Dr. Ramón Insúa Rodríguez
Catedrático de la Universidad de Guayaquil
Miguel de Cervantes, el hombre y su obra
Discurso pronunciado en la Sesión Solemne del Comité Cervantino, celebrada en la Universidad de Guayaquil en conmemoración del IV Centenario del nacimiento de don Miguel de Cervantes Saavedra
12 de Octubre de 1947
Universidad de Guayaquil
Departamento de Publicaciones
Colección de Literatura e Idiomas
GUAYAQUIL
Imprenta de la Universidad
1947
Universidad de Guayaquil ❦ Rector de la Universidad: Dr. José Miguel García Moreno.
Departamento de Publicaciones ❦ P. O. Box 471, Guayaquil, Ecuador, S. A.
Vicerrector-encargado del rectorado: Dr. Abel A. Gilbert.
Director del Departamento: Prof. Rafael Euclides Silva,
Catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras.
Literatura e Idiomas, nº 4.
El Centro Cervantino de Guayaquil me ha conferido el alto honor, tan grande como inmerecido, de designarme para que, desde esta augusta tribuna universitaria, hable en representación suya, hoy que se conmemora en todo el mundo hispánico, en forma solemne, el cuarto centenario del nacimiento del más claro y alto ingenio de nuestra raza, del prodigioso creador que impone su cetro y hegemonía intelectual sobre la literatura española de ambos mundos, a quien los críticos más doctos y exigentes colocaron siempre en un sitial de honor entre los mayores genios de que el hombre pueda enorgullecerse y tributan constantemente aplausos fervorosos y unánimes toda clase de lectores, que Cervantes pertenece, no a la literatura de un pueblo sólo, aunque sea tan ilustre como el español, ni a la de una raza o estirpe, aunque sea tan gloriosa y destinada a tan altos destinos como la hispánica, sino a la literatura del mundo.
No es este lugar ni ocasión para detenernos a hacer una semblanza, ni mucho menos una biografía, por sucinta ella sea, de Cervantes. A pesar de los ininterrumpidos esfuerzos de una legión de sabios y pacientes investigadores, hay aún en la historia de su vida grandes vacíos y sucesos sumidos en la oscuridad más absoluta. Acaso alguna vez ello fue culpa de admiradores devotísimos del inmortal novelista que, movidos de un afán encomiástico, ocultaron intencionalmente o desfiguraron con malicia sucesos que, en su estrecho y pueril criterio, estimaban podrían desacreditarle y rebajar su carácter moral. Pretendían fuera el genio, además de autor de obras maestras, varón de vida morigerada y perfecta, arquetipo de costumbres ejemplares.
Cervantes no tuvo la vida novelesca, señoril, disoluta y escandalosa de Lope de Vega; pero tampoco la rígida y ascética de un San Juan de la Cruz, modelo egregio de virtudes y sacrificios. Como Ulises, escuchó el canto enervador de las Sirenas y menos sagaz o menos fuerte que el Rey de Ítaca, cedió a su encanto y no siempre supo evitar escollos y sortear peligros, al navegar entre las ignotas islas y los mares procelosos de la vida.
¿Cómo era físicamente Cervantes? Todo lector asiduo y apasionado de sus obras inmortales se ha hecho de seguro, más de una vez, esta pregunta. Hubiéramos deseado tener un retrato suyo, para escudriñar y analizar su imagen, esforzándonos por descubrir allí la huella de su gran espíritu. Por desgracia, no se conserva ningún retrato auténtico. El tan conocido propiedad de la ilustre y docta Real Academia Española, que por algún tiempo se creyera el pintado por Juan de Jáuregui, está hoy por todos estimado como apócrifo. Y sin embargo, son muy pocos los escritores cuyos rasgos físicos conocemos tan bien como los suyos, gracias al prodigioso retrato que nos legó en el Prólogo de las Novelas Ejemplares y que está en la memoria de todos vosotros.
Fray Juan Gil, el día del rescate del cautiverio de Argel, le describe: “mediano de cuerpo, bien barbado, estropeado del brazo y mano izquierda” y por el mismo Fray Juan Gil y por Fray Antón de la Bella sabemos era barbirrubio, y en el autorretrato de las Novelas Ejemplares, con pluma gallardísima, se describe a sí mismo, a los sesenta y cuatro años de edad, “de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre los dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies.”
