
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
primera conferencia sobre la
Educación social de la mujer
por
D. Joaquín María Sanromá,
Catedrático del Conservatorio de Artes.
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21 de Febrero de 1869.
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MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, número 3.
1869
Señoras y Señoritas:
La galantería, primera condición de todo buen caballero, me obliga a suplicaros me permitáis discurrir, durante unos breves instantes, sobre el siguiente tema:
Educación social de la mujer.
Es un favor que os pido, toda vez que habéis tenido la bondad de dispensarnos otro favor insigne: el de asistir a estas conferencias.
La asistencia de la mujer a las cátedras no es para mí una simple novedad: es una verdadera revolución.
Hasta ahora veíais a la mujer, y sobre todo a la señora española, en el seno de la familia, distribuyendo su corazón en esos hermosos pedazos de la vida que se llaman hijos, hijas, esposos, padres o hermanos; la veíais en la intimidad del hogar doméstico, donde ejerce y ejercerá siempre un imperio tan noble como nunca disputado; la veíais modesta, grave, compuesta en el templo; elegante, ataviada, chispeante de gracia y gentileza en el bullicio de los salones; fascinadora en el teatro; gallarda y majestuosa en los paseos y en las públicas solemnidades. Si alguna vez una Academia abría sus puertas para recibir a un nuevo socio, o abría las suyas la Universidad para recibir a un nuevo graduando, también solíais acudir allí; pero confesad, Señoras, que acudíais atraídas principalmente por la curiosidad, o por la magia de un espectáculo a veces sobradamente teatral; a no ser que, por uniros algunos lazos de parentesco o amistad con el nuevo graduando o con el nuevo académico, fueseis a aquellas reuniones para animarlas con una de esas sonrisas encantadoras, con las cuales sabéis crear hasta los héroes, o para darles el bautismo de la iniciación con aquellas hermosas lágrimas que son el más seductor de vuestros encantos.
Pero ver a la señora española humildemente sentada en los bancos de una escuela; verla recogiendo su espíritu para hacerlo entrar en las escabrosidades de la ciencia; verla prestando toda su atención a la palabra grave, y muchas veces seca y descarnada de un profesor, y con él lanzarse a pensar, a meditar, a discurrir, a abstraer, vosotras que habéis tomado la costumbre de sentir; en una palabra, Señoras, veros renunciar por un momento a los atractivos de vuestro sexo para tomar el porte de un sencillo estudiante, ¡oh! éste es un espectáculo tan nuevo como magnífico en España; un espectáculo que es fruto genuino de nuestra revolución; porque si algunas almas perversas tratan de convenceros de que las revoluciones no dejan tras de sí más que mares de lágrimas y torrentes de sangre, tened entendido que cuando una revolución tiene, como la nuestra, por objeto destruir todos los fanatismos y derribar todas las tiranías, los torrentes que abre esta revolución no son de sangre, sino de luz, que se extienden a todas las clases, penetran en todas las esferas de la vida, y arrastran por las vías de la civilización y cultura, lo mismo al hombre, ser nacido para la lucha, que a la mujer, a quien toca recoger los laureles del combate y acompañarnos eterna e inseparablemente en todos los triunfos y en todas las derrotas.
Para mí, la asistencia de la mujer a las cátedras significa desde luego dos grandes preocupaciones vencidas: vencida la preocupación de que la mujer no debe penetrar en los límites de lo que se llama alta enseñanza; vencida la otra preocupación de que la mujer tiene concluida su educación cuando se cierran para ella las puertas del colegio.
