Filosofía en español 
Filosofía en español


Los precursores ❦ Capítulo primero

Washington Irving
(1783-1859)

“Para los norteamericanos –escribe el profesor Wendell–, España ha tenido a veces más encanto romántico que todo el resto de Europa junto.”{1} En efecto, allí han buscado inspiración y tema muchos literatos, poetas, historiadores y críticos norteamericanos. En general, el viejo mundo parece haber poseído un hechizo inefable para los autores de Norte-América. Románticos como Irving, clásicos como Lowell, todos, Prescott, Ticknor, Emerson, Bryan, Longfellow, Taylor, Poe, trataron con amor y aun con predilección los temas de la vieja Europa. Hijos de un país nuevo, sin leyendas y con brevísima, aunque brillante, historia política y literaria, los enamorados de la leyenda, de la investigación y de la crítica, allá habían de buscar un campo para sus actividades. Mas de toda Europa, es nuestra España la que exclusivamente alimenta la fantasía de Irving, el primer literato de los Estados Unidos, y el mejor de la lengua inglesa en su tiempo; la que satisface el ansia investigadora de Prescott, su mejor historiador; la que ocupa a Ticknor, su primer erudito en materias literarias.

Las obras de Irving son un hermoso panegírico de la España romancesca. De seguro, no hay escritor extranjero que de modo tan perfecto llegara a identificarse con el alma y ambiente españoles. Los demás han solido pecar por carta de más o de menos. Ricardo Ford{2} vio España con ojos de turista inglés, y sus comentarios sobre lugares, tipos y costumbres, por demasiado individuales, en vez de aclarar al lector la real visión de la península, la desfiguran a menudo. Tiene evidentes aciertos, sobre todo en la descripción pintoresca de lugares, pero, en general, yerra por ser muy de su raza. Edmundo de Amicis{3} nos ha presentado una España demasiado poética; su visión es magnífica, pero le falta justeza y debida ponderación. Mauricio Barrés{4} pintó una España árabe; hizo de Andalucía compendio y síntesis de toda la península, y, naturalmente, se equivocó. Los autores más antiguos, tampoco aciertan; solo una impresión, y muy ligera, llegan a darnos de la península Chateaubriand{5}, Dumas, padre{6}, y Victor Hugo{7} «el grande de España» literario, que tantas inexactitudes sobre nuestro país escribió. Jorge Borrow describe bien a España; en su Biblia en España{8} hay clara observación, perspicaces atisbos, pero demasiado inventiva, y, en conjunto, traza un cuadro extremadamente patético de la sociedad española. Es tan dramático como lírico Edmundo de Amicis. Sólo Irving y Gautier{9} supieron pintárnosla con todo acierto y justeza. Gautier, la España de su tiempo; Irving, la España árabe y caballeresca. Y eso, no obstante pertenecer ambos a la escuela romántica, cuyos discípulos casi siempre erraron en los estudios de psicología extranjera.

Irving fue Ministro de los Estados Unidos en nuestro país de 1842 a 1846, y en todo tiempo sincero amigo de España; y aun hijo adoptivo de la península, debió de parecerles a aquellos compatriotas suyos que, celosos de su ausencia, acusábanle de ingrato con América. Adoraba nuestra literatura e historia, gustaba de nuestro carácter, hábitos y paisajes, hablándonos de todo ello efusivamente, aunque sin el menor asomo de adulación, pues al hallar algo censurable pronto brotaba de su pluma el reproche; Quienes lean su correspondencia desde la península se persuadirán de que no le cegaba su amor a España. Le sobraba humorismo y buen sentido. De nuestra literatura, escribía a su sobrino, a principios de 1825, las siguientes líneas: “No conozco nada que me deleite más que la anciana literatura española. Encontrarás algunas novelas espléndidas en este idioma; y su poesía, además, está llena de animación, ternura, ingenio, belleza, sublimidad. La antigua literatura de España participa del carácter de su historia y su gente: posee un oriental esplendor. La mezcla del fervor, magnificencia y romance árabes con la anciana dignidad y orgullo castellanos; las ideas sublimadas del honor y la cortesía, todo contrasta bellamente con los amores sensuales, la indulgencia de sí mismos y las astutas y poco escrupulosas intrigas, que tan a menudo forman los cimientos de la novela italiana”{10}. Antes de conocer a España muestra vivos deseos de visitarla, y una vez en ella le parece imposible partir, y así escribe a un amigo o pariente: “Ya ves, aún permanezco en España; me inspiran tanto interés este noble país y estas nobles gentes que, cuantas veces he formado el propósito de abandonarlo, y he hecho los preparativos, otras tantas veces he aplazado mi partida”{11}. Y cuando, al fin, nombrado Secretario de la Legación de su país en Londres, está ya con el pie en el estribo, declara a su amigo Enrique Brevoor, en carta de 9 de Agosto de 1829, fechada en Valencia: “Una residencia de tres o cuatro años en este país me ha reconciliado con sus inconvenientes y defectos, y cada vez me agradan más el país y la gente”{12}, Irving, repito, fue amigo de España y, en particular, de Granada. El pueblo granadino le ha correspondido liberalmente. Seguro estoy de que, tras medio siglo de no contarse entre los vivos, el cantor de la Alhambra es tan popular, si no más, en Granada como en Nueva York, su ciudad natal. Nunca fue pagada tan espléndidamente una deuda como esta de gratitud contraída con su heraldo por el pueblo granadino.

