y las Ciencias Culturales, [6] que se había gestado en Alemania (Dilthey, Windelband, Rickert...); en este sistema, la Psicología (por ejemplo, el “estructuralismo” de Wundt) figuraba como ciencia natural. Todavía E. Cassirer, en 1945, y sobre la base de las experiencias fracasadas de los Yerkes (en su intento de hacer hablar a un chimpancé), podía sentar, como principio fundamental, que la “Cultura” es característica del Hombre: el Hombre es sin duda animal, pero “animal cultural”. Los animales no humanos no hablan sino por metáfora, ni tienen reglas de parentesco; acaso podría concederse que los animales tienen una cierta inteligencia (Köhler); pero lo que caracteriza al Hombre es la Cultura, y por ello la Antropología, en tanto no se reduce a Zoología, se definirá precisamente como Antropología cultural, como ciencia de la cultura. La Zoología, incluso la Etología, se ocupará del comportamiento animal, pero, al menos en sus principios, en la medida en que este comportamiento, sea específico, sea genérico, pueda ser tratado como instintivo, natural (sin que este concepto de “natural” comprenda en principio la determinación de “innato”, aunque de no ser innato habrá de ser “naturalmente aprendido”).

La Etología estaba llamada a romper estas barreras, impuestas por el sistema heredado. Los etólogos se encontraron muy pronto con comportamientos animales que no podían atribuirse a la herencia; eran comportamientos aprendidos, inventados acaso por un individuo y transmitidos al grupo, socializados, por una “herencia” similar, en cuanto a los mecanismos de transmisión, al parecer, a lo que en el hombre se llama tradición cultural. Además, este aprendizaje podía tener lugar no sólo con respecto a patrones circunscritos a una conducta individual, corpórea (canto, acicalamiento), sino también a patrones que tienen que ver con una conducta social o instrumental. Sabater Pi fue, y no solamente en España, uno de los pioneros. Tras largos años de permanencia en Africa Occidental Española se dió cuenta de que no se trataba solo de demostrar que los chimpancés tienen “inteligencia animal”, sino que lo que también tienen es una cultura, o mejor muchas culturas, dentro de la misma especie, comparables enteramente a las de los pigmeos y otros pueblos estudiados por los antropólogos; una cultura todo lo rudimentaria que se quiera, pero característica del grupo y no menos adaptada a sus necesidades que la cultura de las diferentes sociedades historicas a las suyas. Y en el momento en que la mirada etológica se extienda al material antropológico, al hombre como animal cultural, no se tendrá la impresión de que la Etología esté saliéndose de sus límites: la Etología humana se ocupa de la cultura humana, no para reducirla a la cultura de los chimpancés o de los gorilas, sino para verla como una forma de comportamiento específico, pero etológico, del mismo modo a como las culturas de los chimpancés puedan serlo respecto de las de los gorilas.

La consecuencia que habría que sacar es la siguiente, si no nos equivocamos: que, dado el avance de la Etología, la ecuación entre Antropología y Ciencia de la Cultura parece estar llamada a romperse. Y esto significa, no solo que la Antropología va paulatinamente reabsorbiéndose en la Etología y comienza a ser ciencia natural (una parte de la Zoología, como decía, entre nosotros, Antón) sino que también, a su vez, la Etología va convirtiéndose en ciencia cultural, no solo porque se ocupa de la cultura humana, desde su perspectiva etológica, sino porque estudia las culturas animales. Hay que reconocer que, en nuestros días, la Etología se ha convertido, acaso sin habérselo propuesto, en una ciencia cultural. Y si esto es así, si esto es un hecho (un “hecho gnoseológico”), ¿donde poner los límites?, ¿acaso es posible ponerlos?

Concedido este hecho, ¿no nos veremos obligados, aun en contra de nuestra voluntad, a deslizarnos por la pendiente etologista, acatando el sino del “imperialismo” etológico y, por tanto, la necesidad de concebir a la Etología, no ya solo como una ciencia cultural, sino como “la Ciencia de la Cultura” –la única ciencia de la cultura verdaderamente tal– en general? Mas aún: en la medida en la cual la Etología como institución es ella misma un “producto cultural”, habría que conceder, que la propia Etología forma parte de su propio campo, a la manera como el Tratado de Química, en la medida en que pueda resolverse en las moléculas que constituyen la tinta y el papel, también forma parte del campo de la Química. Solo que aquí, no son las moléculas, sino las operaciones, o el conocimiento y su organización lo que pasa a formar parte del campo; debería haber, por tanto, “categorías etológicas” capaces de ser aplicadas al análisis de la propia Etología (por ejemplo, habría que aplicar acaso a la Etología el concepto de “conocimientos interespecíficos” y la Etología sería la forma de conocimiento que el Hombre tiene de las demás especies animales en la misma línea del conocimiento o del control tecnológico que las aves puedan tener de los insectos de quienes dependen para su alimentación). ¿Obligaría esto a concluir que la teoría de la ciencia etológica y, por tanto, la teoría de la ciencia en general, es también un capítulo de la Etología? (Esta pregunta nos da ocasión para recordad que Destutt de Tracy había defendido que la Ideología es una parte de la Zoología). Sin duda, y puesto que estas conclusiones parecen, al menos a primera vista, disparatadas, será preciso volver sobre las premisas etologistas, es decir, trazar los límites a la Etología misma; no a los etólogos ni a nadie, pues, ¿quien va a negar el derecho a nadie de saltar límites o fronteras? Pero sólo si hay límites o fronteras estas pueden saltarse; sólo si hay disciplinas caben actividades interdisciplinares. Por otra parte, el conocimiento de los límites es un ejercicio crítico. Sería ridículo extender el método del análisis químico de las figuras geométricas escritas en la pizarra para demostrar teoremas geométricos; ¿no será tan ridículo utilizar las categorías etológicas para llevar adelante el análisis lógico de la Etología como ciencia?

§2. Planteamiento del problema y análisis preliminar de la Idea de Continuidad

1. El objetivo de este Ensayo no es otro sino el de trazar las coordenadas para un tratamiento dialéctico de las posibilidades que la Etología tiene como ciencia de la cultura, así como el tratamiento de las posibilidades que la “Cultura”, en general, tiene de ser analizada por la Etología. O, dicho de otro modo, las coordenadas para un tratamiento dialéctico de las relaciones que puedan establecerse entre la Etología (como concepto gnoseológico de una disciplina) y la Cultura (como concepto ontológico, susceptible de formar parte del campo de la Etología).

Debemos tener en cuenta que, aun en el supuesto de que la totalidad del “reino de las formas culturales” pueda [7] considerarse dentro del campo de la Etología, ello no significaría que esa totalidad ocupase la totalidad misma de este campo, puesto que, en cualquier caso, la Etología no podría desentenderse de sus tareas tradicionales orientadas al análisis de los comportamientos naturales de los animales y del hombre. Las relaciones entre los conceptos de Naturaleza y de Cultura, separados tradicionalmente según la misma línea que separa los campos diversos respectivos de las ciencias naturales y de las ciencias culturales, recibirá, sin duda, una iluminación especial en cuanto partícipes del campo común de una ciencia como la Etología.

Según lo dicho, la materia que nos hemos propuesto discutir podría descomponerse lógicamente en estas dos cuestiones (cuyo tratamiento ocupará la primera parte de este Ensayo):

Cuestión primera: ¿en qué medida la Etología, que se ocupa, desde luego, de las conductas naturales de los animales (y del hombre, en cuanto animal) –por tanto, que es una ciencia natural–, puede penetrar también el reino de las formas culturales, y, por tanto, reclamar la condición de ciencia cultural?

Cuestión segunda: ¿en qué medida el mundo de las formas culturales permanece inanalizado, y es inanalizable, por la Etología –a la manera como la Geometría lo es por la Química– y, por tanto, en qué medida hay que rectificar la concepción de la Etología como la ciencia de la cultura?

Ahora bien, a fin de alcanzar el máximo relieve dialéctico en el tratamiento de estas cuestiones, supondremos que cada una de ellas recibe su significado pleno cuando es formulada como una duda a determinadas premisas (implícitas o explícitas) que parezcan mantenerse con una evidencia previa a toda duda. En realidad, son estas premisas las que confieren interés y, por decirlo así, dramatismo, a las cuestiones planteadas; al margen de tales premisas nuestras cuestiones podrán sonar como simples preguntas retóricas, incluso podrían parecen insulsas, o artificiosas, o distorsionadas –a la manera como le ocurriría al “Laoconte”, retiradas las serpientes–. Si partimos del supuesto de que la Etología es una ciencia cultural, supuesto del que sin duda parten, al menos implícitamente, muchos etólogos, entonces nuestra cuestión primera puede verse como ociosa o retórica; sería algo así como preguntar por qué los círculos son redondos. Pero, aun hablando a etólogos convencidos, cuando la pregunta dejará de ser ociosa será en el momento en que demos beligerancia a una premisa implícita que establezca: “la Etología es ciencia natural y no tiene nada que decir formalmente acerca del reino de las formas culturales; hay una discontinuidad, cortadura o ruptura total entre las ciencias que se ocupan de los animales y la ciencia del hombre en cuanto ser cultural, espiritual”. En efecto, esta premisa nos invita a reconocer las posiciones del adversario que no solo forman parte de nuestra filogenia ideológica, sino que siguen actuando en los lugares mas insospechados, incluyendo aquí a los propios etólogos. Reconocer las posiciones del adversario no equivale a compartirlas. Precisamente la cuestión primera las pone en duda, en virtud de ciertos hechos alegados; y apoyándonos en estos hechos cabe obtener, nos parece, una impugnación de la premisa originaria que nos permita formular, como alternativa más radical suya, la premisa opuesta: “el reino de las formas culturales es una parte integrante del campo de la Etología; hay una continuidad innegable demostrada por la doctrina de la evolución entre los animales y el hombre, que es una especie animal entre otras, sin perjuicio de su irreductibilidad, como tal especie, análoga a la que corresponde mutuamente a las otras especies”. Esta sería la premisa que consideramos como horizonte dialéctico de nuestra segunda cuestión. Pero también a ella le opondremos hechos limitativos y obstativos, de no menor significación.

En una Segunda Parte intentaremos ofrecer una respuesta sistemática a la pregunta general sobre la relación entre Etología y Cultura, que nos obligará, a su vez, a regresar hasta una “Teoría de la Etología” equidistante de la primera premisa considerada (la premisa discontinuista radical, la premisa dualista) así como de la segunda premisa (la premisa continuista radical, la premisa univocista).

2. El discontinuismo (entre los contenidos naturales del campo de la Etología y los contenidos culturales y, en particular, los de la cultura humana) y el continuismo (entre esos respectivos contenidos) serán considerados como los dos límites extremos –tesis y antítesis– desde los cuales suponemos planteadas nuestras dos cuestiones principales. Estos límites no tienen, por tanto, propiamente, un significado exento, independiente; ellos están vinculados dioscúricamente (dialécticamente), porque sólo cuando uno de ellos se eclipsa, en virtud de las objeciones a que nos conduce la duda inicial, comienza a brillar el otro. Parece obligado, según esto, antes de comenzar el desarrollo dialéctico de cada una de las cuestiones planteadas, proponer algunas puntualizaciones relativas a las ideas mismas de continuidad y discontinuidad que hemos tomado como marco de nuestros planteamientos.

Desde luego, parece que cabe afirmar que las ideas de continuidad y de discontinuidad, en el contexto de los análisis en torno al alcance de la Etología y de la discusión sobre la legitimidad del etologismo, desempeñan un papel pragmático evidente, el papel de postulados o peticiones de principio sobre las condiciones objetivas que habrían de presuponerse para que las respectivas posiciones alternativas puedan considerarse bien fundadas. De este modo, “discontinuismo” será la expresión de esa supuesta (o postulada) distancia entre Naturaleza y Cultura tal que haría irracional el intento de convertir a la Etología en una ciencia cultural; “continuismo”, en cambio, podría entenderse simplemente como el postulado de las mismas pretensiones “imperialistas” de la Etología, que encuentra injustificado todo intento de poner barreras o cortaduras a su marcha continua y victoriosa por el terreno de las formaciones culturales y, particularmente, por las regiones de la cultura humana, de la Antropología. Desde esta perspectiva, se comprende que un Congreso de etólogos tienda a incluir, entre sus conclusiones, la tesis del continuismo, como postulado pragmático que tiene que ver con el progreso de su institución, a la manera como en las conclusiones de la Junta General de accionistas de una Sociedad Anónima en expansión figurará siempre un acuerdo relativo al continuismo en la política de ampliación del capital social. [8]

Pero este continuismo pragmático (subjetivo, gremial), cuando es racional, y no un mero voluntarismo, ha de apoyarse en la efectividad de un continuismo postulado en el campo semántico (objetivo), de la misma manera que la ampliación de capital decidida por la voluntad de los socios ha de poder concatenarse con los programas de producción en marcha de la empresa. Ahora bien, la idea de continuidad objetiva (correspondientemente, de discontinuidad) contiene momentos diversos que, aunque juegan siempre juntos, mantienen ritmos propios y que es necesario no confundir, momentos que constituyen verdaderas determinaciones o incluso acepciones de la idea de continuidad (o de discontinuidad) que son muy diferentes entre sí, pues diferentes son sus opuestos respectivos. Agruparemos estas diversas acepciones en dos rúbricas que denominaremos continuidad causal (genética, sustancial o existencial), con la cual tienen que ver las relaciones de homología, y continuidad estructural (esencial, serial), con la cual tienen que ver las relaciones de analogía. La continuidad causal se define frente a la discontinuidad de la inmanencia causal o sustancial propia del creacionismo o del emergentismo metafísicos; pero cabe defender la continuidad genética (o sustancial) en la Evolución a la vez que se defiende una discontinuidad estructural (continuidad sustancial en las transformaciones, significa, por ejemplo, que no se admite un hiato o interrupción de sustancia en el proceso de transformación, es decir, que la configuración nueva no procede nunca ex nihilo subiecti); la continuidad serial se define ante la discontinuidad estructural pero no ante la genética.

Cabe citar concepciones que mantienen un esquema de continuidad serial en el desarrollo de un proceso evolutivo, a la vez que defienden, del modo más radical, el discontinuismo sustancial o causal. Así, los metafísicos del siglo XVII (Descartes, los ocasionalistas, y sobre todo Berkeley) mantuvieron una visión continuista del desarrollo de los seres creados en la Scala Naturae; sin embargo, debe reconocerse que este continuismo tenía un sentido más estructural, serial, que genético, o causal-inmanente, porque en virtud de la concepción de la conservación de los seres naturales como una “creación continuada” habría que decir que el curso del universo era sustancialmente (existencialmente) discontinuo, desde el momento en que Dios, como causa trascendente, estaba aniquilando y creando las cosas en cada instante (en la doctrina del Berkeley, la discontinuidad sustancial es proclamada explícitamente: este planeta que veo ahora deja de existir cuando nadie lo mira, y vuelve a ser creado por Dios cuando las miradas retornan hacia él). Por nuestra parte, supondremos que la continuidad genética puede considerarse como un postulado general del racionalismo materialista, puesto que esta continuidad implica la inmanencia en las determinaciones causales y la permanencia sustancial en los procesos de transformación o evolución.

Admitir un discontinuismo genético –por tanto, una creación ex nihilo, o una emergencia mágica– es tanto como conculcar las exigencias de la causalidad inmanente, es tanto como aceptar la posibilidad de que de la chistera vacía del prestidigitador salga realmente una paloma. Todo lo que acaece procede de materiales antecedentes, sin que pueda aceptarse solución de continuidad, al menos en el plano fenoménico (dejamos de lado aquí las cuestiones relativas a la discontinuidad de los procesos cuánticos). Sólo que esta continuidad causal, o incluso sustancial, no es incompatible con el postulado de una discontinuidad estructural. Podríamos ilustrar esta compatibilidad con el modelo-límite (mitológico, si se prefiere) que contempla la evolución de una sociedad de primates, asentados en un territorio definido, hacia una sociedad política, de hombres, cuyo territorio incluye el de sus antepasados, aunque lo desborde. En esta situación, cabría hablar de continuidad sustancial entre las bandas de primates antecesores y las sociedades de hombres de quienes, por supuesto inverosimil, pudiera decirse que son aquellos mismos, transformados, en un territorio que también fuese el mismo; sin embargo esta continuidad sustancial podría ser reconocida juntamente con la tesis de una discontinuidad estructural si es que aceptamos la realidad de una transformación de una banda natural en un Estado, y suponemos que esta transformación implica una metábasis eis allos genos.

Ahora bien, la continuidad, entendida en el plano serial o estructural sigue siendo un concepto muy confuso, si no se diferencian las múltiples acepciones que puede alcanzar y que, por otra parte, no son acepciones fácilmente disociables, puesto que se entremezclan constantemente las unas con las otras. La continuidad, en su sentido matemático más estricto se define como la propiedad de una sucesión ordenada de múltiples (infinitos) elementos de ser coordinable con los números reales: este es el concepto de continuo real, o de continuidad real (el continuo real tiene una propiedad importante, la densidad, es decir, la posibilidad de intercalar siempre entre cada dos términos uno intermedio, ad infinitum; sin embargo, la densidad, no implica la continuidad –como Aristóteles parece haber sostenido en su análisis de las magnitudes “continuas”, espacio, tiempo y movimiento– y así el conjunto de los números racionales es denso, pero no continuo, desde el momento en que en él se definen cortaduras).

Podría objetársenos que la mera alusión a esta acepción matemática de la continuidad real es impertinente en nuestro debate en torno al continuismo o discontinuismo de la evolución del orden natural al cultural, puesto que la continuidad real en ningún caso podría tener que ver con un proceso biológico evolutivo, cuyos eslabones han de tener siempre un cardinal finito. Sin embargo, esto no es así enteramente. En primer lugar, porque la continuidad real afecta al espacio-tiempo en el que tiene lugar el movimiento evolutivo; por lo que resultará que la continuidad real, sin perjuicio de su carácter esencial o estructural, está asociada a la continuidad que hemos llamado sustancial o causal (en tanto ésta también se da en el mundo de los fenómenos espacio-temporales). En segundo lugar, porque la “densidad”, aunque no tiene posibilidad de ser aplicada puntualmente a los procesos evolutivos, sin embargo se aplica de hecho de un modo regulativo, por ejemplo, cuando se dice que entre dos cráneos dados, según un orden cronológico, de australopitecos, debe haber un cráneo o eslabón intermedio. Es evidente que aunque aquí no puede aplicarse indefinidamente el principio, este conserva un valor heurístico pragmático, pues incita a no dar por terminada la investigación. Pero, en cualquier caso, la continuidad real y su densidad han de tener, además de su función heurística (o genérica, en el espacio tiempo) un respaldo semántico específico en las sucesiones evolutivas. Y como este respaldo es obviamente imposible, es evidente que el concepto de continuidad serial o estructural, para ser aplicado a la evolución, deberá ser redefinido de otro modo que por el criterio de la continuidad real.

Teniendo en cuenta que la idea de evolución sólo se desarrolla propiamente en el marco de una taxonomía en [9] la que se reconozcan especies, géneros, familias, ordenes, clases, &c. –la evolución comenzó siendo “evolución de las especies”, “origen de las especies a partir de las especies del mismo género o de distintos géneros...”–, parece conveniente vincular la idea de continuidad de la evolución a la idea de univocidad (propia de los géneros porfirianos; “género” aquí incluye a familias, órdenes, clases..., como géneros próximos, intermedios o supremos), así como la idea de discontinuidad a la de equivocidad categorial. Continuismo equivaldrá a univocismo del género (o familia, &c.) respecto de sus especies (por ejemplo, del género “Cultura” respecto de las especies “cultura de los chimpancés” o “culturas humanas”).

Ahora bien, un género (mejor aún, una clase) puede ofrecérsenos, o bien con ordenación de sus especies (en su caso, de sus elementos) o bien sin ordenación de sus elementos: hablaremos de clases climacológicas (o de clases climacológicas de clases) y de clases llanas. Una clase, o una clase de clases (género, especie respecto de subespecies) climacológica puede ser ordenada según criterios muy diversos, muchos de ellos coordinables con las sucesiones aritméticas de los números naturales (1, 2, 3, 4, ..., n), con la de los números pares (2, 4, 6, 8, ..., 2n) o con cualquier otra sucesión, sea una serie de Fibonacci, sea la sucesión An = 1/n2 (es decir: 1/4, 1/9, 1/16, ...). Continuidad climacológica será ahora una continuidad esencial o estructural equivalente a la regularidad o la gradualidad, a la coordinabilidad del proceso evolutivo con el criterio de gradación tomado como canon. El principio natura non facit saltus podrá considerarse como un postulado de continuidad climacológica en virtud del cual rechazamos la posibilidad de una “casilla vacía” de la escala graduada tomada como canon. El problema que se plantea en este punto es muy grave: es el problema de la justificación del criterio o canon de ordenación elegido, pues si este canon es convencional o meramente estipulativo, un proceso continuo serialmente desde el criterio K dejará de serlo cuando nos acogemos a otro criterio K'.

En cualquier caso, procedemos como si, por ejemplo, el sistema periódico de los elementos químicos ofreciese una gradación continua, precisamente según la gradualidad propia de los números naturales, del 1 al 130, por ejemplo, si es que nos atenemos al número atómico Z (en cambio, si nos referimos a los pesos atómicos, difícilmente podríamos hablar de continuidad-regularidad de la sucesión de la tabla baroatómica que, sin embargo, sigue siendo ordenable climacológicamente: H = 1,00785; He = 4,003; Li = 6,940; Be = 9,02, ...). En cualquier caso, la continuidad-regularidad climacológica de la tabla periódica es más bien de índole sistemática (“sincrónica”) que histórica-evolutiva (“diacrónica”), ya se tome el orden histórico en el plano del orden de descubrimiento de los elementos químicos (en donde obviamente la ordenación histórica no se ajustó al orden sistemático: no fue el hidrógeno el primer elemento descubierto, ni el segundo el helio, ni el tercero el litio, &c.), ya se tome ese orden histórico en un plano más próximo a la teoría de la evolución, el plano de la “evolución de los elementos” a partir del átomo de Hidrógeno; pues aunque los elementos químicos de número atómico más alto presuponen los de número atómico más bajo, en virtud de la teoría de las capas electrónicas –y ello podría inducir a pensar que en la Naturaleza los elementos tuvieran que formarse necesariamente siguiendo el mismo orden continuo de la tabla periódica (¿cómo podría formarse el Carbono “sin pasar antes” por el Berilio?)–, sin embargo esto no es así; puesto que no es necesario que cada elemento deba formarse a partir del inmediatamente anterior (a la manera como las capas de la corteza de un árbol han de añadirse necesariamente a las precedentes, y sería absurdo que en el corte de un tronco de encina contásemos el anillo 75 sin pasar por el 74). Los elementos químicos pueden formarse por fusión de otros elementos; y así, podemos formar el Nitrógeno (“radionitrógeno”, que hace el número 7 de la tabla periódica) “sin pasar” por el Carbono (que hace el número 6), gracias a la reacción 10/5 B + 4/2 He – 13/7 N* + 1/0 n.

Podemos decir, por tanto, que el principio de continuidad climacológica no es aplicable necesariamente (aunque sí con diverso grado de probabilidad) al proceso de la evolución de los elementos químicos, pese a que la sucesión de los números naturales parece un criterio internamente proporcionado para una ordenación de los elementos según el número atómico. Cuando la adecuación al material ordenado del criterio de ordenación no es tan evidente, se comprende que el principio de continuidad pueda resultar disparatado: llevaría a concluir, por ejemplo, que la sucesión de 1 a 12 de los poliedros regulares es naturalmente discontinua, porque, en primer lugar, los tres primeros puestos (1, 2, 3), han de permanecer vacíos, dado que solamente es posible cerrar espacio con cuatro caras; en segundo lugar, porque los puestos 5, 7, 9 y 11 han de quedar también vacíos, por no cumplir la regla de Euler. ¿Tendría sentido hablar de cortaduras o de saltos en la sucesión de los poliedros regulares ordenados según la serie continua, aunque discreta, de los números naturales? Y si en lugar de caras de poliedros hablamos de gramos de un encéfalo o, mejor aún, de cantidad de un grupo social (medida por el número de sus elementos, que ha de ser un entero), ¿por qué habría de postularse una continuidad climacológica discreta en esos casos? No hay ninguna razón por la cual todos los encéfalos, según su peso en gramos, hayan de ser igualmente estables o probables: podría ocurrir que entre un cerebro de 450 gramos y otro de 1000 no hubiese necesariamente de buscar un cerebro de 850 gramos; como tampoco que las bandas de homínidos debieran crecer continuamente por números naturales, puesto que no todos los cardinales de un grupo social son igualmente probables o estables (entre un grupo de 12 individuos, otro de 85 y un tercero de 240, no tienen por qué postularse necesariamente todos los grados intermedios, y cabría aquí hablar de “números mágicos” o privilegiados, del mismo modo que se habla de ellos en la teoría atómica). Concluimos levantando serias dudas sobre el significado mismo en cada caso del principio de continuidad climacológica discreta, aplicado a la evolución animal y humana (y ello sin entrar en las cuestiones terminológicas, fácilmente salvables, relativas a la yuxtaposición de los términos continuo y discreto).

