Los precursores ❦ Capítulo IV
Enrique Wadsworth Longfellow
(1807-1882)
Ocho meses pasó Longfellow en España, el año 1827. En su obra literaria y en su correspondencia revela tanto entusiasmo por la península como certera comprensión del carácter y las costumbres de nuestro pueblo. El poeta, en sus años más románticos, ha visto con clarísima mirada muchos puntos capitales en que otros viajeros, sesudos y graves observadores, erraron. Con excepción de Borrow y Gautier, todos o casi todos aseguran, por ejemplo –tal vez por cuadrar mejor a la España pintoresca y africana– , que somos un pueblo de creyentes, de fanáticos, que media España, con beneplácito de la otra mitad, volvería a encender con gusto la hoguera para asar en ella a los impíos de casa y a los extranjerotes que siguen a Lutero, Calvino y al zancarrón de Mahoma, y que si algún Gobierno se atreviera a abrir las puertas de par en par a los judíos, se armaría en la península la de Dios es Cristo{1}; que, en materias de religión, somos irreductibles, intransigentes, violentos; cada español un Torquemada. Tales cosas suelen decir, puestos ya en el disparador, que me figuro que más de un extranjero ha de palidecer un poco al pisar la frontera. Para Longfellow, la muy católica España, en el verdadero sentido religioso, es poco menos que un mito. “Los españoles, en materias de fe –escribe a su padre en carta fechada en Madrid el 16 de Julio de 1827–, son la gente más obediente del mundo. Darán crédito a cualquier cosa que el sacerdote les diga, sin preguntar el porqué ni el cómo. Mas al propio tiempo, como de ello puede inferirse fácilmente, tienen tan poca religión verdadera como puede tenerse sobre la faz de la tierra. En realidad, su religión puede compararse justamente con uno de esos tenduchos de comestibles de la calle Green, que tienen todo su surtido de azúcar, sombreros e imágenes pintarrajeadas, en el escaparate”{2}. El símil, cuando menos, es algo duro. Gautier también vino a decir después: “La devoción proverbial de los españoles me parece bastante enfriada.” Y, con ese dogmatismo característico del pensamiento francés, añadía: “La España católica no existe ya. . . Demoler los conventos les parece el colmo de la civilización”{3}. Ya recogeremos, más adelante, juicios más maduros y prudentes, y de mayor actualidad, de otros viajeros.
Si Jorge Ticknor encontró ruda a la clase media española –y no vamos a suponer que le pareciese más cortés la clase baja–, Longfellow juzga a los españoles, en general, extremadamente corteses y afectuosos. “El exterior del carácter español –escribe a su hermana, desde Madrid, el 15 de Mayo de 1827–, es orgulloso y, por este motivo, un poco retraído al principio. Mas, hay en él una cálida corriente de noble sentimiento que mana derecha del corazón. Los españoles son, al mismo tiempo, la gente más cortes acaso del mundo. No es posible imaginar cuán cumplidos son.” De las mujeres, alaba el poeta su arte de conversar. “La gracia de la mujer española y la belleza de su lenguaje hace su conversación completamente fascinadora”{4}. Cosa parecida había de decir al siguiente año Washington Irving, en términos expresivos. “Estoy persuadido –afirma el cantor de la Alhambra, en carta al príncipe Dolgorouki, fechada en Sevilla el 21 de Julio de 1828– de que el gran hechizo de las mujeres españolas proviene de su natural talento, de la vehemencia y espiritualidad que luce en sus ojos negros y fulgurantes, y trasciende a toda su persona en el curso de una conversación interesante.”
