Jorge Castellanos Raíces de la Ideología Burguesa en Cuba
Introducción
En la última mitad del siglo XVIII y la primera del XIX se produce una transformación completa en el ámbito cultural cubano. La ideología feudal es derrotada y sustituida por la ideología burguesa. Con retraso notable –y en la modesta escala que nuestro débil desarrollo intelectual imponía– asistimos por entonces al triunfo de las ideas renacentistas e iluministas sobre las obscuras fuerzas de la escolástica tradicional.
Este proceso ha sido estudiado en más de una ocasión. Creemos, sin embargo, que aun no se le ha presentado en su cabal y profunda perspectiva, en sus íntimas vinculaciones con todo el cuadro de la evolución nacional. En este ensayo pretendemos ofrecer una visión nueva del fenómeno, ajustada a las concepciones del materialismo histórico.
Conviene, sin embargo, aclarar que aquí no tocamos la totalidad del tema. Nos limitamos a estudiar un segmento del mismo: al que corre de 1761 a 1811. Estas fechas no son arbitrarias. Reflejan un punto de vista sobre todo el devenir de nuestra cultura. Cierto que la crítica tradicional sólo reconoce dos momentos en la historia cultural de Cuba hasta muy avanzado el siglo XIX, tomando como punto divisionario el año 1790, en que se inicia el ilustrado Gobierno de Don Luis de las Casas. Nosotros opinamos que ya en 1811 nuestra cultura había pasado por dos períodos y en ese mismo año comenzó a vivir un tercero. Veamos por qué.
No puede negarse que el proceso de nuestra vida cultural se escinde naturalmente en dos momentos: uno desarticulado, inconexo, cuyas manifestaciones –esporádicas y carentes de toda vinculación entre sí– no hacen sino reflejar el fraccionamiento de una colonia que todavía no había devenido nación; y otro caracterizado por el desarrollo orgánico, es decir, por una peculiar continuidad espacial, temporal, espiritual. Esta es la tesis de un Aurelio Mitjans, por ejemplo. (Ver Aurelio Mitjans, Historia de la Literatura Cubana, Madrid, 1918, pág. 39 y ss.) Pero aparte de una serie de objeciones que no es el caso señalar ahora, debe también reconocerse que [50] estas dos épocas tuvieron necesariamente que articularse mediante una coyuntura integradora, o sea, mediante un período transicional de aglutinación histórica regido por esa fina trama de interrelaciones que va tejiendo la conciencia de la unidad nacional y de la comunidad de intereses, propósitos y sentimientos.
El tránsito de la cultura semiamorfa de fines del siglo XVIII a la vertebrada de mediados del XIX se realiza, pues, mediante una etapa de transición en la que predominan, más que las realizaciones positivas, la negación del pasado y la búsqueda, casi a tientas, de los nuevos rumbos. Hay que señalar límites para este puente histórico. Tomamos –con las limitaciones de rigor– dos fechas:
1761, año en que se evidencian por primera vez las intenciones renovadoras, al proponer el P. Fr. Juan Chacón la creación de una Cátedra de Física Experimental en la Universidad de La Habana; y
1811, año en que se inicia el magisterio de Félix Varela en el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio.
Son dos fechas esenciales. A ellas ceñimos este trabajo. Encuadran un período que pudiera denominarse del «alba de la cultura cubana» pero que preferimos llamar de Reformismo Cultural.
I El escolasticismo criollo
Para comprender en toda su plenitud la revolución ideológica cubana de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX es preciso conocer siquiera esquemáticamente los alcances y límites de ese trasplante cultural que hemos denominado escolasticismo criollo. El es el enemigo contra el cual disparan todas las baterías reformistas. Conviene, por tanto, tener una idea de sus rasgos fundamentales.
La ideología de la Edad Media prolonga su vigencia indisputada en Cuba hasta mediados del siglo XVIII. Y el rasgo capital del sistema ideológico del medioevo es la tendencia a considerar el mundo como simple estación de tránsito, como escenario de un peligroso juego dramático, en el que los hombres se preparan para una vida ulterior, supuestamente más rica e intensa. Toda la cultura se subordina a esta concepción y valorización teórica y práctica de la vida terrenal: el fin sobrenatural y supraterreno de la vida humana se presenta en este mundo al entendimiento del hombre en la forma de verdades reveladas que el espíritu conoce por medio de la fe.
Ahora bien, en ciertos espíritus esta acentuación de la idea del más allá provocaba un total menosprecio de las «ciencias profanas» y de la Filosofía. En otros, por el contrario, el mismo carácter misterioso del dogma revelado y transmitido por tradición, estimulaba poderosamente el pensamiento. Aquí [51] tenemos el diálogo –que se prolongó por siglos– entre la auctoritas y la ratio, la fe y el saber, la Teología y la Filosofía.
Recientemente la historiografía moderna se ha propuesto la «reivindicación» de la Edad Media. Estamos parcialmente de acuerdo con la tesis fundamental del movimiento. Creemos, con muchos autores, que es hora de que termine el hablar de las «tinieblas de la Edad Media», pues la investigación reciente ha demostrado que era esta una época compleja y rica, en la que lucharon vivamente las tendencias más opuestas, en la que vivieron numerosísimos pensadores fuertes, en la que había una intensa diversidad en el mundo del pensamiento. Pero si es falso que todo el medioevo estuviera sometido al imperio de la noche, no puede por otro lado negarse, que en una buena parte de su producción –sobre todo en los pensadores menores, en los profesores y las aulas– los defectos señalados se presentan con toda evidencia.
En otras palabras: la Edad Media presentó numerosos –y violentos–altibajos en el desarrollo de su cultura. La lucha entre autoridad y razón, entre Teología y Filosofía, se resolvía a menudo con la victoria temporal de una de las partes en discordia. Muy amplios segmentos del pensamiento medioeval están regidos por la escolástica estática, helada e infecunda ... la que era sierva de la Teología.
Lo que llega, se extiende e impera en Cuba desde la conquista (1511) es la escolástica rendida y fracasada. ¿Cuáles son sus caracteres más acusados? Veamos:
a) Estatismo.– No tenemos aquí un movimiento encendido de opiniones, sino un estancamiento de viejas ideas y de estériles hábitos intelectuales. Durante siglos se vegeta, se rumian los huecos latines tradicionales, se repiten al pie de la letra las palabras de un Aristóteles deformado por el trasiego. No se da un solo paso de avance. ¿Por qué? ¿Cómo explicar este empantanamiento ideológico? Por la sencilla razón de que
b) El hombre no era considerado como individuo, sino como súbdito de la Iglesia.– Al hombre con sentimiento puramente individual no se le consideraba, estaba desautorizado. Precisamente lo característico del humanismo renacentista, cuando se sabe ver en él algo más que una simple tendencia literaria o una escuela filológica, es que representa, como señala con acierto Hoffding, «una dirección para la vida caracterizada por el interés que despierta el elemento humano, tanto como fundamento de acción que como objeto de observación». (Hoffding, Historia de la Filosofía Moderna, Editorial Jorro, Madrid, tomo I, pág. 16.) Este espíritu antropologista es el mismo que pervade y da sentido a la tendencia iluminista, de influencia decisiva en la superación del escolasticismo imperante en Cuba. [52]
c) Esa desestimación sistemática de lo individual humano explica el sometimiento de la razón a la fe, la dictadura férrea de la Autoridad sobre todas las actividades intelectuales, cuya base teórica se encuentra en la identificación de Filosofía y Religión. Recordemos las palabras de Hegel, «La Filosofía y la Religión tienen el mismo contenido, el mismo objeto, el mismo interés... al explicar la Religión la Filosofía se explica a sí misma, y al explicarse a sí misma, explica a la Religión». Se establece así una alianza entre teología y filosofía, entre «gracia» y «naturaleza», entre fe y razón. A esta última se le concede un territorio de límites bien estrechos y en lo demás ha de jurar por el dogma. El texto de un Concilio, la palabra de la Biblia, la cita de un Santo Padre, la afirmación del Filósofo oficial, tienen entonces más valor que la observación independiente y nueva. Quedan así aherrojados todos los anhelos de renovación, de investigación, todos los ímpetus progresistas que osaran asomarse a un mundo dominado por seculares rutinas.
d) Nada de extraño, pues, que se cayera en el formulismo. Porque dentro de ese estrecho marco lo que impera es la costumbre, el hábito, santificados por la venerable ancianidad de sus postulados. Hay que repetir lo que la Iglesia enseña, año tras año, sin mirarle las entrañas, sin compararlo con la realidad que avanza. La Iglesia no admite que fuera de ella exista la verdad, porque sólo el dogma por ella formulado, ES la verdad. Y si esto es así, ¿no es inútil, absurdo, pretender encontrar mediante el trabajo investigativo nuevas verdades? Lo que la Iglesia predica, como único método pedagógico posible no es la búsqueda sino la contemplación de la verdad. En esta contemplación de la verdad estática, fija, completa y perfecta para toda la eternidad consiste según Santo Tomás la «felicidad última del hombre». No se busca el conocimiento para utilizarlo en el mejoramiento de la vida material del hombre, sino «por su propio mérito» ya que «no se dirige a ningún otro fin más allá de sí mismo», según palabras del mismo Aquinas. De aquí se desprende una concepción peculiar del papel de la filosofía como rama del conocimiento.
e) Filosofar no es intentar nuevas respuestas ante los grandes problemas, sino explicar el dogma, desarrollar sus consecuencias, demostrar su eficacia ideal. Es el medioevo la época de las «Summas», de las cadenas interminables de deducciones que arrancan de unos pocos principios establecidos el momento en que el test de la verdad no reside en la verificación experimental, sino en su idoneidad para encuadrar dentro del amplio sistema preestablecido. El instante en que la Filosofía tiene que confundirse con la Teología, por la sencilla razón de que fuera de ella sería herética.
He ahí dibujada en sus trazos más esenciales la escolástica que durante [53] siglos resonó en nuestras aulas. Es la escolástica helada, estática y estéril que se consumía en la monótona repetición de latines secos y lejanos, dramáticamente lejanos y exóticos. Es la escolástica representada por esos teólogos a los que hizo guerra Erasmo con estas palabras famosas:
«Todo su esfuerzo consiste en interrogar, en dividir, en distinguir, en definir; una parte se divide en tres, la primera de las tres en cuatro y cada una de las cuatro de nuevo en tres. ¿Hay algo más lejos del estilo de los profetas, del Cristo y de los apóstoles?»
Es la escolástica que dominó en Cuba por más de dos siglos y contra cuyo formulismo, formalismo y ergotismo se alzó la voz valiente y sabia del presbítero don Félix Varela –nuestro Erasmo– para lanzar su crítica frontal, con palabras como éstas, del Elenco de 1816.
«La Autoridad es el principio de una veneración irracional, que atrasa las ciencias, ocultando muchos su ignorancia bajo el frívolo pretexto de seguir a los sabios.»
Esta fue la escolástica infecunda cuyos elementos formales vamos ahora a poner en claro.
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¿Cuál es la forma externa que adopta nuestra Escolástica?
Las formas fundamentales de la enseñanza filosófica tradicional eran en Cuba la lectio y la disputatio. La primera consistía en la explicación de los libros que servían de texto, aunque a veces se reducía a dictar a los alumnos breves resúmenes que aquéllos debían aprender de memoria. Con el constante trasiego, de generación en generación, los disparates iban colándose en los textos y en las cabezas del alumnado. José Antonio Saco, en su curiosa «Autobiografía» nos retrata el método seguido en la cátedra de Filosofía del Seminario de San Basilio de Santiago de Cuba. Son estas sus palabras:
«Ningún autor servía de texto, pues el profesor había formado unos cuadernos en latín en los cuales él pensaba haber reunido lo más selecto de la filosofía. Dictaba diariamente a sus discípulos las lecciones que debían aprender de memoria, las que él ampliaba después en sus explicaciones, que no eran en latín, sino en castellano. Formaban cuadernos estas lecciones, para que los alumnos no olvidasen lo que habían aprendido; y confieso que yo era uno de los que mejor los conservaba en la memoria; pero al mismo tiempo debo confesar que yo, sin tenerla mala, a los pocos años de haber salido de aquella clase, ya no me acordaba ni aun de la primera palabra de [54] mis cuadernos de filosofía.» (Saco, Contra la Anexión, Colección de Libros Cubanos, La Habana, 1928, vol. I, pág. XXII.)
La lectio tradicional se basaba, como puede verse, en dos puntales: a) el memorismo, y b) el uso del latín como idioma escolar. Contra ambos se levantó ruda protesta que culminó en las condenaciones célebres de Félix Varela:
«Atrasa nuestros primeros conocimientos la práctica de enseñar a los niños mecánicamente, por creerlos incapaces de reflexión... Atrasa nuestros conocimientos la práctica de no enseñar las ciencias en lengua nativa, y mucho más, cuando se hace en un idioma muerto.»
La necesidad de ceñirse a los dictados de la Autoridad, impedía a los profesores libertad de movimientos. Tenían éstos que conformarse, para la elaboración de sus lecciones, con el viejo texto oficial. Y si surgía algún espíritu osado que levantara una leve protesta se le tapaba la boca con la antigua máxima –que tanto molestaba a los espíritus liberales, como el de Varela, por ejemplo– : «El sabio debe ser hombre de un libro.» Por otra parte –¡cuánto queda aún de escolástico en nuestro ambiente!–, el uso frecuente de tecnicismos oscuros e incomprensibles para el alumno hacían punto menos que infructuoso el estudio. Alcanzar fama de sabio era la que buscaba anhelosamente, por todos los medios, cada profesor. Y la sabiduría –¡qué contrasentido!– era entonces sinónimo de oscuridad. Se utilizaba el método que aun sirve como trampolín a pachecos innumerables en muchos de nuestros centros escolares, el de hacer las clases incomprensibles a fuerza de usar terminachos raros, vacíos de todo contenido ideológico.
Conviene, sin embargo aclarar, para ser fieles a la realidad histórica, que a pesar de todas estas limitaciones de la lectio, ni José A. Caballero ni Félix Varela pidieron su erradicación definitiva, sino su modificación y adaptación a las necesidades de aquellos tiempos.
El otro ingrediente formal del escolasticismo criollo era la disputatio. Estrechas relaciones vinculaban al estéril verbalismo que reinaba en nuestras aulas secundarias y superiores con las famosas disputas públicas, donde los jóvenes filósofos de calderilla demostraban sus grandes dotes intelectuales aplicando de modo nuevo, pero siempre incomprensible, los huecos e incomprensibles vocablos que habían memorizado en los duros bancos de los seminarios y de los semioscuros corredores de la casona señorial, al compás del inevitable chirriar de las mecedoras. Un poco de sombra, un poco de juego, un poco de siesta y un tanto de tonadilla sin sentido matizaban estas formidables competencias de fin de curso. Mucho ruido de altisonantes palabras y poca nuez de saber. Ningún interés por la nueva ciencia. Mero tableteo verbal para entretenimiento de las familias bien. Vaciedad cultural [55] en el corazón del más alto exponente de cultura de la sociedad cubana de entonces.
A Buenaventura Pascual Ferrer debemos una vivísima descripción de un acto de este tipo en una de sus celebradas «Cartas». Vamos a reproducir aquí un párrafo, repleto de colorido y de interés:
«Se ejecutaba en medio de la iglesia. El lector se sentó en la Cátedra, el sustentante debajo, y los que le argüían enfrente, con gran concurso de personas de todas clases. Después de haber tocado varios instrumentos los músicos, el actuante recitó una arenga latina no corta y comenzaron los argumentos. Cada arguyente parecía un energúmeno por los gritos y patadas que daba, la gente del pueblo se mostraba llena de alborozo, con esta descompostura tan impropia del Santuario, y lo más gracioso era que juzgaban por más sabio al argumentante que era más terco y que tenía más robustos pulmones para hacer resonar la bóveda con sus ecos.»
Este estilo peripatético, como podrá calcularse, era en vano dar vueltas a la noria del pensamiento. La crítica que el propio Pascual Ferrer hace de esta curiosa institución, está muy ajustada y merece ser conocida: «El objeto (de las conclusiones), según dicen –expresa el autor de las «Cartas»–, es descubrir la verdad; pero el modo que usan es más para confundirla con cuestiones ridículas.» Lo que privaba en estos actos era la vanidad personal. El asunto era de pulmón y no de seso. Lo que se buscaba era satisfacer las ansias de lucimiento ante un público ignorante. La pobre verdad seguía clamando, desde los lejanos horizontes, por una puerta de entrada.
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Esta ideología escolástica se hallaba en perfecta consonancia con las condiciones materiales de vida predominantes en la sociedad cubana de los siglos XVI, XVII y parte del XVIII. Aunque importada de Europa fue adaptada a las necesidades y características peculiares de una colonia americana.
Durante los primeros años de la colonización, la principal fuente de riqueza de nuestro país fue la minería. Hoy no puede ya negarse que el móvil principal de la conquista de Cuba fue el hambre de tierra minera. Pero Ramiro Guerra ha demostrado con argumentos muy sólidos que la explotación aurífera era para los primeros colonos de América un imperativo, dadas las condiciones sociales y económicas imperantes. El pequeño volumen del metal con relación a su precio lo convertía en el producto más idóneo para la exportación. Con oro fundido se pagaban las importaciones imprescindibles y urgentes de la Península. El oro permitía el equilibrio [56] de la balanza comercial. La escasez del metal en Cuba, la carencia de brazos para su extracción y el descubrimiento de ricas minas en otros lugares de América arruinaron el negocio cubano.
