Filosofía en español 
Filosofía en español


Los precursores ❦ Capítulo II

Guillermo Hickling Prescott
(1796-1859)

Casi merece Prescott el título de historiador de España; escribe sobre los reinados de Fernando e Isabel, de Carlos V, de Felipe II y acerca de las conquistas de Méjico y Perú, trazando el completo panorama de los períodos más brillantes de la historia nacional. Nadie hubiera imaginado que tal había de ser su obra cuando en 1824, año en que comenzara a estudiar el idioma español, escribía a su amigo Bancroft en los siguientes términos: “Estoy lidiando con los españoles este invierno, pero no tengo los mismos bríos que para los italianos tuve. Dudo que haya muchas cosas estimables que la llave de la sabiduría abra con ese idioma”{1}.

Inaugura Prescott su labor hispanista con la Historia del reinado de los Reyes Católicos Fernando e Isabel, publicada en 1837. Considerábala Ricardo Ford{2} como la mejor obra histórica que produjo América y no inferior en mérito a cualquiera de las aparecidas en Europa en la primera parte del siglo XIX. No obstante su mérito superior, nuestro historiador abrigaba dudas acerca de la excelencia de su trabajo, y vaciló mucho antes de darlo a la imprenta. Refiere Ticknor{3} que, en estas dudas, consultó Prescott a su padre, conforme solía hacerlo siempre, el cual le aconsejó su publicación, agregando que el hombre que escribe una obra y luego tiene miedo de publicarla es, si señor, un cobarde.

El autor había vacilado mucho antes de elegir el tema de su primer ensayo histórico. Finalmente dudaba entre escoger la historia del reinado de los Reyes Católicos o la historia de la revolución que convirtió a Roma en monarquía. Con fecha 19 de Enero de 1828, escribe la siguiente nota en su memorándum: “Creo que el tema español será de mayor novedad que el italiano; más interesante para la mayoría de los lectores; más útil para mí, porque me iniciará en otro y más práctico ramo de estudio; y no más arduo en cuanto a las autoridades que hayan de consultarse ni más difícil de ser tratado, gracias a la luz que ya me han suministrado juiciosos opúsculos sobre las partes más intrincadas del tema, y al año de estudios preparatorios que, como novicio en una nueva vocación literaria, he de dedicarle. Las ventajas del asunto español, en conjunto, contrapesan la inconveniencia del consiguiente año de estudio preliminar. Por tales razones, opto por la historia del reinado de Fernando e Isabel. 19 de Enero de 1826.” Y veintiún años más tarde agregaba con lápiz la siguiente nota, al margen: “Una elección afortunada. Mayo de 1847.” Efectivamente, fue un acierto de Prescott el escoger este reinado, el de más pura gloria de toda la historia española y del cual, por inexplicable ceguedad, apenas si se habían ocupado los historiadores extranjeros. Aunque, como consigna Prescott{4}, “los autores ingleses han hecho más por ilustrar la historia de España que cualquiera otra, excepto la suya propia”, y no obstante haber aquéllos estudiado y escrito sobre todos, o casi todos los reinados de la España moderna, desde el de Carlos V (1500-1558) hasta el de Carlos III (1716-1788), nada dijeron acerca del reinado de los Reyes Católicos, que es sin duda el más trascendental de la historia moderna de nuestro país, en el cual se lleva a cabo la unidad política y religiosa de la península, se descubre y principia la colonización de América, se conquista el reino de Nápoles, florece la Nueva Atenas o Universidad de Salamanca, échanse en todos los órdenes los cimientos de la España moderna, y descuellan las figuras legendarias y magníficas, dignas de aquel período de epopeya, de Cristóbal Colón, Gonzalo de Córdoba, Cardenal Cisneros, Vasco Núñez de Balboa, que toma posesión de todo un Océano en nombre de España, Hernando del Pulgar…

