EL DELIRIO
casi leyenda y casi historia
original de
Rodolfo Gil
Imprenta, Librería y Litografía del Diario de Córdoba
San Fernando 34 y Letrados 18
1890
❦
Al poeta del sentimiento, a la gloria de Puente Genil, al celoso defensor de la enseñanza y amante de las letras, Sr. D. Manuel Reina y Montilla, dedica su humildísimo trabajo en testimonio de admiración, gratitud y amistad
El Autor
I
“La felicidad que ansío
en vuestros brazos busqué,
y en ellos tan solo hallé
cansancio, aridez, hastío.”
Tirzo.
En un vetusto y empolvado sillón de la época de Felipe II, está sentado un joven de mirada incierta y vaga, y de ondulante y larga cabellera, que le da cierto aspecto de gravedad. Esconde la cabeza entre sus manos como si quisiera descifrar un enigma o le torturara la agrupación de pensamientos en el cerebro. El sol declina hacia el ocaso y la habitación en que Dagoberto (pues tal era su nombre) discurre, ofrece una perspectiva aterradora, lúgubre como el fondo tal vez de su conciencia o como los profundos senos del abismo. Y el tiempo pasaba con esa rapidez indescriptible con que las estrellas fugaces atraviesan el cielo; y el silencio reinaba en los extensos y tortuosos corredores de aquel viejo palacio de la antigua Córdoba, sin que el más leve rumor viniera a turbarle; la brisa no besaba aquellos eternos muros de roca y granito, ni el cristalino arroyuelo dejaba oír su consolador y constante murmullo.
¡Silencio! ¡Perpetua soledad! ¡Qué tintes sombríos! ¡Qué fatigoso respirar! De pronto, Dagoberto sale de la inmovilidad que le dominaba, mira a su alrededor como temiendo algo y se levanta repentinamente como si una ráfaga de vida le hubiera dado fuerza, actividad y energía.
—Venid, placeres, exclama; derramad vuestro dulce néctar en la frágil copa de mi corazón. Mi pecho es un campo estéril, seco, despojado de lozanía y frescura y combatido por el cierzo destructor de la estación de las nieves; venid, placeres, y con vuestra benéfica influencia suscítense en mi interior las ardorosas pasiones y los vehementes sentimientos. Abráseme la fiebre del deseo que yo quiero gozar plenamente, sin freno ni dique que me lo impida; yo anhelo ser feliz y solo vosotros me podéis conceder esto, saciando mis apetitos. Lejos de mi lo ideal y lo incorpóreo; traspórteme el destino a las regiones de la materia y de la sensualidad. ¡Oh! ¡Que contento! Placeres, daos prisa, que la impaciencia me devora.
Dijo y la enmohecida puerta giró sobre sus goznes, dando paso a una figura que con los resplandores rojos que despedía iluminó aquel oscuro recinto. Hermosa como el sueño de un poeta, cubría su cuerpo con un vestido de finísimo tul, bajo el cual se dibujaban las correctas líneas de sus formas y la bien trazada curva de su palpitante seno; sus labios purpurinos eran de fuego y entre sus dedos estrechaba una copa llena de un líquido semejante a la ardiente lava que se agita en las entrañas de los volcanes.
Dagoberto al ver aquel fantasma quiso huir aterrorizado; pero no encontró puerta alguna, excepción hecha de aquella por la que penetraba la joven, y cayó desplomado, produciendo al chocar con el suelo, un extraño y sordo ruido. Vuelto en sí, se vio rodeado de una atmósfera embriagada de aromas, y recostado en los brazos de aquella sílfide que dominaba su voluntad como un juguete.
—¿Quién eres? dijo el joven mirándola atentamente. Satisface mi curiosidad. ¿En dónde estoy? ¿Cómo has entrado aquí?
— Cálmate y escucha. Mi nombre es placer; me has llamado y ya a tu lado me tienes. Yo vengo a brindarte goces sin límites; ¿quieres ser feliz? Despójate de ese estado anémico en que te encuentras y salva esa distancia inmensa que existe entre el mundo del espíritu y el de la materia. ¿Quieres ser feliz? Coge esta capa que te ofrezco y llévala a tus labios y esa sed insaciable que te consume se mitigará. Ven, ven; no dudes, salgamos de este lugar de sombras y corramos a mis palacios y harenes, alfombrados de flores y embalsamados con el aliento de las sultanas ebrias y lascivas.
—Sí, respondió precipitadamente Dagoberto; huyamos de aquí seguidamente unidos con estrechos lazos.
II
Dagoberto desesperado, revuélcase en horribles convulsiones por el frío suelo, maldice, jura y… arroja blancos espumarajos por su boca, unidos a asquerosas blasfemias, propias más bien de un réprobo del Averno que de un ser inteligente y libre que por doquier busca la felicidad.
Ya ha bebido el soñado néctar que le ofrecían; ya ha dormido en brazos del placer, sordo a los gritos de una conciencia amenazadora y a los consejos de una razón rectamente dirigida; ¿es feliz por ventura? Oigámosle un poco.