Al improductivo laboreo sustituyeron en seguida la explotación más intensa del agro y la ganadería. Sobre todo esta última, que se desarrolló con rapidez. Pronto la tierra minera se convirtió en ganadera. En los primeros años es la cría de ganado caballar la que alcanza mayores vuelos para decaer tan pronto como termina la conquista de América y con ella la demanda de animales para los conquistadores españoles del continente. Se inició entonces el auge del bovino, cuyos productos se dedicaban al consumo interno, al abastecimiento de las flotas y al contrabando.
Las reparticiones de tierra realizadas por los Cabildos durante muchos años tenían como objetivo central promover el progreso de esta fuente de riqueza. En esas fincas circulares (hatos de dos leguas de radio para la cría de ganado vacuno o caballar y corrales de una legua de radio dedicados a la crianza de puercos y ganado menor) residió, por largos años, el núcleo básico de la riqueza criolla.
La clase dominante de la época –como podrá deducirse de lo expuesto– estaba integrada por latifundistas o terratenientes ganaderos. Junto con la burocracia, la milicia y los comerciantes peninsulares tenía sometido a la esclavitud un número cada vez mayor de negros importados de África para sustituir al indio aniquilado y desaparecido.
Puede comprenderse sin dificultad que una ideología como la bosquejada fuera acogida con respeto por esta clase dominante. Esa ideología presentaba matices muy satisfactorios para los esclavistas ganaderos y comerciantes. Hacía hincapié en los elementos religiosos que contenía y predicaba el origen divino –y por tanto inmutable– de la sociedad existente. Justificaba las desigualdades y dolores de este mundo prometiendo la equiparación verdadera y la felicidad eterna en el más allá. Se ajustaba, perfectamente, a las necesidades del sector dirigente de un país donde reinaba el esclavismo y donde florecían, por tanto, las peores injusticias y las desigualdades más flagrantes.
Esta es la razón decisiva que explica el predominio del escolasticismo en la cultura criolla de esa época. Otras razones, sin embargo, vinieron a reforzar ese predominio ayudando a mantener en el trono por largos siglos a la lectio y la disputatio, al Peripato formulista e infecundo. En primer lugar debe tomarse en cuenta que la Escolástica es la ideología del feudalismo. Y en Cuba las instituciones medievales españolas se entretejieron con las instituciones esclavistas hasta formar una madeja inextricable. Además, hay que recordar que el ritmo de la vida colonial cubana hasta los [57] últimos años del siglo XVIII fue extraordinariamente lento. Por mucho tiempo Cuba se limitó a ser mero trampolín de donde saltaban hacia las ricas colonias continentales los conquistadores sedientos de riqueza fácil. Cuando poco a poco nos fuimos recobrando de la estupenda sangría que las expediciones conquistadoras nos impusieron, nuestro desarrollo se vio impedido por dos factores importantes. Uno, los ataques incesantes de corsarios y piratas que mantenían al país en sobresalto continuo. Otro, mucho más importante, el complejo sistema de trabas que aherrojaba los impulsos creadores de la sociedad cubana.
Como es bien sabido, el criterio económico de la metrópoli española estuvo regido durante varios siglos por el mercantilismo. Cuba no pudo escapar al estrecho criterio, que convertía a las colonias en tierras para la explotación y la exacción más inhumanas. De ahí que el desenvolvimiento de nuestra riqueza se viera presidido por las famosas leyes restrictivas: prohibición a los extranjeros de trasladarse a las Indias, cierre del comercio colonial a todas las demás naciones, trabas para el intercambio de productos entre las mismas colonias americanas...
La técnica de la producción, las fuerzas productivas y las relaciones de producción permanecieron –por todas estas razones– casi estacionarias durante largas décadas. ¿Cómo extrañar entonces que una sociedad rutinaria acogiera con beneplácito una doctrina que convertía a la rutina en máximo ideal epistemológico, metafísico y social? El Escolasticismo dominó el panorama cultural de Cuba hasta que nuevos desarrollos de la vida económica del país abrieron rutas inéditas a la evolución cubana. Esas novedades surgen cuando en el siglo XVIII la industria azucarera le arrebata a la ganadería el cetro de la economía criolla.
La caña había entrado en la Isla con los primeros conquistadores. Se cultivó por muchos años para abastecer exclusivamente el mercado interno. Sólo a fines del siglo XVI, con el permiso para introducir en Cuba esclavos africanos y el préstamo de capitales, comienza una producción en mayor escala, que permite lanzar el producto a los consumidores extranjeros. Su evolución es lenta y accidentada. El ritmo de su crecimiento estuvo sujeto a numerosos altibajos. Todavía en 1774 el tipo de finca agrícola que representaba la gran propiedad de tierras era el latifundio ganadero. Pero el número de ingenios que a principios del siglo era sólo de veinte se había elevado en setenta y cuatro años hasta 478, demostración palpable de que la industria azucarera había rebasado la etapa formativa y sólo esperaba mejores condiciones para convertirse en la principal fuente de riqueza del país.
La toma de La Habana por los ingleses, coincidente con el reinado liberal de Carlos III, trae como consecuencia un relajamiento de las viejas trabas. [58] Se inicia un ascenso rápido de la riqueza que se acelera aún más por la ruina de Haití, después de la revolución que convirtió de la noche a la mañana al primer país productor de azúcar y café del mundo en un montón de cenizas. Concedidas por la Monarquía las concesiones que gestionaba, a nombre de la burguesía azucarera criolla, Don Francisco de Arango y Parreño, pronto ocupó Cuba el puesto de que gozó por tanto tiempo Haití. El predominio de la ganadería pasa a mejor vida. El azúcar se convierte en el centro vital de la economía cubana.
Y junto con la industria azucarera surge y se desarrolla una nueva clase social, que pronto va a desempeñar en el país un papel preponderante. Ya hemos hecho alusión a ella. Se trata de la burguesía criolla.
En el parcelamiento de la tierra que tiene lugar durante los siglos XVI y XVII se encuentran los antecedentes más remotos de la burguesía cubana. Los hatos y corrales de los tiempos coloniales eran explotados por familias descendientes de los primeros pobladores, gente muy ruda, en verdad, pero que ya se sentía vinculada a la tierra en que había nacido. La transformación posterior del latifundio ganadero en hacienda comunera y el nacimiento de los ingenios va creando un nuevo agregado social cada día más diferenciado del comerciante peninsular: el burgués agrario y el terrateniente. Son hombres nacidos en el país. Sus familias ocupan los puestos cimeros de la sociedad. Poseen haciendas dedicadas a la producción de caña que muelen en trapiche propio. Grandes dotaciones de esclavos le suministran la mano de obra. Son por tanto esclavistas. Bien acomodados al medio, anhelosos de progresos materiales, van cobrando con cada día que pasa una conciencia más clara de su posición dentro del sistema de clases de la sociedad colonial. Su ilustración, cada día mayor, su valor individual y colectivo, los arrastra cada vez con mayor violencia hacia la reclamación de autonomía política, de derecho a la libre determinación de sus destinos.
Esta burguesía criolla, enriquecida en la segunda mitad del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX por las contingencias ya señaladas toma rápidamente el papel de «principal personaje en acción» en la escena social y política de Cuba. Cierto que constituye una minoría en el país. Numéricamente se empequeñece en la comparación con las grandes dotaciones de esclavos, los amplios sectores de campesinos, artesanos y demás elementos pequeñoburgueses y la fuerte fracción peninsular. Pero por su ímpetu vital, por sus posibilidades económicas y culturales, por su conciencia de clase cada día más clara, por su posición clave en el panorama social de la época, es la burguesía cuyo núcleo decisivo está constituido por los hacendados azucareros, quien le da tono a la realidad del momento.
El más somero examen de ciertos hechos nos lleva directamente, aunque [59] por otras vías, a las conclusiones precedentes. ¿No fueron precisamente burgueses criollos quienes con tanto entusiasmo y energía trabajaron en la Sociedad Económica de Amigos del País y en el Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio? ¿No fueron hombres representativos de esta clase los que consiguieron que José Agustín Caballero iniciara sus fundamentales reformas filosóficas? ¿No fue la burguesía nativa quien respaldó a Varela y a Saco en sus renovadores empeños educacionales basados fundamentalmente en la introducción de la Física y la Química para responder a las exigencias de la industria azucarera? ¿No fue ella también quien trajo al químico Cusaseca, quien fundó el primer jardín botánico, quien introdujo la máquina de vapor para mover los trapiches, quien financió los primeros ferrocarriles, quien estableció nuestra primera escuela de Agricultura?
Esta apetencia desbordada por la cultura tiene explicación sencilla. No siente esta burguesía apetito de ilustración decorativa, para mero adorno, para gozo íntimo. Las transformaciones de las fuerzas productivas y de ciertas relaciones de producción impuestas por el desarrollo de la industria azucarera han servido para poner de modo evidente ante la mirada de la nueva clase la ineficacia de la vieja ideología escolástica. Las innovaciones de la técnica estaban en contradicción flagrante con los antiguos formulismos peripatéticos.
Aguijoneada por el ansia de lucro y espoleada por la competencia de los intereses azucareros extranjeros la burguesía cubana se ve forzada a renovar continuamente los instrumentos de producción y los hábitos de trabajo de la industria. Por otro lado, las vetustas restricciones coloniales la empujan a buscar en la ciencia económica del día las armas con que combatirlas. La burguesía se da cuenta paso a paso, de que el formulismo escolástico es una impedimenta que frena su propio progreso. Quiere ella saber científico, conocimientos prácticos, Física, Química, Ciencia Natural, Economía Política, para ayudarse en los esfuerzos por crear una industria azucarera próspera. El Escolasticismo le ofrece arcaicas fórmulas inaplicables, latines ininteligibles, vacíos silogismos. Suspira ella por una filosofía dinámica, constructiva, audaz. La Escolástica le ofrece una filosofía empolvada, estática, encartonada. Busca ella una pedagogía orientada hacia el descubrimiento de nuevas verdades. El Escolasticismo le ofrece una pedagogía rutinaria, estéril, memorista...
Por vía de estas comparaciones llega la burguesía criolla a la conclusión de que el Escolasticismo constituye una barrera que impide el avance de sus fuerzas renovadoras. Es un obstáculo a barrer. Si se quería Física, Química, Ciencia Natural, saber científico, en fin, para hacer avanzar la riqueza [60] burguesa había que comenzar por abatir la fortaleza filosófica que dominaba las rutas. Las necesidades materiales e intelectuales de una clase en ascenso dictan la sentencia de muerte de una ideología y el nacimiento de otra.
Vemos, así, cómo el advenimiento de la burguesía a los primeros planos de la vida pública motiva una intensa revolución intelectual. Es que son hombres con nuevas necesidades y apetitos los que estudian, piensan, crean ya nueva conciencia, nuevos contenidos culturales. El escolasticismo, que más que una tendencia constituía la verdadera esencia de la superestructura espiritual cubana desde los años de la Conquista, está herido de muerte desde que esta clase se hace fuerte, a fines del siglo XVIII. Incapaz, por su penuria ideológica y su vaciedad metodológica, de colmar la impaciencia de las nuevas generaciones, va resquebrajándose lentamente ante una crítica que ya hemos denominado reformista, hasta que Félix Varela lo remata con su obra filosófica y pedagógica en la segunda década del siglo XIX.
Y es perfectamente explicable que sea el Reformismo el primer paso de los que pretenden exterminar al Peripato. Estos cincuenta años que corren de 1761 hasta 1811 son, así, los años del Reformismo Cultural. Su signo fundamental –aunque ciertamente no exclusivo– ha de ser el negativo. Es el momento de limar excedencias, de acumular experiencias en la gran tarea de desmonte y orientación. Son años de trabajo callado, casi subterráneo. De crítica firme, como supo hacerla –ya lo veremos– la más alta figura de la época, José Agustín Caballero. Son los años de infancia de la cubanidad, cuajados de ansias y realizaciones que, no por ser burguesas, dejan de influir en la integración [de] la nacionalidad. Superado el bárbaro aislamiento secular, Cuba ingresa en la comunidad internacional. Caen por tierra las barreras comerciales. Y junto con la manteca y la harina nos llegan en los barcos Descartes y Condillac, Bacon, Locke y Hume, las ideas progresistas de los ministros de Carlos III y el espíritu antiescolástico del iluminismo. Se aviva el ritmo cultural y Cuba empieza a ser apetecida por algo más que por su envidiable posición estratégica.
Ante el empuje de los nuevos tiempos, ante la piqueta demoledora de la crítica reformista, el escolasticismo rinde sus banderas.
II El reformismo en la Universidad y en el Seminario
Las ideas reformistas se manifiestan por primera vez en dos instituciones educacionales: la Real y Pontificia Universidad de La Habana y en el no menos Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio. [61]
Las gestiones para crear en La Habana una Universidad se inician en 1688, con la invitación dirigida por el fraile Diego Romero al Ayuntamiento, para que éste solicitara del Rey «se dignara conceder la facultad de establecer una Universidad semejante a la de la Isla de Santo Domingo». Hasta 1721 no se obtuvo la Bula pontificia autorizando a los Padres Predicadores del convento de San Juan de Letrán para abrirla. La autorización real es del año 1728. Una Real Cédula de 14 de mayo de 1732 ordenó al Claustro la redacción de los reglamentos. Estos estaban terminados hacia fines del mismo año y en diciembre fueron presentados al Capitán General Martínez de la Vega, siendo proclamados públicamente el 12 de enero de 1733. Se redactaron teniendo en cuenta las bulas de Paulo III e Inocencio XIII, así como el régimen de las Universidades de Santo Domingo y Alcalá.
Me he detenido en estos detalles porque muestran las dificultades casi insuperables que el expedienteo y el formalismo centralista del régimen colonial oponían a las apetencias culturales del Nuevo Mundo: cincuenta años, medio siglo, de tramitación para darle a Cuba una Universidad. ¡Y qué Universidad! Creada en el siglo XVIII calcando las reglas de la de Santo Domingo, que databa del siglo XVI, no exigían en ella que se jurase en los grados por la imparcialidad científica sino... por la virginidad de María (¡!). Fue presidida por un estrecho espíritu escolástico hasta 1842. En ese año se reformaron los Estatutos y fue secularizada la enseñanza que cobró entonces –¡al fin!– cierto carácter científico.
A pesar de todo lo expuesto, resulta curioso observar que las tendencias renovacionistas se manifiestan por primera vez en Cuba dentro del propio recinto universitario. Un nombre se asocia fundamentalmente a ellas: el de Fray Juan Chacón, figura importante, pero hoy casi olvidada. En realidad muy poco sabemos de su vida. Y buena parte de los escasos datos que sobre su persona nos aporta la historiografía clásica son contradictorios o confusos. Calcagno en su Diccionario Biográfico nos dice que era natural de La Habana, que en mayo 24 de 1744 alcanzó el grado de doctor en Teología y que llegó a ser Rector de la Universidad en los años 1750, 1753, 1764 y 1767. «En 1761 –sigue hablando Calcagno– pidió y obtuvo que se dotasen algunas Cátedras y se erigieran otras, entre ellas una de Física experimental, dos asignaturas de Matemáticas, de las que S. M. aprobó una, rehusando todo lo demás... Falleció en enero 4 de 1782.» (Calcagno, Diccionario Biográfico Cubano, New York, 1878, pág. 226.)
Don Antonio Bachiller y Morales en sus Apuntes expresa que en 1761 «el reverendo P. M. Fray Juan Chacón, natural de La Habana y Rector meritísimo de su Universidad, pidió se dotasen cátedras. que se erigieran otras y entre ellas una de física experimental». (Bachiller y Morales, [62] Apuntes para la Historia de las Letras y de la Instrucción Pública en la Isla de Cuba, Colección de Libros Cubanos, La Habana, 1936, vol. I.)
Rafael Cowley nos ofrece más datos en una nota a la Llave del Nuevo Mundo Antemural de las Indias, de Arrate (edición llamada de «Los Tres Primeros Historiadores», pág. 314 y ss.) Según él en 1750 era Rector Cancelario de la Universidad el Rmo. P. M. Lector y Dr. Fr. Juan Francisco Chacón, Lector en Artes por oposición (1738) ; doctor en Filosofía en 8 de diciembre de 1739; Maestro de Estudiantes en 1740; Catedrático de Vísperas por oposición en 13 de abril de 1744; doctor en Teología en 24 de mayo de 1746; Lector de Sagrada Escritura en 1747; Catedrático de Prima en 1750. «Este ilustrado religioso solicitó establecer una cátedra de Física Experimental y le fue negada; falleció el 4 de enero de 1789. Por el propio Cowley nos enteramos de que fue Rector no cuatro, sino cinco veces. En 1750, 1753, 1764, 1767 y 1783. Fue Vicerrector y Conciliario en varias ocasiones.