Por último, cabe advertir que algunas acepciones, determinaciones o modulaciones, según las cuales se utiliza a veces la idea de continuidad (y correspondientemente, la idea de discontinuidad) tienen que ver precisamente con la univocidad de las clases llanas (o clases en las que no consta una ordenación de sus términos), pero ahora en [10] el sentido de que la discontinuidad no implica necesariamente equivocidad absoluta (o negación de la univocidad), sino su desplazamiento a otro nivel de continuidad. Pues la continuidad y la discontinuidad son conceptos coordinados. Hablaríamos de continuidad co-genérica (compatible con las discontinuidades específicas) y de continuidad subgenérica. Comenzando por las clases de primer orden (aquellas cuyos elementos son individuos, las especies de Porfirio-Linneo) cuando atendemos a las relaciones de cruzabilidad sexual fértil (relaciones constitutivas del concepto de las llamadas “especies mendelianas”), entre individuos de cada especie, podemos afirmar que la continuidad tiene mucho que ver con la conexividad de la relación, y no solo con la universalidad de la misma (una relación, definida dentro de una clase, puede ser universal a todos sus términos, pero no conexa, es decir, aplicable a cada par, terna, &c., cualquiera de esos términos: todas las rectas de un plano reglado son paralelas a otras, pero no por ellos dos rectas cualesquiera del plano han de ser paralelas entre si).

Más aún: cuando las relaciones son de equivalencia, y no conexas, estamos ante el principio de constitución de clases disyuntas, que introducen discontinuidades (disyunciones, cortaduras) entre los elementos de la misma clase, sin perjuicio de su univocidad. También cabría hablar de discontinuidades entre los subconjuntos estables –respecto de la operación cruce– dentro de una misma especie, es decir, de la distinción de las razas de una especie polimorfa que, sin embargo, pueden cruzarse de modo fértil. Según esto, las especies mendelianas pueden considerarse como discontinuidades objetivas constituidas en el ámbito de clases de individuos, pero que no excluyen la continuidad unívoca de esas especies en un nivel más amplio, a saber, el del sistema de las especies que forman un género (o el de los géneros que forman una familia, &c.). En efecto, así como el desarrollo subgenérico de un género en sus especies (que comporta la reiteración de las notas genéricas, pongamos por caso, la pentadactília de los vertebrados) dice continuidad esencial (permanencia de la nota), así también el desarrollo cogenérico de las especies tampoco rompe la continuidad esencial del género, puesto que precisamente la desenvuelve o despliega. El desarrollo del género “palanca” en sus tres “especies” no rompe la continuidad del género; cada especie, aunque es irreductible a las otras, y aún sin necesidad de especies intermedias, se compone sistemáticamente con las otras, como un caso combinatorio de los mismos componentes mecánicos (puntos de apoyo, potencia, resistencia) que son los que mantienen la continuidad del género, por encima de la disyunción o cortadura de las especies. Según esto, la continuidad esencial, a nivel genérico, entre las diversas especies de vertebrados y las especies del Genus Homo L. tampoco queda comprometida por las disyunciones o discontinuidades mendelianas.

La discontinuidad puede aparecer, sin embargo, en el desarrollo de los géneros o especies climacológicas cuando éste procede por grados (densos o dispersos), aun dados éstos, inicialmente, en el continuo discreto del mismo género o especie. Consideremos algunas situaciones de continuidad y discontinuidad estructural que pueden tener lugar en el proceso de la distribución de una determinación o propiedad definida como universal a un sistema de clases embotelladas (Gn ⊃ Gn-1 ⊃ Gn-2 ⊃ ... ⊃ G0). Consideraremos universal a una propiedad o determinación cuando ella vaya asociada a una regla de distribución por todos los subconjuntos del sistema (embotellados, en línea directa o colateral). La distribución podrá tener lugar en un sentido descendente o deductivo (de Gi a Gi-1) o en un sentido ascendente o inductivo (de Gi-1 a Gi) o en un sentido colateral o recursivo (de Gi a G'i). La distribución universal será uniforme cuando las determinaciones van reiterándose positivamente, sea de modo unívoco idempotente (para el caso de las descendentes nos encontramos aquí con las distribuciones subgenéricas, presididas por el dictum de omni: la determinación “mortal” de animal, o “mamífero” de vertebrado, se reitera a todas las familias, géneros, especies; para el caso de la línea ascendente, nos encontramos con las ampliaciones, como las propiedades formales que van pasando de los campos de números de N a Q, &c.; para el caso de las recursiones, nos encontraremos con la recurrencia unívoca de la determinación, a la manera como la velocidad de un móvil, en un tiempo ti, si es inercial, va recurriendo unívocamente, idempotentemente, en los tiempos ti+1, ti+2,...); la distribución universal será acumulativa o decumulativa, cuando la determinación va propagándose de forma que los grados anteriores se acumulan en los sucesivos (así, la velocidad, en el movimiento acelerado, va acumulándose según una ley). Las distribuciones acumulativas o decumulativas no son siempre indefinidas; en general, llegan a límites en los que aparecen cortaduras o discontinuidades estructurales.

También se producirán interrupciones, cortaduras o discontinuidades en las distribuciones de determinaciones universales no uniformes, sino variables, es decir, aunque no sean acumulativas –distribuciones que presentan valores diferentes (no necesariamente ordenados o graduados en sus géneros, por ejemplo, la distribución estadística de la variable talla)– cuando se dé el caso, por ejemplo, de una distribución acogida a una regla de composición de la determinación variable con otras determinaciones responsables del valor de aquella (de su magnitud). En efecto, en estas situaciones, aun en los casos en los cuales los valores de una determinación variable se anulen, podrá hablarse de distribución universal (negativa), porque la determinación habrá que suponerla presente en el sistema de las determinaciones aun cuando por la influencia de la covariable se anule su valor fenoménico, y el criterio no sería otro que el siguiente: que si no las supusiéramos presente, aun con valor 0, la covariable alcanzaría un valor diferente del que realmente tiene. Tal es el caso de la distribución de la determinación “peso” (considerando universal la proposición “todos los cuerpos son pesados”) en un sistema de cuerpos (refirámosnos al subconjunto de los cuerpos sometidos a la gravitación terrestre) que, a su vez, están sometidos a la acción de otras fuerzas combinadas con aquélla (habrá situaciones de caída libre, con la distribución uniforme acumulativa de la que hemos hablado; y habrá situaciones de desgravitación en las que el valor peso terrestre se anula por la acción de una fuerza igual y de sentido contrario a la de la gravitación terrestre en ese punto). Por último, esta forma de distribución combinatoria puede dar cuenta de un tipo de género no porfiriano que venimos denominando “género plotiniano” (“los heráclidas pertenecen al mismo género, no porque sean semejantes entre sí, sino porque descienden de un mismo tronco”) –los phyla son géneros plotinianos–, y en los cuales la uniformidad (uniformidad o semejanza) de la determinación inicial, aunque se supone que ha ido reiterándose, al menos en parte, en los descendientes, va desapareciendo o tomando otros valores, incluso hasta llegar a anularse en alguno de ellos. [11]

Una de las formas de reduccionismo más frecuente es la que tiene lugar cuando se reducen los distintos tipos de distribución al tipo de distribución subgenérica (reiteración descendente, unívoca, uniforme, según el dictum de omni); esta distribución subgenérica tiene su aplicación adecuada en muchas taxonomías porfirianas o linneanas. En ellas, las supuestas determinaciones genéricas desempeñan el papel de una base rígida, inmutable, que, de modo continuo, habrá que reiterar en cada paso del desarrollo que acaso tendrá lugar mediante la adición de otras “plantas sobreestructurales” asentadas sobre la base genérica; en estos casos habría discontinuidad en las sobreestructuras, por ejemplo, en la composición ex abrupto de diferencias específicas al género, discontinuidad yuxtapuesta a la continuidad basal.

Primera parte. Discusión del discontinuismo y del continuismo

Como hemos dicho en la Introducción, la pregunta general que venimos planteando –“¿cuales son las posibilidades de la Etología en cuanto ciencia de la cultura?”– la descomponemos, a efectos de su discusión dialéctica, en dos cuestiones, la primera de las cuales, presuponiendo un horizonte discontinuista radical (dualista) suscita la necesidad de determinar los límites de ese dualismo (“¿en qué medida la Etología penetra de hecho en el mundo de las formas culturales?”), mientras que la segunda, partiendo de una alternativa radical a aquel horizonte, es decir, presuponiendo un horizonte continuista, suscita, a su vez, la necesidad de establecer límites a ese continuismo (“¿en qué medida el mundo de las formas culturales permanece de hecho inanalizable e inanalizado por la Etología?”).

Cuestión primera. ¿En qué medida la Etología, que se ocupa, desde luego, en cuanto ciencia natural, del análisis de los comportamientos “naturales” de los animales y del hombre, puede penetrar también en el “mundo de las formas culturales” y, por tanto, reclamar su condición de ciencia cultural?

De acuerdo con el plan indicado comenzaremos (A) por una reconstrucción, lo más esquemática posible, de aquellos presupuestos, tanto ontológicos como gnoseológicos, del discontinuismo (en su forma dualista más radical) que confieren sentido a la cuestión arriba formulada, para pasar a establecer a continuación (B), también de modo esquemático, los límites del dualismo, y, con ellos, el principio de una respuesta afirmativa a la cuestión propuesta.

A. El horizonte del discontinuismo en su forma dualista radical

Intentamos reconstruir esquemáticamente el horizonte dualista de nuestra tradición occidental más inmediata sobre cuyo fondo se dibuja la pregunta formulada en esta cuestión primera. Esta tradición, aun cuando está ampliamente superada y, en parte, precisamente por el desarrollo de la Etología en la segunda mitad de nuestro siglo, sigue siendo, no sólo una referencia histórica obligada que confiere significado a la pregunta (incluso un cierto carácter de novedad a las respuestas afirmativas), sino también un componente residual de nuestro presente, que se manifiesta en múltiples situaciones y que constituye incluso el modelo en negativo de algunas de nuestras tesis positivas que, por sí mismas, acaso se nos presentan como ajenas por completo a aquellos presupuestos dualistas (tal es el caso, a nuestro juicio, de la propia oposición Naturaleza/Cultura, en su versión Innato/Aprendido).

El discontinuismo se desarrolla, también en su forma dualista, tanto en una perspectiva ontológica –aquélla en la que tiene lugar la comparación entre los campos de las ciencias naturales y los de las ciencias culturales– como en una perspectiva gnoseológica –aquélla que tiene lugar en la comparación entre las ciencias naturales y las ciencias de la cultura–. Estas dos perspectivas son indisociables, pero no deben confundirse, como no se confunde un anverso y un reverso, puesto que cada uno de ellos tiene sus peculiares dibujos a escala propia y su ritmo propio. Por lo demás, el discontinuismo al que nos referiremos no sólo es, desde luego, el que hemos llamado estructural o esencial, sino también, aunque eventualmente, el discontinuismo que hemos llamado causal o genético (o sustancial).

I. El discontinuismo dualista desde la perspectiva ontológica

Entre los diversos dualismos que encontramos en nuestra tradición occidental, relacionados indudablemente con nuestro tema principal (por ejemplo, los dualismos cuerpo/espíritu, instinto/razón, sentidos/conciencia, incluso mundo sensible/mundo inteligible, ser/valor o ser/deber ser) hemos escogido, porque nos parece que se encuentran mas cercanos al modo como los etólogos y antropólogos discuten hoy sobre estos asuntos, los dualismos animal/hombre y natura/cultura. Estos dos dualismos difieren, en definición (en intensión) pero ni siquiera van referidos siempre a una misma extensión (como si fueran pares de semicírculos opuestos de la misma circunferencia). En su forma más extrema estos dualismos serán interpretados como dicotomías –como relación entre conjuntos disyuntos, si es que, aunque sea por motivos puramente heurísticos, atribuimos a sus términos (“animal”, “hombre”, “naturaleza”, “cultura”) el formato lógico de las clases–; en formas menos extremadas, estos dualismos podrán interpretarse como si fueran oposiciones meramente contrarias entre conjuntos que admiten intersección no vacía o, acaso, como si mantuviesen la relación propia de los “conjuntos difusos” (en el sentido de Zadeh), susceptibles, si no de intersección, sí al menos de ordenación en una sucesión de sus miembros [12] en las que los límites borrosos del animal o de la naturaleza, en sus grados más altos, aparezcan en las proximidades de los límites borrosos, en sus grados más bajos, de hombre o de cultura, respectivamente. En la segunda parte de este Ensayo mostraremos cómo estos esquemas lógicos para formular la oposición entre Naturaleza y Cultura son inadecuados, y analizaremos las condiciones desde las cuales puede afirmarse que entre estos conceptos no hay oposición de contrariedad ni de dicotomía, puesto que son “conceptos conjugados”.

(a) El dualismo animal/Hombre

La oposición animal/hombre, como oposición dicotómica, se mantiene viva en el lenguaje ordinario, y cabría decir que forma parte de la “filosofía mundana” de nuestro presente. Aunque al zoólogo le parezca grosera cuando se mantiene en la Academia (salvo que la interprete como oposición entre un género supremo –el Reino animal de Linneo– y un género próximo o una especie), cuando el zoólogo habla con otros ciudadanos, seguirá utilizando la distinción, acaso porque ella no se establece propiamente en el terreno de la Biología (sin embargo, no faltan zoólogos que han propuesto un “Reino hominal” al lado de los dos reinos de Linneo, o al lado de los cinco reinos de Whitaker, con objeto de liberar al hombre de la condición de animal que le impuso Linneo).

La tradición escolástica ni siquiera establecía la distinción entre el animal y el hombre en el terreno de la Física, puesto que la recogía en el terreno de la Metafísica, y esto es algo de lo que suelen olvidarse los expositores tomistas actuales. Pues el hombre, aun cuando los escolásticos aristotélicos lo incluyeran en las redes predicamentales de los géneros y especies porfirianos (la tradición agustiniana rechazaba de plano que el hombre fuese un ente del género “animal”), se caracterizaba por una diferencia específica (la racionalidad) que, aun concebida como una entre otras dentro de la maquinaria predicamental porfiriana, sin embargo desbordaba por su materia, al “género animal”, puesto que se le hacía derivar de un principio metafísico, incorporeo, extrínseco a la animalidad, a saber, el alma espiritual. (Santo Tomás, y después Rahner o Zubiri, intentaron conferir al espíritu la función de una forma sustancial, intento que en Ontología podría compararse al de la cuadratura del círculo en Geometría).

Con esto, la dicotomía más profunda entre el animal y el hombre quedaba abierta en el terreno de la esencia, por mucho que se la disimulase en el terreno de los fenómenos y de su organización lógico porfiriana. La profundidad de esta dicotomía puede comprobarse, sobre todo, en sus efectos (la mayoría de los cuales siguen hoy en plena actualidad “mundana”). Por ejemplo, el hombre, por ser espiritual, no podrá morir propiamente, y si muere resucitará (aunque esta consecuencia, que está lógicamente ligada a la concepción del espíritu humano como “sustancia incompleta”, no se consideraba como una consecuencia lógica de la premisa, sino como un acto de fe; sin advertir que, de ser así, habría también que retirar a la premisa su pretensión de tesis filosófica); y tampoco puede nacer (o proceder de otros animales), ni, diríamos hoy, en la línea ontogenética ni en la filogenética. En la línea filogenética, porque el origen del hombre requerirá la creación ex nihilo de su espíritu, por Dios Padre (doctrina del spiráculo); y en la línea ontogenética, porque la formación del embrión humano requerirá también un acto de creación del alma espiritual humana (otra cosa es que los escolásticos disputasen sobre el momento en que tendría lugar ese acto de creación; el padre Barbado recogió en un erudito artículo las opiniones más pintorescas sobre el particular{2}).

Este “dogma de fe” –y, según los escolásticos, tesis cierta de la razón– tiene la máxima actualidad en nuestros días con motivo de los debates en torno al aborto. Ideológicamente la tesis podría interpretarse como un mito bienhechor al servicio de un postulado individualista que reconoce a cada individuo, nominatim, la condición de una personalidad irreducible a cualquier otra, puesto que cada hombre es resultado de un acto especial de creación, y aunque este acto de creación se desencadene casi por necesidad (una necesidad ocasional, es decir, con ocasión de la fecundación del óvulo: Santo Tomás llega a decir, con espíritu amplio, que la creación se produce incluso en los casos en que la fecundación tuviese lugar fuera del matrimonio), lo cierto es que nada menos que Dios Padre será quien, para ellos, está conociendo y “diseñando” al individuo humano más humilde, desconocido y anónimo. Ahora bien: lo que importa aquí subrayar es que la discontinuidad entre el animal y el hombre alcanza en la concepción escolástica-cristiana una de sus formas más radicalizadas, como discontinuidad genética (puesto que sólo por un acto de creación se supone que cabe concebir la aparición, no solo del hombre, en general, en la scala naturae, sino también la aparición de cada uno de los hombres en singular), pero también como discontinuidad estructural (puesto que la concepción llevaba aparejada la negativa a reconocer lenguaje, capacidad tecnológica, razonamiento, &c. a los animales no humanos).

El dualismo animal/hombre en su versión tomista recibió una profunda transformación en la nueva versión cartesiana (que recuperaba la tradición agustiniana según la orientación que le había impreso Gómez Pereira en su Antoniana Margarita). La versión cartesiana, por lo demás, no sustituyó a la versión tomista, ni constituyó una “suavización” de la misma. En cierto modo radicalizó el discontinuismo, sólo que lo reformuló sugiriendo otras líneas llamadas a tener una enorme influencia en los planteamientos de las nuevas ciencias naturales o culturales que llegan hasta nuestros días. En efecto, la dicotomía cartesiana, de carácter universal, entre la res extensa y la res cogitans, se concretaba en realidad, si se la circunscribía a los campos que hoy llamamos biológicos o antropológicos, en una oposición de aspecto nuevo, a saber, la oposición entre Vida y Espíritu (que constituirá el centro, por ejemplo, de la especulación de L. Klages), cayendo la Vida del lado de la res extensa y el Espíritu del lado de la res cogitans. De este modo, el discontinuismo estructural (y también genético, sin duda) contenido en el dualismo cartesiano se componía con un sorprendente continuismo (estructural y, según algunos, también genético) entre la vida animal y la vida humana.

Porque la llamada vida corpórea (como si hubiera otras) se concebirá como un proceso mecánico, como un automatismo físico, que no necesita del alma para ser explicado (la muerte del organismo, por ejemplo, [13] no resultará ya de la separación del alma y del cuerpo, por el contrario, en el hombre, dotado de espíritu, la separación se produce cuando la “máquina organismo”, por haberse deteriorado, sea abandonada por el alma, “como se abandona a un traje gastado”). La línea fronteriza de la dicotomía animal/hombre habría que hacerla pasar, por tanto, no entre el animal y el hombre, tomados globalmente, sino entre la animalidad misma (incluyendo la humana) y la espiritualidad “exclusiva” del hombre, situada ya en un más allá del reino animal. Esto significará, por ejemplo, que las “ciencias de la vida” –la Zoología, la Etología– podrán ponerse en una serie continua, y se estará preparado para reconocer la transición continua (el evolucionismo transformista, y no meramente ideal) del organismo animal al organismo humano. Pero, al mismo tiempo, este continuismo no eclipsará la dicotomía entre el animal y el hombre si es que el hombre se define por el espíritu, por la conciencia, por el cogito (la aparición del hombre implicará un acto de creación o la emergencia de una forma nueva, un “salto a la reflexión” en palabras de Theilard de Chardin).

(b) El dualismo Natura/Cultura

La oposición Naturaleza/Cultura es una oposición relativamente reciente: la oposición no se encuentra entre los griegos, en la época antigua, ni tampoco en la época escolástica. Nos referimos a la oposición entre la Idea de Naturaleza y la Idea de Cultura en su sentido objetivo-global, de “Cultura objetiva” (el concepto griego de paideia, cuando se traduce por “cultura”, se alínea más con la cultura subjetiva, como su equivalente alemán Bildung). Este concepto de Cultura habría aparecido a mediados del siglo XVIII como un término sustantivo (según opinión de I. Niederman, y también A. Kröber y C. Kluckhohn). Sin duda el término “Cultura” se encuentra entre los clásicos latinos, pero sin sustantivar, asociado a formas genitivas o plurales, ya sea con una intención subjetivo-individual (cultura animi), ya sea con una intención objetiva, pero particular (circunscrita a la agricultura) en singular, o en plural (“culturas de los alrededores de Oviedo”, por “campos cultivados”). Pero la Idea de Cultura, como una esfera objetiva (suprasubjetiva, envolvente de los individuos, sin por ello reducirse a la idea de “Sociedad”), es una idea moderna, que se utiliza generalmente en sustantivación singular, designando una clase o concepto clase (la cultura como ser viviente o paideuma de L. Frobenius, o bien la cultura como lo superorgánico de Kroeber), pero que no excluye ni la interpretación de ese concepto clase como una clase unitaria (una única cultura de la cual broten todas las demás según las concepciones hiperdifusionistas de Elliot Smith, &c.) ni la interpretación de ese concepto clase como clase de varios elementos (las Culturas de O. Spengler), cada una de las cuales será tratada como un organismo viviente, singular, aunque suprasubjetivo.

Esta Idea de Cultura objetiva, como campo propio de un grupo de ciencias características (las Kulturwissenschaften) y como soporte, generalmente, de valores supremos (“La cultura humana, tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del hombre”, dirá E. Cassirer al terminar su Antropología filosófica), alcanzaría una entronización pública y universal en la época de Bismarck, de su Kulturkampf (término acuñado, al parecer, por Virchow), que incluía una lucha contra la Iglesia católica, y que paso a formar parte, como “alelo”, si vale esta expresión, de la idea de religión, y en ésa su forma de singular indefinido, del ideario de muchas Constituciones políticas recientes, que mantienen el criterio del llamado “Estado de Cultura” (en la Constitución española de 1978, por ejemplo, se establece, en su Artículo 44, que “los poderes públicos deberán asegurar a todos los ciudadanos el acceso a la cultura”, sin que los redactores creyeran necesario precisar a que cultura se refieren).

Ahora bien, lo verdaderamente significativo para nuestro asunto es que estos dos dualismos dicotómicos que venimos considerando (Animal/Hombre; Naturaleza/Cultura), tendieron a superponerse “biunívocamente”, aun cuando en principio la idea de cultura objetiva se presentaba, una y otra vez, como girando en torno a centros que tenían poco que ver con el hombre en general, y, menos aún, con su subjetividad (un proceso que acaso sólo fue observado, parcialmente, a propósito de lo que se llamó “la deshumanización del arte”). Cuando la superposición se produzca, las dicotomías se reforzarán mutuamente, porque ahora la tradicional y metafísica distinción entre la animalidad y la espiritualidad humana se subsumirá o, mejor, se reformulará como oposición entre la naturaleza (animal) y la cultura (humana). Probablemente es en la obra de Herder, Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad (1784), en donde la superposición de que venimos hablando se realiza ya de manera acabada y, por cierto, en la forma de un naturalismo sui generis (organicista, no mecanicista), preservado de cualquier tentación de angelismo trascendente, sin necesidad de recaer en un reduccionismo zoológico. El espíritu humano se prefiguraría “biológicamente”, como diríamos hoy, en la propia disposición erguida del cuerpo humano (todavía Kant sostenía que el hombre se irguió porque estaba dotado de razón, frente a Herder, que vio en la posición erecta, con la liberación consiguiente de las manos, la fuente de la racionalidad). Por la educación acumulativa se da una “segunda génesis” del hombre que abarca toda la vida y que “partiendo del cultivo del agro, podemos llamar cultura”. La asociación de la idea moderna de cultura con el espíritu humano irá consolidándose en la escuela hegeliana, en su oposición entre Naturaleza y Espíritu, y llegará a constituir uno de los fundamentos de la filosofía romántica (a través del marxismo, la oposición actuará, sobre todo, en la forma de la oposición entre Naturaleza e Historia). Todavía en 1945, E. Cassirer edifica su Antropología filosófica sobre el dogma de la oposición entre Naturaleza (animal) y Cultura (humana), definiendo al hombre como animal cultural o como animal simbólico (idea que continuará en la antropología materialista americana de L. White).

II. El discontinuismo dualista desde la perspectiva gnoseológica

La tradición escolástica (cuyo recuerdo acaso parezca, a algún lector ingenuo, fuera de lugar o extemporaneamente [14] erudito en un debate actual sobre la ciencia; pero sólo si ese lector desconoce que esa tradición escolástica sigue actuando en el presente, e incluso en el propio lector) clasificaba el conjunto de las ciencias vigentes en la época en dos grandes grupos: ciencias “humanas” (o naturales) –es decir, ciencias procedentes de premisas naturales al hombre (es decir, humanas en sentido etiológico, aunque no necesariamente temático)– y ciencias “divinas” (o sobrenaturales); las ciencias naturales se decían dimanar de principios que el entendimiento humano lograba abstraer de los datos de los sentidos, y las ciencias sobrenaturales procedían de principios ofrecidos a partir de la participación en la fe teologal, en la revelación (de ahí la distinción entre “ciencias de abstracción” y “ciencias de participación”).