En el capítulo El breviario del peregrino, de su volumen Ultramar{5}, tiene Longfellow un encendido elogio para Granada y la Alhambra. Y en su diario, con fecha 11 de Noviembre de 1827, consigna: “No pasé en Granada sino cinco días. Mas en estos cinco casi viví una centuria. Ningún periodo de mi vida se ha deslizado tan semejante a un ensueño. Fue una temporadilla de la más singular emoción para mí.” En el capítulo titulado España, del precitado libro, escribe en prosa elocuente los siguientes párrafos: “Mis recuerdos de España son de los más vivos y deliciosos. La índole del país y de sus habitantes, las borrascosas montañas y los libres espíritus del Norte, la pródiga exuberancia y ufana voluptuosidad del Sur, la historia y tradiciones del pasado, más semejantes a la fábula romancesca que a la austera crónica de los acontecimientos, un idioma suave y, no obstante, majestuoso, que resuena como música marcial, y una literatura rica en los atrayentes géneros de la poesía y la novela; esas, pero no esas solamente, son mis reminiscencias de España. . . Al escribir estas palabras, una sombra de tristeza invade mi espíritu. Cuando pienso lo que esa tierra gloriosa pudiera ser, y lo que en realidad es, lo que la Naturaleza quiso que fuera y lo que los hombres han hecho de ella, siento dolor en el corazón. Mi ánimo instintivamente retrocede de la degradación presente a las glorias del pasado, o, mirando hacia adelante, con vivos recelos, pero con más vivas esperanzas aún, interroga el futuro… El polvo del Cid yace mezclado con el polvo de la Vieja Castilla; mas, su espíritu no está sepultado con sus cenizas. Dormita, pero no ha muerto… Del carácter nacional de España, tengo la impresión de que sus rasgos prominentes son un noble orgullo, de nacimiento, una supersticiosa devoción por los dogmas de la Iglesia, y una nativa dignidad, que se muestra aún en las cosas molientes y corrientes de la vida. El orgullo castellano es proverbial. Un mendigo se envuelve en su capa andrajosa con toda la dignidad de un senador romano, y el arriero cabalga en su bestia de carga con aire de gran señor. También me ha parecido que tiene el carácter español un dejo de melancolía. Su música nacional es característica por el tono triste; y en ocasiones, la voz de un campesino, que canta en el silencio y la soledad de las montañas, nos llega al oído como un canto funeral. Hasta los días de fiesta españoles tienen un sello de tristeza… Del mismo carácter grave, sombrío, es la favorita fiesta nacional: la corrida de toros. Es una diversión bárbara, pero, entre todas, la más animada, la más emocionante; y, en España, ninguna tan popular”{6}. Su biógrafo, Samuel Longfellow, confirma el hechizo que para el poeta tuvo España. “Le atraía con los encantos más románticos en los más románticos años de su vida. Siempre hablaba de ello con calurosa vehemencia e interés. Uno de sus últimos poemas, Castillos en España, está compuesto con las reminiscencias de esta visita. En años posteriores, estuvo tres veces más en Europa, pero jamás volvió a visitar a España. No quería romper el hechizo de aquella temprana época”{7}.
Raro es que al mencionar la labor de un hombre eminente, como Longfellow, erudito, profesor distinguido y excelente poeta, se consigne a la par, como título de honor, su calidad de traductor. Tal es, no obstante, el caso de nuestro poeta. Poseía Longfellow un talento poco común para verter a su idioma materno la poesía extranjera, hasta el punto de parecer sus versiones escritas en ingles directamente; tanta es su lozanía y flexibilidad. Y ello, sin embargo de respetar estrictamente, casi literalmente, el sentido y el metro del original. Crítico hubo que juzgó su versión en lengua inglesa de la Divina Comedia –precisamente una traducción–, la mejor obra poética de Longfellow. Su claridad de concepción y maestría técnica, el constante dominio de sus facultades, su facultad característica de adaptarse al espíritu y la letra del original, un conocimiento profundo de varios idiomas y literaturas, que le permitió verter un centenar de poesías de diez y ocho lenguas extranjeras, habían de hacer del inspirado vate norteamericano un excelente traductor. Era el más indicado para dar a conocer en su patria el copioso fruto de los ingenios poéticos de Europa.