Si he incluido en este trabajo los datos mencionados ha sido para mostrar con plena evidencia dos cosas: primero, que Chacón es ya un producto cubano, si se me permite la expresión. Nace en Cuba y en Cuba recibe educación. Ocupa puestos encumbrados en la enseñanza. Sus vinculaciones deben ser recias con la clase rica cubana. Además, debe observarse que a pesar de todas las contradicciones entre los historiadores, hay acuerdo pleno en un punto de extraordinaria importancia: Chacón solicitó el establecimiento de una Cátedra de Física Experimental en 1761. No he podido encontrar apoyo documental para esta afirmación. Desde mediados del siglo pasado se viene repitiendo el dato sin indicar la fuente de que procede. Es casi seguramente cierto.
Por otra parte, he tenido la suerte de encontrar en la enorme cantera casi virgen de nuestro Archivo Nacional un documento muy curioso que supongo inédito y en el que los ímpetus de reformas se evidencian con claridad. Está fechado en La Habana el 24 de mayo de 1765. Es una representación de Fray Juan Chacón al Rey en la que solicita la creación de tres Cátedras, una de ellas de Philosofía Experimental y dos de Matemáticas y donde al propio tiempo se queja del atraso en que se encuentra la enseñanza, achacándole la culpa a la «necesidad inevitable de usar en ella (en la Cátedra) a los (maestros) más modernos o menos idóneos» –son las palabras textuales de Chacón–, debido a la pobre paga que se destina al profesorado. Ofrece el buen fraile varias sugerencias para elevar el salario a los maestros, confiando superar el estado de la enseñanza por ese método.
Confieso que cuando leí por primera vez el documento experimenté cierto desencanto. Esperaba algo más fuerte, más explícito, más radical. Pero en la evolución de los pueblos –y mucho menos en el progreso de la cultura– [63] no puede procederse por saltos. Leyéndolo entre líneas cambié de opinión. Hay párrafos en que la queja por la situación educacional imperante se muestra con perfecta claridad. Chacón se ha dado cuenta del atraso de nuestra cultura, sobre todo de la filosófica y la científica. Y propone los remedios que le parecen necesarios para superarla: dotación más amplia de las cátedras para mejorar el profesorado; creación de otras nuevas para dar paso a las novedades ideológicas del momento. Sólo así se comprende que pidiera la fundación de una cátedra de Filosofía EXPERIMENTAL. Esta última palabra nos da posiblemente la clave de muchas cosas. Fracasados los intentos de 1761, al negar el Rey autorización para traer a Cuba la Física nueva, ¿no trataría Fray Juan Chacón de dorar la píldora en su petición de 1765 cambiando el nombre un poco revolucionario de Física por el más conservador de Filosofía? Es posible. De todos modos la palabra experimental denuncia indudables propósitos reformistas. Algo debía saber Chacón de lo que estaba sucediendo en Europa cuando hace tal solicitud. La atmósfera cargada de viejos latines comenzaba a asfixiar a muchos espíritus. Y este humilde Rector de la Universidad de La Habana es quien por primera vez deja sentir en el ambiente una opinión disonante. Con ella, el reformismo se pone en marcha.
La sugerencia de Chacón al Rey de España no hace más que reflejar el criterio de la naciente burguesía criolla. Como acabamos de ver, andaba por entonces esta clase en busca de vías por donde traer a Cuba los conocimientos científicos europeos, cada día más necesarios para el progreso de la industria azucarera. Intenta utilizar a la Universidad para el magno propósito. De ahí las insistentes comunicaciones de Chacón. Pero pronto se hizo evidente que el camino no era de los mejores. El Rey no cedía y el Claustro universitario se recluía cada vez más en las viejas fórmulas infecundas. A otra institución educativa le estaba reservada la gloria no sólo de albergar los anhelos de transformación cultural, sino de darles cumplida realización. El nombre está ya entero en nuestra mente: Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio.
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He aquí un hecho digno de tenerse en cuenta: el amanecer de nuestra cultura coincide con la expulsión de los jesuitas, ocurrida en junio de 1767.
Conforme al Concilio de Trento debía haberse instaurado en nuestra Isla un Seminario. No se había hecho por falta de recursos. La salida de los jesuitas dejaba abandonado un colegio que éstos habían mantenido desde la segunda década del siglo. El Obispo Hechavarría –santiaguero– aprovecha [64] la coyuntura para llevar a cabo lo que el Sínodo diocesano había encarecido. (Ver a este respecto: J. Z. González del Valle, «Filosofía en La Habana» en la obra de Mestre De la Filosofía en La Habana, La Habana, 1862, pág. 113.)
Una Real Orden de 14 de agosto de 1768 y una representación del Diocesano de 3 de mayo de 1769 hicieron que la Junta principal que tuvo el encargo de los bienes de los jesuitas, acordase fundar el Colegio.
El ambiente se encontraba, sin duda saturado de inquietudes. Los nuevos aires que circulaban por la Península comenzaban a colarse en la paz conventual de la colonia. Y por donde menos uno lo esperaba le salía al encuentro un esfuerzo de transformación cultural. Así se explica que cuatro años después de la petición de Chacón, el ilustrísimo señor don José Hechavarría Yelgueza, Obispo de Cuba, la Florida, Jamaica, &c., al redactar en el año 1769 los Reglamentos del Real Colegio de San Carlos escribiera estas palabras significativas: «Artículo 2°: En el primero (año) leerá (el maestro) Súmulas y Lógica, bien entendido que de las unas y la otra se han de cercenar todas aquellas cuestiones reflejas y ridículas, que el mal uso acostumbra levantar sobre la cópula, el término y las segundas intenciones y así de otras frioleras que fuera de ser extemporáneas embarazan el sólido aprovechamiento en la Dialéctica, cuyo fin es engendrar en el entendimiento las ideas de lo verdadero y de lo falso, de la afirmación y la negación, del error y la duda, y especialmente de la ilación y la consecuencia.» Hay –nótese bien– palabras insólitamente duras contra la cultura imperante. Cercenar. Cuestiones ridículas. Frioleras... Todo lo que iba a decir y a hacer luego Varela está contenido, en forma escueta, esquemática, en este párrafo importantísimo.
Pero hay aún más. Por lo pronto no se les señala texto fijo a los profesores y éstos quedan en libertad de redactar uno adecuado a las circunstancias de su clase y conforme a sus particulares opiniones. Ese permiso va a hacer posibles el texto de Caballero y los de Varela. Además se especifica que mientras no se escriba un texto original podrían enseñar «por Fortunato Bregia, Pedro Cailly o en su defecto Goudin, sin jurar en las opiniones de ninguno, ni hacer particular secta de su doctrina, sino enseñando las que parecen más conformes con la verdad, según los nuevos experimentos que cada día se hacen, y nuevas luces que se adquieren en el estudio de la naturaleza.» ¿Se quiere nada más contundente? El escolasticismo reseco y sobado se enfrenta con un espíritu joven ansioso de arrancarle a la naturaleza sus secretos mediante nuevos experimentos. ¡He aquí la palabra reveladora! La vieja verdad es impotente para explicar la realidad novísima. El derrumbe es estrepitoso. Sobre todo en países como Cuba. donde el edificio, con [65] la base totalmente carcomida, se mantuvo casi íntegramente en pie hasta bien entrado el siglo XIX.
En estas palabras sensacionales del Obispo Hechavarría encontramos el germen de la independencia filosófica que luego brotaría plenamente desarrollada dé la pluma del Padre Varela. Estamos en los umbrales de la revolución filosófica cubana del siglo XVIII. Cuando en la quietud de un convento colonial se redactó ese Reglamento, nuestra cultura estaba pasando de una época a otra. Comenzaban a superarse los errores del escolasticismo. Iban despuntando a un tiempo nuestro Renacimiento y nuestro Iluminismo. Pero no podía aún cantarse victoria. En realidad todo estaba por hacer. Se abría, tímidamente, una etapa destructiva, negativa, que sólo iba a encontrar culminación en la obra de José Agustín Caballero. Como dijo con razón José Zacarías González del Valle:
«Estos no fueron sino destellos felices, albores de un nuevo espíritu y de las opiniones nuevas que en La Habana debían cundir y arraigarse más tarde.» (González del Valle, op. cit., pág. 115.)
Pero la semilla quedaba en el surco y precisamente en él habría de fructificar. Varias veces se trató de desplazar el fenómeno hacia su centro natural de gravedad: la Universidad. No pudo hacerse. El Seminario de San Carlos, como lo demuestran las palabras iluminadas de modernas esencias con que el Obispo Hechavarría construyó su Reglamento, había nacido especialmente dotado para servir de instrumento al movimiento de renovación de la cultura cubana.
Antes de pasar adelante quisiera señalar un aspecto de ese documento que nos facilita grandemente la tarea de ubicarlo en la Historia. Un artículo de este Reglamento bastaba para darle a la institución su sello diferencial: el que le imponía la clase predominante en el país. Por lo que ese artículo rezaba las puertas del Seminario estaban cerradas para todo aquel que tuviera mezcla de sangre judía o negra –«aunque su defecto se halle escondido tras de muchos ascendientes»–. El exclusivismo que aquí sale a flote es marca que no engaña. La cultura que nace en el Seminario es cultura burguesa, discriminadora, antinegrista. La hegemonía política y económica se refleja así en el mundo del espíritu.
III El reformismo en la Sociedad Patriótica y en el Papel Periódico
Constituye, sin duda, destacado acontecimiento de la historia cultural cubana, el establecimiento en La Habana de una Sociedad Patriótica al estilo [66] de las que durante el reinado de Carlos III se habían fundado en la Península. Cierto que a este respecto Santiago de Cuba se había adelantado a la capital y contaba desde mucho antes con una Sociedad de este tipo. Pero es indiscutible que el Cuerpo Patriótico de Santiago nunca pudo superar la enorme labor civilizadora de la institución habanera. Tuvo, por tanto, dilatada importancia el documento fechado el 27 de abril de 1791, en que se solicitaba la creación de la Real Sociedad Patriótica en la ciudad de La Habana. Ambicionaban para este organismo sus fundadores un extenso radio de acción. Querían convertirlo en una especie de Consejo Colonial. Claro que no pretendían adjudicarle facultades para una efectiva intervención en el manejo de la cosa pública, pero se esperaba que sirviera por lo menos como fuente inspiradora de reformas y junta permanente de información sobre los intereses y necesidades del país ante el trono español. Todavía no se pensaba en separatismos. Los hacendados criollos comenzaban apenas a cobrar conciencia de su existencia como entidad sociológica. A la ingenuidad natural de los inicios y a la fuerza de los vínculos ancestrales hay que atribuir el carácter sereno, moderado, pacífico de sus primeros pasos en el terreno político. En estos instantes aurorales no hay desengaños que turben la moderación y la mesura. El reformismo descansa sobre la más estrecha unidad con la metrópoli.
Ante la mirada de la burguesía en ascenso el país aparecía como una célula del gran cuerpo hispano. Cierto que muchos hacendados reconocían la necesidad de transformaciones urgentes en el sistema de legislación y administración implantado en Cuba por España. Pero confiaban conseguirlas mediante la exposición y petición pacíficas. Entre tanto, pensaban, era imperativo ir levantando el nivel intelectual de la nación. Y esto no sólo por mero afán de ilustración, sino –como ya vimos– con el propósito de obtener firme sustento científico para su poderío económico. El avance de la burguesía criolla se encontraba condicionado a la posibilidad de aplicar directamente a la realidad social cubana los postulados de las ciencias naturales, que tan honda y ancha transformación habían sufrido por aquellos tiempos, y de las cuales apenas se tenían aquí vagas noticias.
Nada como la fundación de la Sociedad Patriótica de La Habana para demostrar la veracidad de estas afirmaciones, no sólo por la amplia significación del hecho en sí, sino por el intenso movimiento de opinión que promovió, originando manifestaciones interesantísimas, que al ser examinadas ahora testimonian la existencia de un terreno abonado para las radicales innovaciones que han de venir.
Por lo pronto el ansia de saber científico positivo se manifiesta abiertamente en algunos de los papeles escritos en la última década del siglo XVIII. [67] En el Papel Periódico de La Habana del domingo 4 de septiembre de 1791 se publica una carta a él dirigida por uno que se firma su amante, en la cual se ofrecen razones a favor de la fundación de la Sociedad y se especifican las ventajas que a juicio del opinante la misma produciría. Entre ellas se considera la siguiente: «Entonces clamarían los ingenios pidiendo se tratase hacer más pingües sus cosechas y económicas sus atenciones. Entonces esas tierras eriales convidarían con su fertilidad para admitir en su seno el algodón, el tabaco, el café y el añil. Se examinarían cuáles eran los mejores medios de adelantar el cultivo de estas producciones, guiadas hasta aquí, sin más conocimientos que los adquiridos por sus abuelos, sin que se haya pensado adelantar cosa alguna en estos ramos». Lo que se desea es la supresión de todas las trabas que impiden la expansión y asimilación efectivas de los «nuevos conocimientos del día». El que suscribe parece estar empapado de todas las variantes del problema. Así no sólo reconoce que «se padecen notables detrimentos en todo lo que mira a los conocimientos abstractos, y a los útiles de economía, industria, política y comercio», sino que de una manera velada lanza un ataque contra el sistema escolástico, palabrero e insustancial, indicando que todas las barrederas vendrían a tierra si «tanta muchedumbre de preocupaciones raras que dividen a unos hombres de otros en sus operaciones y raciocinio, se consiguiera borrarlas suavemente sustituyendo en su lugar nociones más constantes y acomodadas a la necesidad humana».
Ya en 1793 se escribe algo mucho más avanzado y rotundo. Las Memorias de la Sociedad Patriótica de ese año publica un escrito sobre el Origen de las Sociedades Económicas, del cual entresacamos el siguiente párrafo: «Tiempos más venturosos llegaron luego, en que la Filosofía, estableciendo el más dulce de los imperios sobre la más sana parte de las naciones, y extendiéndole hasta el trono, abrió los diques que impedían la libre circulación de las ciencias y las artes, y formando todas ellas una sola cadena, facilitó de ese modo el comercio de las luces, y contribuyó eficazmente a que se abandonase el saber vano de las Escuelas». El tiro es directo. Por primera vez se pone sin vacilaciones el dedo en la Haga. Pero hay más. Una nota al párrafo anterior reza así: «Hablamos sólo de la parte que interesa al discurso; profesamos toda veneración a las Escuelas de Teología, y nuestro objeto único es contraernos al sistema que bajo frívolas cavilaciones y disputas, desviándose de la senda del verdadero raciocinio se introduce en las oscuridades del Peripato». A primera vista podrá parecer que aquí tenemos tan sólo un deseo de ponerse al cubierto. Pero a mi juicio no hay por qué dudar de la sinceridad de este venerador de las Escuelas de Teología que por otro lado predica en favor del «verdadero raciocinio». [68]
Más adelante ha de referirse aún a las «verdaderas doctrinas» como «aquellas que dimanan de la experiencia guiada por los principios científicos». Repetimos que la contradicción es posible; aun más, es perfectamente explicable. Encontramos aquí el germen del problema que naturalmente se presenta a estos escritores de transición, educados en una tradicional aceptación de las intromisiones teológicas en todos los terrenos del saber y anhelosos por otra parte de adiestrarse en el manejo de los instrumentos metódicos baconianos, de investigación experimental. El eclecticismo sólo fue superado con la obra de Félix Varela.
La fundación de la Sociedad Económica pone al descubierto las recias interacciones que vinculan entre sí a los aspectos científicos, económicos, pedagógicos y literarios del reformismo.
El progreso económico, por una parte, aparece estrechamente unido a la ampliación de los conocimientos científicos. El episteme ha bajado a la tierra. Ciencia y técnica han comenzado su maridaje fecundísimo. La Teología está bien... cuando sabe mantenerse en su sitio. Todavía pesan mucho los viejos lastres para echarlos sin más ni más por la borda. Pero se inicia el deslinde de las esferas de influencia. Por lo pronto se lanzan ataques más o menos velados al Peripato, como ya vimos. Y se inicia el que pronto habrá de convertirse en intensísimo movimiento reformista.
Por otro lado, para conseguir la popularización del saber científico se hace imperativa la revolución pedagógica. No se trata de un cambio en las relaciones entre maestro y discípulo. Este sigue ocupando el mismo puesto en la constelación escolar. La agitación se desplaza hacia la radical transformación del contenido de la enseñanza y la consiguiente reforma del plan de estudios. Frente a lo abstracto ha de predominar lo concreto, aunque sin olvidar todavía lo teológico. Todavía no se hace más que abrir la órbita del magno proceso.
Revolución económica, revolución ideológica, revolución pedagógica. De esa cadena de transformaciones va a surgir un ser humano con un concepto nuevo del vivir, con nuevos hábitos de pensamiento y acción. Sin estas premisas nunca hubiéramos tenido en Cuba un Félix Varela o un José María Heredia. Vale decir: nunca hubiéramos tenido cultura nacional.
IV El reformismo en el Papel Periódico
El domingo 24 de octubre de 1790 comenzó a circular el Papel Periódico de La Habana. Era, sin duda alguna, el órgano de la burguesía criolla. No se recogían en él los anhelos de las capas humildes de la población, sino los [69] sentimientos y las ideas de la clase social predominante, la de los acaudalados hacendados cubanos. Era el vehículo intelectual del esclavista... con anuncios gratuitos sobre ventas de esclavos. Desde 1793 lo dirigió y administró la Sociedad Económica y ya hemos visto cuál era la composición interna de aquella institución.