Prescott pone manos a la obra tomando como fuentes principales la Historia crítica de la Inquisición, desde Fernando V hasta Fernando VII, de Juan Antonio Llorente; la general de Mariana; la Guerra de Granada, de Hurtado de Mendoza; las crónicas de Zurita; los trabajos de Sempere, Capmany, Surís y Diego Clemencín; las crónicas hispano-árabes traducidas por Conde, las colecciones de Navarrete y las crónicas de los Reyes Católicos de Pulgar, las cuales, sin embargo de ser la fuente principal de cuanto sobre dicho reinado se ha escrito, Prescott omitió en el prefacio al consignar las más importantes obras entre las precitadas. Asimismo pudo mencionar al Cura de los Palacios, quien tantas noticias nos da del reinado en cuestión, y la correspondencia de Pedro Mártir. Puede decirse que Prescott fue el primer extranjero que se ocupó del reinado de los Reyes Católicos, pues las otras dos obras de autores extraños que abarcan el reinado completo de los Reyes Católicos{5} ofrecen escaso interés. Estaba reservado a un hijo de América el pagar dignamente el primer tributo a la historia de este reinado en que se descubrió e inauguró la obra civilizadora de su continente, “y seguramente –escribe nuestro historiador{6}– ningún asunto podría hallarse más adecuado a la pluma de un americano que una historia de este reinado bajo cuyos auspicios fue revelada por vez primera la existencia de su propio y favorecido país”.

Se ha acusado a Prescott de mantenerse en la narración histórica fuera del terreno filosófico, o mejor dicho, de no cultivar la filosofía de la historia. Pero, protestante y extranjero, su historia del reinado de los Reyes Católicos no hubiera revestido acaso tanta imparcialidad, ni inspirara tanta confianza a los lectores, si en vez de limitarse a la narración, el autor hubiera ahondado en la crítica histórica, dándonos a cada paso sus opiniones en materias de religión, moral y política. Por otra parte, es de lamentar que no filosofara un poco, pues la ocasión era propicia para estudiar, en este reinado, el origen de toda la España moderna, el nacimiento de instituciones que luego han venido a incorporarse a la vida nacional, y algunas de las cuales aun han traspasado las fronteras. Solo el dominio perfecto que del tema tiene Prescott, podía permitirle descubrir tantas inexactitudes y errores de los escritores que en algún punto particular se habían ocupado del mismo reinado. Así le vemos enmendar la plana a Hallam, Guizot, Bouterwek, Llorente…

Aunque, como primera obra del autor, el estilo está algo repulido, tiene concisión, claridad y poca o ninguna broza literaria. La narración es pintoresca, vívidas las descripciones, amplia y liberal la crítica. No obstante adoptar alguna que otra vez la actitud de juez que falla y sentencia, en general las obras de Prescott están exentas de esos dogmatismos que afean tantos trabajos de su género. Conforme ya ha anotado la crítica, entre lo mejor del libro, por lo que al estilo concierne, figura la descripción del regreso de Colón después de su primer viaje, y la pintura del cardenal Giménez de Cisneros. De lo más notable igualmente es su hermosa disertación sobre los romances españoles.

Seis años después, es decir, en 1843, aparece la Historia de la conquista de Méjico, con una ojeada preliminar a la antigua civilización mejicana, y la vida del conquistador Hernando Cortés. Había ya tratado Solís el mismo asunto en su Conquista de Méjico (1684), obra maestra de su autor y de su tiempo. Solís era un excelente historiador y literato; su plan está siempre bien meditado y fielmente seguido. Por su poderosa imaginación y estilo nervioso y fuerte, sus descripciones son muy superiores a las de Prescott y más impresionantes. Pero le falta la serenidad e imparcialidad de este. También el inglés Robertson se había ocupado brevemente en su Historia de América (1777) del mismo tema. Mas, anticuadas ambas obras, estaba haciendo falta un historiador moderno de altos vuelos que rehiciese la historia de la conquista, aprovechando los copiosos materiales acumulados en diversas épocas, gracias particularmente a la diligencia del historiador de las Indias Juan Bautista Muñoz, de Vargas Ponce y Martín Fernández de Navarrete.

