Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

 
Biografía de
 
D. Antonio María García Blanco
 
escrita por sí mismo, o sea
 
Historia compendiada de los
conocimientos hebreos en España

 
 

MADRID: 1869
Imprenta de Tomás Rey y Compañía
Fomento, 6




En el Análisis histórico-critico de la Escritura y Lengua hebrea, publicado el año 1851, aparece una biografía escrita por mí, como complemento del Análisis que iba haciendo de los gramáticos y lexicógrafos hebreos, la cual quiero repetir ahora por vía de regalo a mis suscritores, añadiendo después lo que desde entonces acá ha adelantado el estudio y he hecho yo en pro de él, correspondiendo a lo que Dios, el Gobierno y la suerte me han favorecido bajo todos conceptos: decía pues así:

García Blanco

Después de los beneméritos gramáticos referidos (Glaire, Preischwerk, Ewald, Gesenius, Puigblanc, Bahamonde, Verneda y Vila, Sthorr, Hempel, Schroeder, Ladvocat, Platner, Pacini, Robetson, Schultens, Speidelio, Cuadros, Guarino, Hiller, Danz, Schichard, Erpenio, Alting, Buxtorfio, Drusio, Blancuchi, Trilles, Cantalapiedra, Quincuarbóreo, Zamora, Elías Levita, Santes Pagnino, Simonis, Winer y otros); al lado de un coloso como Orchell, y de en medio de tantos y tan distinguidos discípulos como dejó en Valencia y en Madrid, osadía ciertamente es en nosotros presentarnos en la galería de gramáticos hebreos que venimos formando, sólo porque hayamos podido retener algo de las luminosas doctrinas de aquel hombre, y el Gobierno nos haya auxiliado para su publicación: raya sin duda en arrogancia temeraria el querer dejar tan acabado el cuadro de la historia crítica de la escritura y lengua de los hebreos, y del estado de estos conocimientos entre nosotros, que hagamos figurar, siquiera en último término, nuestra humilde biografía y nuestros conocimientos, y esto por nosotros mismos y a grandes rasgos de tosca pluma propia. Mas no es en manera alguna vana arrogancia de nuestra parte; sino que, conceptuándonos como el último discípulo de Orchell en todos sentidos, el que subsana del mejor modo posible la falta de su maestro, y ha tenido la gloria de perpetuar su memoria, escribiendo de gramática hebrea en España bajo sus inspiraciones, quiere dejar consignada su biografía y la historia de sus escasos conocimientos filológicos, para que ni recaigan sobre otro alguno las faltas que tenga su Análisis filosófico de la escritura y lengua hebrea, ni se adorne nadie con sus laureles, si llegare a merecerlos; ni se tergiversen los hechos; ni se dude con el tiempo dónde, cómo, de quién, por qué evento o en qué forma aprendimos lo que dejamos consignado.

Nacido en la villa de Osuna, el 24 de Setiembre del año de 1800, hijo del Dr. D. Antonio García y García y de Doña Juana Blanco y Gutiérrez, su legítima esposa, no hubiera ciertamente salido jamás de aquella villa ni de la medianía en que la fortuna constituyera desde su principio aquel feliz matrimonio, si la revolución del siglo, tres veces incoada y otras tantas reprimida, no me hubiese ya directa ya indirectamente arrastrado hasta dejarme, cual despojo de recia tempestad, al borde mismo del precipicio en que pudiera haberse consumado mi ruina.

Era mi padre catedrático de Filosofía, y después de Medicina, en la Universidad fundada por los condes de Ureña, y médico de gran concepto en la villa de Osuna, con alguna poca hacienda, casa propia, y larga parentela en ella y en los pueblos de la comarca; circunstancias todas que dificultaban su salida de aquella villa o la traslación de la familia, y alejaban la necesidad de tener yo que salir a parte alguna para completar mis estudios ni para lograr una decente colocación. Bajo tan tranquilos y felices auspicios pude hacer, juntamente con mis dos hermanos Francisco de Borja y Juan Nepomuceno, los estudios de primeras letras, lengua latina y filosofía sin mayor dispendio ni necesidad de separarnos de nuestros padres: a su lado también hicieron ellos la carrera de Medicina y yo la de Teología, con buenas notas siempre y suma puntualidad, aprovechándonos todos de los buenos conocimientos y continuado estudio de nuestro ilustrado padre, que suplía de este modo y con su gran talento cuanto faltaba a nuestros maestros respectivos para satisfacer sus deseos y llenar las miras que se proponía en nuestra educación y carreras respectivas.

Fue nuestro maestro de primeras letras D. Juan José Rodríguez, bajo la dirección de la Sociedad patriótica de Amigos del País de aquella villa; hombre benéfico, de buena presencia y accidentes, amante de sus discípulos, patriota el año de 1808 y liberal de buena ley en el de 1820, como nuestro padre y lo más sensato de España en aquellos tiempos. Con él aprendimos a leer y escribir, unos principios de Aritmética, y los rudimentos de Religión.

De la escuela salimos con excelentes notas, y aún ganando premios de aplicación y buena letra, para pasar a la gramática latina, cuyo catedrático era D. Nicolás Ruiz, anciano antipático, desabrido y aún cruel con sus discípulos; endeble persona, color cetrino (el antítesis de nuestro D. Juan Rodríguez); hombre que si sabía, como la voz pública pregonaba, al menos no era enseñar; mas no había otro mejor en Osuna, era el catedrático de la Universidad, y con él tuvimos que conformarnos por espacio de tres años; en ellos no nos sirvió la sombra de nuestro buen padre ni la nota de aventajados discípulos que merecíamos, para dejar de llevar descomunales y desaforados palmetazos, hasta recibirlos yo adelantados para cuando hiciera motivo, en aquellos raptos mastigiales que el buen D. Hermógenes padecía. Así fuimos pasando tiempo y acostumbrándonos a sufrir, y familiarizándonos con el Breviario y algunos trozos de Cicerón y Virgilio, que era cuanto se traducía; mas al cabo nos hacía pronunciar bien el latín; nos quitó mil resabios y faltas de urbanidad que traíamos de la escuela, y ganamos tres años de tiempo, que era lo que necesitábamos.

De aquel asendereado estudio pasamos a Filosofía, y yo tuve la fortuna de entrar en ella cuando mi padre empezaba curso; pues que, según el plan de estudios que regía entonces, cada catedrático de Filosofía empezaba Lógica un año, y continuaba en los dos siguientes explicando a los mismos discípulos Física en el segundo, y Ética y Metafísica en el tercero: por esta feliz casualidad logré yo oír las explicaciones de Lógica, Física, Metafísica y Ética de boca de aquel gran lógico, de aquel excelente físico entonces, de aquel sabio metafísico y rígido moralista, cuya claridad, método y habilidad para simplificar y extractar las materias no ha tenido semejante.

Concluidos los tres cursos de Filosofía recibí el grado de bachiller, previos los ejercicios que me fueron aprobados nemine prorsus discrepante, y pasé a estudiar Teología; el primer curso o Lugares teológicos con el Padre lector jubilado Fr. Manuel Marrufo, catedrático de esta asignatura en la Universidad; los dos de Instituciones teológicas con los doctores D. Francisco de Paula Crespo, abad posteriormente de la Colegiata, y D. Juan Nepomuceno Cascallana y Ordoñez, obispo hoy de Astorga y Málaga, rector entonces de la Universidad; y el curso de Escritura con el doctor D. Francisco Mena y Morales, catedrático de esta asignatura y secretario de aquella Escuela. A ninguno de ellos oí hablar de la necesidad del estudio del hebreo para la inteligencia de la Escritura; pero mi buen padre, que había sido contertulio de algunos sabios colegiales y eclesiásticos de su tiempo, y que les había oído ponderar la importancia de esta lengua para la verdadera inteligencia del Antiguo Testamento, y la del griego para la del Nuevo, me inculcaba constantemente esta idea, a fin de aprovechar la primera ocasión que se proporcionase.

Ofreciómela luego Dios, pues que de resultas de la vuelta a España de Fernando VII (el Deseado), por Mayo del año 1814, y abolición de la Constitución de la Monarquía española, sancionada en Cádiz en el de 1812, fue encausado el Dr. D. Pablo de la Llave y Ávila, natural de Nueva España, residente entonces aquí en Madrid, encarcelado como individuo del Tribunal Supremo de Censura, y absuelto por gracia en el año 1815: en el de 16 fue a Osuna de canónigo dignidad de aquella Colegiata, nombrado por su patrono el Excmo. Sr. Duque de este nombre, y he aquí el origen de mis hebraizaciones; he aquí cómo una revolución y contrarrevolución desastrosísimas fueron el principio providencial de que un escolar de Osuna, en donde apenas se había oído hablar de hebreo, tuviese quien le diera los primeros rudimentos de la lengua y le hiciera gustar sus bellezas y filosofía.