Efectivamente. La nota característica de esa clase en ascenso, el utilitarismo, el practicismo, se muestra también, evidentísima, en esta publicación, que llevaba bajo su título una cita en latín: Haec scripsi non otii abundantia, sed amoris erga te. «Esto te escribimos no por sobra de ocio, sino por amor a ti». Utilitarismo y patriotismo se unen en palabras que traen ya los gérmenes de un nuevo acento.
No vamos a examinar aquí todo lo que el Papel Periódico significa para los orígenes de la cultura cubana. Vamos a utilizar tan sólo uno o dos de sus artículos para mostrar las firmes raíces reformistas que le dan vida. Más que sus contribuciones a la Ciencia y a las Letras cubanas, nos interesa aquí como vehículo de la reforma educacional y de la revolución filosófica que abrieron el camino a las Letras y la Ciencia.
Un ejemplo digno de tomarse en cuenta: el informe del Dr. Don Toribio Rodríguez, Rector del Real Convictorio de San Carlos de Lima, Perú. Recuérdese que lo que sigue apareció en La Habana, el 25 de octubre de 1792 y que fue leído por los cubanos no en una publicación clandestina, sino en un órgano casi oficial. Podrá medirse entonces la importancia de estas palabras rectas y duras:
«Sus alumnos, cultivan según sus particulares y autorizados estatutos una Filosofía libre, y se hallan dispensados de la obligación de adoptar sistema alguno, y el que hasta hoy han preferido es opuesto al Peripatético. Esta libertad en que los puso la reforma de Estudios, que hizo la Junta Superior de Aplicaciones, los alejó no sólo de la profesión jurada, y conocimiento íntimo de la filosofía de Aristóteles, sino también de sus libros filosóficos que para esta clase de ejercicios adoptaron en la antigüedad las Universidades... Los libros adoptados en la creación de Universidades... son los más obscuros de todas las obras de Aristóteles, cuyo mérito por otra parte es casi incomparable. No hay lectura más ingrata ni más penosa... Y después de esto ¿será racional, será justo obligar a estos jóvenes en edad y literatura, a que expongan unos libros que no han leído: unos libros, digo, que aun meditados con la más escrupulosa y detenida atención y con los comentarios a la vista, han sido y serán siempre la tortura de los mejores ingenios; a que defiendan opiniones y sistemas que han reprobado; a conciliar en fin verdaderas o aparentes antilogías, y entrar en el pormenor de sistemas que apenas conocen?» [70]
Son palabras sustanciosas. Y reveladoras. En 1792, en nuestra Cuba –aun sometida al escolasticismo tradicional– se hacía propaganda abierta en favor de las tendencias modernas del pensamiento filosófico.
La inclusión de estas palabras en un periódico que como el Papel representaba el sentir y el pensar de la clase dominante de la época, según hemos visto, obedecía seguramente a varios propósitos:
a) Criticar las instituciones educacionales existentes, enquistadas en los viejos procedimientos formalistas escolásticos.
b) Demostrar la necesidad de una reforma en los métodos de enseñanza, orientándose sobre todo a la modificación sustancial de la disputatio.
c) Demostrar que la reforma era posible porque ya se había verificado nada menos que en la misma América hispana.
d) Despertar la curiosidad de los espíritus jóvenes hacia los nuevos nombres y las nuevas tendencias, hablándoles de Filosofía Libre, de Filosofía Moderna...
Podrá objetarse que el documento no se escribió en nuestro país. Pero el hecho de que fuera publicado y leído aquí, mereciendo honores de primera plana en el único órgano de prensa del momento, muestra hasta qué punto se ansiaba la reforma, hasta qué punto se encontraba maduro el ambiente para la revolución que todos los espíritus alerta contemplaban ya en el horizonte...
Y así en 1794 una voz del patio –anónima aún: la prudencia es gran virtud burguesa– se une al coro de la protesta. La pelea contra el autoritarismo va cobrando nuevos bríos:
«...No querer desasirse de ciertos modos de pensar enteramente opuestos a las leyes de un buen discurso, por haberlo aprendido o de sus padres en la niñez o de sus maestros en la juventud ¡Qué ceguedad! Abrazar tenazmente una secta philosophica, adherir con esclavitud a un sistema, sin más recomendación que haberlo proferido algún famoso héroe del orbe literario, tan poseído tal vez de su amor propio que, por gala de ingenio, y por no desdecirse de su primer aserto, atropella aún por las justas reconvenciones a su propio entendimiento. ¡Cuántos atrasos han padecido las ciencias, por seguir con nimiedad las huellas de su primer inventor de nombre conocido, sin tener atrevimiento para desamparar la senda que nos propuso!»
El eco de la insurgencia erasmista contra la autoridad resuena en estas atropelladas palabras. Con escasa sintaxis pero con clara visión del problema, se clava en la escolástica aristotélica la piqueta demoledora. Y la voz anónima –bueno es repetirlo– expresa claramente el colectivo sentir de una clase que va soltando los amarres y las máscaras para pedir, cada [71] día con la voz más ronca, el puesto que le corresponde en el mundo de la vida espiritual.
Las influencias externas
Deliberadamente hemos dejado para este lugar una exposición de las influencia externas que operaron sobre nuestra revolución ideológica de fines del XVIII e inicios del XIX. Por esa época comenzamos a vivir en Cuba una síntesis sui generis de Renacimiento e Iluminismo. Las vigorosas sacudidas que sufre la cultura europea desde el siglo XV, pero especialmente en los siglos XVII y XVIII, se reflejan entonces en nuestra patria. Conviene que señalemos brevemente lo que nos trajeron.
Por lo pronto –ya hemos podido apreciarlo– una nueva valoración de lo natural y lo sobrenatural, una verdadera subversión de valores filosóficos. La ciencia sustituye a la teología como basamento de la Filosofía. El saber destierra a la fe. Y el universo aparece por primera vez sujeto a los rigores de ineluctables leyes naturales. Además –lo hemos visto también– el camino hacia el conocimiento sigue ahora la ruta experimental. Esas leyes naturales no nos son dadas. Hay que ir tras ellas por las vías duras pero fructíferas de la observación y el experimento.
Por otra parte la razón humana es exaltada hasta el punto de la deificación. Podemos estar seguros –así piensan los iluministas– de que la razón se basta a sí misma para llegar a la ley natural. Y aun más: para frenar las humanas debilidades y conducir al hombre por la senda de los principios morales. Una insobornable fe en el progreso y la más sincera devoción por los derechos naturales del individuo completan, junto con el humanitarismo que de ella naturalmente se desprende, el cuadro esquemático de lo que tenía de característico esta doctrina que la burguesía enfrentaba con el pensamiento feudal. Naturalmente que en esta síntesis se escapan muchos matices. Pero creo haber apresado los trazos decisivos.
No puede extrañarnos que la burguesía cubana adoptara como propia la doctrina iluminista, porque ésta fue en esencia una doctrina burguesa. Ya hemos visto cómo el ansia nunca colmada de saber científico constituye una de sus notas más acusadas. Y sucede que fue precisamente mediante el progreso de la burguesía como la ciencia se fue desarrollando paso a paso. «La Astronomía, la Mecánica, la Física, la Anatomía y la Fisiología –señala con pleno acierto Federico Engels– volvieron a ser motivo de estudios. Para desenvolver sus industrias, la burguesía necesitaba de la ciencia que investigara las propiedades de los cuerpos y los fenómenos de la Naturaleza. Antaño había sido una simple y humilde servidora de la Iglesia, a quien jamás se le permitía traspasar los límites señalados por los mandatarios de la religión. [72] En resumen esto era todo, menos ciencia en el sentido verdadero de la palabra. Ahora, la ciencia se rebela en contra de la Iglesia y en favor de la burguesía, que necesitaba de sus servicios.» Así, con los naturales distingos, puede afirmarse que la lucha por la filosofía racionalista y científica sirvió de ayuda a la lucha de la burguesía contra los poderes feudales.
La nueva filosofía aparece como una demanda por una mayor libertad de pensamiento; como una insistencia sobre la necesidad de suspensión de juicio sobre una cuestión, hasta que se haya colectado suficiente evidencia. Las palabras de Dante –«Que esto sea para ti, como plomo para tus pies, que te haga caminar despacio, como cansado, tanto para el sí como para el no, que tú no puedes ver»– son adoptadas como lema por Bacon y repetidas por sus continuadores.
Esta filosofía surge además como reacción contra las inexactitudes medievales y su enorme masa de conocimiento insustancial y dogmático. Pretende darle al saber una función social, un fin práctico. Predica la posibilidad de modificar el mundo para adaptarlo a las necesidades humanas en lugar de ajustar perpetuamente la mente del hombre a los esquemas ideológicos del escolaticismo.
Hay un párrafo de Descartes que ilumina de modo perfecto la esencia del iluminismo. Merece ser reproducido:
«Pero tan pronto como hube adquirido ciertas nociones generales relativas a la física y comenzado a ponerlas a prueba en diversas dificultades particulares, he notado hasta dónde pueden conducirnos y cuánto diferían de los principios que se han usado hasta el presente, y creí que no podía mantenerlas ocultas sin pecar grandemente contra la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en tanto esté en nuestro poder; porque esas nociones me hicieron ver que es posible alcanzar conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, se puede encontrar una práctica por la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo en todos los usos a los cuales sean adecuadas, y hacernos así como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo que es de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos harán gozar sin ningún esfuerzo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino principalmente, también, para la conservación de la salud, que es sin duda el primer fundamento de todos los demás bienes de la vida, pues, el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo, que, si es posible [73] encontrar algún medio que haga comúnmente a los hombres más sabios y más hábiles que lo que han sido hasta aquí, creo es la medicina donde hay que buscarlo.» (Descartes, Discurso del Método, Parte VI.)
Este practicismo científico está en plena consonancia con los intereses de la burguesía, como ya hemos señalado. La ciencia, el racionalismo y las nuevas fuerzas económicas realizaban un trabajo conjunto, orientado a la destrucción de la ideología escolástica, que por estar basada en elementos de fuerte factura religiosa divinizaba y justificaba los privilegios feudales de la aristocracia medieval.
Y así se explican muchos de los formidables virajes científicos que se producen en los siglos XVI, XVII y XVIII. Bastará con un ejemplo: el orden social del medioevo, con su estratificación secular de clases, se encontraba ligado a la cosmogonía que colocaba a la tierra fija en un centro mientras el sol giraba alrededor de ella; la ciencia nueva, insurgente y revolucionaria, que aspiraba a eliminar ese orden social arcaico, destruye al propio tiempo tal cosmogonía y desde Galileo el punto de vista geocéntrico es rechazado y sustituido por el heliocentrismo, cuyas leyes habían de ser formuladas por Newton, como parte de la ley general de la gravedad, algún tiempo después.
Estos descubrimientos –y tantos otros bien conocidos, como el descubrimiento de la circulación de la sangre, la construcción del primer telescopio y del primer microscopio, &c.– suponían una unidad de métodos y una unidad de concepción del universo. Esos rasgos comunes del pensamiento de un grupo numeroso de filósofos, enumerados más arriba, nos permiten, pues, hablar de «iluminismo» como un cuerpo de doctrinas, como una masa perfectamente diferenciada de saber, como un punto de vista típico sobre los problemas epistemológicos, morales, sociales, psicológicos, &c., aunque es justo señalar también que entre estos pensadores había serias diferencias de opinión que aquí no podemos señalar.
Lo que ahora tenemos que investigar es el camino que estas ideas han recorrido para llegar hasta nosotros. A mi juicio el pensamiento nuevo penetra en nuestro país por tres sendas fundamentales: la francesa, la inglesa y la española.
«El Pacto de Familia, que rompió el aislamiento político de la isla en las guerras de Francia y España contra el resto de Europa desde principios del siglo XVIII, también abrió brecha en el aislamiento intelectual cubano porque los libros prohibidos y las nuevas ideas venían a bordo de las flotas de Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, que entraban en La Habana.» Tal dice en el prólogo de la obra Varela y la Reforma Filosófica en Cuba, de Antonio Hernández Travieso, [74] el Profesor Herminio Portell Vilá. (Ver págs. 10-11.) He ahí la vía francesa.
De otra parte la toma de La Habana por los ingleses aviva la fermentación ideológica existente ya en Cuba, como lo prueba la petición de Fray Juan Chacón al Rey sobre la necesidad de una cátedra de Física en la Universidad que data, según hemos visto ya, de 1761. Es evidente de todos modos que «las enseñanzas de la conquista de la «llave de las Indias» apresuraron en Cuba y en la misma España los esfuerzos del reformismo económico y cultural. En Cuba ya se comenzó a comprender que las conveniencias del país no eran las del «reino», que aquí había una «patria» y que sus destinos podían ser otros y mejores que los de España; en la Metrópoli se comprendió que había que cambiar de espíritu y de política económica o caer aún más en la impotencia». (Fernando Ortiz, La Hija Cubana del Iluminismo, en la Revista Bimestre Cubana, Vol. LI, Nº 1, pág. 12.) Esa es la vía inglesa.
Mas no puede olvidarse que también en España, desde los inicios del gobierno del déspota ilustrado Carlos III, rigen los ideales del nuevo espíritu. Y por ahí llegan también a Cuba algunos soplos de la brisa iluminista. Cierto que el retraso cultural de la Metrópoli era por esa época escandaloso. El Marqués de la Ensenada pudo afirmar en época no muy lejana a la que estamos historiando, durante el reinado de Fernando VI: «No sé que haya cátedra alguna de derecho público, de física experimental, de anatomía y botánica. No hay puntuales cartas geográficas del reino y de sus provincias, ni quien las sepa grabar, no tenemos otras que las imperfectas que nos llegan de Francia y Holanda. De esto proviene que ignoremos la verdadera situación de los pueblos y su distancia, que es una vergüenza». Cierto que las Universidades presentaban feroz resistencia a todo intento de reforma. Pero no es menos cierto que bajo la dura mano de Aranda, el «impío enciclopedista» –como lo llama Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles– el panorama cultural de España comenzó a variar. Por lo menos pudo servir de vehículo para que llegaran hasta nosotros, a pesar de las prohibiciones seculares, algunos resplandores del gran incendio, algunos reflejos de las «luces» que en Europa habían disuelto casi por completo las oscuras nebulosidades escolásticas.
Como bien señala don Fernando Ortiz en el artículo que acabamos de citar,
«Tras del Renacimiento, la Reforma y la Contrarreforma, el fuerte influjo de la Ilustración aspiraba a ser como una Reformación Nueva. Para la riqueza, el movimiento renovador debía significar una verdadera revolución: el fin de los privilegios territoriales y comerciales, el incremento de la producción agraria, el aprovechamiento de las técnicas mecánicas, la extracción de los recursos naturales, el ennoblecimiento y activación del trabajo, [75] el advenimiento de la burguesía y la supremacía del capital como fuerza capacitada para realizar progresos sociales. Para las letras el reflujo intelectual venía del racionalismo de la Enciclopedia, y por las vías de la Ilustración iba al «siglo de las luces» y del progreso. Se querían universidades, seminarios, ateneos, academias, periódicos, cátedras, escuelas públicas y más ciencia experimental y útil que autoritarismos aquietadores, escolástica ergotista y retórica engañosa y vocinglera.» (Ortiz, op. cit., pág. 14.)
Todos estos anhelos iluministas forman parte del programa que va a guiar la gestión reformista (y por ello profundamente nacionalista) del Padre José Agustín Caballero.
V José Agustín Caballero
Con la figura de José Agustín Caballero entramos de lleno en el examen de la revolución ideológica. No vamos a estudiar las incidencias de su vida. Trataremos, simplemente, de ubicarlo –con breves líneas– en nuestro panorama histórico.
Un ambiente de bélicos ardores preside sus orígenes. Desciende de una familia de militares. Y como si esto fuera poco nace en una ciudad que acababa de ser tomada por el enemigo tras una corta pero sangrienta batalla, en la ciudad de La Habana, el 28 de agosto de 1762, dos semanas justas después de la entrada de las tropas de Pocock y de Albemarle.
