
Oración de un muerto
en el día de su entierro
obra póstuma
del excmo. señor
Don Antonio María García Blanco
Doctor en Teología y Filosofía y Letras,
Catedrático jubilado de Lengua y Literatura Hebreas en la Universidad Central,
Decano que fue de la facultad de Filosofía y Letras,
Ex-Consejero de Instrucción Pública,
Diputado a Cortes por Sevilla en las Constituyentes de 1836-37 y Secretario de las mismas,
Gran Cruz de la Real Orden Americana de Isabel la Católica y Comendador de la de Carlos III, &c., &c.
OSUNA
Imp. de M. Ledesma Vidal, Evandro, 20
1889
oración de un muerto
en el día de su entierro
Yo, Antonio María García Blanco, que nací en Osuna el día 24 de Setiembre del año de 1800, hijo legítimo del Doctor Don Antonio García y Doña Juana Blanco; que seguí la carrera literaria, estudié Teología, fui eclesiástico, Cura párroco de Valdelarco y de Santa Cruz en la ciudad de Écija, Magistral de la Santa y Real Capilla de San Fernando de Sevilla, diputado por aquella provincia en las Cortes Constituyentes de 1836 y 37 y Catedrático de Lengua Hebrea en la Universidad Central; Doctor en Filosofía y Teología por la misma; que obtuve otros varios cargos y comisiones honoríficas en el discurso de mi vida; que fallecí ayer, y soy sepultado hoy…
Doy primeramente infinitas gracias al Dios que me crió, por haberme destinado a criatura racional y hecho hombre y no mujer, como celebran y bendicen diariamente los hebreos, de un cuerpo sano y un espíritu fuerte, íntegro y de mediano talento, de voluntad libre, de buena memoria y de sensibilidad suficiente para percibir lo bello en lo físico, lo verdadero en lo inteligible y lo bueno en lo moral, gozándome en todo ello y recreándome a cada momento en que el mundo físico, intelectual, moral y social, me proporcionaba alguno de aquellos fenómenos, realzados más y más con la alternativa de placer y dolor, de dudas y evidencias, de goces y necesidades, de salud y achaques físicos o morales, de bien y mal que en el discurso de mi dichosa vida experimenté y de que soy deudor a Dios criador, próvido y misericordioso.
Doy también gracias a mis padres, que, satisfaciendo el instinto y la necesidad de la propagación, me engendraron en buena salud, me criaron, alimentaron, educaron y quisieron con un amor paternal; me dieron carrera conforme a mis inclinaciones y me dejaron en herencia un modo de pensar, ver y gozar de este mundo que puedo decir viví en él del mejor modo posible. Reconozco en ellos y en su paternidad el amor de Dios, su misericordia y providencia a favor de todo el género humano.
Doy igualmente gracias a la Iglesia, que me recibió en su seno desde el mismo día en que nací; que me hizo participante desde aquel momento de todos sus bienes espirituales, y más adelante de los temporales y terrenos que me cupieron en suerte. Reconozco en ella la imagen de la divinidad, que obra en todo con afecto maternal y reúne a los hombres en la tierra con las miras más santas y el objeto más sublime.
Doy sinceras gracias a la sociedad que, sin saberlo, me hizo un gran bien en dejarme vivir, mortificarme unas veces, lisonjearme otras, y ayudar o poner obstáculos a mis padres para mi educación; porque de este modo probaron ellos lo intenso de su bondad y de su amor hacia mí y yo experimenté con las alternativas y contradicciones una suma de placeres que de otro modo me hubieran sido desconocidos, o hubiera yo pensado equivocadamente sobre ellos y sobre mi existencia y felicidad temporal.
Doy gracias muy particularmente a mis Maestros, a mis amigos y a todos los que de cualquier modo me aliviaron en mis penalidades, me asistieron y acompañaron en mis dolencias, principalmente en la última de que sucumbí, y a los bienhechores que ahora rodean mi cadáver, contemplan lo que fui, lo que soy y lo que ellos mismos han de ser en algún día, y acaso no muy tarde.
A todos, repito, doy mil gracias por los beneficios que les he merecido, y en pago y recompensa quiero legarles, debo decirles ciertas cosas que le sirvan a ellos en vida de aviso, doctrina y consuelo, y a mí de descanso y satisfacción en la morada a que es destinado mi cuerpo, en el estado a que pasa mi espíritu.
La vida fue para mí, señores y amigos míos, una escuela práctica (y puede serlo para todos), en que aprendí a pensar, a ver, sentir y desear las cosas del modo que todos las ven, sienten y desean, y de otro muy distinto, que es el que debo comunicaros. La vida fue para mí, como para todos los hombres, un ensayo práctico de la gran vida en que por la muerte necesaria, por eso que se llama muerte, entra todo hombre, y a que hoy soy llamado yo de un modo tan natural como misericordioso. Mi cuerpo, en unión con un espíritu sutilísimo, gobernado por él unas veces y supeditándolo otras, formó parte de esto que se llama humanidad en el orden animal; hoy pasa a otro orden, pero también en relación y armonía con eso que se llama materia, universo, vuelto a uno; porque realmente es la obra más sensible de la Divinidad; la Divinidad misma revelada por los sentidos corporales. Bajo este supuesto, mi cuerpo, como el de todo lo que muere, no deja de ser, ni muere propiamente hablando; sino que ha pasado a otro orden, no sabré deciros si superior o inferior, pero sí que es igualmente necesario para la armonía universal, y que sigue contribuyendo a dar vida y él mismo vive en el gran sistema económico-físico del mundo.
Bajo el influjo de tan trascendental verdad, no lloréis por mi inexistencia; porque yo sigo existiendo, sirviendo a Dios, contribuyendo a engrandecerle en sus obras, y sirviéndoos a vosotros de lección, desengaño, ayuda y aun alegría y alimento: aquel cuerpo que antes de nacer os parece no existía; que después que nació os entretuvo de mil modos; que luego os acompañó, se asoció a vosotros, os instruyó y al parecer os amaba, sigue amándoos, acompañándoos, instruyéndoos, asociándose a vosotros y entreteniéndoos, como antes de que naciera; transformado, sí, en otra substancia, no bajo el concepto de cuerpo humano, no como el físico de una criatura racional, ni mucho menos como hijo que juguetea con el pecho de su madre, ni oye los consejos de ella y de su padre, ni como discípulo que honra a su maestro, ni como maestro que enseña a otros hombres lo que sabe, lo que aprendió, lo que vale; no como sacerdote que funciona entre Dios y los hombres; no como ciudadano que desempeña cargos honoríficos de república, y paga gabelas, y contribuye a la conservación del orden social y al progreso de las mejoras o se opone a ellas y las incuba para mejor ocasión; no, no sirve ni servirá ya el cuerpo de García Blanco de rémora ni de estímulo en el orden religioso, social o doméstico; pero sigue siendo cuerpo, materia viva, no inerte como vulgarmente se cree; parte importantísima de esa inmensa mole, cuyas íntimas o intestinas revoluciones, movimientos, combinaciones, afinidades, composiciones y descomposiciones producen eso que los unos denominan y estudian bajo el nombro de astros y materia etérea, otros bajo el de tierra y minerales o fósiles sin vida, otros bajo el de vegetales o plantas sensibles solamente, otros bajo el de zoología o animales vertebrados e invertebrados, todos sensibles y con movimiento espontáneo, otros, finalmente, con el de antropología o ciencia del hombre, como animal tintado de razón, de voluntad y del más perfecto conocimiento de los efectos físicos o morales y sus causas. Como parte de ese gran todo, mi cuerpo sigue viviendo y es inmortal como la Divinidad misma; su transformación no os debe, pues, afligir, que es una necesaria y natural metempsícosis, a que por otra parte debían estar ya muy acostumbrados. ¿No visteis cómo pasé del no ser a ser, al decir del vulgo, de infante a niño, de niño a joven, de joven a hombre provecto, de provecto a anciano y a decrépito? ¿No me visteis pasar de fresco y lozano a viejo arrugado, de discípulo a maestro, de simple fiel a sacerdote, de particular a hombre público, de poco a mucho? Pues ¿qué extrañáis o por qué lloráis hoy, si paso de animal viviente a otra cosa y a otros usos y destinos, o más bien, si sigo mi destino natural, y salgo de la infancia de la vida a la juventud y a la virilidad necesarias? Mi cuerpo, bajo este concepto, cumple su destino, es feliz.