Washington Irving empezó a preparar en 1838 una historia de la conquista de Méjico. Tres meses llevaba ya coleccionando y revisando sus documentos de información y crítica, cuando tuvo noticia de que Prescott se ocupaba en el mismo sujeto. En un arranque de generoso desprendimiento, de esos que tan contados suelen ser en el mundo de las letras, ofrecióle Irving los materiales que ya había reunido. “Y cediendo el tema a usted –escribe a Prescott, en carta fechada en Nueva York el 18 de Enero de 1839–, entiendo que no hago sino cumplir un deber, dejando que uno de los más magníficos temas de la historia de América sea tratado por quien levantará con él un imperecedero monumento a la literatura de nuestro país.” Y, realmente, el hijo de Boston estuvo a la altura de su cometido, escribiendo una obra notable; aunque, en verdad, tal historia era para escrita por un Cesar o un Jenofonte de la edad moderna.

La historia va precedida de una introducción sobre la antigua civilización azteca, que, si nos es permitido, nos atreveremos a declarar lo mejor de la obra. Nos habla allí, no solo el historiador, sino también el filósofo. No en balde le costó al autor casi tanto tiempo el componer la introducción como la parte narrativa. En 1.º de Febrero de 1841 escribía a D. Pascual Gayangos: “Estoy precisamente concluyendo mi relación del estado de la civilización azteca; la parte más ardua e intrincada de mi asunto, la cual me ha costado dos años de labor. Mas he querido hacerla tan concienzudamente como me fuera posible…” Prescott trabajaba con la paciencia de un benedictino; concedía a cada lema cuanta atención, labor y tiempo requiriese. Parece habernos dado su lema en las siguientes palabras que estampara cuando examinaba la conveniencia entre escribir acerca de la historia española desde la invasión árabe hasta Carlos V, o la historia de la revolución que convirtió a Roma en monarquía, o una biografía de los genios eminentes: “No me importa cuánto tiempo me ocupe el sujeto, con tal que sea diligente todo ese tiempo.” Claro está –tornando a referirnos a la introducción– que después de las posteriores investigaciones, en particular las de Bandelier y Morgan, todo lo relativo a antropología y arqueología mejicana de la obra de Prescott necesita una revisión. Y eso aunque es mucho aún lo que queda por averiguar.