—Dejadme en paz, dice, bacantes impúdicas: ¿queréis tal vez extraer la última gota de sangre que circula por mis venas y arrancar el postrer aliento de vida que guardan mis pulmones? Dejadme en paz, que vuestra sombra me aterroriza; prefiero vivir abandonado del mundo y teniendo por lecho una roca, a ser estrechado por vuestros ebúrneos brazos y recostado en mullidos almohadones de seda y rica pedrería. Vuestras esencias y aromas me hastían; vuestros besos me envenenan y vuestras hipócritas promesas y fingidos suspiros me queman el corazón. Y ¿en vosotras, Evantes, cifré yo mi felicidad?… ¡Loco de mi! ¡Más vacío siento en el alma y más sed de dichas en la voluntad!
Pero, yo no puedo seguir en mi estado neutral e inactivo; quiero ser dichoso, feliz y para conseguirlo, he de apelar a todos los medios que estén a mi alcance. Sí: mi avaricia es sin límites, mi ambición vehemente como la sed que acosa al caminante en medio de los desiertos del África. Riquezas, honores, altos puestos, representación y pompa de la sociedad; he aquí mi programa.
¡Que satisfacción será dormir en áureos sofás; respirar en lujosas habitaciones, iluminadas por hermosos focos de luz eléctrica, sustentados por artísticas y ricas lámparas de plata; alardear de opulencia, haciéndose conducir por briosos caballos en cómodos carruajes, y aparecer en los salones de la aristocracia con ese porte y majestad de todo un caballero! ¡Que satisfacción producirá presentarse a unas elecciones y derramando dinero a derecha e izquierda buscar votos, ser nombrado diputado provincial y subiendo como la espuma poco a poco, llegar a ser diputado a cortes y obtener por último una cartera ministerial; y en esta carrera breve, pero útil y ventajosísima, recibir cruces, placas y toda clase de condecoraciones civiles y militares! ¡Oh! Estos son mis sueños dorados.
No bien acabó de pronunciar estas palabras, cuando estupefacto y nervioso, creyóse trasportado a otras regiones: tendió la vista en torno suyo y el brillo deslumbrador del oro le obligó a cerrar los ojos. ¿Cómo? Lo que él percibía ¿era ficción o realidad? ¡Qué riqueza! ¡Que lujo! Valiosas telas de damasco y persia, bordadas en oro, alfombraban aquellas regias galerías, que como fantasmas nocturnos, se habían alzado del seno de la tierra; labradas columnas de jaspe sustentaban antiguos y venerados arcos de plata maciza; delante de aquellas paredes de nácar resplandecían con ese fulgor que atrae y magnetiza, costosos muebles de diamantes y piedras preciosas; en medio de aquella ostentación asiática, Dagoberto, lleno de asombro al principio y alentado después por la codicia y el afán que se había apoderado de su corazón, se mueve, corre de acá para allá, abre los cajones y gavetas, encuentra un tesoro, lo estrecha entre sus manos, lo acerca a sus ojos, desmesuradamente abiertos, mientras que con una mano puesta sobre el pecho quiere suavizar los fortísimos latidos de su corazón, que lucha por verse libre y salir de la eterna cárcel en que se halla encerrado.
¡Pobre Dagoberto! Cuando él en el colmo de la locura pensaba gozar de esa fruición que lleva en pos de sí la felicidad; cuando, como un Cicerone, peroraba en el Parlamento, alucinando al auditorio con su elocuencia arrebatadora e inimitable y captándose el amor de las masas populares; cuando dando dinero al cincuenta por ciento, encanecía (sin haber pisado los fríos peldaños de la vejez) y arrancaba al pobre, aquel honrado y modesto hogar en que durmiera los sueños hermosos de la inocencia y compartiera más tarde los pesares y las alegrías, con la amable compañera que Dios le quiso deparar; cuando se alimentaba con la sangre del huérfano abandonado; cuando estudiando en su biblioteca, pugnaba por rasgar el velo impenetrable de los oscuros enigmas e intrincados problemas de la ciencia y de cierto modo se identificaba con aquellos volúmenes en folio, con aquellos viejos y empolvados pergaminos que hojeaba; cuando el mundo entero aplaudía calurosamente su proceder, su modo de obrar, aún aquellas acciones que por su objeto, fin y circunstancias eran dignas solo de vituperio, él exacerbado por el vértigo, herido por la desesperación, aterrorizado por los continuos gritos de su conciencia y rodeado más que nunca de las densas tinieblas e interminables borrascas de la duda y el escepticismo, renegaba de la vida, de las riquezas, de los honores y de la ciencia misma, inquiriendo con más ardor que antes, aquella dicha que perseguía su alma, única que podría concederle la paz y el reposo que le faltaban desde el momento en que pudo raciocinar su entendimiento.
¿Dónde estaba la felicidad? ¿En el mundo?…. ¡Pobre Dagoberto! ¡Cuan loco estaba!