Mas diréis: ¿Y su alma? ¿Y el espíritu? ¿Cuál habrá sido su paradero? ¿Qué suerte tendrán? ¡Ay!… No, mis amados, tampoco lloréis o tengáis cuidado por mi espíritu: su destino es más brillante aún; su porvenir es más seguro; su vida os es más cierta. ¿Su suerte será la que os haga temer y acaso estremeceros?… Pero yo os diré lo que pensé en vida, como suele decirse, sobre esto, y lo que es fácil me concedáis, y lo que sobre ello debéis pensar vosotros también, si queréis vivir tan felizmente como yo viví, tan tranquilo como morí, tan contento como estoy en esta nueva vida en que he entrado, o, por mejor decir, en esta vieja y perdurable vida que sigo. ¿Qué es el espíritu? ¿Qué es el alma? Preguntáoslo a vosotros mismos. Es el alma en el hombre la que hace lo que en los demás animales se atribuye a su instinto; la que siente, delibera, percibe, atiende, compara, juzga, discurre y ordena sus operaciones del modo más conducente al fin que se propone; la que admira lo que no conoce; la que inquiere las causas de lo que siente; la que prevee y presiente y espera lo que ha de suceder; recuerda las pasadas percepciones; teme, se alegra o se entristece, muda de parecer, desea, ama y adora. ¿No son estas funciones todas del espíritu? Pues reflexionad, y las veréis ejecutadas igualmente por animales, vegetales y aun minerales, si bien con mayor o menor perfección, según la respectiva índole o destino de cada uno de los que observéis. Siente todo lo que vive, que si no, no viviría: delibera hasta el mineral más tosco e insensible al parecer, y se une o repele a otro cuerpo según conviene a su destino, por voluntad propia, con plena libertad, como el hombre busca y ama a la mujer, como adora a Dios, como repele todo daño que no conoce, como busca el placer y se goza en su destino. Todo lo que existe percibe, que si no, no existiría; todo cuanto hay en el universo atiende a las órdenes del Criador, al cumplimiento de su respectiva misión; y con tal ahínco, que parece no atiende, ni mira a otra cosa que a su deber: compara al animal, juzga y discurre mejor que el hombre muchas veces; las flores hablan, los arroyos ríen, los prados se vivifican o entristecen: no son metáforas poéticas, no son la expresión de ciertos hombres divinizados que vieron en todos tiempos a la naturaleza como ella es en sí, no como al capricho le plugo, no como una tosca y pobre Teología quiso aniquilarla. La piedra que baja al centro de la tierra, ¿qué es más ni menos que el hombre que se afinca en un punto, que propende al bien o al mal, y que busca su felicidad? La cristalización que ordena sus octaedros, sus exaedros o cubos, luego que se siente en reposo y a una temperatura conveniente, es menos admirable o más material que el hombre que dispone su vida práctica, que coloca sus haberes, que ordena sus necesidades y los medios de satisfacerlas en tiempos de paz y bonancibles, del modo más adecuado al reposo y comodidad que necesita. La mariposa que se agita inquieta o gozosa en el prado, ¿por qué se ha de mirar con otros ojos que el hombre, que, salido del estado de crisálida infantil sale al campo de los placeres amorosos, y vuela, en pos del ámbar y de las gracias de su amada? ¿Por qué no se ha de decir que ambos admiran igualmente la belleza del objeto que les arrebata, que ambos gozan el néctar de sus amores pasados o inminentes, que ambos presienten la corta duración de sus inocentes goces y se apresuran a disfrutarlos o se agitan inciertos del término o paradero que les espera? ¡Qué precisión tan admirable la de la hormiga, la de la abeja y otros insectos! ¡Qué esperanza tan sufrida la de los animales dormidores durante todo un invierno! ¡Qué presentimiento tan extraño el de las aves que emigran! ¡Qué memoria, qué reminiscencia, qué recuerdos tan eficaces los de esas mismas aves al volver a sus moradas de antaño! Eso y nada más, o acaso mucho menos es el hombre con su espíritu… Sino que el hombre no entiende más que sus sensaciones propias, su palabra y su escritura. ¿Por qué no estudia las sensaciones de los demás seres, sus delicadas expresiones de amor, temor, dolor, placer y gratitud? ¿Por qué no ha de interpretar como una verdadera y lindísima escritura el panal de las abejas, la queresa del insecto, la muda del pelo o pluma de los animales, el humo o rastro que dejan al partirse para otra parte o al morirse, los nidos, camas y señales que bien a pesar suyo muchas veces abandonan y sirven de aviso y medio de comunicación a la posteridad y a los ausentes? Que el hombre siente en sí la libertad para obrar o dejando obrar aún aquello mismo que le es natural y busca o inquiere la causa de todo fenómeno que se le presenta… He aquí el último efugio del hombre, juez de sí mismo, y declarándose superior a todo cuanto existe. ¡Qué juicio tan incompetente! ¡Qué juez tan parcial! ¡Qué fallo tan atrevido! ¿Quién le dijo al hombre que la abeja, al formar su panal, no deliberó antes sobre el sitio, tiempo y disposición más convenientes, sin perjuicio de que alguna vez yerre el cálculo, como le sucede al hombre mismo a cada instante? ¿Quién se atreverá a jurar que como formó un panal no pudo formar dos, o que como hizo en cada uno veinte órdenes de casillas no pudo haber hecho veintiuno? Pues qué, ¿tan iguales son las obras de aquellos animales y las de todos los que trabajan o hacen nidos, cuevas, camas o casas, telas o capullos, que todas sean idénticas en figura, dimensiones, materia y cualidades? No: guardan una semejanza; pero no habrá quien diga que todas las camas de lobo, zorra o liebre son iguales; que todas las cuevas de éstos y otros varios animales que las hacen, tienen unas mismas dimensiones; que todos los nidos de una clase de aves son idénticos; que todas las casas de un panal o de los castores son exactamente las mismas. Pues ¿qué diremos de la causalidad o de la propiedad eminentemente característica del hombre que inquiere las causas de todo, y busca modo de darse razón de cuanto existe? Jamás podrá decirse que esto sea peculiar del hombre o que sólo la raza humana es la que en virtud de esta cualidad atina con las causas secundarias y conoce a la primera de todas ellas, que es Dios. No; lo uno es infundado, lo otro es impío. El conocimiento o la inquisición de las cansas segundas, o sean las causas próximas de los fenómenos universales, lo mismo puede decirse pertenece al hombre que a cualquier cuerpo viviente: todo viviente reconoce, acaso mejor que el hombre, la causa de que puede provenirle daño o provecho; todo viviente busca la sustancia más adecuada a su existencia; huye de los tósigos, venenos o materias inconducentes para la vida; se precave mejor que el hombre; conoce mejor que él todo cuanto le puede dañar; busca la luz, y da muestras de enojo, debilidad o malestar cuando le falta ésta o el calor, la humedad, la electricidad o el aire que necesita. ¿Por qué, pues, se ha de decir que sólo el hombre inquiere las causas próximas y las conoce, cuando acaso sea el que menos se cura de ello de todos los vivientes y el que menos causas predisponentes, finales, eficientes, materiales o formales conoce? Pues el decir que él sólo es quien llega al conocimiento de la primera causa es una impiedad. Todo cuanto existe reconoce el poder, la bondad, la sabiduría, el amor de esa primera causa; todo ser criado, no sabemos en virtud de qué procedimiento, llega a convencerse de que sin Dios no hay nada, que Dios es todo, que toda criatura le es deudora de su existencia, y está contribuyendo igualmente a glorificarle y hacerle más y más amable. Acaso sea el hombre el que más se olvide o separe de este conocimiento; acaso es el hombre el único que se hincha y se ensoberbece y se las apuesta a Dios. ¿Y éste es el que se jacta de conocerle exclusivamente?… ¡Ojalá le reconozca y adore como el ave al romper la aurora; como la fresca grama cargada de aljófar y blanca escarcha; como el ruiseñor entre la espesura del bosque; como el diamante encerrado en su durísima matriz; como el arroyuelo cristalino que salta entre limpias piedras, o serpea silencioso por el prado; como la estrella brillantísima que va corriendo inmensas órbitas; o como el sol radiante cuando llega al meridiano. Todos conocen a Dios; todos reconocen su benéfica mano providente; todos le adoran como a Ser Supremo; y todos convidan al hombre a que le adore… le ame… le conozca…
Es, pues, el espíritu del hombre común a hombres y no hombres; es un quid divinum que está latente en toda materia; que acaso, y sin acaso, es eso que sub stat, que está debajo de los accidentes físicos que percibimos por los sentidos en toda substancia, sin que ello pueda percibirse por otro medio que por la inducción, por el razonamiento y por los efectos; es la misma materia depurada; es el sulfato de toda sustancia, por decirlo así; la quinta esencia de los antiguos; la animalina, como si dijéramos, la vegetalina, la mineralina, la mortina, la vivina… esto es, aquello que hay en todo animal, vegetal, mineral, cuerpo muerto o vivo, que le sirve de base fija sobre la que se posan las propiedades o cualidades, modificaciones o accidentes de tales cuerpos: que o no se sabe lo que sea, o hay necesidad de confesar que es lo más sutil o imponderable de la materia, que se escapa a todo examen, que excede a toda perspicuidad, pero que está animando a toda substancia y que es el alma de todo, o que es todo cuanto existe: yo diría, para explicarme de algún modo, que es la cúspide del inmenso cono universal; el punto matemático que empieza, acaba y forma la inmensa línea que corre desde la materia más tosca hasta Dios y los espíritus que le rodean; la circunferencia en un círculo; el ámbar de una esencia concentrada que a proporción que se dilúe se dilata, y a proporción que se dilata es más activa y eficaz, y a proporción de su actividad y eficacia se comunica, se eterifica, vuela y se escapa y llega a perder el nombre de espíritu. Esta es el alma mía: los sutilísimos átomos que daban vida a este cuerpo; dije poco, el éter que animaba aquellos átomos; aún no alcanza, lo más volátil de aquel éter; lo que le haría ser volátil, el principio de la vida que dejé, el principio y término de la que sigo o emprendo de nuevo en otro orden, acaso en otra esfera; pero siempre con sujeción a leyes eternas y universales que no puedo menos de acatar.
Bajo este concepto, mi espíritu es tan feliz como el cuerpo; esto más aún, porque vuela a su destino; como aroma finísimo que desprendido de este mundo material, carnal, sensual y transitorio, está ya en comunicación íntima con su Dios; desembarazado de los vínculos de una carne flaca, de unos sentidos insuficientes para servirle como convenía, de una sociedad desigual, ha entrado en relación con todos los demás espíritus angélicos, humanos y universales; atmósfera finísima que circunda a la divinidad creadora, que se identifica con ella, porque es la que constituye su gloria, la que ejecuta y cumple su voluntad soberana, la que testifica a ciencia cierta de su existencia, de su poder y bondad. Tal es hoy el destino de ese espíritu, porque vosotros teméis tanto, cuya suerte y paradero os estremece: contempladle y contemplad ahora cuál habrá sido la vida de un hombre que ni se atormenta por la ignorancia crasa de su existencia, ni por la ambición y avaricia tan comunes en el mundo, ni por los horrores de un infierno, ni por el temor e incertidumbre de una vida futura desconocida, ni por la triste memoria de la muerte, ni por aterradoras sentencias de un Dios vengador y justo más que clemente, ni por el miedo de peligros pueriles, o fantasmas inventados por los tiranos para intimidar a los fuertes que oprimían, ni por género alguno de fraude, superchería o vana creencia que desvirtuara sus convicciones, que le arrastrara a ilícitas prácticas religiosas. No: yo jamás vacilé en las verdades que ahora os propongo, para si queréis adoptarlas: mediante ellas pasé yo la vida tranquila, feliz y desahogadamente; me evadí de esas ansiedades que acometen a los mortales de cuando en cuando, en sus enfermedades principalmente, en su vejez y al acercarse esto que se llama muerte; he sido un ciudadano honrado, pacífico y benéfico (perdonadme la inmodestia, pero estoy en el caso de decir la verdad; ésta es la tierra de la verdad): he desempeñado con lealtad los primeros cargos de la república; ejercí el sacerdocio mientras fue necesario, en provecho del prójimo y para sostener la reputación social que disfrutaba; he sido profesor de la lengua más filosófica que se habló, y en tal ministerio y en los demás ministerios, cargos, comisiones, oficios, ocupaciones y caracteres que tuve, jamás prevariqué, ni por falsía ni por reticencias culpables; fui buen amigo de los pocos que tenía; dije siempre la verdad; amé a mis semejantes; y formé sobre Religión, Política y Filosofía el concepto que voy a manifestaros, para que lo adoptéis si os agrada; para que lo meditéis al lado del que vosotros hayáis formado o estéis formando actualmente.