No parecerá muy aventurado sospechar que este dualismo escolástico, secularizado, sigue actuando en los dualismos que, referidos a las “ciencias filosóficas” establecía la escuela hegeliana entre la Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía del Espíritu, o los que, referidos a las “ciencias positivas” constituidas a lo largo del siglo XIX, se irán formulando en la forma de una oposición entre las Ciencias de la Naturaleza y las Ciencias del Espíritu o de la Cultura. Windelband, en su famoso Discurso rectoral de Estrasburgo (1884), ya había considerado inadecuada, desde una perspectiva más ontológica que gnoseológica, la formulación del dualismo al modo de una oposición entre las Ciencias de la Naturaleza y las Ciencias del Espíritu. Windelband se había propuesto, reconociendo el fundamento extensional (denotativo) de la distinción, reconstruirla en un plano gnoseológico (“lógico”, decía el), y no en el plano metafísico en el cual se dibuja la oposición entre Naturaleza y Espíritu.

El resultado de su reconstrucción fue su propuesta de la célebre distinción entre unas ciencias nomotéticas (que corresponderían a las antiguas ciencias naturales, en cuanto ciencias de leyes) y unas ciencias idiográficas (que correspondían a las Ciencias del Espíritu, concebidas como ciencias históricas, ocupadas con lo individual e irrepetible). Utilizando un ejemplo de Rickert, la Embriología de von Baer, que es una ciencia natural, ofrece la serie de las fases del desarrollo del embrión de un pollo, como fases susceptibles de repetirse una y otra vez; mientras que la Historia de los Papas de Ranke, nos ofrece la serie de Papas del Renacimiento como una sucesión individual e irrepetible. Conviene subrayar que Windelband y Rickert consideraban a la Psicología –aún no se hablaba de Etología– como una ciencia natural. Pero, ¿por qué seguir hablando de Ciencias del Espíritu, una expresión con demasiadas resonancias metafísicas, una vez establecida su redefinición lógica? Rickert propone la sustitución de la expresión “Ciencias del Espíritu” por la expresión “Ciencias de la Cultura”, subrayando la voluntad empírica, positiva (no filosófica), de estas disciplinas. Pues la Cultura –dice Rickert– constituye un territorio positivo de la realidad que cabe oponer al territorio de la Naturaleza. Ahora bien, Rickert subraya que, con todo, la oposición material entre Naturaleza y Cultura (que, por cierto, él no define, salvo que se tome Naturaleza por el residuo o caput mortuum resultante de una abstracción de valores), tampoco puede tomarse como fundamento único para una distinción entre ciencias; pues la distinción entre las ciencias debe ser metodológica (lógica, decía Windelband) y la distinción metodológica no tiene por qué corresponderse biunívocamente con una distinción material, siendo lo más probable que se cruce con ella. Rickert propondrá, en efecto, como distinción metodológica de referencia, la que mediaría entre el método naturalístico (que viene a ser el nomotético de Windelband) y el método histórico (concebido en término muy similares al método idiográfico de Windelband). Ambos pares de oposiciones se cruzan. En el siguiente cuadro resumimos la exposición de las cuatro situaciones que Rickert (quien no ofrece esta tabla) considera dadas a través de este cruce:

Oposición materialNaturalezaCultura
Oposición metodológica
Método naturalísticoSituación 1Situación 2
Método históricoSituación 3Situación 4

Rickert supone, desde luego, que la “oposición capital” será la que se establece entre los cuadros de la diagonal principal, la oposición 1/4. En la situación 1 habrá que considerar las Ciencias Naturales, sobre todo las físicomatemáticas (pues el adjetivo “naturales” las caracteriza tanto por el objeto como por el método). En la situación 4 habría que incluir a las ciencias histórico-culturales. Pero las situaciones 2 y 3 corresponderían a “territorios intermedios”: o bien a territorios que son “culturales por su contenido y naturalísticos por su método” (situación 2; y aquí Rickert incluye precisamente a la Psicología humana), o bien territorios que son “naturales por su contenido, pero históricos por su método” (situación 3; en la que se incluye la Geología histórica). Habría que determinar el lugar que podría corresponder en esta tabla a la Etología, pues cabría estimar que debía incluirse en la situación 1, más que en la situación 4. En cualquier caso, Rickert considera tanto a las ciencias naturales, como a las culturales, como ciencias reales (no ideales o formales, como las Matemáticas). El fundamento último de su distinción pretende Rickert asentarlo en su teoría de la “racionalización científica”, según la cual esta racionalidad habría de entenderse como una “simplificación de la realidad”, definida esta realidad como un “continuo heterogéneo” (de dónde proceda, a su vez, esta concepción de la realidad es difícil de determinar, y acaso se obtenga por negación de las formas a priori kantianas, Espacio y Tiempo, que, a fin de cuentas, son continuos homogéneos, una negación que comporta una aproximación al noumeno).

Cuando la racionalización así entendida tenga lugar segregando de lo real la heterogeneidad y manteniendo la homogeneidad, estaríamos en el caso de las Matemáticas; cuando la racionalización tenga lugar por segregación de la continuidad, pero manteniendo la heterogeneidad, estaríamos en el caso de las Ciencias reales, que se ocuparían de lo “discreto heterogéneo”. No entraremos aquí en el análisis de estos criterios tan artificiosos y confusos como ingeniosos, pero que tuvieron enorme influencia entre los propios antropólogos (por ejemplo en la metodología particularista de Boas). Por otra parte es cierto que no todos quienes aceptaron la idea de una Ciencia de la Cultura –frente a la ciencia natural–, lo hicieron ateniéndose a los criterios de Windelband/Rickert. Para decirlo en sus propios términos, muchos defenderán la idea de una Ciencia de la Cultura, distinta de las ciencias naturales, pero de carácter nomotético, y, en particular, manteniendo la oposición con la ciencia natural, especialmente con la Psicología humana (así, Leslie White, en el capítulo “Culturología versus Psicología”, contenido en su famoso libro La Ciencia de la Cultura). Sin duda, la oposición de White entre la ciencia natural y la cultural –entre la Psicología y la Culturología– se suavizará de hecho en [15] el materialismo cultural, y Marvin Harris, discípulo de Skinner, incorporará ampliamente las perspectivas psicológicas (por ejemplo, al desarrollar la oposición emic/etic de Pike por medio de la oposición conductual/mental). Pero en nuestra exposición debemos atenernos, como hemos dicho, a las fórmulas más radicales.

B. Los límites del discontinuismo

Desde el horizonte de la concepción dualista habríamos de considerar como un imposible el proyecto de que la Etología, como ciencia natural, pueda entrar en el mundo de las formas culturales y, menos aún, que pueda moverse por ellas. Eppur si muove! No tratamos, por nuestra parte, de demostrar este movimiento, que consideramos como un hecho que sólo puede demostrarse por sí mismo (¿a quién podríamos dirigir la demostración?: no a los etólogos, que se encuentran ya en el interior de ese mundo, pero tampoco a quienes no lo son, como si dispusiésemos de otros argumentos que no fuesen la efectividad misma de la Etología). Nuestro propósito no es demostrar el movimiento, sino analizar su alcance demoledor (y, por tanto, los límites de esta demolición), de sus efectos en la arquitectura de la concepción dualista, discontinuista, lo que nos permitirá plantear el problema de las motivaciones ideológicas de esa concepción, en la medida en que esas motivaciones no se encuentran en las cosas mismas, mostrando la probabilidad de que tales motivaciones sigan actuando insidiosamente sobre los mismos etólogos. Y como queremos preservarnos del peligro de prolijidad, en materia tan abundante, nos limitaremos a dibujar las líneas más generales del asunto.

I. Los límites del discontinuismo en el plano ontológico

Los esquemas discontinuistas, en su perspectiva ontológica, cuando se utilizan en sentido genético, han de ser desestimados por la Etología, no ya en tanto en su calidad de ciencia positiva particular, sino simplemente en cuanto ciencia racional; porque el continuismo genético es, como hemos dicho, un postulado de toda construcción racional, y en el momento en que esta construcción se declare imposible, también se detendrá la construcción científica. El creacionismo, o el emergentismo, no podrían considerarse, según esto, opciones científicas, que puedan ser consideradas por una ciencia cualquiera –en nuestro caso, por la Etología–, sino que son, a lo sumo, opciones que sólo pueden presentarse al margen de la vida científica. Esto supuesto, es posible interpretar al evolucionismo transformista como el cauce específico del cumplimiento que, en el campo de la Antropología, de la Zoología, &c. han logrado encontrar las “ciencias de la vida”, de este postulado racionalista del continuismo genético. Evolucionismo (transformismo) tanto en el terreno del dualismo Animal/Hombre (el hombre procede de una transformación de otras especies precursoras) como en el terreno del dualismo Naturaleza/Cultura (la Cultura, incluso la cultura humana, ha de tratarse racionalmente como un orden “preparado” en las disposiciones naturales de los vivientes).

Si esto es así, las preguntas en torno a los orígenes (ideológicos) de estos dualismos comienzan a ser perentorias. ¿Por qué se llega al discontinuismo dualista entre el animal y el hombre, saltando por encima de las exigencias racionalistas? ¿Por qué se llega al discontinuismo dualista entre la Naturaleza y la Cultura saltando por encima del postulado racionalista de continuidad genética?

Sería inapropiado pretender dar aquí una respuesta adecuada a la primera pregunta, puesto que esta requiere un análisis pormenorizado de las modalidades del dualismo Animal/Hombre en las diferentes culturas y tradiciones, y este análisis implica remover las cuestiones últimas de la Filosofía de la Religión, al menos si adoptamos las coordenadas de la Filosofía de la Religión expuestas en El animal divino (Pentalfa, Oviedo 1985). Me referiré únicamente, y de pasada, a una hipótesis sobre las motivaciones ideológicas del dualismo Animal/Hombre en su versión moderna (“cartesiana”), aquella versión que fue formulada por primera vez, como hemos dicho, en la España del siglo XVI por un médico de Medina del Campo que se llamaba Gómez Pereira. La hipótesis (a la que me he referido en alguna otra ocasión) se basa en relacionar la formulación del dualismo radical (animal-máquina / hombre-espiritual) con las perspectivas del nuevo esclavismo abierto a la Cristiandad por el Descubrimiento de América, tomando como “término medio del silogismo” la equiparación de los indios, o de los negros africanos, con los animales no humanos (no sólo Ginés de Sepúlveda, sino el mismo Linneo, se veían inclinados a confundir a los indios caribes con animales irracionales o a los pigmeos africanos con otras especies de primates). Si los animales son máquinas, no sienten ni sufren cuando se les azota para obtener un rendimiento mayor de su trabajo, cuando se les encadena o se les transporta en condiciones “in-humanas”; por tanto, el trato de los esclavos-animales, por duro que sea, en ningún caso podrá llamarse “inhumano”. Si los negros africanos o los indios caribes no son hombres, su sufrimiento no sólo le será ajeno al humanista de la nueva época, aunque se guíe por el lema de Terencio (“hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”), sino también a los propios esclavos, porque ellos, en cuanto máquinas, sólo pueden sufrir en apariencia (como sólo en apariencia hablaba el loro al que se refiere Gómez Pereira en su Antoniana Margarita). Dicho de otro modo: nuestra hipótesis quiere sugerir que el dualismo Animal/Hombre, en su versión moderna, toma su motivación ideológica de un dualismo práctico introducido en el círculo mismo de los hombres, a saber, el dualismo Esclavos/Señores, tal como fue expuesto por Aristóteles y reexpuesto por algunos aristotélicos renacentistas.

En cuanto al dualismo Naturaleza/Cultura –cuya vigencia en nuestro presente se mantiene ampliamente aun después de la propagación del darwinismo– me limitaré a aplicar aquí una tesis, que también he expuesto en otras ocasiones (ver El Basilisco, 2ª época, n° 7, 1991, El reino de la Gracia y el reino de la Cultura) sobre el origen de la idea del “Reino de la Cultura”. La idea moderna de un “Reino de la Cultura”, que sería característica de la filosofía alemana, podría verse como una simple [16] secularización de la idea medieval (pero presente aún plenamente en Leibniz, Monadología, §87) del “Reino de la Gracia”. Por este motivo, la idea moderna de Cultura –como una “segunda naturaleza” que no sólo cura al hombre natural de su desvalimiento, sino que lo eleva sobre su condición zoológica– sigue siendo una idea teológica, tan metafísica como la de aquella Gracia sobre-natural que no sólo cura al hombre de su pecado original (“Gracia medicinal”), sino que también lo eleva sobre el ras de la Tierra, confiriéndole el acceso a un mundo superior, celestial (“Gracia elevante”). Sólo en función de este origen se explica que la idea de Cultura sea utilizada, globalmente, como una idea axiológica, como el fundamento, por ejemplo, de la identidad de un pueblo, quizá, como un valor, incluso como la justificación misma de la vida humana, a la “autoliberación de hombre”, en palabras de Cassirer. Porque no se tiene en cuenta que, desde el momento en que, renunciando al relativismo cultural extremado, se reconozcan formas culturales, o incluso sistemas o culturas malas, feas, miserables, estúpidas, supersticiosas o incluso perversas –aunque hayan sido necesarias, histórica o socialmente hablando–, ya no podremos cifrar ninguna “dignidad axiológica” en la Cultura, en general, sino en otros componentes de la Cultura o de la Naturaleza. Y esto nos permite ver que, en las mismas posiciones del relativismo cultural extremo, cuya vigencia en nuestro presente es casi despótica, podemos ver la huella de la idea teológica de la Gracia, desligada acaso de las pretensiones monopolistas de la Iglesia romana tradicional, más tolerante con las otras confesiones, pero no menos teológica.

Una contraprueba de que la idea de Cultura es transformación de la idea de la Gracia nos la puede ofrecer la constatación de que los diversos esquemas que, una vez “entronizada” la idea de Cultura, tuvieron que irse ensayando para tratar de entender las relaciones (y especialmente las relaciones genéticas) de este nuevo Reino con el “Reino de la Naturaleza”, podemos tomarla de la observación del asombroso paralelismo que las diversas posiciones teóricas de nuestra época sobre la relación Naturaleza/Cultura mantienen con las posiciones que en la época del Cristianismo se defendieron al tratar de explicar las relaciones entre Naturaleza/Gracia. Sería precisa una investigación detallada. En líneas generales el paralelismo podría cifrarse en los siguientes puntos: la historia de la Teología de la Gracia, en su conexión con la Naturaleza, es la historia de dos concepciones muy distintas que los propios historiadores de la Teología suelen designar como naturalismo y como sobrenaturalismo (el naturalismo suele considerarse como una desviación o heterodoxia de la doctrina sobrenaturalista propuesta por los Concilios, los Papas y los Doctores de la Iglesia). Ahora bien, tanto el naturalismo como el sobrenaturalismo tienen, en los extremos, una versión radical y una versión moderada.

El naturalismo radical podría ponerse en conexión con el “pelagianismo”: los monjes Pelagio y Celestio (condenados, no sólo por San Agustín –llamado el “doctor de la Gracia”–, sino también por los Papas Inocencio I y Zósimo, a principios del siglo V) enseñaron que el hombre, por sí mismo, en virtud de sus propias fuerzas naturales, puede alcanzar su último fin, es decir, hacerse hombre pleno, sin auxilio sobrenatural (lo que implicaba negar el pecado original).

El naturalismo moderado correspondería al llamado “semipelagianismo”, tal como fue defendido por el abad Casiano (Casiano negaba la necesidad de la Gracia para el primer movimiento hacia la fe; la Gracia actuaría después de ese movimiento). No parecerá muy aventurado sugerir que el pelagianismo teológico, corresponde, en Etología, al naturalismo y, más aun, a ese naturalismo que tiende a subrayar el innatismo de los patrones culturales fundamentales del hombre: Konrad Lorenz podría considerarse así como el Pelagio de la teoría de la Cultura. El semipelagianismo etológico equivaldría a la teoría de una preprogramación cultural, pero epigenética, que se realimenta con las mismas formas culturales que encuentra ya dadas: Eibl-Eibesfeldt podría considerarse como el abad Casiano de la Teoría de la Cultura: hay unos patrones innatos, pero es preciso también un aprendizaje proporcionado por el propio medio cultural.

En cuanto al sobrenaturalismo (que defiende la irreductibilidad de la Gracia a la Naturaleza, concibiendo a la Gracia como un don que ha de venir “de lo Alto”), también tuvo una versión radical y una versión moderada. La versión radical es la doctrina agustiniana (dirigida contra Pelagio), que radicalizaría Calvino: la Naturaleza, por el pecado, no puede de ningún modo acercarse a la Gracia; la Naturaleza está quebrantada, y la Gracia es una asistencia exterior que la eleva o la constriñe. En cambio, la versión moderada –que estaría representada por la doctrina tomista–, aun reconociendo la necesidad de una asistencia exterior a la Naturaleza, exige también una colaboración o realimentación de ésta para mantenerse en el nuevo estado. En la teoría biológica-etológica, si seguimos el paralelismo antes sugerido, al sobrenaturalismo corresponden diversas formas de “ambientalismo”. Las posiciones más radicales de un Klages (incluso de un Freud), o luego de un Bandura, habría que alinearlas junto al agustinismo o al calvinismo (la Cultura es una represión, un aparato ortopédico, impuesto a una Naturaleza degenerada). Y el sobrenaturalismo moderado, el tomismo, encuentra su paralelo acaso en la posición de Skinner, por ejemplo: porque el “refuerzo” que Skinner pide para que se mantengan los hábitos adquiridos, corresponde a la “perseverancia” en continuar sin cometer pecado mortal que el hombre necesita después de haber sido justificado en la Gracia de Dios (aunque la perseverancia final, en el momento de morir, vuelve a ser un don de Dios); en esta misma línea hemos insinuado en alguna otra ocasión la proximidad entre las terapias de la conducta de filiación skinneriana y los métodos católicos para la curación del pecado.

Ahora bien, el continuismo genético (en particular frente a todo tipo de dualismo ideológico) no implica continuismo estructural, como hemos dicho. Pero, en todo caso, el mismo discontinuismo estructural, al menos en la forma dualista que hemos tomado como referencia, puede decirse que es también incompatible con el estado actual de la investigación científica, sencillamente porque, por lo menos, los discontinuismos estructurales dualistas (Animal/Hombre, Naturaleza/Cultura) tendrían que ser reconvertidos en la forma de discontinuismos estructurales no dualistas, en todo caso. Para resumir algebraicamente nuestro argumento: desde el momento en que los términos A y B de un dualismo inicial (A/B) se resuelven en grados internos (a1/a2; a2/a3;...), (b1/b2; b2/b3;...) y se constata que la distancia entre (ai/aj) o (bi/bj) es del mismo orden que la distancia entre (aj/bi), el dualismo A/B podrá se interpretado como una grosera formulación de segundo o tercer orden que ha de resolverse en una serie de oposiciones de primer orden. Pero el desarrollo de la Paleontología ha avanzado precisamente en esta dirección. Las dicotomías tradicionales [17] entre animales y hombres se han ido borrando precisamente por este proceso de resolución que acabamos de formular. “Homo” dejó ya hace mucho tiempo de ser una especie y se convirtió en un género, con muy diversas especies (que cubren los hallazgos de Cromagnon, Neanderthal, &c.); incluso, más tarde, los diversos restos de australopitécidos (affariensis, robustus, gracilis) fueron agrupados en un Genus distinto del Genus homo; la barrera entre los antiguos géneros de la familia de los Póngidos (orangutanes, chimpancés, gorilas) comienza a romperse y Groves propone, en 1986, aún incluyendo a los Póngidos dentro de una superfamilia denominada significativamente Hominoidea, romper el antiguo bloque de los póngidos, reteniendo en él, como subfamilia Ponginae, tan solo prácticamente a los orangutanes (Genus pongo), y transfiriendo a una subfamilia Homininae, a título de tribus, a la Tribu panini (con los diversos géneros de chimpancé: Pan paniscus, &c.), a la Tribu gorillini (con el Genus gorilla), pero conjuntamente con una Tribu hominini, que, comprende, como géneros, al Genus paranthropus, al Genus australopithecus y al Genus homo (con sus diferentes especies).

Y otro tanto ocurre con el dualismo Naturaleza/Cultura. También el desarrollo de la Etología, por un lado, y el de la Antropología cultural, por otro, obligan a resolver estos términos, por de pronto, en escalones y grados muy diferenciados. Ya las fasificaciones de los antropólogos, procedentes de Morgan (culturas salvajes, culturas bárbaras, culturas civilizadas) o de otras escuelas antropológicas o paleontológicas (culturas paleolíticas, neolíticas, &c.), obligaban a romper el “bloque” compacto de la idea del Reino de la Cultura; por su lado, los descubrimientos de los etólogos (las culturas de los bastones, o de las piedras, descritas por Sabater Pi en los chimpancés del Africa Occidental), obligan también a romper la idea de una “cultura animal específica”, puesto que las culturas o círculos culturales no se superponen necesariamente a todos los individuos de una especie, sino que se cierran en poblaciones distintas dentro de una misma especie (por ejemplo, la de los macacos, y más aún, grupos de macacos de la Isla Koshima). Y entre las formas culturales avanzadas, como puedan serlo los nidos de hojas de un grupo de gorilas y las formas culturales de una banda de pigmeos (sus cabañas, hechas a veces con las mismas hojas de plantas del género Sarcophrynium), no parecen mediar diferencias mayores (sin negar que estas diferencias existan) que las diferencias que puedan mediar entre las formas culturales de un grupo de gorilas y las de un grupo de babuinos.

II. Los límites del discontinuismo en el plano gnoseológico

El discontinuismo, considerado en su perspectiva gnoseológica, tiene un alcance muy distinto del discontinuismo considerado en su perspectiva ontológica, y sería gratuito pretender dar a los problemas del discontinuismo gnoseológico un tratamiento paralelo al que hemos dado al discontinuismo ontológico, y ello sin perjuicio de las implicaciones entre ambos planos. Por de pronto, el continuismo genético tiene, en la Historia de la Ciencia, un sentido muy peculiar; pues aunque todo conocimiento científico procede siempre de otros anteriores (no hay “iluminaciones” o revelaciones de ideas inauditas, ni tampoco hay emergencias tras rupturas o “cortes epistemológicos”), sin embargo, el reconocimiento de esta procedencia no lleva implícita la tendencia a un reduccionismo histórico (en el sentido del nihil novum sub sole), dada la estructura del desarrollo científico. En cambio, al menos cuando mantenemos una teoría de la ciencia que reconozca los “cierres categoriales”, el discontinuismo estructural es el único esquema que tendría sentido en el supuesto de que lo tuviese una “ordenación de las ciencias”. Aún desistiendo de tal ordenación, las ciencias se nos presentan como discontinuas las unas respecto de las otras, por lo que el dualismo entre un grupo de ciencias naturales y un grupo de ciencias culturales, en el sentido dicho, se hace también sumamente problemático en su sentido dicotómico. No porque carezca de todo fundamento, sino porque la formulación de este fundamento, por medio de una dicotomía gnoseológica, es enteramente, a nuestro juicio, inadecuada.

No nos parece excesivamente aventurado establecer una relación de génesis entre el dualismo que consideramos (ciencias naturales/ciencias culturales) y el dualismo escolástico antes citado entre las ciencias de abstracción y ciencias de participación (que, por supuesto, tampoco carecía de fundamento). Sin duda, en la época escolástica, había que poner a un lado las Matemáticas o la Astronomía, y a otro lado la Teología dogmática o la Teología bíblica; pero no porque se tratase simplemente de clasificar dos géneros de ciencias en tranquila coexistencia pacífica, sino porque precisamente el género de las “ciencias de participación” llevaba al límite la Idea misma de ciencia, hasta el punto de que se hacía necesario suscitar la cuestión de la legitimidad de tal género (cuestión que la teoría escolástica pretendía resolver apelando al concepto de las “ciencias subalternas” y subrogando la cientificidad de las ciencias de participación a una fantasmagórica “ciencia de los beatos”). Asimismo, hay diferencias obvias entre las ciencias naturales y las ciencias culturales; pero estas diferencias, si se exponen al modo de Windelband/Rickert, ¿no comprometen la cientificidad misma de las “ciencias culturales”?, ¿acaso es posible sostener el criterio de lo idiográfico? Las ciencias culturales son también nomotéticas (aunque reconocerlo así no nos obligue a hacerlo del modo exclusivista de Neurath o Hempel), sin tener por ello que perder la posibilidad de construir términos o relaciones individuales o singulares, como también lo hacen las ciencias naturales y las formales: una “singularidad” cosmológica, como el número ã, constituyen “contenidos idiográficos”, físicos o matemáticos tan precisos, como puedan serlo para la ciencia histórica los Papas del Renacimiento. Un dualismo gnoseológico como el de Windelband/Rickert compromete en realidad la unidad de la Idea de ciencia, y sólo puede mantenerse cuando uno de los términos del dualismo se considera como un estado crítico, límite, de la ciencia misma (por cierto, hay indicios para sospechar que Rickert refería a ese estado crítico antes a las ciencias naturales que a las ciencias culturales). El esquema dualista, interpuesto entre los grupos de ciencias, es más bien una transposición del dualismo entre la ciencia y lo que no es ciencia.

