Juan Miguel Sánchez de la Campa · La instrucción pública y la sociedad · 1854
Capítulo III
La instrucción pública debe estar en armonía con las necesidades y las aspiraciones de la sociedad
En la introducción de esta obra se ha visto cuáles son los caracteres distintivos del periodo que hoy corre la humanidad, como también la marcha que ha seguido en su desarrollo progresivo para llegar a él; pues bien, en este periodo es tan difícil hacer predominar de un modo absoluto los principios que tienen por base la creencia, como hacer que impere de un modo exclusivo la incredulidad. Los hombres ilustrados piden hoy certitud en lugar de creencia, y principios absolutos en vez de simples medios materiales del mundo físico. En una palabra, a la fe se la pide la razón, y a los hechos materiales, la ley de que dependen, su base incontingente, esto es, que bajo el dominio del raciocinio y del análisis están las cosas santas, y que los hechos materiales y positivos del orden físico y del orden intelectual, no satisfacen aun el deseo del hombre, impulsa do por esa aspiración divina que lo impele a no contentarse con el conocimiento del hecho, sino que anhela averiguar la causa del fenómeno; pero no la causa contingente, sino la causa absoluta, incondicional, de que procede.
Búscase, pues, en el dominio de la fe, la certitud, y en el terreno de la ciencia, el principio incontingente, manantial de la verdad y fuente del saber. He aquí por qué es imposible que triunfen de un modo absoluto, ni la creencia, ni la incredulidad. La creencia pugna por levantar la venda que cubría sus ojos, y la incredulidad busca e investiga un origen superior; no se contenta con negar el hecho, no se satisface con marcar su huella; tiende a conocer el punto de donde partió, la razón de por qué suspendió su camino. Ni la negación ni la afirmación son hoy posibles: al lado de la fe, está el escepticismo: al lado del escepticismo está la fe. Al par del sentimiento moral está el instinto, que impulsa a la humanidad en busca de los goces y de los intereses materiales; y allí donde más alto se encuentra el dominio de estos, allí mismo se levanta la voz que busca en la moral la idea que aspira a darse razón de la creencia, y sin negarla la analiza, y la medita, y le busca una razón suficiente en una esfera superior a las ideas subjetivas.
Cuando la humanidad se encontraba en un periodo puramente creyente, la instrucción, marchando en la misma dirección, preconizando la fe y comprimiendo a la razón con la palabra cree, e imponiendo con ella la obediencia, cumplía su misión. Por el contrario, cuando recorría el periodo de incredulidad, la instrucción, negando todo lo que no tuviera un objeto determinado de aplicación inmediata o remota, cumplía también su misión.
Hoy que la fe no basta, y que la verdad contingente no satisface a la razón humana, la instrucción ha por necesidad de reunir en sí los dos elementos opuestos y antinomios, la creencia y el análisis; y aunque según dice con elocuencia suma Lamartine, «la filosofía y la religión, hoy, se disputan el imperio del corazón; lo que la una afirma, la otra niega; el resultado de esta lucha es la muerte de la inteligencia.» Esto es porque el ilustre escritor toma para su comparación los términos extremos de ambas series, en lugar de tomar estos términos en su medio; y entonces es indudable no hubiera llegado a tan desconsolador resultado.
Tomar para compararlos el sensualismo de Locke y el ultramontanismo inquisitorial de los dominicos, es poner en contacto dos sustancias cuyas afinidades son negativas. Pero una creencia ilustrada y una filosofía racional; una creencia y una filosofía como hoy se encuentran por bien de la humanidad, que ambas huyan a la vez la exageración; que ambas se propongan investigar su origen divino e incondicional, no pueden, ni disputarse encarnizadamente el dominio del corazón, ni matar la inteligencia.
A estos dos objetos, tan grandes como trascendentales, ha de satisfacer la instrucción pública de hoy, y los ha de satisfacer de modo que el más exacto equilibrio se encuentre en todo el sistema. Por poco que el fiel de la balanza se incline a uno u otro lado, la lucha entre los dos principios se animará; el principio menos favorecido pugnará por ocupar su puesto, y la discusión será disputa; el principio favorecido, orgulloso por la protección de que se ve objeto, desdeñará al que se encuentra a su frente, y tenderá a destruirlo de un modo radical, empleando para ello, no armas de buena ley, sino las vedadas y de mal temple, cuyos golpes caen de rechazo sobre quien los descarga; las del orgullo y la no razón.
