Filosofía en español 
Filosofía en español


Los precursores ❦ Capítulo V

Jaime Russell Lowell
(1819-1891)

Comparada con la labor españolista de los autores precitados, la de Lowell ocupa un lugar muy secundario. Su gran obra hispanista, por otra parte, no está en el campo de la producción literaria, sino en la clase de lengua y literatura española de la Universidad Harvard –donde sucediera a Longfellow–, y acaso, ligeramente, en la diplomacia. En la respetable cátedra de Harvard dio a conocer nuestro idioma e historia literaria con gran celo y amor. Su erudición en materias de filología y literatura europeas, en general, parece haber sido extraordinaria. De su admiración por nuestros clásicos, en particular por Calderón, nos hablan todos. “Jamás dejaba de extenderse en este punto [cuán grande fue Calderón] siempre que la conversación recaía sobre la literatura española”{1}. Para Lowell, nuestra producción dramática y poesía popular eran las más ricas de Europa. De los romanceros españoles afirma que constituyen, sin duda alguna, “la poesía popular más original y seductora de que tenemos noticia”{2}. Adora el ingenio de Calderón y pone por las nubes de la fama a Cervantes, descubriendo por todas partes, en la literatura extranjera, el influjo del Príncipe de los Ingenios, como padre de la novela moderna y del moderno humorismo. “Vemos sus huellas –escribe– en Molière, en Swift, y más claramente aún en Sterne y Richter. Fielding se lo asimiló y copióle Smollet{3}. Scott fue su discípulo en el Anticuario, la más deliciosa de todas sus deliciosas novelas. Imitóle Irving en su Knickerbocker y Dickens en Apuntes de Pickwick. No lo refiero en menoscabo de la originalidad de estos escritores, sino para mostrar la potente y maravillosa originalidad de aquél”{4}.  Claro está que Lowell no se propuso hacer una lista de cuantos autores se inspiraron en Cervantes, porque entonces hubiera citado, entre los ingleses, los nombres de Samuel Butler, cuyo poema Hudibras{5} tiene por base a Don Quijote; Pope y Arbuthnot, autores de unas Memorias extraordinarias de la vida, obras y descubrimientos de Martín Scriblerus{6}, que muestran clarísimas huellas del influjo cervantino; Middleton y Rowley, los cuales extraen su tragicomedia La gitana española{7} de dos novelas de Cervantes (La gitanilla de Madrid y La fuerza de la sangre); de la colección de Novelas ejemplares vienen también al mundo británico La reina de Corinto{8}, Romería de amor{9}, y algunas más de Fletcher y sus colaboradores, y Una real hembra{10} de Massinger, así como de Persiles y Segismunda, las Usanzas del campo{11} de aquél y este en colaboración; y finalmente, entre otros muchos insignes británicos que imitaron o copiaron a Cervantes, o en él se inspiraron, cabría citar a Goldsmith, Thackeray y Bulwer.

En su patria, fue Jaime Russell Lowell crítico distinguido, poeta, político y celoso ciudadano. En 1877 declinó el nombramiento de Embajador de su país en Viena y en alguna otra Corte europea; mas al despedirse del Sr. Howells, quien en nombre del Gobierno habíale ofrecido dichas Embajadas, le dijo intencionadamente: “Me gustaría ver una comedia de Calderón”{12}. Conforme a sus deseos, fue nombrado a poco Ministro de los Estados Unidos en Madrid, cuyo puesto desempeñó desde 1877 hasta 1879. Las relaciones entre ambos países eran muy tirantes a la fecha de su designación, en consecuencia de ciertos incidentes relacionados con el filibusterismo cubano; pero el tacto de Lowell, su conocimiento de nuestra literatura y admiración por ella, y su general simpatía por el pueblo español, impresionaron tan favorablemente en la Corte de España, que los problemas pendientes entre los dos Gobiernos se fueron solucionando satisfactoriamente, hasta restablecerse la más completa armonía. Jaime R. Lowell fue amigo íntimo de Silvela, con quien solía departir sobre temas literarios, y uno de los diplomáticos mejor acogidos por D. Alfonso XII. Elegido miembro honorario de la Real Academia Española, acostumbraba a concurrir a sus sesiones con gran asiduidad, tomando parte en los debates.