Con esto no pretendemos negar toda diferenciación en las ciencias, no hacemos una propuesta de reducción de las ciencias al rasero del naturalismo fisicalista, tal como pudo intentarlo Winiarski en Sociología. Precisamente la Etología, desde sus mismas pretensiones naturalistas, puede [18] servir para demostrar cómo el dualismo gnoseológico está fuera de lugar, puesto que lo que parece necesario reconocer no es tanto que la Etología esté avanzando en el sentido de una conversión a las configuraciones propias de la Mecánica, sino por el contrario, que sus grandes descubrimientos tienen lugar por la incorporación de configuraciones o conceptos característicos antaño de las “ciencias humanas”, sin que por esto les sea imputable la acusación de “antropomorfismo”. Mientras que la configuración “átomo de carbono” (con su núcleo, sus orbitales regidos por el principio de Pauli), propia de la Química física, carece de aplicabilidad en Sociología animal, a pesar de que los animales son organismos construidos sobre el átomo de carbono, en cambio la configuración “familia” es aplicada ampliamente por los etólogos, y otro tanto hay que decir de las configuraciones “lenguaje doblemente articulado” o bien “conducta instrumental”. No es, pues, la oposición entre lo nomotético y lo idiográfico el criterio para establecer una discontinuidad utilizable en una clasificación crítica de las ciencias, pero no porque toda clasificación de las ciencias sea enteramente gratuita o infundada. Nosotros hemos propuesto, como criterio de clasificación (criterio que no puede utilizarse de modo exento, puesto que sólo recibe su significado de la teoría del cierre categorial), el que separa los estados α-operatorios de las ciencias y sus estados β-operatorios. Estos estados β-operatorios incluyen nexos apotéticos y, por consecuencia, el ejercicio de la interpretación hermeneútica. Todo esto obliga a romper la unidad del bloque heredado “ciencias culturales humanas” para incluir en él, por de pronto, a las ciencias etológicas (ver El Basilisco, 1ª época, n° 2, 1978, “En torno al concepto de ciencias humanas”), y, sobre todo, nos preserva de la tendencia a entender la oposición entre ciencias naturales y ciencias etológicas y humanas como una oposición, sin más, entre ciencias tomadas en bloque, desde el momento en que esta oposición lleva implícita la crítica dialéctica a la misma posibilidad de las ciencias etológicas y humanas en alguno de sus estadios.

Cuestión segunda. ¿En qué medida el “mundo de las formas culturales” permanece inanalizado por la Etología?

Supuesta la improcedencia de los esquemas discontinuistas dualistas (tanto en el plano ontológico, como en el plano gnoseológico), dada la abundancia de hechos que, como es preciso reconocer, sugieren conexiones internas entre los territorios que el dualismo pretende mantener separados, se comprenderá la tendencia a acogerse a los esquemas alternativos del continuismo (genético y estructural) más radical, buscando en ellos la seguridad de una asimilación coherente y sencilla de los hechos que habíamos encontrado inasimilables en los esquemas del discontinuismo dualista. Aunque el continuismo radical (genético o estructural) no sea la única alternativa posible al discontinuismo dualista, es obvio que constituye una de las alternativas más prometedoras, por su simplicidad y capacidad, para recoger los hechos que hemos reconocido como incompatibles con el dualismo. Pero otros “hechos” o circunstancias podrán ser destacados, a su vez (gracias al fondo del esquema continuista recién expuesto), como difícilmente asimilables en los esquemas del continuismo radical; los enunciaremos en el punto B de esta misma cuestión segunda.

A. La alternativa del continuismo radical

I. La alternativa del continuismo radical en el plano ontológico

En el plano ontológico, el continuismo estructural (tanto entre los diversos géneros de primates no humanos y los humanos, como entre las diferentes formas culturales no humanas y las formas culturales humanas), tiende, aunque sólo sea por motivos pragmáticos (heurísticos) al gradualismo, según hemos dicho. Pero no por mantenerse alejados del continuismo climacológico, los esquemas continuistas han de considerarse menos rigurosos.

Desde la perspectiva continuista, los dualismos que venimos considerando (Animal/Hombre, Naturaleza/Cultura) no sólo se reabsorben, cada uno de ellos, en un continuo climacológico llano, sino que también se reabsorben mutuamente; de manera que es relativamente artificioso mantener la distinción, desde una perspectiva continuista, entre ambos dualismos, dadas las implicaciones entre los términos de uno y otro dualismo que el continuismo promueve. Sin embargo, a efectos dialécticos, nos situaremos en la perspectiva del discontinuismo característico de los dos dualismos, en cuanto perspectiva que se nos ha mostrado como problemática, a fin de seguir el curso de su desvanecimiento en los esquemas continuistas.

(a) Comenzando por el dualismo Animal/Hombre, o dicho de otro modo, por el agrupamiento, de un lado, de las especies y géneros animales no humanos, y, de otro, de la especie humana: el continuismo subgenérico está muchas veces en el fondo de lo que pudiera en principio pasar por reduccionismo de una especie o género a otra especie del mismo género o a otro género de la misma familia, &c. Cuando se subrayan características anatómicas, fisiológicas o conductuales, comunes entre especies humanas y otras especies de chimpancés o de gorilas, no estamos necesariamente reduciendo una especie a otra (reducción colateral), sino más bien ambas a un tronco genérico común, en el cual todas las especies aparecen subsumidas (reducción subgenérica). Sin embargo, la reducción subgenérica (que ya no tiene que ser necesariamente climacológica) establece una forma de continuismo que comporta de algún modo la neutralización o abstracción de las diferencias específicas, reabsorbiéndolas en el tronco común.

Pero hay otra forma de continuismo, como hemos dicho, no menos radical, y que puede resultar paradójica, por cuanto es compatible con el reconocimiento formal de las diferencias específicas, incluso en el caso en que estas se muestren como discretas (y no climacológicas). Sin embargo, y sin perjuicio de esta “discontinuidad”, estaremos aplicando el esquema continuista siempre que estas diferentes especies sean interpretadas como desarrollos de un mismo género (unívoco), como si constituyeran las determinaciones de un mismo “sistema genérico”. Es lo que llamamos reducción co-genérica. Según esto, reconocer e insistir en las diferencias irreductibles que la especie hombre mantiene respecto de otras especies de su género o de su familia, &c., no significa que hayamos rebasado el horizonte genérico (o el de la familia, o el del orden...), incluso cuando las [19] diferencias sean tan importantes como puedan serlo el número de cromosomas del cariotipo. Definir a una especie por su cariotipo permite establecer oposiciones terminantes entre una especie del género hominidae con 46 cromosomas y otra con 48, pongamos por caso; pero estas diferencias se darán en el ámbito del mismo sistema genérico. Son especificaciones cogenéricas, no transgenéricas. Podría decirse que la Etología, después de una primera fase de reduccionismo continuista de tipo subgenérico (y sólo en apariencia colateral) ha insistido en avanzar por el camino del continuismo cogenérico.

Ahora ya no se trata de descubrir “monográficamente” los rasgos subgenéricos en los cuales se reabsorben los hombres con los demás primates (en darme cuenta de que con mi gesto espontaneo e inocente de levantar la mano cuando estoy bajo un árbol para agarrar una rama, me reabsorbo en mis estratos genéricos de primate braquiador); rasgos que, no por subgenéricos, dejan, a veces, de constituirse en sorprendentes características específicas, precisamente en el momento en el que se los contempla insertos en el complejo de rasgos específicos, pero, a la vez, subrayando la desconexión con otras propiedades de las que supuestamente pudiesen derivar (“levanto mi mano impulsado por la curiosidad, o por el deseo, genuinamente humano, de empuñar un arma”); se trata de precisar las diferencias, incluso las diferencias irreductibles, que sin embargo no permiten afirmar que la Etología humana deja de ser cogenérica de la Etología de los primates. Tinbergen ha insistido ampliamente en este punto fundamental, ya desde su lección inaugural como Profesor de Comportamiento Animal en Oxford, 1968. Tinbergen dirige duros reproches a quienes (psiquiatras y psicólogos, sobre todo, dice) extrapolan los resultados obtenidos con animales al hombre, por cuanto olvidan que no hay dos especies que se comporten del mismo modo. De ahí lo absurdo del ratimorfismo, del acudir al análisis de la inteligencia de las ratas en el laboratorio, esperando obtener automáticamente indicaciones sobre la inteligencia de los hombres. No hay pautas uniformes, lo que tampoco quiere decir que todas ellas sean incomparables.

A veces, tenemos que constatar semejanzas de comportamiento entre especies diversas y que no son debidas (para decirlo en nuestra terminología) a rasgos subgenéricos que nos remiten a “géneros anteriores”, sino que han de ser interpretados como rasgos postgenéricos (“géneros posteriores”) como puedan serlo las convergencias adaptativas de distintos tipos de aves estudiadas por von Haartmann, que sin embargo nidifican en agujeros, o las convergencias de alimoches y chimpancés utilizando piedras para cascar huevos o nueces, respectivamente; otras veces, hay que constatar divergencias entre especies del mismo género, o subespecies de la misma especie (la gaviota tridáctila cuando nidifica en los bordes del acantilado, en relación con otras poblaciones de gaviotas). Pero todas aquellas convergencias, como estas divergencias, son “variaciones” que componen un sistema combinatorio, son determinaciones co-genéricas. Y no por mucho insistir (como insiste Yves Christen en su conocido libro El hombre biocultural), en la “originalidad del hombre” respecto de otras especies animales, hemos de creer que hemos escapado del círculo co-genérico (en la medida en que se siga hablando de la “Biología del espíritu” –siendo así que el Espíritu se encuentra en el límite de la vida–, el esquema continuista más radical sigue actuando, aunque sea en la forma de la co-genericidad).

(b) Refiriéndonos al dualismo Natura/Cultura: acaso pueda afirmarse que el procedimiento de elección más eficaz que el continuismo etológico tiene a mano, y el que utiliza de hecho (sin advertir demasiado, según intentaré demostrar, las consecuencias de tal elección), es el regressus al concepto de conducta o comportamiento (animal), un concepto, por otra parte, no bien definido e interpretado de modos muy diversos por las respectivas escuelas. Pero, en todo caso, un concepto que, cuando es utilizado por los etólogos (que subrayan el componente biológico de la conducta, desde la perspectiva de las especies zoológicas, determinándolo como adaptativo o no adaptativo), adquiere un vigor suficiente como para reducir a sus leyes tanto lo que es llamado “natural” como lo que es llamado “cultural”; reducción que no equivale a la anulación de las diferencias, sino a una reconstrucción de las mismas en términos de una conducta biológica.

El modelo de reconstrucción casi universalmente utilizado se basa en la distinción entre una conducta innata (“pre-programada” en el genoma y transmitida por herencia genética) y una conducta aprendida (cuyos patrones operativos se grabarían en el cerebro y se transmitirían por tradición). A continuación, y mediante una redefinición enteramente gratuita y ad hoc de lo natural por lo innato, se postula una coordinación biunívoca entre los términos del par Natura/Cultura y los del par Conducta innata/Conducta aprendida, agregando a lo sumo, como condición de ajuste, también ad hoc, las connotaciones sociales que el término cultura suele tener entre los antropólogos, a saber, que el aprendizaje de un individuo, para ser considerado como cultura, debe a su vez transmitirse a otros individuos del grupo. De este modo, “Cultura”, como cultura aprendida que (a diferencia del mero aprendizaje individual, psicológico) se transmite socialmente, vendrá a designar al conjunto de modificaciones ontogenéticas (por relación a los patrones filogenéticamente dados) derivadas de cambios conductuales de un grupo social determinados por la difusión de conductas innovadoras originadas en algún individuo del grupo. J. J. Veá y I. C. Clemente resumen así, de un modo muy claro y preciso, las características que definen, desde la perspectiva etológica, la cultura –tanto en las sociedades humanas como en un grupo de primates–: “1. Hay procesos de innovación conductual que modifican los repertorios de uno o varios individuos del grupo. Se trata, pues, de conductas aprendidas. 2. Existe una difusión, por aprendizaje imitativo, de los nuevos patrones conductuales a otros animales próximos. 3. Se produce una transmisión entre generaciones de los nuevos patrones dentro del grupo, con lo que la innovación se estabiliza. 4. Estos procesos producen diferencias intergrupales del repertorio conductual. Dichas diferencias se mantienen por falta de contacto entre los diversos grupos. Por lo que cabe establecer una relación entre las diferencias de repertorio y la situación geográfica del grupo” (Anuario de Psicología de la Universidad de Barcelona, 1988, 2, pág. 373).

Lo que importa subrayar es que el concepto de cultura, así reconstruido, se mantiene en el ámbito de la [20] cultura subjetiva (acaso conviniera decir “subjetual”, para evitar las connotaciones mentalistas o “intimistas” asociadas al término “subjetivo”) –al que habremos de referirnos en la Segunda parte de este Ensayo–, y que, en su virtud, resulta estar dotado de una gran capacidad para desvanecer, desde luego, la dicotomía animales/hombres. Pero también –y este es el punto principal, acaso muy poco advertido (por no decir nada) por quienes reconstruyen de este modo el concepto de “cultura”– para desvanecer la dicotomía Natura/Cultura, o, al menos, para atenuar su alcance relativo hasta el punto más extremo. En efecto, desde el momento en que lo innato y lo adquirido no rompe el concepto de conducta biológica, la relevancia teórica de tal distinción ha de disminuir, particularmente en la perspectiva evolucionista, que tiene siempre en cuenta las probabilidades de variación adaptativa, sea por vía de mutación genética, sea por vía de cambio conductual que, de algún modo, habrá de terminar haciéndose hereditaria y, en todo caso, actuando como si lo fuera, a través de mecanismos peristáticos que desbordan, desde el punto de vista biológico, la dicotomía entre lo innato y lo aprendido.

Dicho de otro modo: la reconstrucción de la Idea de Cultura en términos de “conducta subjetual”, a la vez que constituye el mejor procedimiento para borrar la dicotomía tradicional entre animales y hombres, comienza a presentarse, por sus efectos no siempre reconocidos, como una vía hacia el desvanecimiento de la propia distinción entre Naturaleza y Cultura, como una vía hacia la atenuación o relativización del significado biológico de la oposición innato/aprendido (que se mantendrá, naturalmente, pero en una escala más anatómica o fisiológica que etológica). De otro modo: es la idea de cultura subjetual la que tenderá ella misma a recuperar sus características naturales. Hasta un punto tal que, de insistir en la reducción de la idea de cultura a su determinación de cultura subjetiva, como primer analogado, sería preciso, a continuación, comenzar a hablar de una “cultura natural” (expresión que sólo resultará absurda, en la perspectiva de la cultura subjetual, desde el dualismo que precisamente consideramos impugnado por ella, a la manera como la expresión “economía política” sólo resultaba absurda desde el dualismo aristotélico, Sociedad doméstica/Sociedad política, precisamente impugnado por ella), es decir, de una forma de conducta no innata pero que ha de considerarse de hecho y prácticamente en todas las especies como una forma regular (“natural”) del comportamiento biológico animal.

Y esto obligará a suscitar la misma cuestión de la accidentalidad o esencialidad (biológicas) de la distinción, al menos cuando nos situamos en la perspectiva de la consideración global del grupo y de la especie. Tendríamos que reanalizar el proceder de los mismos etólogos, pues cabe preveer que, si es correcta nuestra tesis, habrá que descubrir en ese proceder una tendencia a relativizar y minimizar (sin negarla), de distintas maneras, la oposición heredado/aprendido (lo que nos autorizaría a sospechar, a su vez, que la relevancia dada a esta distinción es el resultado de la transferencia de la distinción entre Naturaleza y Cultura en su formulación originaria). Citaríamos a D. S. Lermann, en su crítica al “innatismo” de K. Lorenz, desde perspectivas “epigenetistas” o “maduracionistas”{3}; citaríamos a Tinbergen, cuando subraya cómo la conducta se moldea en cada especie no en virtud de unas pautas rígidas e inmutables, puesto que todo lo que está dado, de un modo innato, necesita de un medio para desarrollarse (“al igual que lo bastoncillos de los renacuajos, que sólo funcionan expuestos a la luz”); otras veces, la conducta pre-programada es inmadura, y necesita una suerte de moldeamiento por realimentación de las ejecuciones primerizas (como ocurre con el canto de los pinzones, estudiados por Thorpe), según las pautas ideales (Sollwerte); citaríamos a Sabater Pi, cuando observa que los chimpancés nacidos cautivos no saben construir nidos, aunque sí componentes “fragmentarios” de esa conducta (sentarse sobre los montones de hojas, acercarlos a su cuerpo,...); la conducta nidificadora (¿y quien se atrevería, en virtud de una mera definición estipulativa, retirarle la calificación de “natural”?) sería adquirida por observación de la madre, con la que los chimpancés pasan hasta cinco o seis años, con la posibilidad de observar la conducta de nidificación hasta dos mil veces; una situación de aprendizaje, pero – diríamos, por nuestra parte–, no coyuntural o “contingente”, sino peristática, una combinación de inprinting e imitación, sin excluir ensayo y error, pero tan natural, biológicamente (pues incluso llega a ser condición de supervivencia), como pueda serlo la conducta de lactancia.

Aquí tendríamos una situación clara en la que la dicotomía innato/aprendido no se superpone fácilmente a la dicotomía natural/cultural. Lo aprendido (a partir de modelos externos) puede ser tan natural como lo innato y está imbricado con lo innato (la conducta de mamar, en los mamíferos, aún aprendida –cultural, según la definición– es tan “natural” para ellos cuanto que es necesaria para su supervivencia, como puedan serlo los reflejos innatos de succión, que se realimentan con los estímulos procedentes del cuerpo de la madre). Restringir, por convenio, el uso del concepto biológico de lo natural a lo que es innato es totalmente gratuito, así como lo es llamar cultural, en cuanto que no es natural, a lo aprendido. Hay procesos naturales que no son innatos, pues tan natural como un rasgo heredado genéticamente es, en las especies gonocóricas, la coexistencia de organismos heterosexuales (sin esta coexistencia no hay especie); pero esta coexistencia no puede darse en el interior de cada organismo no hermafrodita, puesto que sólo se da en la conjunción de organismos (que ya está dada, y tampoco es aprendida o artificial).

Las discusiones de los etólogos en torno al alcance de la distinción entre la conducta innata y la aprendida, en términos de conducta natural y cultural, recuerdan asombrosamente a las discusiones de los escolásticos del siglo XVI y XVII en torno a la distinción entre movimientos naturales y movimientos violentos (artificiales, no naturales, incluso contra natura). La gravedad (definida como tendencia de los cuerpos a moverse por la recta que los une al centro de la Tierra –y, tras Copérnico, a otros astros–) se concebía como un movimiento natural (diríamos, innato, grabado genéticamente en cada cuerpo). Cuando el grave (tierra o agua) subía o se desviaba, el movimiento se consideraba violento o artificial. Lo natural aparecía aquí como la tendencia innata o inmanente del cuerpo, impresa en él; en el animal es su tendencia innata a desplegar la conducta natural. Cuando esta conducta es impulsada desde fuera, se nos aparecerá la conducta como violenta o cultural. Pero, a partir de Newton, la cuestión se plantea de otro modo: lo innato (inmanente) es la inercia, seguir el propio impulso en línea recta; y entonces [21] la gravedad habría de ser considerada como violenta, en tanto desvía el cuerpo de su tendencia inercial. Pero ocurre que el entorno del cuerpo es necesario al propio cuerpo, puesto que el cuerpo no está aislado. Por ello la gravedad habrá de declararse como con-natural, y no artificial (el equivalente en Etología son las propiedades peristáticas: la conducta de mamar es aprendida, sobre reflejos innatos de succión; pero siendo la madre un “entorno connatural” a la cría, y por tanto, peristática, puede decirse que la conducta del mamar es natural, aunque tenga que ser en parte aprendida).

El continuismo etológico tenderá, en resolución, a ensayar una y otra vez una concepción que cabría calificar de “relativismo etológico”, por el paralelismo que ella guarda con el “relativismo cultural” de etnólogos y antropólogos. Mientras que la Etnología (o la Antropología) tiende, en virtud de sus mismos presupuestos, a conferir a las diversas culturas (ahora en su sentido etnológico) la misma consideración, como equivalente funcionalmente (al margen de toda tentación “eurocentrista”, de progresismo unilineal, &c.), también la Etología tendería a conferir a las “culturas naturales” (y, entre ellas, las humanas), la misma consideración en cuanto a la equivalencia de su funcionalidad, en orden a la adaptación de las poblaciones a su medio. Ni siquiera cabría afirmar, sin antropocentrismo, que la “cultura lítica” de los chimpancés fuera inferior a la de los hombres del paleolítico superior, dada que ambas son formas de adaptación plena al medio, y ello en el mismo sentido en el que los “etnolingüistas” suelen afirmar que todos los lenguajes son perfectos; la mayor complejidad objetiva de la cultura paleolítica humana tampoco representaría, por ello, un nivel biológicamente superior, sino acaso, incluso, una mayor debilidad e inadaptación orgánica de un “mono mal nacido” que necesita, por su misma debilidad, prótesis y aparatos ortopédicos.

II. La alternativa del continuismo radical en el plano gnoseológico

En el plano gnoseológico, el continuismo (tanto si ensaya los esquemas unívocos del gradualismo, como si se atiene a las univocidades subgenéricas y cogenéricas) tomará la forma de un etologismo de las ciencias culturales, por tanto, de una reducción de la cultura a términos de la cultura subjetual o de la conducta cultural. El lenguaje será conceptuado, por ejemplo, como “conducta lingüística”; la tecnología será “conducta intrumental”; la música será “conducta musical”; y así sucesivamente. Pero este etologismo, por su naturalismo de fondo, tenderá a mantenerse dentro de los límites de la Zoología (sin por ello tener que renunciar al análisis del material antropológico). La Etología es, en efecto, tradicionalmente, Zoología. Y es a través de la Etología como las ciencias culturales (incluyendo aquí a las ciencias humanas y a la Antropología) encontrarían el puesto que les corresponde, dentro de la Zoología, según proponía ya, a principios de este siglo, Antón, en su Programa de Antropología, y en donde se afirmaba que la Antropología se ocupará del hombre, dentro de la Zoología, de la misma manera que la Hipología se ocupa de los caballos y la Cinología de los perros. Y en la Etología, como Zoología, habría que buscar, desde la perspectiva del continuismo, las claves del lenguaje humano (en sus paralelos con los lenguajes articulados de primates o de delfines); allí habría que buscar también las claves de la conducta política (“el Gobierno de un solo individuo es siempre peligroso; el asesinato de Cesar, por ejemplo, sumió a Roma en la anarquía. El mismo tipo de anarquía puede atribular a los primates no humanos que dependen de la jefatura individual, como ocurre con los gorilas” –dicen de Vore y Eimerl). Por lo demás, esta perspectiva naturalista que el etologismo está imponiendo vigorosamente en nuestros días puede considerarse como una recuperación, tras la época romántica, en el marco de la ciencia, de la visión “antigua” del mundo de la vida: Demócrito llamaba a los hombres discípulos de los animales, de la araña en el tejer y el zurcir, de la golondrina en el edificar y de las aves canoras, del cisne y del ruiseñor, en el cantar (Fragmento 154; ver también Lucrecio, 1379-1381).

B. Los límites del continuismo

La alternativa continuista al dualismo, en la dirección del etologismo más o menos explícito, tiene también sus propios límites, impuestos por la realidad misma, por la materia de la propia cultura, y sin necesidad de hablar de un “Reino de la Cultura”. Pues aunque nos parece evidente que la mirada etológica tiene capacidad suficiente para extenderse por la totalidad de las regiones de este reino –ningún rincón del reino permanece enteramente en la sombra de su cono de luz–, sin embargo, es también un hecho que multitud de contenidos propios del mundo de la cultura, si no en la sombra, sí permanecen en la penumbra de la luz etológica y se regulan por otras leyes que resultan ser inasimilables por la legalidad etológica. Podríamos decir que la Etología se extiende por la totalidad del Reino de la Cultura, pero sin agotar la integridad de sus contenidos, muchos de los cuales son esenciales a la propia idea de Cultura: totus sed non totaliter.

Los límites ontológicos, sin embargo, de la Etología no habría que trazarlos por la línea que separa a los animales y a los hombres –según el criterio del dualismo discontinuista–, porque, tal como lo entendemos, el concepto de comportamiento es unívoco (co-genéricamente) por lo menos a los vertebrados no humanos y a los hombres. No es, por tanto, volviendo al dualismo tradicional entre animales y hombres (escolástico o cartesiano) –y ello sin perjuicio de que algo de estos dualismos pueda ser reinterpretado y recuperado de otro modo– como podremos advertir los límites del continuismo etologista; es, más bien, remitiéndonos al dualismo Naturaleza/Cultura, como se nos dibujarán los límites del continuismo, al menos en la forma en que lo hemos expuesto.