Pero nada de esto hace mella en la firme vocación de Caballero, quien desde muy temprano escogió el rumbo definitivo de su existencia: el sacerdocio. El mismo día de la fundación del célebre Seminario de San Carlos y San Ambrosio, el 4 de abril de 1774, ingresa en él nuestro biografiado. Desde entonces su vida se funde con la de esta institución, cuna –como ya hemos visto– de la transformación cultural que historiamos. Fue el primer expediente, el alumno más sobresaliente del Colegio. Su conducta era ejemplar. El Director del Seminario, Dr. Juan García Barreras, pudo decir sin exagerar en 1785, que Caballero era «la gloria del Colegio», «el primero entre muchos que han desempeñado la beca». A los 23 años era ya profesor de Filosofía en el mismo plantel donde había estudiado. Desde 1781 vestía hábitos clericales. Llevaba una vida modesta, recogida, tras los muros conventuales. Leía, estudiaba, enseñaba en la calma beneplácita de una atmósfera colonial, sin estruendos, sin aparentes resonancias. ¿Por qué entonces se le considera como el precursor máximo de la reforma ideológica? ¿Para qué hablar de este curita oscuro, maestro insignificante en un insignificante rincón de la América dieciochesca? Sobre esto conviene decir dos palabras. [76]
La historiografía cubana tradicional no ha querido tomar en cuenta los méritos de todos aquellos varones que humilde y calladamente prepararon el terreno para la profunda renovación de los valores filosóficos, educacionales y cívicos que experimentó Cuba en el primer tercio del siglo XIX. Hasta ahora Varela –el héroe– ha acaparado todos los lauros. Los demás –los precursores– han sido sistemáticamente olvidados. Y, sin embargo, cuando se examinan sin pasión los acontecimientos culturales más destacados del período que corre de 1761 a 1811 la conclusión brota inmediata y espontánea: la obra reformadora de Varela se levanta sobre bases previamente cimentadas. El Padre Caballero, a la cabeza de muchos otros, abrió senderos que facilitaron mucho la marcha del sucesor genial. A poner al descubierto algunos de esos gérmenes está dedicado este trabajo.
Por su nacimiento y sus vinculaciones encarnó como nadie José Agustín Caballero el espíritu, las ansias y los propósitos de la clase que daba tono al momento histórico. Y decididamente se lanza por ella a la palestra. Por ella sostiene un duelo peligroso, valientísimo, nada menos que con su superior jerárquico, el obispo Trespalacios. Este incidente, pintoresco y hasta humorístico, pero cuajado de secretos significados, merece unos instantes de recordación.
El Obispo de La Habana, don José Felipe de Trespalacios, representaba frente al ímpetu renovador de la burguesía criolla, a la reacción peninsular, saturada de resabios conservadores, antiprogresistas. Llegó a tener desavenencias tan serias con el General don Luis de las Casas, por oponerse a muchas de las medidas civilizadoras del célebre gobernador, que éste pensó deportarlo. Su política, desde puesto de tanta responsabilidad como el obispado, fue esencialmente obstruccionista. Se dedicó a cuajar de obstáculos las vías del movimiento de avance. Tenía –hay que reconocerlo– una enorme capacidad para la intriga y un instinto seguro para hallar la triquiñuela y la zancadilla más perturbadoras, más irritantes. Así, por ejemplo, echando mano de un olvidado artículo del Reglamento del Seminario de San Carlos, y con el solo propósito de impedir la asistencia del P. Caballero a las sesiones de la Sociedad Económica de Amigos del País, Su Señoría Ilustrísima ordenó que todos los catedráticos de este Colegio se recogieran todas las noches un cuarto de hora después del toque de ánimas. Caballero pudiera haberse dado por vencido. Una pelea con el obispo no era nada agradable en circunstancias ordinarias. Pero aquéllas no eran ordinarias circunstancias. Estaban frente a frente –aun en la pequeñez del incidente– no sólo dos sacerdotes, sino dos tendencias. Se había entablado un duelo entre las fuerzas nacionales del progreso y las fuerzas anticubanas de la represión. Y José Agustín Caballero lo saca de los muros del convento y lo hace cuestión de plaza pública. No hay que decirlo: la Sociedad Económica sale [77] inmediatamente a la defensa de su Censor, en carta elocuentísima, uno de cuyos párrafos, preñados de ironía y de altiva dignidad, por ser casi antológico, reproduzco a continuación:
«¿Qué daño –pregunta la Sociedad Económica al Obispo por boca de José de Arango– puede sobrevenir de que los Catedráticos de Colegios se recojan v. gr. a las diez de la noche? ¿Se escandalizará el público? No: porque está acostumbrado a ver Eclesiásticos en la calle a esa hora; y por que está edificado de ver a los Religiosos más observantes, que concurran a la Sociedad. ¿Se corromperán acaso las costumbres de los colegiales por que sepan que nuestro Censor se recogerá en los jueves media hora más tarde por desempeñar la confianza que ha debido a una Sociedad Económica? ¡Ah!... No arrebate V. S. I. a esos tiernos corazones el ejemplo benéfico, la lección interesante que les dan sus Maestros sacrificando su reposo al Patriotismo. Permítales V. S. I. que conozcan, que hay una Madre Patria a quien amar y servir; y que sonando cada ocho días el cerrojo de la puerta del Colegio más tarde que lo ordinario, sirva este bronco ruido, ya que no lo hace una voz más persuasiva, a advertirles, que a aquella hora se ha acabado una Junta de hombres honrados, que se unieron sólo para hacer bien a sus semejantes.»
Claro que a la postre –tras una serie de peripecias que no podemos detallar aquí– pudo Caballero asistir a las reuniones de la Sociedad Económica. Fue una victoria de lo moderno sobre las viejas anquilosis. La escaramuza puso además al descubierto un flanco firme de resistencia escolástica: el obispado. Para fortuna de las nuevas ideas –y tal vez como consecuencia de éstos y otros choques con Trespalacios– la silla obispal de La Habana fue ocupada poco después por un prelado ilustrado, dueño del saber de los tiempos, que prestó firme colaboración a los criollos en el empeño de barrer los resabios, fórmulas y conjuros del viejo escolasticismo. Me refiero al célebre eclesiástico don José Díaz de Espada y Landa, uno de los impulsores de la reforma cultural cubana, figura de influencia decisiva en nuestra evolución intelectual. No fue, por tanto, tan inútil para el desarrollo de la cultura burguesa la polémica que en 1796 sostuviera un obispo con un cura sobre la hora en que debían irse a la cama los maestros de un Seminario.
A) El criticismo de Caballero
Ya hemos dicho que el primer paso en la revolución ideológica que conmueve los cimientos del viejo escolasticismo criollo ha de ser el reformismo. Pero no debe olvidarse que reformar es criticar. La labor reformista de Caballero se ejerce fundamentalmente a través de la crítica. La ejerce sobre [78] el material humano, al que pule de acuerdo con desusadas reglas. Y en ocasiones la tarea crítica salta los muros silenciosos del claustro y de las aulas y se vierte en la prensa, rechazando con valor los residuos escolásticos con el arma afiladísima de una ironía que en ocasiones linda con la crueldad. Bastará con un ejemplo.
Cuando el Dr. Ignacio José de Urrutia y Montoya publica en La Habana su Teatro Histórico, Jurídico, Político, Militar de la Isla Fernandina de Cuba, don José Agustín lo recibe con una crítica mordaz.
«Los títulos de los libros –dice en ella– deben ser tan claros, sencillos y naturales que a la primera vista entienda cualquiera la materia que contiene; es ridícula pedantería encadenar cuatro o cinco adjetivos, cada uno con su esdrújulo corriente, para comprender en el solo título todas las materias, aun las más menudas que se traten en el discurso de la obra, y he ahí el primer vicio del Teatro histórico, jurídico, político, moral, cronológico, legal: bastaría haber dicho: Historia de la Isla de Cuba y en especial de La Habana y el más topo hubiera quedado impuesto, sobre la marcha, del Escopo, de la obra y del obrero. Cuando leí esos títulos rimbombantes de Teatro histórico, &c., me acordé de la trisca que hizo cierto escritor de nuestra nación de una obra titulada: Anfiteatro de la sabiduría eterna única verdadera, Christiano-Cabalístico, Divino-mágico, físico-chímico, unitrino Cathólico, fabricado por Henrico Conrash; se parecen bastante, con la diferencia, que el uno es Teatro y el otro Anfiteatro, el uno se fabricó en el tiempo de mis rebisabuelas, y el otro en los últimos días del siglo ilustrado...»
Y en otro párrafo, no menos hiriente, exclama:
«¡Qué pesado está el prólogo! cuando creí hallar en él una noticia breve, pero clara, de la organización de la obra y de los puros manantiales en que bebió el historiador, me encontré con una carta, mejor dicho, con una folla de latín y español, un revoltillo de Séneca y San Mateo; de San Juan y Ovidio; del Eclesiástico y del Arte amandi, de Jeremías, Terencio, Horacio, Ausonio, Tito Calpurnio y Halicarnaso; unos empujando a otros, porque no caben; baste decir que he contado en el prólogo 64 textos latinos y 37 españoles; ¡cómo llueven versos, elogios de la abogacía, disertaciones judiciales, cotejo de reales cédulas, consultas de un cierto abogado, fuero activo y pasivo de los militares, y anécdotas sobre la vida del autor! Ni de propósito se hubiera mejor prólogo macarrónico.»
Como puede notarse, estamos ante una crítica formal, tal vez un tanto preceptista. Pero no venía mal, en aquellos momentos, un poco de retórica. El pensamiento nuevo de una nueva clase hervía en secreto. Buscaba cauces por donde correr en busca de su forma. Caballero traía poco de nuevo. Pero podaba sin misericordia todo lo arcaico, todo lo que llevara en su seno el sello del pasado. Más que abrir un camino, se limitaba a indicar un rumbo. [79]
Pero no quiso Caballero resignarse a realizar tan sólo labor de crítica, tarea siempre ingrata por lo que tiene de negativa. Quiso también construir, levantar obra positiva, de pura creación individual. Ya vimos cómo en 1785, aun casi adolescente, asciende al cargo de Profesor de Filosofía –o Artes, como se decía por aquel entonces– del Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio. En vez de dedicarse al disfrute rutinario de la cátedra Caballero se dedica a innovar. Si hasta ese momento las corrientes del pensamiento moderno se conocían y comentaban en Cuba bajo cuerda, ahora dan un salto y aparecen abiertamente ante los ojos de todos. El nuevo profesor del Seminario hace resonar por primera vez en nuestras aulas los nombres y las ideas de Locke y Condillac, de Bacon y Newton.
La tarea reformista del Padre Caballero presenta doble faz: de un lado, el plan de renovación de nuestra enseñanza superior; del otro, la introducción de nuevas ideas mediante su labor de cátedra que culmina con la redacción, en 1797, de un texto que muestra ya claramente las huellas de las influencias modernas.
B) Renovación de la enseñanza
Al igual que sus dos precursores inmediatos, el Padre Chacón y el Obispo Hechavarría, Caballero comprende que el primer obstáculo que cierra el paso a la reforma necesaria del pensar, es la estructura mohosa e infecunda de nuestra enseñanza secundaria y superior. Propone, por eso, como paso previo, la modificación del sistema de enseñanza imperante. «El sistema actual de la enseñanza pública –dice en su Discurso Pronunciado en la Clase de Ciencias y Artes de la Sociedad Patriótica de La Habana– retrasa y embaraza los progresos de las artes y de las ciencias, resiste el establecimiento de otras nuevas, y por consiguiente en nada favorece las tentativas y ensayos de nuestra clase...» Son palabras doloridas, que resuenan con cierto timbre de cercanía, de actualidad. Tienen aún –confesémoslo aunque sea duro– casi estricta vigencia.
La renovación que Caballero propone habría de presentar tres aspectos:
Primero, supresión del método escolástico; segundo, empleo del español en la cátedra y en los textos; tercero, implantación de la enseñanza científica con cursos de Química y Física.
a) En la guerra contra el escolasticismo participó activamente. Ya hemos visto cómo este movimiento contra la ideología medieval se lanza a la plaza pública con la redacción de los Estatutos del Seminario y se continúa en la prensa oficial, en el mismísimo Papel Periódico. Allí publicó Caballero el 1 de marzo de 1789 un artículo –desgraciadamente perdido– pero [80] cuyo título basta para probar que su autor ocupaba un puesto de vanguardia en la lucha contra la escolástica estéril y formulista de su tiempo. Según apunte del señor Escoto el artículo llevaba por título: Literatura: Inventiva contra el Escolasticismo.
En el discurso Ciencias y Artes ya citado habla despectivamente del «método antiquísimo de las escuelas» y llega a exclamar: «¿Época gloriosa y saludable aquella en que nosotros o nuestros descendientes lleguen a ver reformadas las academias públicas, y oír resonar en sus ámbitos los ecos agradables de la buena literatura y de los conocimientos esenciales de las ciencias y las artes, sustituidos a la antigua jerga y a las sonoras simplezas del rancio escolasticismo». (Subrayado por mí, J. C.)
¿No queda bien a las claras el carácter antiescolástico de la prédica pedagógica del Padre Caballero?
b) Reducir el latín a sus justos límites era otra de las grandes necesidades del momento. Ya en el discurso tantas veces citado se expresa que la Sociedad Económica trató por aquella época (1795) «de perfeccionar la enseñanza de la gramática latina promoviendo nuevas honras a sus preceptores y establecer que éstos insensiblemente fuesen comunicando a sus discípulos algunos rudimentos de la lengua española...» Como se ve la proposición es todavía tímida. Varela habría de ser mucho más radical. Aun así, el paso de avance hubiera sido grande de haberse puesto en práctica el proyecto. Pero, según nos informa el mismo Caballero, a pesar de que casi todos los superiores de las casas de estudio «contestaron aplaudiendo la utilidad de los proyectos», se excusaron de no poder cumplirlos, confesándose «no autorizados para alterar el plan a que les sujetan sus respectivas constituciones». Lo que llevó a Caballero a pronunciar las siguientes palabras: «He aquí, amigos, por lo que dije y repito, que no pende de los maestros el atraso que tenemos en las ciencias y en las artes, y he aquí también la razón en que me fundo para esperar, que pues este papel contiene ideas análogas e idénticas a las suyas, ellos mismos, lejos de censurarme, auxiliarán con sus sufragios y contribuirán con sus luces a esta feliz y deseada revolución.» Se tiende hábilmente la mano en busca de apoyo...
El 14 de septiembre de 1796, dirige el Padre Caballero a Su Majestad, una representación solicitando la creación de «una cátedra... en donde se enseñe el conocimiento radical de nuestra lengua...». Ese documento nos indica que la Sociedad Patriótica, para hacer posible el adelanto de nuestro idioma «dirigió oficios públicos a los superiores de las casas de estudios para que los preceptores de latinidad se tomasen el trabajo de interponer algunos rudimentos de gramática castellana con los de la latina...»
Esa representación comienza con estas palabras:
«Uno de los objetos sobre los que ha puesto su mirada la Sociedad [81] Patriótica de La Habana es el establecimiento de una escuela de gramática castellana. A imitación de los antiguos griegos y romanos, que, no contentos con el uso, aspiraban a perfeccionar su idioma por medio del arte, aspira también la Sociedad a que la juventud americana, instruida metódicamente en los fundamentos de la lengua, llegue algún día a hablarla con dignidad y elocuencia...» Es evidente que en el combate por la deportación del latín y la legalización del castellano, Caballero supo pelear desde las primeras trincheras.
c) No se queda, sin embargo, atrás en el tercer aspecto de la renovación: la creación de cátedras de ciencias naturales, sobre todo de Física y Química. Lo que se pretende con este paso es balancear nuestra educación excesivamente literaturesca e imaginativa, con el contrapeso de una enseñanza basada en la observación y el cálculo. Tenemos que volver al famoso discurso titulado Ciencias y Artes. Allí se queja Caballero de que «entre la multitud de casas de enseñanza pública que se encuentran en esta ciudad, no hay una que instruya en un solo ramo de matemáticas, en química, en anatomía práctica...». Y en otro discurso sobre el mismo asunto protesta contra el «método antiquísimo de las escuelas» que «se mantienen tributarias escrupulosas del Peripato y no enseñan ni un solo conocimiento matemático, ni una lección de química, ni un ensayo de anatomía práctica...». No es necesario insistir. La participación de Caballero en este otro elemento del reformismo queda plenamente probada.
C) Caballero y la revolución filosófica
Pasemos ahora al segundo capítulo de la tarea reformadora de Caballero: a la introducción de las nuevas ideas mediante su labor de cátedra. El tema es extraordinariamente sugestivo, apasionante. Pero aquí no podemos sino rozarle brevemente la periferia.
En 1797 Caballero inició su curso de Filosofía haciendo estudiar la Lógica a sus alumnos en un nuevo texto redactado por él. Llevaba el título de Philosophia electiva ad usum academicos accommodata. Un ejemplar manuscrito del mismo se encuentra en poder del Dr. Francisco de Paula Coronado. No hemos logrado acceso a él. Nos vemos así obligados a recurrir a fuentes de segunda mano para escribir estas páginas. Sobre todo el célebre opúsculo de José Zacarías González del Valle titulado «De la Filosofía en La Habana», que ya hemos tenido ocasión de citar. Sigamos punto por punto –ya que nos está vedado cualquier otro camino– la exposición de González del Valle. Y señalemos luego, para terminar este capítulo, algunas de las influencias modernas más notables que pueden observarse en la obra de Caballero:
a) La obra: [82]
«Precede a las materias del cuaderno –dice González del Valle– una noticia compendiosa de los sistemas antiguos y modernos, con corta diferencia igual a la del libro del Sr. Varela; y entrando en el asunto, así que divide la Lógica según el estilo de la época en natural y artificial, docente y utente; fija el orden con que ha de tratarla, por el de las tres operaciones fundamentales del entendimiento, maravillando el buen método con que el resto de la obra se mantiene fiel a este plan.» (González del Valle, op. cit., pp. 116-117.)
¿Cuáles son estas tres operaciones fundamentales del entendimiento? Para Caballero las siguientes: «la aprehensión, llamada asimismo forma intelectual del objeto, imagen espiritual, ejemplar, especie impresa y voz de la mente o idea; el juicio o conocimiento de una cosa afirmando o negando algo; y discurso, por el cual, de uno o muchos juicios deducimos otro».
