¿Cuál es la educación física y moral de la mujer, más conforme a los grandes destinos que la ha confiado la Providencia?
Discurso leído ante el claustro de la Universidad Central, por D. Santiago González Encinas, en el acto solemne de recibir la investidura de Doctor en Medicina y Cirugía.
Imprenta Española. Torija, 14
Madrid 1867
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Excmo. e Illmo. Sr.,
Todo en este santo recinto inspira temor y respeto: la venerable Presidencia, ocupada por la gloriosa justicia de la ciencia; los eminentes y esclarecidos Doctores, que la rodean; el aire embalsamado por el éter delicioso de la educación más perfecta, salida del aspirante pecho de tan benévola concurrencia; las paredes y techumbre, donde aún resuena el eco sublime e imperecedero de tantos antepasados varones, cuya memoria en el frio mármol se venera; y esta tribuna, en cuyo pavimento bien se siente todavía el calor y la fuerza de tantas y tan fecundas imaginaciones, que en ella me han precedido: todo me inspira temor, y paraliza mi lengua. Embárgame más aún, Excmo. Sr., el pobre trabajo, que me cabe en suerte prestaros, siendo su objeto el más grande y productivo: la enseñanza física y moral de la mujer, más conforme con el alto destino, que la Providencia la ha confiado.
La educación en todo su desarrollo es la primera obra, la más meritoria, útil y necesaria ante Dios y la sociedad. ¿Qué tarea más útil y más laudable que la de enseñar los buenos principios, sembrar la verdad y difundir buenas doctrinas? ¿Qué misión más sublime y acreedora a la humana gratitud, que la de pretender colocar una antorcha en la sombría noche de los tiempos, que ilumina el difícil rumbo en el proceloso piélago de la vida? ¿Y, si por objeto tiene a la mujer, podrá haberle tan poético y de tan ópimos frutos...? No, Excmo. Sr.; él debe ser el primero.
Sin embargo, yo, el más pequeño, el más humilde de los laureandos, estoy comprometido a llamar vuestra atención sobre tan laudable objeto.
No debo pasar en silencio lo que la historia enseña sobre la educación de la mujer; y ya sea en rápido vuelo hallaremos que, tanto en la edad antigua, como en la media, y hasta en nuestros tiempos, la educación de la mujer se ha descuidado en extremo: en efecto, echemos una rápida ojeada por la edad primera, y veremos siempre a la mujer como objeto de la sensualidad del hombre: en unos pueblos profanada, en otros envilecida, y en algunos, considerada como esclava.
En los pueblos orientales, cuyas costumbres permanecen tan arraigadas, que todavía hoy son reflejo fiel y genuina representación de lo que fueron en las primitivas generaciones: la mujer allí vive esclava en el harén, encerrada como el pájaro, que, sorprendido por la astucia del hombre, ha caído en sus redes y se ve colocado en jaula dorada para cantar a su señor. Sin voluntad propia, ni más libertad que la de soñar y sonreír para su dueño, sonríe cuando éste goza, y llora cuando este gime; aspirando solo a ser hoy favorecida con la predilección de su señor para verse mañana abandonada y postergada, porque ya no satisface su caprichosa sensualidad.
En las antiguas civilizaciones de Grecia y Roma la condición de la mujer había mejorado, comparada, sobre todo, con la triste suerte reservada por el destino entre los salvajes y orientales; pero aun en estos pueblos civilizados en el cuadro de sus costumbres aparece el hombre revestido con el emblema de la fuerza, como representante de toda autoridad, y como encarnación de todo derecho.
El pueblo griego, artista por naturaleza, admirador de la belleza, deifica la mujer, y la erige templos; pero con preferencia adora la belleza física, corrige a la naturaleza, rodea con un voluptuoso velo la materia, la da expresión de mágico encanto según su ideal tipo, y coloca en sagrado recinto una Venus; mata el espíritu con la materia, y olvida su educación.
Los romanos, que heredaron de los griegos su cultura y civilización, participaron de vehemente pasión por la guerra; la que, como elemento de conquista, podía hacerles señores del mundo: educados con espíritu guerrero dieron tanta importancia a la fuerza material cuanto halagaba sus necesidades. En sus hogares no fueron menos tiranos que con los pueblos conquistados, y sometidos a su opresor dominio; desenfrenadamente entregados a su pasión belicosa, descuidaron la educación de la mujer, y tuvieron que sufrir como castigo las consecuencias de su libertinaje y sensualidad.
Las costumbres libres y vida disoluta de las matronas romanas será en la historia padrón de eterna infamia para aquellos pueblos, que no teniendo el acierto de educar a sus mujeres, las vieron precipitarse por la pendiente de la degradación y corrupción más espantosa.