La grandeza de su espíritu se revela en su heroica conducta en la batalla de Lepanto, en el valor y abnegación admirable, más de mártir que de soldado, de que dio muestras durante su cautiverio en Argel y sobre todo en las páginas de sus libros, tan ricos en poética elevación moral.
El alma gallarda y el heroísmo sin tacha de Cervantes se mostraron en la batalla de Lepanto, la más alta ocasión que vieron los siglos, memorable, en verdad, porque en ella la formidable armada de la Liga Pontificia, formada de españoles, venecianos y genoveses, salvó la cultura de Occidente, abatiendo para siempre la amenaza oriental de la media luna.
El alférez Santisteban testigo presencial afirma, “save y es verdad, que quando se rresconosció el armada del turco en la dicha batalla nabal, el dicho miguel de cerbantes estaua malo y con calentura, y el dicho su capitán y este testigo e otros muchos amigos suyos le dixeron “que pues estaua enfermo y con calentura, que se estubiese quedo, abaxo en la cámara de la galera”, y el dicho miguel de cerbantes respondió “que que dirían dél, e que no hacía lo que debia, e que más quería morir peleando por dios e por su Rei, que no meterse so cubierta”. Confirma este testimonio otro testigo también presencial, el alférez Gabriel de Castañeda, quien conserva la arrogante y digna respuesta de Cervantes a los amigos que le rogaban no interviniese en la batalla: “señores, en todas las ocasiones que asta oy en dia se an ofrescido de guerra a su magestad y se me a mandado, e servido muy bien como buen soldado; y ansi, agora, no aré menos, aunque esté enfermo e con calentura; mas vale pelear en servicio de dios e de su magestad, e morir por ellos, que no baxarme so cubierta”{1}. Su petición fue atendida. Por orden del capitán de la galera Sancto Pietro, en un esquife y al mando de doce hombres ocupó uno de los lugares de mayor peligro, recibiendo tres heridas de arcabuz: una en la mano izquierda, dos en el pecho. Cumplió como bueno, blandiendo aquel día, con mano fuerte, en defensa de la Cristiandad, una espada sin tacha ni miedo en el temple. Varones insignes, don Juan de Austria y el Duque de Sesa, pidieron al Rey Felipe II le otorgara en premio de sus grandes servicios el mando de una compañía “que merecía de sobra por su valor probado, sus talentos y su noble conducta”. Pasados los años, había de escribir en la Segunda Parte del Quijote: “Si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa, que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella”, proclamando con legítima ufanía que las heridas “que el soldado muestra en el rostro y los pechos, estrellas son que guían, á los demás al cielo de la honra”.
Más grande si cabe, aureolado con la corona del martirio, se muestra durante los cinco años que duró su cautiverio. No hubo penalidad ni pesadumbre que le fuera excusada; pero supo dar muestras de extraordinaria fortaleza de espíritu. No conoció el miedo ni el desánimo. Sin vacilaciones, sin pausas en la voluntad, se esforzó incansable por conquistar su libertad y la de sus compañeros de cautiverio, imaginando los planes más audaces y extraordinarios para lograrlo, y siempre que fracasaron asumió, con indomable valor, toda la responsabilidad, afirmando ser el único culpable del intento de evasión.
Las prisiones de Cervantes no tuvieron en realidad el carácter infamante, que muchos, faltos de caridad y de suficiente información, suelen atribuirle. El Fisco español tenía establecido entre sus trámites la prisión preventiva de los empleados recaudadores negligentes en la rendición de sus cuentas. Él, que vivía en el mundo ideal de las Gracias y las Musas, siempre las tenía confundidas y atrasadas. Pero al fin, aunque tarde, eran presentadas y se reconocía su inocencia.
Precisa también no olvidar que el Estado español que con tanta razón y justicia exigía de sus funcionarios no distrajesen las sumas recaudadas, olvidaba, en cambio, con doloroso frecuencia, abonarles sus sueldos. Los alcances de Cervantes por maravedices y arrobas de harina, solían ser inferiores a lo que por salarios se le adeudaba.
En cuanto a su encarcelamiento con motivo de la muerte de don Gaspar de Espeleta, basta la lectura somera del proceso, para que cualquier persona medianamente experimentada en achaques judiciales vea, con luz clarísima, fue víctima de los amaños, de la maldad hipócrita, de la astuta y artera habilidad procesal del alcaide Villarroel, interesado en proteger al verdadero delincuente y desviar la acción de la justicia.
