Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

 
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
 

segunda conferencia sobre
 
La educación de la mujer
por la historia de otras mujeres
 
por
D. Juan de Dios de la Rada y Delgado,
Catedrático de la Escuela de Diplomática.

 
——
28 de Febrero de 1869.
——
 

MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, número 3.
 
1869




Señoras y Señoritas:
 

Sin las tinieblas de la noche, apenas nos causarían admiración los hermosos resplandores del astro del día. Sin las sombras, no apreciaríamos en los cuadros de los artistas el encanto del colorido y la magia del claro-oscuro.– Si en estas conferencias, la luz del saber, alimentada y difundida por la privilegiada inteligencia y elocuente frase de los oradores que me han precedido, tuviera necesidad de sombra para brillar mejor o para realzar más la belleza del animado cuadro que estas sesiones ofrecen, esa sombra sería realmente mi desautorizada palabra.

Pero antes de entrar a exponer el tema, cuyo desarrollo debe ocuparme hoy, necesito haceros una ligera manifestación.

No era yo, en verdad, el destinado a dirigiros la voz desde este sitio. Profesor de gran elocuencia, de profundos conocimientos en las ciencias históricas y filosóficas, D. Francisco de Paula Canalejas, en fin, era el digno orador destinado a ocupar hoy con sus autorizadas palabras vuestra atención. Imprevista dolencia le impide hacerlo, y obedeciendo a la voz del deber, en vista de la indicación de nuestro dignísimo Rector, me he decidido, a pesar de conocer mis escasas fuerzas, a ocupar el puesto que tan acertadamente llenaría el citado Profesor de la Facultad de Letras, habiendo tenido apenas tiempo suficiente para prepararme, y en las peores circunstancias posibles, porque hace muy pocas horas se ha visto amenazado mi corazón por uno de los más terribles pesares que pueden turbar su calma.

La enseñanza de la mujer por la historia de otras mujeres, es el tema sobre que debe versar la presente conferencia; y pocos podrán presentarse de más trascendental importancia, pues abraza, en verdad, todas las regiones por donde puede discurrir la inteligencia humana, buscando en los ejemplos de pasadas edades, sabias lecciones para lo presente y lo porvenir.

Si como tuvieron la fortuna de escuchar los que concurrieron a la sesión anterior, de los autorizados labios del Sr. San Romá, la instrucción de la mujer es no solamente un adorno, sino una necesidad, ninguna clase de instrucción puede darse que sea más importante para la mujer misma que la que le ofrece la historia, no ya en los hechos generales que se aprenden en las aulas, sino en lo que se refiere a la mujer, bien en sus relaciones con la humanidad, bien en la historia de otras mujeres que adquirieron justa celebridad por su virtud, su saber, su ciencia, su inspiración, o por haber sabido recorrer triunfantes cualquiera de las otras difíciles, pero seguras sendas, a cuyo fin se encuentra, como justa y disputada recompensa, la inmarcesible corona de la gloria.

Es necesario que la mujer aprenda en la historia de otras mujeres cuál es su fin y su destino, para que pueda realizarlos.

Pasaron por ventura aquellos tiempos en los cuales afirmaban los filósofos de la antigüedad que la mujer no tenía más que un alma de orden secundario, como escribió Aristóteles; en que Eurípides las increpaba desde la escena, diciéndolas que la innata perversidad de su alma había derramado el duelo en la patria, y que de desear sería que la naturaleza descubriese un medio para perpetuar el género humano sin recurrir a la unión del hombre con la mujer; en que Tucídides, por último, llevando al más alto grado su desprecio, aseguraba que de la mujer no debía hablarse ni bien ni mal.

Hace diez y nueve siglos que la hora suprema sonó para bien de la humanidad; diez y nueve siglos en que la mujer al escuchar la voz del Redentor, comprendió también su redención en este mundo, y ejerciendo la gran misión del consuelo que le está providencialmente encomendado, siguió al Salvador en sus predicaciones, derramó bálsamo en sus pies, acudió arrepentida a beber la verdad de sus labios, le siguió angustiada y llorosa en el Calvario, limpió el sudor de la fatiga humana en su rostro divino, y ungiendo su cuerpo con perfumes, oró silenciosa sobre su sepulcro, esperó creyente y le adoró en el día de su gloriosa resurrección.