Diremos únicamente, para abreviar, que el continuismo etológico se quiebra, no ya en el momento de considerar la oposición entre animales y hombres, sino en el momento de considerar, ya en el ámbito de la propia vida animal no humana, la oposición entre Naturaleza y Cultura, de suerte que sólo a su través podremos llegar a reconstruir, [22] aunque de otro modo, la oposición animal/hombre. Porque ya desde una perspectiva biológica podría decirse que la oposición naturaleza/cultura, que no se niega, no es una oposición primaria, sino que está incluida (y “juega” a través de ellas) en otras oposiciones más fundamentales desde el punto de vista biológico, como puedan serlo la oposición entre el animal y su medio (milieu, pero también Umwelt), y entre el individuo y el grupo. Desde este punto de vista, podríamos completar la idea expuesta en el párrafo anterior (sobre las relaciones entre las oposiciones natura/cultura y herencia/aprendizaje) en el sentido de decir que, si es cierto que la idea de cultura no puede ser reducida a su momento de cultura subjetual, porque momentos esenciales de la Idea de cultura (como veremos en la segunda parte de este ensayo) permanecen fuera de la órbita de la cultura subjetual, la misma reducción que el etologismo lleva a cabo podría considerarse como el motivo que le impulsara a distorsionar, y exagerar, el significado e importancia biológica de la distinción entre lo innato y lo aprendido, a fin de intentar recoger, a través de la categoría del aprendizaje, muchos de los contenidos no subjetuales de la cultura. Sin embargo –y este es uno de los argumentos al que concedemos mayor importancia filosófica–, la distinción entre un momento objetual y un momento subjetual en la conducta cultural (aprendida) tiene también un paralelo en la conducta natural, así como esta distinción tiene a su vez un paralelo en los procesos biológicos no conductuales (respiración, digestión), en la distinción entre las cadenas de reacciones orgánicas y las cadenas de reacciones del medio que rodea al organismo; lo que constituye una garantía contra el peligro de que nuestra construcción del concepto de cultura objetual fuese ad hoc, como orientada a justificar los límites de referencia.

Una situación singularmente adecuada, por su ambigüedad, para medir el alcance y los límites de las distinciones entre naturaleza y cultura, en sentido etológico, y de conducta y medio, nos la ofrece la consideración de los panales de las abejas. Un etólogo hablará, sin duda, de “conducta panalizadora” de las abejas. Esta conducta, en cuanto tal (¿innata preformada?, ¿innata epigenética, necesitada de maduración?, ¿aprendida?, ¿peristática?), parece orientada a construir prismas exagonales terminados por una pirámide compuesta de tres rombos iguales, de suerte que el sólido se logre con la menor cantidad de material posible (al menos, este fue el problema que Remur planteó a König). König obtuvo por cálculo, como medida de los ángulos de los rombos, 109°28' y 70°32' (sin conocer las medidas empíricas que Moraldi, en 1712, había ya obtenido: 109°26' y 70°34'). Ahora bien: ¿que etólogo se atrevería a decir hoy que la conducta de las abejas esta preprogramada (¿por quién?) para obtener esos poliedros, y menos aún, que son las abejas las que, por aprendizaje, han logrado incorporar esos patrones culturales de conducta? Más probable es que la explicación de la estructura de los prismas del panal haya que buscarla no en la conducta, sino por vía de resultancia mecánica de conductas (y esta resultancia no es conductual, aunque pueda ser adaptativa en función de ulteriores conductas). Stephen Hales, en 1727, había observado que tras comprimir cierta cantidad de guisantes en un jarrillo se obtenían “unos dodecaedros francamente regulares”; en 1939, Erdwin B. Matzke, de Columbia, comprimió perdigones de plomo y descubrió que, si las esferas estaban dispuestas según estructuras cúbicas compactas, se formaban rombododecaedros, y si al azar, cuerpos irregulares de catorce caras (Buffon había sugerido que la forma exagonal de las celdillas podría resultar de la presión uniforme de múltiples abejas trabajando al mismo tiempo y en todas direcciones, diríamos que según todos los radios, esféricamente).

Luego la conducta panalizadora de las abejas, ni podría ser innata, es decir, estar preprogramada (como programa de “construir celdas exagonales”, puesto que estas resultan “sintéticamente” de conductas orientadas según otras pautas), ni podrían considerarse aprendidas (pues las abejas no pretenden edificar celdas exagonales), es decir, sencillamente, no es posible hablar de una “conducta subjetual panalizadora” en sentido etológico, de construcción de panales, puesto que esta conducta no puede ser ni innata ni aprendida. Y, sin embargo, es una conducta cultural, puesto que, a partir de movimientos del organismo (no meramente de secreciones o de procesos como los que dan lugar a la concha del caracol), se resuelve en la edificación de un panal, enteramente análogo, si no ya homólogo, a los edificios de viviendas “en colmena” de otros insectos o de los hombres. Luego la razón de llamar cultural a esa conducta de las abejas que se resuelve en la formación de panales habrá que tomarla de la obra misma, del panal construido por el enjambre, y no de un supuesto aprendizaje; no cabe disociar el panal resultante de la conducta de las abejas, de sus movimientos, puesto que estos movimientos carecen de sentido fuera de este resultado y se configuran por el. El panal (salvo por estipulación lingüística arbitraria) no puede considerarse como un resultado inerte, no cultural –frente a los movimientos aprendidos, “culturales”–, puesto que es una estructura (cultural o natural, pero objetual) tan necesaria a la reproducción de los movimientos subjetuales como las cadenas de reacciones del medio acuoso son necesarias para que tengan lugar las cadenas de reacciones bioquímicas de la célula primitiva. Y así como no es la “longitud de onda” de la Biología, sino de la Química, la que permite iluminar la estructura procesual del medio del viviente, así tampoco es la “longitud de onda” de la Etología, sino la de la Física (y en su caso, la de otras ciencias de la cultura), la que puede iluminar la estructuración de la cultura objetiva.

Las fronteras que se dibujan para la Etología, y ya en los niveles más bajos de la vida animal, entre la conducta –y la conducta subjetiva– y el entorno –y la cultura objetual–, se profundizan hasta hacerse infranqueables en los niveles más complejos de la vida, y particularmente de la vida humana (no ya, por tanto, de la vida humana primitiva, sino de la vida “civilizada”). No es, por ejemplo, el tallar hachas de piedra lo que diferencia definitivamente al hombre del chimpancé, sino por ejemplo, fabricar libros (si tenemos en cuenta que un libro es un objeto cultural e histórico que carece de todo precedente, analógico y homológico en el resto de la scala naturae). No es por tanto la cultura objetiva humana, en cuanto tal, aquello que permanece en exclusiva en la penumbra del foco etológico; pero es la cultura humana aquélla que más se aleja del cono de luz proyectado por este foco.

Ahora bien, mientras que los etólogos reconocerán, desde luego, de buen grado –más aun: como una evidencia trivial–, que las leyes de la conducta de los animales están “limitadas” o sometidas a las leyes fisicoquímicas que rigen el mundo entorno de la vida de esos animales (por lo tanto, ni siquiera se plantearán la posibilidad de reducir las leyes fisicoquímicas que gobiernan la atmósfera [23] del animal a las leyes etológicas, considerando como un disparate el simple planteamiento de esta cuestión), en cambio, parecen inclinarse a pensar que las leyes de la cultura objetiva (incluyendo a la cultura intersubjetiva y a la material) no constituyen límite alguno, sino que estas leyes habrían de ser derivadas, desde luego, de las leyes etológicas (de las leyes de la “conducta subjetiva”). Constatamos, de este modo, una inesperada presencia (residual, sin duda), del dualismo metafísico entre Naturaleza/Cultura, que el etologismo parecía precisamente destinado a borrar. Pues, ¿por qué el etólogo ha de detenerse ante las leyes físico químicas, como inasimilables, y en cambio trata de reducir a su propia legalidad subjetual las leyes de la cultura objetiva? Se dirá que su proceder está justificado porque mientras que las leyes físico químicas se supone que actúan ya con anterioridad a la conducta y con independencia de ella, en cambio, las “leyes de la cultura objetiva” (si existen) no son independientes de la cultura subjetiva, ni anteriores a ella, puesto que la cultura objetiva es producto, a fin de cuentas, de la conducta subjetiva. Sin embargo esta justificación es insuficiente, en tanto ella implica que se acepta la tesis de la reducibilidad de las leyes estructurales a las leyes genéticas, es decir, que por el hecho de que un sistema dado proceda según una línea de descendencia genética o histórica dada, ha de poder reducirse a la legalidad que gobierna esa línea genética o histórica. Pero como esto no es así, podemos seguir sospechando que es el dualismo metafísico (Natura/Cultura), aunque inadvertido, el que sigue inspirando al etólogo la decisión de “detenerse” ante las leyes naturales y no ante las leyes culturales (de la cultura objetiva). Ahora bien, si un logos objetivo “atraviesa todas las tierras y los inmensos mares” –terrasque, tractusque maris, coelunque profundum–, es decir, si las leyes que gobiernan la sinfonía clásica no son menos objetivas, como leyes de la “exacta fantasía”, que las leyes que gobiernan el panal de las abejas, entonces no hay razón para que el etólogo se detenga ante éstas y no ante aquéllas.

Segunda parte. Un ensayo sobre los límites de la Etología como ciencia cultural, mantenidos entre el discontinuismo y el continuismo tradicionales

Los problemas que tenemos planteados en torno a las relaciones de la Etología y la Cultura han de seguir discutiéndose tanto en la perspectiva ontológica (en la que se dibuja el concepto de “Cultura”), como desde la perspectiva gnoseológica (en la que se configura el concepto de “Etología”). Son dos perspectivas que se exigen mutuamente, como hemos dicho, casi dualmente, pero que no se confunden, porque sus relaciones recíprocas no son simétricas. Para circunscribirnos a lo esencial: una ontología puede haberse desplegado al margen de toda teoría de la ciencia, es decir, con total “inmunidad” (o inocencia) gnoseológica; pero esto no significa que no sea posible desarrollar una ontología teniendo a la vista las categorías de las ciencias gnoseológicamente analizadas; una teoría de la ciencia (general o especial), en cambio, no puede constituirse con “inmunidad” (o inocencia) ontológica, de modo meramente neutro o formal (lo que no quiere decir que sus implicaciones ontológicas sean inmediatas, claras y distintas, puesto que ni siquiera tendrían por qué ser unívocas).

La cultura de los primates (o la de los vertebrados, en general), la cultura de los homínidos, o la cultura humana plena (civilizada, histórica), representan “figuras o círculos de la realidad” cuyas relaciones mutuas y con las realidades no culturales, al fijarse, constituyen precisamente lo que llamamos una ontología. La Etología, la Antropología etnológica, la Historia, son “disciplinas científicas” diversas que, sin duda, inciden cada una de ellas, y respectivamente, sobre cada una de las figuras de la realidad enumeradas, pero sin circunscribirse a ellas; ni tampoco, recíprocamente, la totalidad de los contenidos incluidos en esos “círculos de realidad” pueden considerarse distribuidos en los campos respectivos de esas disciplinas (contenidos tales como puedan serlo los lingüísticos, políticos o religiosos, nos remiten a disciplinas especiales –la Lingüística, la Teoría política, las Ciencias de la religión– que atraviesan los campos de la Etología, de la Antropología económica y de la Historia). Esta maraña de relaciones ha de prevenirnos frente a cualquier propuesta excesivamente sencilla, “clara y distinta” y, en particular, contra la pretensión de poder alcanzar algún resultado autónomo en el plano gnoseológico sin “compromisos ontológicos”, o bien, recelar ante una axiomática ontológica establecida con independencia de las ciencias correspondientes y de la teoría de las mismas. Los esquemas ontológicos que vamos a proponer han sido establecidos teniendo a la vista muchos presupuestos gnoseológicos, pero no pretenden deducirse de ellos.

I. Propuesta de un “desplazamiento de fronteras” establecidas por los dualismos tradicionales

El continuismo, tal como ha sido presentado en la primera parte de este ensayo, parece haber derribado los dualismos tradicionales, las dicotomías animal/hombre y naturaleza/cultura: los hombres son animales, la cultura es también una categoría zoológica, y la Etología es una ciencia cultural. Pero, según hemos intentado demostrar, el continuismo no es una alternativa que pueda ser aceptada sin reservas frente a los dualismos. Los esquemas dualistas tienen también su fundamento, y lo que desde el continuismo se habría podido demostrar es sobre todo que las líneas fronterizas tradicionales son inadmisibles, pero sin que esto signifique que no existan otras, y tales que las tradicionales pudieran reinterpretarse como una representación distorsionada (en un medio ideológico metafísico o mitológico) de las líneas estructurales de frontera más efectivas. Esto supuesto, nuestra tarea habrá de consistir en un “corrimiento” o “desplazamiento” de fronteras (y, consiguientemente, en una reinterpretación de los dualismos tradicionales), más que en una abolición, por decreto voluntarista, de las mismas. Concretamente, en primer lugar, [24] en el desplazamiento de la frontera animal/hombre en otra frontera (y, más que en forma de línea, en forma de banda fronteriza), establecida entre una región que comprende a los hombres, como animales culturales, de un lado, y de otro a los hombres como entidades que de algún modo se segregan de toda cultura; y, en segundo lugar, en el desplazamiento de la línea fronteriza entre Naturaleza y Cultura, hacia la línea fronteriza entre cultura subjetual y cultura objetual.

Comenzaremos esbozando el significado que atribuimos a este segundo desplazamiento, que es el que nos atañe directamente (del primer desplazamiento nos ocuparemos a continuación, y muy brevemente, en la medida en que constituye un marco obligado para la interpretación del segundo).

(a) La distinción entre cultura subjetiva y cultura objetiva

La línea fronteriza que consideramos más significativa en el momento de analizar las relaciones entre la Etología y la cultura es la que separa (aunque sólo esencialmente, pero no existencialmente) la cultura en su momento de cultura subjetiva (subjetual) y la cultura en su momento de cultura objetiva (objetual). Esta distinción “atraviesa” no solo el dualismo animales/hombres, desde luego, sino también el dualismo tradicional Naturaleza/Cultura, puesto que la cultura subjetiva no sólo afecta a comportamientos zoológicos que, como hemos dicho, hay que considerar como comportamientos naturales, desde el punto de vista biológico (aunque incluyan una proporción variable de aprendizaje), sino también porque hay formaciones naturales, biológicas (hemos citado el panal de un enjambre de abejas) que, sin embargo, habría que poner del lado de la cultura objetiva, extrasomática. Nuestra propuesta tiende a prescindir del concepto metafísico de “Naturaleza” y de su oposición global al concepto de “Cultura”, incluso en su redefinición en términos de “conducta heredada” y “conducta aprendida”, puesto que suponemos que esta redefinición de la oposición tradicional sólo alcanza su relieve, en cuanto oposición primordial, como un reflejo de la oposición metafísica tradicional. Es, en efecto, completamente arbitrario llamar “naturales” a los movimientos del corazón de un ave recién nacida, o a su aleteo “espontaneo”, y llamar “cultural” al movimiento maduro de sus alas, aunque éste haya necesitado de un aprendizaje a cargo de sus progenitores. Por sí misma, la oposición, que no se niega, entre cultura innata y cultura aprendida, habría que considerarla, desde una perspectiva biológica, como una oposición secundaria, cuyo “juego” tendrá lugar en otro terreno (el de la Genética, por ejemplo), más restringido que el terreno propio de la Biología o el de la Zoología.

Además de estas dos determinaciones de la Idea de cultura (cultura subjetiva y cultura objetiva), tendremos que considerar la determinación de la cultura social (o intersubjetiva), en tanto que, en cierto modo, es intermedia entre las dos anteriores, y no tanto porque constituya una tercera determinación, sino porque, según las perspectivas adoptadas, podría participar de ambas y, por tanto, o bien considerarse como un desarrollo interno de la cultura subjetiva (en tanto se resuelve en interacciones entre culturas subjetivas), o bien como un conjunto de estructuras asimilables a la cultura objetiva (en la medida en que esta se redefine como la cultura no-subjetiva, es decir, no soportada en el sistema nervioso de los organismos dotados de conducta, sino exterior a los mismos, extrasomática, aun cuando sus contenidos sigan siendo orgánicos, y no inorgánicos, como los que son propios de la llamada “cultura material”; por cierto, como si hubiese alguna otra forma de cultura que no lo fuese, sino inmaterial o espiritual).

(1) La cultura subjetiva (o subjetual) es la cultura que se supone inscrita en el sujeto animal, como organismo dotado de movimientos “naturales” (por ejemplo, los de su peristaltismo espontáneo), que consideran los fisiólogos; pero también el animal está dotado de unos movimientos que, sin dejar de ser connaturales, son conductuales o comportamentales. No es nada fácil establecer una línea divisoria entre movimientos del organismo no conductuales y movimientos conductuales, pues todos ellos pueden tener un significado biológico-natural, es decir, no meramente físico (como sería el caso del movimiento de caída de un animal desde un avión, en el cual el animal se mueve por leyes mecánicas y no biológicas). Hay también movimientos de los organismos que, sin ser físicos, y aunque se den en función de estímulos exteriores, tampoco podrían llamarse conductuales, como los llamados tropismos y muchos reflejos medulares. Se ha propuesto, como criterio de un movimiento conductual, su carácter teleológico (así, Tolman); pero este criterio no parece por sí mismo operativo, y esto sin necesidad de invocar las dificultades inherentes a las categorías de la finalidad, sino sencillamente atendiendo a la circunstancia de que estas categorías también se aplican a los movimientos orgánicos no conductuales (E. S. Russell), incluso a situaciones mecánicas.

Nosotros adoptaremos el criterio de la apoteticidad: un movimiento de un sujeto animal, para ser conductual, tiene que incluir, directa o indirectamente, referencias apotéticas, de copresencia a distancia espacial (en los casos en los cuales los movimientos recaen sobre el propio organismo –por ejemplo, la conducta de autoacicalamiento–, la referencia apotética, aun indirecta, sería también demostrable). Es obvio que sólo podemos hablar de objetos apotéticos cuando suponemos a los animales dotados de “teleceptores” (especialmente oído y vista); también el olfato, incluso las sensaciones táctiles memorizadas; por lo cual no podría aplicarse a todos los animales la categoría de la conducta o del comportamiento (véase nuestro artículo antes citado, “Sobre el concepto de ciencias humanas”). Y si los objetos (apotéticos) constituyen el ámbito de la Psicología (y de la Etología) habrá que decir que los procesos psicológicos (o etológicos) toman comienzo en puntos situados “fuera” del sujeto corpóreo, antes que en el interior de su organismo; y esto equivale a invertir las relaciones según las cuales son pensadas habitualmente la Psicología y la Física (o Fisiología), porque lo que está “dentro” del sujeto (sus factores internos) será aquello que considera la Fisiología, mientras que la Psicología-Etología habrán de comenzar dirigiendo su mirada a fenómenos que están “fuera” del sujeto (a factores externos). Un individuo experimenta palpitaciones: en la medida en que ellas sean puestas en conexión causal con perturbaciones de su sistema nervioso o bascular –alojadas en el interior de su organismo–, estaremos moviéndonos en la jurisdicción de la Fisiología; en la medida en [25] que tales palpitaciones sean puestas en conexión causal con determinadas máscaras de aspecto terrorífico, que se le muestran agitándose en su entorno, estaremos moviéndonos en la jurisdicción de la Psicología o de la Etología.

Ahora bien, los movimientos conductuales se desarrollan según pautas que han de estar, de algún modo, inscritas (“programadas”, se dice con la metáfora del ordenador) en su organismo. Esta “inscripción” se supone que puede venir dada con el mismo equipo genético que controla los movimientos fisiológicos no conductuales, por tanto, por vía hereditaria; pero también se admite que la inscripción puede llevarse a cabo después de la formación del zigoto (aunque sea previamente a su nacimiento), de suerte que esta inscripción pueda decirse que es aprendida, no heredada. (En todo caso, no todas las inscripciones no heredadas habremos de considerarlas como aprendidas, según la regla dicotómica, pues es preciso tener en cuenta, como hemos dicho, las inscripciones peristáticas, por ejemplo, aquéllas que pueda recibir regularmente un embrión de mamífero placentario o de ave, ya formado, del entorno del claustro materno en donde se gesta o se incuba). La conducta no heredada (la aprendida, y acaso también la moldeada peristáticamente –y, a veces, como vemos por el ejemplo gestante anterior, es casi una distinción de razón hablar de conducta aprendida “cultural” o moldeada–) es la que denominamos cultura subjetiva (subjetual), sin duda sobre la base metafórica de la agri-cultura o, en general, de las modificaciones que se inscriben en un sujeto dado procedentes de su exterioridad. Como hemos dicho anteriormente, el peligro de esta metáfora lo ponemos principalmente en los efectos que ella puede tener en orden al establecimiento de una dicotomía disparatada entre la conducta aprendida –de la cultura subjetiva– y la conducta heredada o moldeada peristáticamente, saltando por encima de la continuidad biológica, estructural o funcional que, sin perjuicio de la diferencia genética, mantienen, en la mayor parte de los casos, estos diversos tipos de conducta.

Nos permitimos subrayar, por tanto, la circunstancia de que esta determinación de la Idea de cultura, como cultura subjetiva, corresponde precisamente a la acepción tradicional (la cultura animi); acepción en cuyo horizonte se mantuvo enteramente la célebre definición que Edward B. Tylor propuso, al comienzo de su obra fundacional, la Ciencia de la Cultura (en una fecha prácticamente coetánea a la que el Kulturkampf de Bismarck entronizaba la idea de la cultura en su acepción suprasubjetiva). En efecto, Tylor define la cultura, “en sentido etnográfico amplio”, como un todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte (i.e., habilidades), y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad. El concepto de cultura de Tylor es, por tanto, el concepto de cultura subjetiva (en su especificación humana), pues subjetivos son los hábitos (aunque de ellos interesen sólo, al parecer, aquéllos que tienen una fuente social).

El concepto de conducta cultural utilizado por los etólogos puede, por tanto, considerarse como una extensión a los animales del concepto tradicional que los humanistas y luego los antropólogos mantenían circunscrito al hombre, pero conservando su carácter subjetivo, inherente al concepto de hábito, si bien acentuando la estructura orgánica (corpórea) de estos hábitos, que ya no serán “hábitos del alma” –es decir, de sus facultades superiores: entendimiento y voluntad–, sino, por ejemplo, sistemas de reflejos condicionados (podría decirse: la cultura animi se concebirá, sin dejar de ser subjetiva, como cultura corporis). La cultura subjetiva es, pues, cultura somática, y en este sentido acaso fuera conveniente hablar de cultura subjetual, dadas las connotaciones psicológicas y aún espiritualistas del término “subjetivo”. En cualquier caso, como concepto biológico, el concepto de conducta cultural se construye, en muchas ocasiones, según un deliberado plan orientado a subrayar su subjetividad, pero en tanto ella tiene la misma estructura que la subjetualidad de la conducta heredada. El isomorfismo entre ambas subjetualidades se lleva a veces al extremo de llegar a atribuir a la conducta cultural la misma estructura “corpuscular” que los genéticos atribuyen a la conducta “natural”, o heredada, así como también las mismas leyes formales (estadísticas, por ejemplo, la “deriva genética”) en su desarrollo. De este modo, si la conducta heredada se considera organizada a partir de unidades subjetuales llamadas genes, la conducta aprendida se considerará organizada a partir de unidades subjetuales llamadas (por Dawkins) memes, siendo los memes intencionalmente tan subjetuales como los genes, aun cuando aquéllos se “asienten” en el cerebro (o en el sistema nervioso) y éstos en el genoma. El sujeto tendría, por tanto, en cuanto sujeto conductual, una dotación génica innata (común, salvo mutaciones episódicas, a los demás miembros de su especie) y normalmente inmutable a lo largo de su vida, y una dotación memica, aprendida (que sólo es común al grupo en el que convive el sujeto), y que, además, va mudando con los años, con los meses y aún con los días o las horas.

(2) La cultura social es la cultura intersubjetiva (inter-somática), y la entenderemos, por tanto, como una cultura que no es propiamente subjetual (en el sentido dicho), sencillamente porque las pautas de la misma no son propiamente conductuales (subjetuales). Sin duda, estas figuras interindividuales resultan de conductas individuales y pueden analizarse en términos de tales conductas (que sean partes formales suyas), pero ellas no son ya conductuales (del mismo modo que un ensamblaje de poliedros regulares tampoco es un poliedro regular). En todo caso, no tiene sentido, salvo por un postulado de duplicación enteramente metafísico (como el que inducía a aquel aldeano a pensar que las patas de los caballos al galope se movían porque en cada una de sus pezuñas había otro caballito galopando), atribuir a cada sujeto memes conductuales que prefigurarán las figuras de la cultura intersubjetiva.