En efecto, habiendo llegado a Osuna el Sr. La Llave a fines del año 1816, trató, siquiera por distracción, de difundir gratuitamente sus conocimientos de Hebreo, Griego y Botánica entre los jóvenes que quisiesen utilizarse de ellos; mas sólo los hijos de D. Antonio García se presentaron a tan generoso llamamiento, y emprendimos nuestro estudio en el año de 1818; mis hermanos el de Botánica, y yo el de lengua hebrea, con los que respectivamente nos lisonjeábamos. ¡Cuál sería el júbilo de nuestro padre al vernos gustar ya y aficionarnos diariamente a unos ramos tan propios de nuestras respectivas carreras, y cuya importancia conocía él tan perfectamente! Y ¡con cuánto gusto distribuía entre nosotros sus días aquel benemérito eclesiástico, ora analizando Salmos y trozos de la Biblia original, ora leyendo y rindiendo gracias al Criador en el gran libro de la Flora de aquel fértil y delicioso país! ¡Qué amenos se nos hacían las días alrededor de él, los unos cogiendo y clasificando flores, el otro balbuceando la conjugación hebraica y algún Salmo original! Así se pasó el tiempo sin sentir; él dulcificó su honorífico destierro, pues por tal tenía la necesidad de residir en Osuna, y nosotros saboreamos manjares que jamás hubiéramos pensado ni aún gustar.

Era D. Pablo de la Llave de alta estatura, pelo cano y color blanco, facciones simpáticas, de trato amabilísimo, generoso, llano y liberal, apasionado a dulce, frutas y buen tabaco, divertido y ameno en su conversación, muy sociable y muy instruido. Había venido a España, concluida su carrera de Filosofía, Teología y Ciencias naturales en la Universidad de Méjico, a correr cortes y llevarse para allá algún destino o dignidad eclesiástica correspondiente a su clase; mas con la revolución de 1808 se trastornaron sus planes, y lo peor fue que se halló incomunicado con su país y su casa por algún tiempo. Entonces emprendió su caminata por París, Londres y otras capitales que deseaba ver, y fue a parar a Cádiz, en donde se hallaba el Gobierno de España constituido durante la ausencia de sus reyes. Allí fue nombrado individuo de la Junta Suprema de Censura, estrechó sus relaciones con los primeros patriotas, y se hizo conocer por su despejo y sus ideas liberales, que fueron las que después le acarrearon la persecución ya indicada. En ella perdió sus libros, y cuanto tenía; pero no su paciencia y aquella frescura de alma y aquella nobleza de sentimientos con que le dotara Naturaleza; como lo demostró en una oración fúnebre que compuso en el calabozo a la muerte de cierto ratoncillo de seis que le pariera una rata allí mismo; pero lo mejor y lo que más cumple a nuestro propósito fue que al desvalijarle, registrarle, embargarle y desembargarle tantas veces sus libros, sus papeles y equipaje, todavía le dejaron y pudo conservar por providencia un tomo de la Biblia hebrea de Simonis, un librito de Salmos, la gramática de su amigo y condiscípulo Puigblanc, y un diccionario, no recordamos de quién, pero sí que era muy malo. Este fue el hombre y estos los primeros elementos para nuestras conferencias hebraicas: tal es el origen de mi hebraísmo.{1}

Obtenida certificación muy honorífica de haber estudiado la lengua privadamente con él por espacio de un año, que era cuanto se necesitaba para el grado de bachiller en Teología, según el plan de 1807, me gradué y fui aprobado nemine prorsus discrepante en el año de 1821. Ya antes, en el de 19, lo había sido igualmente en los ejercicios para los grados de licenciado y maestro en Artes que se me confirieron, haciendo de padrino mi buen padre: cuatro años antes también había sido nombrado capellán de Coro de la Colegiata por voto unánime de su Cabildo, en virtud de mi vocación para la carrera eclesiástica y de los conocimientos que tenía de canto llano y figurado, a que tuve particular afición desde niño; afición que fomentaron mis padres, pues era máxima suya que todo hombre de letras debía aprender un oficio mecánico y a tocar un instrumento. Así lo practicamos nosotros; y era tal el gusto de mi parte al canto gregoriano, que el día 28 de Enero de 1810, día de juicio en Osuna, como vulgarmente se dice, pues entraron en ella los franceses por primera vez, yo, no obstante, fui a casa de mi maestro D. José Roldán y Navarro, sochantre de la Colegiata, a dar mi lección de canto llano como siempre; rasgo característico en mí, que jamás me he distraído ni retraído de una cosa que me guste o a que me aplico, por peligros o consideraciones que se interpongan: la circunspección en mí no tiene lugar, sino mientras no estoy bien poseído de un pensamiento o afectado de algún instinto o sentimiento que me embargue.

Absolutamente parece que no llevó la providencia a Osuna a D. Pablo de la Llave más que para que me iniciase en el hebreo; pues que, apenas podía yo leer y comenzaba a traducir, cuando me lo arrebató la misma revolución que me lo había proporcionado. En efecto, en 1820, jurada por el rey la Constitución de la Monarquía, volvió D. Pablo a Madrid a su plaza de vocal de la Suprema Junta de Censura, y yo quedé sin un libro hebreo siquiera en que leer. Mas aquella misma revolución, que me cerraba por un lado las puertas de mi nueva ocupación, me las abría más francas aún dentro de mi misma casa.

Nombrado diputado a Cortes D. Antonio García por la provincia de Sevilla, cargo que jamás solicitó, aunque pocos lo merecían mejor, estaba ya puesta la tabla de salvación para mi hebreo; porque al menos, viniendo a Madrid mi padre, me proporcionaría libros; y éste fue el único encargo que hice a mi hermano Juan Nepomuceno, que le acompañaba a esta corte: comprar cuantos libros hebreos o griegos encontrase. Algunos me compró en efecto; pero no fue menester que se molestase por mucho tiempo, pues que al año siguiente, por indisposición suya, tuvo que irse a casa, y, lo que menos podía yo esperar, determinó mi padre que viniese yo a sustituirle. Ya está asegurado el complemento, o al menos la continuación de mis estudios hebraicos.

Apenas llegué a Madrid, voy a verme con mi amabilísimo D. Pablo: alégrase tanto con mi venida, cuanto sentía separarse de su querido Nepomuceno: háblame al momento de Orchell; y no se pasaron muchas horas sin que ya conociera yo aquel genio valenciano. Voyme en efecto a San Isidro, entro en la Cátedra de Hebreo, recuérdole el nombre de su discípulo y amigo La Llave, óigole hablar, y quedo enamorado del hebreo tanto como del alegre y vivaz aspecto del profesor: faltábame tiempo para volver al Palacio de las Cortes, a darle nuevas a mi buen padre, que preguntaba, inquiría y hacía como que se le olvidaban mis noticias y observaciones para oírmelas de nuevo.

Ya no perdí yo un día ni un momento siquiera en escuchar aquel hebraísmo personificado: maquinalmente me salía algunos días de la Cátedra de Disciplina eclesiástica, a que asistía para concluir mi carrera de Teología, por entrarme en la de Orchell: ni la afluencia y colosales conocimientos de D. Joaquín Lumbreras, el primer disciplinista de España, ni la curiosidad de un joven de veintiún años que sale por primera vez de su casa y se halla en un Madrid, ni los deseos de oír hablar en Cortes a tanto hombre docto, a tanto sincero patriota, a tantos héroes como la fama y los periódicos me habían hecho en Osuna admirar y desear oír, ni las distancias y los rigores de la estación de invierno para un andaluz en Madrid, nada ni todo junto era capaz de hacerme perder un solo día de Cátedra de Hebreo, hasta concluir mi curso y ganar mi certificación.

También fue providencial el modo de hacerme de Biblia, Diccionario, Gramática y algunos otros libros de hebreo. Bien entrado era ya el curso y el invierno de 1821 a 22, y yo no tenía más Biblia ni más Diccionario que los que, como había de costumbre, me prestara mi maestro: en Madrid no se hallaba un libro de esta clase sino por milagro: esas librerías extranjeras o de relaciones con el Extranjero apenas se conocían entonces, y estaba uno sin saber de quién valerse para adquirir una Biblia. Saliendo de cátedra un día, hablaba yo de esta calamidad con mi condiscípulo y amigo D. Luis Usoz, y nos dirigimos a cierto librero de la Carrera de San Jerónimo, que tenía libros extranjeros, preguntándole por Biblias hebreas y Diccionarios. ¡Cosa rara! Un hombre que jamás nos había visto, se tomó tanto interés por nosotros, que sin exigirnos prenda ni garantía de ninguna clase (cosa que diez y seis años después, ya catedrático de esta Universidad, tuve yo que sufrir en casa de Poupart, la primera vez que encargué libros hebreos), hizo venir por su cuenta dos Biblias y dos Diccionarios de Simonis, que recogimos y pagamos luego que llegaron (veintidós duros), quedando así habilitados con libros nuevos los que más distantes acaso estábamos de adquirirlos.