No era ya posible, Ilmo. Sr., que por más tiempo esta mitad del género humano fuese tiranizada y esclavizada: encargóse la Providencia de señalar mejor su destino; hizo nacer al Hombre-Dios, al Mártir del Gólgota, que con la sangre, que pródigo derramó, escribió el divino código, los santos Evangelios, que con sobrenatural poder desmenuzaron las cadenas del servilismo.
Aquí da principio, Ilmo. Sr., la veneranda y gloriosa propagación del derecho de la mujer; su emancipación por el santo sacramento del matrimonio.
En la edad media nos hallamos con que la mujer tuvo un lugar distinguido en la sociedad, y mereció la más alta consideración del hombre, merced a sus hábitos caballerescos y exageradamente galantes. El señor Feudal no tenía tiempo para dedicarse a las ciencias y cultivar la inteligencia; los libros eran escasos, las copias muy costosas, y sus inclinaciones y tendencias eran solo en hacer alarde de valor y de pujanza; la mujer, amada con delirio, oyendo constantemente el elogio de su belleza en sentidas pláticas, o en dulces trovas, presidiendo las justas y torneos, animando el valor de los paladines, alentando con una tierna mirada o una dulce sonrisa a sus apasionados amantes; fascinando con su lujo y encantadora belleza, y por último distribuyendo los premios según las pruebas de valor y de audacia en la lid; todos estos son hechos y circunstancias, que acreditan la importancia, el prestigio y la gloria, de que gozaba la mujer en tales tiempos.
Varias fueron las razones para que la mujer alcanzara tan alta consideración; pero la más principal, a mi juicio, fue la escasa diferencia, que separaba al hombre de la mujer respecto de su valor científico. Las ciencias vivían entonces cobijadas en los conventos, estaban casi vinculadas en los varones, que los poblaban; valiendo tanto la mujer como el hombre intelectualmente considerados, y, siendo ella más rica en sentimiento y poesía, bien se comprende el deslumbramiento de éste, llevando el yugo, que le impusiera su vanidad.
De lo dicho se infiere la elevada consideración, que la mujer ha alcanzado en esos tiempos caballerescos en que la espada y el amor eran las ocupaciones más dignas de los hombres; y no menos se hace notar que, a pesar de tal importancia para el bello sexo, su educación no era ni tan justa ni tan digna como reclama su providencial destino.
Ya llegamos, Ilmo. Sr., a la época presente, a los tiempos, que se llaman de civilización y de progreso, a los mismos en que todo marcha y todo se desenvuelve por el potente impulso del vapor, de la electricidad y del magnetismo; y en verdad que, si llevamos nuestro examen al objeto importantísimo, que nos ocupa, hallaremos que dentro de los mismos pueblos de la Europa cristiana los que son más civilizados y llamamos nuestros hermanos por su comunidad en ideas y sentimientos, la mujer ha perdido en consideración y respeto; sensible es decirlo, Ilustrísimo Sr.; pero el hombre en nuestros tiempos ha materializado a la mujer, porque el hábito fatal del materialismo ha llevado su pernicioso influjo hasta a lo más sagrado, secando los nobles sentimientos y los más puros afectos; y ya no se la mira envuelta en ideal atmósfera, elevada sobre la región prosaica, que el hombre habita, libre de miserias y debilidades, como ángel tutelar, que es de la familia, y como flor que embellece el árido campo de la vida. Se la ha obligado a descender a una zona más inferior, a un terreno fangoso y a una esfera vulgar; se ha pesado su valor, se han apreciado sus quilates, y en una palabra, se la ha llevado al agostado y estéril terreno del positivismo.
Engreído el hombre por ser el que ejerce la autoridad, el que distribuye la justicia, el que premia y castiga, el que posee las ciencias y cultiva las letras, el que practica las artes tanto nobles como mecánicas, en su insensato orgullo ha tenido la debilidad y la injusticia de compararse con la mujer, y ha visto que no es de igual talla, que no raya igual altura, y que se halla distante de él en talento y apreciación social. ¡Extraña lógica! ¡Sorprendente deducción la de los hombres, que así discurren, y por desgracia son los más! No se educa a la mujer, se la abandona a sus instintos, o se dirigen torcidamente los que tiene; se la aparta del cultivo de las ciencias y de las letras, se la despoja de todo derecho, que el hombre solo absorbe con omnímoda autoridad; luego se vocifera con insultante aplomo y estoica serenidad que la mujer no sigue al hombre en su rápido progreso; que no siente su inspiración, ni de ella brotan los sentimientos heroicos. ¡Lamentable error, ciega injusticia!