¡La mujer inhábil para la alta enseñanza! ¿Y por qué, Señoras y Señoritas? Si el corazón de la mujer está abierto a todos los sentimientos nobles y generosos; si es tan exquisita su penetración; si su espíritu es capaz de elevarse a las más sublimes abstracciones y a los más delicados conceptos; ¿por qué no abrir cada día nuevos horizontes a ese espíritu? ¿por qué no ponerle en contacto con todas las grandezas de la creación, cuando cabalmente es la mujer una maravilla entre estas grandezas? El sistema de alejar a la mujer de los estudios serios, yo no me lo explico más que por el deseo de mantenerla en una profunda ignorancia para ponerla bajo la absoluta dependencia de ciertas clases o de determinados intereses, o por el temor de que, dando a la ciencia un torcido sesgo, se convierta la mujer en eso que se llama vulgarmente una marisabidilla. No hablemos de la ignorancia: basta conocerla, basta adivinarla, basta sospecharla siquiera, para que tengamos el derecho y el deber de combatirla; que por lo demás, harto sabéis, Señoras, que el tipo de la marisabidilla no resulta de los estudios sólidos, sino de las enseñanzas superficiales y ligeras; y que, si aún entre los hombres se encuentra el tipo del pedante, no obsta el que haya algunos pedantes para que se encuentren numerosas legiones de hombres doctos, que saben conciliar perfectamente la dignidad y la gravedad del saber con la práctica de los negocios y con el esmeradísimo trato de las gentes de mundo.
Apenas quiero hablaros del otro error, bastante acreditado. No conocen, seguramente, lo que es la vida, con sus tormentas, con sus vaivenes, con sus perpetuos embates, los que aseguran que toda educación debe concluir para la mujer a las puertas del colegio, como si el desenvolvimiento del espíritu humano dependiese de una pulgada más añadida a la estatura por la mano del tiempo, o de una pulgada más añadida al largo de la falda por la mano de la modista. Libro es la vida, abierto constantemente a los ojos que quieren ver; pero hay otros libros que nos ayudan a ver más fácilmente, y son aquellos en que la ciencia explica y aclara sus misterios. Cada desengaño que sufrís en el curso de vuestra vida es una lección que estáis recibiendo; pero también cada idea nueva que penetra en vuestra mente puede explicaros aquel desengaño y ayudaros a soportarlo. Así la vida del sentimiento y la vida de la inteligencia se penetran mutuamente, y recíprocamente se prestan auxilio, semejantes a dos soberbios luchadores que, asidos estrechamente de las manos, avanzan a paso largo hacia el común enemigo. Y yo no comprendo cómo puede decirse que la experiencia, unida a un vasto saber, madura el juicio del hombre, y que el juicio de la mujer, a quien se califica de ser más débil, puede madurarse por la fuerza de la sola experiencia y sin una constante infusión de nuevo saber.
Ya venís a las cátedras, Señoras; no queréis cargar con la nota de ignorancia; la de pedantismo no os arredre. Permitidme que os felicite por ello; pero permitidme también que sea franco con vosotras. Ya venís a las cátedras, es verdad; pero todavía las señoras vienen en gran parte, previa una cortés invitación. Indudablemente éste es un gran paso hacia el progreso científico de la mujer, pero no es todo lo que esperamos. Yo quisiera ver pronto aquel día en que las señoras viniesen a las cátedras libre, espontáneamente y por su propio impulso; yo quisiera que llegara un día en que los buenos talentos femeninos nos diesen claras muestras de su poder desde el asiento destinado a los maestros; yo quisiera ver la alta enseñanza de la mujer por la mujer; y mi ambición raya a tal límite, que, trocados los papeles, quisiera un día verme a mí, hoy profesor, confundido entre los alumnos y recogiendo la ciencia de los discretos labios de una distinguida maestra; que la ciencia, con ser siempre ciencia, aparecería más amable y deleitosa en tan bellas manos colocada, como la miel, con ser miel y riquísima miel, parece más dulce y regalada cuando se ofrece en copa de cristal que en humilde vasija de barro.