RELIGIÓN
La idea que se ha hecho formar sobre religión es muy equivocada, a pesar de que el nombre la da tan exacta como pudiera desearse. Religo = vuelvo a ligarme es la explicación más adecuada de ese fantasma con que se intimida a los hombres; de esa santa palabra con que se contiene al malvado, con que se consuela al pobre y al enfermo; de esa entidad celestial a que se apela, cuando los medios mundanales no alcanzan a repeler al injusto, a reprimir nuestras pasiones, a excitarnos en favor de nuestros semejantes, o a adormecernos contra los impulsos vehementísimos de nuestra libertad, de nuestra dignidad y de nuestras necesidades. Santa entidad, sacrosanta palabra, si se emplea dentro de los justos límites de la verdad y de la razón; pero invención infernal, si sólo se aplica a la represión del espíritu humano, al aherrojamiento del hombre libre naturalmente, señor de sus pensamientos y deseos, igual a todos sus semejantes; hermano suyo y no esclavo, ni vasallo, ni criado, ni inferior en respetos, en mérito y en dignidad. Santa Religión, cualquiera que sea, siempre que ligue de nuevo al hombre, y le obligue al cumplimiento de los santos deberes de que acaso se olvidó. ¡Pero cuidado que no haga más que religar, volver a ligar: que no imponga nuevas obligaciones o ligaduras por delante que impidan acaso ver y cumplir los legítimos deberes sociales, morales, universales; que obscurezcan las verdaderas obligaciones que el hombre tiene respecto a su Dios, respecto a la naturaleza entera, respecto a sus semejantes, respecto a sí mismo y respecto al infinito! ¡Cuidado no se convierta esta palabra de consuelo en arma infernal de déspotas, de hipócritas, de aduladores pérfidos, de necios importunos, de perversos que acechan el bolsillo del incauto! ¡Cuidado no degenere esta entidad celestial en liga nefanda entre poderes terrenales impotentes, entre opresores de la humanidad libre, entre soberbios seductores contra el inocente mortal, contra el pobre, contra el que piensa, contra el que quiere, contra el genio, contra la ciencia, contra el orden eterno y la marcha imperturbable del espíritu! ¡Cuidado no se quiera imponer a viva fuerza este doble yugo de ligaduras y religaduras, de ligazones y obligaciones; o por mero capricho se trate de hacer adoptar una religión nueva y desechar alguna otra; o indiscretamente se crea que todos tienen igualmente necesidad de este freno, ligazón, o cortapisa, para entrar en su deber! ¡Cuidado no se pierda la idea legítima de religión con la introducción de algunas novedades piadosas, con la práctica de algunas devociones discretas o indiscretas, con la moda de algún siglo o algún pueblo, con algún nuevo sistema religioso! ¡Cuidado y vivid alerta, que la religión no es nada de eso, ni se impone de ese modo, ni le es necesaria a todos igualmente, ni tiene punto alguno de contacto con las ciencias, con el genio, ni con la marcha del espíritu; ni es arma de malhechores, ni jamás podrá ofuscar la razón, ni pervertir el orden natural de las cosas, ni obscurecer los genuinos deberes del hombre aislado, en sociedad o en relación con cuanto existe! La religión, muy superior a toda consideración humana, terrena, científica o política, es un don del cielo que atrae al hombre dulcemente hacia su deber; que lo religa, estrecha, pero amorosamente con todo lo criado y con el Criador de todo; que ablanda al rígido; que mueve al apático; que sustenta al débil; que enseña al necio; que calla al locuaz; que reprime al osado; que advierte los descuidos; que consuela al triste; que intimida al insolente; que perdona ofensas; que incita al amor; que habla al interior, al alma como suele decirse, y contempla y respeta al cuerpo; pero que nada dice al que por convicción y prácticamente se considera unido y en íntima relación con todo lo criado, sin ser rígido, ni apático, ni débil, ni necio, ni locuaz, ni osado; sin descuidarse, entristecerse, insolentarse, agraviarse ni vengarse de nadie ni por nada; a quien no falta el alma de la vida y de la gracia, que es el amor; que oye la voz de su conciencia cuando le avisa, y tiene a su cuerpo sometido y en aquella prudente armonía de funciones, de goces y necesidades que hacen su felicidad. A este hombre, decía, nada le impone la religión, porque, como indica su nombre, en nada tiene que religarle; porque él naturalmente, o por gracia especial del cielo, o por convicción, está ligado suficientemente y cumple su destino. Mas como hombre de tales circunstancias no es común, es muy raro, por eso la religión se hace generalmente necesaria, y es ya casi una parte componente del hombre, una necesidad en el orden social, quo trasmitiéndose de padres a hijos, y de generación en generación, se recibe ya sin ningún género de examen, viene incrustada en nuestro organismo y aun se cree una falta frenológica el no tener el órgano de la maravillosidad, religiosidad o teofilia. La religión en general es ya una necesidad natural, porque natural es la perversión de las funciones físicas, intelectuales y morales en el hombre.
Bajo este supuesto, bien podéis considerar que para mí toda religión fue buena: toda entidad que ligue de nuevo al hombre al cumplimiento de los deberes que olvida tan fácilmente; que le imponga por obligación aquello misino que su físico necesita, que su espíritu anhela, que su constitución demanda; que lo estreche más y más consigo mismo, con sus semejantes y con su Criador; todo vínculo que lo una al universo es igualmente admisible, es igualmente provechoso. Ese exclusivismo necio y lo más tonto del mundo, ese prurito de despreciar el judío al samaritano, el samaritano al griego, el griego al bárbaro, el bárbaro al cristiano, el cristiano al judío y al gentil, y al mahometano y a todo sectario religioso que no es él, esa es una de las muchas preocupaciones universales que hay entre los hombres, tan inveterada, empero, tan arraigada, tan dominante, que ha llegado a deificarse, y así quema, infama, expatría o da tormento a los adversarios, como premia, perdona, transige, canoniza y hace las más honoríficas apoteosis a sus héroes. El pueblo hebreo fue el primero que cayó en tan funesta intolerancia; no calificaré yo los motivos más o menos fundados que tuviera para ello, porque para mí su religión es sólo una religión simbólica; mas a juzgar por la común sentencia o el sentir general de los hombres, el pueblo que creía tener a Dios por su Rey, que le parecía haber oído su voz en Sinaí, y conservaba las dos lajas de piedra en que suponía se le había dado escrita su ley, no era extraño despreciase a los que no ofrecieran con él sacrificios en Sion, a los que se iban a ofrecerlos a Grizzim; éstos a su vez, aunque ya con menos razón, se burlaban de los ídolos, y de las oblaciones vanas de las gentes; la gentil y mitológica Grecia llamaba bárbaros a los juegos, fiestas, ovaciones y triunfos de los romanos; los romanos despreciaban al que no era ciudadano y no tomaba parte en sus bárbaros anfiteatros, estadios y conquistas; más adelante quemaba, sacrificaba y escarnecía a los cristianos; éstos a su vez proscribían el islamismo y cuantas sectas religiosas pululaban de entre las no muertas cenizas del paganismo; luego hicieron un Credo especial, símbolo de sus doctrinas, y anatematizaban a cuantos no lo admitían, predicaban y entendían según su mente; con el tiempo hicieron bárbaras conquistas, y quemaban a los infieles, que así llamaban a los que no se decían cristianos; más adelante emprendían guerras de religión, y conquistaban tierras, y hacían cruzadas, y domaban pueblos, y descubrían mundos, y colocaban la cruz en lo más alto y a la entrada de las villas y ciudades que arrancaban del poder de los infieles; hoy mismo dicen: no hay salvación fuera de la Iglesia Católica; el que no creyere será condenado. El eco de tan terrible sentencia se oye por todo el orbe; lo mismo lo repite el cristiano que el mahometano, el judío que el gentil; y aún es más, cada fracción de cada uno de estos partidos religiosos invectiva a todos los que no pertenecen a su comunión, y los conmina con el mismo anatema: el que no creyere será condenado. Así dice el católico romano, y se juzga por el único creyente; así dice el protestante y se burla de las creencias sacramentales del romano; así dice el puscista y desprecia los temerarios empeños de la protesta; así dice el islamita y tiene a su nombre por sinónimo de creyente; así dice el cuáquero, así dice el chino, así dicen todos; mas todos se engañan, porque todos no pueden decir verdad; y no diciéndola, ¿quién es el juez entre ellos? Ved aquí por qué os decía que toda religión es buena: porque este es el modo de acordar ese sentimiento general, despojándolo de la intolerancia y exclusivismo que se aprecia: toda religión es buena; cada cual consultando el clima, las costumbres, el carácter de los hombres y países en que domina; cada cual ligando y religando al hombre con sus semejantes y su Criador; mas por lo mismo convendría, es necesario que depongan todas ese necio exclusivismo; religión intolerante son términos que se excluyen; religión sin amor es un absurdo; religión que mata, quema, destierra y anatematiza es religión infernal; la religión llama, no repele; la religión avisa, amonesta, enseña, no castiga ni maldice; religa, no disuelve ni desata; la religión es Dios mismo. Ved aquí cuál fue mi religión; ved aquí mi profesión de fe en la que morí, y por la que vivo, y a que os exhorto meditadlo.
POLÍTICA
Peligroso hubiera sido manifestar en vida mis ideas sobre religión: víctima de la ignorancia de unos, de la saña de otros, de la preocupación e inmoralidad de todos, hubiera sido quemado vivo en algún tiempo, perseguido atrozmente siempre y estigmatizado con las notas más denigrantes y necias, porque la religión que usa el mundo no perdona, ni convence; sino mortifica y proscribe. Pero si tal pude temer por parte de la religión divina por antífrasis, cuya base parece ser la caridad, cuya norma fue el amor y el perdón, cuyo carácter dicen es la lenidad y su divisa la cruz, ¿qué no debería yo haber esperado o temido de la política, que no entiende más que de justicia, derecho, ley, costumbre, guerra, espada, horca, desolación y fuego, si hubiera llegado a entender mi opinión sobre su origen, existencia, necesidad, medios de que se vale, personajes que la dirigen, desmanes que ha causado, calamidades que promete todavía, y trágico fin que le espera? Por eso, mis queridos amigos, aguardé yo hasta hoy a patentizar mis creencias religiosas y políticas; si bien no perdoné ocasión de dejarlas traslucir de cuando en cuando y según que preveía podían tener alguna aceptación o dejar algún eco mis doctrinas. Hoy, libre ya de todo humano temor, al abrigo de esta tumba y de este páramo, y en la última ocasión que tendré de veros reunidos en mi derredor, y de poderos dirigir mi voz cadáver, quiero, tengo necesidad, es un deber en mí manifestaros cuanto creí sobre política también, para que lo meditéis vosotros y veáis lo que mejor os conviene.
Tuvo origen la política en la insubordinación de los hijos de aquellos primeros patriarcas que hacían las veces de Dios en la tierra, y servían como de centro de unión para todos sus descendientes. Adam, Scheth, Enosch, Noé, Schem, Cham y Yaphet, y más adelante Abraham, Isaach y Jacob, padres de numerosas familias, no conocieron la política; sus hijos, primeros pobladores de vastas comarcas, y jefes a la vez de tribus y familias dilatadas, fueron los autores de tan lamentable invento. Nemrod, valiente cazador donde los hubo, o delante de Dios, como dice el original hebreo, fue el primero que por su extraordinaria habilidad comenzó a hacerse el valiente (גבּוֹר); a dominar por la fuerza, y a echarla de temerón como decimos los españoles. Él fue el primero que ya tuvo corte (כיכוה) y formó reino aparte, y vasallaje, y predominio antipatriarcal y antifraternal. Desde entonces comenzó en el mundo la lucha entre el poderoso y el débil, que andando el tiempo y después de sangrientos combates, ha venido a declararse la victoria por el débil, por el imbécil, por el necio, por el malvado contra el fuerte, contra el apto para todo, contra el inteligente, contra el probo. Lucha impía que continuará hasta que el hombre mire por sí, conozca lo que vale, y se una fraternalmente a sus semejantes. Hasta entonces la política hará que la masa general de hombres viva aherrojada; que el género humano entero sirva a los caprichos de unos pocos; que la tierra, patrimonio exclusivo del hombre trabajador, sea propiedad de nobles holgazanes que viven adormecidos por el ocio, la crápula y la lisonja. Hasta entonces habrá apóstoles que prediquen el derecho de propiedad, la desigualdad natural y necesaria entre los humanos, la felicidad basada sobre la conformidad con eso que se llama suerte, el mérito cifrado en el sufrimiento, el amor en teoría, la compasión estéril, y la bondad relativa. Hasta que el hombre quiera, nada más, hasta que conozca su dignidad, durará esa necesidad de una ciencia, arte, o artificio que fije a discreción de sus autores la tabla de los derechos y deberes de las masas, que marque los límites del afán del pobre, pero no de la codicia y ambición del rico; que ponga término a sus querellas, pero no a sus sufrimientos; que dé la norma de obrar a la multitud, pero no al monarca; política, en fin, o ciencia para los muchos; mas no monítica o aviso para el uno o los unos. Hasta que vosotros queráis, mortales, habrá entre vosotros ricos y pobres, nobles y plebeyos, vasallos y reyes. La política y derecho público no son de necesidad más que por falta de reflexión por parte de los que se someten a ello; por falta de virtudes públicas; por exceso de miedo de los que se dicen poderosos, sin poder nada; por temor de los pocos a los muchos; por indolencia de los interesados; por preocupación; por costumbre; por castigo. Sí, castigo del cielo al hombre indolente, que teniendo en sí la fuente de su felicidad, la norma del orden, el poder para todo, se somete a quien jamás hace u obra sino en provecho propio; a quien no conoce más orden que la obediencia ciega: a quien no puede nada en ningún orden sino en la astucia, en el arte de enredar y fascinar a los mortales. Esta es la política, éstos son los políticos.