A impulsos de tan ciega apreciación se la adula en los saraos con mentidas lisonjas; se encarecen sus gracias y belleza, se la ayuda a satisfacer sus más extravagantes caprichos, y luego se critica su pueril vanidad, se reprende su exagerado lujo, y se censura severamente su coquetería. No se repara en su seducción, luego se murmura su debilidad; sácanse al público sus vicios y miserias en el teatro, en la novela y en toda clase de escritos: este proceder es tan injusto, que no hay palabras para calificarle.
No habiéndola enseñado a soportar un contratiempo, ni a privarse de un capricho, se quiere que tengan condición apacible: sin enseñarlas la obediencia, se extraña que sean altivas; exagerando constantemente sus gracias y perfecciones, se lleva a mal que sean orgullosas y coquetas: se las ha pintado con negros colores la perfidia de los hombres y la emulación de las mujeres, y se deplora que sean egoístas; en fin, se las ha educado a lo mujer, y se extraña que lo sean.
Ya veis, Excmo. Sr., que no podemos quedar contentos de cuanto la historia nos revela sobre la educación de la mujer, aun en nuestros días estamos viendo la espantosa anarquía y el desaliñado cuadro que presenta; todos se quejan, unos del poco amor al trabajo, otros de su hipocresía y veleidad; aquellos de su frágil virtud, los otros de su vanidad y orgullo; quién del poco amor a la familia, y alguno hasta de su infidelidad; yo también, Ilmo. Sr., me lamento, no de la falta de verdad, pero sí de la falta de justicia en tan torpes acusaciones.
La responsabilidad de la mujer debe exigirse después de promulgarla sus leyes, enseñarla y educarla en su destino; hasta tanto solo el hombre, revestido de la ciencia, y conocedor de su fin, debe responder de la infelicidad de la mujer.
Enseñémosla, Ilmo. Sr.: si queremos que tenga cultura, corrijamos sus vicios en vez de halagarlos; si queremos que sea virtuosa; reprendamos su vanidad en vez de alentarla; ensalcémosla en vez de deprimirla, y estemos seguros que, procediendo de este modo, recogeremos el fruto de nuestro trabajo.
Al examinar cuál fue el estado de educación de la mujer en el pasado y cuál es en el presente, se ha dejado sentir muy bien la necesidad de un nuevo plan más fecundo y vigoroso, que, encarnando en su corazón y carácter, pueda elevarla hasta su verdadero destino; no faltarán escépticos, que consideren poco menos que ridícula la empresa de escribir un sistema de enseñanza para el bello sexo, fundados en que la mujer, o ya carece de condiciones y facultades para ser educada, o ya en que su destino no reclama tanto sacrificio; para estos la mujer ocupa la misma jerarquía que toda hembra; no puede sufrir otro dolor, que el físico y animal. ¡Desgraciados seres, que no han llegado a comprender, o en el extravío de su mente han olvidado que la educación de la mujer, la única y más sublime, es la que encarna y toma su asiento en sus mismas facultades y condiciones orgánicas, llenando solo de esta suerte los altos fines providenciales!
Necesario nos es, Excmo. Sr., atendido el íntimo convencimiento, que tenemos, de que no es posible legislar a ninguna naturaleza viviente sin el completo conocimiento de la misma; el que por breves momentos nos ocupemos en la exposición de las facultades tanto fisiológicas como psíquicas de la mujer, que nos sirvan de base en nuestro plan de enseñanza.
Creado el hombre, a pesar de tener por morada un jardín plantado por la mano de Dios, se hallaba solo; restaba aun a la Divina Omnipotencia concluir y perfeccionar su obra, formar a la mujer su compañera, tan necesaria para constituir la especie humana: creóla, según la significativa expresión del Génesis, de una costilla del hombre; palabra simbólica, que encierra un profundo pensamiento. ¡A cuan graves meditaciones puede conducirnos este origen de la mujer según los sagrados libros! El hombre y ésta son una misma carne, una misma materia orgánica, aunque con el sello propio de cada individualidad; sus relaciones de recíproca dependencia y mutua afinidad son necesarias: son dos mitades de un ser colectivo, que no pueden cumplir su destino en la tierra sino juntas y unidas, ni conseguir su ventura sin poner en armonía sus ideas, su trabajo y el fin que la Providencia los ha señalado.
Cuán absurdo es, en vista de esta sola consideración, la pretensión del hombre en abrogarse la libertad, y querer la esclavitud para la mujer; para él los goces, para ella el dolor y sufrimiento; para él el derecho, para ella la obligación; para él la educación y para ella la ignorancia. Ya veis como por los sagrados libros la mujer tiene las mismas facultades y condiciones que el hombre, y que su fin es uno e indisoluble; veamos ahora quién es la mujer en su estudio.