Y ¿sabéis por qué desearía yo estas cosas? ¿Sabéis por qué, a despecho de los rancios, y arrostrando el ridículo con que ellos satirizan todo lo que tiende a separar a la mujer de ciertas prácticas rutinarias, deseo yo verla aprendiendo y enseñando, no como profesión, sino como una de sus ocupaciones más nobles? Porque, cuando la mujer se instruye e instruye, es prueba de que está en contacto con toda la sociedad en que vive; porque la mujer, nacida en la sociedad, dentro de la sociedad y para la sociedad, no está, sin embargo, en contacto con toda la sociedad en aquellos países en los cuales el fanatismo y las preocupaciones la tienen alejada sistemáticamente de la escuela.
Señoras y Señoritas: en los pueblos que no son muy cultos, la sociedad está hoy día horriblemente fraccionada. El hombre (marido, hijo o padre) vive poquísimo en casa, mucho en los negocios, en la bolsa, en el foro, en las oficinas, en los escritorios, en las luchas políticas, en las contiendas científicas; viaja, especula, perora, discute y pasa la mayor parte de su vida en mera sociedad de otros hombres. La mujer, por el contrario, vive en casa, hace los honores de ella a las relaciones habituales de la familia, asiste a las prácticas religiosas, paga visitas, concurre a los espectáculos, lee algo, toma parte en algunos debates, pero enmudece constantemente desde el momento en que éstos toman un carácter serio y llegan a cierta altura. Consecuencia de este sistema: el hombre puede estar siempre donde está la mujer; la mujer no puede estar siempre donde está el hombre. ¡Cuando os digo que la sociedad está horriblemente fraccionada! Y al decir esto, no es que yo pretenda que la mujer entre tan de lleno en todas las funciones de la vida social, que tome siempre en ellas una parte tan directa e inmediata como el hombre. Os confieso que me halagaría muy poco ver a la mujer convertida en una notabilidad financiera o en una celebridad tribunicia. Pero, sin perjuicio de que la mujer tenga su asiento y autoridad principal en el seno del hogar doméstico, ¿qué razón hay para limitar su influencia a la familia, qué motivo para no extender esta influencia, esta poderosa influencia, a todos los lugares donde se ponen en juego intereses humanos, si al fin y al cabo estos intereses han de trascender en la suerte de la mujer misma? ¿Por qué la mujer ha de perder algo en concepto de madre, de hija, de esposa, por tener al mismo tiempo algo de artista o de industrial, por ser viajera, escritora, profesora, y sobre todo ciudadana? ¿Por qué el sentimiento religioso, el amor y la amistad, únicos afectos que ciertas escuelas admiten en la mujer, no se han de hermanar perfectamente en ella con el sentimiento del arte, con alguna inclinación a los negocios, con la afición a la lectura abundante, sana y provechosa, y con el instinto de las grandes reformas políticas y sociales? Justo es que la mujer tome interés en todas estas cosas, puesto que con ellas está tan relacionada su existencia como la del hombre. Si llegan a interesarla, tened por seguro que ejercerá influencia en ellas; y la influencia de la mujer en todos los órdenes de la vida es una prenda eficacísima de civilización y progreso.
Me atrevo a decir más: yo no vacilo en asegurar que el desenvolvimiento de las civilizaciones marcha siempre al compás del grado de influencia que va ejerciendo la mujer en todas las partes de la vida social. En pueblos poco cultos, la mujer vive aislada del hombre o por él torpemente abandonada; conforme la cultura avanza, la mujer va acompañando cada día más y más al hombre a todas partes, si no con su acción, a lo menos con su opinión y su consejo. ¿No os han contado que, en muchos pueblos salvajes, se ve a la mujer encorvada bajo el peso de ásperas labores, en tanto que el hombre duerme regaladamente a la sombra de copudos árboles? ¿No recordáis que la mujer vive enmurallada en los harenes del Oriente, y que entre los antiguos pueblos paganos no era señora, sino sierva, no compañera, sino esclava? Contempladla ya, en cambio, en las sociedades cristianas, y desde que aparece la ley de Cristo, vedla convertida en el alma de las familias, corriendo a compartir con los hombres la palma del martirio, enjugando las lágrimas del pobre de choza en choza, y solicitando la compasión del rico de palacio en palacio; más tarde, en la edad media, animando al guerrero desde las almenas del feudal castillo, tomando después una parte honrosa con la palabra y con la pluma en el renacimiento de las letras, y en nuestros tiempos ofreciendo admirables tipos de patriotismo en lo político, de arrojo en lo militar, de abnegación en las virtudes cívicas, de sublimidad en la región del arte, de galanura y novedad en el campo de las letras.
