Filosofía en español 
Filosofía en español

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Defensa de Gabriel Hugelmann
Acusado de difamación por D. Ángel Vallejo y Miranda
Traducida del francés por el general Ramírez de Arellano

 
PARIS
Imprenta de Walder
1869

 

Defensa de M. G. Hugelmann

Señor Presidente: SS. Jueces:

Antes de comenzar el abogado de mi adversario lo que llamaría yo su terrible requisitoria, –si fuese el S. Vallejo,– ha dicho que en el fondo de este proceso hay un asunto exclusivamente político; y que lo que he querido herir en la persona de su cliente no es ni el hombre de mundo que ha intentado haceros conocer, ni el comisionista de mercancías, ni el escritor distinguido, sino únicamente al colaborador enérgico de los hombres de honor que han dado al universo el espectáculo moral y consolador para la humanidad, de la revolución de Cádiz.

El S. Lachaud habría dicho la verdad si hubiera afirmado que con anterioridad a este proceso, y fuera de él, había y hay aún, en efecto, un debate político entre el S. Vallejo y yo; pero que gracias a su cliente, y por el solo hecho de un cálculo persistente de su voluntad, este debate degeneró en una lucha personal, en la que he tomado parte a mi pesar, por no tener el hábito de sustituir cuestiones de la naturaleza de las que me hacen comparecer hoy delante de vosotros, a los grandes asuntos políticos cuya discusión solo se teme cuando se defiende una causa a la cual son extraños los principios.

En nombre de su cliente, el S. Lachaud nos ha dado carta blanca para responderle y aun para probar los hechos contra cuya veracidad el Enano Amarillo ha protestado siempre, no obstante que recibió del S. conde de Susini copia certificada de los testimonies humillantes, cuya lectura no se economizará su abogado, que tiene más interés que nosotros en sacar partido de ella. El S. Lachaud conocía la imparcialidad de este tribunal; sabía que después de haberle acordado todo el tiempo de que juzgó a propósito disponer para el ataque, vosotros no mediríais el que creyésemos indispensable para la defensa. Así, pues, ese abogado ha querido explotar lo que no toca sino a vosotros, y por lo cual, de antemano, doy gracias al tribunal desde el fondo de mi corazón.

Por lo demás, no aprovecharé el tiempo que me concederá vuestra imparcialidad sino para demostrar hasta la evidencia cuánto derecho habría yo tenido para quejarme antes de que se me acusase y, con mucha más razón, cuanta justicia me asistiría hoy para formular una demanda reconvencional contra mi adversario, puesto que él me ha provocado, si no creyera yo contrario a la dignidad del escritor responder de otra manera que con la pluma a los ataques de la pluma por violentos y calumniosos que ellos sean.

Y cuando os haya probado, en seguida, con mis artículos en la mano, que al escribirlos he tenido por única intención devolver a mi adversario el bien por el mal, ofreciéndole los medios de desmentir públicamente lo que he querido creer siempre que eran indignas calumnias, guardaré silencio, dejándoos el cuidado de establecer por vuestro fallo quien del S. Vallejo y yo ha comprendido mejor sus deberes de escritor, no diré de hombre político, porque rehúso este título a todos aquellos que, de cerca o de lejos, tomaron parte en la última revolución española.

El S. Emilio Leroux habíame ofrecido el concurso de su elocuencia y de su autoridad en este negocio; pero creí poder bastarme solo en una defensa de la cual ha cuidado por sí mismo el S. Lachaud, tomándose el trabajo de leer admirablemente mis artículos. No tengo, es cierto, el hábito de hablar en público; pero hay ocasiones en que los acentos de la verdad se elevan hasta el nivel de la elocuencia; y creo que voy a asir hoy una de esas oportunidades.

Y desde luego inclinándome ante las razones que os han hecho autorizar al S. Lachaud a pedir al mismo tiempo en contra de Los Monos Sabios y de El Enano Amarillo, permitidme declinar toda solidaridad entre ambos periódicos. Los redactores del segundo reivindican la responsabilidad de sus actos con tanta más franqueza cuanto deseo parecen tener los escritores del primero de envolver los suyos en el misterio. Sábese a qué puerta es necesario llamar para tenernos delante de sí; y si yo hubiese contribuido en algo a propagar en España el libelo de que nos ha hablado el S. Lachaud, el S. Vallejo sabe muy bien que no vacilaría en decirlo. Si aun a ésta hora los redactores de loa artículos publicados por Los Monos Sabios se presentasen a responder acerca de lo que ellos han afirmado, yo me apresuraría a retirar mis protestas; pero detesto tanto el anónimo como el verduguillo, y espero que os dignareis acordaros de esta declaración cuando pronunciéis sobre la conducta de todos.

Ahora, Señores, abordo exclusivamente lo que en este negocio interesa o compromete al Enano Amarillo, descartado de la responsabilidad de los artículos y de los libelos que se atribuyen a los redactores de Los Monos Sabios, y sin querer disputar al abogado del S. conde de Susini el derecho de reivindicar toda entera la que su cliente ha aceptado animosamente.

El S. Lachaud nos ha declarado que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no lo obligaríamos a llevar este debate al terreno político. Yo no podría asombrarme de esto después de todo lo que su cliente ha procurado para hacerme descender al deplorable terreno de las personalidades. El S. Lachaud no debe entonces sorprenderse tampoco de escucharme solicitar de vosotros el derecho de exponer con la brevedad posible, pero al mismo tiempo del modo más preciso, la serie de causas exclusivamente creadas por el S. Vallejo y que me han traído, por decirlo así, a pesar mío, a volver justamente contra él las armas de que equivocadamente y sin motivo usó el primero para combatirme.

Yo no pretendo condenar ni absolver ante vosotros los acontecimientos que acaban de trasformar por algunos meses la situación política de la España. Solamente me es indispensable recordaros que, después de estos acontecimientos, una mujer cuya bondad será tan proverbial como sus infortunios, vino a sentarse espontáneamente en el hogar de la Francia; que ella tenía aquí derecho, a lo menos como esposa y como madre, si no como soberana, a todas las consideraciones debidas a la desgracia; y que si los hombres a quienes el gobierno de la Reina hirió en otra época sus intereses y sus opiniones no se creyeron ya con derecho a injuriarla, este derecho pertenecía mucho menos aun, a aquellos que aquí mismo se han honrado con sus favores, cuando gobernaba a todo un pueblo.

Pues bien, Señores, este derecho que ningún escritor francés quiso ejercer contra una mujer, contra una madre, en el momento en que venía a tomarnos por testigos de la regularidad de su existencia privada, y a instalarse con este objeto en el corazón de París con sus hijos y con su marido, este derecho ha sido reivindicado por el S. Vallejo con una persistencia, con una crueldad, que, es consolador decirlo, le han enajenado las simpatías de las gentes de corazón. De tal manera había previsto ese mismo Señor que llegaría a este resultado en un país donde el culto de la mujer y el respeto a la desgracia no perecerán jamás, que con fecha 3 del último Noviembre, cuando se disponía a dirigir contra la Reina sus diatribas más violentas, fingía estar advertido de las represalias que la indignación pública no podía, según él, dejar de sublevar contra su persona, y publicaba en El Galo los párrafos siguientes:


«Se me anuncian alevosías de toda especie, una difamación sin tregua y algunas tarjetas de desafío que me serán dirigidas por los bravi de la compañía.

»Doy gracias a mis corresponsales anónimos del interés que me tienen; pero estoy tranquilo y desprecio altamente todos los peligros que me auguran. Yo he visto otros muchos.

»Para los calumniadores hay tribunales, policía para los malhechores, y los armeros no están hechos para otra cosa que para responder a las provocaciones que pueden tener fundamento.

»Yo soy, pues, guardando la debida proporción, como el caballero Bayardo, sin miedo y sin tacha.

Ángel de Miranda.»


Ignoro lo que debe pensar Bayardo en su tumba, del paralelo impuesto a su memoria por el S. Vallejo; pero sé a no poderlo ya dudar, que si los tribunales están obligados a prestar oído a ciertas quejas, los armeros no han proporcionado todavía espada que pueda autorizar a cualquiera a injuriar impunemente en Francia a una madre de familia, protegida por nuestra hospitalidad contra las calumnias de sus enemigos.

Sin embargo del deseo que experimento de no abusar de vuestra atención, es indispensable a mi defensa que os someta algunas muestras de la polémica dirigida por mi adversario contra la augusta proscrita, aun cuando no sea sino para poder preguntaros en seguida si es justo venir a demandar protección para sí a nuestra magistratura, cuando se ha atacado de ese modo a la mujer que no ha pedido protección y justicia sino a la sencillez y a la generosidad de su actitud en medio de nosotros. No os leeré los largos artículos por cuyo medio el S. Vallejo ha intentado probar que la huéspeda del pabellón de Rohan, cuya conducta él nos ha dado hoy la ocasión de apreciar, no era ayer sino una Mesalina coronada, creyendo sin duda que los Pirineos impidieron llegar hasta nosotros los juramentos y los ditirambos con que fue abrumada por los generales que ponen hoy a remate la corona que ella tiene de su pueblo aún más que de sus abuelos. Os leeré simplemente cuatro articulejos para daros idea de la manera con que el S. Vallejo tan quisquilloso acerca de su vida privada, respeta la de los demás.

He aquí uno del 16 de Octubre:


«Un diálogo del catecismo revolucionario, para concluir.

¿Cuáles son los enemigos de la España?

–Isabel de Borbón, González Bravo y el padre Claret.

–¿Qué mal han hecho a la España?

–La primera le ha robado sus libertades; el segundo, su dinero; el tercero, su conciencia, cubriendo con el manto de la religión las torpezas de los otros dos.»


Veamos uno del 9 de Noviembre:


«Ayer por la mañana llegó a París el S. Marfori y descendió en el hotel del Louvre, mientras la ex -reina de España tomaba posesión de sus habitaciones en el pabellón de Rohan.

»Podría el S. Marfori, que dirigió hace algunos días una carta al Memorial de los Pirineos, explicando su salida de la casa de Isabel II, podría, decimos, explicar también por otra epístola, esta coincidencia que le hace descender tan oportunamente a dos pasos de su antigua ama?»


Ahora voy a leer uno del 10 de Noviembre; es decir del día siguiente del anterior, porque el S. Vallejo no sabe conceder a la desgracia ni reposo ni treguas:


«Este diablo de París trasforma inmediatamente a sus huéspedes.

»Apenas se ha instalado en el pabellón de Rohan la familia ex-real de España, y ha abierto su salón, cuando este toma a cada hora un aspecto más parisiense.

«D. Paquito comenta las gracejadas de la Vida parisiense; el padre Claret lee al noble auditorio pasajes del Tintamarre; el S. Mon, más inteligente en la finura de la lengua francesa, se ha reservado el monopolio de los chistes.

He aquí el que dijo ayer, entre las once y cuarenta y cinco minutos, y las doce de la noche.

«¿Y qué pensáis, le preguntó Marfori, de la nueva actitud expectante del príncipe D. Carlos?

–«Creo, repuso, que ya no se debe llamar Carlos de Borbón, sino Carlos espera.

«Perdónalo lector, es de Asturias.

Ángel de Miranda.»


Por último, he aquí uno de los primeros días de Diciembre, el más generoso y el más verídico.


»Dícese que Isabel II lastimada de la acogida poco simpática que ha recibido en París por todas partes donde se presenta, va a dejar la capital de la Francia.

»El hecho es que sus mejillas deben haber tenido más de una ocasión de teñirse del más vivo encarnado, y que no se comprende el capricho de venir a habitar una ciudad que le ha demostrado tan claramente la repulsión que le inspira.»


He escogido de preferencia este articulillo, porque mejor que ninguno, vosotros estáis en situación, lo mismo que el S. Lachaud y los abogados que asisten a esta audiencia, de afirmar hasta qué punto se ha burlado el S. Vallejo de los sentimientos que inspira en Francia el aspecto de un infortunio dignamente soportado. No todos juzgaron a propósito acoger de la misma manera, es cierto, a la soberana del Norte, cuando en todo el prestigio de su poder vino a inclinarse a París delante de las obras maestras del genio humano. Aquellos que la rehusaban un saludo sabían muy bien que esto no le impediría encontrar al día siguiente, a sus pies, cuarenta millones de hombres. Pero cuando la Reina de España vino aquí, los más radicales así como los más moderados, la saludaron respetuosamente porque es mujer y está proscrita. He aquí la verdad, desnaturalizada a sabiendas por el S. Vallejo, y que habría debido enseñarle a conocer mejor nuestro país. En cambio de la alevosía, de la difamación no interrumpida y de las tarjetas de desafío, ese extranjero no ha recibido sino el silencio. El S. Enrique de Pène, este tipo del escritor hidalgo, de quien no se quiere, y con razón, hablar en este debate, se conformó con declarar en su periódico: que él no usaría la placa de Carlos III por habérsela remitido el S. Vallejo, y que dejaba a los demás el cuidado de apreciar si este tiene o no el derecho de contarse entre los hombres honrados. Después de esto vinieron Los Monos Sabios y un libelo en español. Eso pasaba entre compatriotas. En cuanto a los escritores franceses, manteniéndose en el terreno que les gusta ocupar de preferencia, han atacado o defendido al gobierno de la soberana destronada, respetando a la mujer, y no creyendo que fuese necesario hacer acalorada justicia del modo con que se comprendió en El Galo la hospitalidad francesa. Decíase, con razón, que, en lo sucesivo Vallejo debía de escribirse Clavijo; pero esto fue todo y mi adversario necesitaba persecuciones para justificar el extraño hecho de su nombramiento al puesto que ocupa contra la opinión y la voluntad de los honrados funcionarios españoles de quienes iba a depender jerárquicamente. Fui yo entonces a quien él resolvió hacer en apariencia su perseguidor, y vais a ver cómo logro su objeto.

De todos los periodistas franceses, creo poder asegurar, sin vanidad, que soy el que mejor conoce la España moderna, aquella cuya historia comienza con la muerte de Fernando VII, y termina con el injusto martirio de su hija. Siendo así debía, pues, naturalmente, tomar parte en la polémica que iba a empeñarse a propósito de la revolución de Cádiz; y formular mi opinión sobre ese acontecimiento, bajo el punto de vista de la influencia que no podía dejar de ejercer en la política francesa. Solo que mi papel era difícil: durante varios años había yo sido en París el confidente y el corresponsal del general Prim; por otra parte era deudor a la Reina de uno de esos servicios que los hombres de mi carácter no olvidan jamás. Es indispensable que conozcáis este servicio para que alejéis de vuestro espíritu las calumnias que me representan como el escritor asalariado de la soberana destronada, cuando simplemente obedezco a un sentimiento de gratitud.