Excelente es el plan seguido por nuestro historiador. La intercalación de la parte descriptiva en la narración, a medida que esta lo iba requiriendo, fue una plausible habilidad del autor y el origen de ese vivo interés con que se lee la Historia de la conquista de Méjico. Su erudición es copiosa, sin pesadez; erudición que nos satisface sin fatigarnos. No es este historiador norteamericano, como ya hemos indicado, de los que se leen con prevención o recelo. Apenas nos ha cogido de la mano por los campos de la Historia, nos sentimos entregados a él con entera confianza. Vemos su patente amor a la verdad, su propósito constante de ser imparcial. Y pocos tan concienzudos y escrupulosos y que más respeto muestren por la verdad histórica. Sin ser pomposo como Gibbon, ni un estilista a lo Irving, sin ser muy elocuente y brillante, Guillermo Hickling Prescott muéstrase excelente escritor. Cinco años antes de comenzar a escribir su primera producción de importancia, había declarado: “No he de seguir ningún modelo. Si una buena imitación es repugnante, ¿qué no será una mala imitación?… Confío en mí para la crítica de mis propias composiciones… Ni estudiar ni imitar ningún modelo de estilo, sino seguir mi propia y natural corriente de expresión”{7}. Su estilo es severo y noble, como cuadra a la importancia y gravedad de los temas que trata. Y unido esto a la sencillez, claridad y vigor de sus descripciones, nos produce una honda impresión, sobremanera en los instantes patéticos, como aquel de tan incomparable fuerza descriptiva de “la noche triste”, que es una de las páginas históricas mejor escritas que conocemos. Nos conmueve sin que él parezca conmovido. No es tampoco nuestro autor tan brillante como Motley (este historiador tan mal avenido con los españoles) en su History of the Rise of the Duch Republic, pero es más imparcial y sereno que Motley e Irving. Menos filósofo que Hume, narra con más amenidad y viveza. Desde luego, no era filósofo. En todas sus obras falta la generalización de los hechos, falta la filosofía de la Historia. Representa el eslabón intermedio entre la vieja y la nueva concepción de la Historia; entre la anciana mera narración de los hechos políticos, religiosos y militares, y la nueva concepción de la Historia, hechos con crítica y deducciones generales. Aunque superado por otros historiadores en ciertas cualidades, es acaso, entre los modernos, el que posee dotes más variadas: amor a la verdad, ausencia de prejuicios, infatigable espíritu investigador, fidelidad en los relatos, imaginación, sin lirismos, estilo sobrio y pintoresco, escrupulosidad; una escrupulosidad que le lleva siempre a darnos a conocer los orígenes de su información, a fin de que, por nosotros mismos, podamos comprobar y juzgar. En uno de sus trabajos de crítica literaria, tras hacer una larga enumeración de las cualidades que el historiador ha de reunir para merecer el título de tal, agrega: “Debe ser…; en resumen, lo que un perfecto historiador debe ser y hacer no tiene fin. Apenas será necesario añadir que semejante monstruo nunca existió ni existirá”{8}. Y esto conviene no perderlo de vista al juzgar su propia labor. Su historia de la conquista de Méjico y biografía de Hernán Cortés no termina, como la de Solís y Rivadeneyra, con la caída de Méjico en poder de los conquistadores, sino que se prolonga hasta la muerte de Cortés. Y para muchos, esta biografía es un panegírico del héroe extremeño, aunque no tan caluroso y franco como el de Solís. Entendemos nosotros que Prescott, con justas alabanzas y merecidos vituperios, conforme la ocasión lo demandaba, presentó la figura del conquistador de cuerpo entero y la obra de la conquista en sus justas luces. Cierto que al poner de manifiesto los excesos de los invasores, trata con discretas razones de atenuarlos, recordándonos de vez en cuando que no es posible juzgar con el criterio contemporáneo la obra conquistadora del siglo XVI. Reclamábalo así la imparcialidad. Consideraba que si la conquista de Méjico era un deber, cuanto hicieran los españoles por asegurarla estaba justificado. Entre sus compatriotas se le ha acusado a menudo de que presente a Cortés como soldado de Cristo y no como “soldado del diablo”, según fuerte expresión de un crítico; hanle reprochado su “absurda y vituperable defensa de las crueldades y tiranías de Cortés”{9}. Véase a continuación los términos en que Prescott recoge estas censuras en una carta dirigida a su amigo J. C. Hamilton, de Boston, con fecha 10 de Febrero de 1844: “La inmoralidad del acto y del actor me parecen a mí dos cosas muy diferentes; y mientras juzgamos al uno por los principios inmutables de lo justo y lo injusto, debemos considerar al otro conforme la transitoria norma moral de la época. La cuestión verdaderamente estriba en si un hombre fue o no sincero y obró de acuerdo con las luces de su tiempo. No podemos exigir a un individuo, justamente, que se adelante a su generación, y cuando toda una generación va por sendero equivocado, hemos de estar seguros que se trata de un error de la cabeza, no del corazón. Pues una comunidad entera, incluso los más sabios y los mejores, no prestará deliberadamente su sanción a la perpetración habitual del crimen. Esto sería una anomalía en la historia humana.” No pueden escribirse conceptos más luminosos en defensa, o mejor dicho, en justicia suya y de Cortés.