No cantemos victoria, sin embargo. Mucho ha cambiado, mucho ha mejorado la condición social de la mujer en estos últimos tiempos, pero os repito que la sociedad estará fraccionada en tanto que la mujer figure como un tipo raro y excéntrico en todas las cosas serias y dignas que estén fuera de la vida doméstica; en tanto que no lleve a todas las esferas de la existencia social el peso de las admirables dotes con que la adornó la Providencia. No se trata de la influencia especial de una mujer en su siglo; se trata de la influencia general de las mujeres. La influencia general de la mujer en la sociedad significa la confianza en la mujer; y la historia nos demuestra que la mayor confianza en la mujer ha coexistido siempre con un nivel más elevado en la cultura de los pueblos. ¡Qué tristes tiempos aquéllos en que el recato y la dignidad de la mujer buscaban su salvaguardia, bajo formas rudas, materiales y hasta degradantes, en altos paredones, detrás de espesas rejas y celosías, bajo la negra mascarilla o el tupido velo echado sobre el rostro, o confiados a la larga espada y a la afilada daga del paje y del escudero! Hoy día, y con razón, nos parecen insensatas aquellas precauciones. Merced a nuestras costumbres, más templadas (digan lo que quieran los restauradores de todo lo viejo y carcomido), el decoro de la mujer honrada se sostiene por el solo prestigio de la virtud, sin cerrojos, ni embozos, ni tapadas, ni fieros valentones armados hasta los dientes. Sin embargo, al juzgar lo que pasa hoy en este punto, todavía cabe hacer una distinción importante entre pueblos y pueblos. En unos, las costumbres dispensan confianza a la mujer bajo la condición de vivir con cierto aislamiento, último aunque lamentable vestigio de otras edades más duras; en otros (y son por cierto los más avanzados) la opinión pública aplaude y distingue a la mujer cuando, sin faltar a los deberes de la familia, influye en los negocios públicos, se interesa en todas las causas nobles, comprende y hasta ayuda a decidir los altos problemas de la ciencia y de la política.
¿Cómo se verifica en estos pueblos semejante fenómeno? ¿A qué reglas, a qué principios tendrá que obedecer la mujer para participar de la vida social en proporciones tan latas? Punto es éste delicadísimo, sobre el cual me permitiréis detenerme un momento.
Dejémonos de filosofías inútiles. Todos sabemos lo que es la sociedad, porque todos vivimos en ella. Esas gentes que se unen con el lazo indisoluble del matrimonio, y que crían, educan y abren un porvenir a los hijos; esas que oran en el templo con fervoroso recogimiento; esas que cultivan tierras, que fabrican artefactos, que cambian, que compran y venden, que navegan, que pintan, que cantan, que construyen, que enseñan, que escriben; esas que socorren al enfermo, al desvalido y al pobre; esas que mandan, esas que obedecen, esas que discuten y hacen las leyes, esas que las aplican; todo esto, y mucho más, es la gran familia, la gran sociedad humana. Sociedad doméstica, sociedad civil, sociedad industrial, sociedad científica, sociedad religiosa, sociedad benéfica, sociedad política; ¿qué importa el nombre? Siempre hay en el fondo un mismo principio; la agrupación, el conjunto de personas que unen sus esfuerzos, sus voluntades, sus facultades e intereses para realizar un fin común.