Y es que la palabra divina fue para el corazón de la mujer, brutalmente ultrajado desde la infancia de las sociedades, la gota de rocío que la fresca alborada de una mañana de verano deja caer en el abrasado cáliz de una azucena.

La mujer estudiando su historia es como únicamente puede comprender lo que fue en el mundo antiguo, lo que fue en el mundo del cristianismo, lo que está llamada a ser en el mundo de la inteligencia. Este estudio la llevará a comprender de qué manera, violada en la infancia de las sociedades, esclava después, fecundada en asquerosa poligamia, sierva de su esposo, recibiendo de otra civilización más adelantada, pero no más grande, la libertad ficticia que la arrancaba de su esclavitud doméstica para arrojarla en la plaza pública a la esclavitud del vicio, se halló espiritualizada por las palabras de Jesucristo, y levantándose como el paralítico de la forzada inacción en que tenía hundido el hombre su corazón y su inteligencia, se encontró regenerada y engrandecida, abriéndose su alma como la flor tras la tormenta a las tibios rayos del sol, a la iniciación de la belleza, que es el arte; a la iniciación del pensamiento, que es la ciencia; a la iniciación del bien, que es la virtud.

Si, pues, fijándose sólo en esta comparación puede la mujer deducir trascendentales consecuencias para engrandecer su espíritu y comprender cuán alto es su destino, ved con cuanto empeño debéis estudiar vuestra historia, como el seguro camino que os ha de conducir al deseado perfeccionamiento.

La historia, se ha dicho, es la gran maestra de la humanidad; y tanto, que sin la historia estarían las sociedades continuamente en su infancia, y el hombre, ocupado siempre en empezar el extenso camino de los adelantos, para verlos desaparecer al terminar su corta vida individual, dejando a las generaciones venideras la ingrata, la infecunda tarea de empezar de nuevo. Por el contrario, existiendo la historia, los conocimientos humanos tienen vida permanente, y desarrollándose a través de los siglos, llegan a formar el gigante edificio de la civilización humana, inmenso monumento de la ciencia del hombre, que, apoyado en la creencia, se eleva al cielo como gigantesca Babel, sin temer que la confusión de las lenguas venga a destruirlo, porque no es el osado reto de la criatura al creador, sino el resultado legítimo del digno empleo de la inteligencia que el mismo Dios le concediera al hombre.

La historia, por otra parte, lleva consigo el ejemplo; y el ejemplo despierta el noble estímulo; y el estímulo incita al genio; y el genio ama la gloria; y de tan espiritual amor nace, para animar el mundo de las inteligencias, la refulgente luz de la inmortalidad.

Si los conocimientos históricos son de tan importante trascendencia, si la mujer ha de comprender en su historia sus desgracias pasadas, su rehabilitación más tarde, y su ventura después, ¿qué estudios más apropósito para esta hermosa mitad del género humano que los que se refieren a ella misma, ni qué estímulo más poderoso para su corazón y su pensamiento, que el ejemplo que les ofrece la historia de otras mujeres, que adquirieron merecida celebridad por sus altas cualidades?

¿Y en quién puede ser más fructuoso este estudio que en la mujer española, que, sin necesidad de recurrir a otras naciones, tiene en el libro de la historia patria admirables modelos que imitar, en cualquiera región de ideas a que eleve su espíritu?