Sus cartas desde la península acerca de los asuntos del país rebosan chispeante ingenio y saladísima gracia. Son muy interesantes y divertidas; pero aun teniendo alguno que otro particular acierto, carecen en general de aquellos perspicaces atisbos, de aquella clara comprensión del alma y la vida española que hallamos en Irving, Longfellow y aun en Ticknor. Recréase el autor, en esa correspondencia, con los juegos de palabras y las frases detonantes y pintorescas, mas sólo acá y allá se encuentran algunos aislados juicios sólidos y certeros. Como diplomático hubo de interesarse particularmente por la política del país; y en esta materia sí tiene muchas observaciones perspicaces y justas. Pero aun en la política, llevando una vida oficial por exigencias de su cargo, lejos del pueblo y familiarizado sólo con los elementos directores de la opinión española, no estaba tampoco en las mejores condiciones para informarse de la vida nacional. Sin embargo, bien porque las ideas que nos expone en este punto fuesen y continúen siendo en nuestros días lugares comunes, tratados por la prensa diariamente, o bien porque fueran los males muy generales y patentes en España, es lo cierto que Lowell, que siempre suele errar al hablarnos de la vida y carácter españoles, que desconoce casi del todo –no obstante hallarse tan familiarizado con nuestra literatura–, nunca falla en sus juicios sobre políticos o politiquerías del país. Nada importa que sus pronósticos no llegaran a realizarse, o mejor dicho, que aún no se hayan realizado. En lo fundamental, en lo que constituye el fondo –¡ese fondo tan cenagoso y obscuro de la política española!–, nuestro autor ha adivinado la verdad.

Veamos qué le parece España a “José Bighlow”, que tal fue el nombre familiar –tomado, según es sabido, de un personaje de sus Papeles de Biglow– con que le saludó la prensa madrileña. “El clima –decía– supera a cuantos he conocido jamás… Este aventaja al de Italia. ¡Qué limpidez en el cielo!”{13}. Le agradan los españoles. Cree tener en su propia naturaleza algo de común con estas gentes. En los tiempos que corren, tan prácticos y mercantiles, suele hacerse, en opinión suya, gran injusticia a los españoles. Son los orientales de Europa “en un grado tal –escribe desde Madrid a Tomas Hughes, el 17 de noviembre de 1878– que es preciso vivir entre ellos para concebirlo”. Pero ya están despertándose. “La dificultad consiste en que les tienen sin cuidado una porción de cosas, respecto de las cuales somos nosotros bastante bobos para preocuparnos...” En el libro intitulado Del Amor, de Enrique Beyle, se hallara un pensamiento idéntico. Y el escritor francés sí conocía en realidad al pueblo español: “Desconoce (el español) muchas pequeñas verdades de las cuales están infantilmente orgullosos sus vecinos; pero conoce a fondo las grandes verdades, y posee carácter e inteligencia para seguirlas hasta sus más remotas conclusiones”{14}.

A renglón seguido –en su carta a D. Tomás Hughes–, hace Lowell una observación de cuya inexactitud podrán juzgar cuantos hayan visitado la península. “Y en el libro Mayor, el balance de moralidad no les es tan enteramente satisfactorio como a algunas otras naciones más avanzadas.” Después, manifiesta a su amigo que los españoles se sirven de razas inferiores para que laboren por ellos en el terreno intelectual y en la palestra política. Ignoramos lo que ha querido decir. He aquí su propia frase: “Emplean razas inferiores, como los romanos hicieron, para que pasen por ellos las fatigas de las labores intelectuales, de su política, economía, ciencia y similares. Pero están avanzando, y uno de estos días... Mas no haré profecías. Baste saber que tienen muchos sesos cuando quiera que su hidalguía “condesciende” en utilizarlos. Sacan buen partido de este mundo a poco precio, y no están lejos de la sabiduría, si es que los ancianos filósofos griegos que suelen sernos presentados como ejemplo, sabían algo en la materia.”  Lowell se complace en repetir en medio de sus censuras, una y otra vez, lo mucho que le agrada el pueblo español. Y esto, no obstante ponernos a menudo de oro y azul y decir, entre otras cosas, con maligna gracia: “Un apotegma he grabado ya en bronce: El español ofrece a uno su casa, pero jamás una comida dentro” {15}. Todos los viajeros en trenes españoles habrán tenido ocasión de observar la espontaneidad e insistencia con que los españoles suelen ofrecer, aun al compañero de viaje desconocido, con quien acaso no hayan cambiado una palabra, la merienda. Y si tal ocurre entre gentes extrañas, no hemos de esperar menos de los amigos. Para el escritor norteamericano no es, sin embargo, como para tantos otros, mera leyenda la vieja hidalguía castellana, de la cual nos dice que, para ciertas cosas, aún queda mucha.