Aunque, en realidad, Irving parece a menudo más amigo de los árabes que de los españoles. Y así, refiriéndose a que por todas partes ha hallado en Andalucía trazas del arte, de las costumbres e invenciones de los moros, testimonios de su sagacidad, cortesía, esforzado ánimo, buen gusto y elevada poesía, añade:  “A veces casi estoy dispuesto a compartir los sentimientos de un digno amigo mío y compatriota que halle en Málaga, quien jura que los moros son las únicas gentes que merecieron este país, y ruega al cielo que retornen de África y vuelvan a conquistarlo”{13}. Al escribir esto, Irving olvidaba, sin duda, que la cultura andaluza durante la dominación mahometana no fue puramente árabe, sino arábigo-española. En esa Granada histórica que tantos hechizos tenia para él, no había más de quinientas familias de pura sangre musulmana a mediados del siglo XV, cuando la ciudad alcanzaba el apogeo de su esplendor; y si tan mezclada anduvo la sangre hispano-árabe, no poco fundida había de estar, en la cultura granadina, la contribución de ambas razas.

La Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón, aparecida en 1828, es la primera obra de Washington Irving sobre tema español. Había pensado primero hacer una versión al inglés de los documentos colombianos que D. Martín Fernández de Navarrete acababa de coleccionar. Pero, luego, en vista del carácter fragmentario de estos documentos, optó por escribir una historia del descubrimiento de América. En el año 1831 publica Irving sus Viajes y descubrimientos de los compañeros de Colón, que vino a ser una obra complementaria de la primera.

Hay en estos dos libros, como en casi todos los de erudición española de nuestro autor, algo de rapsodismo. Notables en cuanto al plan y al estilo, los materiales suelen ser casi siempre de segunda mano. La documentación que contienen está tomada del precitado Fernández de Navarrete y de otros eruditos españoles más antiguos. No son estas obras, como después habían de serlo las de Prescott, fruto de la investigación personal del autor. Su documentación es tan pobre que a menudo se pasan varias páginas seguidas sin una sola cita ni referencia. Claro es que en su tiempo no estaba aún generalizado este afán erudito y detallista de los modernos investigadores; y ha de tenerse en cuenta además, que así como primer cuentista norteamericano, fue también Irving el primer biógrafo historiador de su patria. Pero si no fueron obras de investigación histórica, si lo fueron y continúan siéndolo en grado extremo, de difusi6n entre los pueblos de lengua inglesa.

La Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colon no podía ser una labor seria si se considera que tema tan vasto no le ocupó más allá de año y medio –de Enero de 1826 a Agosto de 1827–, y esto en una época en que la catalogación de los archivos españoles estaban en pésimas condiciones y aun el acceso a ellos era difícil. Cierto que Longfellow nos habla de su mucha laboriosidad en esta época: “...encontrábase el señor Irving en Madrid, ocupado en su Vida de Colón; y si esta obra no diese ya por sí cumplido testimonio de su celo y concienzuda labor, yo podría darlo por personal observación. Parecía hallarse siempre trabajando”{14}. Mas, recuérdese que un año consideró Prescott necesario dedicar a estudios de carácter general en la ciencia histórica, antes de empezar, no ya a escribir, o preparar siquiera los materiales, sino a estudiar el tema particular del reinado de los Reyes Católicos. Cuya historia le ocupó después más de diez años. De otra parte, Irving no parece haber sido gran erudito, ni trabajador tenaz, ni mucho menos lo que suele llamarse ratón de bibliotecas. Jorge Ticknor, su compatriota, en una carta dirigida a D. Pascual Gayangos en 30 de Marzo de 1842, decía de nuestro autor: “Irving hará cuanto pueda por ayudarnos a Prescott y a mí, porque en su benevolencia puede confiarse enteramente; pero nunca fue muy activo; ahora está envejecido, y su conocimiento de libros y bibliografía no llega, ni mucho menos, al de Cógswell.”  Como obras históricas, repetimos, las dos de Irving mencionadas carecen hoy de importancia. Ha habido de entonces acá nuevas investigaciones y hallazgos de documentos sobre la vida y correspondencia de Colón, y especialmente acerca de su familia y patria, pues, según parece, no era de familia italiana, sino judeo-española, ni nació en Génova o cualquiera de las otras villas italianas que se disputan el honor de su nacimiento, sino en Pontevedra{15}.

Mas, si en estas obras no se revela el historiador diligente y concienzudo que más tarde había de escribir la Vida de Washington, sí se muestra el literato. Desde el punto de vista literario, la Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón es una hermosa producción, aunque no tenga esa uniformidad de estilo que caracteriza a las demás obras de Irving. El autor luce sus galas de pulido, ameno y brillante expositor. Tuviera poco o mucho que enseñar, lo que decía, en general, no pudo decirse mejor. Ya que no narraciones rigurosamente verídicas de los hechos, ni historias escrupulosamente documentadas, la Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón y los Viajes y descubrimientos de los compañeros de Colón son dos poemas, dos magníficos poemas en prosa. Ambas producciones son modelos de gracia y estilo, aunque a la primera le falta mucho la lima que a sus demás obras solía aplicar. También podría reducirse bastante el número de sus páginas sin que nada perdiese la cultura histórica, y aun ganase algo la sobriedad. Las repeticiones son copiosas; la difusión, con frecuencia, extremada. Irving narra sin entrarse jamás, o rarísimas veces, por los campos de la crítica histórica o de la filosofía de la Historia.

Excelentes son los apéndices de la historia de Colón, donde Irving ofrece al lector abundante copia de documentos sobre la familia del inmortal navegante –claro, esto hay que revisarlo a la luz de las nuevas investigaciones–, y sobre los viajes y descubrimientos de cartagineses, escandinavos, españoles, Portugueses e italianos.

En el año 1829 salió a la luz pública Una crónica de la conquista de Granada, según los manuscritos de Fray Antonio Agapida. Tampoco esta obra ocupó a Irving más allá de año y medio. De su falta de veracidad histórica nos da idea el hecho de no haberse atrevido Irving a darla a luz con su nombre –sino bajo el seudónimo de Fray Antonio Agapida–, y el disgusto que le produjo el que su editor, en vez de publicarla solamente con el seudónimo referido, como Irving deseaba, la imprimiese con su propio nombre: “Las mistificaciones literarias –escribía el autor a su hermano, en carta fechada en Sevilla el 10 de Abril de 1829– son excusables cuando se ofrecen anónimamente o bajo seudónimo, pero son descarados engaños cuando van sancionadas por el verdadero nombre del autor.” En alguna otra carta anterior, dirigida, desde España, a su sobrino, había declarado que, aunque dándoles a estas crónicas un tinte romántico, procuró conservar el fondo histórico.