Este es el único medio aceptable y de posible ejecución, hoy que la libertad de enseñanza no puede establecerse con todas sus consecuencias en un país que reúne las condiciones que la España. Y esto hace más y más difícil, más y más complejo, más y más importante y trascendente la legislación sobre instrucción pública, tanto más que, según se ha dicho en otro lugar, no puede considerarse a una nación de un modo independiente de todas las demás cuando se trata de su instrucción; pues obrando así, sería colocarla fuera del círculo de acción de la humanidad entera.{1}
Cualesquiera tolerancia, deferencia o inmunidades que el poder conceda a uno de los ramos de la instrucción pública, no puede producir hoy otra cosa que la destrucción del equilibrio que necesitan las dos escuelas, las dos aspiraciones, las dos ideas que pretenden dominar el mundo. El estado, representado por el poder, debe tener muy en cuenta esta circunstancia esencial, y ante el bien de la sociedad y ante los intereses de toda clase del país, debe imponer silencio a las exigencias de escuela, a las pretensiones y deseos ambiciosos de los partidos. Cualquiera tolerancia y cualquiera causa que lo aparte de esta línea de conducta, producirá funestísimos resultados.{2}
Debe también el poder público, al legislar sobre asuntos de instrucción, tener en cuenta cuáles son aquellos conocimientos que tienen ya vida propia, cuáles son los que aun la tienen ficticia, para darles el impulso necesario y hacer que esa estricta neutralidad que se le exige, sea tan verdad en el terreno de los hechos como en el de la teoría. Debe por consiguiente sujetar el impulso que arroja a la multitud a ciertas carreras y dar la dirección conveniente a los estudios, para que ninguna de las diversas profesiones en que el hombre puede librar su subsistencia, ni quede desatendida, ni se haga preponderante, en términos que el estado, convirtiéndose en padre de los que a ella se dedican, tenga necesidad de hacer sacrificios para mantenerlos en la posición que les creó, con perjuicio de la mayoría de la sociedad.{3}
Así, solamente así, será como podrá ponerse límite a los males que todos lamentan, proporcionar inteligencia y brazos a el trabajo útil, y desarrollar con ellos los gérmenes de riqueza y prosperidad, que yacen en el más completo abandono, por la mala dirección que han seguido y siguen los estudios, y que ocupe el país el puesto que le corresponde entre las naciones cuyos individuos libran su porvenir en los recursos propios, y no miran en la Iglesia y en el estado los medios únicos de satisfacer sus necesidades, de adquirir importancia y posición.
——
{1} Dígannos francamente los que de instrucción pública se han ocupado, si tuvieron presentes estos altos principios filosóficos los que han legislado de un modo u otro sobre tan importante ramo de la organización moral y material de la sociedad. Las obras nos demuestran lo contrario. Las afecciones de escuela, las malas costumbres literarias y científicas, la pequeñez de miras y el espíritu de oposición es lo que se desprende del análisis de todas ellas. Día llegó en que las disposiciones emanadas de un gobierno que se titulaba constitucional, y encargadas a hombres que se llaman a boca llena amantes del progreso moral y material de los pueblos, fueron de peor clase que las que adoptara bajo un gobierno absoluto el ministro Calomarde!!
{2} El olvido de este principio esencial ha traído a la instrucción pública desde 1845 al estado en que hoy la vemos. Pasará muchísimo tiempo antes que dejen de sentirse sus funestos resultados. Tardará mucho antes de que se ponga remedio y se curen las llagas que han abierto disposiciones desacertadas y absurdas. Difícil será su curación, porque difícil es que ciertos hombres se desprendan de rancias ideas, y no tenemos fe en los que se llaman reformadores: seres fantásticos que deben su apariencia a la intriga o al fanatismo político, y que al tocarlos se convierten en ceniza.
{3} Si esto no es cierto, ahí están para demostrar la verdad de nuestra proposición los abogados, asaltando los destinos públicos desde el más alto al más humilde, y las clases médicas, pretendiendo que el país las mantenga cual si fueran una parte de la administración pública; pues no otra cosa significan el arreglo de partidos y los esfuerzos que hacen hoy mismo para mandar a las Constituyentes, individuos de su seno o identificados con sus intereses.
Nosotros, que de palabra y por escrito hemos combatido la pretensión de ciertas clases a vivir a costa del sudor de las demás; nosotros que profesamos en toda su extensión el principio de la libertad absoluta, y que por él el pobre debe esperar salir de su miseria y el rico conservar y aumentar su fortuna, no podemos mirar impasibles el que una clase, sea cualquiera, aspire a imponerse a las demás, pretenda obligar a los pueblos a que la mantenga... Semejante idea es la sustitución de un abuso con otro. Los frailes mendicantes se establecían en una comarca, y esta, en nombre de la religión, era obligada a mantenerlos: los frailes entraban en los conventos voluntariamente; los frailes curaban las enfermedades del alma. Los médicos emprenden su carrera voluntariamente; los médicos curan las enfermedades del cuerpo; los médicos pretenden que los pueblos los mantengan.
{Texto de las páginas 41 a 44 de La instrucción pública y la sociedad, Madrid 1854.}