III
En la perfumada falda de Sierra Morena, sobre un pintoresco sitio desde el cual se contemplaba a lo lejos y como recostada en una espaciosa llanura la ciudad del antiguo Califato, se alzaba sencilla y con tonos majestuosos una deliciosa quinta, que en la estación de las flores convidaba al reposo y a la alegría.
Amplia vereda que limitaban paredes de rosales, bojes y boneteros conducía a una caprichosa casita de esmerada construcción y gusto artístico. Parecía que el dueño de la quinta se había propuesto reunir en aquella porción de terreno los encantos de la naturaleza a las perfecciones del arte.
Aquí se destacaba un capitel de estilo romano con la gravedad de sus líneas, descansando sobre una columna de terciopelo blanco en su aspecto; al lado un arco de herradura que daba entrada a una bonita habitación o un bordado ajimez a cuyo pie crecía espesa y confusamente la verde hiedra y la clásica enredadera.
Frondosa arboleda, corpulentas acacias y aromosos naranjos y limoneros, unas veces cuajados de azahar que imitaban níveos dientes de andaluza, y otras dejando ver pendiente la aurea mala{1} de los poetas latinos, fruto sabroso que tanto se estima y aprecia, prestaban fresca sombra al camino que partiendo de la casita referida se dirigía a Córdoba como blanca cabellera de vieja octogenaria.
Lucía, hermosa jardinera, y sus padres ya ancianos Manuel y Jacinta, habitaban aquella mansión de delicias, cultivaban aquel terreno fecundo y vigoroso y ponían todo su esmero porque la posesión mencionada apareciera a los ojos de su dueño como encantador Paraíso.
La estación de las flores hacía su pomposa entrada. Era una mañana del mes de Abril; hora…, aquella que precede a la salida poética del sol. El horizonte semejaba rostro de doncella en vísperas de boda; se hallaba adornado de todos los diversos grados del color rojo-azul. Las nubecillas que se agrupaban apiñadas en numeroso y apretado escuadrón como disputándose la primacía de saludar al astro rey; las torres de la ciudad, entre las que sobresalía la de nuestra grandiosa Basílica, figuraban vigilantes centinelas que esperan la venida del alba para dar la voz de alerta con las lenguas de bronce de sus campanas; el rumor confuso de la fuente cercana de la casita; el trinar de los pajarillos, que apenas huye despavorida la noche se cuentan sus amores en frases ininteligibles para nosotros, pero dulces y expresivas para ellos; el gemir de las auras matinales entre las anchas hojas y enlazadas ramas de los árboles; el canto de los campesinos que saltan presurosos del lecho para dedicarse al trabajo cuotidiano; el murmurio del arroyuelo cristalino que en claro manantial brota entre dos peñas gemelas como sonrisa de sus amores y se oculta entre el césped, para luego despeñarse de alta roca cubriendo su superficie de nacarada espuma que imita las bordadas blondas de la airosa mantilla con que cubren su cabeza las jóvenes del pueblo, en una tarde de toros; todo esto venía a realzar más y más la poesía de aquel agradabilísimo retiro en que resaltaban la sabiduría y omnipotencia del Ser Supremo.
¡Qué bella dormía Córdoba a los ojos del espectador! ¡Cuántos secretos la confiaba el Guadalquivir al besar sus fortalezas murallas!
El sol hería ya con sus rayos las elevadas copas de la arboleda, cuando a lo lejos del camino se pudo divisar un punto negro que avanzaba rápidamente y que alcanzaba mayores proporciones a medida que se iba acercando hasta tomar la forma de un hombre que a caballo se dirigía precipitadamente a la quinta.
Por su porte y modales, fácilmente se podría comprender que era todo un caballero.
Por fin llegó a la puerta de hierro que cerraba la entrada a la posesión y que a la sazón se hallaba abierta. A su vista corrieron hacia él Lucía y Jacinta, ansiosas a cual más de adivinar la voluntad de su señor para cumplirla. Apeose Dagoberto del caballo, que fue conducido por Jacinta al patio, mientras que Lucía, se apresuraba a disponer el almuerzo. Y entre tanto, cansado de las fatigas del camino, se dejó caer sobre una butaca en la que el sueño hubiera cerrado sus párpados si la simpática jardinera no llegara con los platos en la mano y le avisara que estaba ya todo arreglado.
Una vez concluido el frugal desayuno, se retiró a su espaciosa biblioteca, situada en la planta baja de la casa, para entregarse en brazos del estudio a la investigación de las verdades filosóficas o a la impresionable lectura de nuestros clásicos. ¡Con qué ansia abría los estantes y sacaba los libros!
Apoyados sus brazos sobre la mesa, hojea las obras de Aristóteles, lee y relee las demostraciones de la tesis que plantea, sigue paso a paso sus dialécticos raciocinios y sus psicológicas proposiciones y de tal modo se entusiasma con aquellas abstracciones ideológicas, que pierde todo indicio del lugar en que se encuentra; ignora si sueña, piensa o quiere y cae en un estado de postración del que llega a salir con gran trabajo y a fuerza de tiempo.