Pero estas figuras intersubjetivas deben considerarse, desde luego, como configuraciones culturales, con el mismo motivo que llamamos culturales a las conductas aprendidas; pues si cultural, y aun artificiosa, es, desde luego, la configuración de parada de un batallón, con independencia de que esta configuración deba formarse a partir de conductas aprendidas (sin que estas conductas contengan una reproducción homeomérica de la figura global: el soldado acaso no conoce siquiera la configuración resultante), ¿por qué no es legítimo [26] también llamar cultural a la disposición de una banda de babuinos en orden jerárquico de marcha, o a un enjambre de abejas (no ya al panal) trabajando? Estas configuraciones sociales son a veces artificiales, a veces son naturales; pero en ambos casos pueden considerarse culturales, pues son morfologías supraorgánicas (no son del género de la morfología de una célula o de un bazo) y, a la vez, isomorfas entre sí en estructura y función. Y tan natural es la banda de babuinos, aunque sea superorgánica, como natural es la conducta de vuelo de un ave, aunque sea aprendida (cultural). Y no sería razón alegar que la conducta, aun aprendida, no tiene solución de continuidad con la vida, mientras que la configuración de una banda de babuinos ya no es viviente por sí misma; pues, en todo caso, sería gratuito exigir a la idea de cultura la nota de “viviente”, en sentido sustancial, en lugar de subrayar su contenido estructural o esencial; en cuyo caso, habría que considerar como característica de la Idea de cultura precisamente la nota de lo que, sin ser sustancialmente viviente (orgánico), por su origen, llega a ser molde de la propia vida (la propia conducta aprendida sería cultural, en cuanto aprendida, es decir, moldeada desde el exterior del organismo –a diferencia de la conducta heredada– más que en cuanto conducta del viviente). Y esto sin tener en cuenta los casos en los cuales las configuraciones supraindividuales y supraorgánicas son tan próximas al organismo que casi podrían considerarse estas configuraciones como organismos entre cuyas partes, sin perjuicio de su disposición discreta, siguen circulando fluidos o feromonas similares a los que circulan entre las células de un organismo individual (el enjambre de abejas es biológicamente antes un soma o cuerpo cuasiorgánico, viviente, cuya unidad es más próxima que ninguna otra, a la unidad que liga a las células de cada abeja, que a una unidad social o política).

(3) En cuanto a la cultura objetiva (extrasubjetiva, extrasomática, “material”), sólo diremos que constituye, desde la perspectiva de muchas disciplinas, el “sentido fuerte” o el primer analogado del término Cultura (“son los restos de vajillas o de alcantarillado lo que queda de una sociedad, más que sus ideales o sus sentimientos...”, dice Glyn Daniel, desde la Arqueología prehistórica). Ahora, la cultura de un pueblo o de un grupo y, sólo a su través, la de un individuo, es tanto, junto con la cultura intersubjetiva, como el conjunto de utensilios, indumentos, edificios, herramientas, cultivos, modificación de la corteza terrestre, &c., que forman parte del “mundo artificial” en el que viven los organismos de los cuales están formados los pueblos. Tampoco la cultura objetiva es sustancialmente (orgánicamente) una entidad viviente. En general, es inorgánica, inerte, por más que algunas formaciones muy próximas a esta cultura extrasomática puedan estar constituidas por materiales vivientes, como la tela-araña, la copa-cráneo o el garrote de hueso. Sin duda, la cultura extrasomática dice relación genética a los organismos individuales.

Pero esta relación genética tampoco es propiamente una relación orgánica, sino conductual (operatoria): en la configuración de las formas materiales de la cultura, deben haber intervenido operaciones de animales (operaciones tales como “rasgar”, “ensamblar”, &c.), y esto excluye de la cultura extrasomática, o hace problemático considerar como formas culturales, a muchas formas inertes, “segregadas” por organismos por vía no operatoria (la concha del caracol, incluso la tela de araña, en el supuesto de que no pudiera probarse su génesis operatoria). En cualquier caso, la relación genética de las formas culturales a los sujetos vivientes, no agota las virtualidades de esas formas, cuya estructura desborda ampliamente su génesis operatoria y llega a alcanzar una función ella misma generadora o moldeadora de ulteriores operaciones del sujeto viviente: “no fue el hombre quien hizo el fuego, sino el fuego al hombre”, decía, vigorosamente, Engels. Ahora bien, una cosa es reconocer la legitimidad propia (aunque sólo fuera por estipulación) que cada una de estas tres determinaciones del término “cultura” reclama –cultura en su sentido conductual, cultura en su sentido social, cultura en su sentido material– y otra cosa es considerar resuelta la cuestión en torno a la Idea de Cultura. Si estas tres determinaciones son sencillamente independientes, ¿no quedaría automáticamente rota la unidad de la Idea de Cultura, no sería preciso concluir que el término “Cultura” es equívoco? La unidad de la Idea de Cultura depende, por tanto, de la unidad que quepa establecer entre sus tres determinaciones. Esta unidad, aun defendiendo la unidad de la idea de Cultura, podrá entenderse como externa a alguna de las tres determinaciones (lo que equivaldría a un reduccionismo que defienda que el sentido fuerte, interno o propio de la Idea de Cultura hay que ponerlo en alguna de sus determinaciones, siendo externos, o derivados por “denominación extrínseca”, los restantes sentidos), o bien podrá entenderse como interna a estas tres determinaciones (lo que exigirá un tipo de conexión sui generis capaz de dar cuenta de esta unidad).

Las respuestas reduccionistas se diferencian de las respuestas basadas en la simple yuxtaposición en que mientras éstas ponen a los tres sentidos del término Cultura “en pie de igualdad”, aquellas postulan uno de estos sentidos como el propio e inmediato, pero viendo en los otros sentidos acepciones derivadas, indirectas o mediatas. No deja de tener interés el constatar que las tres respuestas reduccionistas posibles han sido formuladas, de un modo más o menos explícito, por diversas escuelas científicas o filosóficas.

(i) El primer tipo de reduccionismo cultural podría denominarse reduccionismo etologista, puesto que la Etología (suponemos) se mantendrá como ciencia de la conducta, y lo que este primer tipo de reducción defiende es que la cultura, en su sentido fuerte, primero, inmediato y directo, es la conducta cultural, es decir, la cultura subjetual. El principal argumento del reduccionismo etologista habrá de fundarse, obviamente, en la imprescindibilidad de la conducta para que una configuración social o material dada pueda llegar a ser configuración cultural: las ceraunias, antes de Boucher de Perthes, no eran percibidas como formaciones culturales, sino naturales (“piedras del rayo”); para transformarse en instrumentos culturales fue preciso asociarlas con manos humanas operativas, con conductas. Los libros sepultados por la catástrofe nuclear tras la que se levantó esa nueva sociedad de babuinos que describió A. Huxley (en Mono y esencia), no eran interpretados como libros, al ser desenterrados, sino como hojaldrados combustibles naturales. En resolución, las formas de la cultura objetiva, serían sólo fenómenos culturales (paralelos a los fenotipos de la Genética) de las verdaderas estructuras culturales, los memotipos inscritos en la cultura subjetiva, en la mente o en el cerebro.

Las dificultades de la reducción etologista de la cultura aparecerán en el momento de la reconstrucción o rescate [27] de las configuraciones culturales, sociales o materiales, en términos de cultura subjetiva. Esta reconstrucción es sencillamente imposible, si sólo se dispone prácticamente de la categoría de instrumento (que conducirá, por cierto, en Antropología, a una visión naturalista-instrumentalista de la cultura objetiva, de la cultura “al servicio” de un hombre, por lo demás indeterminado o metafísico, y, en el límite, al servicio de una restauración de necesidades naturales que los hombres no habrían podido satisfacer por vía natural, es decir, a la idea de cultura como prótesis, que aparece ya en el Protágoras platónico). Por lo demás, es importante subrayar que la categoría de instrumento, si permite muchas veces simular la continuidad de la cultura objetiva con el organismo, es en virtud de una previa ampliación metafórica, y metafísica, del concepto cultural objetivo de instrumento a los órganos humanos (el brazo como palanca, el ojo como instrumento del cerebro, &c.).

Por ello, cuando la reconstrucción quiere alcanzar sus posibilidades lógicas más altas, habrá de acudirse a un postulado de homonimia entre las formas de la cultura subjetual y las diversas formas de la cultura social y objetiva; homonimia que llevará a una duplicación de esas formas culturales en el ámbito de la subjetualidad, enteramente paralela a la duplicación del mundo de la que Aristóteles acusó a los platónicos cuando pretendían dar cuenta de las formas del mundo real a partir de un mundo de las ideas homonímico al primero (Metafísica, 990b). Ahora, las ideas serán los memes, cuando la reducción etologista se lleve a cabo dentro de una metodología atomista-corpuscularista. La cultura objetiva (social, material), de un grupo, se descompondrá, según el esquema del mosaico, en un conjunto de rasgos, a cada uno de los cuales se pondrá en correspondencia con un meme: de este modo, la cultura objetiva, la cultura del grupo, podrá, a su vez, reconstruirse en términos atomistas-nominalistas, como “acervo cultural del grupo”, como la suma lógica de todos los memes inscritos en cada uno de los individuos del grupo, con vistas a preparar un tratamiento probabilístico de la dinámica del cambio cultural, que incluye la propuesta de un concepto paralelo al de deriva genética, el de “deriva memica”{4}.

Se comprende que este modelo, aunque no sea más que por su elegancia formal (y sin negar que tenga una esfera de aplicación, por limitada que ella sea), deba ser propuesto como referencia ideal. A nuestro juicio, su función gnoseológica es más bien la de un contramodelo, dado su carácter utópico, puesto que es imposible, de hecho, aplicarlo en concreto a ninguna región de la realidad cultural (del mismo modo que es imposible construir el modelo leibniciano de la Característica Universal, en tanto ella supone la construcción previa de un diccionario de conceptos simples); el modelo homonímico podría guiar, quizás, alguna investigación de dinámica comparada de cambios en torno a un conjunto convencional de rasgos culturales definidos en dos o más sociedades convenientemente elegidas. Pero desde el punto de vista de la comprensión filosófica del asunto que nos ocupa (la unidad de la Idea de Cultura), el modelo debe considerarse muy superficial. Ni siquiera tiene capacidad para pasar de las figuras de la cultura subjetiva a las figuras de la cultura intersubjetiva, es decir, de la cultura de un grupo, puesto que la cultura de un grupo no puede resolverse como una suma lógica o como un producto lógico de formas de la cultura individual; además, estas sumas o productos serían idempotentes y, por tanto, carecerían de capacidad lógica para alcanzar figuras supraindividuales –salvo que se postule la hipótesis duplicativa–.

Más que profundizar en la naturaleza de la unidad de la Idea de Cultura, el modelo homonímico contribuye a encubrirla, al tener que suponer ya dadas las unidades de las configuraciones culturales como formas propias de la cultura subjetiva. Pero la realidad es que estas realidades culturales, como los átomos de Demócrito, son sólo unidades imaginadas; en todo caso, las unidades empíricas que pudiéramos aducir habrían de ser obtenidas por despiezamiento de la cultura objetiva y serían, a lo sumo, por tanto, partes formales posteriores a las propias configuraciones culturales y no previas a ellas. Por este motivo, no es admisible considerar la Cultura objetiva de un grupo como la reunión lógica de memes individuales, pues las figuras de la cultura objetiva ni siquiera pueden ser reproducidas por cada sujeto individual: cabría comparar las figuras de la cultura objetiva con frentes de ondas irreducibles a sus correlatos corpusculares. El lenguaje dialógico, por ejemplo, y sobre todo el lenguaje fonético humano, no puede ser reducido a una suerte de yuxtaposición de conductas lingüísticas individuales concatenadas (a una concatenación de monólogos): el lenguaje, como sermo, resulta del entretejimiento de los sujetos que hablan, y las figuras del monólogo se forman posteriormente (“el pensamiento, decía Platón, es el diálogo del alma consigo misma”). El anillo Kula, como configuración cultural, social y objetiva, puede servirnos de referencia tipo. Esta figura “clásica” de la Antropología etnológica no puede ser reducida a la condición de una suma o producto lógico de patrones homonímicos inscritos en los individuos trobriandeses con los que trató Malinowski, quien precisamente subrayó el carácter inconsciente o desconocido de ese anillo para quienes, con sus conductas, lo realizaban: cada individuo, por tanto, no desplegaba una conducta “anillo kula” –como tampoco cada pata del caballo al galope se movía porque otro caballito al galope lo impulsase–, sino que ésta resultaba de conductas mantenidas a otro nivel “segmentario” respecto del círculo global, pero completo en su realización interindividual (dar collares y recibir brazaletes). Y tampoco puede decirse que el anillo Kula fuese una figura inerte, una resultancia ajena y segregada de las conductas individuales, como la estela respecto del pez que la traza, pues este anillo era la condición objetiva necesaria para realimentar la reproducción de las conductas individuales que se verían interrumpidas si el flujo concatenado de intercambios cesase o adquiriese otra estructura. [28]

(ii) El segundo tipo de reduccionismo cultural podría denominarse reduccionismo sociologista, porque ahora el sentido fuerte de la Idea de cultura se pondrá precisamente en la cultura intersubjetiva, social; de suerte, que las configuraciones culturales materiales, pero también las subjetuales, habrían de ser interpretadas como fenómenos (o derivaciones, denominaciones extrínsecas, expresiones...) de las estructuras sociales. La Langue de Saussure, por ejemplo, en cuanto estructura gramatical objetiva, que transciende la Parole, solía ser referida, por los lingüistas de tradición durkheimiana, al grupo social. La escuela antropológica conocida como Cultura y Personalidad (Linton, Kardiner, &c.) abundó también en estos puntos de vista: la conducta personal está moldeada por la cultura del grupo social. La universalmente extendida tendencia a considerar la cultura objetiva como expresión (acaso superestructural) de la sociedad que la soporta (las pirámides egipcias serían la expresión de la estructura jerárquica de la sociedad faraónica), o bien la tendencia, no menos universal, a interpretar la cultura objetiva como un lenguaje a través del cual unos hombres se comunican con los otros (“lenguaje musical”, “lenguaje arquitectónico”, hasta “lenguaje matemático”), pueden considerarse también como un modo de llevar a cabo el reduccionismo sociologista de la cultura. La Sociobiología de Wilson, también contiene, según la ve Thorpe, un reduccionismo de este género, “porque parece creer que el estudio característico de los patrones de comportamiento animal será engullido en su momento por la Neurofisiología y la Fisiología sensorial de un lado, y por la Sociobiología y la Ecología comportamental del otro”.

El reduccionismo sociológico de la cultura podría invocar ad hominem la frecuente apelación (no bien justificada, desde sus propios puntos de vista) que los etologistas hacen al alcance social de las conductas aprendidas para que estas puedan ser llamadas culturales. A nuestro juicio, y a pesar de la superioridad que el sociologismo cultural parece tener respecto del individualismo etologista, también el reduccionismo sociologista parece adolecer de las mismas dificultades para construir las figuras de la cultura material que tenía el reduccionismo subjetivo.

(iii) Por último, el reduccionismo objetivista de los diversos sentidos de la idea de Cultura, es decir, la consideración de que el primer analogado de la Idea de Cultura es precisamente la cultura material, es una tendencia que, combinada con el sociologismo, es muy frecuente entre los antropólogos culturales, y se compone bien con las tendencias ambientalistas o ecologistas radicales que atribuyen al medio físico la capacidad moldeadora y diferenciadora de las diversas culturas humanas que, por tanto, participarán a su vez, en cuanto “segunda naturaleza”, de ese objetivismo ecológico. Habría que agregar a este reduccionismo extrasomático fisicalista el reduccionismo, también extrasomático y material, pero no por modo fisicalista, sino estructural “terciogenérico” (valores, Langue, &c.): la Cultura se muestra ahora como un envolvente impersonal, pero objetivo, al modo del Paideuma de Frobenius, que moldea a los individuos y a las sociedades.

Por nuestra parte, reconocemos ampliamente los fundamentos del reduccionismo objetivista de la Idea de Cultura. Las configuraciones registradas en la cultura objetiva –en la partitura de una sinfonía, en las líneas de un libro, mediante el cual, un colegio sacerdotal se hace capaz de reproducir secuencias ceremoniales con intervalos de decenios– no están inscritas en un archivo memico (en un programa cognitivo o en montaje nervioso): la partitura o el libro, por si mismos, son mudos, desde luego, pero sin partituras o libros no es posible que la sinfonía suene o que el texto sea leído. Los diferentes estímulos objetivos van desencadenando los actos de la “conducta de tocar cada instrumento” o de la “conducta de leer”, cuyos actos sólo están programados, no en la mente o en el cerebro, sino precisamente en la partitura o el libro, es decir, en secuencias de marcas de la realidad exterior, engranadas, desde luego, con los aparatos perceptuales y motores del sujeto, de la misma manera –repetiremos el símil– a como las secuencias químicas del medio hídrico han de estar engranadas a las estructuras bioquímicas de la célula primitiva.

Otro tanto ocurre pues con las secuencias de estímulos exteriores que van a su vez produciendo o descubriéndose en función de las mismas “acciones en cadena” de la conducta subjetiva, estimuladas, a su vez, por esas acciones, y esto ya en conductas biológicas llamadas innatas o, al menos, dudosamente “culturales”. Podemos tomar de Tinbergen un ejemplo excelente cuando describe las secuencias de la “avispa cavadora” en busca de alimento (las abejas son su alimento preferido): la avispa vuela de planta en planta; cuando percibe visualmente, hasta a diez centímetros, a la abeja (o a una araña, &c.), se detiene; aún no ha reconocido a su presa como abeja; la avispa revolotea y se lanza, de pronto, si logra captar el olor de la abeja; si el objeto percibido visualmente no desprende olor, la avispa revolotea unos segundos y se aleja; un objeto que simula la abeja y haya sido frotado con ella para adquirir su olor, desencadenará también el salto de la avispa; ahora ya no es el olfato, es el tacto –al tocar la avispa a la abeja–, el que desencadenará el mecanismo de clavarle el aguijón (si la simulación, aunque tenga olor a abeja no es semejante a su tacto, tampoco habrá aguijón, &c.). Podríamos concluir, en suma, que las secuencias objetivas proporcionadas por las configuraciones exteriores (naturales o culturales) están intercaladas en las secuencias de los actos constitutivos de una conducta natural, de la misma manera como las secuencias de reacciones fisicoquímicas del medio han de estar “intercaladas” con las secuencias de reacciones bioquímicas del organismo viviente. No cabe hipostasiar las configuraciones culturales objetivas, pero tampoco las secuencias culturales subjetivas. Mantenemos, desde luego, muchas reservas ante el reduccionismo objetivista de la cultura, por lo que tiene de hipostatización metafísica de las estructuras o secuencias impersonales que, sin perjuicio de desbordar ampliamente el ámbito conductual y aun social, sin embargo no tiene capacidad organizadora por sí mismo, cuando se considera al margen de las conductas subjetivas y de los dispositivos intersubjetivos.

En resolución: si desistimos de los esquemas reduccionistas y tampoco queremos recaer en los esquemas de yuxtaposición (o interacción) entre las tres capas o sentidos que reconocemos en la Idea de Cultura, acaso sólo nos quede la posibilidad de ensayar el esquema de la conjugación de conceptos utilizado de forma reduplicada. Dicho de otro modo: cultura subjetiva, cultura intersubjetiva y cultura objetiva se comportarían como conceptos conjugados dos a dos{5}. La cultura subjetiva tendría que ser entonces, [29] en cuanto cultura, descomponible en partes (o segmentos) cuyos nexos solamente podríamos encontrarlos en la cultura intersubjetiva o en la cultura objetiva (por ejemplo, los nexos entre muchos segmentos de la conducta lingüística individual, sobre todo a nivel sintáctico, habría que tomarlos del diálogo intersubjetivo o de estructuras gramaticales abstractas de la Langue); la cultura social se descompondrá en partes o segmentos cuyos nexos habría que buscarlos en la cultura individual o en la objetiva; la cultura objetiva se descompondrá, a su vez, en partes o segmentos cuyos nexos estarán en la cultura individual o en la social. Y todo esto sin necesidad de postular que la conjugación agote la integridad de cada una de las configuraciones culturales consideradas, porque éstas, a su vez, podrán estar insertas en configuraciones extraculturales, preculturales o trasculturales. Es así como los diversos patrones de la conducta cultural han de implantarse, a su vez (en armonía o en conflicto), en una conducta genética, y como las diversas configuraciones de la cultura objetiva han de considerarse implantadas, a su vez, en legalidades objetivas trasculturales, según ordenes deterministas físicos o topológicos (a la manera como la “figura cultural” consistente en una serie de figuras repetidas que se producen al desplegarse una tira de papel plegado, al que se le han practicado ciertos cortes –según actos de una “conducta de cortar” subjetiva– está inmersa en una legalidad topológica, objetiva, metacultural, que no depende ya tanto de la cultura cuando de la “geometría” del papel).

Concluimos: más relevantes (para la Etología) que la frontera tradicional establecida entre Naturaleza y Cultura parecen ser las líneas divisorias que separan la cultura subjetiva de la cultura objetiva (social y material). Y esto debido a que la Etología (según el análisis de la misma que esbozaremos en la Sección II siguiente) adoptaría la perspectiva de la conducta, por lo que sus límites no habría que ponerlos (ni ella tampoco los encontrará) del lado de la conducta, ya sea ésta la de una avispa cavadora, ya sea la del chimpancé Lana, ya sea la del Presidente de Guatemala. Los límites aparecerán en el momento en que las configuraciones dadas en la cultura social y en la objetiva alcancen un punto crítico tal que permitan una inversión de la perspectiva de análisis. Comenzaríamos a aproximarnos a este punto crítico cuando la plasticidad (no solo la complejidad, que puede ser tan elevada como la de un enjambre de abejas) de las configuraciones culturales, sociales y materiales sea tal que, dentro de una misma especie mendeliana, puedan comenzar a constituirse poblaciones reguladas por diversas configuraciones sociales y materiales, sin perjuicio de mantener su vinculación genética y todo lo que ella implica. Cuando esto ocurra, la perspectiva de la cultura objetiva, social y material, y, en su momento, histórica, comenzará a ser más importante en la determinación del curso de las realidades dadas que la perspectiva de la cultura subjetiva (que es la predominante cuando la cultura es meramente instrumental, casi como una “prolongación del sujeto”). No se trata, por tanto, de afirmar que la cultura subjetiva quede anulada, puesto que ésta ha de estar siempre presente. Pero mientras esta conducta es prácticamente universal a la especie, aunque sea aprendida, ello significará que el sistema de estímulos sociales y materiales puede darse como una constante, por lo cual, lo que habrá que explicar será, ante todo, la formación, variación y extinción de las figuras de la cultura subjetiva, injertadas siempre en las formas de la conducta innata; y cuando las culturas sociales y materiales sean variables dentro de la misma especie, habrá que acudir a las leyes de formación, constitución, cambio y destrucción de esas culturas objetivas (leyes que se mantienen a una escala distinta de la individual) para dar cuenta de la realidad.

Mientras que la explicación de por qué un elefante, atravesando un desierto, se refresca con arena (“conducta de ablución sustitutoria”) no me obliga a regresar a coordenadas distintas de aquellas en las que se hayan puesto los factores que explican, para toda la especie, el desencadenamiento de conductas naturales de ablución con agua (por consiguiente no pondré en ninguna cultura social-objetiva estas razones, sino, a lo sumo, en alguna contingencia), en cambio, la explicación de por qué el musulmán que, atravesando el desierto sin agua, practica con arena una ablución ceremonial, no puede recurrir ya a los factores dados en la conducta subjetiva específica, sino que habría de recurrir a la cultura objetiva, en este caso al Corán: aquí están los factores desencadenantes de la conducta (sin que ello implique afirmar que la totalidad de la cultura objetiva haya de concebirse como un “programa de actos conductuales”). Y esto nos lleva de inmediato a preguntar por la relación entre los momentos en que se producen esos puntos críticos que obligan a la inversión de la perspectiva subjetiva por la objetiva y los momentos en que reconocemos la aparición de una línea fronteriza entre animales y hombres. A nuestro parecer, la inversión no tiene por qué producirse paralelamente con los momentos de la especiación biológica de los homínidos que llamamos “hombres”; las primeras especies del Genus Homo pueden considerarse situadas en la anterioridad de ese punto crítico; éste se produce más tarde, y según diversos grados. Sólo por su forma pueden hacernos sonreír hoy, y a veces escandalizarnos, formulaciones de viejos escritores como la siguiente: “Así es como imperceptiblemente pasamos del hombre al mono por transiciones sucesivas. No se nos objete su diferencia moral e intelectual, pues ¿qué distancia tan grande media entre la inteligencia del Hotentote Bosjesman o salvaje y la del orangután? Por cierto que mucha mayor es la diferencia entre un Descartes, un Homero, y el alelado Hotentote, que entre el orangután y este último”{6}.

(b) La distinción entre “hombre-animal cultural” y “hombre-persona moral”

Tan sólo unas líneas para perfilar una concepción que aquí no es posible desarrollar adecuadamente, pero que ejecuta el obligado trámite de presentación de un marco [30] antropológico en el cual puedan inscribirse las consecuencias más importantes que están implícitas en la oposición entre la cultura subjetiva y la cultura objetiva, tal como la hemos trazado.