A juicio suyo, España es una nación eminentemente republicana en los principios y las prácticas sociales. “Aunque, como ya he expresado, los instintos (acaso debiera decir los hábitos) del absolutismo son todavía predominantes, en los últimos cuarenta años se ha verificado un gran cambio en el pueblo español. La clase media se ha educado, se ha enriquecido y tiene conciencia de su valor, como clase social, y de su consiguiente poder. Estarían contentos, o en cualquier caso tranquilos, bajo una monarquía constitucional, dentro de la cual las elecciones, la prensa, la educación y las creencias religiosas fueran libres; pero en la teoría y en las costumbres sociales, son republicanos”{16}. Algunas páginas más adelante, volviendo a recaer su atención sobre el mismo asunto, insiste en que los españoles, por sus hábitos republicanos o liberales en el trato social, que considera universales en la península desde larga fecha, están mejor preparados de lo que a primera vista pueda parecer para un régimen republicano. “Cada español es un caballero, y cada español puede elevarse desde el puesto más humilde a los más altos e influyentes. Tal vez sea esto, en parte, una herencia de los árabes que ocuparon España. Del rey abajo, ninguno, es un anciano proverbio español que da a entender la igualdad de todos los que están por debajo del Rey”{17}. En lo que respecta al espíritu democrático de los españoles, casi todos los viajeros conciertan. Uno de esos peregrinos literarios y artistas que ha recorrido toda España, y llegó a convivir con gentes de toda clase y condición, en la ciudad y en los campos, L. Higgin, declara igualmente “que no hay nación en el mundo más intensamente democrática que España”{18}.

Nuestro sagaz “José Bighlow” ha señalado con pulso firme los males de la corrompida y bochornosa política de este país, que, según expresión suya, ha tenido demasiada gloria y pobrísimo manejo casero; hablándonos de la centralización de la vida nacional, del personalismo en política, de la inconsciencia y versatilidad de los satélites políticos, que no saben sino arrimarse al sol que más calienta, y de la empleomanía. “Existen partidos con principios u opiniones más o menos definidos; pero la voluntad, las ideas, las aspiraciones y casi puedo decir la propia existencia de todos ellos, me parece que en España están más completamente personificados por ciertos jefes que en nación alguna, y en los cuales las ambiciones egoístas son capaces, antes o después, de usurpar el lugar de los principios y cuyos partidarios inconscientemente acaban por sobreponer el personal interés de aquellos a los intereses del país”{19}. Como se ve, Lowell ha puesto el dedo sobre la úlcera de nuestros males; males tan hondos y arraigados en la vida nacional que van ya pareciendo irremediables. Cuando en la política española surge un hombre con el alma limpia, con fe robusta y robusto brazo, ese hombre cae presa de la nacional conjuración contra la honradez política. Un hombre hay en la vida pública española que, desde las cumbres del Poder, ensayó de veras, con hechos, ennoblecer la política y purificara de sus vicios y corruptelas tradicionales; y ése es precisamente el que más hondo ha caído y el que más se esforzaron en desprestigiar sus enemigos, en España y fuera de ella, encontrándose en la actualidad poco menos que incapacitado, por el veto de los partidos radicales, para gobernar.

Las siguientes líneas también son de una triste actualidad. Parece una gacetilla de las que solemos leer a diario en la prensa. Habla Lowell de la empleomanía, y habla en estos términos: “La empleomanía, que es la carcoma de España, como amenaza serlo de los Estados Unidos, suministra a cada jefe una banda de adictos, momentáneamente devotos, siempre dispuestos a pasarse a las filas de otro jefe que más prometa, como una nube de mosquitos vaga indiferente de la cabeza de un transeunte a la de otro”{20}.