Fijó detenidamente su atención en el epígrafe de un capítulo que a la verdad le impresionó de manera que operó en él un cambio, una metamorfosis completa. El epígrafe era el siguiente:
inmortalidad del alma
Aquellas tres palabras, aquella expresión concisa era tan significativa para Dagoberto, que arrastraba en pos de sí todo un mundo de ideas, de aspiraciones y de anhelos insaciables.
—Mi alma, decía a solas, sustancia simple…, espiritual…, libre de la corruptibilidad, exenta de la descomposición, con tendencias a vivir en otro lugar que es su patria, porque el cuerpo es su cárcel, su destierro; en una palabra, inmortal. ¿Qué? ¿Acaso no me excita esta misma tendencia a la precipitada carrera tras un algo que nadie ha visto; tras un algo que es como el rayo de luna entre el verde follaje, de que nos habla el poeta sevillano Becquer; tras un no sé qué embriagador que me fascina, arrebata y quema como fiebre intensa y ardiente? ¿Quizás este concepto no me dice al oído de la inteligencia: “aquí tienes lo que buscas, aquí está la satisfacción completa de todas tus voliciones, aquí está la felicidad”? ¡Oh! ¡Felicidad! ¡Inmortalidad! ¡Unidas íntimamente las dos frases que me alientan, las dos frases que llevan la luz a mi espíritu, cansado ya de batallar con los obstáculos que como agudas espinas brotan a mi paso, empañan los inconmensurables horizontes de mi vida y nublan mis ojos con eternas tinieblas! Yo correré en pos de vosotras, aunque me sea necesario para ello atravesar los arenosos desiertos africanos, cortar las olas en frágil barquilla, hollar las blancas montañas de los polos, cubiertas de fríos témpanos de nieve, subir a la esfera de los misterios o descender a las concavidades y oscuros antros del dolor. ¡Inmortalidad! ¡Felicidad! No huyáis de mí; esperaos; ya voy…
Como si una horrible calentura se hubiera apoderado de su cerebro; como si ese cráter que se desborda y ruge en el silencio, en expresión de Mas y Prats, estallara con sordo estruendo, dio mil vueltas de un rincón a otro de la biblioteca clamando a cada momento:
—¡Inmortalidad! ¡Inmortalidad! Acércate.
Dio un fuerte puñetazo en la puerta de la habitación, que cedió fácilmente a este violento impulso. Pero no bien acabó de salir de la biblioteca, cuando tropezó con Manuel, el jardinero, que dio tres pasos hacia atrás, se fijó con espanto en el movimiento convulso de los cárdenos labios y apagados ojos de su señor, y gritó descompasadamente:
—¿Qué os ocurre? ¿Necesitáis algo?
—¡Ah! ¿Eres tú? Nada. Nada; déjame solo.
Y dando voces, frenético, penetró por segunda vez en la biblioteca, cerrando tras sí las puertas. Manuel se alejó estupefacto, dejando vagar su imaginación por superficiales cavilaciones, deducciones y comentarios sobre aquel estado en que se había sumido de pronto el generoso Dagoberto, como él le llamaba.
Atravesó varias calles de cipreses y rosales del extenso vergel.
Allí salió a su encuentro Lucía, que acababa de regar las flores, acalorada, vigorosa, con su pañuelo rojo que cubría el pecho y ceñía graciosamente su talle, que más de una vez diera celos y envidias a la orgullosa mademoiselle de nuestros días. Con respeto y amor se acercó al autor de su existencia y estampó un casto beso filial en su tostada frente, cubierta de copiosas gotas de sudor que resbalaban por entre sus blancos cabellos. ¡Qué de emociones pasaron de un pecho a otro en aquella corriente de vida, en aquel ósculo, expresión fiel de los sentimientos que brillaban en su alma como los astros que bordan el firmamento en las noches despejadas del estío! ¡Cuánto asombro le causó la relación que del estado febril de Dagoberto le hizo su padre!
Los rayos del sol abrasaban; serían próximamente las cuatro de la tarde y Manuel y Lucía, que se hallaban a alguna distancia de la casita, proyectaron descansar un rato a la fresca sombra de una higuera, cerca de la cual saltaba y corría silenciosamente un claro manantial que esparcía su frescura por los alrededores, hasta el punto de hacer olvidar los sofocantes calores del verano. El anciano recostó su espalda en el tronco verde-oscuro de la higuera, con aspecto venerable, y su hija queridísima se colocó a su lado, recostando el brazo derecho en la tierra y sobre éste la cabeza; en tal estado se dispusieron a entablar cariñosa conversación, en que Lucía había anunciado a su padre confiarle importantes ideas y secretos que nunca pueden estar ocultos.
IV
Muchas cosas tenía que comunicaros, padre mío, y no quiero hacer caso omiso de la primera y principal: ese abatimiento en que ha caído inadvertidamente nuestro dueño y señor, al par que sorpresa, me ha causado interna melancolía que difícilmente podré desechar. Su salud (trabajo me cuesta decirlo) es de gran importancia para mí.