La idea central es ésta: que cuando utilizamos el concepto “hombre” –por ejemplo, en su relación de oposición a “animal”–, estamos, en realidad, “arrastrando”, entre otros, dos momentos muy distintos, pero dialécticamente implicados, a saber: “hombre” como “animal cultural” (tal como lo consideran, por ejemplo, los etólogos, pero también los etnólogos y antropólogos) y “hombre” como “persona” (tal como lo considera, por ejemplo, la “Declaración de los Derechos del Hombre”, pero también muchas ideologías filosóficas y religiosas). No se trata, por nuestra parte, de constatar simplemente esta duplicidad de “acepciones”, a efectos de no confundir los contextos lingüísticos respectivos en los cuales puedan funcionar por separado tales acepciones (pongamos por caso, el “contexto lingüístico de la Zoología o la Etnología” y el “contexto lingüístico de la Etica, de la Moral o del Derecho, o de la Filosofía del Espíritu”). Se trata de reconocer también que ambas acepciones no son separables cuanto a la cosa, ni permiten interpretar el término “Hombre” como un simple caso de término equívoco, sino que, por el contrario, ambas acepciones, por opuestas que ellas sean, son también momentos de un mismo proceso dialéctico en virtud del cual habría que decir que el Hombre, en cuanto “persona humana”, implica al Hombre, aunque sea por modo de negación, del Hombre en cuanto animal cultural.

No se trata pues de presentar al hombre, globalmente tomado (en cuanto opuesto a animal), como una mera especie co-genérica dada dentro del orden de los primates (acaso de-generada, como un “mono mal nacido”), ni tampoco como un “Reino nuevo” que se ha elevado, en virtud de una cultura superior, al eter de los valores supremos, a lo eterno. Aquí damos por descontado que es pura metafísica ver en el hombre, en razón de los contenidos precisos de su cultura (de sus culturas), bien sea a la más abyecta degradación de la naturaleza (la cultura como un simple aparato ortopédico del mono mal nacido, de Alsberg o Klages, &c.), bien sea como la culminación o perfección del entero mundo natural (la “dignidad del hombre” como “dominador de la naturaleza”, continuador de la obra divina de la Creación, o incluso Dios mismo). Una banda de hombres equipados con armas “culturales” elementales puede ser mucho más fuerte y eficaz que una manada de fieras “equipada” con sus “armas” naturales; pero, ¿en virtud de qué fundamentos (no mitológicos) nos atreveríamos a decir que los hombres que han construido las catedrales barrocas en las que flota la nueva música del órgano son más creadores o dominadores de la Naturaleza, más excelsos o se han “autoliberado” en un grado más alto que las abejas que han construido un panal? Porque un panal no es menos “maravilloso” (tampoco más) que una catedral barroca. Los hombres, sin duda, en función del desarrollo de su cultura objetiva (social y material) y de los procesos de anamórfosis que este desarrollo comporta, han comenzado a girar en torno a “centros nuevos” respecto de aquéllos en torno a los cuales giran otras especies animales, a ser gobernados por leyes irreducibles a las leyes etológicas; pero no por ello estaríamos autorizados a ver en la Antropología (que se ocupa de esas “leyes”) la puerta que nos abre el acceso a los umbrales de un reino de la libertad, de la belleza o de la bondad, que pudiéramos considerar, por lo menos, como el atractor último de nuestra especie.

La Antropología etnológica no es Zoología ni Etología (puesto que ella se constituye tras la “inversión antropológica”), pero tampoco es Filosofía del Espíritu, para decirlo al estilo hegeliano, ni Teodicea. En cierto modo, encontramos bastantes motivos para afirmar que el cuadro de los hombres como animales culturales que nos ofrece la Antropología es mucho más siniestro que el cuadro de los mismos que puede ofrecernos la Etología (y esto teniendo a la vista no sólo sociedades primitivas, sino también sociedades llamadas civilizadas). Al menos la perspectiva etológica, por cuanto tiene a la vista especies diferentes de la nuestra, puede invocar el derecho a no tolerar que se establezcan comparaciones fundadas de carácter moral, estético o religioso entre las diferentes culturas animales. Es posible, sin embargo, y más aun, es necesario, establecer comparaciones objetivas en escala de inteligencia técnica, de eficacia, &c. Puede decirse, en relación a un test adecuado, que una gallina es menos inteligente que un perro, pero no puede decirse, en cambio, que una gallina es más cruel, o éticamente inferior a un perro. Pero la perspectiva antropológica, por muchos esfuerzos de neutralidad que realice, no puede, sin recaer en la Etología (la fórmula del primerizo proyecto de Levi Strauss –“ver a los hombres como hormigas”–, era en realidad una fórmula etológica), “suspender el juicio práctico” (moral, estético, religioso, &c.), precisamente porque este juicio recae sobre individuos o sociedades no sólo de nuestra propia especie, sino de poblaciones de esta especie que son nuestros “contemporáneos primitivos”, o, en general, sociedades que tienen que ver con materias que nos conciernen y de las que no podemos declararnos ajenos, por cuanto ante ellas tenemos que tomar decisiones prácticas perentorias tales que la inhibición por nuestra parte tiene también la forma de una decisión. (¿Hay que respetar la identidad cultural de una sociedad de antropófagos, o de otra que practica la mutilación ritual, o el homicidio del donante forzoso en una operación quirúrgica de trasplante de órganos?, o, en la misma línea, ¿hay que respetar, en nombre de la preservación de una identidad cultural, las mitologías de los astros-dragones, los tabúes metafísicos –el tabú de las transfusiones de sangre, pongamos por caso–, las ordalías del veneno, las etiologías fantásticas y las terapias no menos fantásticas y peligrosas, pero de elevado interés folklórico, de tantas medicinas vernáculas?).

¿Hay alguna posibilidad para asignar algún lugar a la Idea de Hombre que no sea reducible a la condición del hombre como animal cultural, es decir, a la condición de animal culturalmente determinado y asignado a una cultura concreta, descrita por la Etnología o por la Historia? Si dejamos de lado la consideración de las versiones metafísicas de ese lugar del hombre “más allá” de sus determinaciones culturales (que conducen a la idea del hombre como Espíritu, como imagen de Dios, o como Dios mismo), sólo parece que nos queda el acogernos al lugar que pueda ir abriéndose en el proceso mismo de trituración de esas determinaciones culturales por efecto de la acción de otras de sentido contrario. Este regressus no podría ser identificado, sin más, con el nihilismo (ni siquiera con el nihilismo epicúreo), que se traduce en la recomendación de Epicuro al joven Pitocles: “Toma tu barco, hombre feliz, y huye a vela desplegada de toda forma de cultura”, aun cuando el nihilismo sea siempre una de sus posibles resoluciones [31] (más aún: aunque muchas de las versiones –religiosas o místicas o ascéticas–, aparentemente positivas, de la idea de hombre como espíritu absoluto, “más allá de la cultura”, o incluso “más allá del bien y del mal”, puedan reinterpretarse como formas casi puras de un nihilismo retóricamente disfrazado); puede interpretarse también como orientado hacia un límite dialéctico que requiere ser revertido hacia los lugares mundanos, en donde se agitan las formas culturales, como único modo de que él alcance una eficacia no meramente intencional ni metafísica. Una eficacia que sólo podríamos hacer consistir en la “decantación” de aquellas determinaciones del hombre de las que en cada momento pueda decirse que están más allá (no precisamente más acá o previamente dadas) de sus determinaciones culturales (o folklóricas), aunque únicamente puedan resultar en el confrontamiento de ellas.

No se trata de exponer aquí ejemplos de lo que pudieran ser esos atributos transculturales del hombre que, en ningún caso, habría que entender como atributos absolutos (dado que sólo resultan de la confrontación de determinaciones culturales concretas dadas históricamente); tan sólo nos referiremos a una de las determinaciones en la que, simultáneamente, advertimos una mayor intensidad de poder de un contenido formal –resultante del drenaje de cualquier contenido cultural concreto, según la regla: omnis determinatio est negatio– y el poder crítico de ese contenido para conducirnos al horizonte personal en cuanto tal, a saber, el imperativo ético que nos propone la preservación de la vida corpórea de los hombres en general –más allá o “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición...” (nos permitimos advertir que esta consabida fórmula jurídica realiza precisamente esa trituración y negación de las determinaciones culturales a las que nos venimos refiriendo)–, y ello sin perjuicio de que este imperativo ético pueda entrar en conflicto frontal con otros imperativos morales.

II. El campo gnoseológico de la Etología, entre el continuismo y el discontinuismo

(a) La inversión etológica y la inversión antropológica

La Etología, en la sección precedente, se nos ha presentado como ciencia cultural, como ciencia de la cultura subjetiva. Ahora bien, la cultura subjetiva es indisociable de la cultura intersubjetiva (social) y de la cultura extrasubjetiva (cultura material), lo que quiere decir que también la Etología ha de tomar contacto con la cultura social y con la cultura material de los animales (incluído el hombre) que estudia. Sin embargo esto no autorizaría a concluir que la Etología deba ser considerada como la Ciencia de la Cultura, en general, puesto que hay ciencias culturales y sociales –tales como la Sociología, la Antropología, la Lingüística y las Ciencias Humanas– que se mantienen fuera de la perspectiva etológica, aunque incluyan materiales etológicos o psicológicos característicos. Hemos sugerido, como criterio para establecer la distinción entre la Etología y las otras “ciencias culturales”, no ya propiamente la distinción entre una Etología animal y una Etología humana (haciendo coincidir la línea fronteriza gnoseológica con una línea fronteriza ontológica que delimitase a los animales de los hombres) –pues la Etología humana es Etología co-genérica de la Etología del Pan paniscus, o de la Etología del Homo habilis (si fuera posible reconstruirla)–, sino la distinción entre una Etología que mantiene la perspectiva de la cultura subjetiva y las otras ciencias que caracterizaríamos por mantener la perspectiva de la cultura social o material (de hecho estas ciencias son principalmente la Antropología etnológica –cuyo campo propio tampoco sería coextensivo con el hombre, sino con las sociedades humanas culturalmente diferenciadas en clases distributivas– y las ciencias humanas tales como la Lingüística, la Historia Política, &c.). Hablaríamos así, no ya de una disociación de la cultura subjetiva y objetiva como campos de ciencias diferentes, sino de una inversión en el conjunto heterogéneo de las formas culturales –casi de una dualidad, en el sentido geométrico, que comporta una reversividad de perspectivas–, de la perspectiva subjetiva y en la perspectiva objetiva (la inversión antropológica), o bien de la inversión de lo objetual en subjetual (inversión etológica).

Ahora bien, este criterio así formulado es muy impreciso y aproximativo, es decir, no está elaborado gnoseológicamente. Pues supuestas las implicaciones entre los tres momentos de la idea de cultura que hemos establecido, como momentos conjugados, el problema gnoseológico que se nos plantea es el de encontrar las razones por las cuales la “inversión etológica”, es decir, la adopción de la perspectiva de la cultura subjetiva (incluso para referirse a las otras dos capas de la cultura) puede constituir el principio de una ciencia diferente de aquéllas a las que daría lugar la “inversión antropológica”.

¿En qué condiciones –tal es nuestra pregunta gnoseológica– la adopción de la “perspectiva de la cultura subjetiva” puede alcanzar la relevancia necesaria para introducirnos en el ámbito de una ciencia específica (dentro de las ciencias biológicas) llamada Etología?

Si nos mantenemos fieles a conclusiones que hemos ido proponiendo en sucesivas secciones de este ensayo, la respuesta puede ser terminante: cuando, y sólo entonces, la “Cultura subjetiva” sea considerada como una forma de conducta (o comportamiento animal) susceptible de “anudarse” con las formas de conducta no culturales, con las llamadas formas de conducta naturales (principalmente hereditarias, pero también peristáticas). Dicho de otro modo: cuando, o en tanto que, la cultura subjetiva pueda no solo, desde luego, ser “reabsorbida” en la categoría de la conducta animal, sino también cuando pueda ser puesta (atributivamente) en línea con la conducta natural, también incluida en la categoría genérica de “conducta”. Dicho a contrario: que la adopción del punto de vista de la cultura subjetiva no significaría nada para la constitución de la ciencia etológica si esta cultura subjetiva no pudiese ser anudada con la cultura natural. Y la principal contraprueba de nuestra tesis puede ser el “skinnerismo”. En efecto, [32] cuando reanalizamos la metodología de Skinner desde las coordenadas en que nos estamos desenvolviendo, podríamos concluir que esta metodología se mantiene precisamente, aunque no se llame así, en el ámbito de lo que venimos denominando cultura subjetiva, en tanto que ésta –es decir, la conducta cultural o aprendida– se toma tras la desconexión, en la medida de lo posible, con la conducta natural. Esta se supone dada, desde luego, pero se parte in medias res de los individuos animales como sujetos cuya conducta es moldeable por un tratamiento adecuado de las “contingencias”, que será preciso investigar.

Otra cosa es que el análisis de la conducta humana, en tanto depende de variables ambientales –apotéticas–, que determinan conductas aprendidas, dependientes en su concatenación general de los planes tecnológicos del adiestrador –es decir, en tanto la conducta no está organizada objetivamente según el criterio de la supervivencia de la especie–, sea más superficial; para este punto es necesario consultar el artículo de Juan Bautista Fuentes Ortega, “Un caso ejemplar de historia interna en Psicología” (El Basilisco, 2ª época, n° 8, 1991, principalmente página 37; ver también su ponencia al IV Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias, Gijón 1988). Desde esta perspectiva cabría decir que si la metodología de Skinner es más psicológica que etológica, ello se debería precisamente a aquella desconexión, que implica, a su vez, un tratamiento de los individuos en cuanto tales (por cuanto hemos “puesto entre paréntesis”, como fondo constante abstraible, las conductas innatas, naturales, y por tanto específicas); según esto la Psicología se diferencia de la Etología precisamente por su orientación hacia el individuo (no ya propiamente el individuo “enclasado” den una especie), a su moldeamiento en cuanto tal, y cuando la metodología de Skinner es acusada por muchos etólogos de practicar experiencias de laboratorio de dudosa validez ecológica, habrá que precisar que esta acusación, como objeción, es injusta y puede considerarse como una mera forma “dramática” (realimentada acaso por motivos de ética animal) de constatar la enorme diferencia de perspectivas. Pues la metodología de Skinner no tiene por qué pretender “validez ecológica” (es decir, validez para los individuos de una especie o grupo en conexión con su medio natural), sino validez para el moldeamiento de la conducta individual, que sólo puede conseguirse en el laboratorio (y suponemos que es una simple metáfora –o una utopía, la de Walden Dos– concebir al mundo o a la sociedad como un gigantesco laboratorio o una inmensa caja de Skinner: el mundo no es una jaula de Skinner por la sencilla razón de que no podemos ni entrar ni salir de él).

Los métodos de Skinner son, en este sentido, antinaturales (no son meramente métodos que puedan acumularse a los métodos etológicos), y no porque ellos puedan llevarse adelante al margen de toda conducta natural, sino porque combinan los mecanismos “naturales” a fin de obtener efectos paradójicos (que están en función de fines técnicos del experimentador), pero solo en apariencia; como cuando el ingeniero aeronáutico combina los mecanismos “naturales” para obtener la paradoja de un avión que sube contra natura, contra la ley de la gravedad; y, en la realidad, es sólo algo distinto de los efectos que se atienen a la norma común. No entramos aquí en la cuestión de si, en consecuencia, la metodología de Skinner es, más que una ciencia, una tecnología que no pretende tanto estudiar los principios por los cuales se rige la realidad natural (“conocer los fundamentos naturales de la conducta”), cuanto controlarla, y controlarla, por tanto, en función de principios necesariamente ideológicos, inscritos en un círculo cultural históricamente determinado.

El análisis de las consecuencias derivadas de la desconexión nos permitirá medir mejor el alcance de la conexión (de la cultura subjetiva con la conducta “natural”). Anudar la conducta cultural con la conducta natural, alinearlas, equivale a integrar aquélla en ésta. Pero “conducta natural” es tanto como conducta específica, si lo natural se define principalmente por lo hereditario, y lo hereditario es aquello que está registrado en el acervo génico de una especie mendeliana. Según esto, “anudar” la conducta cultural a la conducta natural sería tanto, en principio, como aproximarnos a la conducta de los sujetos culturales en la medida en que son elementos de una especie mendeliana, sin que esta condición determine, por sí misma, el compromiso de interpretar cada conducta, natural o cultural, como adaptativa originariamente, según la teleología de la especie (más bien habría que decir que es porque estas conductas, en general, no siempre, han llegado a ser adaptativas, por lo que han pasado a ser conductas de la especie o de las subespecies correspondientes). Si el horizonte de la Etología es el que le estamos asignando –el análisis de la conducta natural y cultural de los individuos, en tanto son miembros de una especie mendeliana o de un “conjunto social estable” respecto de la operación cruce en esa especie–, y si, además, tenemos en cuenta que la conducta es una determinación interna de los organismos, es decir, algo intrínsecamente viviente (no como ocurre con la cultura objetiva y, en parte, con la social, por mucho que algunos hablen de “Biología del Espíritu”), podremos concluir que la Etología es una ciencia genuinamente biológica o, si se quiere, zoológica.

Ahora bien, la Etología, como ciencia biológica, instaura a su vez una subcategoría que no puede reducirse a aquélla en la que se mantiene la Biología orgánica (morfológica o molecular). Podríamos comparar la situación con la que media entre la Aritmética y la Geometría, que los antiguos consideraban como “géneros incomunicables”, sin perjuicio de ser divisiones inmediatas de la “ciencia de la cantidad”. En efecto, mientras que la Biología molecular se ocupa de las relaciones paratéticas entre las partes del organismo –relación de partes entre las cuales “no hay solución de continuidad”–, o del organismo y su medio (milieu, como lugar del organismo, o “primera superficie envolvente”), la Biología etológica se ocupa de relaciones entre el organismo (o partes suyas) con otros organismos u objetos (o eventualmente partes del propio organismo), respecto de los cuales mantiene “soluciones de continuidad” (por ejemplo, las relaciones entre la pata del perro y su costado en un movimiento de “rascado”), lo que implica que a estas relaciones, descritas negativamente como relaciones entre términos con “solución de continuidad”, han de corresponderles, como relaciones positivas, las relaciones apotéticas.

Puede estimarse como una paradoja el hecho de que las relaciones que la conducta establece con términos discretos (y apotéticos), respecto del organismo, puedan, sin embargo, llegar a ser consideradas tan internas y necesarias a la vida del individuo (y de la especie) como las relaciones paratéticas. El oviscapto, o tubo-aguja de la polilla de la yuca, ha de ir relacionado con ese término, “con solución de continuidad” con su organismo, que es la yuca; en general, las relaciones del organismo con su alimento suponen solución de continuidad (incluso cuando [33] el alimento está constituido por otros organismos, como las hormigas respecto del oso hormiguero); las relaciones entre organismos con gonoconismo constituyen el ámbito de la conducta sexual. En general, siempre que hay conducta debe haber relaciones con términos apotéticos, con solución de continuidad, y esto se aplica al tacto en la medida en que el no puede ser ininterrumpido, en la medida en que el también implica solución de continuidad. En los casos de los movimientos del organismo, controlados por músculos estriados (aprehensiones, saltos, retirada, &c.), la conducta, como relación a términos apotéticos, se hace evidente, incluso en estos casos la conducta puede ser considerada como operatoria (operaciones de aproximación o de separación); pero aunque toda operación es conductual, no toda conducta es operatoria, aunque siga diciendo relación a términos apotéticos (“con solución de continuidad”): si la coloración roja del vientre y azul de su espalda que aparece en los pececillos gasterósteos machos se considera un proceso conductual (no operatorio, en sentido habitual), esto es debido a que ponemos dicha coloración en relación con otro término “discreto”, la hembra, y por ello los etólogos hablan de “atavío nupcial del gasterósteo macho”. Por supuesto, el establecimiento de relaciones entre términos apotéticos puede considerarse como el marco mismo de lo que suele llamarse “interpretación de signos”, o hermenéutica –cuando desbloqueamos este término de la absurda restricción que le imponen algunos filósofos-teólogos– (por supuesto, el análisis hermenéutico no excluye el análisis de los factores paratéticos –secreciones, estímulos–, incluidos en la conducta, si bien en cuanto estos factores fueran extraídos de su marco apotético, perderían su significado conductual).

Si nos aventurásemos a buscar un “principio de cierre” capaz de dar cuenta de la unidad global del proyecto etológico, acaso hubiera que ensayar, entre otros, el siguiente: “en la medida en que puedan tratarse las conductas como orientadas a construir (a reproducir o a determinar) la existencia de los organismos individuales dentro de su especie mendeliana, hablaremos de conductas etológicas, en tanto constituyen el principio organizador de la Etología como ciencia nomotética”. La expresión “conducta etológica” no sería redundante por cuanto señalaría el sentido fuerte de la conducta de elección de la Etología (frente a conductas anómalas, singulares, &c.). Una conducta etológica es la que toma como unidad, no ya a los genes (en el sentido, por ejemplo, del “gen egoísta”), sino a los individuos orgánicos, pero en la medida en que estos se dan como elementos de una especie mendeliana. Las conductas de alimentación, la conducta sexual, las conductas de agresión..., cumplen obviamente, y de modo casi inmediato, este concepto de conducta etológica. En general, las conductas enumeradas en los “etogramas” satisfacen también este “principio etológico”.

Debe advertirse que el concepto de conducta etológica no implica, por sí mismo, una tesis teleológica de carácter metafísico; el principio etológico podría entenderse como un principio heurístico, pragmático, de cierre (desde luego, no toda conducta tiene por qué ser entendida como teniendo una génesis orientada a una adaptación, o a la supervivencia de la especie; pero el criterio de lo que se orienta a la supervivencia, de muchos etólogos, puede alegarse como testimonio de la “escala” del cierre etológico).

Desde el principio etológico podemos medir bastante bien el alcance de la inversión etológica, respecto de las perspectivas sociales y objetuales: ella equivaldría al método de someter a toda conducta (animal o humana) y a toda formación cultural, al principio etológico (por tanto, a dejar “desdibujadas” –otros dirán: en la caja negra– las líneas de las configuraciones culturales, sociales y materiales; por vía de ilustración: se investigará la “fuerza libidinosa” que mueve a un poeta a escribir un poema erótico, pero permanecerá “fuera de foco” la “fuerza del consonante” –que supone la cultura objetiva– que mueve al poeta a rimar décimas en lugar de rimar sonetos).

Se partirá, pues, de individuos enclasados en especies mendelianas (o en subconjuntos estables –grupos, poblaciones– de ellas respecto de la operación cruce fértil), con unos equipos conductuales genéticos, vinculados a su estructura anatómica, ya dados (unos son mamíferos, determinados a desplegar la “conducta de chupar”; otras son aves, con alas para desplegar una “conducta de vuelo”; otros son insectos, como la polilla de la yuca, dotados de su oviscapto capaz de desarrollar la conducta de “penetrar los conductos milimétricos” de la flor de la yuca). Y desde este nivel (y no desde el supuesto de la “plasticidad total de los organismos”) se procedería al análisis de las conductas y de sus variaciones evolutivas. La cultura subjetiva, en resolución, se injerta en la conducta natural, del mismo modo a como la cultura social habrá que injertarla en la sociedades naturales, o la cultura material en la naturaleza de ambiente físico químico.

¿Cómo tiene lugar la inversión antropológica (o sociológica, o de las ciencias humanas), para que desde el punto de vista de la cultura objetiva, social o material, se haga posible la instalación de unas perspectivas gnoseológicas capaces, a su vez, de desdibujar o neutralizar (no negar) la perspectiva etológica? Nuestra idea central se basa en la efectividad de ciertas legalidades objetivas entre configuraciones sociales y materiales que, aunque genéticamente procedan casi siempre de conductas etológicas o psicológicas, sin embargo, estructuralmente, se emancipan de su génesis, en el sentido de que se mantienen en un nivel en el cual, o bien hay refluencias genéricas (posteriores), o bien hay determinaciones transgenéricas, o ambas cosas a la vez. Esto ocurre ya en las conductas naturales o cuasinaturales (tipo panal de celdillas exagonales, del que hemos hablado en la sección anterior), y también puede ocurrir en las conductas culturales, sin necesidad de que sean humanas. Aunque, en general, la inversión tendrá lugar en las culturas humanas, pero no necesariamente en el principio mismo de las más primarias especies mendelianas del genero Homo, sino más tardíamente.

¿Cuándo? Descartamos, por motivos generales, toda apelación a un “espíritu emergente”, o a un “salto a la reflexión”. Por otra parte, recurrir a la “complejidad creciente” de la cultura humana, que no se niega, no parece razón suficiente (la complejidad del enjambre y del panal es mayor que la complejidad de muchas sociedades humanas primitivas de cazadores). [34] Además, el concepto de “mayor complejidad” de la cultura humana, respecto de las culturas animales, encubre, por su formato (cultura, en singular), no sólo la inicial inspiración monista-espiritualista del concepto (“la cultura humana es más compleja porque el hombre inicia el nivel de la vida espiritual”), sino también, y sobre todo, la característica que consideramos decisiva, a saber, la pluralidad de sociedades y de culturas que comienzan a formarse hace centenares de miles de años en el seno de la misma especie mendeliana humana.