En su novela Kavanagh pone en labios de un personaje los siguientes conceptos que, como visible doctrina del autor, revelan la importancia que a sus ojos tenía esta labor de traducciones: “El nacionalismo es bueno hasta cierto punto, pero el universalismo es mejor. Lo mejor de los grandes poetas de todos los países no es lo que poseen de nacional, sino lo que poseen de universal. Sus raíces están en la tierra natal, pero sus ramas se mecen en esa atmósfera común que tiene el mismo lenguaje para todos los hombres… Como la sangre de todas las naciones está mezclada con la nuestra, así sus ideas y sentimientos se incorporarán finalmente a nuestra literatura. Tomaremos de los alemanes ternura; del español, pasión; del francés, vivacidad, para incorporarlos más y más a nuestro sólido sentido inglés. Y esto nos dará la tan deseada universalidad”{8}. De aquí su labor. Sin embargo, Longfellow no es poeta extranjerizado, poeta exótico en su propia patria, porque al cantar sujetos nacionales, temas de la América del Norte, como en Evangelina y Hiawatha, es cuando despliega sus grandes facultades, interpretando el alma de su pueblo con calor y viveza, con los firmes rasgos y colorido de las artes plásticas.
Enrique Wadsworth Longfellow, sucesor de Ticknor en la cátedra de lenguas romances de la Universidad Harvard, y miembro correspondiente de la Academia Española, dio a conocer la poesía hispana por los Estados Unidos en una época que, aparte las versiones de Bowring y Lockhart, poquísimo de nuestra lira se había trasladado al inglés.
Una de las primeras obras poéticas del autor yanqui fue su versión de las Coplas de Jorge Manrique, que se imprimieron, en Boston, el año 1833. Este libro, primero que publicara el poeta, contenía además siete sonetos, de Lope de Vega, Medrano y Aldana, y, por vía de introducción, un estudio sobre la poesía moral y mística de España. Dada la tendencia didáctica y moralista que desde edad temprana mostrara Longfellow, debió de serle la traducción de las Coplas –el más hermoso poema moral, en lengua española, a juicio del poeta– labor muy de su gusto.
La versión inglesa tiene esa pura y digna sencillez de los cantares bíblicos, pero le falta la grave majestad, el tono solemne y profundo del original, su sobriedad y justeza. No se echa de ver en ella, tampoco, esa fidelidad absoluta que, andando el tiempo, había de caracterizar sus versiones, y la cual lleva a un grado jamás superado en su traducción magistral de la Divina Comedia. Ha vertido las Coplas con lamentable libertad, en cuanto a su espíritu y rima concierne. En algunos versos también se aparta del metro del original. Se nota, sobre todo, una abundancia de epítetos que está bien lejana de la precisión y sobriedad de este. En algunas estrofas ha querido, deliberadamente, mejorar el original, dándose cuenta de que en otras le era imposible hacer plena justicia a su mérito. Por supuesto, no es tan libre como Lockhart, por ejemplo, en su traducción de las baladas españolas. Y aun si le comparamos con otros grandes poetas, como Chapman –quien en su versión de la Odisea, libro XIII, llegó a convertir en veinte, dos versos del original– nos parecerá Longfellow, en las Coplas, traductor fidelísimo. Su versión es más fiel, y en todo superior a la que ya había hecho de aquellas el poeta inglés Bowring.