Mas, si desde el punto de vista histórico deja mucho que desear, literariamente es de lo más sobresaliente que se ha escrito en lengua inglesa. Chef d'œuvre, llamó Coleridge a Una crónica de la conquista de Granada, y ciertamente lo es. En general, todas las leyendas de Irving son magistrales. Alábanle en su patria por insigne cuentista, y en España, donde aún le leen las gentes y adoran su ingenio, en particular en Granada, tiénenle por un admirabilísimo romancista. Seis años de residencia en aquella ciudad andaluza me permiten afirmar que Washington Irving, el cronista romancesco de la España árabe y cristiana, comparte allí con Zorrilla, el último trovador de España, laureles y popularidad.

La Alhambra e Irving son dos nombres que van naturalmente asociados. Entre los cantores del insigne monumento islamita, acaso merezca Washington Irving el lugar de honor. La Alhambra, rotuló el cronista uno de sus libros más lozanos y brillantes, con el subtítulo de Una serie de relatos y bocetos de moros y españoles, y el cual apareció en el año 1832. Compónese esta obra de escenas granadinas, descripciones de la Alhambra y breves y substanciosas leyendas. Las descripciones del paisaje son exactas, no de una exactitud fotográfica, sino con tanta animación y vida como fidelidad hay en el dibujo y en el colorido. Contempló Irving el paisaje español, andaluz o castellano, con más clara mirada que cuantos viajeros extraños visitaron a España. Ha percibido todas las cambiantes del paisaje; ha sentido la melancólica y agreste majestad de las llanuras de las dos Castillas que “poseen, en cierto grado, la solemne grandeza del Océano”{16}; y ha percibido y recogido en sus libros y en su correspondencia, toda la poesía del paisaje de la vega granadina, que Irving parece recrearse en describirnos una y otra vez, magistralmente. El grande amigo de España se ha familiarizado con los lugares y con las personas, y ha simpatizado con unos y otros; se ha complacido en escuchar las leyendas de labios del vulgo, que tan peregrinamente sabe en todas partes narrarlas, y, en particular, de labios de esos gitanicos de quienes con tanto afecto nos habla; y el fruto de sus investigaciones de hombre estudioso, de sus impresiones de viajero, y de su alta inspiración de poeta, nos lo ofrece de un modo alado, ligero y gentil en La Alhambra.

Abunda ésta en repeticiones, según la crítica ha apuntado ya, y con frecuencia suele extenderse en digresiones impertinentes y en frívolas consideraciones en los momentos en que más poesía esperábamos de él. Pero la obra nos deslumbra antes de darnos tiempo a entrar en el análisis crítico; es brillante y posee una sorprendente vividez y realismo; el autor nos hace ver el paisaje y las escenas y tipos, tan grande es su poder descriptivo y la firmeza de sus rasgos. Y en la narración de las leyendas, que forman la segunda mitad del volumen, Irving acierta de modo definitivo. En ellas despliega sus brillantes facultades de estilista y narrador, y nos sorprende y nos deleita.

Escribió también Washington Irving La leyenda de Don Rodrigo; La leyenda de la subyugación de España; La leyenda del Conde Julián y su familia; La leyenda de Don Pelayo; La crónica de Fernando el Santo y La crónica de Fernán González, Conde de Castilla, en las cuales, como en su Conquista de Granada, nos quedamos sin saber lo que extrae el autor de las antiguas crónicas y lo que él pone de su propia cosecha. También en la de Fernán González nos saca a relucir, para lavarse las manos como un Pilatos literario, el testimonio del verídico o worthy Fray Antonio Agapida, de cuyos ficticios manuscritos supone sacada esta crónica. En su prefacio a Crayon Miscellany (Philadelphia, 1835), donde se hallan las tres primeras leyendas, Irving escribe: “En las siguientes páginas, por lo tanto, el autor se ha aventurado a profundizar en el encantado manantial de las ancianas crónicas españolas más hondamente que la mayoría de los que en la época moderna se han ocupado del memorable periodo de la Conquista; mas, al hacerlo así confía en que podrá ilustrar más plenamente estas memorias sirviéndose de la forma propia de la leyenda, no pretendiendo que posean la autenticidad de la historia rigurosa, aunque nada consignará que no tenga una base histórica. Todos los hechos aquí referidos, por extraños que algunos de ellos puedan parecer, se hallarán en los trabajos de graves y prudentes cronistas de antaño junto a verdades desde largo tiempo reconocidas y que pueden apoyarse con doctas e imponentes acotaciones en el margen.”