—Ciertamente, contestó Manuel; toda persona que es noble y agradecida no puede menos que interesarse por la vida de aquel que le abrió las puertas de los beneficios, enjugó sus lágrimas, mostróle ancho campo del que extraen un pedazo de pan que llevarse a la boca, y le cubrió con su poderosa protección. Es un deber de gratitud sentir como tú sientes, a no tener un alma insensible como la roca y cruel como el tigre. Veo con gusto que aprovechas las lecciones que tu tierna madre, cuando apenas distinguías los objetos, te enseñaba. ¡Bendita seas!
—No, no es eso; os equivocáis…
—Pues ¿qué?
—Calmaos, porque de nada sirve la impaciencia en asuntos de gran interés, como éste, y de los que depende la felicidad de una criatura.
—Comienza ya, querida Lucía.
—Al deciros que os equivocáis (y perdonadme la atrevida frase), no ha sido mi intención negar la existencia en mí de un sentimiento bendito que siempre adoré como se adora la virtud; no ha sido mi propósito herir en lo más mínimo vuestra dignidad y respeto, cosas para mí sagradas; sino expresar, quitando la valla a las irritadas olas de las pasiones que se encrespan, los más íntimos afectos del espíritu. He de hablar a V. con claridad: yo amo a Dagoberto.
—¿Cómo? ¿Es posible?
—Sí señor; será una locura, parecerá un sarcasmo, pero es la verdad. Habré puesto mis ojos y mi amor en un sitio demasiado elevado para poder llegar arriba; mas ¿qué quiere V.? Mi cariño hacia él no tiene límites. No son fantasmas de la imaginación, sino cosas de la realidad.
—Óyeme y resuelve, dijo Manuel con gravedad. Aunque tu origen no es degradante, bajo ni soez; aunque la riqueza y el bienestar mecieron tu cuna y arrullaron los sueños hermosos de tu infancia; aunque tu educación ha sido esmerada y vivistes en la edad de la inocencia en un suntuoso colegio, entre ángeles de candor y de paz, aquel antiguo boato ha caído por tierra; aquellos viejos títulos y pergaminos se redujeron a polvo; nos faltó lo preciso para la conservación propia; la miseria nos cercó por todas partes; el hambre con su rostro enjuto y pálido batió sus alas sobre nuestro hogar y humilló mis soberbias pretensiones, dejándonos solo tristes recuerdos; la pena nos rodeó por todas partes; la necesidad me impulsó a dedicarme al trabajo honroso y humilde, y he aquí nuestra situación actual, que por lo desconsoladora sirve de impedimento para que esas tus aspiraciones se realicen, y es un motivo más para que cortes de raíz y ahogues allá en el último rincón de tu pecho ese cariño de que me hablabas y que es más bien propio de la exaltación de tus afectos que de una razonada premeditación.
—Todo eso lo comprendo; mas, respecto a los últimos, no estoy conforme con la opinión de usted. El amor no es producto de la razón, no es hijo de la cabeza.
Nadie ha podido explicar acertadamente lo que es esta pasión; pero todas las cosas se unen, se armonizan, al suponer con fundamento que nace del corazón. Muchas veces están en perpetua lucha este y aquella, sin que por nada ni por nadie pueda llegarse a recta conciliación. Yo le quiero, porque tal es el grito de mi alma.
—¡Ah! ¡querida hija! ¿dónde aprendiste a expresarte así? Parece que has estudiado filosofía.
—En este orden de cosas, el sentimiento es el maestro mejor…
—Y ¿por qué no decirlo? me encantas, cuando te escucho esas ideas que si bien me entristecen por la dificultad de su realización, me halagan porque desfila ante mí la historia de los pasados días, llenos de placer.
—Gracias, padre mío. ¡Cuan feliz sería si Dagoberto correspondiera a mi amor puro y desinteresado!
—No abrigues nunca tal esperanza; yo te lo aconsejo, antes que te desengañes con el tiempo.
—No queráis– exclamó con voz entrecortada y casi llorosa, –no queráis empañar el cielo azul– rosa de mis ilusiones con tan fatídicos presentimientos.
Aún el eco de sus palabras flotaba en el espacio y las sombras que persiguen la luz crepuscular tomaban cuerpo de gigante, cayendo de la cumbre de la sierra; las rústicas casetas de los alrededores mentían inmóviles fantasmas; el chirrido de los murciélagos que aleteaban por los aires figuraba canto funesto de muerte; las hojas se movían voluptuosamente, como si manos de ángeles agitaran el espeso ramaje, y en aquella apartada soledad todo hablaba al alma del hombre más escéptico, tiernas melancolías e historias acaso relegadas al olvido. Allá a lo lejos…, muy lejos, en la ciudad oscilaba como cabeza de joven falto de sueño, alguna que otra luz que encerrada en la estrecha cárcel de un farol, ya que no iluminaba intensamente la calle, servía de tenue antorcha al transeúnte que por ella sabría donde poner los pies.
Viendo que el tiempo volaba y que era ya hora de retirarse a la deliciosa casita antes referida, Manuel y Lucía se levantaron del suelo y con paso algo ligero tomaron la vereda que más rectamente conducía a aquel sitio. Cada palmo de terreno que avanzaban, bañaba sus mentes en sublimes meditaciones y recuerdos acerca de aquello que había sido objeto de su atención tranquila en la tarde que espiraba.