Otra tarde, paseando yo con mi padre por la calle de la Montera, me deparó Dios, entre los libros de un portal, la obra de Schultens, Origines et defectus linguæ hebreæ, que compré por 20 reales: otro día las Dissertationes filologico-criticæ de Juan y Alberto Schultens (24 rs.): a poco me proporcionó Orchell la Gramática de Schroeder, de los libros del Sr. Pérez Bayer; y, por último, hice un cambio ventajoso de la Traducción de los Salmos, de D. Tomás González Carvajal, por un ejemplar completo de Guarino, cuatro tomos en 4.º mayor, pasta: ya tenemos Biblioteca. Pero lo malo era que concluía la segunda legislatura de mi padre, y sería necesario volverse a Osuna con un curso solamente y no completo de lengua hebrea; pues que por Marzo entraba nueva Diputación, allá tenía yo Universidad donde seguir mis estudios eclesiásticos, y no estaba la casa para muchos gastos después de los sacrificios hechos y en víspera de los nuevos e incruentos que le esperaban.

No obstante, habiendo hablado mi padre con Orchell, determinó que me quedase hasta concluir el curso, y que volviese al siguiente para perfeccionarme en el hebreo: continúo, en efecto; me designa Orchell para argüir en el ejercicio de fin de curso que había de sostener D. Miguel Orive y Argaiz sobre la antigüedad, no la más remota, de la lengua hebrea; arguyo, y tengo también el ejercicio de fin de curso de la Cátedra de Disciplina eclesiástica, que me encargó el Dr. D. Joaquín Lumbreras, y marcho a mi casa; mas vuelvo por Octubre, y gano otro curso de hebreo, al mismo tiempo que estudiaba Derecho público eclesiástico y Teología Pastoral, Liturgia y Ejercicios de predicación, que era el segundo que me correspondía, después del bachillerato, para el grado de licenciado en Teología.

Ya comenzaba yo a sentirme con disposiciones para la enseñanza, y a inventar medios de simplificar más aún el estudio del hebreo. Ya en aquel segundo año de Orchell, le presenté un día la complicadísima doctrina de mutación de puntos, reducida a las cinco claves generales con que hoy la explico en Cátedra y la dejo consignada en este Análisis: Orchell las meditó y no dijo nada; mas siguió dándome libros para que leyera: la lectura de éstos, el ejercicio continuo de Cátedra, y la incansable asiduidad de Orchell fuera de ella, pusiéronme en tan buen estado, que él mismo me instó a que solicitase la sustitución de la Cátedra de Hebreo de Granada, para donde estaba nombrado mi padre catedrático de la Escuela de Medicina que había de establecerse allí, por el nuevo plan de las Cortes de 1821. Hago luego mi solicitud; pide la Dirección general de Estudios informes al maestro: dalos tan cumplidos, que aún a mí mismo, cuando me los leyó, me parecieron exagerados; y nómbrame la Dirección sustituto de la Cátedra de Granada; pero no; que mi vocación tiene que sufrir segunda prueba, y otra revolución es la que ha de coronar mis afanes.

Ya instruido yo, a mi parecer suficientemente, y tan autorizado como queda dicho, la contrarrevolución da por nulo en 1823 todo lo hecho en aquellos tres últimos años; queda abolida la Constitución a la salida de Cádiz del rey Fernando, y con esto entregados lo liberales a discreción de un populacho que no conoce sus intereses, y es manejado a placer por hombre pérfidos, hipócritas y egoístas, que lo arrastran a todo género de excesos.

De repente el diputado a Cortes que tres años antes era proclamado como padre verdadero de la patria; que a su entrada en Osuna, después de su nombramiento, había sido recibido por la comitiva más brillante que jamás se vio en aquel pueblo; que durante su diputación no mereció otra calificación, en las verídicas semblanzas que se publicaron por aquel tiempo, que la de Médico gotoso, popular, constitucional, benéfico e instruido; que antes de la diputación había promovido, como síndico del pueblo, el repartimiento de más de tres mil fanegas de tierra entre braceros o jornaleros, yunteros y rancheros a razón de dos, cuatro, ocho y ochenta fanegas cada uno según su clase; que había pedido el establecimiento de cuatro parroquias, como perito y conocedor de los perjuicios que se irrogaban a la salud pública, por no tener la villa más que una pila bautismal, y esa fuera de poblado y en lo alto de una colina; y que lo había conseguido contra la casa de Osuna, obligándole, como a patrono que percibía todos sus diezmos, a que dotase el culto y clero de todas cuatro; que en la primera época de Constitución, ya por los años de 1813 y 14 había hecho, como síndico que fue también, unas cobranzas heroicas de cantidades inmensas que debían ciertos señores del pueblo a sus Pósitos y Propios ; que llegó a juntarse a la vez con ochenta de aquellas ruidosas causas de malversación y usurpación de fondos del común contra personajes del más alto coturno; que salió tan puro y victorioso de todo ello, como que mereció por una Real orden del mismo Fernando VII, que llegó a entender en las causas y cosas de Osuna, el conservar en su poder una llave del Depósito de papeles y Archivo en que se custodiaban los documentos y comprobantes de todo, hasta que por inventario y otras Reales órdenes se fue disponiendo de ellos; que acechado, espiado y comprometido de mil modos, jamás hubo un motivo que empañase su envidiable reputación; el catedrático de más probidad y conocimientos de la Universidad de Osuna entonces; el médico famoso de aquella comarca; el patriota neto; el cristiano sin tacha; D. Antonio García, y su familia, y su casa, y sus bienes, y su profesión, y su antigua Cátedra, todo se vio envuelto en una proscripción impía, de índole ruin, que no dejaba ni aún salir a la calle a las personas. Los insultos, las amenazas, las piedras, las balas y el fuego, todo se intentó y se puso en juego contra una inocente familia. ¡A Dios para siempre Cátedra de Fisiología de Granada! ¡A Dios también sustitución de Hebreo! ¡A Dios por entonces esperanzas lisonjeras! ¡A Dios estudios y carrera bonancibles! Todo se hundió con la libertad de España;{2} pero no las buenas doctrinas de Orchell, ni los primeros rudimentos de Don Pablo de la Llave, ni la afición al hebreo que el mejor padre había sabido inspirarme.

Entre espectáculos y asonadas, como la que acabamos de notar, se pasó el verano de 1823, y llegó el tiempo de abrirse la Universidad. Con cuatro meses del mayor desenfreno popular, de encierro y torturas de espíritu, y de proscripción casi mortal, ¿quién no pensara que estaría ya suficientemente purgado cualquier delito que hubiésemos cometido, no siendo de los que merecieran encarcelamiento, azotes, tormento, presidio u horca, como realmente no lo sería, puesto que por piedad no es de suponer nos lo hubiesen indultado? ¿Quién no creyera que al menos al alcázar de las ciencias no habían de llegar los bárbaros atentados del pueblo soez y de sus mandarines, serviles instrumentos de pasiones e intereses innobles y mezquinamente dominantes? Yo al menos así lo creía, cuando fui a matricularme en el último curso de mi carrera; pero me engañé; que no solamente estaba perdido el hebreo, sino que hasta mi natural porvenir se me dificultaba, cerrándoseme las puertas de Minerva.

Entonces me acogí a Ceres; y retirándome al campo, pasé cuatro años en una pequeña hacienda de viñedo que tenemos en término de Osuna, al partido que se llama la Gomera. Allí, pasados los primeros enfados y desahogos naturales, vi que tenía bellísima proporción para entregarme a la lectura y meditación de mi hebreo, única cosa que me gustaba y distraía por entonces. Compartido el tiempo entre el trabajo geopónico y el estudio, llegué a vivir, no sólo conforme, sino contento y entusiasmado en aquella soledad. ¡Con cuánto gusto recorría yo mis libros, que llegaron a impregnarse del humo de una casa rústica y de los aromas de aquel campo! ¡Con qué entusiasmo leía aquellos Salmos originales los domingos, aquellos Proverbios de Salomón, y aquel Eclesiastes y aquel Job todos los días! ¡Cuántas vueltas di a la Biblia hebrea en cuatro años! Confieso que en lo más rigoroso de las persecuciones y en medio de mi desgracia no perdí jamás de vista mis libros hebreos, ni la afición a leer la Biblia original, y así aconsejo a mis discípulos que estudien hebreo, hasta por recurso para las adversidades.

Cuatro años después, esto es, el de 1827, habiéndose publicado edictos para las oposiciones de los curatos vacantes en el Arzobispado de Sevilla, salí yo de mi forzoso-voluntario destierro, tostado como un etíope, incivil más de lo que naturalmente era, y fui a firmar la oposición. Terminados los ejercicios, en que parece saqué muy buena censura por la disertación teológica y demás ejercicios; pero muy mediana por el examen de Moral, que se hacía por el Prontuario del P. Lárraga, merecí ser propuesto para el curato de Valdelarco, vicaría de Aracena, diez y siete leguas de Sevilla, pueblo de sierra de hasta doscientos vecinos, fresco y alegre para primavera y verano, y cuya renta era la suficiente para mantenerse el cura sin indigestiones ni hambre, sin lujo en la ropa y casa, y sin más trabajo que el que voluntariamente quisiera invertir en el ministerio, y la penalidad de no tener con quién hablar sino de castaña, cerdos, necesidades y chismes de lugar. Tomé posesión de mi curato, con gran contento propio y del pueblo, y me volví a Sevilla para ordenarme, porque sólo estaba tonsurado: mas aquí nuevos trabajos, llevaderos no obstante, porque al fin era cura y ya conocía el recurso de la Gomera, a cuya despedida confieso me conmoví.