¿Dudáis acaso que vuestra inteligencia pueda seguir el movimiento científico y literario dedicándose a los estudios serios, ya profundizando las obras de los escritores de la antigüedad, ya siguiendo el rápido vuelo de la inspiración poética? Pues sin que os recuerde celebridades contemporáneas, por no ofender su modestia, volved la vista a los siglos XVI y XVII: recorred, sobre todo en el primero, esa gloriosa pléyade de mujeres ilustres que tanto se distinguieron en el difícil idioma del Lacio y en todas las ciencias humanas, llegando hasta a regentar cátedras algunas de ellas en las Universidades, y fortificad vuestra vocación recordando, entre otras, a Beatriz Galindo, a Luisa Sigea, a Catalina Badajoz, a Isabel de Córdova, a Luisa Medrano, y sobre todo, Señoras, a aquella mujer tan correcta escritora como inspirada poetisa, tan profundamente pensadora como de fe entusiasta, que, no encontrando nada digno de su gran corazón en la tierra, dedicó toda la inmensidad de su sentimiento a la adoración de Dios: ya habréis comprendido que me refiero a Santa Teresa de Jesús.

¿Queréis buscar también ejemplos que levanten vuestro sentimiento a las esferas de la inspiración, viendo de qué manera la mujer, bella por naturaleza, realiza el ideal de lo bello en el arte? Pues tornad los ojos a ese mismo período histórico, y encontraréis los nombres de Ángela Sigea, la Duquesa de Béjar, y el de aquella célebre artista que se levantó en alas de su genio a más envidiable altura que su desdichado protector el rey Carlos II; el nombre de Luisa Roldán, la célebre escultora, alguna de cuyas bellísimas obras habréis tantas veces admirado en el Escorial.

¿Queréis todavía admirar ejemplos de mujeres que, colocadas en el trono, demostraron prudencia, energía, previsor espíritu y tan altas cualidades de mando, que las envidiarían muchos monarcas? Pues ved la historia de Doña Berenguela; Doña Blanca, madre de San Luis; Doña María de Molina, y la gran Isabel la Católica; nombres que deben repetirse siempre con admiración, y mucho más en el período que atravesamos, porque aquellas princesas fueron las primeras que con su privilegiada inteligencia comprendieron que las verdaderas fuentes de su poderío estaban en el elemento popular, por lo que, levantándolo y enalteciéndolo, contrastaron con él victoriosamente las insaciables aspiraciones de los señores y de los magnates.

¿Queréis ejemplos de virtud heroica que fortalezca en vuestros corazones los principios de severa rectitud que distinguió siempre a la mujer española? Ved a la esposa de Guzmán el Bueno destrozando su corazón, sin rebelarse a pesar de ello contra su esposo, cuando arrojaba éste desde los muros de Tarifa el puñal que había de arrancar la existencia a su hijo, o más tarde atormentando su cuerpo porque no cediese a torpes deseos. Ved a Doña María Coronel, que, perseguida tenazmente por D. Pedro de Castilla, prefirió sufrir el martirio de desfigurarse el rostro hiriéndoselo horriblemente con una espada, y convirtiendo así el incentivo de su belleza en firme baluarte de su heroica virtud. Ved a la espiritual amante Isabel de Segura, aquella ejemplar doncella, que prefirió la muerte del hombre a quien amaba y morir ella misma, antes que faltar a sus deberes, cuando el escogido de su corazón, a quien había esperado tantos años, sólo le exigía por eterna despedida una caricia casi de amistad. ¡Amor sublime que, andando los siglos, había de inspirar aquellos notables versos, que el laureado vate{1} que tan dignamente me ha precedido en este lugar, puso en boca de Isabel de Segura en su inmortal obra «Los Amantes de Teruel»

    Nuestros amores
Conserve la virtud libre de mancha:
Su pureza de armiño conservemos;
Aquí hay espinas, en el cielo palmas.

¿Queréis sentir dulcemente impresionado vuestro sensible corazón con admirables ejemplos de ternura conyugal? Pues volved la vista al poético período de las Cruzadas, y allí, en medio de un campamento, en el interior de una tienda de campaña, hallaréis a un esforzado guerrero próximo a espirar, herido por emponzoñada saeta; para salvarle no hay más medio que chupar el veneno de aquella herida, perdiendo acaso la existencia quien a tanto se atreva. Pero al lado de aquel hombre hay una mujer hermosísima que no vacila un momento; y conducida por un amor más poderoso que la muerte, recoge en sus enamorados labios la mortal ponzoña, salvando así la vida del ilustre campeón, del príncipe inglés, Eduardo, hijo de Enrique III. Aquella mujer era su esposa, la digna hija de San Fernando; la infanta doña Leonor de Castilla; aquella mujer era también española.