V
Dos años pasó Dagoberto alejado de todo lo que tuviese matices, de bullicio y reconcentrado únicamente en el estudio, en el delicioso retiro donde le hemos visto dedicarse a la investigación de las verdades científicas y recrearse en la perspectiva de aquellos hermosos lugares, preciosamente cantados por el inspirado poeta y decano de la prensa cordobesa Sr. D. Rafael García Lovera en su composición La Sierra de Córdoba, que mereció el primer premio{2} donado por el Ayuntamiento de esta ciudad, en los Juegos Florales celebrados en la misma, el año 1868, y de la que con gusto insertamos a continuación algunas estrofas, que honran en gran manera al rey de las quintillas, a cuya exquisita amabilidad debo su adquisición.
De la sierra en las entrañas
también se conquistan glorias
en mil reñidas campañas,
que hacen teatros de victorias
las crestas de las montañas.
…
Se acogen aves vecinas
a cercanos castañares,
quedándose en las colinas
tributarias las encinas
y testigos los pinares.
…
Allí relucientes hierros
brillan al salir el sol
y hacen fáciles los cerros
los ladridos de los perros
y el eco del caracol.
Recordamos la estrofa siguiente, que retrata con propiedad el estado en que gemía Dagoberto:
Tiene el hombre sumergida
su existencia en el dolor,
con un alma adolecida…
No se comprende la vida
sin flores y sin amor.
Y cierra su poesía, en que cada frase es una flor, cada verso un tesoro de inspiración y cada pensamiento un mundo de ricas ideas, con esta sublime quintilla en que compendia y refleja la hermosura, vivacidad, luz y energía de la patria del Gran Capitán.
Todo es grande en este suelo;
cada cuadro es un modelo,
cada piedra es una historia…
¡Desde las huertas al cielo!
¡Desde la sierra a la gloria!
Allí, en las empinadas lomas, sobre las agrestes cumbres, entre los prodigios y maravillas mil de la Naturaleza, en vano había corrido afanoso tras la felicidad que como imán potente la atraía y a la que no podía llegar por ser tan difícil la elección del camino que conducía a su palacio.
La idea de la felicidad estaba grabada en el alma con caracteres indelebles; él la veía flotar en su pensamiento, cuando este se remontaba a las regiones ideales, a las esferas del espíritu, a que nunca podrá tocar lo corpóreo y lo destructible; cruzar como rápido meteoro que hiere nuestra pupila, se pierde fugaz en los espacios para sepultarse en las sombras del no ser, vagar de noche alrededor de su lucha, cuando su cuerpo y su alma cansadas de luchar, permanecían en una inmovilidad pasmosa, y la imaginación como fénix que se alza de las cenizas ponía en práctica sus funciones peculiares, desplegando sus vistosas alas de oro y rosa que envidiara la aurora refulgente que anuncia el nuevo día. En los sueños la había visto cernerse sobre su cabeza, acercarse a él más y más, y una vez que despertaba, ella huía con paso precipitado, como la sombra del cuerpo y la corza, del cazador que la persigue.
Allí había profundizado los arcanos más oscuros de la vida; había aglomerado en su cerebro de una manera confusa y embrollada, conceptos múltiples y vastísimas ideas que podrían muy bien enorgullecer a cualquiera de los hombres que gastan horas y fuerzas en el análisis de proposiciones, juicios y raciocinios; y por último, había descifrado enigmas y hecho notables descubrimientos. A pesar de todo era mucho más infeliz que antes.
Sus aspiraciones no estaban satisfechas. No había besado el summum de su deseo, porque la árida gravedad de la filosofía, las demostraciones matemáticas, los experimentos de la física, los misterios de la teología, las consoladoras y brillantes páginas de la historia, las comprometidas cuestiones de derecho, las interminables cavilaciones de la teología, los colores de la pintura, las correctas líneas esculturales, el ritmo embriagador de la poesía, las dulcísimas notas de la música… nada, absolutamente nada saciaba su ansiedad. La línea azul que bendecía la estrecha y eterna unión del cielo y la tierra, no limitaba realmente el horizonte que a los ojos del alma se ofrecía; cuando en el invisible corcel del pensamiento o en alas de la imaginación lograba subir al monte más elevado de la ciencia y a la cúspide más alta del arte, volvía a descubrir otros mundos, otros horizontes, extensos como el infinito, un más allá que oía vibrar en torno de su oído y latir en lo más íntimo de su corazón, como terrible grito de la conciencia.
La salud y el vigor saltaban en su rostro al establecer su morada en la posesión encantadora que ha poco he descrito a grandes rasgos; su semblante era risueño, su mirada significativa y todo en él revelaba ilusión, esperanza de poder realizar sus vehementes anhelos. Después, al cabo de los dos años referidos, su rostro demacrado, sus ojos escrutadores y sombríos, los labios amoratados y los cabellos en desorden hacían de él sombra exacta de la muerte.