Pero ¿y de qué medios se valen la tal ciencia y sus sabios para subyugar al mundo? ¿Es la persuasión, el convencimiento, el amor? Sí, simulacros de persuasión, de convicción y amor son las armas que se emplean para sostener el gran simulacro de la política y sus sacerdotes: la conveniencia del orden establecido, los trastornos que seguirían a una innovación social, el amor de los ricos a los pobres, su caridad y la necesidad y ocasiones de ejercerla, los afanes de los gobernantes por el bien y felicidad de sus gobernados, la solicitud paternal de los reyes y señores, de los magnates y dignatarios, tales son las especiosas razones en que se fundan la ciencia política y los apóstoles de la tiranía. Especiosas y seductoras falacias, narcótico mortal, canto aleve de sirenas, cloroformo antiquísimo que adormece e insensibiliza a los humanos, para que no oigan la voz de su conciencia que les grita; para que no reflexionen sobre los males que les aquejan; para que no vean el peligro, ni sientan los dolores, ni sospechen siquiera, la red que se les urde y tiende. A la sombra del orden establecido medran los zánganos, bullen los protervos, prosperan los malos, mandan los ricos; a la sombra del orden establecido se obscurece el mérito, se desestima la virtud, se persigue el talento, y se comete todo género de sacrilegios; porque no se turbe el orden establecido, se canoniza la indolencia, se premia la apatía, se castiga el progreso, sigue la confusión entre lo divino y lo humano y prosigue la infame liga de las potestades de la tierra. Por temor a los trastornos de un nuevo orden social, se tolera la miseria pública, se predica el derecho divino de los reyes y del nacimiento, se maldice el socialismo y comunismo y se hace creer que son cosas muy distintas de la caridad evangélica y de la fraternidad que predicó Jesucristo. Es necesario, se dice, que haya pobres, para que haya caridad y ocasiones de ejercerla; el rico no tiene otro medio de salvarse que mediante la limosna, la mortificación y el ayuno; los gobernantes cuidan, se desvelan y no viven por hacer la felicidad de sus gobernados; la real munificencia de los monarcas obscurece todos los defectos que puedan tener privadamente; los señores, los magnates, los altos dignatarios son los que sostienen las artes, dan vida a las ciencias y evitan la pública indigencia. ¿Pueden darse sofismas más claros, máximas más inmorales, blasfemias más solemnes, doctrinas más capciosas y seductoras?
Pero de todos los medios que ha empleado la política para aherrojar al hombre, naturalmente libre y pensador, ninguno más infame y sacrílego que la horrenda liga que de inmemorial hicieron las potestades de la tierra para sostenerse mutuamente; ninguna más infernal y bien urdida que la que enlazó la cruz con la espada, lo civil con lo espiritual, lo temporal con lo eterno; ninguna más viciosa que la que hermanó el sacerdocio con el imperio, el poder de castigar con el poder de persuadir, la potestad de orar con la de proscribir, el incienso con la sangre. Liga sacrílega que la razón repugna, la religión misma detesta, la humanidad rechaza y sólo la barbarie augusta pudiera haber intentado; sólo un hado fatal puede todavía sostener. ¿Qué, no habéis reflexionado alguna vez sobre esa concordia que han procurado siempre entre sí los sacerdotes y los reyes; que llegó alguna vez a reunir las dos coronas sobre una misma cabeza, y de que hoy mismo tenemos reiterados ejemplos en Dinamarca, Inglaterra, en Rusia y aun en Roma? ¿A qué atribuisteis ese fenómeno? ¿Será por hacer los aliados la felicidad general más cómoda y seguramente? ¿Será con el fin de completar la una potestad la obra que principió la otra? ¿Será para hacer a un mismo tiempo la felicidad eterna y temporal de los mortales? Así se dice; así se predica; así lo entiende el vulgo; pero no creo haya uno que así lo sienta; no hay uno que no sienta y experimente lo contrario: esperad.
Únense la Religión y la Política solamente en el punto en que ya no alcanza la una a conseguir su objeto sin el auxilio de la otra; antes y después de conseguido y en todo otro caso obran con la mayor independencia y hasta con cierto desdén, como que la una sólo mira a lo temporal y la otra sólo a lo eterno; la una sólo castiga la sensible perturbación del orden establecido; la otra inquiere hasta las intenciones y deseos; ésta es todo lenidad; aquélla todo justicia; la una predica; la otra encarcela; aquí perdonan; allí matan. Pero advierte la política, v. g., que no alcanzan los castigos, la cárcel, la muerte misma ni su justicia y sus rigores para reprimir lo que ella dice lo perturba; siente falsearse su efímero edificio por el cimiento, esto es, por la inobservancia y desprecio de sus leyes, por la insuficiencia de sus penas, por la heroicidad que ella llama inmoralidad y osadía de los hombres de genio; entonces impetra el auxilio de la religión y comienza ésta su jerigonza. El derecho divino de los reyes fue la primera blasfemia que profirió: el señorío de vidas y haciendas su legítima consecuencia, la obligación sub conciencia de obedecerles en todo lo que mandan, de temerles en sus caprichos, de respetarles hasta el punto de figurarlos dioses en la tierra: la inviolabilidad de sus personas, lo augusto y sagrado de sus alcázares, y el título de Majestad que les regala, son las bases de la predicación que entabla la nueva aliada, la tímida compañera, la frívola potestad del hisopo y los sufragios. Ensalza hasta las nubes el paternal cuidado de los reyes, que ella, mejor que nadie, sabe, por la confesión sacramental hasta qué punto es ilusión, farsa y trampantojo; llama fragilidades humanas a los vicios capitales de la reyedad y de los reyes; descuidos al absoluto abandono y falta de todo conocimiento económico, científico, doméstico, para la dirección de los negocios públicos; canoniza la crápula habitual en que viven; dice mesa de estado al lugar donde se destrozan las aves y manjares más delicados; donde se apuran los recursos del arte culinaria para excitar el cansado apetito de hombres ociosos, de mujeres lascivas y depravadas; apellida razón de estado, decoro y regia munificencia a los caprichos más extravagantes, a las prácticas más insolentes, al lujo oriental, a la habitación más muelle y liviana, al orgullo, ostentación y despilfarros más vanos e innecesarios. Todo ello, dice la religión áulica, contribuye a dar esplendor al trono, y (si se le aprieta) diría que era un culto indirecto que se da a la divinidad que representa. En su virtud exhorta, manda en conciencia a todos los que trabajan que paguen tributos reales, alcabalas y gabelas para el sostenimiento de la dignidad real; empeña a los que no trabajan a que compelan por su parte a las masas trabajadoras; y aprovechándose de lo poco que piensa todo el que trabaja mucho, fuera de aquel círculo en que tiene embebecida su alma, sus intereses y su gusto, logra que prevalezca la equivocada y trastornadora idea de que el orden social estriba en la conservación de esos ídolos inertes, de esos simulacros de gravedad, de esas piscinas coronadas, de esos dioses de carnes fofas, de cuerpos enfermos, clínicos ambulantes sin sensibilidad y sin espíritu. Así afirmada la primera piedra tan tosca y deleznable, sigue la mundana religión su obra; y ya le es fácil canonizar los dislates de los mandarines y caciques, todos subordinados al primer y más innecesario jefe, todos comprometidos en su existencia, todos imitando su holganza, su orgullo y su boato, todos exigiendo a su vez tributos, rentas, adoración y obediencia. A éstos les impone obligación en conciencia de recaudar, velar por el orden, esto es, reprimir toda queja o manifestación del malestar público, avisar de todo aquél que, pudiendo pagar algo, se ha escapado por descuido de los predecesores; a otros les encarga también en conciencia la administración de la justicia, esto es, la aplicación de aquellas leyes bárbaras que dicta el capricho de un rey o reina o la malevolencia de un favorito, o un consejo cuando más, o cuerpo legislador compuesto de hombres buscados adrede para lisonjear al poder supremo, y denunciar todos los recursos que aun pueden explotarse del pueblo a quien representan y cuyos intereses y derechos se dice que defienden. A otros, finalmente, les encarga la policía pública bajo conciencia también, sin embargo de reconocer en todos la falta absoluta de conciencia, de rectitud y hasta de pundonor y sensibilidad. A todos los conoce exterior e interiormente, de ninguno se fía para sus peculiares fines; pero al cabo, ellos han sido designados por la autoridad legítima del monarca, o de la república, y la religión cumple con prevenirles, predicarles e imponerles la obligación, en conciencia, de mantener el orden establecido, esto es, de contrarrestar las protestas, querellas o demandas que haga la humanidad oprimida contra sus inicuos opresores. Esto por lo que toca a los gobernantes.
Respecto a los gobernados no hay tanta tolerancia: obligación en conciencia a todos y por todo, como a los otros; obedite præpositis vestris, etiam discolis: sean como fueren los mandarines, obedecedles. Retención de absolución mientras no pagan, mientras insisten en algún temerario proyecto de insubordinación, mientras no deponen todo odio al tirano y sus satélites; excomunión al que incendia, al que maltrata los bienes del señor o su persona; el regicidio, el tiranicidio y demás crímenes de lesa majestad son pecados mucho más nefandos que el incesto, el perjurio o adulterio: excomuniones y anatemas hubo en cierto tiempo por no poder pagar una deuda, por la sublevación contra un señor territorial o un alcalde; y aun hoy, ¿cuántas no se fulminan contra los autores de libros en que se denuncian los males que causan los reyes y su liga con la iglesia? Pero aún va más adelante ésta: viendo ella y advertida por el poder temporal de que las masas no se someten ya como al principio y en los tiempos próximos a la barbarie; que los mandarines no alcanzan o no procuran con todas sus fuerzas reprimir el espíritu del siglo que se llama y que en realidad es la marcha progresiva del espíritu a su perfectibilidad; que la horca se hace impotente contra él; que la revolución cunde; que la inmoralidad se desencadena; viendo la religión, repito, todo esto, apela a más altos castigos, a más profundos sentimientos. Un infierno en que ardan las almas de los rebeldes, perturbadores del orden social establecido; un purgatorio en que se purifiquen aun los arrepentidos, los que dieron entrada siquiera ligeramente en su alma y corazón a la más fugaz idea o esperanza de remedio contra tanto desafuero; un limbo para los inocentes que murieron sin ciertas y ciertas ceremonias mitológicas; una morada para los apáticos, para los imbéciles, para los quietistas o indiferentes a la desgracia y malestar del género humano: allí paz, tranquilidad y gloria en premio de la indolencia e insensibilidad más culpables; allá fuego, azufre, llanto y rechinar de dientes para los alborotadores; en una parte ángeles, santos y Dios; en otra, vestigios, condenados y el demonio; abajo arrepentimiento, dolor, rabia y confusión; arriba felicidad, placeres, dulzura y armonías; acá penas; allá goces. En tan dura alternativa coloca la religión al ignorante, al trabajador, al pacífico que sufre y paga, y todo ello lo acompaña de tan imponentes ceremonias, que ya repica campanas, ya las toca lenta, ronca y tristemente; ora canta salmos e himnos, ora murmura imprecaciones y exorcismos; unas veces quema incienso, otras rocía agua bendita y ceniza; para los unos arden luces, para los otros se encienden y se apagan con indignación en un momento: no hay medio, pobre hombre, o bienaventurado, o condenado: tal es tu término; la religión te lo revela con tiempo: escoge. O vida quieta aquí, sin remover malandanzas, contento con lo que te den o te dejen, amado de reyes, mimado de sus satélites en cuanto es compatible con el bienestar propio de ellos y la vida regalada de ellos, que son los menos, conforme con tu suerte, esperando y en vía de una vida tranquila, eterna y gozosa por allá, o persecuciones acá, contra dicciones y contratiempos, postergación, desgracia, espionaje, causa criminal, encarcelamiento, penas, tormento y muerte, con infamia y vilipendio, con deshonor y mal visto, y aun azotado, arrastrado y despedazado tu cuerpo en vida o después de muerto, y por término tu alma metida en un infierno para siempre. Escoge, que poco tendrás que deliberar.