Iba yo a casarme en 1852 en Barcelona, adonde me había dirigido después de evadirme de la prisión política de Argel. Todo estaba listo para la ceremonia que debía verificarse al día siguiente, cuando el gobernador de la ciudad me llamó cerca de él y me comunico que, a petición del gobierno francés, todos los proscritos debían ser internados, ya fuese a Mallorca, donde había estado antes, o ya al interior de la España. Vosotros podéis formaros idea de mi desesperación. El gobernador se conmovió y me dijo que existía en Madrid una mujer cuyo corazón compartiría ciertamente el dolor del mío, y cuya voluntad podía suspender la ejecución de la medida que me hería. Esta mujer era la Reina, la Reina que se encontraba entonces en el apogeo de su poder, y que debía sin embargo tener otra cosa que hacer que ocuparse de un proscrito oscuro y sin nombre. Diez versos míos, diez malos versos, estoy conforme, pero en los cuales, no obstante, ensayé trasmitir mi alma, le fueron dirigidos telegráficamente por el gobernador D. Ventura Díaz; y menos de diez horas después, recibía por la misma vía estas palabras que fueron trazadas sin conocimiento del consejo de ministros y que, por consecuencia, bastan para hacer apreciar la bondad de Isabel II: «Que siga residiendo en la ciudad; que se case; que sea feliz!» dijo la soberana. Y me casé. Vea allí el S. Vallejo todos los salarios que he recibido del pabellón de Rohan. Solamente que se me había pagado de antemano. Vos habéis podido renegar de la Reina que os ha hecho gentilhombre; yo no olvidaré jamás que fue ella quien me permitió llegar a ser padre de familia.

A pesar de las apariencias, un instante estuve convencido, después de los acontecimientos de Cádiz, de que mi amistad por el general Prim podría conciliarse con mi reconocimiento por la Reina. Por lo demás, cien veces me había afirmado por escrito ese general, que siempre se encontraría a la diestra de la mujer que lo hizo lo que es, y esto cualesquiera que fuesen los acontecimientos: sábese también en qué términos, con motivo de su investidura como grande de España de primera clase, juró sobre la cruz de su espada, morir antes que tolerar que una mano audaz atacara los sagrados derechos de Isabel II. Apresureme, pues, a ponerme a disposición de la Reina y del general, convencido de que este iba a llegar a ser el brazo derecho de la monarquía española. He aquí la respuesta que recibí del segundo, con fecha 18 de Noviembre. Después de haber leído mi carta ese personaje; carta en la que me permitía indicarle la marcha que, según mi opinión, tenía que seguir para abrir de nuevo a su bienhechora el camino de Madrid, me dijo: «Que le era grato verme tomar parte en la polémica española, porque mi amor a la libertad y mis luces ayudarían seguramente a la salvación de la buena causa.» La Reina, siempre dispuesta a creer en la buena fe de los hombres que la deben todo lo que son, me autorizó, después de haber leído estas líneas cuyo sentido no podía ser dudoso, a enviar a mi secretario al general, para saber directamente de él cuáles podían ser sus verdaderas intenciones. Produjéronse entonces unos hechos que la historia se encargará de daros a conocer, pero que debieron impedir al S. Vallejo el pensamiento de invocar en su favor y contra mí la amistad del general Prim, cuya opinión expresada sobre ciertos hombres en centenas de cartas del conde de Reus, que podría yo abrir aquí, tal vez le sorprendería singularmente.

Mientras que estos hechos se verificaban, escribí y publiqué en casa de Dentu, bajo el título de Isabel II y la España, el folleto de que he tenido el honor de remitiros algunos ejemplares. Os bastará recorrerlo para tener la prueba de que es exclusivamente político; que no penetra en la vida privada de ninguno de los hombres de la revolución española; y que ni aun califica sus actos públicos, sino es con cierta reserva de expresión. No tenía yo que hacer otra cosa sino tomar de las cartas del general Prim, de quien hablaba a cada instante, los términos de miserable y de asesino para gratificar, según él, a ese general Serrano de quien consiente hoy ser el segundo. Guardeme bien de esto, prefiriendo dejar al público honrado el cuidado de apreciar si semejantes términos bastan para calificar la conducta de los hombres de Cádiz hacia el pueblo español y hacia su soberana. En ese folleto redacté simplemente el acta de acusación que las Cortes tendrían necesidad de dictar si se atreviesen a votar la prescripción de los derechos de Isabel II; y no tengo la culpa si cada una de las frases escritas para motivar la condenación de la Reina se vuelve súbitamente hacia sus acusadores, únicos responsables verdaderamente de cuanto se ha verificado en España desde la muerte de Fernando VII. Por lo demás, El Galo daba cuenta de este folleto en un artículo de dos columnas, firmado por Leon Estor; y fue el mismo S. Vallejo quien se encargó de llevar las pruebas de aquel al general Prim. Aquí SS. es donde va a comenzar la lucha, no de Hugelmann contra el S. Vallejo, sino de este contra el primero. Pídoos me excuséis de haberme extendido tan largamente sobre lo que precede; pero muy pronto comprenderéis que me era imposible obrar de otra manera.

El 2 de Diciembre fui sorprendido extraordinariamente al abrir El Galo y leer en él las líneas que van a seguir, dirigidas de Madrid a este periódico por el Señor Vallejo, autorizadas con su firma:


«El folleto Isabel II y la España comienza a producir sus frutos naturales.

«Varios periódicos publican ya artículos en que recuerdan los antecedentes bastante salados del S. Hugelmann, autor del libelo en cuestión. Las aventuras de este paladín de Isabel, si hay que creer a los periódicos indicados, parecen haber sido aún más gilblasescas en España que en Francia.»


He aquí SS. el punto de partida. A un folleto político, publicado más bien por indicaciones del general Prim que con la aprobación de la reina Isabel, quien ni aun leyó las pruebas, el S. Vallejo responde que los periódicos de la Península recuerdan los antecedentes salados del autor, cuyas aventuras parecen haber sido, siempre si se da crédito a esos periódicos, aun mas gilblasescas en España que en Francia. Lo que yo escribí; lo que el S. Vallejo mismo llevó a Madrid no fue un folleto; fue un libelo. Un poco más y se hubiera osado pretender que la soberana proscrita es la calumniadora de sus perseguidores; que estos la han colmado de beneficios; y que en cambio ahora desconoce todo lo que la revolución de Cádiz tiene de honroso para sus autores. Quod Deus veult perdere demendat, escribió el S. Vallejo a continuación de las insinuaciones que dirige contra mí, y contra la Reina; en seguida de las acusaciones que formula, sobre la fe de pretendidos periódicos españoles, creyendo así sustraerse a los efectos de la ley francesa para el caso de que me hubiera parecido denunciarlo entonces como él me ha denunciado después. Sois vosotros, mis calumniadores, los insensatos, por no haber previsto que acumulando contra una mujer todos los reproches que merecéis, disteis a vuestros compatriotas y a la Europa, motivo para pronunciarse estrepitosamente en favor de ella y en contra de sus generales perjuros: es por consecuencia a vosotros a quienes Dios quiere perder. En cuanto a mis antecedentes salados; en cuanto a mis aventuras gilblasescas yo no me guarezco detrás de ningún tribunal de honor encargado de sofocar a puerta cerrada los testimonios que hayáis podido recoger. Os he requerido para que los deis a conocer; aquí renuevo este requerimiento, sin ninguna reserva, comprometiéndome de antemano a no demandar protección sino a los hechos, y a daros gracias cada vez que me proporcionéis una nueva oportunidad de explicarme sobre alguna de vuestras calumnias. En Madrid dirigí el único periódico francés que ha ejercido en España una influencia real; y si un día tuve que cederlo a manos que no supieron conservarlo vivo, fue porque rehusé hacer mi fortuna al precio de la humillación de la política y de los intereses de mi país. El general Prim lo sabe mejor que nadie, y no permitiría que unos hombres le dijesen lo contrario, si no estuviese obligado a sufrir como jefe de gabinete al hijo desacreditado del mal genio que el S. Lachaud ve ya levantarse entre él y los sufragios del distrito de San Dionisio. En todo caso, lo repito, ¿cuáles son esos antecedentes salados? ¿Cuales mis aventuras gilblasescas? Y puesto que habéis aludido hoy a unos y otras sin atreveros a publicarlas y sin poder hacerlo, no os asombréis si mañana me atrevo y puedo dar a conocer las vuestras, ante el público que habéis sublevado contra mí para castigarme de no haber querido traicionar con vosotros.

Esperé algunos días el regreso del S. Vallejo; y después de haberlo puesto en estado de publicar lo que había sabido de salado y de gilblasesco, respecto de mí durante su viaje en España, di a luz en El Enano Amarillo el artículo siguiente de fecha seis de Diciembre:


«Desde que se verificaron los últimos acontecimientos de la Península, se han notado particularmente, en el periódico El Galo, los artículos firmados Ángel de Miranda, y que han valido a este espiritual diario el título de Monitor de la revolución española.

«Asegúrasenos que el escritor que firma Ángel de Miranda se llama en realidad Vallejo; que es además hijo de señora muy honrada y muy instruida, encargada en parte de la educación de las hijas del duque de Montpensier.

«Ciertamente que este parentesco no es sino muy lisonjero para el redactor del Galo; pero como por su naturaleza podría servir para esclarecer las causas determinantes del escritor, es indispensable comprobarlo.

¿Estamos o no bien informados?

*

«La corte de España estaba ayer todavía sometida a una severa etiqueta, cuyas reglas derivan de los tiempos más remotos. Había en esa corte gentiles hombres de todas clases; gentileshombres de cámara, gentileshombres de entrada, gentileshombres de esto y de lo otro, y por último, en lo más bajo de la escala, los gentileshombres de casa y boca, algo semejante a los paneteros y los escanciadores colocados bajo las ordenes de dos compañeros de José.

«Eso supuesto, en la página 887 de la Guía de Extranjeros, almanaque real de 1868, figura: D. Ángel Vallejo y Miranda en esta última cualidad, con indicación de la fecha de su nombramiento que remonta al 19 de Setiembre de 1861.

«¿Como podría ser que un gentilhombre de casa y boca de la reina Isabel II haya escrito en El Galo los artículos tan injuriosos para la mujer como para la soberana, que han conmovido profundamente la opinión pública? Y sin embargo, se nos afirma que eso es así. ¿Para cuándo el mentís?»


Ya veis SS. que mis represalias eran bien anodinas. Tenía yo entonces, y siempre he tenido, el medio de probar cuanto debe arrepentirse El Galo de haber abierto sus columnas al S. Vallejo, y de dar razón anticipadamente a sus enemigos, si le agradase a otro Kervegen tomar de nuevo a partido la prensa, en sus relaciones con el extranjero. Pero yo no quería, no quiero chocar con este periódico bastante desgraciado ya por haberse dejado arrastrar por la pendiente a cuyo fin lo ha conducido el S. Vallejo. Contentábame con dar a conocer al público el pasado de su redactor, pasado que condenaba, es cierto, su presente, pero que nada tenía de salado ni de gilblasesco y que, por consecuencia, era permitido publicarlo sin difamación. El S. Lachaud estuvo el otro día a punto de abrir el almanaque real de España para buscar en él los títulos de nobleza del S. conde de Susini. ¡Que no lo hubiera abierto enteramente para probarnos que mentimos cuando afirmamos que figura en él el nombre del insultador de la Reina, entre los últimos oficiales de la casa de esta soberana!

El artículo que nos ocupa lo firmamos con uno de esos seudónimos que se usan al calce de escritos sin importancia, pero que muy pronto dejan vacío el lugar al nombre verdadero del escritor de corazón, cuando estos artículos son recogidos por un adversario. Queríamos quitar al S. Vallejo todo pretexto para llevarnos al terreno de las personalidades privadas; pero contamos sin la huéspeda y muy pronto íbamos a ser retenidos en el lazo en que hemos caído. Al día siguiente de publicado nuestro artículo, el S. Vallejo nos respondió en estos términos:


«Un S. de Fort que, sin duda, es bien conocido en su casa, pero perfectamente ignorado por todas partes, me consagra, en el último número del Enano Amarillo, algunas líneas que quieren ser malignas y que no son sino torpes.

«Quiero creer, con gusto, en la existencia del S. de Fort, y conceder que ese nombre no oculta otra personalidad. Tal confianza me es indispensable para responder. Por lo demás si esto solo es una careta, tanto mejor, puesto que el carnaval permite descarriarse.

«Afirma el S. Fort que me llamo Vallejo y no Miranda. Uno y otro se dice o lo dicen, mi querido S. de Fort. Mi nombre es Ángel de Vallejo Miranda, como los SS. d'Auvergne y de Lhuys se llaman La Tour d'Auvergne y Drouin de Lhuys. Veis, pues, que no hay en esto seudónimo, sino simplemente elisión.

«Continúa el S. de Fort sus insinuaciones anodinas diciendo que soy hijo de una Señora muy honrada que ha educado en parte a las hijas del duque de Montpensier. Sí, Señor, soy hijo de una Señora muy honrada, y quiero creer que vos podréis decir otro tanto.

«Mi madre ha educado, en efecto, no solo las hijas, sino también los hijos de S. A. R. el duque de Montpensier, como aya de los Infantes de España.

«Muy poca importancia doy a las ficciones nobiliarias, y procuro enaltecerme por mí mismo, pero si llegaseis a restaurar en el trono la dinastía cuyo salario se pretende que recibís, podríais encontrarme en el interior de sus carrozas, si yo fuese capaz de entregarme a semejante compañía, siendo buen gentilhombre de padres a hijos y desde hace luengos años.

«Vuestro artículo, tan ocioso como anodino, concluye con una pequeña falsedad. Pretendéis que he desempeñado las funciones de gentilhombre de boca de Isabel II. Estáis en un error, mi bravo relator.

«Jamás he estado al servicio de nadie, lo mismo de la ex-reina que de otros, y su boca me es completamente extraña.

«He aquí lo que ha pasado, puesto que deseáis saberlo, señor de Fort.

«Soy casado. Tuve un hijo que no vive ya, ¡lo cual me causó el único verdadero disgusto que he experimentado en mi existencia! Cuando ese niño fue bautizado, el duque y la duquesa de Montpensier, a cuyo servicio están mi madre y mi hermana desde hace 18 años, se dignaron servirle de padrinos.

«Creyendo hacerme una gracia me propusieron para un cargo en la corte de Isabel, quien tuvo a bien acordarlo.

«Mas no siendo estos honores de aquellos que yo intrigo los decline sin escándalo y sin ruido, como conviene a un hombre de mi modesta condición. Quiero deciros que me limité a no tomar posesión de mi destino, y a no presentarme en palacio, donde jamás he puesto los pies.

«Estáis informado, Señor de Fort, sobre los detalles que decíais desear vivamente conocer. Podéis continuar vuestras preguntas; estoy dispuesto a responderos, siendo mi vida de aquellas que se han pasado siempre a la luz del día, y en las que no hay nada que ocultar, nada que reprender. Pero tened cuidado, porque yo podría usar de represalias, y tal vez esto os embarazaría un poco.

«No todo el mundo ama la luz.

Ángel de Miranda.»