Escribe igualmente Prescott la Historia del reinado de Felipe II, Rey de España (1855-1858). Sepúlveda, Cabrera, Herrera y el napolitano Campana, contemporáneos todos ellos de Carlos V y Felipe II, habían ya trazado la historia de estos reinados. Desde entonces hasta llegar a Prescott, ninguna historia del reinado de Felipe II se había publicado, pues las endebles producciones de Gregorio Leti, aparecidas en el siglo XVII y la de Watson, en el siguiente, están calcadas en las de los precitados historiadores del siglo XVI. Por supuesto no habían dejado de menudear las monografías o las historias generales o de países extranjeros en que se consagraban uno o varios capítulos a este reinado, copiándose, en general, unos autores a otros. Guillermo Hickling Prescott llega en el instante propicio cuando acababan de descubrirse abundantes documentos –hasta entonces perdidos e ignorados– en España, Inglaterra, Holanda, Bélgica e Italia. Y sirviéndose de ellos Prescott escribe su historia documentada e imparcial. Parecerá legítimo consignar en este punto la valiosa ayuda que en la composición de esta y de sus demás obras le prestaron los eruditos y bibliófilos españoles, y en particular D. Pascual Gayangos. Ticknor, biógrafo del historiador, como ya se ha visto, decía a este propósito: “…sin la asistencia de un erudito que inspeccionase y dirigiera el conjunto [de la colección] como D. Pascual Gayangos, lleno de sabiduría en cuanto a este sujeto particular, orgulloso de su patria, cuyo honor constábale que servía, y desinteresado como un hidalgo español de los de clásico temple y lealtad, el Sr. Prescott no habría podido nunca establecer sobre tan sólidos fundamentos su Historia de Felipe II, o llevar a cabo su empresa, tan lejos y tan bien”{10}. Por cierto que, aunque fuera de lugar, será curioso notar que lo mismo que Ticknor dice de Prescott, respecto a la ayuda de Gayangos, Fitzmaurice-Kelly repite del primero: “No será exagerado afirmar que la Historia de Ticknor apenas podría haber sido escrita sin la asistencia de Gayangos”{11}.

En vez de seguir el riguroso orden cronológico, el historiador ha presentado los acontecimientos agrupados parcialmente. La Historia del reinado de Felipe II ofrece un completo cuadro de la sociedad, vida y costumbres españolas en las últimas décadas del siglo XVI. Como españoles hemos de sentir natural gratitud por el historiador norteamericano, que nos ha trazado la figura del monarca con cabal justeza, sin recargar los tintes sombríos de su carácter y de sus acciones, y sin pretender tampoco descargarle de la justa responsabilidad que ante la Historia le corresponde por muchos de sus actos como gobernante, como católico y como hombre. La personalidad de Felipe II está perfilada con toda su majestad e indisputable grandeza, aunque también con sus pasajeras flaquezas y debilidades. Prescott era un espíritu sereno, incapaz de fanatismos de ningún género. En carta fechada el 31 de Agosto de 1846 y dirigida a, D. Pascual Gayangos, afirma que, aunque hijo de una democracia, no es “intolerante, sin embargo, se lo aseguro. No soy amigo de la intolerancia en política o religión, y creo que los sistemas no son tan importantes como la manera de llevarlos a la práctica”. Y lo más peregrino del caso es que, personalmente, Prescott sentía una gran animosidad contra el monarca español, que desahogaba en privado, pero la cual no trasciende a sus escritos, donde siempre o casi siempre, le vemos sereno e imparcial. En su historia de Felipe II no se leerá nada por el estilo de las siguientes líneas, entresacadas de una carta que en 25 de Abril de 1855 escribía a Lady Lyell: “…Si fuere al cielo, después de haber abandonado este cochino mundo, encontraría allí muchos conocidos… ¿No cree usted que Isabel [la Católica] me dispensaría una benévola acogida?…  Pero hay uno que estoy seguro me recibirá con ojeriza, y ese es precisamente el hombre a quien estoy dedicando dos voluminosos tomos. Con todo mi buen corazón, no puedo lavarle y dejarle siquiera en pardo muy obscuro. Es negro de pies a cabeza. Mi amiga, la señora Calderón, no me perdonara jamás. ¿No es caritativo conceder a Felipe un lugar en el cielo?” Como españoles, repito, hemos de sentir gratitud hacia el historiador yanqui al reivindicar, en parte, la personalidad de Felipe II, tan implacablemente calumniada en todos los tiempos, porque Felipe II era la encarnación del alma española de su época, porque Felipe II fue el monarca más español que nos han dado las casas extranjeras de Habsburgo y Borbón, español hasta los tuétanos, con las virtudes y muchos de los defectos de la gente española de su época. Y condenar a este soberano era poco menos que condenar a la España intelectual y política de la segunda mitad del siglo XVI. Se le ha reprochado a este monarca su crueldad, como si la clemencia hubiera sido patrimonio de los gobernantes de aquellos tiempos. Recuérdese a sus contemporáneos Isabel de Inglaterra y Enrique III de Francia. Fue gobernante cruel, pero no al modo ordinario, por instintos crueles, sino por fanatismo y extremado amor a su patria. Fue cruel con un fin claro y que a sus ojos todo lo justificaba: servir a su patria y a su Dios. Se le ha reprochado sobremanera su desconfianza y receloso espíritu; desconfiaba, dicen, de Francia, de los Países Bajos, de Inglaterra, de la República veneciana. Pues todos ellos vinieron a justificar más tarde sus recelos. Desconfiaba de sus ministros. Mas véase en los reinados posteriores si tal linaje de políticos podía merecer la confianza de un rey prudente. Volviendo a su historiador, diremos que este no nos pinta solo al Felipe II sombrío, duro, fanático, belicoso, sino también al monarca liberal, prudente, perspicaz, laborioso, artista, frugal y humilde.