Tomando el Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo Cienfuegos nuevos informes para las Órdenes, resultó, según me dijo el secretario de cámara, D. Manuel María Arce, que el que pocos meses antes había sido muy bueno para cura, y joven de grandes esperanzas, se había convertido repentinamente en muy malo, indigno de ordenarse, impío, liberal y de recuerdos ominosos; por lo cual su Ema. determinaba suspender mi ordenación hasta desvanecer esta contradicción que entre unos y otros informes se advertía. Tranquilo y aun indiferente oí la resolución superior; y después de haber contestado improvisada y satisfactoriamente los necios, falsos e infundados cargos que se me hacían, procedentes de los celosos realistas y piadosos cristianos de Osuna, que tan desfavorablemente informaran, me volví a mi casa a esperar el desenlace de un enredo que no sabía yo cómo habría de desatar el más eminente prelado.

No tuve mucho tiempo que esperar; pues hubieron de pedirse nuevos informes, y yo fui llamado para las Órdenes con urgencia; advirtiéndoseme que me servirían todas las diligencias practicadas anteriormente, y hasta los ejercicios espirituales que había tenido en San Felipe. Efectivamente, en tres domingos consecutivos recibí las Órdenes menores y mayores hasta el Presbiterado, en virtud de extratémpora que había conseguido del Nuncio de S. S., y quedé en íntimas y tan cordiales relaciones con mi ordenante el Ilmo. Sr. D. Vicente Román y Linares, obispo de Danzara, auxiliar de Sevilla en aquel tiempo, que a su fallecimiento le hice la oración fúnebre y publiqué las muchas buenas prendas de aquel hombre de bien y obispo bueno. Ya ordenado, pasé por Diciembre de 1828 a mi curato, que desempeñé hasta el de 1831, en que fui promovido, en virtud de otra oposición, al de Santa Cruz de la ciudad de Écija.

Claro está que en Valdelarco tuve gran proporción de hebraizar y de leer cuanto quería, puesto que, aún por recurso, tenía que hacerlo así; y confieso que, fuera de las pocas horas que me ocupaba el ministerio, todo lo demás del día y de la noche lo invertía en esto; pero conviene y quiero dar un ligero bosquejo de mi vida en aquel destino. Desde el día de Pascua de Navidad de 1828, en que prediqué por primera vez bajo el tema de Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonæ voluntatis, no dejé de hacerlo constantemente todos los domingos y fiestas del año, hasta mi despedida, que verifiqué por escrito y leyó en mi nombre un domingo, al ofertorio de la Misa mayor, D. Juan Antonio Domínguez, presbítero piadoso e instruido de aquella villa, ocupado casi siempre en la visita del Obispado de Badajoz por comisión de su ilustre pariente el Sr. Delgado, obispo de aquella diócesis. Este buen eclesiástico se encargó de leer a mis feligreses la despedida de su párroco, que no pude yo hacer en persona por estar ausente y enfermo con tercianas, de resultas de unas calenturas epidémicas que contraje a mediados de 1830; tercianas que me aquejaron durante once meses, y en medio de las cuales hice la oposición para el curato de Écija.

En Valdelarco me propuse ensayar cuanto puede hacer un párroco en la instrucción y costumbres de un pueblo; y vi que podía hacerse cuanto se quisiera, siempre que haya caridad y tesón por parte de aquél. Yo entablé la práctica de la oración y la lectura devota diariamente, y del Catecismo los domingos, y conseguí los mejores resultados: todas las noches, al toque de oraciones, media hora de oración, por las meditaciones del P. Nepeu, sobre un punto de Física o Historia natural; ejercicio que agradaba tanto al pueblo como el Rosario y devociones que después seguían, y la lectura del Año cristiano con que acabábamos; entre todo se gastaba hora y media, a que concurría la mayor y mejor parte del pueblo. Los domingos, en que la concurrencia era mayor, se leía y explicaba el Catecismo en lugar del Año cristiano; por las tardes se enseñaba doctrina a los muchachos y adultos que querían acudir al toque, y por las mañanas se hacía la explicación del Evangelio. Esto todo el año, y un año tras otro, llega a producir una morigeración en las costumbres, una ilustración en las gentes, que a legua se distinguían los de Valdelarco de todos los de la comarca: contribuiría también a ello la buena índole de aquellos habitantes, y la cadena de curas que se contaban, ya por más de medio siglo, que con corta diferencia seguían la misma costumbre en cuanto a predicación y doctrina.{3}

En tal pueblo hice la segunda incubación, por decirlo así, de mi hebreo: de allí pasé a Écija, en donde permanecí ocho meses solamente, a pesar de que fui cura dos años; pues primero por mi enfermedad, y después por la epidemia del cólera que acaeció, estando yo haciendo oposición a la Magistral de la Capilla Real de San Fernando de Sevilla, incomunicada esta ciudad, sólo volví a Écija a levantar mi casa y despedirme para mi nuevo destino en Diciembre de 1833. Esta fue la temporada de menos hebraización; mas en cambio lo desquité en la que sigue.

Habiendo estado vacante por mucho tiempo la Magistral de la Santa y Real Capilla de San Fernando y Nuestra Señora de los Reyes de la ciudad de Sevilla, hice oposición a ella el año 1833, tomando antes el grado de licenciado en Teología en aquella Universidad, cuyos ejercicios y los de oposición me fueron aprobados por unanimidad; y como era único opositor, fui propuesto para la vacante, que se dignó S. M. conferirme en Marzo de 1834. Aun no había tomado posesión de mi prebenda, ya solicité del Claustro de la Universidad el nombramiento de sustituto de la Cátedra de Hebreo, que también había mucho tiempo se hallaba vacante por falta de sujeto que pudiera desempeñarla: el Claustro, vistos mis antecedentes y los documentos que presenté, me nombró sin contradicción alguna, merced a los buenos oficios de mi compañero, el doctoral de la Real Capilla doctor D. Fernando Arenzana, y D. José María Murta, catedráticos ambos de Teología, y conocedores, aunque no de la Lengua, de su importancia para el estudio de la Escritura y demás ciencias eclesiásticas. Nombrado catedrático, ya vi abierta la puerta de mi verdadero destino.

Anunciada la nueva Cátedra, se me presentaron por únicos discípulos los jóvenes D. José María de Torrejón y D. José María Rojo, ambos abogados de los Reales Consejos, y ambos iniciados en el griego; catedrático ya hoy el primero de Lengua hebrea por oposición en aquella Universidad, y el segundo de Latín y Castellano de la misma. ¡Qué alegría para mí, y qué consuelo para mi buen padre, que veíamos cumplidos nuestros deseos de una manera y por unos trámites tan naturales, como lisa y llanamente seguidos! Ya puedo corresponder, decía yo, al encargo que me hizo mi maestro Orchell el día que le di gracias por el buen informe para la Cátedra de Granada, cuando me decía: mi encargo es que enseñe usted hebreo y propague estos conocimientos. Ya están cumplidos mis votos y los suyos: ya se salvó el hebreo en España del marasmo que lo iba debilitando y acabaría por consumirlo: dos jóvenes vigorosos, de genio y representación social, y el laboratorio abierto, eran para mí seguras garantías de que el hebreo no moriría ya en la patria de Orchell, como llegué a temer desde su relegación a Tortosa; y mucho más desde su muerte, ocurrida a poco de haber yo comenzado a regentar la Cátedra. Mis pronósticos no salieron fallidos.

Al año siguiente ya se me presentaron seis jóvenes, todos buenos, y todos concluyeron curso con buenas notas; al siguiente de 1836 ya hubo diez y seis matriculados, aunque no todos concluyeron: en esta progresión creo hubiera seguido el estudio en Sevilla, si la revolución no hubiera tenido que darme el último golpe a beneficio del hebreo. Ella me llevó a Osuna mi primer maestro, aunque ella misma me lo quitó a poco; pero me proporcionó la venida de mi padre a las Cortes, y con ella la mía, a conocer a Orchell y beberle su espíritu, y hacerme de libros, para que a otro golpe adverso, como fue el del año 23, no olvidase ni lo poco del primero ni lo mucho del segundo: ella me relegó a la Gomera para que estudiara; pero me sacó de allí y me puso en Valdelarco para que continuase mis estudios: ella me pasó por Écija, y me colocó en Sevilla, y me dio la Cátedra; pero tenía que darme aún el último golpe, tan providencial, tan inesperado y benéfico como los anteriores.