La duda SS. no era ya posible para mí. El S. Vallejo esperaba empeñar una lucha personal sobre el terreno privado. Me reprochaba temer la luz pública. En cuanto a él, que después de haberse comparado a Bayardo, proclamaba modestamente su casa igual a las de la Tour d'Auvergne y de Drouin de Lhuys, nos desafiaba a continuar nuestras cuestiones, autorizándonos a hacerlo, dándonos desde entonces carta blanca como su abogado nos la concedía hace ocho días, y se comprometía, vosotros lo habéis oído, a usar simplemente de represalias en el terreno adonde él quería a toda costa hacernos descender. Para caracterizar mejor aún el género de polémica que él entendía empeñar con nosotros, y sabiendo que El Enano Amarillo tenía el honor de contar entre sus corresponsales de Madrid al S. D. Marcos Fournier, trataba a este profundo y espiritual escritor, en el mismo número del Galo, de director de teatros en quiebra, probando así que a la discusión de los acontecimientos, de los actos y de los principios, él quería sustituir la de los individuos. Nosotros ensayamos sustraernos a semejante polémica, y nos declaramos satisfechos en el número del Enano Amarillo correspondiente al 13 de Diciembre, de las explicaciones del S. Vallejo. He aquí en qué términos:


«Después de haber tratado el autor de Los libertinos de Génova, de director quebrado de un teatro de mujeres, al S. D. Marcos Fournier, verdadero escritor y pensador espiritual, todo esto porque no participa de las opiniones que sobre los hombres y los actos de la revolución española tiene aquel de los redactores del Galo que ha comprometido a este periódico en la vía que está menos en relación con su título y con su carácter, el S. Vallejo se digna responder a las cuestiones que le habían sido propuestas por El Enano Amarillo.

»Hácelo en términos que nos apresuramos a reproducir sin ninguna modificación, por haberse comprometido consigo mismo El Enano Amarillo, a no rehusar jamás la publicidad de sus columnas a las personas de quienes haya hablado en ellas. He aquí esta respuesta.»


Y en seguida SS., reproducía yo el artículo provocativo que acabo de leeros. Desde que con gran vergüenza de nuestra época el periodismo ha llegado a ser otra cosa que lo que debía ser, se ha imaginado contra los adversarios la conspiración del silencio. Ha comenzádose por rehusárseles el anuncio, no citándolos, lo cual, hasta cierto punto, parecía lícito; y se ha concluido por negarse a reproducir sus respuestas, a menos de no ser estrechado a ello por la justicia, y esto todavía después de haber agotado todas las jurisdicciones. Vosotros notaréis que este sistema no es el mío. También no fue sino después de haber reproducido entero el artículo del S. Vallejo, cuando me declaré satisfecho en los términos que siguen:


«Declarando que la luz del día jamás nos ha hecho mal a los ojos, perdonamos al gentilhombre de casa y boca de S. M. la Reina Isabel las violencias de su lenguaje, en favor de la sinceridad de sus confesiones.

»Deseábamos saber si el escritor que trata diariamente a la soberana proscrita de la manera que está prohibido en Francia tratar a una mujer, es o no el hijo de la aya de los hijos del duque de Montpensier. Ese escritor declara que no nos hemos equivocado.

»Deseábamos saber si había estado investido del cargo que le permite figurar, todavía este año, en el almanaque Real de España como agregado a la servidumbre de la mujer que injuria diariamente. Él declara que esto es exacto.

»¿Qué mas podríamos desear por el momento?

»Cierto es que habla también de carnaval; que nos hace notar que se descarría dignándose respondernos. Cierto es que aprovecha la ocasión para enganchar sus armas entre las de la Tour d'Auvergne y Drouin de Lhuys. Verdad es que encuentra propicio el momento para establecer sus pretensiones a ocupar un lugar en las carrozas del Rey futuro, declarando que habría podido montar en las de la Reina su ama.

»¿Para qué nos tomaríamos el trabajo de contradecirlo, afirmando que su nombre es Vallejo y Miranda y no Vallejo Miranda, lo que es diferente? ¿Para qué habríamos de exponernos a disgustarle, objetando que los señores de la Tour-d'Auvergne y Drouin de Lhuys podrían picarse de verle sentarse entre ellos a la misma mesa, sin ir no obstante hasta atribuir a su conducta un alcance más sospechoso? ¿Para qué habíamos de sostener, con razón, que los gentileshombres de boca, provistos de una servilleta con motivo de un bautismo o de otra ceremonia cualquiera, no tienen derecho a las carrozas, y añadiríamos que si alguna vez la Reina Isabel vuelve a subir al trono, en la cocina y no dentro de un coche es adonde necesitaríamos buscarle?

»El duque de Montpensier nos ha vengado del S. Vallejo y Miranda mucho mejor que lo que podríamos hacerlo nosotros mismos, puesto que teniendo que darle la medida de la estimación que le profesa, en una ocasión solemne no encontró nada mejor que solicitar para un buen gentilhombre de padres a hijos y de luengos años, que el cargo de oficial de boca.

»Declinando ese empleo, sin duda, por una carta que desearíamos bastante conocer, y que sería útil rodear hoy de ostentación y de ruido a fin de ponernos a nosotros mismos en estado de reparar completamente el daño que al interesado hayamos podido causarle, el S. Vallejo y Miranda obró como escritor que se respeta y como hidalgo celoso de su dignidad. ¿Pero por qué no hace rayar su nombre del Almanaque real de España, donde figura hace bastantes años para que no sea apercibido; y por qué, con motiyo de un proceso célebre que sentimos tener que recordar aquí, se honraba con el título que hoy declina con tanto desprecio?

»Para evitar que dentro de algunos años pueda reprocharse como un error al S. Vallejo y Miranda haber aceptado del gobierno provisional el destino que este gobierno, dice La Época, acaba de crearle en la dirección de la deuda española de París, como recompensa de sus servicios, El Enano Amarillo ofrece reproducir la comunicación en que el redactor del Galo ha renunciado los nueve mil francos anuales de este destino, y la condecoración cuyo diploma tiene un lugar vacío que no puede ser llenado sino por estas tres palabras: «Yo la Reina

»Si esa comunicación no ha sido enviada, nosotros querríamos ser agradables al S. Vallejo y Miranda declarando que a nuestro juicio su participación en los acontecimientos de España fue desinteresada; mas el público no lo creería; y el S. Blairet correría gran riesgo de ser escuchado, si afirmase que, en su último viaje a Madrid, el escritor que la toma tan alto con nosotros, trajo otra cosa que instrucciones.

»Mas no seremos explícitos sobre este y otros varios puntos sino cuando el S. Vallejo y Miranda, habiendo ejercido las represalias con que nos amenaza, nos haya puesto en estado de probarle que si no nacimos gentiles hombres, por lo menos siempre hemos profesado el respeto de la mujer y el culto del reconocimiento, dos cualidades de las que constituyen el hombre de honor.

»Es deplorable que multiplicando sus diatribas contra una mujer desarmada, el S. Vallejo y Miranda comprometa el éxito merecido de un periódico que no ha favorecido el público, por verlo atacar sin moderación lo que siempre es digno de respeto: ¡el infortunio y el destierro!»


Es evidente que si el S. Vallejo hubiera podido dar a conocer esos antecedentes salados y esas aventuras gilblasescas cuya revelación prometió a los lectores del Galo, no habría dejado entonces de publicarlos. Pero él sabía perfectamente cuando hizo tal promesa que no podría cumplirla, y el objeto que deseaba alcanzar no era por lo demás aquel sino otro muy diverso. El ardor con que defiendo las causas que abrazo inspira a mis adversarios, desde hace veinte años que lucho por las mismas ideas, el pensamiento de recurrir a un medio que les aconsejo no usar ya en lo sucesivo, porque no me dejaré sorprender de esa manera. Ese medio consiste en amenazarme con revelaciones tan vagas como pérfidas, en circular en el público calumnias tan odiosas como absurdas; y cuando irritado por tanta mala fe respondo a sus insinuaciones con afirmaciones, y a sus mentiras con la verdad, entonces gritan que es una difamación: me acusan de haberme servido contra ellos de lo mismo que han comenzado por abusar en mi contra. Eso debía tener un fin, y aseguro que lo tendrá. Deploro por el S. Vallejo que él haya sido el primero a quien decidí convencer de provocación y de impostura hacia mí; pero, en fin, vosotros habéis visto SS. que él fue quien me amenazó con ataques personales, y que él fue quien guardó silencio no teniendo nada que decir. Faltábame hacerlo constar así: veamos en qué términos di cuenta de ello en el Enano Amarillo del 24 de Diciembre, sin responder a una infinidad de pequeños artículos inspirados contra mí y del género de los que iban a servir para irritar al S. de Susini, artículos que tenían por objeto atraerme más y más al terreno privado.


«Hemos dejado al S. Vallejo y Miranda, decíamos, el tiempo necesario para usar contra nosotros las represalias con que nos amenazó. Este Señor ha creído deber abstenerse de cumplir su propósito. Lo sentimos vivamente, porque si él se hizo el eco de calumnias divulgadas en nuestra contra hace veinte años, más aún por aquellos que nos deben todo que por nuestros adversarios, nos habría proporcionado la ocasión que buscamos desde hace tiempo para arrojar la más viva y la más completa luz sobre nuestro pasado.

»Es cierto que a los ojos de muchos hombres hemos cometido un primer error; el de no haber cambiado jamás de convicciones, en una época en que todo el mundo varía, de manera que cesando nosotros de estar en el carril de sus apostasías, ciertas personas pretendieron que éramos nosotros quienes habíamos vuelto caras.

»Otro error aún más grande hemos cometido; es el de haber abrazado con pasión todas las causas que nuestras convicciones nos han lanzado a servir, de manera que los parásitos, asustados de tanto celo, se han apresurado a contrariarnos para alejar lo más pronto esta concurrencia perjudicial que habría podido ser grata a los interesados.

»Por fin hemos debido consagrar veinte horas por día a un trabajo de romanos para cumplir una tarea cuyo resultado es a su turno nuestro consuelo y nuestro orgullo, de manera que después de comenzarla muchas veces, hemos caído de fatiga en nuestro camino, lo cual nos ha obligado a levantarnos con más valor, pero lo que nos ha impedido mezclarnos con un mundo que es el nuestro, y que sin embargo no nos conoce.

»El día en que el S. Vallejo y Miranda guste sostener lo contrario, y oponer a lo que acabamos de afirmar un hecho o una protesta cualquiera, podemos asegurarle que nos prestará un servicio, y nosotros le agradeceremos mas esto que su silencio.

»Limitándonos por hoy a dos ejemplos, preguntaremos quien del mariscal Prim y nosotros ha cambiado de principios desde hace catorce años que nos conocemos; ¿y quién de nosotros o el S. Vallejo y Miranda ha variado de opiniones desde el 20 de Marzo de 1863?

»El mariscal Prim nos enseñó a estimar a la Reina Isabel.

»Nosotros estimamos siempre a esta reina.

»El S. Vallejo y Miranda ante los tribunales franceses nos enseñó el caso que es necesario hacer de los títulos y de las condecoraciones otorgadas por esta soberana.

»Nosotros estamos orgullosos de las condecoraciones que de ella hemos recibido.

»Y para que el S. Vallejo y Miranda no pueda afirmar que se habría ruborizado de deber algo a la Reina Isabel, hemos comprado la Gaceta de los Tribunales del sábado 21 de Marzo 1863, para extraer lo siguiente:

JUSTICIA CRIMINAL.

Tribunal correccional de París (6.ª cam.ª).

Presidencia del S. Rohault de Fleury.

Audiencia del 20 de Marzo de 1863.

Proceso de García y Calzado.– Estafa en el juego.

El S. Presidente: S. Miranda, levantaos; sois parte civil en el proceso, desde luego cambia vuestro papel: no tenéis que prestar juramento, pero comprendéis que el tribunal espera que le digáis la verdad. Queréis explicar lo que pasó entre vos, el S. García y el S. Calzado en la tertulia del 4 de Febrero último.

El S. de Miranda, despues de haber declinado su cualidad de gentilhombre de la reina de España y de haber manifestado que tiene veintisiete años, responde: Pido al tribunal que me excuse por el poco hábito que tengo de hablar en francés; procuraré hacerme comprender lo mejor que pueda; pero tengo gran necesidad de indulgencia y pido al tribunal que se digne acordármela. ¿Es necesario que hable yo solamente de la tertulia o debo comenzar por el relato de los hechos del día que la precedieron?

El S. Laurier, defensor del S. Miranda.

¿Quién es el hombre que el S. García ha pretendido denigrar? El S. Miranda es hijo de un antiguo ministro de España, y su madre desempeña todavía hoy una alta comisión cerca de la Reina de España. El fue educado en una escuela militar de donde salió como subteniente; después ascendió a teniente: fue nombrado caballero de una orden de España, en seguida oficial de otra orden y, por último, chambelán de la Reina de España. Hase pretendido que un agregado a la embajada de España, el S. de Galbe, dijo que no conoce al S. Miranda: esto es más que un error, es una calumnia; porque el S. de Galbe no puede ignorar que el embajador de España (entonces embajador de la Reina de España) mismo presento al S. Miranda a S. M. el Emperador de los franceses.»

»El S. Miranda no se levantó entonces para protestar contra las palabras de su defensor. ¿Ni como habría podido hacerlo, puesto que tenia sobre el pecho las condecoraciones que le dio la Reina, y que acababa de afirmar con orgullo que era en efecto gentilhombre de Isabel?»


Después de haber firmado el artículo que acabo de leer creí que no volvería a oír hablar del S. Vallejo. Este, es cierto, no había alcanzado su objeto, pero yo había logrado el mío. Encontrábame intacto después de esa lucha, sin embargo de las amenazas de mi adversario; y había yo establecido hasta la evidencia, que el hombre que ha extraviado el espíritu de una parte notable de la prensa francesa, acerca de la significación y del alcance de la revolución española, era un antiguo servidor de la Reina Isabel, unido por lazos semejantes al duque de Montpensier, y del numero de aquellos que tienen por misión también extraviar el espíritu del general Prim, que persigue una quimera, a fin de arrebatar al último vástago de Luis XIV la espada que juró permanecerle fiel hasta la muerte, como si una espada más o menos pesase algo en la balanza de los destinos el día que plazca a la Providencia restablecer lo que derribo el crimen! Desde entonces habría yo podido dar al S. Vallejo la satisfacción de verme atacar su vida privada. Yo habría podido disputar el derecho de turbar, de envenenar el destierro de una mujer y de una madre, al hombre cuya mujer y cuyo hijo conocí en el abandono y la miseria en Neuilly, cuando él arrojaba en una noche, sobre el tapete verde de las prostitutas, la fortuna de veinte familias. Pero resistí la tentación de obrar así; quería dejar a otros el cuidado de hacer completa justicia, ignorando que él mismo, ávido de persecuciones justificativas de los favores con que le ha colmado el gobierno provisional, hizo prender en las columnas del Galo la mecha que iba hacer estallar la mina de que el conde de Susini era todavía el pacifico depositario.

EL 28 de Febrero último fue cuando apareció en el Enano Amarillo el primero de los dos artículos a propósito de los cuales ha demandado justicia el S. Vallejo, teniendo buen cuidado de pasar en silencio aquellos con cuya lectura acabo de entreteneros, y las provocaciones que dirigió en el Galo contra mí. Debo afirmaros que el 26 aun no tenía yo el honor de conocer al Señor conde de Susini. De todas maneras, entre él que yo he conocido después y aquel cuyo retrato fantástico nos ha trazado el señor Lachaud, hay la diferencia que entre el día y la noche. El conde de Susini, que me fue presentado por uno de los compatriotas del S. Vallejo, colega suyo en la comisión de hacienda española si no me equivoco, no me pareció, absolutamente, inficionado de las preocupaciones que le atribuye el S. Lachaud. Apresurose a decirme que debe a la industria su fortuna; que se honra de debérsela; y que si después de una existencia consagrada al trabajo, se ha acordado de su nobleza y ha hecho sancionar auténticamente su origen, es porque no le pertenece como padre de familia, cuando ha adquirido la riqueza para el hijo y la hija que está en vísperas de establecer, dejar en la oscuridad la parte gloriosa de la herencia que para ellos recibió de sus antepasados. Su primer cuidado, lo repito, fue presentárseme como trabajador. Todo en su casa y en su persona traiciona al grande industrial; y en vez de mostrarme sus pergaminos fue la historia de su manufactura la que me hizo leer. Una voz más elocuente que la mía os dirá muy pronto, sin duda, que él no espera alejar más de los suyos que de sí mismo el aroma de esa hoja de tabaco que lo enriqueció y cuya conservación, por lo demás, era antes del descubrimiento de la América una de las más caras prerrogativas de los caciques, de esos nobles que habían recibido del Sol, según decían ellos, los títulos que les arrebatamos con su oro. Esto sea dicho sin hacer agravio a la erudición del S. Lachaud.