Suspiros, lágrimas, sollozos, movimientos de la voluntad, sueños de gloria, fantasmas de la mente, horas de dolor… ¿qué habéis dejado en el pecho de este ser, hijo de la desgracia, que no ha gozado un momento de dulces fruiciones y eternos deliquios? Desengaños, hastío, cansancio, inapetencia, malestar continuo y melancolía sin fin.
VI
En varias épocas había regresado Dagoberto a la ciudad, más bien por arrebato de su imaginación que por pleno convencimiento de en ella mitigar y aun ahogar aquel quid que le abrumaba como si titánica mole gravitara sobre su cerebro. Así es que apenas permanecía en Córdoba una semana, volvía a su pintoresca casa de campo, a la que tomó tal cariño, que ya solo el aire de la capital le causaba fastidio y molestia. Estuvo por mucho tiempo abstraído de todo lo que no fuera su yo puro, ensimismado, pudiéramos decir, en un estado de fatuidad que es difícil pintar con sus tonos y colores especiales, salido del cual miró a su alrededor como el pequeño infante que empieza a tener idea y conocimiento de los entes que le circundan; se extasió ante el encantador paisaje con que las inmutables estaciones brindaban a sus sentidos; hizo un detenido examen en todos y cada uno de los objetos que le rodeaban, y dedujo como corolario, la existencia general de un sentimiento por todos proclamado, y al que por cierta necesidad han de rendir tributo cuantas cosas existen, viven, sienten y piensan.
Con lo bello, lo agradable, lo seductor y lo sublime había formado cuatro letras, que bastan por sí solas para componer una obra eterna, sin término ni limitaciones, y grande como la abnegación y el heroísmo de los mártires: Amor.
Él tuvo ocasión de observarlo en la aurora que se desposaba con el sol; en la noche, que se une en indisolubles lazos con el día; en la verde hiedra que cubre del cierzo destructor del invierno el viejo y carcomido tronco del árbol; en los cipreses y palmeras que con sus ramas tocaban al firmamento, besando las arreboladas nubes que pasan cerca como ilusión fugaz; en el torrente, que volaba al mar en bella y rizada catarata; en la fresca brisa que aromatizaba su aliento en el cáliz de la flor; en los ruiseñores que trinaban alegres, repitiendo sus sensaciones; en los pececillos de colores que se movían en el interior de los estanques, y por último, para no ser prolijo, en todo lo que tenía razón de ser.
Allí había algo divino; algo superior a las mezquindades terrenales; algo que no se arrastraba en el lodo miserable de los vicios. Claridad en los cielos, pureza en el ambiente, frescura en el agua, melodía en las gargantas de las aves, néctar balsámico en los cálices de las flores, fresca sombra bajo los espesos arbustos e innumerables atractivos en todos los alrededores.
Dagoberto, al despuntar la aurora, saltaba diligente del lecho, y con sus facultades despejadas y dispuestas a discurrir, abría las puertas del balcón, extendía su vista, que de un solo golpe abarcaba los espacios, y se recreaba en los verdes cuadros y dilatadas llanuras de la campiña que semejaba un rico manto de esmeraldas. Después salvaba la escalera y paseaba por las sombreadas y poéticas calles del jardín, forjando en su imaginación sueños de color de rosa, irrealizables esperanzas, afectos que creía él habían de llenar el inmenso vacío que ha tiempo sentía su alma, un fantasma, una quimera.
No obstante que así raciocinaba y a pesar de que un suave aleteo movía y magnetizaba su voluntad, no sabía la causa esencial de tales afectos.
VII
Cierto día vio Dagoberto que dos palomas se arrullaban tiernamente…, que unían sus picos para besarse, y aquel algo que guardaba en la inteligencia fue alcanzando incremento hasta que de pronto se convirtió en fuego. De aquel fuego saltó una chispa candente a la voluntad que se alzó de la parálisis en que permanecía postrada, apeteció lo que se le presentaba bajo las apariencias de bien, y de aquí resultó una pasión intensa y devoradora que llegó a su apogeo en la época que referimos.
Un sentimiento que brota del alma con vehemencia necesita de un objeto a que dirigirse, con que comunicarse; y éste no se hizo esperar mucho.
Jamás el joven Dagoberto había puesto sus ojos intencionadamente en Lucía (al contrario de ésta que no podía pasar un segundo sin respirar en su presencia); pero desde que su corazón vagaba en las esferas del subjetivismo; desde que latía como verdadero corazón, no pudo resistir los ímpetus ardientes de aquella pasión, y cayó a los pies de la tan hermosa cuan modesta Lucía, herido de amor y esclavo absoluto de su voluntad.
—Te quiero, le dijo, te amo como los ángeles al Ser Supremo que les dio existencia; desinteresada y plenamente. No puedo decir más. Mi cariño es grande…, tanto que no lo puedo expresar en toda su significación; en una palabra, te adoro como se adora a una madre, por no decir más.