Con admirable pincel, Excmo. Sr., dibujó la Providencia la organización de esta criatura: arrebató a la rosa sus colores, a la nieve su blancura, a las estrellas su luz, a las ondulantes aguas sus contornos y trasparencia, formando el ser más bello de cuantos existen en esta mansión terrestre.
En la mujer todas las líneas son curvas suavizando sus contornos; los huesos se ocultan y son menos pronunciadas sus eminencias; los músculos menos desarrollados, el tegumento más delgado y terso; su color más blanco, el cabello ondulante, largo y flexible sirviendo a su cabeza de grato y vistoso atavío; su fisonomía la más expresiva; su voz la más dulce y argentina y sus movimientos acompasados y armónicos.
Las funciones orgánicas son más rápidas y vivas; más pronta la digestión, y la circulación más acelerada; en su pecho se siente el acompasado latir de su corazón; su respiración vibrante, que con dulce melodía es interrumpida por amorosos suspiros: su sensibilidad, tanto como su susceptibilidad, es tan exquisita como corresponde a la finura y delicadeza de los tubos y fibras de su sistema nervioso, que se conmueven y agitan a las más débiles excitaciones.
De lo dicho se infiere que por sus condiciones orgánicas y materiales la mujer ha sido dotada de una organización más rica en sentimiento, y menos energía muscular.
Los sentidos, centinelas avanzados para reconocer los objetos exteriores, también tienen en la mujer más delicada estructura; su suave tacto, la agudeza de su oído, la expresión mágica de sus ojos, y el encanto de su sonrisa son testimonios evidentes de su mayor finura.
Las facultades perceptivas no la han sido dadas con menor largueza, porque en realidad las posee muy desenvueltas, principalmente la imaginación, tan necesaria para la música, la poesía y las demás artes en general, que tienen por objeto la representación de la belleza. Si no puede desconocerse que esta tiene su ley, su norma y su criterio en el entendimiento humano, preciso nos es confesar que se ha concedido con largueza y prodigalidad a la mujer; siendo ella misma en su conjunto la expresión más genuina de este sublime don.
A esta notable actitud debe la facilidad con que aprende las bellas artes, en las que se distingue con frecuencia, alcanzando gloriosos triunfos.
Si tan privilegiada la vemos en las facultades perceptivas, en mayor escala la hallaremos aun en las afectivas: en efecto, nada puede diferenciar más fundamentalmente a la mujer que el sello característico que la dan sus afecciones; el sentimiento es en ella fuente inagotable de afectos, que bien dirigidos, son su más rico tesoro, y el encanto y admiración del mundo.
La mujer ha nacido para amar: el amor es su distintivo, el móvil de sus acciones, el despertador de sus virtudes, y el estímulo de sus mejores obras.
Suprimamos el amor en la mujer, y nos quedará una estatua inmóvil y muda: sus ojos perderían el fuego magnético, que irradian; la risa su encantador gracejo; la fisonomía su expresión y la palabra su cadencia y dulzura; quedaría otro ser diverso, no solo en formas, sino en cultura, y en todo género de vicios y virtudes.
Su corazón es rico emporio de sentimientos, teniendo siempre necesidad de desplegarlos, y de un objeto donde se fijen, purifiquen y engrandezcan; por esta razón ama a Dios en el claustro, retirándose a vida solitaria, consagrando sus días al piadoso ejercicio de la oración, y elevando fervientes plegarias por el pobre y afligido: a impulsos también de su corazón, ama al hombre, ya siendo padre, a quien venera y acata con el tributo del reconocimiento, que debe a sus beneficios, ya eligiéndole para esposo, a quien se une con vínculos indisolubles, considerándole como ídolo de sus pensamientos. Ama luego a sus hijos con cariño tan tierno y acendrado, que sacrifica su bienestar, su reposo, sus deseos y todos sus goces; por este amor no hay sacrificio, a que no esté dispuesta, no hay género de abnegación a que no se entregue, no hay dificultades que no venza, ni obstáculos, que no supere. ¿Para qué hablar del amor de la madre? ¿Quién no ha sentido su benéfico soplo divino, que forma la mitad de nuestra vida? Este amor es superior a cuanto puede decirse: ama también a sus deudos y amigos, y ama, en fin, al indigente y desvalido con una pasión tan santa, que sabe retirarse a los hospitales y casas de beneficencia para prestarles el consuelo de su cariño y socorro. De tantos y tan variados modos se revela esa inclinación en su alma, que se abre paso en medio de las mayores contrariedades para seguir el camino, que la Providencia la ha trazado.