El S. de Susini me contó las persecuciones de que era víctima, con una intención inexplicable en esta audiencia, tan odiosa así es; me preguntó si tendría yo valor para ayudarle a obtener del público, a fin de restablecer la verdad, una poca de la atención que se había despertado en derredor de su nombre para intentar cubrirle de ridículo. En apoyo de sus agravios me ministró las pruebas que podía oponer a su perseguidor; y entonces ví por la primera vez completamente claro en el pasado del hombre que me acusó de tener antecedentes salados y de ser el héroe de aventuras gilblasescas. Más todavía, SS. jueces, estas pruebas, acerca de las cuales ofrecí al S. Vallejo con más generosidad que ningún otro disputar en mi propio periódico su autenticidad, me explicaron lo que no había yo podido comprender: el encarnizamiento de un español contra una mujer. Que el S. Vallejo intente cuotidianamente deshonrar a la soberana de quien en otro tiempo, y sin serlo, se llamaba aquí mismo el chambelán, no sería explicable sino como efecto de una vulgar ingratitud sobre la cual se elevará, en lo sucesivo, en mi espíritu, el hombre que el S. conde de Susini me enseñó a conocer. Que un empleado del correo, arrancado por una dama de honor de la soberana, a las consecuencias terribles de un acto cuya naturaleza dejo a otros el cuidado de indicar, recuerde que esta dama fue destituida por la Reina por haber abusado en esa ocasión de su nombre cerca de un ministro de justicia, no lo excuso; pero lo comprendo y eso me basta para añadir fe a la autenticidad de las piezas cuya copia certificada poseo.

Pero lo que más me sorprendió desde luego en esas piezas, lo que a mis ojos aumentó su autoridad, fue el extracto siguiente del alegato pronunciado en esta barra por el mismo S. Lachaud contra el S. Vallejo, en ese famoso negocio de juego, para el cual hace ocho días encontró aquel abogado tan paternales atenuaciones. He aquí en qué tono arremetía entonces el S. Lachaud contra el S. Vallejo, cuando reprochaba a este venir a mezclar un reclamo de dinero con una cuestión de honor, estando lejos de sospechar que un día al tratarse nuevamente del honor, vendría en nombre del mismo S. Vallejo a estimar en diez mil francos, en esta barra, la reputación del vicepresidente de la comisión de hacienda española.


El S. Lachaud (abogado de Calzado)…

«Que me sea permitido decir una sola palabra acerca del S. Miranda. ¿Qué viene a hacer aquí?

«Viene a hacer su apoteosis; viene, según dice, porque está asombrado de las calumnias propagadas en su contra. ¿Por qué viene solo? Hay otros muchos jóvenes que podrían creerse también calumniados y nada dicen. ¿Por qué viene solo? Para defender su honor, afirma él mismo; sea así; pero quiere también otra cosa, desea dinero; pretende que la bolsa del S. Calzado venga en su ayuda para pagar buenas obras. Yo tengo miedo de los jugadores, y el día en que ese S. toque a su último escudo temo mucho que las buenas obras sean un buen pensamiento. No, dice el S. de Miranda, yo cumplo mi palabra, yo soy el hijo de un ministro, y mi madre es aya de los hijos del duque de Montpensier. Yo no dudo que la Señora aya eduque muy bien a los infantes que le han sido confiados, pero pido a Dios que no haga de ellos unos jugadores. ¿Sabéis por qué el S. de Miranda se convierte en parte civil? Para tener su entrada libre en el Jockey-Club

(El S. Miranda protesta por medio de una enérgica negativa.)

«No tendréis sino bolas blancas; pero pasemos adelante, y dicho esto no hablaré mas del S. Miranda…»


Para aquellos que conocen la elocuencia de las indirectas del S. Lachaud y la habitual moderación de su lenguaje hacia sus adversarios, qué terrible significación deben tener las palabras que acabáis de escuchar. Siéntese al hombre que tiene conocimiento de todo lo que hemos sabido posteriormente, pero que no juzgando necesaria la revelación al bien de su cliente, se conforma con dar a entender al denunciante que sabe lo que es y lo que vale. Y yo me equivoco mucho o el S. Lachaud debe la elección que ha hecho de él el S. Vallejo para atacarnos, al terror que este experimentó considerando que podíamos nombrarle para defendernos. Cualesquiera que sean las atenuaciones que el S. Lachaud ha encontrado para esta escena de juego, cuyo recuerdo existe todavía en la memoria de todos, jamás podría sostener que eso sea en la existencia de un hombre el título para ejercer un día las funciones de vice-presidente de la comisión de hacienda de su país, y sobre todo, un título para lanzar sobre una soberana proscrita, la injuria y el desprecio. En medio de la admiración que me inspiraba hace ocho días el magnífico lenguaje que hacía resonar esta sala, experimenté repentinamente un profundo dolor viendo a qué extravíos de la moral puede arrastrar a un hombre como S. Lachaud el deseo de hacer parecer blanco lo que es negro y honrado lo que no lo es. Hablo de haberme censurado porque recordé en uno de mis artículos, en un tono poco respetuoso, el nombre de esa mujer de gran belleza que arrojó súbitamente entre los jugadores en riña, sus collares y sus brazaletes, tratando de evitar un escándalo. Esto es, cuando dijo que él se hubiera inclinado delante de esta mujer, atribuyendo a un sentimiento de generosidad ese loco temor de la cortesana que deplora verse comprometida y por consiguiente despreciada. Si vosotros os inclináis delante de mujeres de esta especie, ¿cómo podríais excusar a vuestro cliente de no hacer lo mismo en presencia de una Reina desterrada? Si vosotros os inclináis delante de la Barrucci ¿qué haríais, pues, al frente de nuestras mujeres y de nuestras hijas? Escuchad: voy a deciros delante de quien me inclino yo. Delante de la mujer legítima del S. Vallejo, que habéis olvidado, sin duda; delante de la madre que sufre, sin quejarse, que su marido arroje centenares de miles de francos sobre un tapete verde mientras ella no tiene de qué vivir; delante, en fin, de la honrada mulata que está sola en estos momentos en Burdeos, mientras que los funcionarios de una revolución hecha en nombre de la moralidad pasean del brazo, de garito en garito, a las actrices de nuestros pequeños teatros. De esperarse es que el S. Lachaud reciba muy pronto el encargo de representar a nuestro país en el cuerpo legislativo. Que no entre allí con la idea de que es preciso inclinarse delante del vicio, y de que se tiene el derecho de ser un escritor político y serio, cuando no se sabe ser un padre de familia ejemplar.

Atacado el S. de Susini en el Galo como yo lo había sido, por un simple gusto, según se os ha dicho, confesado y aun pretendido justificar; el ofendido requirió inútilmente a ese periódico para que insertase sus respuestas. Dirigiose entonces al Fígaro; pero el director del Galo que es bastantemente rico para pasársela sin la revolución española y que habría debido hacer lo que se deseaba de él en ese asunto, posee acciones del Fígaro. Y no hay para qué decir, sed millonario o no lo seáis; sed enérgico, honrado, injustamente perseguido, groseramente atacado, que si la conspiración del silencio llega a ser dirigida contra vos, cualesquiera que sean vuestros esfuerzos no obtendréis justicia sino después de haber agotado sucesivamente todas las jurisdicciones. Ciertos dioses nos han procurado estos ocios, y así será hasta que se haya comprendido que la libertad absoluta es menos funesta que aquella cuyo ejercicio es arbitrariamente restringido a los poseedores del capital. ¿Podía yo rehusar con mi carácter y los motivos que tenía para tomar una ruidosa revancha de las provocaciones dirigidas contra mí; podía yo, repito, negar al S. de Susini el derecho de dar a conocer en el Enano Amarillo no las pruebas que posee contra el S. Vallejo, –estas no se han publicado,– sino los procedimientos indignos de que era víctima de su parte por no haber querido por más tiempo… Al S. de Susini toca deciros eso; y es indispensable a la moralidad de este proceso que no vacile en decíroslo. No debía yo detenerme ante el cumplimiento de este acto de justicia; mis amigos, mis lectores, mi interés y el de mi familia perseguida en su jefe por el S. Vallejo, todo me convidaba a ello. Y bien, sin embargo de eso, no fue a este sentimiento al que obedecí. No acepté las cartas del S. Susini, quien ofrecía pagar la inserción, lo que yo no quise; no acepté las cartas, digo, sino para devolver al S. Vallejo el bien por el mal, ofreciéndole los medios de defenderse contra las acusaciones que hacía algún tiempo estaban en todos los labios, y para impedir, por medio de esta justificación, que yo suponía susceptible de ser brillante, que se atribuyesen por más largo tiempo hechos vergonzosos a un escritor extranjero acogido por la prensa francesa.

Recordad los artículos que el S. Lachaud ha leído con tanto cuidado, y que preceden o siguen a las comunicaciones del S. de Susini; y convendréis en que esos escritos no fueron inspirados sino por el deseo de permitir al S. Vallejo que se justificase de un modo ruidoso. Cuando ese S. escribe o cuando inspira un artículo, según lo ha confesado delante de vosotros, es para ridiculizar a las gentes, para impedirles que establezcan sus hijos a su gusto, para disputarles, en fin, el derecho de recordar que antes de ser trabajadores tuvieron ascendentes: cuando yo escribo o cuando inspiro lo hago con una intención más formal. Además, no fui yo solo quien al entrar en liza el S. de Susini se declaró abiertamente en su favor y en contra del S. Vallejo: las reservas que hice en obsequio de este ultimo otros no juzgaron a propósito acordárselas. ¿Por qué no se han atrevido a llamarlos a este lugar? El S. Lachaud nos ha aconsejado no hacer intervenir en este debate el nombre del S. D. Enrique de Pène, porque si invocásemos su testimonio él nos probaría que su cliente conserva la estimación de ese escritor. Yo desconfío mucho de esta amenaza como destinada a intimidarme para conjurar el peligro que preveía mi adversario, y no hago caso de ella. En el periódico intitulado Paris, el S. de Pène, como yo, acordó valientemente al S. de Susini el derecho de defenderse contra su perseguidor. Sintiendo entonces el S. Vallejo que la tierra francesa iba a hundirse debajo de él escribió al S. de Pène una carta a la cual respondió este, es cierto, con esa tinta mundana cuyo color puede interpretarse de diversas maneras, pero que afirma a tiempo el verdadero, cuando se pretende abusar de sus reflejos. Ignorando el S. Vallejo las flexibilidades de nuestra lengua, y no costándole trabajo, por lo demás en caso de necesidad, suprimir una frase o falsear su sentido despojándola de una palabra, el S. Vallejo procuró interpretar en su favor la elegante burla con que el redactor en jefe del Paris creyó poder abofetear sin consecuencia al redactor ordinario del general Prim. El S. de Pène no sufrió que se truncase impunemente su carta; restableció los términos de ella; precisó su significación; y declaro, por último, que esa placa de Carlos III que le trajo de Madrid el S. Vallejo, en nombre de los hombres que suprimen a una soberana para darse el gusto de crear en su lugar caballeros y comendadores, permanecería sobre su escritorio como uno de esos juguetes grotescos que no se toma uno el trabajo de arrojar al cesto. Si el S. Lachaud tiene a la mano las cartas del S. de Pène que desmienten lo que acabo de afirmar, le aconsejo que las presente, porque uno de los literatos que asisten a esta audiencia no cree todavía que hayan sido escritas. Por lo demás he aquí los artículos incriminados del Enano Amarillo, en que hablé de los artículos del redactor en jefe del Paris. Desafío al S. Lachaud tanto a encontrar en ellos una difamación, como a significar en las cartas del S. de Pène, la glorificación o aun la simple justificación del S. Vallejo.

El primero de los dos artículos incriminados es del 28 de Enero. Apareció bajo el título de:


«El Galo y la Revolución Española.

»En su número de ayer, nuestro espiritual cofrade El Galo anuncia que el S. D. Ángel Vallejo y Miranda acaba de intentar un proceso al gerente de un periódico intitulado: Los Monos Sabios. El S. D. Leon Estor califica este periódico de libelo anónimo, sin embargo de que reconoce que lleva la firma de un gerente responsable, autorizado, sin duda, para indicar inmediatamente el nombre de los redactores de esa hoja española.»


¿Es acaso en este párrafo en el que se encuentra la difamación? Yo anuncio bajo la fe del Galo, que el S. Vallejo intenta un proceso contra los Monos Sabios, y solo hago notar que este periódico no es un libelo anónimo, puesto que el primero afirma que tiene un gerente, el cual sin duda puede indicar quiénes son los redactores. ¿Será acaso una difamación el solo hecho de notar los errores del Galo? ¿Por ventura, este periódico, después de haberse creído con el derecho de interrumpir el sueño de Carlomagno en su tumba, pretenderá tener el de exigir de un cofrade hasta el respeto de sus errores?

El artículo en cuestión continuaba de esta manera:


«Si hemos de creer a nuestro espiritual cofrade, el S. guardasellos, en persona, se tomó el trabajo de decretar la supresión de los Monos Sabios, olvidando, sin duda, que semejante acto no puede ser decidido legalmente en Francia sino por un fallo de los tribunales, y deseoso de corresponder por medio de este acto arbitrario, a las aspiraciones de los hombres que se creen autorizados para injuriar cotidianamente a una mujer so pretexto de que puso trabas en Madrid a la libertad de la prensa.»


No puede ser tampoco en este párrafo en el que se encuentre la difamación que se me reprocha. Afirmo que el Galo se equivocó atribuyendo a S. E. el guardasellos un papel y unas intenciones que no podía tener; pero comprobar un error no equivale a difamar. En cuanto a los reproches dirigidos a los hombres que, después de derribar a una soberana, bajo el pretexto de que su gobierno coartaba la libertad de la prensa, arrastran a sus defensores ante los tribunales, acusándolos de haber usado de esta libertad ¿puédese negar que no son merecidos?  ¿No es, en efecto escandaloso que el S. Vallejo que ha usado y abusado del derecho de injuriar y de difamar, no solamente a la soberana sino a la mujer, no solo a la mujer, sino a la madre, venga a invocar el apoyo cuyo ejercicio niega con tanta energía y mala fe al gobierno de su país. El guardasellos no hace favores especiales; la justicia no tiene consideraciones privilegiadas para los escritores cuya pluma está al servicio de pasiones de la naturaleza de las que animan al S. Vallejo; y, lo diré muy alto, esto no es difamarlo, es dar el grito de alerta a la opinión.