El destino más de una vez se comportó con injusta dureza con el poeta. Tuvo juventud rica en bríos, escasa en dineros, consagrada a empresas audaces. Fue soldado, alcabalero y recaudador de impuestos, conoció largo y terrible cautiverio y hubo de sufrir persecuciones de la justicia de los hombres.
En vano, durante toda su vida, se esforzó por hallar un Mecenas que le libertase de las preocupaciones y esfuerzos afanosos inherentes a la conquista del pan cuotidiano y le permitiera, en un ambiente seguro y sereno, consagrarse exclusivamente a su labor literaria, a desplegar las inmensas alas de su genio. Aunque él no lo creyere, acaso así fue mejor. La historia de la privanza de su gran rival Lope de Vega con el Duque de Sesa, es triste ejemplo de que las liberalidades de los grandes señores solían trocarse en férreas cadenas. Las satisfacciones y goces de la vida son caros pagados al precio de la pérdida del libre albedrío. En sus últimos años laboriosos, el gran poeta, solitario y triste, se nos muestra con la majestad sagrada y augusta de la encina tocada por el rayo.
Lector infatigable de toda clase de libros, su cultura se fue formando un tanto al azar; pero llegó a ser muy extensa y muy sólida. Nadie más lejos que él del tipo de ingenio lego que muchos imaginan. Estudió y meditó mucho y con provecho en los libros y en la vida. Aunque no fue un humanista erudito, como tantos que por entonces eran orgullo de España y asombro de Europa, el ambiente de la época enriqueció su espíritu con los modelos clásicos. Amó los grandes escritores latinos y aunque casi de seguro no sabía griego, reminiscencia de la Odisea se encuentran en el Viaje del Parnaso y en el Persiles, siendo en este último grande la influencia, por lo menos en el propósito inicial, de las novelas bizantinas. Pero si no la letra, nadie llegó a poseer como él, el espíritu de la antigüedad, que tan admirablemente habría de iluminar con luz clara y serena muchas páginas del Quijote, del Persiles y las Novelas Ejemplares.
Uno de los episodios más tristes y lamentables de la historia de nuestra literatura es el de la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega, que había de influir en las severas censuras contra el teatro de Lope contenidas en más de una página del Quijote e inspirar los extraños y enigmáticos versos colocados al principio de la Primera Parte, cuyos conceptos no tienen relación alguna con el resto de la obra, de la que están totalmente desligados. En ellos se esconden de seguro alusiones mordaces, hoy para nosotros incomprensibles. ¿Quién inició las hostilidades?, ¿a quién cupo la responsabilidad de ellas? Pasados tantos años es imposible decidirlo a la luz de los documentos hoy conocidos. Acaso en el futuro, la incesante investigación de cervantistas y lopistas logre, gracias al feliz hallazgo de algún documento ignorado, dilucidar el enigma. Parece indudable existió entre ambos poetas ingénita antipatía. Cervantes se muestra más de una vez mortificado por los ruidosos triunfos teatrales de Lope de Vega, y éste, de los dos rivales el más afortunado en vida, no obstante colmarle de continuo sus contemporáneos de toda clase de aplausos y extraordinarios honores, se mostró siempre, por desdicha, puerilmente dolorido y celoso de toda alabanza que se ofrendara a otros literatos de su época, como si la gloria de éstos pudiera en algo disminuir su inmensa gloria. A Cervantes afectaba ignorarle, recatando su nombre en un estudiado silencio. Las raras veces que le elogió, lo hace con tan extraordinaria y cauta parsimonia, que leerle entonces entristece el ánimo. Ni la muerte puso paz entre los dos grandes ingenios. Ya en el sepulcro Cervantes, Lope rencoroso, en su novela Las fortunas de Diana y en su comedia Amar sin saber a quién, escribe alusiones despectivas que todo amante de las letras quisiera poder borrar.