Desgraciadamente existe una especie de lenguaje, llamado culto, que desfigura de una manera lastimosa esa idea elemental y sencilla de la sociedad. La frase buena sociedad se ha hecho tan común entre ciertas clases, que para muchos, y sobre todo para muchas, parece que no hay sociedad posible fuera del círculo de la buena sociedad. ¡Si a lo menos la buena sociedad fuera siempre lo que debería ser! Porque yo admito la buena sociedad, yo la comprendo, y hasta con entusiasmo la miro, cuando está fundada en lo esmerado de la educación, en la elegancia de maneras, en la finura, en la cortesía y en la alteza de palabras y de sentimientos; cuando busca el esparcimiento y el honestísimo recreo; cuando nos familiariza con los primores del arte, de la cultura y de aquel lujo que es la eflorescencia de la civilización, sin ser por esto la ruina de las fortunas; cuando nos pone en contacto con las personas superiores por sus amables prendas de ingenio o de carácter; cuando suaviza las costumbres, templa los genios, levanta los espíritus, y haciéndonos entrar en las delicadezas del trato social, rodea nuestra vida de aquel perfume de distinción en que aparece envuelto todo lo realmente noble y todo lo realmente bello.
Pero en la mayoría de los casos no es así como la buena sociedad se entiende. Pensar poco y reír muchísimo; correr de salón en salón y de aventura en aventura; agradar, suspirar, criticar, agotar el diccionario de las ternezas, de la agudeza y del chiste: tal es, omitiendo otros detalles, la base de esa sociedad fútil, insustancial y ligera, fuera de la cual no sabrían vivir muchos que se precian de cultos y bien nacidos. No; la sociedad humana no está ahí, ni debe nunca estar ahí. Para el hombre, lo mismo que para la mujer, la sociedad está donde se realiza algún fin de la vida, donde la humanidad cumple alguno de los destinos que le señaló la Providencia.
Para no seros enojoso, quiero limitarme a considerar la sociedad humana dividida en tres grandes grupos: sociedad doméstica, sociedad civil y sociedad política. Deciros que, en la sociedad doméstica, la mujer tiene reservado el principal papel, que debe serlo casi todo, sería tarea inútil, dirigiéndome a vosotras, madres cariñosas, hijas respetuosísimas y obedientes. Pero, si el papel es conocido, no será tan inútil recordar cómo debe prepararse a la mujer para ejercerlo.
Diríase que los siglos pretenden brillar por los contrastes. Antiguamente los sistemas de educación tendían a prolongar indefinidamente la niñez; hoy tienden más bien a adelantar la juventud. Antes se educaba a la mujer en la sumisión, en la obediencia y en una especie de compunción, que rayaba a veces en verdadera hipocresía; hoy se prefiere la altivez, la soltura, el desembarazo; antes predominaban las labores domesticas, hoy privan las labores finas y elegantes. Prescindamos de las labores, pues de eso entienden mejor las madres; para mí la cuestión principal es el carácter. Ir formando gradualmente este carácter; fortalecerle para arrostrar todas las contingencias de la vida; amaestrarle sabiamente para soportar con dignidad y nobleza las posiciones altas y las modestas, la gloria y la adversidad, la dicha y el infortunio; enseñar a sufrir, a callar, a aconsejar, a moderar, a empujar, a gobernar ánimos, voluntades y haciendas: tal es el ancho campo en que puede ejercitarse la perfección doméstica de la mujer, para que corresponda al nivel en que el siglo nos ha colocado. Sobre todo, es preciso acostumbrar a la mujer a no admitir en el seno de la familia más que aquellas influencias legítimas y naturales que deben rodearla constantemente. Que no haya sombras, que no haya oráculos que vengan a interponerse entre las esposas y los esposos, entre los padres y los hijos. Esas corrientes de amor, de ternura, de piedad filial y de acendrado cariño, marchen libres y sosegadas desde las fuentes del corazón al grande océano de la vida; no vengan fuerzas extrañas a contenerlas o con pretexto de encauzarlas; porque allí donde estas fuerzas extrañas existen; allí donde, en nombre de un principio, cualquiera que éste sea, hay entidades que se interponen entre el esposo y la esposa, entre el padre y el hijo, allí la familia no vive de su vida propia, sino de la vida que le prestan en otra parte; allí la paz y la tranquilidad domésticas corren constante peligro; allí la familia no existe realmente; allí la familia no es familia, sino simple sucursal de otra familia invisible, siquiera sea más poderosa.