Sí, Señoras; en todas las regiones a donde queráis dirigir el pensamiento, habréis de encontrar iguales ejemplos. Aunque no a todas es dado alcanzar el esfuerzo más propio de ánimos varoniles, recordad también que las mujeres de nuestra patria dieron con harta frecuencia ejemplo de ese valor heroico que alcanzó merecida celebridad a Catalina Eraso, a María Pita, a Juana Juárez de Toledo, a la digna mujer de Juan de Padilla, y en días casi cercanos a los nuestros a las ínclitas Condesa de Bureta y Agustina Zaragoza, que en la heroica ciudad que baña el Ebro hicieron retroceder más de una vez las orgullosos y aguerridas huestes de Austerliz y de Jena.

¿Qué más? Para que no haya virtud en que la mujer española no pueda presentaros sus gloriosos recuerdos, hasta en las virtudes cívicas, os ofrece otra el más grande ejemplo que puede presentar nación alguna; ejemplo cuya memoria me orgullece, porque la mujer que supo ofrecerlo a la posteridad, abrió sus ojos a la luz, allí donde también se deslizaron mi infancia y mi juventud, en la poética y oriental Granada. ¿Sabéis quién es? Repetid, Señoras, su nombre a vuestros hijos, a vuestros esposos, a vuestros padres, a los escogidos de vuestro corazón. Repetidlo con lágrimas en los ojos, con oraciones en los labios, con sentimiento de horror en vuestro pecho para sus verdugos. Aquella mujer se llamaba doña Mariana Pineda, matrona digna de épica fama, que prefirió morir con abnegación sublime, antes de descubrir el secreto que los libres le confiaron. Doña Mariana Pineda, que por salvar a los generosos patricios que debían levantar el pendón de la libertad que bordaban las delicadas manos de la heroína, marchó al suplicio, dejando huérfanos y sin amparo a sus hijos, por no descubrir aquellos nombres, y perdiendo la vida en medio de su hermosa primavera, en manos del verdugo, sin que saliera de sus labios ni una palabra de reconvención, ni una queja de natural temor.

En un país donde tantos y tan grandes ejemplos pueden seguir nuestras mujeres, bien puede sostenerse el tema de que su educación debe perfeccionarse y formarse con la historia de la mujer misma, pudiendo aprender en ella, lo que fue en lo pasado, lo que es y debe ser en lo presente, y lo que será en los días venideros.

Si de hoy en adelante debe hacerse imposible la existencia de la mujer, reducida a ser la criada de distinción del marido o la superficial marisabidilla, según la oportuna frase del Sr. San Romá; si una acertada instrucción debe formar la segura base en que estribe la felicidad doméstica, para que el misterioso vínculo del amor sea un cambio perpetuo de simpatía y de pensamiento, que ilumine y conserve el fuego sagrado del amor conyugal encendido en el altar cristiano, la mujer debe dedicarse al estudio de su historia, como uno de los más seguros medios para realizar los altos fines que el Hacedor del mundo se propuso al crearla.

Contribuid todos, Señoras y Señores, a esta obra verdaderamente buena; que en la instrucción de la mujer está la verdadera revolución social. Lo he dicho antes de ahora, y me permitiréis que termine con estas palabras. «No lo olviden los hombres de ciencia y los corazones amantes del bien. Trabajemos todos para que llegue un día en que la mujer, sin más armas que sus encantos, su instrucción y su virtud, humille bajo su débil pié el imperio de la fuerza, y alzándose triunfante sobre ella, extienda tranquila la dulce mirada de sus hermosos ojos por el inmenso horizonte de lo porvenir.

——

{1} Don Juan Eugenio Hartzenbusch, que leyó su bellísimo cuento fantástico «La hermosura por castigo».



Las Conferencias Dominicales se hallan de venta en la portería de la Universidad, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.

(contracubierta)

[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 14 páginas más cubiertas. ]