Escribió Irving, además, un breve artículo acerca de Don Juan; una indagación espectral, según reza el subtítulo, en la cual se ocupa superficialmente de la leyenda sevillana. Carece de todo mérito e interés después de haber aparecido sobre la leyenda donjuanesca los estudios e investigaciones de Cotarelo, Menéndez Pidal, Farinelli, Blanca de los Ríos, &c. Tiene Irving otro artículo rotulado Abderramán. Ambos, así como una interesante misiva fechada en Granada, en la que da noticia de las procesiones del Corpus Christi en aquella ciudad, se encuentran en The Spanish papers and others miscellanies (New York, 1866).

De mano maestra están tratados todos estos temas arábigo-españoles, acerca de los cuales Irving escribía con gusto aunque fuese, conforme nos dice con frase pintoresca, “a mitad de precio”. Su estilo, que tiene para Prescott –y para cuantos leen las obras de Irving, añadiremos– un “encanto mágico”, su fantasía y genio particular hallaron en la leyenda el género literario que más les cuadraba. En ellas, Irving se muestra sobre todo poeta, poeta del paisaje, en cuyas descripciones parece abandonar la pluma por el pincel, poeta de los hechos que adereza magníficamente al modo que requiere la leyenda, poeta y cantor de las viejas hazañas y glorias españolas. Su fina sensibilidad artística es susceptible a todas las impresiones. Y nos seduce muy particularmente por esa nota personal, impresionista, que en todos sus escritos campea. Pocos han poseído en grado tan eminente el magnífico don –que él atribuye a Oliverio Goldsmith–{17} de identificarse con sus escritos. Su conocimiento de la literatura española clásica, había de influir de modo decisivo en sus dotes de escritor, y ese mismo ingenio, animación, esplendor y humorismo que Washington Irving señala en aquélla, vinieron a ser características de su propio estilo. No sé si es pasión de amigo –de amigo espiritual– o costumbre de leerle desde antiguo en castellano; pero cuando en su lengua maternal leo sus obras, paréceme que leo versiones inglesas de un escritor típicamente español. Guillermo Dean Howells{18} atribuye el encanto literario de Irving al influjo de Cervantes y otros humoristas españoles, a los cuales debe tanto, a juicio suyo, como a Goldsmith.




{1} Barrett Wendell, Literary History of America, New-York, 1901, pág. 177.

{2} Ob. cit.

{3} La Spagna, 1873.

{4} Du sang, de la volupté et de la morte, 1895. Greco ou le secret de Tolède, 1913.

{5} Oeuvres complètes de Chateaubriand, Librairie Garnier Frères (sin fecha). París. Véase págs. 573 y 574 del vol. XII, y sus correspondientes referencias.

{6} Orientales, 1828. Hernani, 1830. Ruy Blas, 1838.

{7} De Paris à Cadix, 1848

{8} The Bible in Spain, 1842.

{9} Tras los montes, 1843, Publicó además varias poesías de tema español.

{10} William Morton Payne, Leading American Essayists. New-York, 1910, pág. 76.

{11} The Life and letters of Washington Irving. By his nephew Pierre M. Irving. New-York, 1862-1864, vol. II, pág. 348.

{12} The letters of Washington Irving to Henry Brevoort. New-York, 1915, vol. II, pág. 224.

{13} The life and letters of Washington Irving, vol. II, pág. 323.

{14} Correspondencia de Longfellow, en Life of Henry Wadsworth Longfellow, by Samuel Longfellow. Boston and New-York 1891, vol. I, pág. 118.

{15} Véanse La verdadera patria de Cristóbal Colón, por F. Antón del Olmet (en La España Moderna, Junio de 1910, Madrid); La verdadera cuna de Cristóbal Colón, por el Dr. Constantino de Horta y Pardo, Nueva York, 1912; y Colón, español, su origen y patria, por Celso García de la Riga, Madrid, 1914.

{16} The Alhambra. London and New-York, 1906, pág. 6.

{17} The works of Oliver Goldsmith; Life by Washington Irving. Philadelphia, 1857, pág. 5.

{18}  William Dean Howells, My Literary Passions. New-York and London, 1891, pág. 23.