A tan duras condiciones el hombre se somete, no sin repugnancia y teniendo que hacer sacrificio violentísimo de su razón, de su natural instinto y de su dignidad: aparta los ojos de cuanto en contrario ve por parte de los mismos que le predican; cierra sus oídos a la voz de la razón que le dice no hay más gloria que amar y servir a Dios, amando y fraternizando con sus criaturas, ni más infierno que la perturbación de la armonía universal por cualquier causa y de cualquier modo que se turbe. Entonces venda sus ojos para no ver más allá de donde un necio director le permite; pone entredicho a su corazón, que desea ser feliz sin tanto sacrificio; cruza sus manos, que naturalmente se alzan demandando justicia acá en la tierra; reprime en su pecho los suspiros de dolor que le arranca el malestar presente, y el anhelo por la verdad, la bondad y la belleza en todo orden; y a fuerza de escenas repetidas de sufrimiento y padecer y a fuerza del hábito de callar y esperar, espera y calla y sufre y padece, al parecer, sin violencia. Este es el hombre que se quiere; éste es el hombre que necesita la infernal política de los reyes, de los magnates y tiranuelos descreídos; éste es el hombre religioso; ya está conseguida la obra de la política, al impetrar auxilio de la religión para sojuzgar a los humanos: veamos ahora cómo paga a su aliada, y acabareis de formar la idea que merece una liga tan vergonzosa como tiránica.
La política a su vez es demandada por la religión, y ésta tiene derecho a esperar largas mercedes de quien a su parecer se lo debe todo, inclusa su existencia, que no una vez sola se ha visto asaltada y defendida por los Papas en Roma, por los Brachmanes en la India, por los sacerdotes en Egipto. Luego al punto entabla la potestad temporal su plan de prudente y cautelosa correspondencia. Declara a tal o cual creencia, o a dos de ellas, o todas juntas religión del Estado; esto es, se declara tutora de sus leyes, protectora de sus exterioridades, patrona de sus abusos, juez de alzadas y supremo inspector en todos los juicios que se entablen gubernativa o criminalmente en el mero misto imperio que le compete. Desde entonces ya goza la religión o religiones dominantes el derecho de hacer ostentación pública de su existencia y de sus ritos, por efímera que la una sea, por ridículos que aquéllos parezcan, sin que a nadie sea lícito, so pena de incurrir en la animadversión pública, el motejar los disfraces con que se revista la hipocresía, las farsas que se entablen con pretexto de piedad, lo absurdo de los dogmas en que se funden, o lo vicioso de las prácticas y disciplina que de aquéllos emanen. Ya es un estado dentro del estado, que aunque ofrecerá no pocos conflictos a la potestad temporal, no obstante la mutua liga y los servicios que uno a otro han de prestarse, subsanarán cualquier quebranto que por otra parte pueda ocasionar la existencia y vida pública de una farsa vergonzante y altanera. Ya tenemos a los ministros del Altísimo, que así se denominan los sacerdotes de todas las religiones, con autoridad pública para compeler, para castigar, para proscribir, los que parece sólo debieran ocuparse de predicar, aconsejar y dirigir. Ya la espiritual república tiene derecho de adquirir bienes terrenos; ya el oro, la plata y piedras preciosas son materia de culto y ofrendas gratísimas a la divinidad; ya hay lujo, y vanagloria, y orgullo santo, y modas, y avaricia en la iglesia; ya se predican, ensalzan y canonizan los más torpes vicios, los más injustos procedimientos; ya está la codicia en el templo. Desde este punto comienzan los celos de la potestad temporal; pero a trueque de que se predique la obediencia a las autoridades constituidas, y el derecho de hacer leyes que obliguen en conciencia, y el origen divino de los reyes, ceden éstos parte de sus alhajas, y hacen donaciones cuantiosas, siquiera para dormir descuidados en sus muelles camas, en sus doradas sillas, para seguir gozando la vida voluptuosa y antipolítica inherente a la reyedad. Entretanto los sacerdotes a veces, al ver venir a sus pies las testas coronadas, y a sus manos las riquezas de Creso y de la India, y a sus templos los reyes, los magnates y potentados de la tierra, gente por otra parte idiota y no de grandes alcances ni virtudes, se enorgullecieron y hasta llegaron a creer que su reinado, aunque no era de este mundo, era superior y podía quitar y poner reyes y reinados en todos los ámbitos del mundo. Los reyes, necios unas veces y astutos otras, o ambas cosas a un mismo tiempo, prosiguieron su marcha doble y ambigua, dando con una mano a las Iglesias y a sus ministros lo que con la otra y con el cetro, y en virtud del derecho de patronato o protectorado o suma inspección, arrebataban a título de regalías: así van marchando las dos potestades, entrelazándose la cruz con la espada, que como es fácil prever, no puede dejar de herir, aunque sea ligeramente, con su aguzado filo la basta corteza del leño de redención; pero éste sufre y disimula con tal de seguir ostentándose en las cúpulas, y llamando a sí no sólo a los hombres, sino sus respetos y riquezas, que es lo que principalmente se busca.
No os escandalicéis, mis amigos y queridos hermanos, ni toméis por blasfemia lo que es meramente histórico, y el resumen de la tortuosa, flexible y larga vida de la sociedad y de la Religión. Ni valga el decir que aquéllos son abusos y desmanes inevitables que igualmente deploraron la una y la otra, que jamás canonizaron, que incesantemente proscribieron. No; si se hubieran querido proscribir como abusos, sin dificultad alguna se hubieran proscrito; si no se hubieran canonizado mucho menos frecuentes hubieran sido; si se hubieran deplorado de corazón, no tendríamos nosotros que deplorarlos hoy inútilmente: no, no son desmanes inevitables, no son abusos; son usos y costumbres recibidas, son necesidades verdaderas que surten de la misma índole de las sociedades de que se trata, de las ciencias política y religiosa, tales como la fatalidad las ha constituido. Y para demostrarlo no tenemos más que preguntar: ¿por qué el afán de exteriorizarse la una, de interiorizarse la otra? ¿Por qué el empeño de extralimitarse el sacerdocio por el imperio, el imperio por el sacerdocio? ¿Por qué el reunirse con frecuencia uno y otro en un mismo jefe soberano? ¿Pues no es, dicen, temporal lo uno, eterno lo otro, espiritual esto, mundanal y terrestre aquello? La Iglesia y la sociedad son dos instituciones que la historia misma nos las pinta puras y necesarias en su origen, viciadas luego, prostituidas con el tiempo y por la malicia de los hombres, e insufribles hoy desde que sus lemas son mentid y medrareis. A pretexto de mejorar los defectos inherentes a toda obra que empieza, han contraído tales vicios, irregularidades y desacuerdos, que parecen ya entidades absolutamente distintas de lo que en su origen fueran, de lo que sus respectivos institutos reclamaran.
La política y la religión han falseado totalmente sus principios: instituida la una para procurar el bienestar de los asociados en la tierra; venida la otra para completar la obra y proseguir el bienestar y felicidad temporal de los hombres hasta la eternidad y hasta su postrimer destino, parece que han cambiado enteramente los frenos, y la institución espiritual se ha hecho toda terrena, y la terrenal se ha espiritualizado en abstracciones y principios teóricos o especulativos, inútiles en la aplicación práctica y para el socorro de las necesidades individuales de los asociados. La Iglesia se ha convertido en sociedad de comercio, de préstamos y auxilios corporales; la sociedad es sólo un simulacro de ritualidades, ceremonias y misterios religiosos; la religión parece que sólo busca al hombre necesitado u opulento, al uno para socorrerle, al otro para explotarlo; la política parece que es sólo ciencia de principios, derechos y deberes en abstracto; el sacerdote es el que lleva la cuenta de los nacidos y muertos, de los padres y los hijos, no se sabe con qué fin; el magistrado es el que predica el orden, exhorta y amonesta, no sin descender a la imposición de penas contra los rebeldes y contumaces: agios, simonías y especulaciones allá; pureza en la apariencia, incorruptibilidad y justicia acá: los eclesiásticos afanosos, activos y aún avaros; los empleados civiles pródigos, apáticos o indolentes: la religión callada; la política locuaz y persuasiva; el Evangelio, el Corán o la Ley de Moscheh, escarnecidos; los códigos más atroces y profanos acatados, sacrosantos, dominantes; los segundos vínculos, las religazones o religiones relajadas; los primitivos deberes, los sentimientos naturales, lo que la carne y la sangre revela, atendido con exceso; Dios humanado; el hombre divinizado; el cielo convertido en cieno; el cieno elevado a cielo; la perfecta y última felicidad del hombre desatendida, despreciada, sin efecto; la transitoria, mundana y acomodaticia sublimada, buscada con afán, convertida en término, y fecunda en obras meritorias; el hombre, en fin, deificado y Dios muerto. ¿Puede darse un contra principio más absurdo? ¿Pudiera creerse en la institución de las sociedades, al fundarse la primera religión, que tal había de ser el término de tan prudentes disposiciones? ¿Hubiera el primer legislador pensado jamás que sus leyes habían de recibir culto ora por temor, ora por interés u otra cualquiera causa, mientras que los preceptos naturales, la Ley santa de Sinaí, las ritualidades de Egipto y de la India, el Evangelio mismo y el Corán caen en desuso y parece que se disponen a prescribir? Pues tal es el estado a que han venido las cosas públicas; tal es la equivocación y trueque de principios que han obrado los tiempos, que han consentido los hombres. Tal ha sido el resultado de la liga nefanda del sacerdocio y el imperio, de la religión y la política: política infernal que se devora a sí misma sus entrañas, que devora sus hijos y atenta contra su natural existencia; religión ominosa que liga sólo al impotente, que rasga sus inconsútiles vestiduras, que se olvida de su fin, y ahoga en su seno al autor que le dio el ser y a los hijos que pariera; imperio tiránico que atiende sólo al bien y comodidad de unos pocos, que aherroja a la multitud, a quien sólo mira para arrancarle las entrañas; sacerdocio horrendo que sacrifica a quien le ejerce, que busca ídolos abominables para ofrecerles adulaciones y perfumes soporíferos, que hace liga con sus más naturales y perniciosos enemigos, que busca al mundo y no desecha la carne, y se convierte en demonio. ¡Sacerdocio, imperio, religión, política, iglesia y sociedad: abjurasteis vuestros sacrosantos principios; caísteis en la más fatal abyección: sois una carga insoportable ya en el mundo; perdisteis vuestro prestigio; os conocen ya los hombres; os conocí yo por fortuna; os detesto tales como habéis venido a parar!