Ahora bien, de estas operaciones ¿no habrá alguna que preceda a las demás? Caballero contesta afirmativamente con estas palabras que cita textualmente González del Valle: «el entendimiento comienza por aprehender o percibir el objeto formando ideas; en segundo lugar, juzga de él, afirmando o negando; y tercero, infiere de uno o muchos juicios su enlace con otros.»
Inmediatamente ataca Caballero uno de los problemas más espinosos de la Filosofía: el origen de las ideas. De acuerdo con el testimonio del autor que nos guía, Caballero dividió las ideas por razón de su origen en tres tipos: 1) Adventicias; 2) facticias y 3) innatas. Luego veremos la importancia de este dato. Sigamos: «Trata de las (ideas) simples y de las compuestas, de las universales y las particulares, diciendo al hablar de las universales y las particulares, diciendo al hablar de las universales que se forman por abstracción, cuando el entendimiento sube de lo particular a lo general, con cuyo motivo afirma que los tipos universales de las cosas no existen en parte alguna, siendo otras tantas abstracciones». Otro dato de interés para marcar las huellas que el pensamiento moderno dejó en el presbítero.
No podía, por supuesto, faltar el capítulo sobre las categorías. Caballero coloca a la cabeza de las mismas al ente, dividiéndole en «substancia y accidente, o como dicen los modernos, en cosa y modo. Substancia es lo que subsiste por sí; accidente lo que por sí no puede subsistir». (Estas últimas palabras son del mismo Caballero, traducidas por González del Valle.) Luego se pierde en la clasificación aristotélica de las categorías, con sus interminables subdivisiones y desmembraciones, terminando el capítulo con estas palabras: «Pero casi todos los modernos han comprendido también y acaso con más sabiduría, cuanto hay en el mundo en el siguiente dístico:
Mens, Mensura, Quies, Motus, Positura, Figura Sunt cum Materia cunctarum exordia rerum.» [83]
La segunda parte está dedicada al estudio de los juicios y a las proposiciones que los significan. «Expone –sigue diciendo González del Valle– las propiedades de estas definiciones y sus circunstancias, terminando con las faltas de los juicios y sus remedios.» Y a continuación incluye el mismo autor el siguiente párrafo, traducido por él directamente del cuaderno de Lógica del Padre Caballero: «Por cuanto la mente usa mucho de los sentidos no como ministros cuyos defectos debe corregir, sino como nuncios en quienes confía demasiado, y más que en las reglas con que se mide el conocimiento de las cosas; nace de ahí que nuestros juicios se extravían y nos engañamos».
Dedica Caballero la tercera parte al estudio del discurso o raciocinio y a la argumentación, a la que divide en dos tipos: a priori («en la que el antecedente es la causa o raíz del consiguiente») y a posteriori (en la que sucede lo contrario). Se indican los principios de la argumentación positiva y negativa con sus diversas clases, dedicándose, como era de esperarse, especial atención al silogismo. En este punto se desprende Caballero de buena parte del lastre escolástico con estas palabras: «Tocaba ahora hablar de las figuras y modos del silogismo, y de su reducción a uso de los escolásticos; pero no siendo esto preciso para argüir bien y estando sus reglas fabricadas ad libitum por sus autores que inventaron al efecto voces confusas y bárbaras; con mejor acuerdo las hemos dejado a un lado». (Citado por González del Valle, op. cit. pág. 122.) Son palabras de gran importancia. Una verdadera sublevación contra las viejas tradiciones del pensamiento y de la enseñanza cubanos.
Entra en seguida el autor al examen de las reglas universales para conocer los buenos y los malos silogismos, hace resaltar los vicios fundamentales de la argumentación y enumera los más corrientes: petitio principii, secundur quid, &c. y concluye la Lógica dando una idea breve y resumida del método analítico-sintético, incluyendo luego a modo de apéndice «infinitos argumentos en forma y materia acerca de varios lugares de su Lógica y de la Filosofía». (González del Valle, op. cit. pág. 125.)
El autor que venimos siguiendo termina su exposición de las ideas del ilustre reformador de nuestra Filosofía y de nuestra enseñanza, traduciendo y copiando todo un párrafo de su obra, que por la importancia que tiene reproducimos literalmente a continuación:
«Del Criterio de lo Cierto y lo Falso
Hay ciertos caracteres llamados criterios de la verdad, porque sirven para diferenciar lo verdadero de lo falso, sobre los que es varia la opinión de los filósofos. Epicuro estableció tres, el sentido, las ideas recibidas por ellos, [84] las pasiones o apetitos para lo moral. Asclepíades sólo puso el sentido. Anaxágoras y los Pitagóricos la mente. Platón y los más de sus sectarios fundaron las ideas innatas, reproducidas por Descartes: Cippo y Jenócrates asignaron por criterio a las cosas sensibles los sentidos, a las racionales el entendimiento, así pensó Aristóteles, enseñando empero ser la inteligencia el principal. Descartes fijó esta regla, que en la vida había de dudarse aún de lo manifiesto y evidente: después escribió que el principio de toda verdad y de toda filosofía era: pienso, luego existo; estableciendo por último como criterio que cuanto clara y distintamente se concibiera era cierto.
Algunos modernos y los peripatéticos ponen en evidencia el criterio, sentando que lo comprendido en la idea clara y distinta de alguna cosa, se debía certísimamente afirmar de ella. Huet tuvo por criterio la locución de Dios. Espinosa la razón humana; Malabranche juzga que la inteligencia se une esencialmente con Dios, y todo lo ve en él, siendo su luz el criterio de la verdad: pero nosotros pensamos que el entendimiento instruido en las reglas lógicas es bastante capaz para distinguir lo verdadero de lo falso.» (Citado por González del Valle, op. cit. pp. 124-125.)
b) Las influencias:
La filiación iluminista del pensamiento de Caballero –si por Iluminismo entendemos lo que más arriba expusimos y lo remontamos a los días de Descartes y Gassendi– no puede ponerse en duda. Cierto que Manuel González del Valle le achaca «algún resabio de antiguallas en doctrinas y en el modo de presentar las objeciones y contestarlas». Pero no debe olvidarse que Caballero es un hombre de transición. El suyo es el primer esfuerzo serio por arrancar de nuestra vida intelectual las viejas tendencias escolásticas y sustituirlas por las del pensamiento moderno. Lo confirma el propio González del Valle cuando nos afirma que en Caballero había «mucho de Port-Royal». Y ya sabemos hasta dónde fue innovador el jansenismo.
El Iluminismo de Caballero se muestra –dentro del estricto campo filosófico– con total evidencia, en la fe con que mira los poderes de la razón humana. Si al examinar el problema del origen del conocimiento muchos pensadores iluministas ocuparon posiciones contradictorias, oscilando desde el racionalismo inmanente de Descartes y Leibniz hasta el empirismo de Locke y Hume y el sensualismo de Condillac, en un punto hubo en todos ellos convergencia absoluta: en la confianza hacia la razón humana. Rechazando por igual –mediante una firme posición crítica– el optimismo dogmático y la desesperación escéptica, Caballero junto con Descartes y Leibniz, con Locke, Hume y Condillac afirma la posibilidad de conocer y la existencia de una verdad que hay que buscar por vía racional.
Nos hemos detenido un tanto en este asunto porque queremos dejar sentada una apreciación fundamental: el eclecticismo de Caballero no lo excluye [85] de las filas iluministas, porque dentro de esas filas nos encontramos frecuentemente con vigorosas divergencias en distintos problemas. Y en lo que se refiere al origen del conocimiento podemos hallar dentro del marco general de la época de las «luces» dos posturas básicas, como ya hemos señalado: racionalismo y empirismo. ¿De qué lado se inclina Caballero? Es muy difícil, con los breves apuntes y cortas citas aportadas por González del Valle, contestar esta pregunta. Es evidente, sin embargo, que Caballero adoptó una postura intermedia, ecléctica. Por una parte acepta la teoría de las ideas innatas, con lo que se acerca al racionalismo inmanente cartesiano. Por otra parte acepta la posibilidad del conocimiento por vía sensorial, aunque con desconfianzas y limitaciones. Recordemos el párrafo de su Philosophia electiva ad usum academicos accommodata que copiamos más arriba: «Por cuanto la mente usa muchos de los sentidos no como ministros cuyos defectos debe corregir, sino como nuncios en quienes confía demasiado, y más que en las reglas con que se mide el conocimiento de las cosas; nace de ahí que nuestros juicios se extravían y nos engañamos». El carácter exacto de esta posición intermedia sólo podrá desentrañarse cuando el investigador tenga acceso al texto del Padre Caballero.
Una cosa me parece a mí, de todos modos, absolutamente clara. Es la influencia decisiva de la filosofía cartesiana en la obra de nuestro presbítero. Por lo pronto éste adopta, sin modificación alguna, la clasificación de las ideas defendidas por el pensador francés. Prueba al canto: en la Meditación III encontramos la clasificación de Descartes. Vale la pena copiar el párrafo:
«Pues bien: entre esas ideas unas me parecen nacidas conmigo, y otras, extrañas y oriundas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues si tengo la facultad de concebir que sea lo que, en general se llama cosa, o verdad, o pensamiento, paréceme que no lo debo sino a mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento el calor, he juzgado siempre que esos sentimientos procedían de algunas cosas existentes fuera de mí; y por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras fantasías por el estilo son ficciones e invenciones de mi espíritu...»
Ahí tenemos la fuente de la clasificación de las ideas ofrecida por Caballero en adventicias, facticias e innatas. Unas nos vienen del exterior. Otras las fabricamos nosotros mismos. Otras, en fin, traemos con nosotros desde el nacimiento y nos acompañan a la tumba. Sería interesantísimo poder saber de qué modo las definía el presbítero. Queda para cuando logremos acceso al texto.
Es indudable, por otro lado, que sufrió también Caballero la influencia del empirismo de Locke. Según el testimonio de Luz Caballero el célebre profesor del Seminario conocía y enseñaba las doctrinas de Locke, Condillac, [86] Bacon y Newton. De todos ellos el que parece haber dejado huella más profunda sobre el cubano fue el primero. Así lo deja entrever González del Valle al examinar la tesis sostenida por Caballero sobre el papel de la abstracción en la formación de los universales.
D) Pensamiento político de Caballero
Una breve nota sobre el pensamiento político de Caballero nos permitirá redondear la imagen de su sistema ideológico. No debe sorprendernos encontrar en este hombre un nuevo matiz. Desbordaba él los límites de lo individual. Era un líder. Uno de los dirigentes de la burguesía criolla, que al alborear el siglo cobraba conciencia política. Esto explica que saliera abiertamente a la pública palestra.
El pensamiento político cubano del siglo XIX opuso al integrismo recalcitrante de los españoles y de los cubanos españolizantes dos grandes corrientes ideológicas: el Reformismo, con gran variedad de matices que corren desde el Asimilismo hasta el Autonomismo; y el Separatismo, que presentó dos variedades fundamentales: el Anexionismo y el Independentismo. En los primeros años del siglo se manifiestan sólo las corrientes de tipo reformista. El asimilismo, por ejemplo, fue durante algunos años doctrina oficial. Por Real Orden de 22 de enero de 1809 fueron llamados al seno de la Junta Central los diputados de América, por considerar «que los vastos y preciosos dominios que España poseía en las Indias no eran propiamente colonias o factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española».
La contribución del Padre Caballero fue, sin embargo, de carácter autonomista. Y era explicable. Fuerte tendencia hacia la autonomía se evidenciaba en el país desde fines del XVIII. ¿Qué otra cosa podría significar la obra de Arango y Parreño, del Ayuntamiento de La Habana, de la Sociedad Patriótica, del Consulado de Agricultura, Industria y Comercio? Los propios informes de Arango ¿no evidenciaban –como sagazmente apunta Ramiro Guerra– «la superior capacidad de los hijos del país para estudiar los problemas de éste y buscar soluciones adecuadas a los mismos»? La clase acomodada de burgueses criollos, aunque nadie hablara aún de gobierno autonómico, mostraba una inclinación cada día más vigorosa a participar en la solución de los problemas que afectaban a nuestra Isla.
Es precisamente Caballero quien da el paso de avance. En 1811, por medio del diputado Andrés Jáuregui, presenta en las Cortes españolas un proyecto de gobierno autonómico. En síntesis, se limitaba a proponer en él la creación de un Consejo Provisional de la Isla de Cuba integrado por veinte vocales, exigiéndose la presencia de doce para celebrar sesión. Este [87] Consejo elegiría un Presidente y Ministros para despachar los asuntos administrativos. En caso de asistir el Gobernador a sus sesiones tendría el derecho de presidirlas. De cualquier forma este Consejo habría de colaborar con el Gobernador, que ostentaría la representación del Monarca y deliberaría sobre los problemas económicos y políticos que afectaban al país.
El proyecto declara expresamente la necesidad de «alterar nuestra antigua constitución lo necesario para que no puedan los delegados de la autoridad abusar de su poder. Es necesario substituir el miserable sistema que desde la conquista sacrificó los grandes y naturales recursos de estos vastos dominios al interés privado de un gremio... En estado tan crítico –sigue diciendo– la salvación de la Patria exige más que nunca hacer justicia a las Américas, y concederles lo que no se les puede negar sin injusticia». Hay elocuencia en estas líneas. En ellas se esconde el germen de lo que habrá de venir: el separatismo. Pero su sustancia es todavía conservadora, estricta mente reformista. Piden modificación, cambio, sustitución. Rezuman además, como ya ha anotado Chacón y Calvo, «un sentido profundamente liberal»: limitemos los poderes para dejar hacer, para dejar pasar... Toda la historia cubana del siglo XIX se condensa germinalmente en ese documento.
Vista a la luz del presente y con mirada marxista ¿cómo podemos valorar la obra de José Agustín Caballero?
Es evidente que examinando de cerca esta obra le encontraremos más de una arista negativa. Si las mostramos aquí no es con el propósito de empequeñecer sus méritos indiscutibles, ya que, en definitiva, de sus limitaciones no es Caballero responsable porque como señalara Marx «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y trasmite el pasado». (Carlos Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1941. pág. 7.)
¿Cuáles son, pues, los aspectos negativos de la obra de Caballero?
En primer lugar el eclecticismo de su doctrina que, como ya vimos, no fue capaz de soltar las viejas amarras en el afán de defender a toda costa su ortodoxia. No pudo Caballero eliminar totalmente el mundo ideológico que le precedió. Tuvo el valor de negar su eficacia, de combatirlo con firmeza. Pero a la hora de aportar ideas con que sustituirlo tropezó con dificultades enormes. De ahí los numerosos residuos escolásticos que aparecen en su obra.
Otro matiz negativo de la gestión de Caballero es su carácter exclusivista. Luchó por extender la cultura, pero sólo dentro del círculo de la burguesía y de las capas comprendidas en su órbita. Un estrecho criterio clasista lo condujo a aceptar la regresiva opinión esclavista según la cual el sector más [88] numeroso de la población cubana, constituido por los negros esclavos y demás grupos sociales depauperados, debía contentarse con la educación autorizada por la Real Cédula, de 31 de mayo de 1789, que al respecto disponía: «Todo poseedor de esclavos, de cualquier clase y condición que sea, deberá instruirlos en los principios de la religión católica, y en las verdades necesarias para que puedan ser bautizados dentro del año de su residencia en mis dominios, cuidando que se les explique la doctrina cristiana todos los días de fiesta de precepto...».
Conviene, sin embargo, señalar, antes de concluir, que la obra de Caballero presenta también numerosos relieves positivos. Recordemos unas palabras de la Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S. (página 18) : «Los grandes hombres pueden realmente llegar a ser grandes cuando sus ideas y sus deseos traducen acertadamente las necesidades del desarrollo económico de la sociedad, las de la clase avanzada... Los héroes, los grandes hombres pueden desempeñar un papel importante en la vida de la sociedad sólo en la medida en que sepan comprender acertadamente las condiciones del desarrollo de la sociedad, comprender cómo modificarlas para mejorarlas». Podemos afirmar sin temor que este tipo de hombre fue Caballero. Tradujo acertadamente en su obra las «necesidades del desarrollo económico de la sociedad» cubana, las de su clase avanzada, la burguesía criolla. Y ya sabemos que esta clase desempeñó un papel progresivo en nuestro siglo XIX, haciendo avanzar a nuestra patria grandes trechos históricos. En consecuencia, la obra filosófica y pedagógica de José Agustín Caballero puede considerarse en general como positiva para el ulterior desarrollo de la cultura y la sociedad cubanas.
VI Juan Bernardo O'Gavan
Todavía nos queda por examinar un eslabón de la cadena que culmina con la obra de don Félix Varela. Se trata de una figura tradicionalmente despreciada: don Juan Bernardo O'Gavan. Su postura reaccionaria en el incidente famoso de la Academia Cubana de Literatura ha nublado sus anteriores méritos. Es hora de poner las cosas en su justo lugar.