La negra leyenda sobre Felipe II tiene su origen en el mismo siglo XVI, que Antonio Pérez, para tomar venganza del monarca, da a la luz pública sus Cartas y Relaciones, y, algunos años antes, el príncipe de Orange publica su Apologie ou défense du très illustre Prince Guillaume, par la grâce de Dieu, Principe d'Orange, contre le Ban et Edict publié par le Roi d'Espagne par lequel il proscrit le dict Seigneur Prince, dont aperra des calomnies et faulses acusations contenues dans la dicte Proscriptions, dirigida a los reyes, príncipes y potentados de Europa, en la que se defiende de las acusaciones de ingrato y traidor que contra él había lanzado Felipe II, y, a su vez, delata al monarca español de incestuoso, bígamo, adúltero y asesino, pintándole a él y a sus vasallos con los tintes más sombríos. A medida que pasa el tiempo, la personalidad de Felipe II de España se esclarece y recobra su humana apariencia, dejando de ser para los historiadores imparciales el demonio del Mediodía. Después de Prescott, aunque haya alguno que otro historiador, como Motley, que vuelva a copiar de antiguos autores la leyenda negra, los más y los mejores le juzgan con un criterio favorable: Gachard, en Correspondence de Philippe II sur les affaires des Pays-Bas (Bruxelles, 1848-79), La déchéance de Philippe II (Bruxelles, 1863) y Don Carlos et Philippe II (París, 1867); Nameche, en Le règne de Philippe II et la lutte religieuse dans les Pays-Bas au XVI siècle (París, Louvain, 1885-87); Mouy, en Don Carlos et Philippe II (París, 1888); Hume, en Philippe II of Spain (London, 1899), y otros historiadores hasta llegar a Clauzel, quien en su obra Etudes humaines; Fanatiques: Philippe II d’Espagne (París, 1913), retrata al soberano español con mano reparadora y justiciera.

No hay que decir que el rey es la figura central de la obra de Prescott. Ya lo había él declarado: “El carácter de Felipe será el que domine y rija a todos los demás, y su política será el objeto de preferente atención, a la cual casi todos los acontecimientos de su reinado pueden, en cierto grado, asignarse. Se verá, sin duda, que su política tiene por fin el establecimiento de la religión católica y del poder absoluto. Estos fueron los objetivos que siempre tuvo presentes, y así ha de tenerlos, por consiguiente, el historiador como norte de su complicada historia”{12}.