No son menos sobresalientes las demás afecciones de esta criatura; el sentimiento religioso brota en ella fecundo, y siendo bien dirigido hacela tan fuerte de espíritu para llevar la miseria y las contrariedades de la vida, que la convierte en ángel de paz y de ventura; con él fomenta la caridad y compasión, convirtiéndose en un ser benéfico, que por doquier comparte el consuelo y el alivio.
Hasta aquí, Excmo. Sr., en el estudio de la mujer, no solo encontramos condiciones y aptitud, sino que a la vez ventajas sobre el hombre; pero al pasar a sus facultades reflexivas, ya nos hallamos con que desciende en esfera y actividad. La mujer es poco inclinada a la contemplación, a los estudios abstractos, a buscar la razón de los hechos, y a elevarse a la esfera de los principios: quisiera conocer la verdad sin prolijas meditaciones y vigilias; siente amor a la ciencia, pero desea que el camino para llegar a su templo sea fácil y sin accidentes en el terreno. Ya dijimos que tiene sentidos expeditos y percibe con rapidad; que sus impresiones son vivas, pero poco duraderas, por esta razón gusta de la variedad para entretener su inteligencia.
Pocas veces la vemos profundizar las cuestiones; generalmente el escalpel anatómico de su lógica se queda en la superficie, satisfaciéndose con los colores sin procurar conocer ni la naturaleza, ni las inferioridades del asunto, a que su curiosidad la conduce. Así es que comúnmente se dice que sus facultades reflexivas ni son las más predilectas, ni las más fecundas; que su entendimiento ni es profundo, ni investigador; que su criterio es falible, y sus conocimientos superficiales, siquiera puedan merecer algunas veces el carácter de generalidad: no debemos sin embargo olvidarnos que tal superficialidad en el carácter intelectual de la mujer, aunque señalada por la observación y la ciencia no debe aceptarse en absoluto, pues hay condiciones especiales, que colocan a la mujer a la altura de las mejores dignidades en la filosofía y la letras. Testimonios evidentes pueden ser de esta verdad las distinguidas literatas Santa Teresa de Jesús, doña Oliva Sabuco de Nantes, doña Beatriz de Galindo, madame Sevigné, madame Stael, y en nuestros días la apreciable y distinguida doña Concepción del Arenal, nuestra paisana, que con sus obras literarias han acreditado la gran altura, a que puede llegar el entendimiento en el bello sexo cuando es acertadamente dirigido y cultivado.
De lo expuesto, Excmo. Sr., sobre todas las facultades y condiciones de la mujer se deduce y aparece en vivo cuadro cuál sea su carácter; por su constitución fina y delicada es susceptible e impresionable, con alto grado de movilidad; ríe y llora como el niño, se oprime y reanima; se entristece y se alegra, pasando con gran rapidez a contrarias manifestaciones de sentimiento: tiene facilidad en el decir, oportunidad en las comparaciones, ingenio para salir airosa en los debates, y travesura para llevar a cabo sus proyectos; expansiva y confiada en la amistad, la es penoso ocultar lo que el corazón encierra, y no tiene secretos para las personas de su adhesión y cariño. La falta valor agresivo, es tímida como la gacela, huye del peligro y teme las situaciones de compromiso; en cambio tiene el valor pasivo para sufrir el dolor y las más precarias eventualidades. Es más resignada que el hombre en la desgracia, sobreponiéndose con grandeza a las vicisitudes de la vida; abrumado y abatido por el azar de la suerte aquel, ella le consuela, abriéndole camino a nuevas y más venturosas empresas; cuando la patria se ve en peligro, y amenazada su independencia, la mujer se alza a la altura de los héroes, compartiendo con el hombre las penalidades de la guerra y el laurel de la victoria: también ama con delirio, siendo fiel a sus compromisos; falta o hace traición a sus deberes solo cuando sin motivo se ha visto ajada y ofendida; en tal caso una venganza mal entendida podrá conducirla a precipitarse en el vicio y sumirse en la deshonra.
Su mayor placer es el cumplimiento de los deberes de familia; cuando es madre, el amor a sus hijos la hace venturosa en medio de los sinsabores, que su educación proporciona; su fe es viva o inalterable; el sentimiento religioso está hondamente arraigado y no se conmueve por la duda. La oración es su más dulce consuelo, la panacea de sus males y el remedio de todas sus desdichas: inclinada al bien, necesita dedicarse al ejercicio de la caridad cristiana, enjugando lágrimas, aliviando dolores y dulcificando penas.