Es la cristalización de estas múltiples sociedades y culturas humanas, sobre la base de una común conducta natural preprogramada, aquello que determinaría la configuración de estructuras sociales y culturales que ya no permiten un análisis reductivo etológico; y no porque las leyes etológicas queden en suspenso, sino porque la cristalización de esas configuraciones hace aparecer otro tipo de unidades dadas a escala no individual (y no por ello específica, puesto que tampoco se extienden necesariamente por toda la especie), a cuya conservación habría que referir el análisis. El “principio antropológico” (el de la antropología etnológica) podría formularse de este modo: sustituyendo en el “principio etológico”, individuo (especie) por sociedad (cultura). Con esto, muchas de las leyes etológicas quedan abolidas, no en virtud de otras leyes superiores, sino precisamente porque se neutralizan las unas por las otras o se sustituyen unas por otras, en el momento de su aplicación. El célebre análisis de Lorenz sobre los efectos mortíferos de las armas automáticas, podría reanalizarse desde este punto de vista: la conducta agresiva interespecífica es una conducta social, por tanto, forman parte de la misma herencia biológica conductual (es decir, no son dos conductas) el acto de agresión y la respuesta de apaciguamiento del agredido, que detiene la conducta agresora; con las armas de fuego, la respuesta de apaciguamiento no llega al agresor. Luego, aun concediendo que pudiese llamarse “agresión” a la conducta inicial de quien arroja un misil intercontinental (y no, por ejemplo, una conducta “industrial” o “técnica”), habría que decir que esa conducta, iniciada como agresiva, se ha desintegrado, como tal conducta agresiva, en su configuración natural –como se desintegra un brazo desgajado del tronco–, precisamente al no recibir la respuesta de apaciguamiento; lo que no significa que aquí no pueda hablarse de otro tipo de conducta (“conducta de pulsar botones”, &c.).

Dicho de otro modo, no es el principio etológico el que está presidiendo el desarrollo de una guerra moderna; no son los individuos, dotados de un equipo hereditario, como miembros de la especie (o la especie, a través de los individuos), los que actúan, sino los individuos como dotados de un equipo transmitido por tradición, miembros de una sociedad y según unas normas culturales enfrentadas a otras sociedades y culturas y, en algunos casos, a la propia especie. Por tanto, sólamente cuando haya transcurrido el intervalo de tiempo suficiente para que unas tradiciones sociales y culturales hayan podido cristalizar, hasta el punto de que ellas comiencen, no a abolir, como decimos, pero sí a incorporar a una escala distinta de la de los cuerpos individuales, las leyes etológicas que regían estos cuerpos, comenzará a entrar en la penumbra del principio etológico, como principio explicativo. Los individuos seguirán desarrollando conductas, pero tales que sus leyes etológicas, y sobre todo, las de la cultura subjetiva, se encontrarán aplicadas sólo a través de un contexto de leyes sociales y culturales (que con frecuencia contemplan la destrucción de los mismos cuerpos, o al menos la abolición de conductas naturales de los congéneres, como se ve claramente con los patrones culturales de ascetismo alimenticio o sexual). Podríamos hablar de praxis para referirnos a estas “conductas” individuales que están mediadas por las legalidades sociológicas y culturológicas objetivas. Diríamos, por tanto, que los individuos humanos, en cuanto miembros de una cultura, y no de otra, de una sociedad, y no de otra, despliegan una praxis, y no sólo una conducta (que también seguirán desarrollando, y muchas veces en conflicto con su praxis, es decir, en el fondo, con la conducta de otros hombres).

Reanalizando un ejemplo que hemos considerado anteriormente: el musulmán que, en el desierto, recurre a la arena como modo de ablución sustitutoria, desarrolla una praxis (ceremonial, religiosa), puesto que ella sólo puede ser explicada a través del Corán –del Calendario, de la tradición–, de una sociedad y una cultura que no se identifican con la especie humana, ni con sus principios etológicos generales, aunque sí con los principios de supervivencia de la sociedad islámica o de la cultura islámica (el elefante que en ese mismo desierto recurre también a la ablución sustitutoria, no despliega una praxis, sino una conducta etológica, determinada por el termómetro y por los principios de supervivencia del propio organismo). Un último ejemplo: la “conducta zoológica” del respirar de los primates, al menos cuando es modificada por situaciones de sorpresa, miedo, ataque..., podrá ser analizada desde el principio etológico; pero cuando está conducta está anamórficamente transformada en la praxis (poiesis) artística de una soprano cantando La Traviata, entonces obedece a unas leyes que dictarán dibujos y arabescos cuyo análisis excede el horizonte de la Etología; y así como en el caso de las celdillas exagonales había que recurrir a la mecánica topológica, así ahora habría que recurrir a otras ciencias humanas, tales como la Métrica o la Teoría de la Armonía. Y esto incluso cuando la soprano del ejemplo desarrolle, por exigencias del libreto, una respiración entrecortada propia del miedo o de la ansiedad zoológica; estos desarrollos no se explican por las leyes etológicas de los primates –paradoja de Diderot–, sino por la imitación de estas leyes desde una “legalidad envolvente” (podríamos decir que la respiración entrecortada de la Traviata, es tan etológica como zoológica puede ser la estatua de un oso). Cuando el ingeniero aeronaútico imita el ala de un ave, o el ingeniero de caminos observa la trayectoria de un caballo que baja por la montaña, no se confunde con el ave o con el mulo; sus diseños no son etológicos, y el ala del ave o la trayectoria del caballo desempeñan más bien el papel de modelos puramente mecánicos, dentro de una teoría general de carácter físico-matemático, que pueden desarrollarse, desde luego, a una escala α-operatoria no etológica ni antropológica.

La “inversión antropológica” (o sociológica, o histórica) no se produce porque la cristalización de configuraciones culturales objetivas (sociales o materiales) permita decir que las leyes etológicas quedan, en todo o en parte, canceladas; pero tampoco sería posible defender un continuismo invariante de esas leyes nomotéticas (por distribución descendente unívoca, según el dictum de omni), porque, en este caso, más que inversión habría un paso hacia otros “niveles de complejidad”, una yuxtaposición antropológica a nivel etológico, pero no una subordinación de las leyes de este nivel (sería legítimo, incluso, ver las nuevas configuraciones como meras especificaciones de leyes genéricas universales, como cuando la conjuración de Bruto se considera [35] como una mera especificación –con todos los arabescos que quieran añadirse– de las leyes etológicas generales que rigen los grupos de primates).

El proceso que designamos como “inversión antropológica” es más complejo y sutil: supone la subordinación –no ya la cancelación– de las propias leyes etológicas genéricas (o al menos, de algunas de ellas, lo que implicará la gran probabilidad de una distorsión más o menos acusada de las restantes), dadas a un cierto nivel del desarrollo del género plotiniano, a las nuevas configuraciones determinantes; y este proceso sólo será inteligible, si nos acogemos a los modos unívocos distributivos de las leyes universales de las que hemos hablado en la Introducción de este ensayo, cuando tratamos la distribución de estas leyes como un proceso estructuralmente discontinuo. Si los “etogramas” antropológicos que Linneo proponía en su Sistema naturae nos hacen siempre sonreír (“el homo asiaticus tiene color amarillo, se guía por costumbres, y se toca con un sombrero cónico”), es porque –si hacemos uso de las coordenadas propuestas– pone en serie continua, no ya meramente determinaciones naturales, conductuales y culturales subjetivas, sino también determinaciones biológicas no conductuales (“amarillo”), determinaciones conductuales culturales (“se guía por costumbres”) y determinaciones de la cultura material (“sombreros cónicos”), cuando damos por supuesto que estas determinaciones están incorporadas a categorías diferentes e irreductibles (la sonrisa es del mismo género de la que nos produce la consideración de un artesano que escoge baldosas exagonales de mármol, “porque con el mármol se cubre enteramente el pavimento”, como si hubiese continuidad entre el ser de mármol de la baldosa y el ser exagonal, y como si la razón por la cual se cubre enteramente el pavimento no fuera precisamente la exagonalidad).

(b) El “campo” de la Etología

No es posible tratar aquí con el detenimiento necesario esta cuestión, que es la cuestión central de la teoría de la ciencia etológica, tal como se plantea desde la doctrina del cierre categorial; nos aventuraremos tan sólo a sugerir un esbozo de las materias que su enunciado encierra, con el propósito, más que nada, de mostrar las virtualidades de la teoría del cierre categorial para suscitar problemas gnoseológicos no reconocidos o para replantear problemas de primer orden comúnmente tratados.

Tomando las coordenadas propias de la teoría del cierre categorial, no diremos que la Etología tiene un objeto formal (acaso, la conducta animal), sino un campo (categoría o subcategoría) constituido por una multiplicidad de términos enclasados en conjuntos diversos (en nuestro caso, por de pronto, las diversas especies zoológicas; pero, el campo de la Etología no podría reducirse a la clase de “las conductas”; deberán figurar también clases de objetos inorgánicos, por ejemplo, además de una repartición de la clase de las conductas en diversas subclases). El campo de una ciencia es susceptible de proyectarse sobre los tres ejes siguientes: un eje sintáctico, un eje semántico y un eje pragmático.

(1) El análisis del campo de la Etología desde el punto de vista del eje sintáctico nos invitaría a determinar los siguientes componentes:

A. Los términos (simples o compuestos, primitivos o derivados, sin que los primitivos tengan necesariamente que ser simples). Como términos podrían tomarse los sujetos corpóreos dotados de conducta, términos enclasados principalmente en especies mendelianas y en subconjuntos estables de estas especies (las especies mendelianas serían a la Etología lo que los elementos químicos a la Química clásica). Ahora bien, aunque el campo de la Etología esté constituido por sujetos conductuales, es evidente que la Etología sólo puede desenvolverse teniendo en cuenta otros términos no conductuales (vivientes vegetales, hongos, seres inorgánicos), al margen de los cuales los sujetos conductuales no podrían subsistir. Al conjunto de estos objetos, junto con los del campo, lo llamamos espacio etológico. El espacio etológico tiene un radio menor que el espacio antropológico, si tenemos en cuenta que éste abarca la omnitudo rerum, mientras que aquél es sólo la suma lógica de todos los espacios de cada especie conductual, sin que pueda incluirse aquí a la especie humana, en la medida en que en ella se interrumpan o neutralicen las leyes etológicas (queremos decir, por ejemplo, que consideramos muy difícil dar algún sentido a la “conducta” humana ante una galaxia no perceptible; sin que esto quiera decir que no pueda hablarse de conducta ante los símbolos del calculo que demuestran la existencia de esta galaxia).

B. Las relaciones, ya sean genéricas (relaciones de semejanza, de incompatibilidad), bien sean específicamente etológicas. Esta especificidad la ciframos, como hemos dicho, en el componente apotético de estas relaciones. Las relaciones apotéticas podrían alinearse, si proyectamos la estructura del espacio antropológico en el espacio etológico, según estos tres ejes:

a. Relaciones circulares (relaciones apotéticas entre sujetos de una misma especie etológica).

b. Relaciones angulares (las que tienen lugar entre sujetos de especies distintas).

c. Relaciones radiales (las relaciones apotéticas que mantengan los sujetos conductuales con las formas y configuraciones inorgánicas).

Sin embargo, una cosa es la “operación de proyección” y otra los resultados de esta operación; puesto que hay fundadas razones para concluir que la atribución de un eje angular al espacio etológico sólo puede conducirnos, no ya a una dimensión oblicua o virtual, sino a la clase vacía; por lo que a esta “proyección” habrá que darle un alcance meramente tentativo, que pide internamente su rectificación (que es, por otra parte, un trámite necesario para poder precisar el concepto de espacio etológico).

C. Las operaciones: la determinación de cuales sean [36] las operaciones características de la Etología es una de las tareas sin duda más comprometidas. El dilema de fondo que esta investigación habrá de afrontar es el de si las operaciones de los sujetos conductuales (cuando su conducta sea operatoria, caso de los monos estudiados por Köhler) no solo han de ser similares a las de los etólogos (en el sentido de las disciplinas α-operatorias), sino el de si estas mismas no han de considerarse también como operaciones etológicas. Cabe en efecto suscitar la cuestión de si la manipulación de una rata en la caja de Skinner pertenece a la Etología con el mismo derecho con el que decimos que una muestra de sustancia química estandarizada del laboratorio –y no sólo su símbolo gráfico– pertenece, no solo a la tecnología química, sino a la propia ciencia química. Hay operaciones que atribuimos a los sujetos conductuales, con intención no solo etic, sino también emic (“pinchar”, “desgarrar”, “arrastrar”, “huir”, “atacar”, &c.); otras operaciones se las atribuimos solo etic (su atribución se considera “antropomórfica”). Cuando un etólogo (Tinbergen) describe la conducta de un pececillo gasterósteo que consiste en nadar y agitarse alrededor del nido tubular que previamente construyó en el agua y, después de constatar que las hembras han desovado en él, dice que el pececillo “abanica” a su nido, “ventila” a los huevos y “da” agua recién aireada, ¿no está, en perspectiva etic, atribuyendo al pececillo operaciones francamente antropomórficas?

(2). El análisis de la Etología desde un eje semántico nos invitará a distinguir en ella estos tres planos:

A. Un plano fisicalista, en el que se dibujan movimientos medibles, filmables, registrables. La capacidad simuladora y distorsionadora de nuestros métodos de registro y reconstrucción –simplemente por una variación de los ritmos temporales– debe precavernos sobre las pretensiones de objetividad automática que suelen ir asociadas a las técnicas fisicalistas utilizadas en Etología.

B. Un plano fenomenológico, que aquí está prácticamente identificado con la estructura emic del Umwelt de cada sujeto conductual y de sus operaciones (sin perjuicio de que también pueda serlo etic). Un ejemplo muy claro de fenómeno etológico tipo nos lo proporciona el “búho” que supuestamente es percibido por el depredador de una mariposa Caligo, cuando esta abre sus alas para defenderse de el.

C. Un plano esencial, en el que tendrían lugar los cierres categoriales. Este plano esencial se situaría por algunos muy próximo al fenomenológico (la Etología concebida como una ciencia descriptiva emic de conductas); según otros –y dado que el punto de vista emic se mantiene aquí en el orden fenoménico–, el plano esencial habría que situarlo muy próximo al plano fisicalista (es interesante recordar que fue von Üeskull quien propuso, antes que Watson, sustituir conceptos tales como “ver” por “fotoreacción” en el análisis de la conducta. Desde el punto de vista de la teoría del cierre categorial el problema central sería éste: ¿cómo podrá la Etología mantenerse, como ciencia de la conducta, tras la neutralización de las operaciones con las cuales, sin embargo, se constituyen los mismos fenómenos etológicos? Dispondríamos de dos alternativas (sin contar con la posibilidad de decidirnos a reconocer a la Etología como ciencia α-operatoria): la que buscase el regressus hacia clases o factores esenciales que se mantienen en lugares previos a las operaciones (la Etología cognitiva podría citarse como ejemplo), y la que buscase un progressus hacia claves esenciales de la conducta que suponen la mediación de las mismas operaciones y las envuelven (podría citarse aquí a la teoría de juegos; pero también a las concepciones biologistas que adoptasen, de un modo u otro, un principio etológico similar al que hemos sugerido en la sección anterior: “las operaciones de los sujetos conductuales se supondrán orientadas a construir organismos”).

(3) Por lo que se refiere al eje pragmático, las cuestiones que se suscitan son muy abundantes y difíciles.

A. El análisis de los autologismos del etólogo nos pone delante de un análisis de la propia definición de la identidad del etólogo en cuanto sujeto que construye en el espacio etológico. ¿Debe definirse como un sujeto de la especie humana? Su praxis científica, ¿qué supuestos conductuales tiene?, ¿es conducta exploratoria?, ¿es agresiva? Cuando el etólogo que mira a través del agujero de la jaula ve al ojo del chimpancé mirándole a él, ¿no está definiéndose como un primate antes que como un científico? O bien, por el contrario, la praxis etológica, ¿no está más allá de la conducta? (la praxis de Lorenz, comportándose como un ánade, ¿lo convierte etológicamente en ánade?).

B. El análisis de los dialogismos desarrolla más las cuestiones autológicas. El diálogo entre dos etólogos, ¿no debe considerarse en el mismo orden que el diálogo con los sujetos conductuales que el etólogo considera?

C. El análisis de las normas nos lleva a los problemas de la ética y deontología etológica. La defensa de una ética con los animales, en un sentido conservacionista, ¿no tiene mucho que ver (al margen de sus componentes “ecologistas”) con una norma profesional destinada a preservar el campo de su estudio? El principio etológico del que hemos hablado, ¿no podría considerarse como un principio pragmático? En cualquier caso, ¿no debe prevalecer la ética antropocéntrica? Los problemas que se suscitan por las relaciones entre la Etología y la Teología están implicados en el conjunto de estas cuestiones pragmático-normativas.

(c) Continuismo y discontinuismo entre el campo de la Etología y los campos de la Antropología y las Ciencias Humanas

No nos referimos al continuismo sustancial, causal o genético, que damos por descontado, sino al continuismo estructural. ¿Hay continuismo o discontinuismo, subgenético o genérico? Si nos mantenemos consecuentes con las ideas defendidas en las secciones anteriores, tendríamos que reconocer que habría que hablar de discontinuismo estructural, no sólo cogenérico (entre la Etología humana y la Etología de los primates) –discontinuismo que, sin embargo, se mantiene en el ámbito de la propia Etología–, sino también subgenérico; y este discontinuismo alcanzaría hasta el punto de obligarnos a salir fuera de los límites de la Etología para situarnos en la perspectiva de la Antropología, de la Sociología, de la Lingüística, de la Historia Política. [37] En efecto, si renunciamos a la utilización de los formatos porfirianos –que nos llevarían a postular un continuismo en la distribución unívoca, descendente, a los géneros subalternos o a las especies, de ciertas determinaciones etológicas universales al género global (por abstractas que ellas fueran)–, y si nos resolvemos a utilizar el formato de los géneros plotinianos, entonces la procedencia de un mismo género ya no implicará la persistencia de las determinaciones genéricas unívocas, aun cuando éstas sean universales, salvo que estas determinaciones las hiciéramos progresar “en caída libre” (respecto de los géneros subalternos y las especies). Pues así como la gravitación de los cuerpos terrestres afecta a todos los cuerpos de nuestro entorno y explica inmediatamente la caída de los mismos hacia el centro, pero no explica por sí sola los movimientos del ave o del avión (ni siquiera la trayectoria y el ritmo de un hombre o de un gato que desciende por una escalera), así tampoco las leyes etológicas, aunque afectan a todos los animales, incluidos los humanos, no explican las configuraciones de la cultura social y objetiva que describen la Antropología, la Historia política, &c.

Pero no es en virtud de algún “postulado básico” para una construcción en planta múltiple, según el cual después de tomar, como si fuese una planta basal invariable, el tejido de las leyes etológicas formuladas al nivel genérico que se considere, apela, sin embargo, a la necesidad de introducir una segunda planta, edificada sobre la anterior (y otras sucesivas, como superestructuras), para dar cuenta de las nuevas ciencias antropológicas y humanas. Desde la perspectiva de este “postulado de planta basal unívoca”, el camino de la Etología estaría preestablecido: ella recorrería, yendo y viniendo, los sótanos de todo el edificio; éste no se “explicaría”, sin duda, sólo desde los cimientos –el “imperialismo etológico” no tendría por qué ascender a los “detalles”–. Pero tampoco podría hablarse, en ningún caso, de algo parecido a una reinterpretación, inserción o incluso subordinación, de las leyes etológicas a las leyes antropológicas o políticas. Por el contrario sería preciso hablar de un “imperialismo etológico”, entendido como el postulado de la rígida subordinación de las leyes antropológicas, sociales, políticas, lingüísticas, &c. a unas supuestas, por decreto, leyes de la conducta subjetiva de base. Es cierto que este postulado basal tiene una gran esfera de aplicación, en la práctica; pero no siempre de derecho.

En efecto, si el desarrollo de los géneros lo llevamos a cabo según los géneros plotinianos, el tronco común no ha de significar tanto una base estructuralmente continua, invariable, cuando un principio de variación y combinación de determinaciones dadas con otras nuevas, muchas veces a raíz de la desestructuración y anamórfosis consiguiente hecha posible por la variación y anulación, en su caso, de los valores de esas determinaciones universales. Así como la ley de la gravitación terrestre, al margen de la caída libre, sigue afectando a todos los cuerpos del entorno de la Tierra, pero de suerte tal que puede dar lugar a situaciones de desgravitación o de ascenso de aves o de aviones (lo que nos permite afirmar que, sin ser negada, la ley de la gravitación no es una “ley de planta unívoca” a la que deban subordinarse todas las demás, desde el momento en que es ella misma la que se nos muestra muchas veces “subordinada” o insertada como una más entre otras líneas de construcción), así también las leyes etológicas de la cultura subjetiva (y aún de la conducta natural) no se mantienen unívocamente “en caída libre”, sino que ellas varían sus proporciones, y aun se interrumpen (como se interrumpe la conducta agresiva con las armas automáticas, según el análisis del ejemplo de Lorentz que hemos antes expuesto), pero sin dejar de ser universales, al insertarse en otras líneas constitutivas de configuraciones sociales, culturales, &c., capaces de modificar por anamórfosis la propia conducta natural y cultural. Habría que hablar, por tanto, de discontinuismo estructural.

Y esto nos ofrece la posibilidad de comprender cómo la profundidad que corresponde al análisis etológico, cuando se aplica a esas configuraciones culturales o sociales de carácter objetivo, es mucho mayor cuando se procede con el postulado discontinuista que cuando se procede con el postulado del continuismo basal. Ante todo, porque el análisis etológico recupera ahora la condición de una suerte de “análisis embriológico” de las culturas objetivas, un análisis que no solo tiene la mayor importancia teórica (para entender la génesis de tales configuraciones, aunque no sea suficiente para entender su estructura), sino también polémica (en la crítica de las concepciones creacionistas, emergentistas, &c., de la cultura). Pero, sobre todo, porque el análisis etológico resulta ser imprescindible no sólo para llegar a determinar las tecnologías (praxis, poiesis) de desestructuración y transformación de ciertas secuencias conductuales, que han de ser insertadas en planos de otro orden, sino también para establecer límites a esos proyectos. Las leyes genéricas podrán variarse, y aun interrumpirse, pero también pueden presentarse de forma que cualquier proyecto que no las tenga en cuenta, y de un modo unívoco, sea imposible. Así como es imposible dar a un edificio altura indefinida, puesto que su límite está determinado por el eventual colapso gravitatorio que su crecimiento comportaría, así tampoco es posible llevar de cualquier modo la praxis política, económica, &c., de la manipulación etológica, sin dar lugar a un inesperado, para algunos, colapso etológico.

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{*} Este artículo amplía las lecciones que el autor impartió en el curso Etología y Cultura, dirigido por el profesor Jordi Sabater Pi, en la Universidad Menéndez Pelayo, Barcelona, julio de 1991.

{**} “Algunos [pitagóricos y estoicos], al mirar estos signos, y llevados de estos ejemplos, dirán que las abejas son parte de la mente divina y emanación del Eter; y que un Dios atraviesa todas las tierras y los inmensos mares y el cielo profundo; y que de él los animales, los hombres y la raza de las fieras sacan para si, naciendo, el soplo de la vida.”

{1} Eugene Garfield ha demostrado (vid. su artículo “Citation Indexing for Studying Science”, en Nature, n° 227, 1970, págs. 669-671) que, de hecho, Mendel fue citado entre 1865 y 1900 (año de su “redescubrimiento simultáneo” por Correns, Tschermak y De Vries) por lo menos cuatro veces (una de ellas en la Enciclopedia Británica, a propósito de un artículo sobre hibridación; y Darwin, en 1876 cita un artículo de Hoffman que a su vez citaba a Mendel); pero precisamente por ello cabe concluir que “el horno no estaba para bollos”.

{2} Manuel Barbado Viejo O.P., “¿Cuando se une el alma al cuerpo?”, en Revista de Filosofía, CSIC, Madrid, enero-marzo 1943, n° 4, pág. 7-60.

{3} Vid. el clarificador artículo de Tomás R. Fernández Rodríguez, “Conducta y Evolución” (en Anuario de Psicología, Universidad de Barcelona 1988, 2, págs. 104, 115), en el que se expone un cuadro muy completo y crítico de estas posiciones y de sus implicaciones gnoseológicas.

{4} El profesor J. Mosterín formaliza estos conceptos en expresiones como las siguientes (M son los memes; x los individuos o sujetos conductuales):
Acervo del grupo G en el tiempo t: (G,t), ∪ ×EG M(x,t).
Cultura unánime del Grupo G en t: (G,t), A ×EG M (x,t) (en un grupo social heterogéneo la intersección es la clase ø, puesto que nunca todos los individuos del grupo compartirán los mismos memes).
Probabilidad P en el grupo G, en t, del meme m: PG (m,t) = |{×EG} mCM (x,t)}|/|G|, como cociente del número de individuos que poseen m por la cardinalidad de G.

{5} Véase El Basilisco, 1ª época, n° 1, 1978, “Conceptos conjugados”, págs. 88-92.

{6} Escribía a principios del siglo pasado el médico francés Julián José Virey en su Historia natural del género humano (citamos por la 2ª edición española, por Antonio Bergnes de las Casas, Barcelona 1840, tomo 2, pág. 283).