En el prefacio de las Coplas, Longfellow enuncia una teoría ingeniosa –y que más tarde no había él de seguir, afortunadamente– para justificar las libertades del traductor: “El gran arte de traducir bien estriba en la facultad de verter literalmente las palabras de un autor extranjero, preservando al mismo tiempo el espíritu del original. Mas, hasta qué punto uno de estos requisitos de la buena traducción puede sacrificarse al otro, y hasta qué punto el traductor queda en libertad de embellecer el original al presentarlo en nuevo idioma, son cuestiones que personas de diverso gusto han resuelto de modo diferente. Cuando el escultor pasa al mármol inanimado la forma y los rasgos de un ser viviente, pudiera decirse que no solo copia, sino interpreta. Mas, no siéndole posible al escultor representar en el mármol la belleza y expresión del ojo humano, vese forzado a infringir, para remediar en lo que cabe este defecto, el rígido verismo de la Naturaleza. Hundiendo algo más el ojo y haciendo más prominente la ceja, acentúa luz y sombra, y pone así en la estatua más espíritu y vida del original que si hubiera hecho una exacta copia. Lo mismo puede decirse del traductor. Como en un buen original hay ciertas bellezas de pensamiento y de expresión que no pueden reproducirse enteramente en el material menos flexible de otro idioma, ha de permitirse al traductor que en ocasiones infrinja la precisa exactitud del lenguaje, y remedie el defecto, en cuanto un defecto puede remediarse, con ligeros y juiciosos embellecimientos del original. Tal ha sido mi principio al hacer las siguientes traducciones. He vertido literalmente las palabras del original cuando ello era posible sin perjudicar su espíritu; y cuando no cabía hacerlo así, he usado alguna vez que otra el embellecimiento de un adicional epíteto, o un giro más expresivo.” Entre nosotros, esta teoría es vieja y nunca llevóse a extremo tan lamentable como en el período del Renacimiento, acaso porque –conforme aseguraba Felipe Mey, en el prefacio de su traducción de Metamorfoseos de Ovidio (Tarragona, 1586)– “es cosa cierta que la mayor parte de la gente no tiene cuenta con si está fielmente traducido, sino en si le da gusto el libro por otras circunstancias”.
Hallábase enfrascado Longfellow en la lectura de nuestros autores dramáticos cuando concibió la idea de escribir El estudiante español{9}. En el diario del poeta encontramos la siguiente nota, fechada el 27 de Marzo de 1840: “Por la noche leo El mejor alcalde el Rey, gloriosa comedia del gran Lope. Es magnífica, plena de animación y fuerza dramática, y con lenguaje que resuena e impresiona como la corriente de caudaloso río. Leo, igualmente, La moza del cántaro, que pertenece al género de capa y espada. Mas, estos son placeres prohibidos, ojeadas al paraíso dramático, goces anticipados. Mañana debo retroceder.” Y, al siguiente día, escribe: “28. Terminada la lectura de La comedia aquilana, de Torres Naharro. De las ocho que escribiera, es la cuarta que yo he soportado. Contento de no tener que leer más. Ahora, a la prosa del comediante Lope de Rueda, que, a juzgar por una ojeadilla acá y allá, está llena de gracia… ¡Una excelente idea! Sí, escribiré una comedia… ¡El estudiante español!” A fines del mismo año, el 20 de Diciembre de 1840, Longfellow comunica a su padre, tras referirse a su poema The Skeleton in Armor: “He escrito otro poema mucho más largo y difícil, intitulado El estudiante español, un drama en cinco (?) actos, en cuyo buen éxito confío de antemano con cierta satisfacción…”
La obra vio, al cabo, la luz pública en 1842. Antes de darla a la imprenta, Longfellow había celebrado algunas consultas con su amigo Samuel Ward acerca de su representación teatral. Y aunque no llegara a estrenarse, en inglés, nos parece evidente que Longfellow se propuso escribir un drama representable, y no, como se viene diciendo, un poema dramático. Ya hemos leído en su diario: “Sí, escribiré una comedia… ¡El estudiante español!” Sugiérele esta idea la lectura de producciones exclusivamente teatrales. Y aun antes de pensar en su publicación, aspira a verla representada. Unos dos años transcurrieron desde que terminó la obra hasta que la dio a la imprenta. No sería del todo aventurado suponer –aunque ningún dato concreto hayamos encontrado en su correspondencia– que trató de estrenarla antes de decidirse a ponerla en manos de un impresor. Vertida luego al alemán, por Carlos Böttger, se representó en el teatro de la Corte Ducal, de Dessau, en 1855{10}. Fue la primera y única vez que se puso en escena El estudiante español.