El historiador descubre una gran simpatía por don Juan de Austria; pero ¿cómo es posible seguir paso a paso la historia de este hombre extraordinario, sus hazañas de guerrero, sus triunfos como político, sus nobles hechos, ni contemplar su gallarda y apuesta figura, la virtud de sus acciones, su caballerosidad, su valor, su liberalidad, sin sentirse arrebatado por el entusiasmo, por muy historiador que se sea? Pues no están en dos cuerpos la mente del historiador y el corazón del hombre. ¿Cómo sería posible sacar a la escena histórica al prototipo del héroe caballeresco, sin poner en las palabras algo del fuego del sentimiento? Como el mismo Prescott ha dicho, “los caracteres nobles e interesantes, naturalmente suscitan una especie de parcialidad, análoga a la amistad, en la mente del historiador, acostumbrado a su diaria contemplación”{13}. Mientras la Historia no vuelva a ser un mero y frio relato de los hechos, y el historiador una suerte de fósil, imposible será que aquella no lleve en sus páginas ese tibio. sentimiento, ese calorcillo humano que en ellas pusiera el autor.

La Historia del reinado de Felipe II, Rey de España está, por desgracia, incompleta. Cuando el autor se disponía a redactar el cuarto volumen, un ataque de apoplejía fulminante le arrebato la vida el día 28 de Enero de 1859, día de luto para las letras de Norte-América y de Castilla. Murió sin haber visto la península más que con las pupilas del alma.

Las dos restantes obras hispanistas de Guillermo Hickling Prescott –Historia de la conquista del Perú, con una ojeada preliminar a la civilización de los Incas (1847), y Relato de la vida del Emperador Carlos V desde su abdicación, como complemento de la Historia del reinado del Emperador Carlos V, del historiador inglés Robertson, que, con una nueva edición de esta obra, publica en 1856– son, comparadas con las producciones precedentes, de secundaria importancia. Solo diremos que la primera nos recuerda a cada paso la Conquista de Méjico, en cuanto a las descripciones de lugares y hechos, que el estilo es brillante, aunque sin alcanzar el grado de esplendor de aquélla; interesante, como una buena novela, la narración, y notables muchos juicios sobre la obra de los conquistadores; pero muy inferior, desde luego, a la Conquista de Méjico. En cuanto a la parte arqueológica, reclama con mayor urgencia que aquélla una revisión. El suplemento a la Historia de Robertson, sobre la vida del Emperador desde su abdicación hasta su muerte, aunque brevísimo, es notable por los nuevos documentos de que se sirviera, y los cuales le permitieron rehacer enteramente la historia de los últimos años de Carlos V. Claro está que en la actualidad es la obra de Armstrong{14} y la excelente Vida y estancias del Emperador Carlos V, de don Manuel de Foronda, las que han de consultarse.

Tiene Prescott también un estudio acerca de Cervantes; una crítica de la Conquista de Granada, de Washington Irving, en la cual habla en realidad de este acontecimiento por cuenta propia, sin apenas referirse al autor citado; y otra crítica de la Historia de la literatura española, de Ticknor, donde se extiende en personales consideraciones y juicios críticos sobre las letras castellanas. Estos tres estudios se encuentran en su Biographical and Critical Miscellanies, libro publicado en 1845.




{1} George Ticknor, Life of William Hickling Prescott. Philadelphia, 1875, pág. 63.

{2} Quarterly Review, 1839, vol. LXIV, pág. 58.

{3} Ob. cit., pág. 96

{4} History of the rein of Ferdinand and Isabella the Catholic. Philadelphia, 1872, pág. 9

{5} Abbé Mignot, Histoire des rois Catholiques Ferdinand et Isabelle, París, 1776; Rupert Becker, Geschichte der Regierung Ferdinand des Katholischen, Prag und Leipzig, 1790; ambas citadas por Prescott.

{6} Prefacio a la edición de Filadelfia de 1872, pág. 12.

{7} Life, págs. 204-205.

{8} William Hickling Prescott, Biographical and Critical Miscellanies. Philadelphia, 1882, pág. 83.

{9} F. L. Jeffrey, Letter to Nupier, 22 de Abril de 1845. (En Selections from the correspondance of Macwey Napier, London, 1877, pág. 489.)

{10} Life, pág. 270.

{11} Revue Hispanique, 1897, vol. IV, pág. 340.

{12} Life, pág. 274.

{13} History of the Reign of Ferdinand and Isabella The Catholic. Philadelphia, 1872, pág. 14.

{14} The Emperor Charles V, by Edward Armstrong (2 vols.). London, 1902.