Desde muy joven escribió Cervantes versos, y conforme a las costumbres de la época compuso poesías de circunstancias y varios sonetos y composiciones laudatorias para las obras de literatos amigos. Aunque en sus poesías no fallan hermosos y elevados conceptos y versos gallardos, si Cervantes no hubiere escrito más que sus composiciones líricas, habría pasado a la posteridad como un poeta de segundo orden, al que apenas salvaría de un total olvido, ahogado por la asombrosa riqueza de la lírica de su tiempo, la noble inspiración de la epístola a Vázquez y la valentía y primor de algún soneto.
El teatro ejerció sobre Cervantes fascinadora atracción y siempre aspiró a gozar del embriagador homenaje del aplauso. Él mismo nos dice, en la Adjunta al Parnaso: “Es cosa de grandísimo gusto, y de no menos importancia ver salir mucha gente de la comedia, todos contentos, y estar el poeta que la compuso, a la puerta del teatro recibiendo parabienes de todos.”
La historia del teatro de Cervantes nadie la podrá escribir con mayor gallardía de lo que él lo hizo al publicar sus Comedias y Entremeses: “Se vieron en los teatros de Madrid representar los Tratos de Argel, que yo compuse; La destrucción de Numancia y Batalla Naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro; con general y gustoso aplauso de los oyentes compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron, sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni baraúndas; tuve otras cosas de que ocuparme, dejé la pluma y las comedias, entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzose con la monarquía cómica.”
Sus triunfos en las tablas fueron efímeros. No obstante el aliento renovador y el indiscutible mérito de alguna de sus obras teatrales, equivocado sería proclamarle auténtico poeta dramático, como lo fueron Lope, Tirso y Calderón. No escribió, ni la comedia ni el drama genial y perfecto que de tal ingenio eran de esperar. En el conjunto de sus obras, su teatro es sin duda, con sus poesías líricas, la parte menos importante, no obstante algunos valentísimos fragmentos de las comedias y la épica concepción de la Numancia. Los entremeses constituyen lo más valioso de su acerbo teatral: Preciosas piececillas, breves y satíricas, verdaderos tesoros de lenguaje, de observación exacta, de caracteres bien dibujados, de chispeante diálogo. Nadie ha escrito entremeses que con los más perfectos de Cervantes puedan hombrearse.
El primer libro que Cervantes publicó fue La Galatea. Desde los primeros años se sintió inclinado hacia la poesía pastoril y conservó esta afición toda su vida. Poco antes de morir prometió publicar la segunda parte y aún en el mismo Quijote, además de varios episodios pastoriles, cuando el Caballero de la Triste Figura vese compelido a abandonar la andante y heroica caballería, acaricia sueños arcadios.
En la literatura pastoril hay, no cabe duda, delicadas escenas de poesía suave, aunque artificiosa, y elegantes descripciones de la naturaleza; pero de una naturaleza amanerada, de apacibles cañadas, voluptuosas grutas, en las que sólo flotan brisas lánguidas, embalsamadas y tibias y no los vientos tormentosos, fuertes y vivificadores de las altas sierras, de la selva, del mar de ondas innumerables. No encontraréis allí la poesía de las vides y de los olivos, la de los campos labrantíos cubiertos de blondos trigales, la de los bancales y regatos, regadíos y secanos; pero sí versos bellísimos, ternuras y exquisiteces de galanes, lindísimos soliloquios, tristes y melancólicas canciones y algún encantador villancico que guarda el sano sabor de la próxima fuente, villana y campesina.
El encanto mágico de la poesía pastoril se ha esfumado para nosotros; pero esos cuadros, que hoy nos parecen tan descoloridos y monótonos, fueron estimados como brillantes y lozanos por espíritus refinadísimos. Los escritores más geniales cultivaron el género. Basta con recordar, además de Cervantes, a Lope, Shakespeare y Milton.
La Galatea, como obra literaria, se cuenta entre las mejores del género, junto a las Arcadias de Sannazaro, de Lope de Vega y de Sir Felipe Sidney y la Diana de Montemayor.
Persiles y Sigismunda es obra póstuma, término y coronamiento de una vida gloriosa. Aunque al tiempo de su publicación vieron la luz varias ediciones, pronto un olvido injusto y denso cayó sobre ella. Hora es ya de reivindicar su gloria y proclamar su mérito, de colocarla en el alto sitial que le corresponde en las letras castellanas.