«Nosotros creemos, continuábamos, que nuestro espiritual cofrade se ha apresurado mucho a poner en juego a S. E. el ministro de Justicia. Habríase abstenido de hacerlo si supiera que el S. Olózaga, a quien todo eso debe interesar más directamente, rehusó su apoyo al S. D. Ángel Vallejo y Miranda, quien ocupa sin embargo la posición oficial de Vicepresidente de la comisión de hacienda española, en París, desde que renunció al servicio de la boca de S. M. la Reina de España.»


No es difamar al S. Vallejo sostener que el Galo ha cometido un error poniendo en juego a propósito de ese Señor, a nuestro ministro de Justicia. Aquí somos menos accesibles que en España a la influencia de las damas de honor. En cuanto a la perentoria negativa del S. Olózaga para responder de la honradez del S. Vallejo, nuestro adversario podría desmentirnos fácilmente, mostrándonos una carta del S. Olózaga. Mas no lo hará así, no puede hacerlo. Los agregados de la embajada, uno de los cuales depuso en esta audiencia contra el S. Vallejo, lo saben perfectamente; y este ha necesitado desplegar una audacia singular para venir a invocar la ley sobre la difamación que excluye las pruebas mas no la reparación de ultrajes, que yo no le he hecho; que es una arma contra acusaciones de notoriedad pública como las que le ofrecí la ocasión de combatir gratuitamente, por sí mismo, en las columnas del Enano Amarillo.


«Comprendemos, sin embargo, añadíamos, la importancia que da el Galo a las persecuciones dirigidas por el S. D. Ángel Vallejo y Miranda contra los Monos Sabios, y la indignación de que el S. de Pène dio prueba en la carta que reprodujo con precipitación nuestro espiritual cofrade. Los SS. de Pène y Tarbé prestaron su concurso leal a la revolución española, y han llegado al mismo tiempo a ser los padrinos del S. D. Ángel Vallejo y Miranda en la prensa francesa.»


No es difamar al S. Vallejo comprobar que bajo su palabra, y según la fe de sus indicaciones, dos hombres como los SS. Tarbé y de Pène llegaron a ser sus padrinos en la prensa y los abogados de la revolución española ante la opinión pública. Cierto es que después el S. de Pène creyó que su honor exigía que abandonase al mismo tiempo el hombre y la causa; y que este abandono ha sido tan humillante para el S. Vallejo como elocuente para el S. Tarbé; ¿pero es esto culpa mía? ¿débeseme atribuir tal acto, que estaba yo lejos de esperar, puesto que, al contrario, proclamaba el derecho que tenían los SS. de Pène y Tarbé de indignarse ante los ataques de los Monos Sabios, y puesto también que era su deber tomar la defensa del S. Vallejo?


«Como campeones de la revolución comenzada en Cádiz, proseguíamos, no podrían sufrir que se acusase al vicepresidente de la comisión de hacienda española de no ser inmaculado bajo el punto de vista de las cuestiones de dinero, porque esa posición da derecho al S. D. Ángel Vallejo y Miranda, en ausencia del presidente, de recibir del banco, en nombre de su país, y bajo su simple firma, todos los millones que le plazca dar orden de retirar. Así, pues, se estremece uno al solo pensamiento del golpe que llevaría el crédito de la Península, con una simple sospecha acerca de la honradez de la persona cuyo patriotismo recompensaron los vencedores de Alcolea, confiándole, en cambio de una llave honorífica que sin tenerla se jactaba de llevar, la llave más positiva del tesoro.»


¿Hay acaso en este párrafo una sola imputación difamatoria contra el S. D. Ángel Vallejo? ¿No se diría, a la inversa, que soy uno de los miembros de su familia, o cuando menos del gobierno que lo emplea, puesto que muestro tan celoso de su honor, y que insisto tanto acerca de la necesidad de impedir a la calumnia de alcanzarle? Cuando se tiene el derecho de dar órdenes de millones es necesario que no sea posible la duda; difamar al S. Vallejo sería sostener que él piensa lo contrario. Mientras más reflexiono en las persecuciones dirigidas contra mí, más me asombro de su ninguna habilidad y de su injusticia. Yo no comprendo que pueda haber motivo para un duelo entre ese S. y yo, y sin embargo, dos veces me he puesto a su disposición con ese objeto, lo cual no tendré la debilidad de hacer en lo sucesivo, puede estar seguro de ello. Mas continuemos:


«Como padrinos del S. D. Ángel Vallejo y Miranda en la prensa francesa, decíamos, los SS. de Pène y Tarbé deben alejar de él todo ataque, excepto el caso imposible, lo creemos así, en que tuvieran que convenir que fueron engañados por su ahijado. La solidaridad debe ser tal, según nosotros, en semejante circunstancia, entre los miembros de la prensa, que nos unimos a los SS. Tarbé y de Pène para ofrecer a su protegido nuestro concurso en esta ocasión; y ya se sabe, sin embargo, hasta qué punto somos sus adversarios en el terreno político.»


Esta vez no es ya posible negar nuestra parcialidad en favor del S. Vallejo, ni se puede tampoco dejar de convenir en que no retrocedemos ante el perdón de las injurias ni ante el olvido de los extravíos de la polémica, cuando se trata de venir en ayuda de un cofrade, que era la víspera, la mañana misma, nuestro implacable adversario. Exceptuando el caso, que declaramos imposible, de que los padrinos del S. Vallejo hubieran sido engañados, comprometemos a los primeros a alejar del segundo todo ataque; y les ofrecemos nuestro concurso para defenderlo. Sostener que eso es difamar al S. Vallejo ¿no equivaldría a desanimar para siempre a las personas susceptibles de un arranque espontáneo de confraternidad literaria?


«Solamente, proseguíamos, que en esta clase de negocios tenemos un modo de proceder diverso del suyo. Cuando en las columnas del Galo nos amenazó el S. Vallejo y Miranda con revelaciones picarescas, 1o invitamos a formularlas, y nosotros nos hubiéramos apresurado a insertarlas en las columnas del Enano Amarillo para hacer resaltar mejor las pruebas que hubiéramos producido contra ellas. Así es como los SS. Tarbé y de Pène deben ser invitados a proceder, por su ahijado.»

«El S. Vallejo y Miranda es funcionario público, así, pues, no podrá reprocharnos por haberle aconsejado bastante que nos trasmitiese la copia de una dimisión exigida hasta para las más simples comisiones; el S. Vallejo y Miranda es periodista, y nosotros le hemos advertido suficientemente que en Francia no agradan los escritores que insultan con su pluma la reputación de las mujeres, abrumadas por el peso de la desgracia, sobre todo cuando el que así obra ha tenido el honor de estar agregado a su servidumbre.»

«En esta doble cualidad el S. Vallejo y Miranda debe desear que se aclaren los hechos. Pero es preciso que no olvide que en Francia, donde no es admitida la prueba en materia de difamación, intentar un proceso de esta naturaleza, es exponerse a hacer creer que nada se puede responder a las acusaciones de que es uno objeto.»


¿Adónde está aún la difamación en este párrafo? ¿Será difamar a un funcionario público, a un periodista, afirmar que debe desear que se aclaren los hechos que le conciernen? ¿Será difamarlo advertirle en su propio interés que está colocado en una vía tan funesta para sus intereses como para su dignidad? Si podéis confundir a la calumnia con las pruebas ¿qué tribunal mejor y sobre todo más competente para un funcionario y para un escritor que el de la opinión pública? El mismo mariscal Prim os lo ha escrito; acabáis de leer su carta, cometiendo un error, porque decíais que era un certificado cuando no es sino una advertencia. Y puesto que todavía nos decís que las cartas que habéis leído no están expurgadas, ni modificadas, ni aumentadas, el S. Enrique de Pène ha escrito públicamente que habíais falsificado una carta suya, y habéis sido obligado a convenir en ello.


«Creemos, pues, venir en auxilio de nuestro adversario concediendo hospitalidad en las columnas del Enano Amarillo a una carta y a una serie de documentos que nuestro espiritual cofrade el Galo le ha dado el chasco de no acoger en las suyas; y ya se deja entender que ofrecemos al S. D. Ángel Vallejo y Miranda todo el espacio que necesite en nuestro próximo número para establecer lo que nosotros sabemos de antemano, esto es, que los negocios de Hacienda puestos bajo su cuidado no han tenido jamás guardián más honorable, y que el periodismo francés, aun cuando no participe de sus opiniones sobre el reconocimiento y sobre el respeto que se debe a las mujeres, no podría arrepentirse de haberlo acogido en su seno.»


¡Y qué! ¿la oferta generosa hecha a nuestro adversario de prestarle el servicio que le rehusó su propio periódico sería considerada como una difamación? ¡Y qué! ¿sería lo mismo la libertad que dejamos al S. Vallejo de disponer de todo el espacio que hubiera necesitado en el Enano Amarillo para demostrar la falsedad de los documentos invocados en su contra? No solamente le ofrecemos todos los medios de establecer su inocencia, sino que la prejuzgamos; nos declaramos convencidos desde luego de que el gobierno español no tiene más fiel, más honorable ni más digno servidor que él; y que la prensa ha hecho bien en acogerle. Es cierto que hacemos nuestras reservas a propósito de su conducta hacia las mujeres proscritas; pero no es difamar a un hombre establecer que no se acepta la responsabilidad de su manera de obrar hacia las mujeres, ya sean reinas o actrices.

Nuestro artículo concluía así:


«Explicaciones categóricas de su parte tendrán mucho más peso cerca de las gentes serias que el anuncio de una intervención imposible de S. E. el guardasellos.

G. Hugelmann


Y en efecto SS. ¿quién no afirmara conmigo que unas explicaciones categóricas habrían sido preferibles a todo el ruido hecho por el S. Vallejo enrededor del mismo Señor Vallejo? Cierto es que el público se deja sorprender desde luego por esas intervenciones de grandes personajes invocadas en favor de un personaje pequeño; pero la reflexión destruye pronto el efecto producido, y entonces se obtiene un resultado enteramente contrario al que se deseaba. Y después es posible, como hoy, comparecer ante la justicia, que sabe perfectamente a qué atenerse sobre la participación que haya tenido S. E. el guardasellos en el acto de suprimir el periódico intitulado Los Monos Sabios. Entonces el estrépito de la risa de los jueces pasa al público, y los ecos de consideración que se pretendía producir se encuentra que no son sino los ecos del ridículo.

He concluido SS. con el primer artículo incriminado, y me parece haber demostrado hasta la evidencia: que no contiene una sola línea que pueda ser calificada, en derecho, de difamación. Espero ser tan feliz ayudándoos a interpretar el segundo. Vosotros no perderéis de vista que fue escrito bajo el imperio de la más legítima indignación.

Hélo aquí.


«El Galo y la revolución española

»El S. Tarbé sabe mejor que nadie, cuán caro nos es el Galo. Así comprenderá el sentimiento que hemos experimentado al saber por el nuevo periódico del S. D. Henrique de Pène que el S. Vallejo y Miranda se apresuro demasiado a dar a una carta de pésame arrancada a la generosidad del director del París, la significación de un certificado de buena vida y costumbres.»

»Este sentimiento ha aumentado al leer en las columnas de nuestro espiritual cofrade, el párrafo siguiente, que nos recompensa muy mal del servicio prestado por nosotros, en nuestro último número, al antiguo oficial de boca de S. M. la Reina de España.

»Esperando más largas explicaciones, el S. de Miranda nos suplica que anunciemos que va a perseguir ante los tribunales al muy honorable S. Hugelmann, redactor en jefe del Enano Amarillo, y al S. Susini, porque ambos han contribuido a la publicación de piezas calumniosas y difamatorias para él.

»El S. de Miranda, a quien cierta prensa, adicta a la defensa del pabellón de Rohan, pretende hacer perder su sangre fría, está decidido a mostrar tanta calma como encarnizamiento tienen sus enemigos.

»Puesto que el S. Miranda no puede alcanzar a sus adversarios en otro terreno que el de la justicia, los perseguirá en él con la ley en la mano.

»Y estad convencidos, que eso no alterará su buen humor.

»El secretario de la redacción

Leon Estor.»


Confesad, Señores, que el verdadero difamado en lo que precede, soy yo. No porque el S. Estor ha firmado, me ciego hasta el punto de tomar por otra cosa que por lo que significa, el epíteto de muy honorable, de que ha hecho preceder mi nombre. Como siempre cuando hay alguna responsabilidad que sufrir el S. Vallejo inspira pero da a firmar a otros. Muy honorable, escrito de esta manera, quiere decir completamente deshonrado: y bien, yo os pregunto ¿no es el colmo de la audacia anunciar que se va a perseguir por difamación a la persona misma a quien se difama en este anuncio; y no es también eso una prueba del poco respeto que se tiene por la justicia a que se recurre?


«Estor, en latín storea, estera, es una especie de cortina comúnmente clara y trasparente, que se eleva y baja por medio de un resorte, y que se pone delante de una ventana o portezuela de carruaje, para garantizarse del sol y del polvo.

»El Stor bajado delante de nosotros en una de las ventanas del Galo no es ligero ni trasparente. Solo el S. D. Luis Blairet sabría decir por medio de qué resorte se mueve; pero en cuanto a impedir que el sol o el polvo lleguen hasta el S. Tarbé, lo desafiamos a conseguirlo.»


Imposible es que la difamación que se me reprocha consista en estos dos párrafos que no contienen sino una chanza a la firma del hombre que hablaba por el S. Vallejo.


«Que agrade al S. Vallejo y Miranda hacernos esperar sus explicaciones no es una cosa que puede asombramos; pero que el gobierno español participe de ese placer, así como el director del Galo, de eso sí no estamos seguros, porque de ordinario, se tiene siempre dispuesta una contestación categórica, cuando se trata de hechos tan graves como los imputados al S. D. Ángel Vallejo y Miranda, hechos que nosotros hemos sido los primeros en revocar en duda. Decir que se tiene placer en retardar esta respuesta, es prestarse a una multitud de interpretaciones; es, sobre todo, añadir el desprecio del honor de sus fiadores a la indiferencia del propio.»

»El S. D. Ángel Vallejo y Miranda nos amenaza con persecuciones ante los tribunales, por haber contribuido a la publicación de piezas calumniosas y difamatorias en su contra. Esto es curioso.

»La más importante de las piezas publicadas por nosotros hasta hoy, es una carta firmada por ese S. La tal carta prueba, es cierto, su ignorancia de nuestra lengua, y tiene el tono que conviene para responder en Francia a un adversario a quien no se teme; pero acaso ¿es a nosotros a quienes el S. D. Ángel Vallejo y Miranda debe hacer responsables del despecho que siente por haberla escrito?»


Y en efecto SS. la más importante de las piezas cuya publicación ha pedido el S. Susini es una carta del S. Vallejo en la cual dirige él mismo sus excusas; pero esto no puede calificarse como una difamación de nuestra parte.


«En cuanto a las cartas del S. conde de Susini, convenimos en que son enérgicas y concluyentes; añadimos que recibir su contenido en pleno pecho, sin hacer otra cosa que guarecerse tras de una ley que prohíbe la prueba, es confesar que son la expresión de la verdad. Tenemos, pues, el derecho de sostener que ofreciendo al S. D. Ángel Vallejo y Miranda las columnas del Enano Amarillo para desmentir el contenido de esas cartas, le hemos presentado la ocasión que hubiera debido aprovechar si, como lo creemos todavía, puede hacerlo así sin peligro de su reputación.