Verdad es, Ilmo. Sr., que entre tantas bellezas no faltan defectos y debilidades, y que este carácter de la mujer más se parece a el que debía tener que al que hoy tiene; sin embargo, en él hallamos sobradas indicaciones para fundar la más benéfica y productiva educación.
Manifestados ya en la mujer sus principales atributos, los dones, que la ha concedido la Providencia y la diferencia, que la distinguen del hombre con relación a su inteligencia y sentimiento, que han nacido el uno para el otro, que son dos seres, que se completan formando un todo perfecto, que constituye la especie humana, entremos ya en la averiguación de su destino providencial.
Inconsecuente, Ilmo. Sr., hubiera sido el Creador, si al establecer tan mutua relación en la parte fundamental de la especie humana, es decir en la organización y la moral, no la hubiera a la vez del mismo modo establecido en su objeto final. Este es un hecho innegable, y del que no debemos separar nuestra atención para comprender mejor lo errados que andan los filósofos; que forjando sistemas absolutos e irrealizables, creen que la mujer como el hombre deben ejercer iguales funciones y gozar de idénticos derechos en la familia y en la sociedad.
Si hubieran meditado algo más sobre este asunto, estudiando la organización de la mujer, deslindando bien sus facultades, no habrían formado castillos en el aire, ni edificios sobre arena para verlos venir a tierra.
¿Qué sería de nuestra actual sociedad, qué de los distintos pueblos del mundo, si se hubieran realizado en la práctica tantas utopías como se han inventado? Sin el sentido común, áncora de salvación de la humanidad, ya nos hubiéramos hundido en el abismo del proceloso mar de la fantasía. ¿Qué sería de la familia, si la mujer disputara al hombre todos los cargos públicos, interviniendo en la administración o gobierno del Estado, tomando parte en la milicia, y olvidándose de los cuidados domésticos?
Afortunadamente el común sentir de la humanidad se ha encargado de contestar a tales utopías; el hombre ha seguido el camino señalado por la naturaleza, y la mujer no se ha apartado del deber inherente a su sexo.
Hoy puede ya con razón decirse que el hombre domina a la naturaleza, obligándola a su voluntad como el señor al esclavo; elude el mortífero efecto de la electricidad atmosférica, apoderándose del rayo; asciende en globos aerostáticos a elevadas regiones, do el Águila audaz no ha osado respirar; surca los mares a impulsos del vapor; cruza los continentes con pasmosa rapidez a favor de majestuosas locomotoras; por el telégrafo eléctrico trasmite su palabra a las más apartadas regiones a medida que la pronuncia; prevé algunas borrascas y huracanes, bajo cuya destructora fuerza quedaría sepultado sin esta previsión; cambia los productos de la agricultura y de la industria con todas las naciones; a favor de la instantánea acción de la luz reproduce los bellos paisajes de la naturaleza, copiando todo lo notable y digno de recuerdo.
El hombre, Ilmo. Sr., que en el trascurso de los siglos ha hecho tan grandes descubrimientos, y realizado tantos prodigios con el sudor de su rostro, con el trabajo parcial y colectivo de tantas generaciones, con la voluntad más decidida, con ilimitada perseverancia, y con indecible abnegación, ha necesitado en medio de tantos afanes y de tan graves cuidados de un genio, que le impulsara, de un alma, que se comunicara con la suya y se consagrara a hacer más apacibles y dulces los días de su vida: este genio del bien para el hombre ha sido y es la mujer. Ella con mano misteriosa le empuja hasta el heroísmo; ella embellece el árido camino, que aquel recorre durante su peregrinación en la tierra; ella le da durante su juventud el fuego, que arde en su pecho y el éter, que inspira su alma, y luego haciéndose su dulce compañera y ayuda en el trabajo le presta consuelo en sus aflicciones, resignación y esperanza en la desgracia, y solaz y alegría en el ocio; ella es el estímulo, que hace ambicionar toda gloria, siendo el móvil de las gigantescas empresas y de los notables acontecimientos, que han formado y formarán época en la historia.
El hombre sin la mujer vería la tierra estéril, el Océano sin movimiento, y enmudecida toda la naturaleza; sin ella el poeta sería frío, el pintor pálido, y el escultor no daría animación a sus estatuas.
Véase, Ilmo. Sr., con qué fuerza de razón podemos asegurar que la mujer es el genio y móvil del hombre, destinado a sembrar de flores el camino de la vida.