Cervantes para escribir el Persiles se inspira y documenta en modelos de la novela bizantina, Heliodoro y Aquiles Tacio; en narraciones de fabulosos viajes al Norte de Europa; en historias y leyendas septentrionales; en el Jardín de Torquemada; en las obras de Olae Magno y sobre todo en la Odisea. Es el Persiles un libro de extraño y penetrante encanto, en el que reina una atmósfera poética, vaga, melancólica, brumosa. Los personajes van por mares ignotos y misteriosos, sembrados de islas de prodigio y maravilla, sin rumbo fijo, azotados por un destino cruel e implacable. Todos los críticos reconocen la perfección inimitable de su prosa, algunas de cuyas páginas se cuentan entre las más bellas de Cervantes; pero admirando las maravillas del estilo, suelen apreciarle en poco como obra de creación. Les abruma el recuerdo del Quijote y de algunas de las Novelas Ejemplares. Y sin embargo, nadie ha sentido y expresado como Cervantes en el Persiles, la sugestiva, vaga y extraña poesía de la navegación sin rumbo cierto, del navegar por el navegar mismo y no por el descubrimiento o la búsqueda de abrigado puerto, el hechizo de las vastas extensiones de hielo, de los frígidos mares del Septentrión donde de raro en raro las olas son rotas por las proas audaces. En esta obra, aún no debidamente gustada y estudiada, se crea un nuevo género literario, que sólo el hombre inquieto de nuestro tiempo principia a gustar. Al publicarse, el libro carecía de actualidad. El español de entonces amaba el mar, estaba ebrio de descubrimientos, pero su navegación, si no con rumbo cierto, era siempre con propósito fijo: Descubrir, colonizar, ensanchar los límites del Imperio, establecer la fe de Cristo en el Orbe entero. Muchos de los viajeros del Persiles en cambio, parecen arrastrados por el destino, viajar sólo por inquietud, por desazón espiritual.
Nadie pretende, y necio sería el intentarlo, comparar el Persiles con el Quijote. Los personajes del primero se mueven en un mundo de ensueño, alejados del mundo real y cuotidiano en que lo hacen los del segundo, aparte de no existir en aquel ningún carácter de la grandeza ciclópea de Don Quijote y Sancho, creaciones por las que los griegos habrían elevado a Cervantes al rango de los semidioses y erigido altares en su honor.
El Persiles y Sigismunda es la novela de la vejez de Cervantes, rayo de sol en la hora magnífica de su ocaso. Se acaban las gracias y donaires, se esfuman las memorias de la prodigiosa juventud, van a interrumpirse para siempre las labores de la edad viril y de la fecunda vejez, ya no escribirá, con inefable goce, libros, sangre de su sangre, creación de su espíritu y como para hacer más duro el próximo, definitivo viaje, la vida le muestra cruel la trama de innúmeras novelas.
Las Novelas Ejemplares ocupan entre las obras de Cervantes el segundo lugar. Escritas entre la Primera y la Segunda parte del Quijote, las inspiró la misma Musa que a éste, y aún dos de ellas, en verdad de las más endebles, fueron incorporadas a él.
Las Novelas Ejemplares son un libro saturado de plácida serenidad, de elegancia espiritual, notable por la diafanidad del discurso, la sensibilidad perceptiva, el análisis penetrante, la fantasía fertilísima, la sana y noble alegría, su poesía y verdad. Por todo él corre una brisa sana y fuerte que lo purifica todo. Entre estas novelas las hay que son obras perfectas en el género y se cuentan entre las más excelsas del arte mundial: La Gitanilla, poética evocación de la vida nómada, trashumante y vagamunda, en que de mano maestra está trazado el carácter de Preciosa, la encantadora protagonista, que en vano intentará calcar un día Víctor Hugo en la Esmeralda de Nuestra Señora de París; La fuerza de la sangre y La señora Cornelia, tan ricas en encanto narrativo, interés y dramatismo; El casamiento engañoso y El celoso extremeño, hermosos cuadros de costumbres, llenos de fuerza y colorido; el prodigioso Rinconete y Cortadillo, obra perfectísima, con la admirable expresión del carácter de sus dos protagonistas, de espíritu tan fecundo e invencionero, de humor tan alegre y travieso, que van por la vida consagrados al ejercicio de la bribia, hermanando el hambre y el ingenio; el sentencioso Licenciado Vidriera, rico en profundos y agudos apotegmas; y El Coloquio de los Perros, diálogo de elegancia y gracia lucianesca, en que Cipión y Berganza, en forma penetrante y desengañada, filosofan sobre los hombres y la vida.