»El Estor del S. Tarbé reprocha al Enano Amarillo, sin envidia, se comprende muy bien, ser adicto a la defensa del Pabellón de Rohan. Necesario es que los que nada recibieron de la reina Isabel, en la época de su prosperidad, se ocupen de defenderla cuando los hombres que se disputaban entonces el honor de estar a su espalda, con una servilleta en la mano, se ingenian para cubrirla de lodo, ahora que está en el destierro.

»El Estor de M. E. Tarbé nos desafía a hacer que pierda su sangre fría el S. D. Ángel Vallejo y Miranda, quien está decidido a mostrar tanta calma como encarnizamiento sus enemigos. Nosotros no aceptamos el desafío que se nos ha lanzado bajo la estera del Galo. Parécenos imposible, en efecto, enardecer la sangre de un Vice presidente de la comisión de hacienda de su país, que declara no estar en estado de explicarse de un día al otro acerca de una acusación que lo obliga a responder en el acto o a partir de Francia. El que está verdaderamente encarnizado en contra del S. D. Ángel Vallejo y Miranda es él mismo; y su calma en este asunto es de una elocuencia tal, que bastaría a sus enemigos invocarla cerca del S. Olózaga para que el embajador de España obligase al S. Vallejo y Miranda a dar su dimisión en 24 horas; y eso, sobre todo, cuando no es posible negar que el testimonio humillante a que ha aludido el señor conde de Susini, está firmado por una de las honorables personas agregadas a la embajada actual.»


Este párrafo comienza por un recuerdo de la inocente chanza que me permití a propósito del secretario de la redacción del Galo cuyo extraño desafío marcamos. En lo concerniente al S. Vallejo nos conformamos con llamar la atención sobre la frialdad de su sangre en presencia de las acusaciones que pesan sobre él; no le encontramos enemigo más cruel que él mismo; recordamos que uno de los signatarios de las pruebas humillantes invocadas en su contra es actualmente agregado a la embajada de España, y afirmamos que el S. Olózaga podría en vista de su conducta exigirle que remitiera su dimisión en el espacio de veinticuatro horas. Al escribir esto sabíamos que el S. Olózaga le había pedido esa dimisión y no lo dijimos sin embargo de que gran número de periódicos, entre ellos el diario del Havre, no vacilaron en dar a conocer las escenas que pasaron entre el embajador de España y el S. Vallejo; escenas violentas, poco honrosas para este último si hay que dar crédito al relato de esos periódicos y que habrían concluido por la destitución del funcionario de Hacienda, si circunstancias particulares no le hubiesen valido el apoyo de los generales Serrano y Prim.


«He ahí, decíamos, lo que queríamos evitar al ángel de la revolución española, ofreciéndole nuestras columnas para reproducir la justificación que creíamos podía trazar aún cuando no fuese sino con una pluma arrancada a sus propias alas. La carta suya que hemos reproducido prueba, es cierto, que él no sabe escribir en francés; pero nosotros traducimos el español.»


¿Difamé al S. Vallejo diciendo que es el ángel de la revolución española y que en este concepto tiene alas? Los ángeles y no él son los que podían quejarse de esto. ¿Lo difamé dando a entender que ignora la ortografía de nuestra lengua? Ese S. es español y si es cierto que los artículos que da a luz están correctamente escritos su ignorancia que hago notar prueba cuando más que tiene necesidad de correctores complacientes, y eso no disminuye su consideración.


«No pudiendo alcanzar a sus adversarios en otro terreno que en el de la justicia, los perseguirá en él con la ley en la mano.

»¡He ahí el colmo! ¿Pero quién sino él mismo habría osado decir al S. Vallejo y Miranda que el terreno de la justicia es el único donde sus adversarios pueden encontrarse con él mientras no le plazca dar a conocer las explicaciones que le hemos ofrecido publicar en el Enano Amarillo? Antes de ser uno aceptado con la espada en la mano es necesario probar que jamás se ha manejado el asador


Señores: este párrafo no sería difamatorio sino en el caso de que el asador (broche) de que se trata fuese el mismo de que el S. Armentero acusa al S. Vallejo haber robado a su pariente. Yo no hago odiosos juegos de palabras. El asador de que quiero hablar aquí es el de la cocina real, que las funciones del S. Vallejo en la corte de España le daban el derecho de manejar. Él dice que no lo ha manejado: ¿por qué no me lo escribió así? Yo lo habría hecho saber a los lectores del Enano Amarillo; y no encontrándome ya en frente del oficial de boca, habría dado la razón al comisionista de mercancías.


«¡Con la ley en la mano! ¿Qué ley? ¡La que impone silencio a la verdad! ¡Y estemos convencidos, eso no alterará su buen humor! ¿Es muy vivo el buen humor que da el precio de las injurias dirigidas a una mujer proscrita de quien se ha sido servidor? ¡Ah! ¡Estáis de buen humor, Señor vice-presidente de la comisión de Hacienda española! Nosotros no envidiamos vuestra alegría, porque tenemos la pretensión de merecer el epíteto de muy honorable con que se ha hecho preceder nuestro nombre en el incalificable artículo a que acabamos de responder. Y no es ser muy honorable seguir de buen humor cuando se os acusa, siguiera sea equivocadamente, de hechos semejantes a los que os son reprochados por el S. de Susini, y a los cuales no respondéis.»


¿Es difamar al S. Vallejo comprobar que está de buen humor en presencia de acusaciones terribles? ¿Pero entonces el S. Vallejo conviene en que es escandaloso su buen humor? Si conviene en ello, confiesa que debía estar triste. ¿Por qué? Porque había sido calumniado, o porque le constaba que era acusado con razón. En el primer caso, yo era su defensor; en el segundo, tenía yo el derecho de condenar su buen humor; y esto no era difamarlo.


«Estamos más convencidos, concluíamos, del gran embarazo de M. E. Tarbé que de vuestro buen humor. Ese S. debe comprender que si permite al S. D. Ángel Vallejo y Miranda conservar largo tiempo semejante actitud detrás del Estor de su periódico, no dejará de decirse en el público que para conquistar la inercia de la dirección del Galo es necesario que el vice-presidente de la comisión de Hacienda española haya empleado argumentos irresistibles.

G. Hugelmann


En efecto, si yo hubiese afirmado aquí, bajo la fe del S. Blairet, lo que él asegura a quien quiere oírlo, esto es, que el Galo figura en la lista de los fondos secretos puestos a disposición de la prensa extranjera por el gobierno provisional yo habría difamado a este periódico pero no al S. Vallejo, porque no es difamar a un hombre decir que sirve de intermediario entre las personas que pagan y las que reciben. La última frase del artículo que precede era simplemente una advertencia al director y redactores del Galo, y nada más. Ahora vais a ver cuánta razón tenía yo de advertirles puesto que pocas horas después me veía obligado a improvisar las siguientes líneas que están comprendidas en la persecución de mi adversario.


«Estaba ya escrito el artículo que precede cuando recibimos el numero del Galo que lleva la fecha de hoy. En cabeza de este número leemos la enorme cosa que va a seguir; y esto en momentos en que M. Enrique de Pène se cree obligado a hacer a la España la injuria de rehusar la placa de Carlos III porque se la entregó el S. D. Ángel Vallejo y Miranda, como si la patria del Cid no tuviese en París un embajador.

»Desde hace algún tiempo nuestro colaborador el S. D. Ángel Vallejo y Miranda es objeto de ataques calumniosos cuyo origen no puede sino atribuirse a los odios políticos, que no retroceden ante las más odiosas mentiras.

»En presencia de estos ataques la redacción del Galo debió ceder a la expresa voluntad del S. D. Ángel Vallejo y Miranda, quien ha puesto a su vista las pruebas auténticas de una honrosa y brillante carrera militar, literaria y administrativa.

»La redacción del Galo se decidió, pues, a tomar conocimiento de esas piezas oficiales; que no han hecho sino confirmar de la manera más absoluta e irrecusable, la perfecta estimación que había concebido por el carácter de su colaborador.

»Estas piezas, cuya autenticidad garantiza nuestra firma, serán producidas ante el tribunal adonde el S. Vallejo y Miranda espera llevar a unos adversarios que intentan deshonrar al hombre privado para quitar su importancia al hombre político.

Edmond Tarbé.– Edmond About.– Louis Arnold.– Alfred Assolant.– Eugène Chavette.– Comte Dimitri.– Léon Dommartin.– Léon Estor.– Jules Fleurighamp.– Fernández y González.– Armand Gouzien.– Aurèle Harth.– F. d'Herbinnille.– Louis Leroy.– François Oswald.– Paul Parfait.– Arthur Scholl.– Emile Zola.»

»Decíamos que es esto una cosa enorme, porque no hay ejemplo de que veinte personas, que deben tener una reputación intacta, se reúnan para garantizar la autenticidad de piezas cuya publicación se tiene cuidado de dejar para hacerla en tres plazos, tarde, mal y nunca.

»Estas personas han podido firmar simplemente el ne varietur de unos documentos que se tratará de hacer legalizar después en la Habana; y he aquí un buen billete si los signatarios no han olvidado que el S. Vallejo y Miranda mejor que nadie está al corriente de los motivos que hacen, según su opinión, inevitable la independencia de Cuba, es decir, que habrá allí un caos prolongado con el cual espera sin duda argüir, para esquivar de nuevo el debate. Pareceríanos incomprensible que cediendo a la expresa voluntad del gentilhombre de boca de S. M. la reina de España estas personas hubiesen certificado no solo la autenticidad sino también la veracidad de piezas capaces por su naturaleza de pulverizar las acusaciones precisas formuladas por el S. conde de Susini, y se hubiesen abstenido entonces de exigir su publicación inmediata, sobre todo en presencia del testimonio escrito de un agregado oficial de la embajada de España.»


Y en efecto, SS. ¿que pudieron hacer las personas que juzgaron a propósito firmar con sus nombres o con sus pseudónimos el extraño certificado que precede, si no es reconocer bajo la fe del S. Vallejo, bajo su fe únicamente, la autenticidad de los documentos que él pudo someterles esperando que llegue la vez de saber directamente de la Habana, de Puerto-Rico y de todas partes si esas piezas bastan a la justificación del repetido Señor? Si esos documentos les hubiesen parecido bastante concluyentes para establecer sin réplica esta justificación ¿qué debería pensarse de los signatarios que impidieron al S. Vallejo imponer silencio a sus calumniadores publicándolas inmediatamente? Pero he aquí lo que pasó. Aprovechándose el S. Vallejo con rara audacia de los sentimientos de confraternidad que animan a la prensa, puso a la vista de los redactores del Galo reunidos, algunos documentos cuya autenticidad garantiza su honor, y les dijo que bastaría que cubriesen esas piezas con la autoridad de sus nombres para que el público se declarase convencido. Los sentimientos que han influido en los redactores del Galo son nobles y generosos; pero por esta misma causa son ligeros como el entusiasmo; y hasta un punto tal que llegan a la imprudencia. La precipitación con que los redactores del Galo respondieron de la perfecta honorabilidad del S. Vallejo puede conducir a la confusión del periódico, si mañana son publicadas las pruebas de los contrarios. Cuánto más digno y al mismo tiempo más diestro hubiera sido de parte de los redactores del Galo dar a luz los documentos de que tomaron conocimiento, y no comprometer su responsabilidad sino en el caso de que estas piezas no hubieran sido desmentidas. Es el honor de todos ellos el que defiendo lejos de difamarlos; y no me parece que haya nada de injurioso en hacer notar al S. Vallejo la singular situación que ha creado a unos jóvenes, abusando de la generosa credulidad inherente a su carácter y a la difícil posición en que los ha colocado.

No hago otra cosa, Señores, que enumerar los hechos que se censuran al S. Vallejo en vista de los nombres de sus fiadores espontáneos, para demostrar la ligereza con que cometieron el error de comprometerse los redactores del Galo. Voy a seguir, pues, con este fin la lectura de los artículos incriminados.


«Que un director de periódico ignore que en 1863 la importancia política de su redactor se suicidaba de antemano en el tabuco de la Barrucci pase; pero que M. Ed. About certifique que un alfiler con grandes diamantes no fue sustraído al S. de Armenteros; pero que M. Louis Arnold afirme que una placa de rubís no desapareció de la casa del S. de Cárdenas; pero que M. Alfred Assolant garantice que el robo de estos objetos no fue imputado por su autor a un doméstico inocente; pero que M. Eugène Chavette pretenda que un cargamento de barajas marcadas no fue importado a la Habana desde 1855 a 1857; pero que el S. conde Dimitri niegue que un gentilhombre se dejó administrar una paliza sensible; pero que M. Léon Dommartin asegure que unos actos muy vergonzosos no fueron cometidos en Puerto-Rico y en África; pero que M. Léon Estor proteste contra un mentís público; pero que M. Jules Fleurichamp comprometa su experiencia en hacienda para garantizar la lealtad de las partidas jugadas allende los trópicos y por consecuencia lejos de la calle Ménars; pero que el S. Fernández y González dispute, desde su lecho, la posibilidad de haberse verificado ciertos dramas en otra parte que en sus folletines; pero que M. Armand Gouzien se declare experto para apreciar los usos y costumbres del mundo frecuentado en otro tiempo por el S. García; pero que M. Aurèle Hart se crea, así como MM. F. d'Herbinville, Louis Leroy y François Oswald, con el poder de legalizar, en compañía de M. Paul Parfait unos documentos que solo encuentra M. Arthur Schik, en recuerdo sin duda del Sporting-Clubs; pero que MM. Francisque Sarcey, Aurélien Scholl y Emile Zola pongan su firma al calce de un proceso verbal sobre el que caen inmediatamente las salpicaduras del desprecio leal de M. Henri de Pène, he aquí lo que nos causa extrañas aprensiones, y que aumenta nuestra inquietud a propósito de un periódico que parecía llamado a tan largos como brillantes destinos.»

»Basta que el Galo afirme que existe tal pieza para que nosotros lo creamos; pero una vez todavía, ¿cómo los signatarios, antes de certificar la autenticidad de los documentos favorables a su colaborador, no exigieron que los produjese de naturaleza a propósito para convencer de calumnia al S. conde de Susini? He aquí toda la cuestión.

»Por hoy nos limitamos a hacer notar una sola cosa; esto es, que si las piezas tan honorablemente legalizadas son en verdad capaces de probar sin réplica posible que la España ha hecho bien de confiar las llaves de su tesoro al S. D. Ángel Vallejo y Miranda, su simple publicación en las columnas del Galo o en las del Enano Amarillo sería un argumento mucho más elocuente que la amenaza dirigida a las gentes culpables de querer deshonrar al hombre privado para quitar su importancia al hombre político.

»El hombre político acusado de los hechos que le reprocha el S. de Susini y que no responde a ellos, en veinticuatro horas, con pruebas categóricas, no necesita que le quiten su importancia. Su gobierno es el único que tiene la posibilidad de quitarle alguna cosa.