O'Gavan es santiaguero. Estudia en el Seminario de San Basilio, donde terminó la carrera de Artes, tomando luego cursos de jurisprudencia civil y canónica. A los diez y seis años se trasladó a La Habana, en cuya Universidad se graduó de Bachiller en Sagrados Cánones en 1802, de licenciado de la misma materia al año siguiente y de Maestro en Artes en 1805. En el mismo año se ordenó de sacerdote en el Obispado de La Habana. [89]
Fue gran amigo del Obispo Espada, quien «siempre se reclinaba en él cuando cansado», según el decir de Calcagno. Lo fue también de Varela, al extremo de que muchos opinan que era él y no Luz el famoso Elpidio de las Cartas sobre la Impiedad y el Fanatismo.
Dos hechos bastan, sin embargo, para afiliarlo definitivamente al movimiento de reforma que se desarrollaba por entonces en el país: a) fue miembro de la Real Sociedad Patriótica desde septiembre de 1804; b) después de desempeñar interinamente la cátedra de Filosofía del Real Seminario de San Carlos, la obtiene en propiedad mediante oposiciones en 1805.
¿Cuál fue el tono de la enseñanza de O'Gavan en el Seminario? ¿Continuó por la senda que había abierto Caballero? ¿Retornó acaso a las pautas escolásticas tradicionales? ¿Presentó ante su alumnado las nuevas ideas? Los datos de que disponemos para contestar estas preguntas son limitados. Contamos, de todos modos, con el testimonio de Varela, que es determinante. En la célebre carta dirigida a sus discípulos de La Habana don Félix escribe estas palabras de gran valor aclaratorio: «Puedo decir que cuando estudió filosofía en el Colegio de San Carlos de La Habana era cousiniano, y que antes lo fueron todos los discípulos de mi insigne maestro el Doctor don José Agustín Caballero, que siempre defendió las ideas puramente intelectuales, siguiendo a Jacquier y a Gamarra. El señor O'Gavan, que le sucedió, y con quien acabé mi curso de Filosofía, varió esta doctrina, admitiendo lo que ahora con un terminito de moda llaman sensualismo, y yo que le sucedí en la cátedra, siempre lo enseñé, aunque sin tanto aparato.»
Como se ve, O'Gavan avanza un paso sobre los planteamientos de Caballero. En el terreno de la gnoseología abraza las manifestaciones más radicales del pensamiento de su época. El sensualismo que constituye, como ya tuvimos ocasión de apuntar, el ala izquierda del movimiento empirista, fue enseñado por primera vez en Cuba desde la cátedra de Juan Bernardo O'Gavan en 1805. Esa gloria será suya perpetuamente, sin que pueda quitársela la condenable actitud que asumió frente al progreso cultural y político del país en 1834.
Su amor por las nuevas ideas lo colocó a veces en situaciones difíciles. Veamos un ejemplo:
En 1807 la Real Sociedad Patriótica comisiona a O'Gavan, «a propuesta de su Director, el Ilmo. Sr. Obispo Diocesano, para pasar a Madrid a expensas del referido Sr. Ilmo., con objeto de instruirse en el nuevo método de Enrique Pestalozzi para la instrucción elemental de la juventud, y difundir en esta ciudad los conocimientos que adquiriese.» (Notemos la confianza depositada por Espada en el joven sacerdote santiaguero.) Espada «a nadie chiqueaba», según expresa Varela en carta a Luz. Pero tampoco elevaba a quien no lo merecía. Permaneció el comisionado varios meses en la Península. [90] Y a su regreso, en la sesión del 12 de diciembre de 1808, leyó ante la Sociedad patriótica el informe en que exponía las resultas de su labor. La Sociedad, después de testimoniarle al autor su agradecimiento por el celo con que había desempeñado su misión, acordó la publicación de la memoria.
En ella se reconocen los errores en que habían incurrido los pestalozzianos españoles, extendiendo demasiado el Instituto, «añadiendo cada día nuevos ramos científicos como si Pestalozzi se hubiera propuesto formar enciclopedistas». Y señala que el fracaso final se debió fundamentalmente a la fermentación política que conmovía a la sociedad española por aquellos meses. «El sacudimiento general que turbó a nuestro gobierno supremo, derribando al mismo tiempo los principales personajes que habían favorecido el Instituto de Madrid, fue el último golpe que sufrió en España la doctrina de Pestalozzi.»
A pesar del indudable interés de tales empeños de reforma educacional, lo más importante para nuestro actual propósito es un párrafo de esta memoria, injustamente olvidada. Es el siguiente:
«En cuanto a las ventajas del método, nadie ha podido negarlas, aunque muchos han procurado oscurecerlas. Los tres meses que invertí observando las salas del instituto de Madrid fueron en realidad muy corto tiempo para dirigir mi atención a los diversos ramos que abrazaba; mas sin embargo toqué los prodigiosos efectos con que el método analítico, que es el fundamento del pestalozziano, se recomienda para ser referido en la dirección de las facultades intelectuales. Locke y Condillac, estos dos sabios ideólogos abrieron el camino a Pestalozzi; y vimos al cabo por unas pruebas sensibles, por un sistema práctico de enseñanza, los felices resultados que prepararon las especulaciones de aquellos dos genios inmortales. Así que nadie podrá atacar el plan de Pestalozzi sin declarar al mismo tiempo la guerra a las preciosas verdades que nos han dejado consignadas en sus escritos el profundo Locke y el admirable Condillac.» (Publicado en la Revista Cuba, tomo V, págs. 122-124, como apéndice a un trabajo de don Joaquín Francisco Pacheco sobre la vida de O'Gavan.)
En seguida vamos a analizar como se merece el sustancioso párrafo. Antes queremos reseñar el incidente que la publicación del mismo promovió. Ilumina extraordinariamente el paisaje cultural de Cuba al comenzar el siglo XIX. Y hace clara, evidentísima, la decisiva influencia del Obispo Espada en el desarrollo intelectual de nuestro país.
Cuando la memoria llegó a Méjico un periódico de esa ciudad la insertó en sus columnas. La inquisición de Nueva España, entrando inmediatamente en acción, ordenó «a todas las personas que tuvieran el diario de esta capital de 21 de febrero del presente año en que publicamos el informe que dio don Juan B. O'Gavan a la Sociedad Patriótica de La Habana, lo borren desde el período que empieza: Locke y Condillac hasta el párrafo segundo». [91]
En cuanto se tuvo noticia en La Habana de lo ordenado por el Santo Oficio mejicano, tanto O'Gavan como la Sociedad se lanzaron a la defensa de su ortodoxia. Era lógico. «Exigíalo ciertamente la situación, el decoro de entrambos. La Sociedad, cuerpo respetable, compuesto de lo más brillante y escogido de la Isla de Cuba: O'Gavan, un sacerdote, un fiscal del Obispado, un catedrático del Seminario Conciliar.» (Pacheco, art. cit., Revista de Cuba, enero-junio 1879, t. 5, pág. 45.) En una Junta General de la Sociedad Patriótica celebrada el 12 de mayo de 1809 leyó don Juan B. O'Gavan una representación justificativa. Se acordó nombrar una comisión para examinar el documento y determinar los medios oportunos de que podía valerse la Sociedad para vindicar su honor ofendido. Se hizo hincapié en la importancia del asunto. El Cuerpo Patriótico veía su reputación y decoro «gravemente lastimados».
Una semana después, oído el parecer de la comisión (integrada nada menos que por el Rector de la Universidad, Fray Agustín Royé, y el Conciliario de la misma, Fray Manuel de Quesada) «y habiéndose tenido en consideración su dictamen, sobre la necesidad en que se halla este Cuerpo de reparar su decoro y el buen nombre de aquel ministro (O'Gavan), ilustrando al público por medio de la prensa con las verdades que abraza el papel justificativo... se acordó que se tirasen 250 ejemplares a expensas de la Sociedad...» (Nota de Vidal Morales al artículo de Pacheco antes citado, Revista de Cuba, t. 5, pág. 45.)
No sabemos por fin cómo se resolvió la cuestión. Pero es muy significativo que poco después de ocurridos estos hechos Espada elevara al defensor de Locke y Condillac al cargo de Previsor y Vicario general de la Diócesis. Una muestra más del espíritu altamente liberal del célebre Obispo.
Examinados en su conjunto todos estos sucesos, arrojan viva luz sobre el estado de la cultura filosófica cubana en los años anteriores a la labor de Varela. Analizándolos podemos constatar: 1) que el antecesor de éste en la cátedra de Filosofía del Seminario conocía y apreciaba en alto grado las doctrinas de Locke y Condillac, a quienes calificaba de «genios inmortales»; 2) que las «preciosas verdades» de estos dos pensadores servían como fundamento a su defensa del plan Pestalozzi; 3) que la Sociedad Patriótica, integrada por los hombres más representativos de la clase ilustrada del país, aceptaba estos pareceres y los defendía contra los ataques reaccionarios del escolasticismo inquisitorial; 4) que estas doctrinas, lejos de asustar al gobierno eclesiástico, eran aprobadas por él, ascendiendo a su osado defensor.
Hay otro dato, que nos permite penetrar en la estructura mental de O'Gavan: era liberal, y fue elegido diputado a Cortes en tres ocasiones. En la primera, representando a Santiago de Cuba, defendió la supresión del [92] Tribunal de la Inquisición, basándose en que era incompatible con la Constitución de la monarquía.
No pudo ocultar la simpatía que le inspiraban los principios de la Revolución francesa. En uno de los párrafos de su célebre Elogio de don José Pablo Valiente, manifiesta, apoyándose en un historiador imparcial «cuyo nombre se guarda», que este acontecimiento sin modelo en los anales del mundo «llenará de asombro por muchos siglos a los observadores, tanto por las relaciones incalculables de sus principios como por la incoherencia de su marcha y la prodigiosa variedad de sus accidentes». Tiene, en cambio, para Napoleón las frases más duras. A sus ojos, aparecía como el «aventurero ambicioso» que había pretendido vanamente sojuzgar a la nación española.
Leyendo el Elogio se advierte que al liberalismo de O'Gavan es bastante moderado. No veía con buenos ojos la participación activa del estado llano en las Cortes y las reformas constitucionales violentas le escandalizaban. No hay que olvidar que representaba los intereses de la clase rica, siempre conservadora (por más que en circunstancias como las de entonces se viera impulsada a extremismos revolucionarios); ansiosa de participación en el manejo de la cosa pública no con el propósito de hacer sino con el de obtener seguridad de que la dejarían hacer. Era el momento de la lucha antimercantilista que aspiraba a la limitación de poderes movida por una doctrina de «no intervención». La tesis predominante sostenía el origen divino de los procesos sociales. Según ella, la maquinaria económica podía moverse por sí sola. Toda intromisión estatal no era más que una barrera obstaculizadora del libre desarrollo de las fuerzas en juego. Y el programa entero cabía en la sintética expresión que exigía del Estado: «Laissez faire», dejar hacer.
Tenía esta clase burguesa en ascenso un ídolo al que rendía fervoroso culto: el orden. Influenciada por las ideas de Newton, que consideraba al Universo todo estructurado como un inmenso y perfectísimo reloj, trasladó estas consideraciones al terreno social, y pretendió someterlo a los esquemas de sus ideales. Ahora bien, todo radicalismo es siempre disruptivo. De ahí el odio al extremismo. Para unos hombres que hacían de la mesura el norte de toda vida (pública o privada), cualquiera que procediendo con absoluta independencia de los intereses consagrados, fuera capaz de agitar las masas, tenía que aparecer como peligroso. Sería considerado de seguro como el «desorganizador popular», agitador infame del «vulgo ignorante». Las expresiones entrecomilladas son de O'Gavan. Creo que bastan para indicar la casta a que pertenecía su liberalismo.
Pero de todos modos, esa filiación es muy significativa. Ya sabemos por don José de la Luz que liberalismo era entonces sinónimo de ilustración. [93] Y en aquellos instantes crepusculares de nuestra cultura, ilustración no podía ser sinónimo más que de enemistad, abierta o no al escolasticismo imperante.
Repetimos que no abundan las fuentes directas que nos permitan conocer en toda su amplitud el pensamiento de O'Gavan. Sin embargo, para la reconstrucción de ciertos aspectos de su filosofía social contamos con algunos párrafos de su ya mencionado Elogio de don José Pablo Valiente. Son, a mi juicio, interesantes, porque nos muestran a una figura de transición, a un hombre que a pesar de estar en contacto con las corrientes más importantes del pensamiento dieciochesco, era todavía incapaz de desprenderse de las influencias escolásticas. Algunas citas sustanciarán el aserto.
«Conoció (Valiente) que para el mantenimiento de la Sociedad Política, supuesta la corrupción de la especie humana, si se necesitaban armas a fin de conservar íntegros e ilesos los límites de las naciones, y que florezca la libertad bajo el escudo de la victoria, son también esenciales las leyes, emanadas de la razón eterna, para refrenar las pasiones, premiar el mérito, castigar el crimen, contener la insolencia de los poderosos, amparar a los miserables y enseñar a los súbditos los deberes sagrados hacia el Soberano.»
La interpretación de ideas es evidente. Nótese la clara huella agustiniana en la tesis sobre el origen del estado: «supuesta la corrupción de la especie humana». Como es sabido, San Agustín mantuvo que la organización política era una consecuencia del pecado. Al desaparecer el estado de inocencia sólo la coacción pudo haber mantenido el orden en la sociedad. Hay una frase, sin embargo, que denuncia la preocupación liberal del siglo XVIII: la ley ha de «contener la insolencia de los poderosos». Claro que con sólo eso no estaríamos autorizados para dedicar muy amplias conclusiones. Pero hay más.
Por lo pronto, en la página 323 O'Gavan menciona al Espíritu de las Leyes de Montesquieu. Y de hecho, en la página 339 encontramos importantes palabras: «A su ilustración e integridad reunía (Valiente) también afortunadamente aquellos conocimientos locales y prácticos y el manejo de los negocios que son tan esenciales para el buen gobierno de los pueblos... Estaba bien penetrado de nuestro espíritu general, que según un célebre político, es el resultado del clima, de la religión, de las leyes, de las máximas del gobierno, de los ejemplos de las cosas pasadas, de los usos y de las costumbres.» Y ¿quién es ese «célebre político»? Basta con leer las primeras páginas del Espíritu de las Leyes para saberlo. Era Montesquieu a quien citaba O'Gavan. Mas O'Gavan fue aun más lejos: aplicó la tesis del pensador francés al caso cubano indicando en términos claros y precisos cuáles eran las aspiraciones de la burguesía criolla en los primeros años del siglo XIX, ese momento en que se desenvuelve lo que pudiéramos llamar el [94] primer movimiento reformista de nuestra historia. Vale la pena reproducir el fragmento íntegro. Helo aquí.
«Cuando los males de un pueblo tienen su apoyo en las leyes, el magistrado benéfico que procura remediarlos, se encuentra en una situación violenta y angustiada. Por una parte se presenta la ley inflexible, revestida con la fuerza soberana, exigiendo su obediencia y cumplimiento; el juez a quien está encomendada se ve con la dura necesidad de ser el órgano fiel de su ejecución. Por otra parte, consultando su propia razón, reconoce que uno de los caracteres esenciales de la ley es el bien y la utilidad común: Halla este sano principio consagrado por el sabio Rey don Alfonso, pues dice en una de sus Partidas que las leyes deben ser á pro ó á bien de los que por ellas se ovieren á juzgar; considera que una ley pudo ser muy buena y necesaria en el tiempo y en las circunstancias en que se instituyó; y que después de algunos siglos y grandes revoluciones en el orden político, moral y científico, la legislación humana está sujeta a las mismas vicisitudes, y no puede ejecutarse ciegamente sin exponerse a ultrajar la santidad del derecho natural.»
La creencia escolástica en el carácter absoluto de la ley, que llega con Santo Tomás a prohibir toda rebelión contra ella, aunque sea mala, se encuentra aquí resquebrajada en sus mismos cimientos. La ley aparece como algo relativo al tiempo y a las condiciones sociales que la rodean, no como una manifestación intocable del espíritu divino. Y sin embargo, el carácter eminentemente ecléctico, transicional, del pensamiento de O'Gavan se muestra en toda su evidencia si recordamos que para él, según lo manifiesta en uno de los párrafos recién citados la ley «emana de la razón eterna». Pero no disminuye esto en nada la importancia del puesto que ocupa esta olvidada figura en el desenvolvimiento de las ideas filosóficas en nuestra patria. Esa veta del conservadurismo, mezclada, con toda la probabilidad a la psicología naturalmente contenida del sacerdote impidieron que levantando su estatura por encima de lo ordinario llevase a cabo la reforma que Cuba apetecía. No logró, como Varela, desprenderse totalmente de las arcaicas influencias, aunque no puede afirmarse en modo alguno que se dejara anquilosar el espíritu por ellas.
En O'Gavan tenemos otra de esas figuras de transición, encajadas entre dos épocas. Como Caballero, lanza anatemas contra el pasado, pero para superarlo, apenas puede aportar alguna que otra idea nueva tomada a préstamo de los ideólogos franceses. Ya vimos cómo en un mismo párrafo de sus escritos se pone al descubierto la íntima contradicción que los empequeñece. Tampoco quiso él darle a la revolución ideológica plena amplitud. Los esclavos quedaban fuera de su reforma cultural. Con todo, el balance que arroja la labor de O'Gavan puede considerarse como positivo. [95] Tomó el puesto que abandonó Caballero y, aunque no con la brillantez del maestro, supo desempeñarlo con discreción, ensanchando los caminos y eslabonando eficazmente el trabajo de los precursores con la obra de renovación radical que emprendió en 1811 el Padre Félix Varela.