Al tiempo de su publicación se consideró al Quijote sólo como una sátira de los libros de Caballería y Cervantes mismo, en el prólogo de la Primera Parte de su novela inmortal, proclama “es una invectiva contra los libros de caballerías” y que “no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen”, “a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más”; afirmando aspira a que con la lectura de su libro “el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.
Es indiscutible, pues, fue la intención primigenia de Cervantes, desterrar la perniciosa lección de los fantásticos libros de caballería, entonces tan en boga y que, salvo algunos, entre los que se destaca el Amadís, carecían de todo arte y realidad; pero, terminados los primeros capítulos, la novela va transformándose hasta convertirse en el más perfecto de los libros de caballería, en el arquetipo inigualable de todos ellos, encerrando en sus páginas las esencias más puras, elevadas y sutiles del ideal caballeresco, que en este libro maravilloso se aúnan, por singular y extraordinaria manera, con el más vigoroso realismo.
La concepción de Don Quijote, inicialmente mera parodia de los caballeros andantes, y que caso no estaba destinado sino a llenar el estrecho cuadro de una novela corta, por el estilo de las contenidas en las Novelas Ejemplares, va creciendo poco a poco y bruscamente se levanta en alas del genio, mostrándose en toda su complejidad y grandeza. Se produce un agigantamiento de la concepción. Las criaturas, en el curso de la novela, se emancipan y terminan por imponerse al creador mismo. Las características del tipo imaginado se van afinando y ampliando y el carácter de Don Quijote, tan generoso en lo grande, tan sobrio en lo pequeño, aumenta en magnitud y dignidad. A su lado, no menos complejo y profundo, se destaca el de Sancho, de tan sabroso realismo, tan rico en rústica filosofía práctica.
No hay nada de esotérico en el Quijote, obra natural y espontánea, en que el genio, con barro de los campos y de los caminos de España, modeló sus creaciones, a las que infundió con soplo creador el alma de su raza, con tal poder y acierto, que abrasando en la fragua espiritual todo lo que de local y perecedero había en ellas, van, poco a poco, a través de la obra, sin perder sus características individuales y propias, sin dejar de pisar la tierra de la que reciben su fuerza, trocándose en símbolos eternos de la humanidad toda.
En las obras de Cervantes, especialmente en el Quijote, reina un sentimiento profundamente democrático. Suele aún entre nosotros, por personas mal informadas, creerse, debido a la pertinaz propaganda de una leyenda negra, que la España de entonces se caracterizaba por una tiránica organización social y política, reinando entre los miembros que la constituían una desigualdad monstruosa. Nada más apartado de la realidad. Cierto que en lo alto aparecía, con poderes teóricamente absolutos, el Monarca, lugarteniente de Dios, símbolo de la patria misma; pero el pueblo, profundamente cristiano, firmemente convencido de la existencia de una perfecta justicia ideal, si la voluntad del Rey se trocaba tiránica, se arrogaba la facultad de resistir y no tardaba en restablecer el fiel de la balanza. Los fueros municipales, durante muchos años, fueron firme valladar contra las tiranías señoriales y las injusticias de abusivos mandatarios del poder público. Protegida por el recuerdo y la tradición, esta justicia popular y municipal, administrada, ya por magistrados democráticos, ya entre el tumultuoso rugir de las multitudes y la orgía desenfrenada de las venganzas populares, sé mostrará en toda su grandeza y majestad, en alguna de las obras más bellas del teatro castellano: El infanzón de Illescas y Fuenteovejuna de Lope de Vega, y El Alcalde de Zalamea de Calderón.
Este espíritu democrático no es privativo del Quijote, si no está en el ambiente de la época, herencia medieval, que habrá de florecer en el Nuevo Mundo, en los cabildos americanos. En el teatro español del siglo de oro reina arrogante. Recordad el lenguaje viril y entero que en la famosa comedia de Lope emplea el Alcalde mayor de Sevilla con el Rey don Pedro:
Como a vasallos nos manda
Mas como Acaldes Mayores
No pidas injustas causas.
y de seguro en todos vuestros labios afloran ya los inmortales versos del férreo Alcalde de Zalamea, admirable expresión de este espíritu:
Al Rey la hacienda y la vida
Se ha de dar; pero el honor
Es patrimonio del alma
Y el alma sólo es de Dios.