FILOSOFÍA
¡Monstruo de siete cabezas! ¡Hidrofobia intelectual! ¡Torpe deseo que sólo sirve para atormentar a los humanos! ¿Es posible que a tal punto haya llegado el sentimiento más noble y digno del hombre? ¿Es posible que el santo deseo de saber, de asemejarse a Dios, de inquirirle, conocerle y reverenciarle, haya degenerado en una ciencia infernal y atormentadora? ¿Creería nadie, al ver al hombre movido dulcemente en un principio por el sacrosanto apetito de saber, de observar, buscar las causas, analizar las relaciones, admirar las necesarias analogías del universo, y procurarse la más hermosa armonía entre sus instintos y sentimientos, entre sus afectos y pasiones, entre sus necesidades y libertad, creería nadie, repetimos, que había de venir a convertirse todo ello en el caos más horrendo, en la ocupación más pésima que permitiera Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupasen en ella? Pues tal ha sido la suerte de la gran ciencia, de la ciencia universal, de la ciencia de las ciencias, de la razón, de las artes, de la literatura, de la historia y de los fenómenos físicos y morales que observamos. La Filosofía también ha prevaricado como la Religión y la Política: sus santos fines no se cumplen; su marcha es tortuosa e inconducente; su estado actual es deplorable… oídme…
Deseó el hombre saber desde que salió de las manos de su Hacedor: un natural y vehementísimo apetito nos cuenta la historia más antigua que hizo cometer a los dos primeros hombres el pecado de desobediencia más insulso y pueril, si se atiende al objeto deseado; más atroz y punible, si se mira al Ser que se desobedeció; más deplorable y trascendental, si se cree origen de las desobediencias, prevaricaciones y penalidades que arrastrara posteriormente: todo el género humano. Sea historia pura, sea mitología oriental, la comida del fruto del árbol prohibido es un hecho notable que simboliza el natural deseo de saber que sacó el hombre de las manos de su Criador. Este innato deseo vino cultivándose, esto es, satisfaciéndose desde la más remota antigüedad, desde la creación del hombre, sin haberle pasado a nadie por las mientes sujetarlo a reglas, elevarlo a ciencia, y hacerlo objeto de estudio, de opiniones, de sistemas complicados, de teorías inauditas, de disputas eternas y cismas escolásticos. Que el hombre desea saber cómo existe cuanto existe; que el viviente humano quiere conocer las relaciones que le unen con todo otro viviente; que este animal tiende a la mayor perfectibilidad, posible y no se aquieta mientras no inquiere la causa, origen o principio de su existencia, las varias castas de seres que con él pueblan el universo, las distintas, diferentes y aun contrarias series de operaciones que le son posibles y aun necesarias, los medios que en su ejecución pueden ayudarle o estorbarle, las consecuencias que de su libre o necesario proceder surgen, así en lo físico como en lo moral, hablando a estilo del vulgo, y los fines, términos o paradero que puede prometerse todo ser que cumple su destino: ¿qué hay aquí y en todo esto que disputar, si se atiende sólo a su origen, esto es, al deseo de saber, de conocer, de inquirir y adelantar en todo ello? ¿Quién pudo llamar ciencia al deseo de saber? Sólo un pueblo loco; sólo una fantasía enferma como la de los griegos. El deseo de saber inducirá, sí, a formar opiniones; tal vez acierte con los medios más conducentes para conseguirlo, tal vez los yerre o equivoque, tal vez tenga necesidad de consultarlos, tal vez sea conveniente contar con los esfuerzos reunidos de muchos hombres, de siglos enteros, de remotas generaciones; pero jamás podrá ser puesto en duda como principio; jamás habrán cabido opiniones en lo que todo hombre siente igualmente; jamás ha debido llamarse ciencia el mero deseo de adquirirla.
Mientras sólo se tuvo como un natural impulso que estimula al hombre a procurarse el mayor número posible de conocimientos, el ingenio humano progresó; observáronse, descubriéronse fenómenos maravillosos; atináronse sus causas; luciéronse aplicaciones prácticas, conducentísimas en la economía vital, animal y social; súpose cuanto pudo saberse: pero se inventó el altisonante nombre de Filosofía, se hiperbolizó, se canonizó, se elevó a ciencia un mero sentimiento que era antes y será siempre incuestionable; se tomaron como sinónimos el impulso y los resultados de la impulsión, el deseo y los medios de satisfacer el apetito, el emblema de la divinidad en el hombre y los vestigios de febledad que, o sacara desde luego éste, o contrajera con el tiempo y de resultas de desaciertos consecutivos, y he aquí sumergido al humano linaje en un caos de perplejidad, de abominables contiendas y de atraso. Una gran parte de los conocimientos adquiridos ya, se pierde y obscurece; el entendimiento humano se ofusca entre la duda, las opiniones y el error; la historia se interpreta o tergiversa de un modo siniestro; el deseo de saber se convierte en deseo de lucir, o de mandar; la palabrería se llama facundia; la antigua y original palabra se desconoce; la razón de ella y de las cosas más triviales se pierde; la sociedad bastardea; la religión se hace necesaria, y el mundo se transforma. Ya se llama sabio el que menos fomenta el natural deseo de saber, el que más aleja a los humanos de los conocimientos prácticos adquiridos y de los descubrimientos importantes, el autor de una teoría, de un sistema, de una nueva doctrina inconducente. Los sabios de Grecia llegan a no entenderse entre sí; ya nadie los entiende tampoco, aunque muchos pedantes los admiran todavía; y a pesar de todo, ellos se denominan filósofos y se proclaman padres de las ciencias, maestros en las artes, únicos y los primeros en todo género de saber humano. Sin reparar en que no saben medir el curso de los astros, como los caldeos; que no conocen las propiedades y virtudes de las plantas, como los egipcios; que tienen que ir a Menfis y Palestina a consultar con los sacerdotes para aprender la ciencia del gobierno y de curar; que apenas conocen de la encantadora, medicatriz y guerrera música de los hebreos más que el nombre y los sonidos; que jamás alcanzan lo que es magia; que tienen por patraña los magnéticos sueños de Joseph y sus interpretaciones; que abominan sin razón la astrología judiciaria, la ciencia de la adivinación, y parodian miserablemente con sus sibilas, nigrománticos y arúspices las certeras predicciones de los profetas: estos hombres, los griegos bárbaros, pues que no sabían siquiera hablar sin balbucear, pues que estropearon el lenguaje primitivo, pues que no respetaron siquiera lo más sagrado de la religión y de la humanidad, que es la escritura, estos hombres son los que se sobreponen por su osadía, los que dan la ley en cuanto a deseo de saber, en cuanto a filosofía, marcando el gusto literario, político y aun religioso. ¡Qué atrocidad! ¡Qué desgracia!
La historia abandonada al capricho o necesidad de adular de algún hombre ingenioso, se redujo a la simple cronología de los reyes, a la relación antimoral y desmoralizadora de las guerras, a las mudanzas de sistema de gobierno, cataclismos físicos o morales perturbadores y sectas religiosas que, cual antídotos eficaces, surgieron de la inmoralidad general y de entre las desgastadas teorías de religiones anteriores ineficaces. En vano se busca en la historia el principio de las artes útiles, los inventores de las máquinas más sencillas e importantes para los usos de la vida, el origen de la Mecánica, de la Hidráulica, de la Química y Medicina: la noticia siquiera de los primeros pobladores, de la propagación del género humano, de las primitivas colonias, apenas nos ha llegado en bosquejo: quién fue el primero que hizo pan; quién encendió lumbre por la vez primera; quién tejió, hiló o sembró antes de Ceres y aquellas otras deidades vanas de Grecia y Lacedemonia; quién escribió antes que Moschéh; quién contó por cifras y guarismos antes de Arquímedes; quién fabricó casas; quién hizo puertas y techos; quién enseñó a los hombres el arte de cantar, de curarse y de juntar: nada de esto hay que buscar en la historia: cuando más, encontraremos en ella opiniones, sombras, verosimilitudes, cálculos, nada; que en historia no debieran haber tenido lugar ninguna de estas cosas; sino lo que se vio, lo que se ve, lo que sucedió y nada más, nada menos.
El arte de pensar, al reducirse a reglas, ha dejado de ser arte de pensar; es ya una pócima de falacias, de artificio, de palabrería y enredos que a todo conducirá menos a pensar bien. Las eternas cuestiones sobre el origen y naturaleza de las ideas, las reglas llamadas de criterio, y el artificio de los paralogismos han venido a reemplazar a la eterna verdad, al conocimiento del agente pensador, a los medios que necesita y desea el hombre para conocerse a sí mismo, acercarse a sus semejantes y asemejarse a su Dios. A fuerza de reglas llega el hombre a no saber pensar sino con cierto artificio; su razón no sólo le ofusca, sino que se le quiere hacer entender puede conducirle a errores impíos contra su felicidad y contra la divinidad creadora. Quien no estudió la Lógica de Aristóteles se creía incapacitado para entrar a contemplar las bellezas naturales en el orden físico, o las sobrenaturales y arcanas en el moral: sin Lógica, ¿quién pasó a Física? Sin dialéctica, ¿quién estudió Jurisprudencia, Medicina o Teología? ¿Cómo había de discurrir sobre nada quien no supiera de memoria el libro de las súmulas? Y aun hoy mismo que ya no hay súmulas, ni se conoce siquiera la Lógica de Aristóteles, ¿se cree nadie habilitado para estudiar nada sin filosofía? ¡Ah! ¡Cómo ha venido de error en error a canonizarse una verdad! Ciertamente que sin deseo de saber nadie puede entrar con provecho al estudio de ninguna ciencia: el fundamento de todo saber es el deseo de saber: ésta será siempre una verdad eterna: el mal estuvo en querer reducir a ciencia y aun a arte el simple y natural deseo que todo hombre tiene de saber cuanto le interesa para la satisfacción de sus facultades propias. El mal estuvo en confundir el deseo con los medios de satisfacer este deseo: sobre aquél no cabe cuestión: el hombre desea saber cómo piensa y qué es pensar; desea saber si sus pensamientos conducen al fin; si va errado, si percibe rectamente, si compara con exactitud, si juzga con discreción, si discurre con acierto, si ordena las operaciones de su alma del modo más conducente al objeto que se propone: esto y no más desea el hombre respecto a su razón. Los medios de satisfacer estos deseos los dan las varias ramificaciones de la ciencia universal: la Gramática le suministra términos adecuados para sus ideas; la Ideología organiza sus percepciones; la Psicología le avisa de las tres grandes operaciones o facultades de su espíritu, sensibilidad, inteligencia y voluntad; la ontología le hace distinguir entre lo abstracto y lo concreto, entre lo positivo y lo ideal; la Teología le induce al conocimiento de Dios y de sus operaciones y obras adextra o en cuanto valorables por la razón: la astrología le cuenta los astros, le mide sus distancias, le marca sus órbitas; la matemática le ayuda a calcular sobre todo lo numerable; la geometría con un compás, una regla y un péndulo le mide la superficie, extensión y profundidad de los cuerpos; la geodesia le descubre las capas sobrepuestas del globo, y sus canteras y rocas; la química se las descompone y rehace de un modo sorprendente; la física le hace admirar sus propiedades generales y particulares, las leyes invariables de su existencia y los fenómenos que marcan un estado, un sólido, un líquido, un gas, un éter o aroma; la zoología le induce a clasificar los vivientes, aunque tal vez dejándole un error sobre ellos y lo no viviente; la botánica le hace observar la vida vegetal, sus funciones y fisiología admirable; la fisiología animal le obliga a examinar las partes de todo cuadrúpedo, ave, pez o insecto; y mediante ella entra en la antropología o ciencia del hombre, y se conoce a sí mismo y conoce sus razas y siente mejor sus instintos y morigera sus costumbres; mediante la ética escudriña su fin, y los medios para conseguirlo, y se forma leyes y repara en el sentimiento íntimo de su conciencia y ve que quiere ser feliz, que lo necesita y lo alcanza estudiándose a sí mismo y poniendo en armonía sus facultades, instintos y sentimientos, y poniéndose en armonía con sus semejantes y con cuanto existe: de aquí el origen de la legislación y jurisprudencia, de aquí eso que se llama política, de aquí el derecho administrativo y económico, de aquí el pacto social: una sola ciencia, la ciencia del derecho le suministra cuanto el ingenio humano alcanzó para ligar al hombre en sociedad y hacerlo hermano de sus hermanos: la religión viene, por último, y con nuevas y más íntimas obligaciones religa al género humano, y lo sujeta y domeña con vínculos tan suaves como el amor; un premio y un castigo eterno le propone por término de su libertad, el inmenso campo de su prójimo, que son todos los hombres del mundo le sirve de estudio, un Dios justo y sabio se pone por meta, y deja correr libremente al hombre terreno y afectivo desde su nacimiento hasta la primera muerte, en pos de quien pueda cumplir su felicidad y satisfacer sus deseos, según un bello ideal el más lisonjero.