Los pájaros canoros recogieron aquellas dulces palabras arrojadas al viento y las repitieron en sus trinos; los cálices de las rosas aun abiertas, movieron y cerraron los pétalos con la avaricia de guardar aquel idilio sublime en su voluptuoso y delicado seno; los ojos de ambos amantes, prodigándose expresivas miradas y abriéndose y cerrándose como abanicos de plumas en manos de ondinas, se decían mutuamente lo que los labios no podían manifestar.
Desde el día, memorable en que esto sucedió, se amaron con delirio eterno y condensaron en sus fantasías proyectos futuros que no pasarían del orden de las ideas; esperanzas que jamás recibirían el rocío bienhechor que las hiciera abrir sus rosados capullos y bellas auroras de bienestar y gloria, que no lucirían sus gasas multicolores y vaporosas, ni harían huir las densas nieblas que oscurecían, como manto negro y aterrador, el cielo siempre tormentoso y ceniciento de la vida. No trascurrieron muchos meses sin que aquellos dos seres que pensaban haber encontrado el desideratum de su alma en el dios vendado, se unieran con más estrechos e indisolubles lazos en un brillante, himeneo, que ciñó a sus cabezas, las coronas de los desposados y llenó su pecho de risueñas ilusiones.
VIII
Sucediéronse cinco años de júbilo y ventura, sin que la pena viniese a nublar el límpido cielo del hogar doméstico. La tranquilidad había puesto su trono en aquella casa; dos robustos y hermosos vástagos, rubios como las feraces campiñas en la estación del calor, vinieron a aumentar los inocentes goces de que ha tiempo los padres disfrutaban.
Mas…, las caricias familiares, el reposo del lecho conyugal y la fusión de dos almas en una sola entidad no satisfacían al espíritu de Dagoberto que, cansado ya de correr en balde tras la felicidad, perdió la razón y en su terrible delirio siempre y en todo lugar exclamaba:
—¿Dónde estás?… Ven, ven… ¿qué te hice para que así huyas de mí? Acércate, sí… no corras. Si yo te espero… lejos de aquí… yo te busco… abrásame dulcemente. ¡Oh! Vanidad… humo. Y corría de un lado a otro aceleradamente.
Desde entonces a cuantas preguntas le hacían contestaba él con estas lacónicas frases:
—¡Vanidad… humo!… ¡Felicidad!
Ya no era el Dagoberto de antes que jovial, risueño, con la ilusión y la esperanza en su alma dormía entre perfumes, discurría entre flores y amaba entre melodiosos conciertos con que las aves parleras regalaban el oído y vertían en su ser un bálsamo consolador. ¡Tanto habíase transformado!
Los ojos fuera de sus órbitas, el rostro con tintes amarillentos y verdosos, el vigor de la rabia en sus labios y los cabellos fuertes y crispados, como si el vértigo de que se hallaba poseído, brotando de su cerebro, subiera a la parte superior del cráneo y aprovechando su porosidad, saliese al exterior.
¡Qué miradas! ¡Qué palabras! ¡Qué ideas! ¡Qué sentimientos se albergaban en aquel hombre!
…
Después de un año supe que había muerto desesperado en un manicomio. ¡Infeliz! Había buscado la dicha en todas partes, menos donde debía buscarla. El bien finito y limitado no puede saciar jamás el corazón del hombre.
El amor… es una quimera, un fantasma sin cuerpo real; la ciencia un campo árido que debilita y gasta nuestras fuerzas, mientras no se desarrolla bajo su verdadero principio; el arte un canto de ruiseñor lanzado al viento, que se pierde en los espacios y solo deja aire en el pecho; la gloria y el honor arena, humo, vanidad, nada; la riqueza fuego inextinguible que quema nuestras manos y excita mayor ansiedad en nuestro interior; el placer volcán que abrasa la sangre y reduce a cenizas nuestras aspiraciones, tendencias, recuerdos, ilusiones y hasta la misma existencia…
¿Dónde pues, estaba la felicidad? Esa idea que el hombre tiene de ella ¿sería fabulosa? ¿No tendría forma en la realidad de las cosas?
Sí: nuestra alma es inmortal; sus movimientos tienden a un más allá que no alcanza el sentido de la vista; no cifra su verdadera dicha en lo deleznable y corruptible; las facultades intelectuales se remontan a una esfera que no tiene límites, a una causa primordial que existe por sí y no las satisfacen los bienes corpóreos que acaban en la tumba. Un más allá que no quería conocer, veía Dagoberto siempre que pensaba haber llegado a la fruición y posesión de la felicidad. ¿Sabéis cuál? La perfección y belleza absolutas, el Bien Sumo: Dios.
fin.
——
{1} Naranja
{2} Un pensamiento de oro con esmaltes y piedras preciosas.
[ Versión íntegra del texto contenido en un opúsculo de 48 páginas, impreso por entregas sobre papel en Córdoba, como folletín en seis ediciones de Diario de Córdoba, de comercio, industria, administración, noticias y avisos, año XLI, números 11418, 11419, 11420, 11421, 11422 y 11424, fechadas del miércoles 30 de julio al martes 5 de agosto de 1890. ]