Los malos gobernantes, los gobernadores pesimistas, o indiferentes, o poltrones; los nada previsores y que sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena; los que van a los altos y pequeños cargos para mantener funcionando la maquina política, porque no sería cosa de pararla enteramente, pero que apenas si se esfuerzan por mejorarla o activar la combustión; los que miran al porvenir con una mirada escéptica y pesimista, y quienes, no teniendo fe en el pueblo ni en ellos mismos, mejor estarían en su casa; los que se meten por los terrenos de la política para lucrarse o beneficiar al parentesco, y nada más; tales son los políticos que desde tiempo inmemorial venimos padeciendo los españoles, en culpa de nuestra negligencia, pesimismo y cobarde ecuanimidad. No creo que exista en la tierra otro pueblo más severo y exigente que el nuestro en puntos de honor y personal moralidad, ni tampoco más benévolo para transigir con la inmoralidad en la esfera política, ni más corrompido en sus costumbres políticas, ni más débil y mansurrón para someterse a caciques y rabadanes. ¡Y lo hacen tan mal los voceros y pericones de la política española! “Triste es reflexionar –escribe Larra– que entre los muchos hombres que han inmortalizado su nombre en las páginas de nuestra historia, es contado el número de los que han influido en su prosperidad”{21}. La incredulidad política de los provincianos, su indiferencia ante el sufragio, su mansedumbre cobarde bajo las herraduras del cacique, nace, en parte, de esta fatalidad de los malos gobiernos. Acaso, también, pueda volverse la oración por pasiva... Claro está que los pueblos viriles e ilustrados se sacuden –al menos en teoría– los malos gobiernos; mas en el mejoramiento y depuración de los procedimientos y costumbres políticas aún nos queda mucho por hacer en España.

Tornemos a Jaime Russell Lowell. Sólo cinco composiciones de tema español hemos podido encontrar en su obra poética. Una bellísima, intitulada Prisión de Cervantes; el inspirado soneto A la muerte de la Reina Mercedes; El Ruiseñor en el estudio, en la que quiso pagar un tributo al genio de Calderón; Casa sin alma, y Tres escenas en la vida de un retrato{22}. El Ruiseñor en el estudio, aunque composición breve, es bastante inspirada y original. En una carta a “Mrs” fechada en Elmwood el 21 de septiembre de 1875, fijaba Lowell el origen de este poema en los siguientes términos: “Cuando peor estaba no podía encontrar lectura alguna que me apartase el pensamiento de mí mismo, hasta que me acordé de Calderón. Cogí un volumen de sus comedias, y media hora después estaba completamente absorto en su lectura. Es ciertamente uno de los más maravillosos poetas. He pagado la deuda que por esto tengo con él contraída en un poema: El Ruiseñor en el estudio”. La sextilla Casa sin alma, que lleva por subtítulo Recuerdos de Madrid, aunque trivialisíma, ofrece el interés de ser la única composición –que yo sepa– escrita por autor norteamericano en lengua española. Escuchadla:

Silencioso por la puerta
Voy de su casa desierta,
Do siempre feliz entré,
Y la encuentro en vano abierta
Cual la boca de una muerta
Después que el alma se fue.

El origen de esta sextilla, que tiene algo de balbuceo infantil, lo consigna el poeta en una carta que escribiera a su amiga Doña Emilia Gayangos de Riaño en 18 de septiembre de 1878: “Copio algunos versos (no los llamaré españoles) que me vinieron a la mente al pasar un día por su casa, cuando usted se hallaba ausente. Son los primeros que jamás intenté escribir y deben de ser los últimos”{23}.

El soneto A la muerte de la Reina Mercedes es uno de los más lindos y pulidos que se deben a la pluma del distinguido vate norteamericano. Diremos de paso que era Lowell un admirable satírico, en prosa y verso, humanista y crítico sagaz. Fue uno de los primeros poetas eruditos de su patria, aunque más que inspirado poeta, era elegante retórico. Por eso vémosle elevarse a mayor altura cuando canta lo objetivo, el mundo externo, que en las efusiones de su reino interior. El referido soneto es uno de los suyos más justamente celebrados. A la muerte de la primera esposa de D. Alfonso XII, la precitada amiga del poeta, Doña Emilia Gayangos de Riaño, sugiriole la idea, que tanto había de agradecer el Monarca, de dedicar unas lineas a la memoria de la reina Mercedes. Con fecha 13 de julio de 1878, Lowell escribía a Doña Emilia en los siguientes términos: “Anoche me ordenó usted un poema. Me aventuro a remitirle en la inmediata hoja, catorce [líneas] que compuse la noche pasada mientras trataba de conciliar el sueño”. Y en carta a su hija, escrita en Madrid el 26 del mismo mes y año, dice, refiriéndose a la reina Mercedes: «Difícil sería imaginarse nada más trágico que las circunstancias de su muerte. Mientras los cañones hacían salvas en honor del decimoctavo aniversario de su nacimiento, ella estaba recibiendo la Extremaunción, y cuatro días después vimos conducirla a su lúgubre tumba del Escorial, seguida del coche y los ocho caballos blancos que la habían llevado en triunfo el día de su boda desde la iglesia al palacio. Los pobres brutos agitaban ahora sus penachos tan orgullosamente como antes. Su muerte es en realidad una pérdida pública. Era amable, inteligente y sencilla; si no hermosa, tenía buen parecido; y estaba haciéndose ya popular.”  Y en su honor y memoria, había compuesto el soneto que va a continuación:

Hers all that Earth could promise or bestow,
Youth, Beauty, Love, a crown, the beckoning years.
Lids never wet, unless with joyous tears,
A life remote from every sordid woe,

And by a nation's swelled to lordlier flow.
What lurking-place, thought we, for doubts or fears,
When, the day's swan, she swam along the cheers
Of the Alcalá, five happy months ago?

The guns were shouting Io Hymen then
That, on her birthday, now denounce her doom;
The same white steeds that tossed their scorn of men

To-day as proudly drag her to the tomb.
Grim jest of fate! yet who dare call it blind.
Knowing what life is, what our humankind?

Jaime Russell Lowell emprendió la traducción al español, acaso en colaboración con su profesor, D. Hermenegildo Giner de los Ríos –de cuyos talentos y noble carácter hace cumplido elogio–, de un opúsculo del naturalista Carlos Darwin, según comunica, en carta de 1.º de septiembre de 1878, a la señora W. E. Darwin, hija del sabio inglés. Suponemos que no llegaría a publicar la traducción –si es que la terminó–, pues ni en su correspondencia, ni en la bibliografía de sus obras hemos vuelto a encontrar ninguna otra referencia a dicha versión.




{1} William Dean Howells, Familiar Spanish Travels. New-York and London. 1913, pág. 118.

{2} James Russell Lowell, Literary and political addresses. Boston and New-York, 1892, pág. 116.

{3} Parece exacta la expresión que Lowell emplea respecto de Fielding. El autor británico se lo asimiló, en efecto; antes de abandonar las aulas universitarias ya le vemos planear una comedia titulada Don Quijote en Inglaterra, y años después, el título original con que bautiza su primera novela, es Historia de las aventuras de ]osé Andrews y su amigo Don Abrahan Adams, escrita a la manera de Cervantes.

{4} Literary, &c., págs. 135 y 136.

{5} Publicado en tres partes: 1636, 1664 y 1678.

{6} Memoirs of the extraordinary life, works, and discoveries oj Martinus Scriblerus, 1741.

{7} The Spanish Gipsie, 1618.

{8} The Queene of Corinth, 1618.

{9} Lovers Pilgrimage, posterior a 1647.

{10} A Very Woman, or the Prince of Tarent, 1634.

{11} The Gustome of the Country, 1619.

{12} William Dean Howells, My literary friends and acquaitances. New-York, 1895, pág. 238.

{13} James Russell Lowell. A biography, by Horace Elisha Scudder. Boston and New-York, 1901, vol. II, pág. 228.

{14} De Stendhel, De l'amour. París, 1876, pág. 146.

{15} Letters of James Russell Lowell, edited by Charles Eliot Norton. New-York, 1894, vol. II, pág. 222.

{16} Impressions of Spain, by James Russell Lowell. Compiled by J. B. Gilder. Boston and New-York, 1899, pág. 34.

{17} Ídem, pags. 39 y 40.

{18} L. Higgin: Spanish life in town and country. New-York and London, 1902, pág. 6.

{19} Impressions, &c., pág. 25.

{20} Impressions, &c., págs. 26 y 27.

{21} Obras completas de Fígaro (Mariano José de Larra). París, 1870, vol. II, pág. 161.

{22} Poesía publicada por Dona Emilia Gayangos de Riaño en The Century Magazine, June, 1900, vol. LX, pág. 293.

{23} The Century Magazine, June, 1900, vol. LX, pág. 292.