¿Hablaré algo de la sociedad civil? Y ¿por qué no? Me diréis: ¿qué tiene que hacer la mujer en ese mundo, tan grave y tan formal, que llaman de los negocios, donde se contrata y se administra, donde se paga y se cobra, donde se oye el ruido incesante del vapor y el continuo martilleo de la máquina, donde se va y se viene, se sube y se baja, se discute, se riñe y se pleitea? Cuestión es ésta, Señoras, demasiado grave para que pretenda engolfarme en ella dentro del breve espacio de que dispongo. Larga contienda ha mediado en estos últimos tiempos sobre si conviene o no que la mujer figure en el taller cuando artesana, o en los negocios cuando señora; no quiero entrar en esta contienda. Pero yo sé que la mujer tiene capacidad natural para el derecho, y que dentro de la esfera del derecho se mueve la sociedad civil; sé que puede haber multitud de circunstancias en que la mujer tenga que apelar al trabajo de sus manos o al de su inteligencia, tenga un capital que manejar, una renta que administrar, un comercio honroso que emprender; sé que si en un momento dado no interviene en estas cosas, le conviene conocerlas por si algún día ha de intervenir; sé, por fin, que en las naciones poderosas, la propiedad, los contratos, el juego de las industrias y la práctica de los negocios ocupan la actividad de multitud de mujeres, y las que no se ocupan, entienden bastante de ello para aconsejar, y aun en su caso para entrar directamente en tarea.
Hablemos también un poco de participación política. Dejaremos en paz aquellas escuelas que pretenden envolver a las mujeres en las grandes luchas y agitaciones de los partidos, llevarlas a los parlamentos y a los colegios electorales, y abrirles los vastos palenques del periodismo y del meeting. Yo no sé lo que sucederá con el tiempo; pero, espero no os ofenderéis si os digo que, en mi concepto, la sociedad presente no está para tomar esos alientos. No han sido de los más afortunados aquellos pueblos que más o menos directamente han puesto la política en manos de las mujeres. Y os confieso también que, aún sin figurar la mujer como actriz en las grandes escenas políticas y en los dramas revolucionarios, hay cierta clase de política femenina, que dista mucho de serme simpática: Yo, v. gr., no creo el más edificante de todos, el ejemplo de una mujer que sigue con ansia febril los debates de las Cámaras, que ajusta la cuenta de los votos con tanto primor y diligencia como ajustaría otras cuentas; que se aprende, para recitarlas entre amigos, las mejores tiradas de un artículo de fondo; que sostiene vivas polémicas de política trascendental con altos varones de gran talla parlamentaria, y que cuenta las palpitaciones de su corazón por las palpitaciones de la Bolsa, guardando en un cajón de su cerebro el alza y baja de los valores con el mismo celo que una heroína de Balzac.