El tema escogido por el poeta era ya viejo en nuestra dramática. Pérez de Montalván, en La gitanilla, y Solís y Rivadeneyra, en La gitanilla en Madrid, habían llevado a la escena temas parecidos; y aun en el teatro extranjero, Middleton, en The Spanish Gipsy, había sacado partido de él. En 1822 estrenóse en Dresden una ópera, extraída directamente de la novela cervantesca: titulábase Preciosa, ópera en un acto, letra de Wolf y música de Weber. Mas, es de justicia añadir, que entre la producción de Longfellow y las dos comedias españolas no existen sino casuales semejanzas, posibles aun entre autores que se desconocen totalmente. Ignoro si cabe afirmar lo mismo respecto de la comedia de Middleton.
Nuestro poeta confiesa en el prólogo de El estudiante español, que el sujeto lo había tomado en parte de La gitanilla de Cervantes, en cuanto a los amores entre un estudiante y una gitana, a la cual también bautiza aquél con el nombre de Preciosa. Por cierto que califica esta novela ejemplar de “hermosa play”, comedia o pieza dramática. Pero, indudablemente, el poeta debe a Cervantes algo más que la idea capital de los amores entre un estudiante y una gitana; le debe también los caracteres principales, y no pocas situaciones. En ambas obras, Preciosa, hija de una familia principal, siendo aun niña es robada por los gitanos; en una y otra, los gitanos la adoptan y hacen de ella una famosa bailarina; en ambas surgen los rivales –tres en la de Longfellow, y dos, únicamente, en la de Cervantes–, disputándose el amor de Preciosa; en ambas la misma situación del amante disfrazado; en El estudiante español, como en La gitanilla, se acaba por descubrir la identidad de Preciosa. Y, precisamente, en lo más dramático e interesante de la novela ejemplar, en el magistral desenlace, es donde Longfellow, que se aparta del original, más flaquea. En cuanto a poesía, el discurso del gitano viejo, sobre las costumbres y vida de su raza, y los diálogos entre Preciosa y Andrés, en la producción del Príncipe de los Ingenios, no están por bajo del poema de Longfellow. Con todo, no cabe afirmar, ni mucho menos, que El estudiante sea una adaptación poética de La gitanilla.
Se ha acusado al poeta norteamericano de haber plagiado en algún pasaje de El estudiante español a Coleridge y Wordsworth y versificado más de un pensamiento de Carlyle. Edgardo Allen Poe le reprocha el haber copiado, o al menos, imitado demasiado estrechamente, de su Scenes from Politian, la escena IV del acto II de la obra que nos ocupa{11}. Y, en efecto, las semejanzas o coincidencias son verdaderamente sorprendentes. Y si no plagió, revelan una deliberada imitación. Otros críticos han salido en defensa de Longfellow, negando de plano semejantes plagios. Y esto es lo más triste del caso, que para acusarle o defenderle, al hablar de este noble poeta, siempre sacan a relucir la cuestión del plagio. Mas aunque Poe hubiera dicho de él lo que con mayor justicia dijera de Shakespeare el escritor Roberto Green, al llamarle “grajo que se pavonea con nuestras plumas”, Longfellow no dejaría de ser uno de los mejores poetas de su patria, como no por esta y otras acusaciones ha dejado Shakespeare de ser el dios británico.