Tranquilo y contento había yo estado en Sevilla tres años en casa de mi singular amigo D. José Mellado Ponce, cuya generosidad jamás podré ponderar dignamente, así como ni la amabilidad de su señora, en cuya compañía pasé los tres mejores años de mi vida: allí estaba, y de allí me mudé, acompañado de mi padre, a una magnífica casa, propia por cierto de mi primer discípulo Torrejón; porque mi padre había determinado acabar sus días en aquella hermosa ciudad. Ajeno de todo pensamiento de ambición, y mucho más de los manejos de la política, estaba yo reducido a mi padre, mi casa, mi Cátedra y mi Capilla, que eran todas mis delicias: tales objetos me absorbían exclusivamente, cuando por Agosto de 1836 se pronuncia la provincia contra el Gobierno de Madrid; forma su Junta, y proclámase, como en todo el Reino, la Constitución del año 12. Sucumbe Madrid: mándanse hacer elecciones para Cortes Constituyentes, y acuérdanse los electores del antiguo diputado de la provincia; mas estaba éste casi baldado en cama, de la gota que padecía, y fijan sus ojos en los hijos. Ninguno de los tres ofrecía menos inconvenientes para los intereses domésticos que el clérigo, y salgo elegido diputado, por unánime conformidad del Colegio electoral de la provincia. Luego al punto se desbarata la casa, mi padre vuelve a Marchena, en donde estaba la familia desde el año de 1825, y yo me vengo a Madrid, atravesando por Córdoba y la Mancha, cuando acababa de pasar la facción de Gómez, con inminente riesgo, y siendo yo mismo portador del acta de las elecciones.

¡Qué azaroso fue todo el camino, y qué comprometido me vi en el puente de Alcolea con un destacamento de nacionales que, al visarme el pasaporte, se encuentran con el nombre de D. Ambrosio Morales Gallego, exclaustrado que pasa a Burgos por disposición del Gobierno! La hora intempestiva de las doce de la noche, la silla de postas en que venía, mi traje y ansiedad por salir del peligro, todo infundía las más vehementes sospechas, cuando menos, de ser un carlista que huía del desgraciado éxito de la expedición Gómez por Andalucía. Al fin, uno de la avanzada, pues toda ella era de nacionales de Sevilla, me conoce, no de cara, sino por la voz, de haberme oído casualmente predicar alguna vez y hablar en una reunión que tuvimos los electores parroquiales en casa de D. Juan Escalante Ruiz Dávalos, diputado también electo como yo; me abona ante el comandante de la avanzada, justamente cuando ya había sido menester romper el disfraz e iba haciéndose necesario sacar el legítimo pasaporte y los papeles que me acreditaran, y prosigo mi viaje. En Andújar se quiebra la lanza de la silla, por un atranque habido a la salida de la Casa de postas con el carrillo del correo, que, no debiendo, me cogió la delantera: impaciente, me detengo a que la echen un amarro provisional hasta llegar a Madrid; y no bien habían empezado la operación, cuando ya estaba de vuelta el conductor del correo, que había caído en poder de los facciosos, habían quemado la correspondencia, y le habían molido el cuerpo a palos. ¡Adelante! Ya salimos también de ésta, y de tantas y tantas calamidades como iba ofreciendo un camino, en donde estaba palpitante aún la sangre de un infeliz correo de gabinete llamado Cruz y un pobre pañero, víctimas del vandalismo religioso. Llego a Madrid por último; presento mis poderes y el acta de la elección con admiración de cuantos lo supieron; juro y tomo asiento en el Congreso el 24 de Octubre, habiendo salido de Sevilla el 19.

Durante la Diputación a Cortes, ¡cuántos sinsabores políticos y domésticos!... ¡Qué compromisos y peligros al aproximarse el Pretendiente a las puertas de Madrid! ¡Qué ansiedad cuando supe que Gómez y Cabrera, D. Basilio y Orejita estaban en Marchena, y mi buen padre postrado en una cama! ¡Qué tareas por espacio de trece meses, en que se quería, en que se necesitaba, en que se esperaba reconstruir a España, lidiando al mismo tiempo con una facción, respetable ya por los desaciertos anteriores y por el apoyo que le prestaran fautores poderosos de fuera y dentro de España! ¡Qué sesiones públicas y secretas, y qué cuatro meses los últimos en que fui nombrado Secretario! Pero de todo salimos, gracias a Dios; que estaba ya bastantemente probada y trabajada la causa de mi hebreo, cual vid frondosa tres veces descabezada, y era tiempo de que se ostentase segura, lozana y fructífera. Acabada la Diputación, debía yo volverme a mi Capilla y a mi Cátedra, adonde los sucesos pasados y las facciones de la Mancha no sé cómo me hubieran dejado aparecer: el tiempo urgía; éramos a 4 de Noviembre y el curso estaba comenzado.

Mas de repente se me ocurre solicitar la traslación de la Cátedra de Sevilla a la de San Isidro de esta corte, que estaba vacante desde la trágica expulsión de los Jesuitas; y sin más pensarlo, y sin molestar a nadie, una simple exposición del estado en que me encontraba, de los peligros que creía me amenazaban allá y en el camino, y de la utilidad que pudiera yo prestar en la enseñanza, bastó para que el día 16 ya se hubiera dignado S. M. trasladarme, no a la Cátedra de San Isidro, sino a la Universidad, donde se creyó correspondía mejor la enseñanza del hebreo como parte de los estudios eclesiásticos. No quiso Dios otra cosa, y yo me alegré, porque me parecía un desacato el haberme sentado en la misma silla de mi maestro Orchell, cuius non sum dignus, como decía el Bautista, corrigiam calceamenti solvere: ου ουκ ειμι ικανος λυσαι τον ιμαντα των υποδηματων αυτου; pero heme aquí ya de catedrático en la Corte, en donde era menester comenzar a trabajar de nuevo como en Sevilla, porque el estudio estaba desacreditado, y yo era absolutamente desconocido en este ramo; si no que algún condiscípulo recordase mi nombre y me hiciese el honor de suponer que tal vez no habría yo olvidado la doctrina de nuestro eminente maestro.

Dos solos discípulos se me presentaron el primer año, uno el segundo, cuatro el tercero, y así sucesivamente, hasta llegar a contar treinta y dos el año pasado y veinticuatro éste (1845 y 1846), jóvenes la mayor parte de muchas esperanzas, que me llenan de consuelo y dejarán cumplidas las aspiraciones de Orchell, y su único encargo pocos meses antes de su muerte. No puedo dejar de consignar aquí con suma benevolencia los nombres de mis dos hermanos Francisco de Borja y Juan Nepomuceno, como mis más caros discípulos, de los cuales el primero casi puede decirse estudió el hebreo por sí solo con el auxilio de mi Diqduq, que recibía según iba saliendo de la prensa; y el segundo por entender, sin preguntármelo, dos inscripciones que había yo puesto en hebreo en las lápidas sepulcrales de nuestros padres. Tampoco debo omitir el nombre del estudioso anciano Dr. D. Jacinto Hurtado, que a la edad de sesenta años emprendió el estudio con la asiduidad de un muchacho, y es uno de los más entusiastas discípulos que tiene la Lengua y su filosofía desde que gustó sus primeros rudimentos. Los dignísimos profesores de esta Universidad, D. Pedro Castelló y Roca y D. Santiago Martínez, difuntos, D. Francisco Landeira, D. Joaquín Aguirre, D. Carlos Coronado y D. Vicente Lafuente, oyendo hablar de la facilidad y razonamiento del hebreo, y queriendo probarlo por sí mismos, emprendieron simultáneamente el estudio, y lograron en veintisiete días tomar un conocimiento mediano de la índole y bellezas del idioma, y convencerse por sí mismos de lo ameno, fácil y útil del estudio. Igual y aún mucha mayor recomendación debo hacer de los Sres. D. José Amador de los Ríos y D. Rafael Baralt, que hicieron la misma prueba, y han conseguido en poco más de tiempo, aunque en distintas épocas, el mismo y aún más feliz resultado: D. Alfredo Adolfo Camus, D. Braulio Amezaga, D. Ángel María Terradillos, catedráticos de Literatura; D. Remigio Ramírez y D. Francisco de Borja Gayoso, regentes sustitutos; D. Lázaro Bardón y D. Saturnino Lozano, catedráticos de griego de esta Universidad, son también testigos de la simplificación, método y gracia del estudio y de la importancia de la Lengua. Todos ellos, y el catálogo de discípulos que, además de los mencionados, puedo formar ya en los diez y seis años que llevo de enseñanza (hoy son ya treinta y cinco), son la mejor prueba que pudiera yo presentar del estado de nuestros conocimientos en este ramo; y por mi parte, de la conveniencia del método que he adoptado para facilitar el estudio, de los resultados prácticos de las doctrinas y escuela de Orchell y de mis adelantos propios; todo ello consignado en este Análisis filosófico de la escritura y lengua hebrea que vamos a concluir.

(Aquí ponía yo la lista de los discípulos que había tenido hasta entonces, con la respectiva calificación.)

Todos estos hebraizantes pueden presentarse ya como muestra de nuestros adelantos en el estudio del hebreo: ellos son las primicias de mis tareas profesorales; y el ver yo que de día en día iba creciendo el número y afición de ellos al estudio, fue lo que me impulsó a dar al público este Análisis filosófico de la escritura y lengua hebrea, que hemos conducido desde los primeros elementos del idioma hasta su historia crítica; desde la analogía hasta la noticia crítica de la última gramática que ha visto la luz pública; desde las letras de la Lengua hasta el último literato que se ha ocupado de ellas y ha sacado algún fruto de sus tareas. El análisis de esta obra lo haré también yo mismo en un resumen que pienso dar entre los apéndices, con el método más adecuado, a mi modo de ver, para la enseñanza del hebreo; resumen que formará parte de mi Biografía, juntamente con la noticia de las demás obras de que me ocupo en la actualidad, y cuya conclusión y publicación desean mis amigos. ¡Haga Dios que se cumplan sus votos, y mis dorados sueños{4} sobre el estudio de la lengua hebrea!