Señoras: influir en la política no significa siempre hacer política. La política os interesa a vosotras como nos interesa a nosotros, hombres: os engañan cruelmente los que os digan lo contrario. Por de pronto, la política nos da o nos niega la libertad, garantía de esos derechos individuales que debe poseer toda persona, sea cual fuere el sexo a que pertenezca. Fijaos luego en una multitud de problemas que viven dentro de la política, y que haríais bien en arrancarlos a sus crueles entrañas para resolverlos, según las leyes de amor y humanidad, cuyo secreto tan admirablemente poseéis. El soldado arrebatado a los brazos de una madre anegada en lágrimas, por una razón política que sostiene esa esclavitud blanca, llamada servicio militar; el otro esclavo negro, tan marido como el marido blanco y tan hijo como el que besáis tantas veces en la frente, y sin embargo, entregado a la brutalidad de un amo porque una razón política sostiene la esclavitud en las colonias; el pobre y el desvalido, a quien una razón política hace mirar como vago y mal entretenido, como si no fuese cien veces más peligrosa y repugnante aquella otra vagancia que se arrastra por los salones; las mercancías que por una razón política no pueden entrar a veces por las costas y fronteras, impidiendo al jornalero llevar un pedazo de pan a su boca o comprar un pedazo de lienzo para cubrir las desnudas carnes de su hijo: todo esto, y mucho más, está en la raíz de la política, y os conviene, y nos conviene que en ello pongáis vuestras delicadas manos y vuestro agudo entendimiento. Sí: os conviene y nos conviene que entendáis estos problemas, que os penetréis bien de ellos. Porque, si no los conocéis, si no los entendéis, la política vivirá exclusivamente de fuerzas materiales, de cálculos e intereses: cuando os hablen de quintas, de esclavitud, de pauperismo, de libre cambio, os encontrarán frías, insensibles, desapasionadas; el sofisma triunfará, y con él la causa del error y de las iniquidades. Vosotras sois la gran palanca, la gran fuerza moral llevada al mundo de la política; vuestra misión es encender el fuego del sentimiento en aquellas atmósferas heladas. ¡Ah, demasiado tiempo ha sido la política una región de nieves, para que tengamos que asustarnos de hacer un poco de política de sentimiento!
Así, Señoras, por esta anchurosa vía, veréis extenderse y dilatarse indefinidamente el horizonte de la educación social de la mujer. Aquel círculo estrecho en que el famoso buen tono suele encerrar esta educación, debe romperse de una vez en beneficio de la mujer misma y en beneficio de la sociedad entera. No tenemos derecho a motejar de ligera e insustancial a aquella a quien hemos educado en lo insustancial y en lo ligero. Esperad mucho de una instrucción que tenga por objeto familiarizarnos con las cosas serias. Iniciad a la mujer en los grandes fenómenos de la naturaleza; explicadle la ley a que obedece la humanidad en su paso por la historia y en su paso por el presente; analizad con ella las obras de Dios y las obras del hombre; interesadla vivamente en todo lo que se hace, en todo lo que se piensa, en todo lo que se inventa, en todo lo que se proyecta, en todo lo que se aplica. No os pesará ciertamente: el alma de la mujer ganará en firmeza y solidez, sin perder ni un átomo de sus bellas cualidades morales, y sin que en lo físico se resientan sus amables prendas y naturales atractivos. Se obtendrá la belleza con la discreción, la gracia con la sencillez, el recato con la franqueza, la distinción en el trato y la flexibilidad en la conversación, sin aquel como temor y encogimiento que comunica el sentimiento de la ignorancia.
En cambio, ¿qué queréis esperar de esa otra educación social apellidada de buen tono? El arte de saludar, la pericia en el baile, unas lecciones de piano, una o dos lenguas extranjeras bien o mal aprendidas: todos estos recursos del mundo elegante y comme il faut, aún sin negar, como no niego, su conveniencia, ¿bastan, sin embargo, para llenar una existencia juvenil, aurora quizás de un largo día de graves meditaciones y maduros pensamientos?
Dispensadme, Señoras, esta serie de consejos, a los cuales os suplico no deis el carácter de una verdadera lección. Se acusa a los hombres de egoístas, porque fingiendo rendirse a vuestras plantas, reclaman para sí solos el imperio del derecho, de la actividad y de la razón. Pues bien: ya veis que la ciencia moderna os concede un puesto en este imperio. Entrad en él decididamente; y vosotras, tan dueñas de voluntades, acabaréis de avasallarlas con el doble prestigio de la belleza y del saber.
Las Conferencias Dominicales se hallan de venta en la portería de la Universidad, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.
(contracubierta)
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 22 páginas más cubiertas. ]