Con imitaciones más o menos directas, con plagio o sin él, El estudiante español nos parece un hermoso drama representable y un magnifico poema. Hay en él digresiones inútiles, escenas fuera de lugar, incidentes artificiosos, caracteres desdibujados, aunque algunos, como el de Hipólito, están perfilados de mano maestra; carece de ardor poético, vivida vis anima, porque su autor era sobre todo un poeta plácido, delicado; y falta allí pasión y fuego que ponga en movimiento a los personajes y de mayor vida e interés a la acción dramática. Pero si como obra dramática no es ninguna maravilla, aunque sí muy hermosa, como producción poética tiene alta inspiración, particularmente en los diálogos amorosos trozos de incomparable belleza, dignos de la reputación del bardo norteamericano en las escenas III y V del primer acto y en la I del acto final; excelente color local, sencillez en la exposición, gracia, soltura, estilo ático y elegantísimo, maestría en el ritmo. La lira de Longfellow no es dramática e impetuosa, sino melodiosa, clara, sencilla y lírica. Sin embargo, no siempre es así, pues este poeta que nos pinta como nadie, mejor que nadie, el mar en calma, la pureza del cielo azul, la paz de los campos, el paisaje virgiliano, idílico, sabe describir con poderoso numen, originalidad y vigor el mar negro, tempestuoso, el huracán que ruge en el bosque, desgaja los árboles, azota y hace temblar el caserío y pone espanto en los ánimos. La crítica semeja haberle vuelto la espalda con cierto desdén. Mas, ¿qué importa la crítica profesional cuando al unísono con el corazón de este poeta late el alma de su pueblo? A Emerson, Poe, Whitman y Whittier, suelen ponerlos por las nubes; ¿pero cuál de ellos es más popular y mejor interpretado por el pueblo –quien a la postre suele dar el fallo para la posteridad– que este adorable poeta “bueno como el oro y claro como el cristal”? Más que un poeta para los críticos, es un poeta para las almas. Por eso, mientras los graves aristarcos de la crítica literaria le someten a disecciones más o menos piadosas, el pueblo se lo sabe de memoria y recita con amor sus poesías. Y es que el autor de Evangelina, ese idilio incomparable, nos comunica el calor de sus sentimientos, la ternura, la simpatía que él mismo siente por las cosas nobles y sencillas de la vida. No es un poeta intelectual, o mejor dicho, supraintelectual y académico como Emerson y Lowell, sino poeta del sentimiento, que nos conmueve hondamente. Longfellow debía de ser un ángel. ¡Qué paz, sinceridad y ternura animan en sus composiciones, y qué lejos está del tempestuoso Edgardo Allen Poe, su genial y agresivo compatriota! Es el más dulce poeta de América. Longfellow es siempre un corazón amigo que nos serena y calma el espíritu.
El autor que nos ocupa, en colaboración con otro, es compilador de la mejor colección de poesías españolas vertidas al inglés que conozco. No contiene únicamente versiones españolas, sino de otros idiomas también, incluyendo en total unos cuatrocientos poetas europeos. Titúlase esta antología: Los poetas y la poesía de Europa{12}. El capítulo consagrado a la poesía hispana es muy extenso y completo. Ábrelo el compilador con elegante y erudita disertación acerca de nuestro lenguaje y poesía. Figuran allí poemas, romances, odas, baladas, sonetos, &c.; gran número de las composiciones traducidas por Longfellow, y las demás por varios autores ingleses de diferentes épocas, en especial por Bowring y Lockhart. Tiene representación toda la lira española, desde el Poema del Cid, primer monumento poético de España del duodécimo siglo, hasta las composiciones de José María de Heredia, en la primera mitad del siglo XIX. Las versiones van precedidas de una breve y substanciosa noticia biográfica y crítica de Longfellow sobre cada poeta español comprendido en la antología. En ellas revélase el compilador gran entusiasta de nuestras letras. Entre otras versiones hizo Longfellow la de fragmentos de la Vida de San Millán y Los milagros de Nuestra Señora de Berceo. La mayoría de sus traducciones son sonetos, el género que más felizmente cultiva. Todas sus versiones son fieles y elegantes, mereciendo particular mención entre los sonetos, Mañana y El buen pastor, de Lope de Vega; El patrio cielo y La imagen de Dios, de Francisco de Aldana, y El arte y la naturaleza y Las dos mieses, de Francisco Medrano.