Así decía yo en el año 1851, en que imprimía la Tercera parte de mi Diqduq, o sea el Análisis histórico crítico de la escritura y lengua hebrea; e insertaba una lista de más de sesenta discípulos, todos aprovechados: después acá son ya innumerables los que cuento, y el estudio se ha difundido, y en la mayor parte de los Seminarios se ha enseñado hebreo, poco o mucho; ya siquiera no se confunde con el griego: la misma gramática ésta o Análisis, de que tiré mil ejemplares, está ya vendida; ella por España anda: algún día se verá lo que es España para el estudio de lenguas orientales.

Por lo que respecta a mí, no he podido hacer más. El Gobierno, que me auxilió para escribir dicha obra, y que me siguió dispensando honores y medios para continuar el estudio, me encargó, por último, la formación de un Diccionario hebreo-español, dispensándome por esto de la asistencia a Cátedra, con objeto de que recuperase mi salud. Pero lo quebrantado de ésta, mi edad, y las vicisitudes políticas que han trabajado al Reino, no me han dejado adelantar en la obra tanto como yo quisiera. No obstante, con la ayuda de Dios espero poderla dar al público, no muy tarde; y entonces puede decirse que dejamos asegurado en España el estudio y cultivo del hebreo. Entretanto me ocupo en disponer para la impresión un Compendio de los tres-tomos del Diqduq, que facilitará su adquisición, y contribuirá a seguir difundiendo el gusto y los conocimientos de los idiomas del Oriente.

En el año 1855 quise publicar una traducción literal del Pentateuco, con objeto de que pudiera servir en cátedra para suplir la falta de diccionario. Era un trabajo bastante prolijo y exacto en que aparecía el texto original traducido a buen castellano, con palabras, por la mayor parte, de las mismas radicales que las hebreas, con lo cual juzgué yo que se hubiera facilitado mucho el análisis del texto, y la inteligencia de la Biblia, y el estudio analógico y lexicológico de nuestra Lengua castellana. Pero sobrevino la reacción del año 56, y mi obra pasó a la censura eclesiástica, al catedrático de hebreo del Seminario de Toledo, quien dio un informe tan desfavorable para la obra, como honorífico para mí: vino el asunto a la Vicaría de Madrid, y allí, y por evitar mayores males, tuve que condescender con que se inutilizara el libro, en virtud de auto judicial que proveyó el teniente vicario entonces D. Ponciano Arciniega, hoy obispo de Mondoñedo.

Como muestra de la quemada o inutilizada traducción, pongo el principio del Génesis, que decía así: «En brecha varó, paró o aparó Dios a los sumos y a lo árido. Y lo árido estaba o era estupor y vacío (bu); y hosco a vueltas de abismo; y aura diviną rafageando a vueltas de los éteres, moles o aguas. Entonces dijo Dios: haya hora, aura o luz; y hubo hora, aura o luz; y vió Dios a la hora, aura o luz qué de bueno; e hizo badilar Dios entre la hora o luz y entre lo hosco; y gritó Dios a la luz, aura o fomes; y a lo hosco gritó lela; y hubo jarabe (mezcla dulce, claro-oscuro), y hubo bosquejo, fomento uno.» Vense, pues, en este corto trozo cincuenta o más palabras castellanas que tienen las mismas radicales que las hebreas, quedando solo una docena de ellas sin traducción análoga. Cuánto hubiera esto facilitado la hebraización a los principiantes, fácil es de concebirse; y cuántas voces castellanas pudieran esclarecerse y acaso restaurarse o volverse a su antiguo y genuino uso, lo alcanza cualquiera que reflexione cuánto ha perdido nuestra habla desde el siglo XVI acá. Si, pues, se facilitaba la traducción, se retenía mejor el significado de las palabras hebreas, y se restituía acaso su propiedad a muchas castellanas, ¿qué inconveniente podía ofrecer mi traducción? No obstante, la hoguera estaba encendida, y se necesitaban víctimas que alimentasen el fuego y tiñeran de morado los capisayos negros. A pesar de esto, tengo concluida casi del todo la traducción de la Biblia según la verdad hebraica; y si la libertad de imprenta se afirma entre nosotros, verá la luz la traducción bíblica completa, y los inteligentes imparciales me calificarán.

Ahora acabo de dar fin a una publicación importantísima, cual es la traducción al castellano de los Salmos, con notas filológico-críticas que esclarecen los pasajes más oscuros y difíciles de ellos. Hace veintiocho años que ponía en limpio este trabajo; y teniéndolo concluido ya, y habiendo dado y siguiendo dando unas conferencias dominicales de Exégesis bíblica, como enseñanza libre en la actualidad, me suplicaron los amigos que publicase la traducción de los Salmos, que no dudo aceptarán los verdaderos piadosos y todo género de literatos. Más de mil variantes o rectificaciones he introducido en mi obra, ciñéndome al original hebreo; y desde luego aseguro que aún quedan innumerables pasajes oscuros y casi intraductibles, que tal vez algún genio aficionado a este género de estudios esclarezca un día, y dé la última mano a uno de los libros más dignos que se leen.

Al mismo tiempo sigo mi Cátedra, y siguen mis discípulos aficionándose a las genuinas bellezas de la Biblia: ellos gustan su sapientísimo decir, y yo amenizo mis últimos años con piadosísimos y consoladores entretenimientos. Quisiera dejar consignados todos los adelantos que ha hecho el hebreo entre nosotros desde el año de 1834, que empecé a enseñarlo; quisiera completar la lista o catálogo de mis discípulos desde el año 1851 hasta el presente; pero va ya muy larga mi Biografía, y quiero decir algo de otras obras que tengo concluidas y que esperan ocasión y medios para publicarse: tales son: Antídoto contra la muerte, o Contemplaciones acerca de Dios y la Naturaleza: consideraciones respecto al hombre y sus factores alma y cuerpo; meditaciones sobre la vida, y reflexiones sobre la religión, la sociedad y la filosofía: obra en folio, a mi ver importantísima y de suma trascendencia, en que desenvuelvo el sistema de vida que he seguido desde mi niñez, mediante el cual he vivido y vivo sumamente feliz, despreocupado y contento: consigno mis ideas sobre todos aquellos puntos, y abro la puerta a todos para que me sigan, si gustan, o rectifiquen sus creencias, opiniones y temores acerca de la muerte.

Otra obra tengo también compuesta, que intitulo El Libro de los Obispos, en 4.º, explanación de un opúsculo que escribí con motivo de haber sido presentado un amigo mío para el Obispado de Teruel, al parecer temiendo él mucho el cargo, Angelicis humeris formidandum, como dice el Catecismo de San Pío V. Entonces formé como el croquis de la obra, bajo el título de Consejos de uno que no puede ser obispo a otro que no quería serlo, ambos doctores en Teología y catedráticos de la Universidad Central. Recorro en ella toda la vida episcopal, desde la presentación hasta la muerte, y en cada situación consigno mis ideas sobre el Episcopado, su inenvidiable representación, y los medios que creo conducentes para desempeñarlo cristianamente.

También tengo escrita, aunque no concluida, otra obra en folio, que intitulo El no sé por qué de todas las cosas, o la fortuna y desgracia universal: un volumen o rollo, a estilo de los Sepher Thorah hebreos. En esta obra me propuse recorrer todo el Universo, así en su parte física como en la moral, así en el orden social como en el científico, literario, filológico, económico y doméstico, a contar desde la Creación y el Criador, desde las personas de la Santísima Trinidad y los dogmas, sacramentos, oraciones y misterios de nuestra Religión, hasta las cosas más frívolas del uso común, y hasta las palabras y prácticas individuales, al parecer, de menos importancia. En todo descubro eso que se llama fortuna o desgracia; en todo veo un no sé por qué providencial o fatal que nos hace confiar más y más en la próvida misericordia de Dios, y someternos a sus altísimos e inexcrutables juicios.

Hace años que empezamos mi padre y yo unas Lecciones de Moral fisiológica, que intitulamos Fisiología aplicada a la moral, y que, por muerte de aquél, quedó en La Juventud; pues que nos propusimos seguir al hombre desde su concepción hasta la muerte, e ir fijando en cada edad o período la moralidad correspondiente, fundada en las nociones más exactas de la ciencia fisiológica. Era ya un tomo en folio menor; y si pudiera concluirse, no dejaría de ofrecer doctrina y moralidad racional, la más acomodada a la capacidad de cualquiera, y la más bien fundada que hasta ahora se ha escrito. No es la obra ni materialista ni espiritualista; es, sí, la moral filosófica más pura en que se da fundamento, no sólo a las leyes más sagradas de la Ética, sino hasta a los preceptos y consejos evangélicos. Y no hay que escandalizarse; porque la moral evangélica, aunque sacratísima, es toda autoritativa, por decirlo así; descansa en el dicho del Salvador; estriba en los mismos preceptos de la Ley natural; pero faltaba reducir estos preceptos y aquella santísima moral a bases fisiológicas, a demostraciones prácticas de las necesidades viscerales que exigen o se traducen por actos meritorios. Tal fue el objeto que nos propusimos, y que tal vez algún día pueda realizarse por completo.