Así ensancha el hombre su deseo de saber: así da riendas a su apetito; así se aproxima a la divinidad y cree cumplir su misión sobre la tierra. Cúmplela, en efecto, deifícase, y de material, físico-químico, geodésico, geopónico, zoológico y viviente animal, se eterifica, se espiritualiza, vuela y se une a lo más sutil del universo y a su Dios. Ved aquí la ocupación del hombre sobre la tierra, durante esta primera vida o este primer período de la vida universal y perdurable. El deseo de saber, sí, es su primer móvil; pero este complicadísimo deseo no es ciencia; desarrolla, la ciencia; da origen a una gran ciencia universal que estudia el hombre como puede, subdividiéndola en varias ramificaciones; porque su primera vida no bastaría a rudimentarse siquiera en la nomenclatura de toda ella. He aquí lo que en confuso vieron los griegos, y denominaron filosofía. Si hubieran distinguido entre el deseo de saber y la ciencia; si no hubieran hecho tantas ciencias de la única y verdadera ciencia del hombre; si reconociéndolas, al menos, todas como ramificaciones de un solo árbol universal, las hubieran armonizado y hubieran cultivado el sistema de analogías que en todas ellas resplandece; si se hubiesen contentado y hubiesen enseñado al hombre a contentarse con el mayor número posible de observaciones, elevándose sólo a teorizar cuando la copia misma de fenómenos obligase a ello, subalternando, empero, siempre la especulación a la observación, la sistematización a los hechos y la síntesis al análisis; si los griegos, en vez de involucrar con nuevas nomenclaturas, hubieran seguido las antiguas, acaso originales, añadiendo sólo las que nuevos descubrimientos hubieran hecho absolutamente necesarias; si estas nuevas y aun las renovadas las hubiesen fijado mejor y no se hubiesen dejado llevar de la vaguedad, superficialidad y especiosa sonoridad de sus nuevas palabras técnicas, la Grecia habría hecho un gran servicio a la humanidad y a la ciencia; si en vez de nuevos e inusitados caminos hubiera seguido los trazados y trillados desde la más remota antigüedad, restaurándolos en lo que el tiempo o el tránsito los hubiese deteriorado, prolongándolos cuanto los nuevos descubrimientos hubieran exigido, rectificándolos en las tortuosidades y desvíos que hubieran parecido innecesarias, amenizándolos con toda suerte de adornos para hacerlos más transitables y ligeros, abreviándolos cuanto pudiera ser, y entrecortándolos con nuevas vías o servidumbres, a proporción que el género humano se extendía y sus necesidades lo exigieran, hoy le seríamos deudores de inmensos beneficios a la Grecia; hoy tal vez no tendríamos que deplorar el inextricable laberinto a que conduce el embrollado lenguaje de las ciencias; el deseo natural de saber hubiera sido más plenamente satisfecho, y las ciencias estarían hoy al alcance de todo hombre, como todos sienten el deseo de adquirirlas.
Pero varió radicalmente la nomenclatura; las teorías más extravagantes e inconducentes ocuparon el lugar de los hechos y fenómenos constantes en todo orden; una serie de sistemas que se destruyen sucesivamente y se sobreponen unos a otros, todos igualmente arbitrarios y especiosos para la clasificación y explicación de los fenómenos observados, sustituyen al espíritu analítico y pensador de los antiguos y alucinan al hombre que desea naturalmente darse razón de lo que observa. Ya la ciencia no consiste en saber, esto es, en poner especies en la mente, como decían los hebreos (ידע, poder seguro de intuición o segura potencia intuitiva, como simbolizan ideológicamente aquellas letras radicales); no; la ciencia estriba ya toda en la inducción o deducción; los hechos no son ya ciencia; lo que se sabe, lo que se ve, lo que se observa, lo que se toca, lo que nos refieren testigos irrecusables no es más que el fundamento de la ciencia; esto es, aquellos toscos sillares o cantos sobre que edifica el arquitecto la fina fábrica que su ingenio le sugiere; en una palabra: lo principal se ha convertido en accesorio; lo fundamental queda oculto bajo el especioso y deleznable edificio de la vana ciencia; quien sólo trabaja en acumular aquellos primeros e indispensables materiales no tiene mérito alguno, ni su nombre sale a la posteridad; el que los elabora posteriormente, el que los labra, acaso desfigurándolos, el que los ordena según su capricho, no siempre justo, el que a fuerza de líneas, ángulos y pulimento acomoda las primeras materias de la ciencia al gusto dominante y caprichos de la moda, ese es el sabio, ese es el hombre de mérito, ese es el nombre que pasa a la posteridad y se inmortaliza y suena en el mundo; en ese mundo, empero, de falsa religión, de tiránica política, necio, beodo y enemigo capital de toda alma, al decir del más rudo e indigesto catecismo.
Tal está hoy la Filosofía, mis amados compañeros; tal es el estado de las ciencias; de las cosas públicas; a tan lamentable situación está reducido el hombre que no piensa por sí y sacude el yugo de la opinión, de la preocupación y la costumbre. Una vida que no conoce se le hace insoportable; un cuerpo organizado para las más dulces armonías se le pinta como germen de torpes vicios, de poltronería y tentaciones peligrosas; un espíritu tenuísimo, alma de aquél y su inseparable compañero, se reputa en lucha perpetua y desigual con su consorte; un miedo cerval se fomenta dentro del pecho de los humanos, sólo para atormentarlos; una Religión ominosa viene en apoyo de tanta sandez, hace liga con la Política, y oprimen de consuno al infeliz y desventurado que las cree. Trabajos y sufrimiento es todo el bien que proponen; males, calamidades e injusticias son sus méritos; vida penosa, lucha intestina, violentas privaciones, sacrificios cruentos e incruentos son para los políticos y religiosos medios eficaces de hacer al hombre feliz. Un premio eterno que no se ve ni se comprende es, según ellos, poderoso contraestímulo para adormecer al hombre en la miseria, en la ignorancia, en la insensibilidad, en las privaciones y duros tratamientos de los magnates que debieran ser y portarse como hermanos. Unas exterioridades vanas, pueriles, impías acaso y detestables son el canto sirénico que atrae a los hombres con sus dones y sus votos, con toda sumisión y respeto religioso, a inmolar sobre una piedra sus más dulces complacencias, sus tiernos afectos, el fruto de sus afanes, su libertad y su vida. La religión ya no religa, sino liga de nuevo; no se contenta con recordarle al hombre las obligaciones que le imponen su creación, su generación, su existencia, la sociedad en que vive, los auxilios y placeres que de todas partes recibe, y el término a que es destinado; otras y otras nuevas, inauditas y extravagantes obligaciones y religaciones son las que misteriosamente propone y procura. Infierno y Purgatorio para los contumaces, gloria y felicidad inmarcesible para los dóciles; absolución e indulgencia para unos, excomunión, entredicho y maldición para otros; carismas espirituales e invisibles por premio de obras muy corporales y sensibles; gracia y gloria en pago de plata y oro para los buenos; imprecaciones y malandanza para los malos, son sus armas favoritas. Unida en liga infernal con la Política, y dándose la mano y prestándose mutuo auxilio las dos potestades de la tierra, ya no hay quien evada la espada de dos filos que manejan. La una deifica a la otra; la otra humaniza a la una. Un rey por derecho divino, venido de Dios, ejerciendo a nombre suyo la soberanía, y un Dios humanado, pidiendo culto externo, lujoso y terreno: ved qué antítesis más ingeniosa. A su sombra, no obstante, la potestad civil ha logrado afectar las conciencias; la espiritual invadir el hogar doméstico, la bolsa y las trojes: augustos aliados duermen tranquilos sobre sus inicuos laureles, el uno en magníficos palacios, el otro en ridículas iglesias; aquél cobrando alcabalas y tributos por el mal gobierno que dispensa y para el boato y crápula que dice le son indisputables; éste recogiendo oblaciones forzosas, votos y primicias exorbitantes: el rey inviolable y sagrado en su persona, el sacerdote inmune en sus delitos e iglesias; uno simulando o afectando solicitud paternal, otro llamándose padre a boca llena; allá lujo, crápula y holganza; acá ociosidad, vicios y codicia; balanza de justicia falsa en la mano del uno, estola flexible y simbólica en la del otro; espada allí, cruz aquí, ambas mortificantes, ambas aceptables si fueran emblemas inocentes de la fuerza la una, de la caridad y paciencia la otra; pero, siendo lo que son, arpones abominables para imponer miedo, silencio y la ley al hombre de genio, al trabajador membrudo, al ciudadano probo, al hombre pensador, o al débil, inepto y timorato, detestemos tales emblemas; no hay más balanza que la armonía universal, el equilibrio y contrarresto de las fuerzas físicas, morales, vitales, sociales y universales establecido por Dios, procurado aun involuntariamente por el hombre, realizado con la mayor espontaneidad por todo cuanto existe, sostenido por causas y medios imponderables hasta hoy, mas no por eso menos constantes y eficaces. No hay más cruz que atormente que el tiempo, ni que consuele como él; el tiempo, la medida a lo ancho y largo de la existencia, esa piedra de toque en que se descubre la ley de las acciones humanas, la pureza de las leyes y de las costumbres, ese suplicio para el malo, ese trofeo del bueno, esa enseña del valor, ese arma indestructible que bien manejada da una eternidad felicísima, que desatendida o descuidada produce todo género de remordimientos; el tiempo, esa es la cruz que vence al mundo, que colocada en nuestra frente, sobre las más altas torres y a la diestra de un Dios padre, marca el poder y duración de las cosas, humilla al necio orgulloso, desbarata sus bastos planes y convoca a la humanidad a reunirse con la divinidad, a declarar guerra a todo lo injusto y a todo lo inicuo, sin más lema que in hoc signo vinces: vive y vencerás.