El niño tiene una gran tendencia a la imitación; repite lo que ve, siente y escucha; de este modo forma y recoge todas sus ideas y conocimientos, reproduciéndolos fielmente a medida que se van formando, por esta razón observamos que dan principio por remedar los ademanes de la madre y la nodriza, que son las que le cercan y le sustentan, siendo su constante ejemplo una imagen donde dirigen y concentran la acción de sus sentidos; de aquí el que la madre deba de ser la primera en dar la educación a sus hijos, y solo ella puesto que la nodriza es el sarcasmo de la moda, repudiada por las leyes naturales, a menos de la escusa legítima de enfermedad de la madre.
Y a decir verdad ¿quién como la madre puede desde la cuna imprimir en el alma tierna del niño las dulces afecciones, que constituyen la base de la felicidad humana? ¿y quién como ella puede infundirle el sentimiento religioso, el amor a la familia y el deseo de hacer bien al desgraciado? ¿Qué sería en fin de los hijos, qué del tierno infante sin el doble alimento que la madre les propina solícita?
Recordemos, Excmo. Sr., por un momento los primeros años de nuestra vida, aquellas tranquilas horas en que libre aun el alma de pesares y de inquietudes el corazón reposábamos felices en el regazo materno; recordemos la ternura de aquella mujer, que sabía acariciarnos, estrechando a su pecho nuestras manos infantiles, e imprimiendo besos sin rubor en sus labios, en nuestras frentes candorosas; recordemos en fin cuantas veces enjugaría solícita nuestro importuno llanto, y nos adormecería dulcemente al eco de una balada de amor: este solo recuerdo dirá más que toda la filosofía; él nos la presenta como el ángel tutelar de la familia ¡destino sublime de la madre para sus hijos!
Aún no ha concluido, Excmo. Sr., la misión de la mujer: necesario era que ella, tan rica en sentimiento fuera destinada al último y más grandioso fin providencial.
La mísera humanidad siente en su seno la imperiosa necesidad de una mano protectora, que se ocupe noche y día en enjugar sus lágrimas y mitigar las penas y congojas, que la abruman. Esta mano benéfica es la de la mujer, ángel del bien; tesoro de caridad, fuente inagotable de compasión; destinada por la Providencia para ser el apoyo del anciano, el amparo del huérfano, madre cariñosa del expósito, bienhechora del pobre y consuelo del enfermo: la caridad es su gran virtud, el más bello ornamento de su alma.
En resumen, Ilmo. Sr., el destino de la mujer es el ser genio y móvil del hombre, que siembra de flores el camino de la vida, el ángel tutelar de la familia y de la caridad; destino conforme y ajustado a los dones y atributos, que posee.
Si la mujer es apta por sus condiciones para llenar el alto destino confiado por la Providencia ¿será mucho, Excmo. Sr., que pongamos todo nuestro cuidado en que le cumplan, dándola la educación más perfecta y saludable? No porque todo el bien que pongamos en la enseñanza de la mujer será nuestra mejor cosecha. Señalemos en breves líneas el canon de su enseñanza.
¿La educación física de la mujer es necesaria para cumplir su destino? No hay duda que la enseñanza para ser completa debe atender al desenvolvimiento de todas las facultades humanas, procurando el desarrollo de la organización primero, y luego el de los sentimientos e inteligencia, buscando su equilibrio y armonía.
El predominio de la parte material vigoriza el cuerpo, robustece los órganos y exagera las formas, quedando la inteligencia sumida en profundo sueño; la exageración del sentimiento y de la inteligencia da lugar a una complexión débil y enfermiza, sin aptitud para el trabajo, que desordenando las fuerzas perturbará el orden regular de la vida.
Sería altamente reprensible mirar con desdén lo que se refiere al desarrollo orgánico de la mujer: ya dijimos que por su destino tenía que ser madre, y para llegar a este fin necesita desarrollo y resistencia, teniendo que sufrir penosamente en la gestación, en el parto y durante la lactancia, teniendo que educar a sus hijos y trabajar en su hogar doméstico, preciso es a este fin que la alimentación sea sana y reparadora, y que nunca se descuide el esmero y limpieza del cuerpo para sostener el equilibrio de las funciones tegumentarias, cuyo objeto satisfacen las lociones, baños templados, o fríos según las estaciones.
Con la gimnasia debe procurarse en toda la infancia el desarrollo muscular, porque en pos de este viene el sistema óseo, facilitando las suficientes dimensiones de las cavidades esplánicas, como el tórax y la pelvis, haciéndose también eficaz remedio contra todas las afecciones vaporosas e histeriformes, a que la mujer propende por su naturaleza, y alejando las graves enfermedades de la raquitis, las escrófulas y demás deformidades, que son consecuentes.