Otro opúsculo escribí hace algunos años, que intitulé Flan general y regalamiento, o Plan general y su correspondiente relajamiento destrucción pública de España. Obra crítico-burlesca en que quise zaherir el prurito de reglamentar la instrucción pública con leyes, reglamentos, aclaraciones y adiciones que cada vez fueron encadenando más y más la instrucción pública, ridiculizándola y haciéndola el medio más político de desmoralizar y destruir los gérmenes de ilustración que hay y hubo siempre en España. Tal opúsculo, aunque de mal género, puede en mi concepto servir para separar al Gobierno de todo empeño impotente de encadenar la instrucción pública o aherrojarla con el bárbaro círculo de leyes y reglamentos hechos en sus Oficinas, sin contar para nada con el Profesorado, con las Universidades, Institutos, Escuelas y Establecimientos públicos y privados de instrucción, que es donde se conoce la ciencia, y el arte de enseñarla, y los medios de extenderla y elevarla. Lo contrario es fomentar las tres universalidades que yo establezco en mi Flan y regalamiento destrucción pública de España, de tontos, locos y pillos, que son los que medran a la sombra de los Flanes o Planes gubernamentales.

También tengo impreso un Arte de enseñar a leer, escribir y contar (al vapor) en veinte lecciones: método practicado ya varias veces, con el mejor éxito, en adultos, que es para quien lo escribí en el año de 1842, con motivo de la Escuela de Madres de familia que fundé y dirigí, bajo los auspicios de la filantrópica Sociedad denominada Instituto español, y cumpliendo su lema de ilustración y beneficencia.

En veinte días, un mes cuando más, hago lo que nuestras escuelas no consiguen sino a fuerza de tiempo, sudores y quebrantos; ni se necesita más para enseñarle a un hombre o una mujer ya formados y con alguna razón a leer y escribir, que yo digo a escribir y leer, o por lo menos a hacerlo simultáneamente, cuando no hay interés en lucrar ni hacer perder tiempo.

En prensa está también (a medio imprimir) un Tratado de moral fisiológica para artesanos en veinte lecciones, que se pueden dar al mismo tiempo que se les enseña a leer, escribir y contar: en veinte lecciones he condensado toda la moral que necesita un artesano, un trabajador, un simple fiel o ciudadano que quiera saber cuáles son sus deberes domésticos, sociales, civiles y religiosos, todos fundados en el conocimiento del yo y en sus manifestaciones, como dicen los alemanes, o sean las leyes fisiológicas de su economía vital, social y religiosa. Las ideas que en estas lecciones consigno sobre el trabajo, como elemento vital, social y religioso, sobre la libertad, igualdad y fraternidad del hombre, su vida individual y de relación, su muerte e inmortalidad, y la eternidad, y la comunión de los santos que dicen los católicos, y la resurrección de la carne, y la vida perdurable, son originales o recibidas de mi padre, que, con su gran talento, alcanzaba en estas materias mucho más de lo que el vulgo científico sabe sobre ellas.

Al mismo tiempo que hago estas publicaciones, estoy trabajando una Exégesis bíblica, o Comentarios del Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, que probablemente intitularé Paralipomenon, por ser doctrinas, postea recolecta, que surgen de la misma letra bíblica, sin que hasta hoy se haya curado nadie de sacarlas a formar cuerpo de doctrina física, filosófica, literaria, de ciencias naturales, matemáticas y exactas, de Astrología, Meteorología, Cosmografía, Biología, Geografía, Antropología, Filología, Psicología, Zoología, Botánica, Mineralogía, Geología, Medicina, Farmacia, Legislación, Derecho civil, canónico y administrativo, Economía política y doméstica, Ciencias y Artes; sobre lo que de algunas de éstas escribieron Vallés en su Philosophia y Medicina Sacra; el erudito y sabio marqués de Pastoret en su Historia de la Legislación o Derecho comparado; Bochard en su Phaleg et Chanaam, o sea Geografía Sacra, y en su Hierozoicon o Zoología Sacra; Celso en su Hierobotánica o Botánica Sacra; Plinio en su Historiam Naturae; Dioscórides en la de Plantarum; Arias Montano en su Naturae Historia, o Primera parte de la gran obra que se propuso al comentar los Libros sagrados, y otros muchos, antiguos y modernos, cristianos y rabinos, que en inmortales obras consignaron los rasgos de todas las ciencias que se descubren en la Biblia. Todo esto, y cuanto a mí se me alcanza de Ciencias y Filosofía, quiero y pienso dejarlo consignado en un Paralipomenon o Comentario bíblico, que sirva de estímulo a otros más entendidos, de enseñanza a otros que lo sean menos; a los literatos, de arsenal; a los naturalistas, de apoyo; a los creyentes, de orgullo; a los incrédulos, de llamamiento; a todos de admiración, y a mí de consuelo y piadoso solaz en estos mis últimos días.

Últimamente, tengo escrito y cerrado Mi Testamento, que con este título, y el de Oración fúnebre de un muerto por sí mismo en el día de su entierro, dejo encomendado a mis hermanos, para que lo lean o hagan leer sobre mi tumba y lo repartan a los circunstantes. En este verdadero documento o enseñamiento, después de la crítica de los mal llamados Testamentos, porque nada testifican, hago yo la historia de mi vida, testifico o doy testimonio público, claro, sincero, de cuanto he hecho en el discurso de ella, de cuanto he visto, de cuanto alcanzo sobre la vida y la muerte. Consigno solemnemente mis ideas sobre ello y sobre la Sociedad, y la Religión, y las Ciencias, y la Humanidad, y la Eternidad, sin anfibologías ni reticencias; porque en aquel trance ya no hay para qué usarlas; porque creo obligación de todo hombre el hacerlo así, para que la vida individual pueda servir de lección a las generaciones siguientes, en bien de la Humanidad y de la Ciencia. Esta es la sucinta historia de mi vida profesional: si Dios quiere concedérmela aún más larga, daré un apéndice, añadiendo lo que me falta, y subsanando lo que en este trabajo echará cualquiera de menos.
 

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{1} El Dr. D. Pablo de la Llave y Ávila, natural de la Puebla de los Ángeles; del Claustro de la Universidad de Méjico en los de Teología y Filosofía, fue colegial mayor de la Asunción de la misma ciudad; vice-director del Gabinete de Historia Natural de Madrid; alumno por premio del Jardín Botánico de esta Corte; individuo de la Academia Filomática y de Emulación de París; de la de Medicina de Bruselas; supernumerario de la de Medicina de Madrid y de la Médico-quirúrgica de Cádiz; sustituto de Lengua hebrea en ausencia y enfermedades del profesor de los Reales Estudios de San Isidro de esta Corte; dignidad de Tesorero de la insigne Iglesia Colegial de la villa de Osuna, y después de la Catedral de Valladolid de Mechoacán; individuo de la Junta Suprema de Censura en 1812 y 1820, y diputado a Cortes por su provincia de Vera-Cruz en las legislaturas de 1820 y 21. Concluidas éstas, regresó a su país, en donde fue nombrado ministro de Gracia y Justicia y Negocios Eclesiásticos por la República de Méjico, y después su representante plenipotenciario y embajador extraordinario cerca del Gobierno de Londres. Desempeñó tantos y tan honoríficos cargos con la mayor lealtad, tino y buen éxito, hasta su muerte ocurrida en Valladolid de Mechoacán, adonde se retiró por los años 1837 a 38, según informe de un viajero que venía de allá el año 1839, hombre al parecer formal y verídico. Dejó escritas varias memorias sobre clasificación y descripción de algunas plantas, principalmente de la Llavea, que dedicó al señor Moñino, y algunos sermones inéditos de mucho mérito, que conservamos; sintiendo en el alma que hubiese dado a copiar a un amigo la oración fúnebre a la muerte de un ratoncillo, que compuso en el calabozo de la cárcel de la Corona de esta Corte, y no hubiera podido volver a recuperarla. R. I. P.– A.

{2} Sin haber sido yo aún nada en el mundo político, ni deberlo ni poderlo ser; sin más culpas que las originales o de mi padre, si culpa puede llamarse haber conocido las necesidades de la época y el espíritu del siglo, cargó contra mí, igualmente que contra los demás hermanos, la furia de aquellos bárbaros, ingratos y descreídos ursaonenses. Una horda de soeces, impíos y asquerosos ganapanes, ciegos instrumentos de la perturbación general, se encargó de nuestra persecución: personas algo más respetables formaban la retaguardia y fomentaban las bullangas y los insultos; y entre los atentados y desafueros de la chusma tuvo ocasión un hecho que, por lo escandaloso y significativo, queremos dejar consignado en esta reseña histórica que venimos formando de nuestra vida, costumbres y estudios, por lo tocante a la providencial conservación del hebreo entre nosotros, y al estado actual de sus conocimientos, aunque nos separemos un poco del asunto. Era el 20 de Julio de 1823; y como a las nueve de la mañana, se reunía en la plaza de Osuna una comitiva la más extraordinaria y turbulenta que puede darse. Una calesa, un carro de bueyes, que allá se llama carreta, dos eclesiásticos, que en premio fueron después hechos canónigos, varios zapateros, taberneros y gente la más perdida del pueblo, gran parte de ellos con escopetas, y la turba de muchachos propia de toda función pública, donde se reparten cuartos o hay algo que ver, agolpábanse al convento de la Concepción; que está en la misma plaza. Unos frontiles boyeros, bordados y con adornos de espejos y cintas de colores, déjanse caer por las monjas desde su campanario, cosa que recibe el pueblo con algazara de fieras: el amo de la carreta los recoge y se los pone a sus bueyes; los dos eclesiásticos capitanean la turba, y sale una especie de procesión singular, cantando beodos:

Viva la carreta del servil Mazuelo
Porque con anhelo a la plaza vá;
Y mirar los bueyes qué majos que van
A sacar las urnias de su Magestá.