VII Cultura burguesa y cultura nacional
En el medio siglo que corre de 1761 a 1811 se desarrollan dos importantes fenómenos en el seno de la sociedad criolla. Por una parte, la rebelión ideológica de la burguesía. Por otra, una aceleración en el ritmo de crecimiento de la nacionalidad cubana. Ambos procesos se encuentran, a mi juicio, estrecha y reciamente machihembrados. Su vinculación es tan íntima que al divorciarlos los condenamos irremisiblemente a la pérdida de todo su sentido. Desvincularlos es convertirlos en materia inerte e incomprensible.
Tal vez alguien muestre extrañeza ante la afirmación. ¿Qué relación podrá existir entre la nueva ideología que avanza y la nación que poco a poco va apareciendo?
¿Será simple coincidencia que los brotes iniciales de nuestra oratoria, de nuestra historiografía, de nuestra poesía, de nuestra filosofía y de nuestra crítica literaria aparezcan en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX? Me parece que ahondando en esta búsqueda arribaremos a una respuesta negativa. En realidad, todos estos movimientos en ascenso, forman parte de un gran cuadro de epifanías: el advenimiento de la nacionalidad cubana al mundo moderno.
Es que la cultura es ingrediente de nacionalidad. El máximo teórico del marxismo en problema colonial, José Stalin, ha definido a la nación como «una comunidad estable, históricamente formada, de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura.» (Stalin, El Marxismo y el Problema Nacional y Colonial, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1941, pág. 8.)
Siendo la formación de las naciones consecuencia de un conjunto de relaciones duraderas y regulares, «resultado de una vida en común de los hombres, de generación en generación» (Stalin, op. cit., pág. 6), no es extraño que sus caracteres esenciales sean:
- Comunidad de idioma, que facilita el intercambio material y moral entre los individuos.
- Comunidad de territorio, que asegura relaciones duraderas y regulares. [96]
- Comunidad de vida económica, vínculo económico interno que suelda en un todo único las diversas partes de la colectividad.
- Comunidad de psicología, «carácter nacional», mentalidad peculiar, integrada en el transcurso de las generaciones.
- Comunidad de cultura, que recoge y expresa la fisonomía espiritual típica de cada pueblo, y funciona como reflejo y síntesis de los precedentes elementos del complejo nacional.
Pretender separar la floración cultural del gran proceso de que forma parte es cercenarla del tronco que la alimenta, es presentarla como un espantajo desvinculado de la vida de los pueblos.
Porque la cultura, aun en sus recodos más escondidos, aun cuando es secuestrada a los rincones infecundos de las torres de marfil, responde siempre al querer, al pensar y al sentir del hombre. Y todo hombre, hijo de su medio y de su tiempo, está obligado a participar positiva o negativamente en el devenir de la historia.
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Veamos ahora cómo se va gestando lentamente la nación cubana.
La comunidad idiomática y la territorial son muy viejas en nuestra tierra. Aniquilada la población india por la brutalidad del encomendero muere con ella el primitivo lenguaje indocubano, dejando sólo leve rastro en la toponimia criolla. El negro africano –que lo sustituye en el lavadero, la mina y la plantación– se ve obligado a aprender con rapidez el idioma en que se le manda. Cada equivocación cuesta un latigazo. La extraña letra hispana entró a costa de sangre en la cabeza del lucumí y el yoruba esclavizados. Cierto que también supo contagiar con su potente voz primaria la lengua del esclavista blanco y que lo hizo bailar a su mismo son, pues no es de ahora que el bongó puede afirmar en Cuba, con palabras de Guillén:
Aquí el que más fino sea responde si llamo yo...
Es que precisamente esa ósmosis de las dos sangres en la lengua y en la rumba nos va acercando poco a poco a la comunidad psicológica y prepara las condiciones para la cristalización de la nación cubana. Una sola lengua –mestiza en más de un aspecto– se hablaba en el país desde los años inciertos del siglo XVI. En esa lengua rezaban y blasfemaban los habitantes de Cuba que cien años después del descubrimiento vivían comerciando a ratos y a ratos peleando con los piratas franceses, ingleses y holandeses. [97]
La insularidad ha sido siempre fuerte factor aglutinante en la vida de los pueblos. Nuestra comunidad de territorio es tan vieja como nuestra historia. No hay por qué insistir en tema tan manido. Pero conviene señalar que la geografía ha contribuido en cierta medida al surgimiento de una psicología cubana, a la génesis del criollo. El clima, la dieta, las condiciones materiales de existencia, van acentuando entre el español peninsular y el insular las murallas espirituales que las contradicciones económicas engendran.
Y así, desde los días de la Conquista, de un modo escondido, sutil, apenas perceptible, comienza a perfilarse en la historia la nación cubana. Ya en el siglo XVIII vive sobre la Gran Antilla una colectividad que reúne todas las condiciones señaladas por Stalin, menos dos: comunidad de economía y comunidad de cultura. El siglo XVIII es el de la estructuración definitiva de la riqueza cubana. En la primera mitad del siglo XIX cuaja la comunidad de cultura. Al culminar ambos movimientos queda constituida –todavía endeble, pero ya claramente perfilada– la nación cubana.
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Como acabamos de ver, sin comunidad cultural no puede haber nación. Pero ya sabemos que la cultura que va imponiéndose en Cuba por esta época de gestación de la nacionalidad es, precisamente, cultura burguesa.
Nada extraño, en verdad. Porque, como ya ha señalado con plena claridad Stalin, en el movimiento nacional de la época anterior al período de la revolución proletaria es la burguesía el principal personaje en acción. Oigamos sus claras palabras:
«El problema fundamental para la joven burguesía es el mercado. Dar salida a sus mercancías, y salir vencedora en su competencia con la burguesía de otra nacionalidad: he ahí su objetivo. De aquí su deseo de asegurarse «su» propio mercado «nacional». El mercado es la primera escuela en que la burguesía aprende su nacionalismo. Pero, generalmente, la cosa no se limita al mercado. En la lucha se mezcla la burocracia semifeudal semiburguesa de la nación dominante con sus métodos de «agarrar y no soltar». La burguesía de la nación dominante –lo mismo da que se trate de la gran burguesía o de la pequeña– obtiene la posibilidad de deshacerse «más rápida» y «más resueltamente» de su competidor. Las «fuerzas» se unifican y comienza toda una serie de medidas restrictivas contra la burguesía «ajena», medidas que se convierten en represiones. La lucha se desplaza de la esfera económica a la esfera política. Limitación de la libertad de movimientos, persecución contra el idioma, restricción de los derechos electorales, reducción de escuelas, persecuciones religiosas, &c., &c., se amontonan [98] sobre la cabeza del competidor... La burguesía de la nación oprimida, que se ve acosada por todas partes, entra, naturalmente, en movimiento. Apela a los «de abajo de su país» y comienza a gritar acerca de la «patria», queriendo hacer pasar su propia causa por la causa de todo el pueblo. Recluta para sí un ejército entre sus «compatriotas» en interés... de la patria. Y «los de abajo» no siempre permanecen sordos a sus llamadas, y se agrupan en torno a su bandera: la represión de arriba les afecta también a ellos, provocando su descontento... Así comienza el movimiento nacional.» (Stalin, El Marxismo y el Problema Nacional y Colonial. Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1941, págs. 14-15.)
De ese modo entroncan los dos procesos. Porque en el terreno de la cultura también juega la burguesía el papel de «primer personaje en acción» durante muchos años. Nuestra cultura nacional fue en sus comienzos casi exclusivamente cultura burguesa. La voz de las clases explotadas cubanas era, por entonces, demasiado débil para dejar oír acentos decisivos. La revolución ideológica que se desarrolla en el período que estudiamos se convierte así en un ingrediente decisivo de la integración nacional.
Todo esto nos explica los frecuentes chispazos nacionalistas que, cada día con mayor fuerza, iluminan muchos de los documentos, libros y artículos que se escriben de 1761 a 1811. Aquí nos vamos a limitar por razones de espacio y tiempo a mostrar algunos ejemplos típicos. A veces hay que leer casi entre líneas. En otras ocasiones el destello es violento, inconfundible. En todos los casos la evidencia es concluyente.
En la introducción que Hechavarría Yelgueza antepone al célebre Reglamento del Real Seminario de San Carlos leemos estas palabras elocuentes: «Se ha procurado no olvidar las fuerzas del presente colegio, el genio, estilo y demás circunstancias del país.(Subrayado por mí. J. C.) Lo que de un modo evidente quiere decir que la institución se adapta a las necesidades cubanas, que explícitamente se reconocen como distintas a las de España. ¿No respira un poco por esas vías el movimiento de integración nacional?
En el Papel Periódico –primer órgano de la burguesía criolla– encontramos numerosas muestras del nuevo sentimiento nacionalista, aunque todavía estas manifestaciones fueran débiles e ingenuas. Señalemos un ejemplo, por demás elocuente. En el Prospecto que apareció como fondo del primer número leemos:
«Sentiríamos sobremanera que alguno se figurase que nos dedicamos a escribirlos tan sólo con la mira de evitar los fastidios de la ociosidad. No carecemos de ocupaciones capaces de llenar la mayor parte del tiempo. Aquellos ratos de descanso que es preciso sucedan a las tareas del estudio son los que sacrificamos gustosamente a nuestra Patria, como sacrificó los suyos el [99] elocuente Tulio a su amigo Tito Pomponio Atico. Prefiera el amor de nuestra Patria a nuestro reposo: Havana tú eres nuestro amor, tú eres nuestro Atico; esto te escribimos no por sobra de ocio, mas por un exceso de patriotismo…»
¿Qué frase nos toma por asalto la atención? «Havana tú eres nuestro amor... Nuestra Patria...» Ya no está la Patria en las lejanas tierras. La tierra cercana y caliente tiene ya fuerzas para hacer vibrar pasiones inéditas. Un nuevo sentimiento, un nuevo espíritu colectivo se expresa con una frase ingenua, diluida en un grueso párrafo sobresaturado de utilitarismo... Claro que ese «amor» no excluye todavía las ligazones tradicionales. Todavía puede quererse a Cuba sin odiar la monarquía española. Pero la grieta que esas palabras descubren se ensancha día a día...
Si examinarnos la copiosa colección de Memorias de la Sociedad Económica de Amigos del País encontraremos también numerosas huellas de este mismo sentimiento. Basta con notar que esta Sociedad se daba a sí misma el nombre de Patriótica. Todavía –conviene repetirlo– no se aspiraba a separaciones violentas. Pero las diferencias entre la metrópoli y la colonia comenzaban a mostrarse con potencia formidable ante los ojos de la burguesía. Y ésta sabía esgrimirlas con habilidad en sus reclamaciones. Don Francisco de Arango y Parreño las aprovechó para darle fuerza a sus alegatos en más de una ocasión. Y toda la obra de José Agustín Caballero y de Juan Bernardo O'Gavan está empapada de estas esencias. La labor de estos hombres contribuyó a separar cada día con mayor intensidad los rasgos característicos de lo cubano de los elementos típicamente españoles. La cultura elaborada en Cuba se acriollaba, comenzaba a expresar sustancias propias, acento nuevo, tostado por los soles ultramarinos. Creando la cultura burguesa estos hombres sentaban las bases de la cultura nacional.
Por eso, a pesar de todos sus exclusivismos y todas sus limitaciones, a pesar de encontrarse fundamentalmente al servicio de una clase explotadora, esta cultura burguesa presenta aristas positivas. En su desarrollo posterior nos ha dado obras como las de Varela, Heredia, Martí. Obras también limitadas por los marcos de clase en que se mueven, pero que se acercan en muchas ocasiones a la expresión adecuada de algunos sentimientos genuinamente populares. Esta revolución ideológica burguesa, con todas sus contradicciones y frustraciones, al disolver las nieblas escolásticas y abrirle vías a la ciencia moderna ha prestado un servicio a las generaciones actuales. Sin ella, la tarea de crear un pensamiento y un arte que representen el sentir de toda la nación y no de una casta explotadora, sería mucho más ardua. De ella podrán tomarse valiosos elementos para elaborar la cultura del futuro, esa cultura de esencias radicalmente humanas que sólo podrá nacer al calor del Socialismo. [100]
VIII Apendice vareliano
Cuando Varela llega los nombres no asustan. Caballero y O'Gavan han acostumbrado los oídos criollos a escuchar sin espanto los de Locke y Condillac, Bacon y Newton.
Cuando Varela llega el escolasticismo se bate en retirada. No sólo los maestros del Seminario, sino toda una clase social había abierto contra él una ofensiva general.
Varela llega por los caminos que le han abierto sus predecesores. ¿Rebaja estos sus méritos? No lo creo. El llevó a plena realización lo que otros apuntaron apenas como anhelo. Su obra representa la culminación de todo un proceso histórico. No hay fruto sin raíz.
Cuando en 1811 atravesó el joven don Félix aquel oscuro y húmedo callejón que conducía a la sala larga, sucia y semioscura donde se enseñaba Filosofía en el Seminario de San Carlos, una nueva época se abría para la cultura cubana. Cierto que los primeros pasos habrían de ser prudentes. Todavía a fines de curso el profesor incluye en sus «Propositiones varias ad tironum exercitationum» (Varias proposiciones para el ejercicio de los bisoños) una frase repleta de viejas resonancias medievales: «Omnium optima Philosophia est eclectica». Pero cuando el ilustrado Obispo Espada lo estimula para que se atreva a dar el gran salto, Varela se decide. «Tomé, pues, la escoba –relató él mismo años más tarde– y empecé a barrer, determinado a no dejar ni el más mínimo polvo del escolasticismo...» Publica el tercer tomo de sus célebres Institutiones en castellano, justificándose todavía con palabras suaves. Pero pronto sus escritos aplicarán sin piedad todo el ácido de la crítica a las posturas insostenibles. «El idioma latino –dirá– ha perdido entre nosotros toda su dignidad, desde que lo usan las escuelas; porque es imposible tener más acierto que el que han tenido nuestros escolásticos para cometer barbarismos y solecismos...» Y nos explica más adelante cómo el furor Y sutilezas escolásticas, aunque se pongan en el lenguaje más claro, «son capaces de atormentar el entendimiento más penetrante...»
Sigue, además, el camino de la reforma pedagógica. No se conforma con protestar. Crea. Transforma. Introduce en su Cátedra el método explicativo que posteriormente iba a ser aplicado por Luz a la enseñanza primaria. Y no contento con todo esto introduce –¡ por fin!– la Ciencia Natural del día en sus explicaciones. Es en 1814. Publica en esa fecha el cuarto tomo de sus Institutiones, dedicado a las Ciencias Físicas. Saca a la luz también en el mismo año un elenco de fin de curso. El título es por sí sólo elocuentísimo: Doctrinas físicas que expondrán por conclusión de término veinte [101] alumnos de la clase de filosofía. Se habla en él de astronomía, de botánica, de química, de física, de geografía. Y la enseñanza no es libresca. Se basa en la práctica. Varela inicia la enseñanza experimental de la física en Cuba. Por otra parte, en el terreno de la Filosofía, apartándose de las tibiezas eclécticas, adopta posiciones sólidas, pensadas, fundamentadas, limpias de contaminaciones escolásticas.
Así culmina, en el terreno de la cultura, un largo proceso histórico. Con Varela las aspiraciones intelectuales de la burguesía cubana logran la victoria definitiva. Repitamos aquí que, a pesar de todas sus limitaciones, la integración de esta cultura burguesa representa un gran paso de avance para nuestra cultura y nuestra historia en general, porque esta ideología burguesa, como ya vimos, constituye el germen de nuestra cultura nacional.
No puede, pues, extrañarnos este hecho significativo: el mismo hombre que da cima a la transformación del pensamiento criollo es uno de los primeros en reclamar audazmente la independencia del país.
«Las leyes, desgraciadamente, se humedecen, debilitan y aún se borran, atravesando el inmenso océano» –dijo Varela en el Proyecto de Estatuto Autonómico que presentó a las Cortes de marzo de 1823.
Que no en vano entre Cuba y España tiende inmenso sus olas el mar,
expresó el poeta. Son frases meramente anticipatorias de lo que habría de venir en el 68 y el 95. Esa es la virtud de los hombres de genio: señalar los rumbos futuros. Al reclamar –frente a la incomprensión de los más– la independencia de la patria cubana, Heredia y Varela pusieron al descubierto la íntima conexión que anuda las raíces del proceso nacional y la elaboración de nuestra cultura propia.
La transformación cultural, comenzada en 1761, cerró en 1811 su etapa preparatoria para abrir el ciclo de su desarrollo juvenil. La revolución ideológica había triunfado. La burguesía había ganado una pelea frente a los poderes medievales. Era su primera victoria. Era su primera experiencia. Desde entonces nuestra historia se metió de lleno en el nuevo cauce. Y sobre las cenizas y los trofeos comenzó la gran batalla política que, sin la batalla cultural que aquí hemos reseñado, nunca hubiera tenido lugar.
Bibliografia
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