Aun cuando la inteligencia de la mujer no necesita de gran desarrollo para llenar su destino, ni sus facultades reflexivas son lo más idóneas para el progreso científico; sin embargo, su abandono sería causa de que decayese la mujer en consideración y prestigio, según se desprende de lo ya dicho. Estamos muy lejos de pretender la formación de mujeres eruditas, propias para brillar en las Academias y Ateneos; solo queremos que se conozcan a sí mismas, a los seres que las rodean, las relaciones y dependencia, que entre sí tienen con arreglo a las leyes del universo. Ayudado así su natural talento con las luces de la ciencia, podrá pensar con rectitud y claridad, juzgar con buen criterio, y alejar las muchas preocupaciones, que ofuscando la razón inculta la hacen supersticiosa.
Esta parte de la educación de la mujer no debe dar principio hasta la edad de siete años; antes de esta época la organización es todavía imperfecta, teniendo que atender a la importante necesidad de su desarrollo físico.
La educación moral, Excmo. Sr., siendo la más importante, es preciso que esté basada en el completo conocimiento de los deberes inherentes a las diversas situaciones de la vida, caminando paralela a la educación física e intelectual en armonía con el desenvolvimiento progresivo de las necesidades, que van surgiendo en las diferentes edades; de esta manera podrá cumplirse con la naturaleza y su destino.
En la infancia es necesario inculcarla desde luego el deber de tributar a Dios homenaje por su infinita bondad con el santo y sencillo lenguaje de verdad y reconocimiento; del mismo modo se la enseñará el respeto, que debe a los padres y superiores, creando hábito de obediencia para el curso ulterior de su vida: es necesario además convencer a la mujer en su adolescencia de que por holgada que sea su posición y elevada su cuna no se hallará libre en las vicisitudes de la vida de quebrantos de fortuna, que podrán reducirla a la estrechez y hasta a la pobreza, haciéndose indispensable para hacer frente a esta calamidad y sobrellevarla con dignidad y sin deshonra, acostumbrarse al trabajo.
En la época de la pubertad, cuando las pasiones empiezan a despertarse, cediendo la mujer al poderoso instinto del amor, comenzando a dar valor a su belleza física, que con tanto empeño quiere realzar con vistosas galas y atavíos, necesario será hacerla comprender que, sin olvidarse de las formas exteriores, es más indispensable atender a la cultura y perfección de su belleza moral.
En efecto, nada hay en la mujer comparable con la virtud; es la joya de más precio, y el más justo título que puede presentar para ser hermosa y encantadora a los ojos del hombre: la virtud es su más bello ornamento, la flor de más grato aroma, que puede colocar sobre su cabeza; el mejor imán para atraer los corazones, no solo de los que aman y son inclinados al bien, sino de los que hacen alarde del vicio. En esta misma edad es indispensable una gran enseñanza, la que por punto general se descuida demasiado con gran detrimento de las costumbres y de la familia; me refiero a la preparación de la mujer para el matrimonio, pues entonces es cuando principalmente deben inculcarse los altos deberes anejos a este estado, la gran responsabilidad que envuelve, y la importancia de sus consecuencias. Será conveniente prevenirla de los graves inconvenientes de una elección caprichosa, y de las eventualidades de la primera impresión; que atienda siempre a la conducta y moral del hombre, a sus costumbres, a su mérito intelectual y a su carácter más bien que a su fortuna y a las conveniencias sociales.
Tampoco deberá olvidarse el importante deber de lactar a sus hijos; deber sagrado e imprescindible siempre que las condiciones de su organización y salud se lo permitan: nadie puede suplir a la madre en el celo y prolijos cuidados que el niño reclama en los primeros días de su vida. La lactancia por nodriza es un recurso de artificio, es una sustracción a la ley más sabia y previsora de la naturaleza; en vano es que se proclame el empobrecimiento y deterioro de la madre, que aprecia más sus formas que al fruto de su amor, pues la ciencia y la observación están de común acuerdo para demostrar que la lactancia, lejos de deteriorar la salud de la madre, es la mejor y más segura garantía de su conservación.
Prolongaríamos mucho más, Excmo. Sr., el programa de la enseñanza moral de la mujer; pero temiendo molestar demasiado vuestra atención, concluiremos proclamando y estableciendo como el más seguro y eficaz método, el que se funda en el ejemplo dado por los padres, y demás encargados de formar su corazón; como principios y bases fundamentales sentaremos la Caridad, el sentimiento religioso, el amor a la familia y al trabajo, y no dudamos que apoyados en tan sólidos principios, lograrán los padres la mejor, la más pura y la más santa de las educaciones, que pueden y deben proporcionar a sus hijas. Esta será la educación de la mujer más conforme con los altos destinos, que la Providencia la ha confiado.
He dicho.
{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 30 páginas.}