G. H.»


Debería yo limitar a la lectura que acabo de hacer de los dos artículos incriminados, y a la única interpretación que les puede ser dada, la defensa que el S. Vallejo me ha obligado a emprender ante vosotros, si él se hubiera limitado, como debía, según mi opinión, a darme las gracias por ellos. Pero será bueno que sepáis que la lucha, puesto que le agrada dar ese nombre a lo que era únicamente de mi parte la generosa manifestación de saludables consejos, no se ha limitado a la publicación de estos dos artículos; y que para ser lógico el S. Vallejo habría debido perseguir igualmente los que siguieron a aquellos, y cuya lectura no puedo excusar.


«A propósito del Galo.

»Ya hemos dicho que M. Tarbé debe saber cuán caro nos es el Galo; y sin embargo, su director ha autorizado en su hoja cuotidiana la inserción de la siguiente carta, en los momentos en que nos exponíamos a sufrir la enemistad de Carlomagno, únicamente por ser agradables a un colega.

»A M. Edmond Tarbé.

»Mi querido director,

»Estaba convenido que no publicaríamos una palabra más sobre las infamias que provocaron la prueba de estimación pública con que me han honrado mis colegas del Galo.

»Mi acción debía yo limitarla a los tribunales; pero aceptando este consejo y dominando mi indignación para seguirlo, ignoraba que la legislación francesa no presta ningún medio de intentar un proceso de calumnia en el que se admita la prueba.

»M. Lachaud ha tenido a bien enviarme una consulta por escrito sobre este asunto, que me ha impuesto de esa circunstancia.

»Ante este inconveniente de la jurisprudencia francesa, deseoso de no dejar que mis adversarios se abriguen tras esa ley, he tomado una nueva resolución.

»A los redactores del libelo anónimo y al del Enano Amarillo M. Hugelmann que desde hace tiempo esta también asimilado a los anónimos en la prensa, los persigo por difamación.

»En cuanto al S. de Susini, le ahorraré la policía correccional, a la que será indudablemente condenado, si tiene a bien producir las pruebas que dice poseer contra mí, ante un tribunal de honor. Este tribunal, elegido entre las notabilidades de la prensa y del foro, por ejemplo, podría ser designado por dos amigos del S. Susini, de notoria honradez, y por dos de los míos.

»Ambos concederíamos a los jueces toda la latitud y autoridad necesarias para ejercer libremente su mandato.

»Os suplico que acojáis la respuesta del S. Susini sobre este asunto. Su contestación debe limitarse por otra parte, según mi parecer, a un o a un no. Si ese señor tuviere que dar más largas explicaciones puede dirigirlas al Enano Amarillo donde estarán en su lugar al lado de la firma de M. Hugelmann.

Ángel de Miranda


Cuando el S. Lachaud leyó el párrafo del artículo en que el S. Vallejo pretende que desde hace tiempo estoy asimilado a los anónimos en la prensa, honorables abogados no pudieron dejar de murmurar a mi espalda: «Pero eso es la difamación y la difamación en primer grado, al lado de la cual nada vale la de que se pretende victima el S. Vallejo.» Os abandono el cuidado, señores, de apreciar hasta qué punto tuvieron razón esos abogados; pero yo no puedo menos que convenir con su opinión, por el hecho de haber sacrificado en tres épocas más de un millón de francos en servicio de las ideas napoleónicas, sin embargo de la ingratitud con que por tres veces fueron recompensados mis sacrificios; por el hecho de haberme aislado voluntariamente del mundo que por desgracia frecuenta la mayor parte de la prensa, para educar a mis siete hijos en el respeto de las cosas respetables; por el hecho de no haber comprendido que la palabra cinismo puede ser en ciertos labios sinónimo de la palabra progreso, lo que me ha creado un lugar aparte en el mundo de los hombres que no pueden habituarse con la idea de que la palabra deber es verdaderamente sinónima de la palabra sacrificio. Mas esta familia numerosa de que os he hablado ya, y que ignora en el secreto del estudio las angustias que he debido sufrir para lograr que viva en la quietud que es casi la felicidad, esta familia, repito, me venga por su solo aspecto de todos mis calumniadores. Llegara un día, y no está lejos, en que se necesitará que las cartas de todos sean tendidas sobre la mesa. Estad tranquilos, señores, ese día se verá perfectamente que las mías jamás han estado marcadas.


«Antes de responder a lo que nos concierne en esta carta emanada del Vice presidente de la comisión de hacienda española, publicamos la réplica del S. conde de Susini, aun cuando no sea sino para tener un motivo de dar a conocer igualmente el ultimátum del antiguo familiar de las cocinas de la Reina de España.»

«París, miércoles 3 de Febrero de 1869.

»Señor director del Galo:

»En una carta publicada en vuestro número de mañana jueves, que acabo de leer, el S. Miranda me invita a producir ante un tribunal de honor las pruebas que poseo contra él, y a responder por un o por un no, a esta invitación.

»Pues bien, yo respondo: sí, pero… después de que el S. Miranda me haya autorizado a publicar estas pruebas en los periódicos (y en el vuestro particularmente) como creo haberlo dicho en mi carta de 29 de Enero último, inserta en el número 583, del Enano Amarillo.

»Los ataques del S. Miranda han sido públicos; eso supuesto, quiero antes que todo que mi reparación sea también pública, y lo será en Francia, en España y por todas partes, yo lo prometo.

»El tribunal de honor rendirá su juicio sobre estas pruebas, pero después de que hayan sido publicadas y de que todo el mundo las conozca.

»Yo acepto, desde ahora, la responsabilidad de que son auténticas.

»En esta actitud, no hago sino ratificar lo que dije a M. Delacourtie en mi carta de 16 de Enero último y en la de 29 del mismo mes, insertas en el Enano Amarillo (números 581 y 583).

»Espero con impaciencia la respuesta del S. Miranda, pero una respuesta categórica, invitándole, en todo caso a no prevalerse de la ley francesa, que prohíbe la admisión de pruebas (no hablo de la autenticidad) en esta clase de asuntos.

»El silencio del S. Miranda será considerado por mí como una negativa.

»Suplícoos, señor director, que tengáis la bondad de insertar esta respuesta en vuestro número de mañana, y de recibir las seguridades de mi más perfecta consideración.

»El conde de Susini.
121, boulevard Haussmann.»

«No quiero permitir al señor Susini anticipar la sentencia del tribunal de honor. Tal cosa sucedería si, antes de esta sentencia, le autorizase yo a publicar las pretendidas pruebas que dice poseer contra mí.

»Comprendo muy bien lo que desea el S. Susini: la impunidad de la calumnia. No la tendrá.

»También yo poseo documentos que podrían edificar al público acerca del S. Susini; los reservo, sin embargo, hasta la constitución del tribunal ante el cual le propongo presentarnos.

»Ponerme a merced del S. Susini, sin guardar ningún arma con que castigarlo por sus calumnias, sería demasiado candoroso. En este debate he mostrado la paciencia de un santo; seguiré guardando la misma actitud hasta que la justicia privada o pública haya pronunciado; pero no quiero pasar, bajo el pretexto de la generosidad, los límites de la tontera humana, hasta el punto que el S. Susini me propone hacerlo.

»He aquí, pues, mi ultimátum. O el S. Susini acepta el tribunal de honor, y entonces lo autorizaré a publicar las piezas que dice poseer contra mí, en el caso de que el tribunal las declarase válidas y pronuncie que soy el criminal que pretende el S. Susini; o lo traduzco ante los tribunales comunes, y esto inmediatamente.

»Si mañana antes de la hora en que se redacta el periódico no he recibido la respuesta del S. Susini, enviaré mi queja al tribunal y no admitiré más plazos que solo servirían para dejar al S. Susini el tiempo de fraguar, a precio de oro y con el concurso de mis enemigos políticos, nuevas infamias.

Ángel de Miranda.»


«Luego que tuvimos conocimiento del ultimátum que precede, nos apresuramos a escribir al S. conde de Susini ofreciéndole publicar todos los documentos que posee y asumir nosotros toda la responsabilidad de su publicación. No sería bueno ni moral inclinarse o callarse porque conviene al insultador de una mujer desterrada amenazar con la policía correccional a aquellos de sus compatriotas que, como nosotros, le disputan el derecho de escribir en un periódico francés. Hay casos en que la misma magistratura no podría imputar a crimen que un escritor haya violado la ley. Por lo mismo tenemos la firme convicción de que, en el caso actual, todos los hombres de corazón, magistrados o no, serán de nuestro parecer.»

«El S. Miranda ignoraba, según pretende, que la ley francesa prohíbe la prueba de los hechos imputados a aquellos a quienes protege. Pero no puede ignorar que ninguna ley impide permitir que sea dada esta prueba; y que en el presente caso obstinarse en querer restringir a cuatro personas la publicidad de los documentos acusadores, es demostrar, a todo el mundo, la autenticidad así como la veracidad de estas piezas. Todo temor de publicidad de parte del S. Miranda autoriza al S. de Susini a responder que los tribunales de honor se constituyen de ordinario para conocer de las diferencias ocurridas entre hombres de honor. M. Henri de Pène lo ha afirmado antes que nosotros, tal vez en términos menos precisos, pero, según nuestra opinión, mucho más duros, y bajo cuyo golpe el S. Miranda ha bajado la cabeza.»

«En cuanto a perseguir en difamación a los redactores de un libelo anónimo, es imposible hacerlo, y anunciarlo es ridículo. Asimilar a los anónimos las gentes que van a sentarse a vuestro frente en un lugar público para probar que existen, es recordar a tiempo que reconoce uno mismo que está en la imposibilidad de reclamar una satisfacción.»

«El S. Miranda pretende tener amigos. Nosotros lo hemos sido suyo más que cualquiera otro, cuando le hemos afirmado que debía explicarse o partir de aquí. Toda persona que no le aconseje autorizar al periódico de más circulación a publicar los documentos con que se le amenaza, a condición de poder refutar en él su contenido, es un enemigo del S. Miranda. Comiénzase, por lo demás, a preguntar en el público por qué el S. Olózaga no interviene para certificar que uno de sus agregados no dijo verdad cuando firmó a propósito del vicepresidente de la comisión de Hacienda española, el testimonio que hemos leído con nuestros ojos.

«Canonizándose el S. Miranda antes de su muerte, hace notar que ha dado muestras de tener la paciencia de un santo. Nosotros compartiremos la opinión que tiene de su conducta, el día en que haya hecho lo que le pedimos; porque no debe olvidarlo, siempre hemos declarado que lejos de tener la intención de perjudicarle, estamos a sus órdenes para procurarle la publicidad indispensable a la validez de sus explicaciones, y la cual acaso el Galo no esta tan dispuesto a acordársela, como él supone.

«Vamos a unir el ejemplo al precepto y a demostrar al S. Miranda cuán fácil es refutar públicamente la calumnia cuando se tiene la fuerza de la conciencia de sus propios actos. La santidad de nuestra paciencia nada tiene que envidiar a la suya, puesto que hay pocos hombres que sean el punto de mira de tantos ataques como nosotros; pero lejos de amenazar con la policía correccional a nuestros difamadores, agradecemos a los que son de buena fe que nos presenten la ocasión de ilustrarlos, y a los que proceden de mala fe que den a los demás motivos de atraernos a explicaciones públicas.»

——

El incidente Miranda.

«Muchos días han pasado desde que el S. D. Ángel Vallejo y Miranda amenazó al S. Conde de Susini y a nosotros con persecuciones correccionales. Nuestro crimen fue haber manifestado la intención de publicar unos documentos que aquel S. sabe que son de naturaleza a propósito para disminuir la consideración que le prestó el gobierno provisional de la Península, antes de nombrarle vicepresidente de la comisión de hacienda española.

»No solo no ha sido llamado todavía al terreno judicial el S. conde de Susini por el S. D. Ángel Vallejo y Miranda, sino que el primero acaba de conducir a él a su adversario así como al director gerente de nuestro espiritual cofrade el Galo, bien afligido, estamos convencidos de ello, de haberse aventurado en esta galera.

»Es inútil decir que nosotros todavía no conocemos el color del papel timbrado del honorable funcionario hacendista. Sin embargo, un instante creímos que daba señales de vida, porque recibimos su tarjeta bajo cubierta; pero no tardamos en advertir que esta tarjeta es de las que debió servirse antes de la memorable batalla de Alcolea, puesto que está concebida y arreglada de la manera siguiente:

ÁNGEL DE VALLEJO MIRANDA

chambelán de s. m. c.

3 bis, rue de Rivoli.

lo que demuestra de una manera que no es posible intentar sostener lo contrario, que el S. D. Ángel Vallejo y Miranda se ha hecho pasar por chambelán de Su Majestad Católica, sin embargo de que jamás tuvo este carácter, y de que niega ahora haber aceptado alguna vez el de gentilhombre de casa y boca, con que estaba entonces investido.

»Pero nosotros sabemos ser generosos. Estos documentos, cuya publicación teme tanto el S. D. Ángel Vallejo y Miranda los poseemos en copia certificada conforme a los originales autorizados con la firma de las personas cuyos nombres siguen:

Antonio Porto.– Calzada de Antin, nº 27 bis. (14 de abril de 1863).

A.–C. Meriman.– Calle Ribouté, nº 8, (15 de abril de 1863).

Victoriano Carrias.– Calzada de Antin (sin fecha).

Diego de Loynas.– Calle de Laffite, nº 3 (sin fecha).

J. de Armenteros.– (Londres 28 de agosto de 1869).

J. Baudrais.– Calle de Filles du Calvaire (30 de Enero de 1869).

Victor Olivier.– Calle Royale-Saint-Honoré (30 de enero de 1869).

»Conocemos fotógrafos en la calle de la Chaussée-d'Antin, y zapateros en el pasaje de la Opera. Tenemos amigos en Montpellier y corresponsales en Puerto Rico. Los SS. Dusantoy, Letona, Gándara, de Casa Sarria y Ginert, no están más muertos que el marqués del Pinar, la señora de Muesas y tantos otros que tienen la boca abierta para hablar.

»Poseemos, por último la colección del Enano Amarillo de 1863, de la cual debió haberse acordado el S. D. Aureliano Scholl; colección que habría sido conveniente que hubiera puesto a la vista de la redacción del Galo, antes de firmar en su compañía el certificado de buena conducta que tuvo en la prensa tan brillante éxito de asombro.

»Pues bien: nos comprometemos formalmente a no recurrir a estos documentos, a estos testimonios, a esta colección, si el S. D. Ángel Vallejo y Miranda continúa afirmando que persigue a todo trance a sus difamadores, ante los tribunales franceses, sin llevar a cabo su amenaza. Esto será la prueba más formal du su impotencia. Según eso y declarando que no queremos la muerte del pecador, añadiremos que no deseamos ni aún su confusión. Afírmasenos que el S. Vallejo tiene en el bolsillo firmada por el mariscal Prim, la promesa de una embajada. He ahí un billete tal vez mejor que el de la Châtre. Que lo descuente el S. Vallejo y Miranda; que cese de mantener al S. D. Andrés Borrego en la difícil situación de un funcionario que no se atreve a añadir a los embarazos de su gobierno la brillante protesta de una conciencia agitada, y todo volverá a estar tranquilo; ningún viento contrario moverá al Estor del Galo, cuyo director, por lo demás, sabe muy bien vengar al elegido real del triunvirato español, esparciendo en veinte mil ejemplares y por cuenta de este elegido, unas injurias que, sin nuestro espiritual cofrade, no habrían traspasado los límites del pasaje Jouffroy.