Así entendida la cruz, no espanta; sus brazos son brazos de amor, de confianza y verdad; así interpretada, la balanza de Astrea y la vara de la justicia son inexorables igualmente para el chico que para el grande, lo mismo para el rico que para el pobre; el equilibrio universal y el tiempo son dos cosas necesarias, imperturbables, por más que la religión trate de abreviarlas; por más que la política las esquive; por más que la filosofía aparente no comprenderlas: la filosofía y la política y la religión pasarán como el cielo y la tierra, mas mis palabras, las palabras de la verdad no pasarán, decía Jesucristo y digo yo hoy, libre de todo respeto humano, fuera de tiro de todo tirano, exento de toda pasión; la verdad no prescribe; la verdad es siempre la misma; filosofía, política y religión que se cambian no tienen el carácter de la verdad; Platón, Aristóteles y Jesucristo son Gimnasiarcas respetables. Dios sabe si hicieron más daño que provecho sus doctrinas, al menos, tales como la religión actual, la política y la filosofía las propalan hoy; ahora, si el justo del uno y la verdad del otro y el evangelio del último fueron una misma cosa, no entendida acaso por los hombres, promulgada adrede entre arcanosas palabras, y sellada con la cicuta del uno, con la cruz del otro y la tranquila muerte de los tres; si todos predicaron la fraternidad, la tolerancia, el amor, la verdad y la armonía entre hombre y hombre, y entre los hombres y el universo, y entre todo el universo visible e invisible y su Criador omnipotente y misericordioso, yo soy cristiano, aristotélico, platónico como ellos mismos; si sus doctrinas, empero, tendieron al exclusivismo, al ciego sacrificio de instintos, afectos y pasiones felices y de un origen divino; si sus teorías no pasan de este mundo terrenal, caduco y transitorio, o pasan repentinamente y hacen pasar al hombre a una eternidad absoluta e irrevocablemente feliz o desventurada; si miran al hombre aislado y no en relación y como parte mínima de un universo inconmensurable; si se fijan desde luego en su término, sin consideración a los medios por donde ha venido a la presente vida, por donde pasará irremisiblemente, como miembro de un miembro de los muchos que funcionan en este globo, y cuya vida sideral pende de la vida universal aromática o de los fenómenos y armonías; si la imagen de la divinidad que resplandece en el rostro del hombre es sólo una mímica representación de pocos años, cuyo recto o desgraciado desempeño se premia o castiga con una eternidad sin fin, sin más norte que una clemencia o justicia inconcebibles, yo protesto desde el silencio de esta tumba contra doctrinas tan absurdas; testifico que mi destino ha de cumplirse, y declaro que su cumplimiento no pueden haber sido algunos años de vida animal, y una eternidad improvisada.
Mi eternidad data desde el principio de los tiempos, y no se cumplirá hasta que se acaben los tiempos: antes que hombre fui yo otra cosa, no sé cuál; pero sé que fui engendrado por otro hombre que nadie dirá me formara de la nada; a aquel hombre otro hombre lo engendró; y por una sucesión no interrumpida me perpetúo y remonto hasta el primer hombre posible. El primer hombre no se formó de la nada; no hay historia, mito, ni revelación que tal sostenga; en aquella tierra roja, pues, o en aquel aroma, en aquel espíritu universal, en aquel embrión estaba yo, y sigo en él; que embrión, espíritu, aroma o tierra soy; lo que seré no lo sé, Dios lo sabe; lo que fui ayer, vosotros lo sabéis: lo que vosotros sois hoy; tomad lección y doctrina de lo que os he dicho, y de lo que veis, que felicidad os prometo; que vida honesta, tranquila y dulce será la vuestra, como lo fue la mía. Recordad mis anales; traed a la memoria mi apacibilidad, mi sinceridad, mi imperturbable serenidad en lo adverso, así como mi indiferencia estoica en lo propicio y favorable. Hablé siempre reservándome un fondo de verdad y alegría que vosotros, mis amigos, bien advertíais y no sabíais explicar sino por la envidiable felicidad que decíais gozaba. Decíais bien; pero estoy seguro no la comprendíais ni descifrabais como hoy: hoy es cuando podéis apreciar aquella igualdad, en mi conducta; aquella serenidad en medio de tantos afanes mundanales; aquella solidaridad y firmeza en mis propósitos; aquel reírme de todo, y gozarme tan de corazón en cualquier rato de familiaridad, de solaz o recreo que se ofreciera: ahora sabréis daros razón de por qué no me afanaba, cuando todos os afanabais; por qué decía siempre la verdad, aunque ningún partido viera había de sacar de ella; por qué despreciaba los juegos de la política, y miraba con desdén todo lo de religión, y zahería siempre que podía la filosofía, la ambición y los plagios de los griegos. Ahora podréis explicar mi incansable aplicación al estudio y enseñanza del hebreo, como lengua original y verdaderamente filosófica, esto es, que conduce positivamente y de un modo admirable a satisfacer el deseo de saber. Ahora comprenderéis mi desdén a toda ciencia que no procediera a la hebraica, o en virtud de razonamientos imperturbables; ahora veréis la justicia con que casi me burlaba de la teología y los teólogos; ya sabéis por qué odiaba a los reyes y tiranos, y cómo pude unirlos para detestarlos con los sacerdotes y eclesiásticos; ahora podéis estudiarme; ahora podéis entenderme; ahora sólo es cuando debéis juzgarme.
Juzgadme, sí, como os plazca; que yo no temo ya vuestro desfavorable juicio: os hablo no para disculparme, sino para avisaros, para llamaros la atención, para ver si puedo haceros tan felices como yo fui y soy cumpliendo mi destino. Cumplidlo también vosotros, amados míos; queráis o no queráis, tenéis que cumplirlo; vuestra preocupación, vuestro cálculo o vuestro antojo no podrán interrumpir el eterno orden y la armonía universal a que habéis sido llamados: conque haced de la necesidad virtud y sed felices como yo, que descanso en paz de esa agitada y zozobrosa vida humana mundanal y animástica que vosotros arrastráis todavía, para entrar de nuevo a continuar otra jornada en la villa universal, aromática o de fenómenos que se suceden contribuyendo cuanto es posible a dar honra y gloria a Dios, doctrina y ánimos a los hombres, virtud, actividad y constancia al universo de que somos mínima pero preciosísima parte.
Este es mi testamento y última voluntad: toda otra cosa no ha podido, no ha debido jamás llamarse testamento ni última voluntad, porque ni testificaba nada ni era voluntad verdadera: ¿qué testimonio, si no, se halla consignado en ningún testamento de los que se hacen con tanta frecuencia? ¿Qué voluntad puede ser la del hombre que dispone de sus bienes para cuando no puede ya usar de ellos ni retenerlos? Mentiras legales, ficciones del derecho, medios excogitados para halagar y entontecer a los mortales: al que no ha tenido voluntad propia ni ha sido dueño en toda su vida de sus acciones, de sus bienes, ni de sus tristes deseos, se lo concede al morir o para cuando muera pleno dominio de todo lo que deja o abandona por necesidad, de todo lo que poseyó entre zozobras y prestaciones o exacciones violentísimas, de lo que adquirió con tanta violencia y acaso a fuerza de fraudes y solicitudes criminosas. Después de muerto es cuando únicamente se conoce que era dueño de aquello que poseía y disfrutaba entre mil afanes y gabelas; entonces se le permite que haga testamento… ¿De qué? ¿De qué queréis que teste o atestigüe, legisladores inicuos? ¿De lo que vio? ¿De lo que pasó? ¿De lo que le hicisteis sufrir? ¿De las privaciones que experimentó por vuestra astucia? ¿De lo que vosotros sois y de lo que son los que os autorizan y sostienen? De esto, de esto era de lo que debían hacer testamento y haber dado testimonio todos los hombres, para que las generaciones que sobreviven se apercibieran; para que los hijos pudieran aprovecharse de las lecciones de experiencia de sus padres; para que la sociedad fuera reuniendo datos en sus inmensos archivos que, abiertos algún día, dieran la historia de la civilización y de la humanidad. Testamento sobre testamento; contara cada cual simple y verídicamente, como se habla desde este sitio y en este estado en que me hallo, lo que aprendió; dijera lisa y llanamente quién le ofendió, quién le ayudó, quién lo estafó, quién le infelicitó; testificara según su leal saber y entender acerca de todo lo que había observado en el mundo físico y moral, científico, social, político, económico y religioso en que había vivido; depusiera desde esta tumba, o pocos momentos antes de entrar en ella, sobre lo que creyera interesante a sus hijos, a sus semejantes y émulos, amigos o enemigos, y tendría la humanidad un archivo inmenso de experiencia, un depósito sagrado de verdad, un medio de consultar y mejorar sus intereses. Pero…
Pero esto rompería la liga infanda de que os he hablado; trastornaría el orden establecido, esto es, la necesidad de someterse los más a los menos, los mejores a los peores, los fuertes, sanos, ágiles y laboriosos a los ociosos, torpes, crapulosos, enfermizos, endebles, taimados y necios: esto sería una calamidad en boca de sacerdotes y mandarines; por eso no se hace, no se permite, ni se aconseja, ni se manda. Mande lo que quiera el moribundo, empezando por la fórmula del cuerpo a la tierra y el alma a Dios que la crió, siempre que pague los derechos y gabelas testamentarias al gobierno civil; siempre que deje misas y aniversarios al eclesiástico, con alguna manda forzosa para Jerusalén y sus Santos lugares o voluntaria para algún santo o santuario; entendiendo por santo las devanaderas o el muñeco de barro o palo con cara y manos humanas que durante su vida adoró idolátricamente: deje el moribundo dispuesto el entierro que quiere, esto es, el dinero que se ha de dar a la Iglesia; pero cuidado que no sea poco, porque con celo santo reclamarán sus ministros la cuarta funeraria, los derechos de estola, &c. Con tales condiciones se le permite testar al que tiene, o una declaración de pobre al que lo es; pero ni el pobre ni el rico testifican de nada de lo que conduce a la humanidad, de nada de lo que han visto, de lo que han hecho o dejado de hacer, del estado en que dejan la sociedad, la humanidad, la religión, el mundo. Las últimas voluntades se reducen a simplezas, a cosas que la naturaleza misma dicta, que todos conocen y respetan, a recomendar la prosecución del drama inicuo de tiranos y esclavos, de pobres y ricos, de mayorazgos y segundos, de mejoras y mandas, de orgullo vano, de pompa religiosa, de superstición, mentira, hipocresía y servilismo.
Mi testamento ¡oh amigos míos, oh padres, hermanos, parientes y bienhechores! mi testamento y última voluntad se reduce a deciros que no os dejéis seducir, que viváis alerta contra una turba infame de vampiros que os rodean para desgarraros el alma, para arrebataros el fruto de vuestro sudor, para arrancaros vuestros hijos, para intimidaros con lo obscuro de un porvenir incierto y no dejaros gozar de la felicidad presente: para ello os harán concebir horror pueril, infundado, impío a esta muerte, os conminarán con castigos temporales y eternos de ultratumba, os aterrarán con endriagos y fantasmas, os pondrán delante la febledad de vuestros cuerpos, la inmortalidad de vuestras almas, la severidad de la justicia eterna, la indefectibilidad de sus promesas y amenazas; la Religión os exorcizará y anatematizará a quien descubra su farsa; la Sociedad os compelerá con el hierro y con sus mentidos derechos; la Filosofía os envolverá en una densísima nube de dudas, de cuestiones inútiles y siniestras paradojas. Alerta, pues, los que queráis escucharme y aprovecharos de mi testamento; alerta contra la Filosofía, contra la Sociedad y la Religión que infelicitan al hombre, lejos de ayudarle, consolarle e instruirle; alerta contra esa infernal infanda liga real y sacerdotal, potestativa y judicial: ¿a qué más infierno que ella? ¿Qué purgatorio más eficaz que el que sacerdotes y reyes, príncipes y magnates, ricos y nobles, magistrados y jueces, propietarios y empleados han ejercido y ejercen sobre todo viviente? Cualquier defecto, cualquiera mancha que hayamos contraído, ¿no han sido ellos suficientísimos para purificarnos de todo? Yo por mi parte así lo creo, así lo espero de la infinita bondad y rectitud de Dios justo, así quiero dejarlo consignado en este mi fiel y leal testamento en descargo de mi conciencia y porque creo, espero y amo lo que todo hombre, lo que todo viviente, lo que la naturaleza entera ama, espera y cree, que es secundar las miras de un Criador omnipotente, sapientísimo, amoroso, eterno y justo, someterse a sus benéficas disposiciones, respetar sus obras y arcanos insondables, vivir en él, por él y para él, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, según fuere su santísima y sapientísima voluntad amorosísima.
He dicho, y espero, y exhorto a que digáis vosotros todos, en protestación de nuestra común fe. Amén.
Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, libramos, Señor, de todo mal.
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Osuna 1889, de 63 páginas más cubiertas. ]