Escribió Enrique Wadsworth Longfellow, en fin, un libro de impresiones de viaje sobre España, Francia, Italia, Alemania y Holanda, rotulado Ultramar, al cual ya hemos aludido; libro interesante, rico en poder descriptivo, en cuyas páginas van gentilmente hermanados los ensueños del poeta y las observaciones del viajero.
De este noble poeta se han traducido al castellano Evangelina{13}, Salmos de vida{14}y otros poemas por Bartolomé Mitre, Álvaro L. Núñez, Joaquín D. Casasús, Mora Vicuña, Baquero Almansa, Llorente, Izaguirre, Arana, Andrade, Suárez Capalleja y otros. De Longfellow, así como de Bryant, Whittier y varios poetas más norteamericanos, encuéntranse también versiones en el libro Ecos y Notas (Ponce, 1884), del portorriqueño F. J. Amy.
Un contemporáneo de Longfellow y famoso vate que hizo algunas versiones del español, fue Guillermo Cúllen Bryant (1794-1878). No más de catorce breves composiciones traducidas por él hemos encontrado, pero excelentes, inmejorables sobre todo las descriptivas o que tienen por tema la naturaleza. La vida del bendito y La Ascensión del Señor, de Fray Luis, y María Magdalena, de uno de los Argensolas, también se hallan vertidas al inglés de modo impecable. Aunque estuvo en Europa, Bryant no llegó a visitar España; por lo tanto, en su libro de impresiones de viaje intitulado Cartas de un viajero o Apuntes de cosas vistas en Europa y América{15}, y en su correspondencia no se ocupa de nuestro país aunque dedica algunos capítulos a nuestras colonias. Dada su limitada labor en el campo de las letras españolas, no recordaríamos ahora su nombre si no se tratara del primer gran poeta de los Estados Unidos.
{1} En 1882, con motivo de las persecuciones que sufrieron en Rusia los israelitas, el Gobierno de España hizo un llamamiento a los sefarditas o judíos de origen hispano, para que fueran a establecerse en España. Cinco años más tarde, el Gobierno, presidido a la sazón por Sagasta, tornó a brindarles hospitalidad en nuestro país. Y no se armó, ni mucho menos, la de Dios es Cristo,
{2} Life of Henry Wadsworth Longfellow, by Samuel Longfellow. Boston and New-York, 1891, vol. I, pág. 119.
{3} Theophile Gautier, Voyage en Espagne, París, 1858, página 178,
{4} Ob. cit., vol. I, pág. 123.
{5} Outre-mer. Boston and New-York, 1891, págs. 221-227.
{6} Outre-mer, ed. cit., págs. 139-142.
{7} Samuel Longfellow, Life of Henry Wadsworth Longfellow, ed. cit., vol. I, pág. 134.
{8} The prose works of Henry Wadsworth Longfellow, Chatto and Windus, publishers, London (sin fecha), páginas 548-586.
{9} The Spanish Student, 1842.
{10} Der Spanische Studente. Übersetzt Karl Böttger, Dessau, 1854.
{11} Edgar Poe, Complete Works, New-York, 1902, vol. VIII, páginas 207-214. Lo único español que de Poe he podido hallar es una degollada cita de Qué descansada vida, en nota al poema Aaraaf.
{12} The poets and poetry of Europe. Philadelphia, 1845.
{13} Evangelina. Romance de la Arcadia. Traducido del inglés por Carlos Morla Vicuña, New-York, 1871; Bogotá, 1888. – Evangelina. Traducción de D. Álvaro L. Núñez; Barcelona, 1895. – Evangelina. Traducida del inglés por Joaquín D. Casasús (segunda edición); Indianópolis, 1915.
{14} Versión del poeta argentino Bartolomé Mitre, de uso en las escuelas públicas de la Argentina.
{15} William Cúllen Bryant, Letters of a traveller; or Notes of things seen in Europe and America. New-York, 1850.