Dirígese tan soez comitiva a las parroquias nuevas, establecidas a petición de mi padre; y entre insultos y amenazas asalta los templos, maltrata a los párrocos, alguno de ellos octogenario, violenta los archivos y capillas bautismales, saca los libros y las pilas, y las arroja sin purificación ni inventario a la carreta en medio de alaridos infernales: lo mismo hacen con las vestiduras sagradas y demás útiles de las iglesias; y (aquí se estremece la pluma, el espíritu se resiste a recordar, y la imaginación, la indignación y el dolor apenas me dejan proseguir) a empellones y apuntándoles con las escopetas y entre blasfemias inauditas llevan a los curas a los sagrarios aquellos descreídos cristianos de nuevo género, aquellos celosísimos defensores de la religión y del trono; allí con protestas sentidísimas y entre conminaciones de parte a parte, aunque de opuesta índole, a la fuerza hacen abrir los depósitos, sacan los dos eclesiásticos sediciosos los vasos sagrados y se van a la calesa: sube el uno y se sienta y va recibiendo vasos de mano del otro; cúbrese y cúbrelos con un paño de hombros; enarbolan un palio sobre la calesa, encienden hachas y sale formada la procesión más original que se ha visto, recorriendo las parroquias y varias calles de Osuna. Una campanilla delante, después dos filas de borrachos con escopetas y velas, un clérigo encendido como un pavo, un palio cubriendo a una calesa y una carreta de bueyes detrás de todo, llena de pilas de bautismo y agua bendita, de libros, ropas y útiles de iglesia y tres párrocos encima, todo rodeado de una chusma de taberna, que daban vivas a Dios, a la Virgen y a la Religión en medio de las blasfemias más obscenas; juntando con inexplicable algazara aquellos fervorosos vivas con los del rey absoluto, y mueras e imprecaciones a los negros, judíos, flamasones y liberales, con sus disparos de escopeta de cuando en cuando y una estrofa del pange lingua, eran una escena digna de escribirse con otra pluma. Yo la presencié, porque nos la pasaron por la puerta, tal vez para esto mismo; yo oí las blasfemias alternando con el himno sacramental, y la campanilla y escopetazos resonando a un tiempo en la puerta de la casa, adonde un buen señor nos había recogido, por sacarnos del inminente peligro de ser destrozados, arrastrados o quemados vivos; el olor del incienso, de la pólvora y el del vino de los blasfemos beodos, llegaban juntos a mi nariz; las balas y piedras destrozaban las puertas; y un temor religioso y el deseo más vehemente de venganza me asaltaban a la vez; pero nada me sobrecogía, porque la idea de ver a mi padre y a mi madre, y a las hermanas y al hermano mayor vivos, y la esperanza de ver aún al otro que había marchado como nacional a Cádiz con el Gobierno, me distraían, me consolaban, y podían más en mí que la perspectiva de una borrachera y barbaridad tan solemnes. ¡Ah! de un populacho desenfrenado hasta este punto, ¿qué podía yo esperar? ¡Oh! ¡qué perdida vi mi causa hebraica, y qué remoto el día de poder denunciar a la execración pública las atrocidades de mis paisanos!

{3} Era Valdelarco un pueblo singular en modales, en costumbres, en despejo, y hasta en fenómenos físicos y morales, naturales y preternaturales: indicaré algunos de ellos. Era aldea de sesenta vecinos a mediados del siglo pasado, filiación de Aracena, de quien se emancipó, alzándose por villa a costa de heroicos sacrificios de sus ricos y honrados vecinos. No entró en ella la fiebre amarilla, ni el cólera, ni epidemia alguna hasta los tifus del año 1830. No vieron a los franceses dentro del pueblo, durante la guerra de la Independencia, más que una vez; y eso porque, pasando una expedición por el camino real que va a Extremadura, no distante del lugar, se fracturó un oficial una pierna y lo entraron en el pueblo para curarlo. Dista dos leguas y media de la Peña de Aracena, mansión por mucho tiempo del distinguido y piadoso literato Benito Arias Montano. En fin, era pueblo sano, de costumbres patriarcales, laborioso, pobre (pero no dejan morir los que tienen algo a los que nada tienen), religioso y bastante sencillo: hablan sus naturales el castellano tan bien como en Burgos, Valladolid o Madrid, sin resabio alguno de los que tan comunes son en Andalucía y Portugal, con quienes confina. Contaba en mi tiempo hasta seis obispos originarios o parientes de las primeras familias de la aldea. Tuvo una lluvia sanguínea el año 1827, cuyos vestigios en paredes, piedras y maderos aun alcancé yo a ver; tal vez sería aquel fenómeno efecto de la proximidad de Riotinto, distante ocho leguas. A la muerte de D. N. Romero y Domínguez, eclesiástico, joven, muy estudioso y de gran virtud, sobrino del ya referido D. Juan Antonio Domínguez, y al acabar éste la Misa que muy de mañana dijo en sufragio de su alma, oyó y se oyó, por todos los del pueblo que me lo refirieran, una música como de un joven, tan sonora, que hubo persona salió de la iglesia y de su casa para ver al mancebo que tal cantaba, sin haber podido hallar a nadie, ni aún haber habido en la posada huéspedes aquella noche; fenómeno que yo no calificaré, pero que al menos prueba la uniformidad de sentimientos y la comunicación magnética que reinaba entre aquellos sencillos y religiosos habitantes.

{4} A propósito de sueños, y como un rasgo notable que pone de manifiesto mi carácter y afición al estudio del hebreo, quiero referir uno que tuve no hace mucho sobre la respectiva calificación de los idiomas hebreo y griego. Soñaba yo que me estaba graduando de licenciado en Lenguas, y que el catedrático de griego me preguntaba: ¿Cuál de las Lenguas antiguas le parece a V. merece mejor el epíteto de abogada del género humano?– A que contesté muy pronto: la griega.–Sorprendido el helenista con tan inesperada respuesta, pues él creía que yo, como hebraizante, abogaría por el hebreo, me dijo: ¿En qué se funda V. para esto?– En que el griego, contesté, ha llenado todas las partes de los malos abogados, enredando, entreteniendo, entonteciendo y empobreciendo a todo el género humano.– Explíquese V.– Lo haré. Enredó el griego al género humano con el inextricable laberinto de su palabrería, a que llamaron posteriormente facundia; entretúvolo en la majestuosa marcha que llevaba, guiado por su Criador y por su inteligencia original; entontecióle, haciéndole olvidar sus antiguos e imprescriptibles derechos, mediante una osadía plagiaria que canonizaron después algunos como efecto de genio y originalidad; y empobrecióle, por los exorbitantes derechos que impuso a todas las artes y ciencias con su arrogante e indefinible tecnicismo.– Mientras tejía yo tan concluyente razonamiento gongorino, soñaba que estaba meditando otra nueva respuesta, igualmente satisfactoria, para cuando me reconviniese el profesor de griego (no muy bien parado, a mi sonámbulo parecer, de su primera instancia) sobre el epíteto que reservaría yo para el hebreo; y al mismo tiempo que razonaba de aquel modo, decía para mí entre sueños: si ofendido mi antagonista me preguntare por la calificación que yo haría del idioma que profeso, diré: el nombre que merece la lengua de Moscheh, de David y Salomon es el de Medicatrix naturæ.– Mas entre las fatigas que angustiaban mi mente, buscando datos de higiene y terapéutica intelectual o animástica para apoyar la razón de mi medicatriz universal, al mismo tiempo que tejía aquella cadena de retruécanos, dimes y diretes; entusiasmado con los estrepitosos aplausos que soñaba recibía del auditorio por mi primera respuesta, y anhelando por llegar a la segunda, desperté fatigoso y como quien sale de un combate largo, pero afortunado, en que se había interesado a un mismo tiempo mi corazón y mi cerebro, por el múltiple conflicto que sufrieran uno y otro. Compárese este sueño con la ficción de los dos ladrones, entre quienes vía el cardenal Cisneros (no en sueños, sino despierto y hablándole a un romano pontífice) a la Santa Vulgata latina, para cuya lengua siento no haber entendido en mi deliquio algún otro epíteto más o menos oportuno que los anteriores.

(Sueño característico, y dispénsesenos la digresión.)


[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 43 páginas más cubiertas. ]