»Fáltanos ahora, responder a la cuestión propuesta por cierto número de personas deseosas de conocer los motivos que nos condujeron a emprender esta campaña, y el carácter del hombre cuyo concurso se nos ha proporcionado en el mismo momento en que estábamos resueltos a combatir solos.

»La Reina Isabel nos prestó, hace diez y ocho años, uno de esos servicios que la ingratitud coloca de ordinario en la clase de las casualidades administrativas, pero que el reconocimiento atribuye, a menudo equivocadamente, es cierto, pero de seguro con loable intención, a la iniciativa personal del soberano de quien se han recibido. Mantenidos desde esa época, por el general Prim, en el culto de la mujer tanto como en el de la Reina, hemos conservado hacia ella sentimientos que nos dominan hasta el punto de sacrificarle nuestro amor propio, puesto a prueba de una manera muy ruda, desde hace tres días, por gentes con quienes nos explicaremos el sábado próximo en este mismo lugar.

»Tales sentimientos recibieron un cruel ataque de parte del S. D. Ángel Vallejo y Miranda cuando todo París leyó en las columnas del Galo, los artículos tan severos como injustos, dirigidos al mismo tiempo contra la mujer, contra la madre y contra la soberana. Si el autor de esos artículos hubiera tornado el derecho de escribirlos en un pasado al abrigo de todo reproche le habríamos declarado que siempre las mujeres y especialmente las madres, deben de estar a abrigo de ciertos ataques desde el momento en que se sientan en el hogar de la Francia; y habríamos concluido por imponer silencio al insultador, si este no nos hubiera puesto en la imposibilidad de hacerlo así.

»Habíamos entrado en esta vía cuando el S. D. Ángel Vallejo y Miranda nos amenazo con revelaciones picarescas, a propósito de nuestro larga residencia en España. Entonces no nos ocurrió el ridículo pensamiento de encargar a un tribunal de honor que sofocara esas revelaciones, sino que, por el contrario, las hemos provocado; más todavía están por producirse. Pero todo esto exigió tiempo; bastante a lo menos para edificarnos acerca de la personalidad de nuestro adversario, y para probarnos que no ha tomado el derecho de atacar a la reina Isabel sino en el recuerdo de los favores directos que de ella ha recibido.

»Ved ahí, en lo que nos concierne, los motivos y el móvil de nuestra conducta. Si ciertos incidentes que se producen nos causan en este momento una profunda aflicción, por lo menos tendrán el mérito de demostrar hasta la evidencia que nuestra conducta es desinteresada hasta el punto de que sería imprudente, si el entusiasmo propio del carácter de ciertos hombres, no justificase hasta los extravíos de las convicciones.

»En lo que concierne al S. conde de Susini, la explicación es tan fácil como neta. El S. D. Ángel Vallejo y Miranda cometió la falta de dirigir en un periódico, o de hacer dirigir en él, lo que es peor, una serie de ataques contra un hombre de honor, cuya posición excluía toda insinuación maligna, a menos que tuviese un móvil cuyas consecuencias no están por lo común dispuestos a sufrir los hombres de honor. Sucedió, –y eso pinta muy bien la ligereza de carácter del hacendista elegido por el gobierno español para presidir en París a los destinos de la hacienda de la Península,– sucedió, decíamos, que ese hombre de honor era precisamente aquel cuyas manos estaban llenas de pruebas contra el indicado funcionario. El S. conde de Susini abrió las manos. Las pruebas cayeron. Nosotros las recogimos. Lo demás nos pertenece. Para lo sucesivo, aconsejamos al S. conde de Susini que se elimine, y que deje exclusivamente a los tribunales y a la prensa el cuidado de concluir con este negocio.

»Pero en compensación nos corresponde establecer que entre el S. conde de Susini y el S. D. Ángel Vallejo y Miranda no podía tratarse de un altercado entre iguales.

»Si no tenemos ya necesidad de dar a conocer al segundo, nos falta demostrar quién es el primero; decir cuál es la situación excepcional que el descendiente de una de las más grandes familias italianas de la edad media tiene el orgullo de haberse creado con la industria de ambos mundos, convencido de que, en nuestra época, es más glorioso añadir a un blasón auténtico la nobleza del trabajo, que fingir un nacimiento ilustre para sustraerse al cumplimiento de los deberes que impone la sociedad moderna a todos los hombres de inteligencia.

»Con tal objeto nos dirigimos a personas que nos han informado de la manera más precisa sobre la situación que se creó en la Habana el S. conde de Susini. La presencia del hijo de este S. en la actual embajada española, donde es uno de sus agregados, excluye de su parte hasta el pensamiento de una maniobra política en los actos que le ha dictado su indignación. Bajo la fe de estas personas diremos cuál es el hombre cuyo concurso nos permitió tomar la actitud que conservaremos en este debate hasta que agrade al S. D. Ángel Vallejo y Miranda aceptar la embajada que sus amigos le tienen ofrecida, o saber de nuestros tribunales el caso que se hace en Francia de los hombres que no respetan ni el sexo ni la desgracia.

G. Hugelmann.»

«P. S. El S. D. Ángel Vallejo y Miranda acaba de darnos la prueba de su falta absoluta de relaciones sociales. Habíase abstenido, hace ocho días, de darnos signo de vida en un lugar público donde nos encontrábamos con él. Anoche, en una casa ajena, donde nuestro común deber era conducirnos como gentileshombres, por deferencia a la hospitalidad de príncipes que se nos ofreció, el S. Miranda se acercó a nosotros para advertirnos que si no nos mataba era porque quería hacernos condenar. ¿Para qué dirigirnos entonces la palabra, y por qué ignoramos todavía cuál es el color del papel timbrado del S. D. Ángel Vallejo y Miranda? Eso no nos impidió, en el ardor del primer arrebato, proponerle un encuentro inmediato. Nos equivocamos. No aceptó.»

«A las 3.– Después de la inconcebible conducta observada anoche por el S. Vallejo y Miranda, solo le faltaba recurrir a los tribunales en virtud de la ley que prohíbe la prueba donde hay asador (broche). Sin embargo del largo ejercicio que ha hecho de este instrumento ha preferido la justicia. En el momento de entrar en prensa, recibimos una orden de comparecencia. Iremos a la cita con nuestros documentos en la mano.»

——

«La nueva faz en que acaba de entrar este incidente, nos impone, por deferencia a la justicia a quien el S. conde de Susini y el S. Vallejo y Miranda han sometido la cuestión para la sucesivo, una reserva de que no podemos desviarnos hoy.

»Vicepresidente de la comisión de hacienda española, el S. Vallejo y Miranda no ha querido que la luz se derramara sobre una cuestión que interesa hasta el más alto punto al crédito de su país. Felizmente no pertenece a un hombre hacer a su gusto sombra o luz en derredor de tan grave asunto, y ninguna influencia podría prevalecer en Francia contra la verdad.»


Así terminó el debate que sostuvimos en la prensa contra el S. Vallejo, obligados por su conducta.

——

Creo haberos dado, señores, todas la explicaciones a propósito para que podáis apreciar imparcialmente mi papel, y por consiguiente el del Enano Amarillo en el negocio que está sometido a vuestra justificación. Arrastrado a mi pesar del terreno político, adonde deseaba mantenerme, al de las personalidades que no abordaré jamás sin repugnancia, fui calumniado en mi vida privada, se me amenazó con la revelación de antecedentes salados y se me presentó, por último, ante los lectores del Galo, por el S. Vallejo, como héroe de aventuras gilblasescas.

Después de haberme limitado, por toda venganza, a autorizar al S. Vallejo a que diese publicidad a las pruebas de lo que pretendía saber sobre mí, me tomé la licencia, es cierto, de recordar que gozó un honor en proclamarse, sin tener derecho, chambelán de la mujer que me agrada defender como a él le gusta combatirla, y que de todas maneras perteneció a su servidumbre.

El S. de Susini vino entonces a suplicarme que le ayudase, poniéndole en aptitud de probar en el Enano Amarillo: que no había sucumbido más que yo a los reiterados ataques del S. Vallejo, sino que, por el contrario, estaba en situación de responderle victoriosamente.

Lejos de publicar los documentos que se ponían a mi disposición, declare en el Enano Amarillo: que no podía creer en su autenticidad; que no quería creer en ella, y más celoso que el mismo S. Vallejo, de su reputación, me apresuré a indicarle los medios que debía emplear para justificarse a los ojos del público y, sobre todo, a los de la prensa que lo acogió. Todo eso lo he hecho enérgicamente, no hay que negarlo; he procedido según mi carácter y de manera que la lección sea cruel para mi adversario si no se halla en estado de justificarse; ¿pero no había yo sido provocado en un periódico que tira más de veinte mil ejemplares, mientras que el Enano Amarillo solo da a luz cuatro mil; pero no había sido provocado, repito, si no con la misma energía a lo menos con una crueldad más persistente y más fría? Que el S. Lachaud demuestre en nombre de su defendido que son falsos los documentos que posee el S. de Susini; que el S. Lachaud se acuse de haber calumniado a su cliente cuando solo era su adversario; y el S. Vallejo no podrá negar la importancia del servicio que le he prestado poniéndolo en aptitud de explicarse.

Es cierto que si el S. Lachaud persiste en decirnos que ha sido alcalde el que fue regidor, lo que equivale a tomar el rábano por las hojas; que no ha sido uno el héroe de procesos y de aventuras verdaderamente gilblasescas como las que narran las cartas del S. de Susini, porque se ha estado sirviendo de comisionista de mercancías; que no se ha vivido en la Habana porque se ha ido a Burgos, y que se tiene razón de vivir en el mundo de la Barucci aun cuando sea uno esposo y padre, porque un obispo bautizó al hijo de la mujer con quien no se vive; es cierto, digo, que eso no bastará para constituir una réplica terrible; para dar esos testimonios irrefutables, para hacer palpar esos hechos patentes que el S. Vallejo debía a su país y a la prensa francesa tanto como a sí mismo, y que estaba en la obligación de rendir públicamente. Pero en todos casos eso no prueba que yo le haya difamado, sino, cuando más, que tuvo razón en no apetecer explicaciones que fuesen conocidas generalmente.

El S. Vallejo no deseaba esas explicaciones: lo que pretendía, lo que quiere hoy más que nunca, no solo para su provecho sino para el de la revolución que representa, es la condenación del Enano Amarillo y la mía.

Vivimos, señores, en una época singular, en la que las cosas más santas son explotadas por los hábiles para cubrir sus delitos. Toca su turno a la ley, y particularmente a la ley sobre la difamación, de llegar a ser en manos de los audaces un medio de reclamo, de influencia y aún de intimidación contra las gentes honradas. El padre de una familia numerosa que ha sacrificado y continuará sacrificando todo en favor de ésta, ganando su vida honestamente; que expresa con independencia pero con dignidad sus opiniones políticas, es calumniado con audacia por un adversario que ha sacrificado su familia; y cuando aquel se atreve a decir a este: «¡Miraos en el espejo ya que habláis tan arrogantemente!» el segundo pretende que ha sido difamado, y reclama oro a fin de poder continuar mañana su existencia habitual al abrigo de un fallo pronunciado por hombres honrados, conforme al texto de la ley. Acuérdase un grande industrial, en el momento en que va a casar a su hija y a lanzar a su hijo en el mundo, que puede aliar en ellos la nobleza de la sangre a la del trabajo, y es necesario que este industrial contribuya sin demora a la disipación, o que sufra los sarcasmos y las puyas del comisionista de mercancías, cuya casa eclipsa a las de Latour d'Auvergne y de Drouyn de L'huys, del hombre, en fin, que no logró ser acogido en el mundo, sino usurpando títulos que no tenía el derecho de llevar. Mas si el industrial se levanta erguido enfrente de la injuria; si abre la mano en que están acumuladas las pruebas de la indignidad de su perseguidor; me equivoco, si se limita a decir que puede abrir esa mano, porque todavía está cerrada, entonces se le arrastra ante vosotros; y mañana el falso chambelán, podría decir, si vosotros caéis en el lazo que os ha tendido: «Yo soy el trabajador y el noble; y salga o no de la casa de la Barrucci, inclinaos delante de mí como el S. Lachaud lo hace delante de esa mujer.» Pero de esa manera, señores, Judas podría venir a demandar la condenación de Cristo porque este lo difamó dándole un ósculo en el huerto de los olivos; y no desespero de ver el día en que un enviado de Serrano traiga aquí a la Reina de España, quejándose de que la Soberana no considera a aquel general como el tipo del honor y de la fidelidad. Felizmente SS. que vosotros no os atenéis solo a la letra sino a la inteligencia de la ley; felizmente que antes de estimar los hechos apreciáis la intención que los ha dictado; felizmente, en fin, que tenéis en cuenta las causas antes de pronunciar sobre los efectos.

El S. Lachaud no encontró epigrama más cruel que dirigir contra mí que el de decir que estoy abonado a vuestras audiencias. Cierto es que me habéis tenido ya una vez delante de vosotros, representando, persisto en decirlo, un grande interés económico contra una insigne y mala especulación de él. No habiendo querido usar contra mi adversario las armas de que él se sirvió para atacarme, evité escudriñar su vida privada; pero os dije por medio de la palabra de mi abogado, mucho más elocuente que la mía, que instintivamente conocía yo que él no era lo que aseguraba ser. Apenas habíais pronunciado vuestro fallo, que por lo demás fue casi una victoria para mí, cuando conocíais la verdad sobre mi contrario, y recordabais, sin duda, lo que yo os había escrito y dicho acerca de este asunto.

¡Pues bien! con la misma franqueza que ayer, os afirmo que se quiere hoy un fallo contra mí para explotarlo en nombre de pasiones que no sabréis alentar. Quiérese poder asustar, por medio de una sentencia, a los escritores que serían tentados, bien de servir la causa de la desgracia, o bien de protestar contra la invasión de la prensa por unos hombres cuya audacia y cinismo constituyen su talento y fuerza. Minar a la autoridad por ella misma y a la justicia por sus errores, he aquí el plan; y cuando los hombres desalentados vean invocar contra el bien la ley hecha para castigar al mal, decirles: «Ya veis que el porvenir pertenece al progreso, y que éste es el goce y la traición.»

Vosotros no permitiréis que el fallo que se espera pueda ser interpretado en este sentido; pero de todas maneras, yo volveré esta tarde como ayer, como siempre, después de mis largos días de trabajo, a sentarme cerca de mis siete hijos y de mi mujer, que son mi conciencia viviente, persuadido de no haber hecho nada que sea contrario al honor y a la ley de mi país. Ojalá que mi adversario pueda regresar con la misma convicción al lado de las personas cuya amistad cultiva sin egoísmo.

Hombre político me afilié del lado en donde todavía se cree en la religión del juramento; escritor he prestado mi concurso a una mujer desterrada, y a un gran trabajador que no quiere dejar que sea ridiculizado impunemente el nombre que espera trasmitir intacto a sus hijos; hombre ofrecí a mi adversario todas las ocasiones propicias para rehabilitarse; a vosotros, señores, puesto que él lo ha querido así, toca decir quién de los dos comprendió más bien su papel y llenó mejor su deber.

París, 3 de marzo de 1869.

G. HUGELMANN.


París.– Imprenta de Walder, Calle de Bonaparte, 44.