Es opinión muy extendida la de que el Quijote fue escrito a vuela pluma, a lo que saliere, en forma atropellada, sin preparación ni lima, en la forzosa ociosidad de las cárceles, en horas de insomnio o robadas al descanso entre jornada y jornada. Se olvida que corrieron diez años entre la aparición de la Primera y de la Segunda parte. Qué abstracción hecha de tal o cual descuido, natural en obra tan extensa, toda ella, en especial su segunda mitad, revela lo vigoroso del plan, la constante corrección y pulimento, la sabia y cuidadosa lentitud con que fue escrita.
La ecuánime serenidad del alma de Cervantes, había de ser sometida a ruda prueba cuando la aparición del Quijote de Avellaneda, que vio la luz entre la Primera y la Segunda Parte del auténtico Quijote. El falso, no sólo pretendía privarle de los provechos materiales, fruto del éxito de la creación inmortal, sino le agredía en forma malévola. Cervantes, en la Segunda Parte del Quijote, reaccionó con disculpable violencia contra un enemigo que escondido tras el velo de un seudónimo osaba el irrealizable intento de querer morder sus laureles y arrebatarle su gloria.
El libro de Avellaneda estaba condenado al fracaso. Nada menos cervantino que su estilo. El autor, en el arroyo recogió las sordideces que afean la obra, en cuyo estudio no hemos de detenernos. No era con todo un escritor vulgar. ¡Lástima encenagare su pluma en algunos episodios y la acanallara consagrándola a realizar el ruin propósito de escribir tal libro, condenado a detestable celebridad! La obra es una mala acción y al recordar contra qué alto espíritu fue cometida, nadie, dotado de alma recta y noble, puede recorrer sus páginas sin que la ira inflame su rostro. Bien está en el olvido el nombre de este ingenio, confundido entre las sombras inanes que Eneas vio en el vacío y soterrado reino de Dite.
La Segunda Parte del Quijote da un solemne mentís a la tradicional creencia, por el mismo Cervantes recordada, de que “nunca segundas partes fueron buenas”, pues supera en mucho a la Primera y es la representación más alta y genuina del genio de nuestra raza y la obra más original y poderosa de nuestra historia literaria y de la literatura europea.
Cervantes es el más grande de los prosistas castellanos. Clásico por la tersa limpidez y pureza de la dicción, en que se admiran todas las galanuras, bizarrías y arrogancias del buen decir español, en su época de más depurada nobleza léxica. Siempre las palabras expresan el pensamiento con admirable nitidez y precisión. La multitud de refranes puestos en boca de Sancho, engarzados en los maravillosos diálogos, nacen en la fuente, de claro y límpido caudal, de la tradición y el lector encantado se recrea en los remansos con la contemplación de sus aguas dulcísimas. En su estilo triunfa el genio de la lengua, y si alguna vez en verdad, los períodos ruedan demasiado solemnes y sonoros, con cierto énfasis oratorio, pronto vuelven a ser llanos y expresivos. Con arte prodigioso aúna la agudeza, el ingenio del habla estudiantil; la gracia, ímpetu, frescura y bizarría de la lengua popular, fuerte y sentenciosa, con la elegancia señoril, refinamiento y distinción del lenguaje de los cultos señores y doctos letrados.
Clásico sin afectación, renacentista sin violencia, nunca hubo arte más nacional y español y a la vez más universal y humano que el de Cervantes. No satisfecho con pintar la sociedad de su tiempo, creó valores humanos y eternos, seres de carne y hueso, con perfecciones y defectos, mezcla de luz y de sombra, siempre palpitantes y vivos. Pintor prodigioso, con su arte soberano nos hace conocer no sólo los hombres, sus usos y costumbres, ideas, principios morales, gustos, placeres y necesidades sino la tierra misma en que se mueven. Para el hombre culto solo hay una Mancha, la que él descubrió.
El Quijote es un espejo en que se muestra el dualismo permanente de tragedia y comedia de la vida humana. Aún el lector menos culto, intuye y siente que algo grande se oculta en los actos desmesurados y las manifestaciones peregrinas del héroe y que éste es la expresión idealizada de sus propios sentimientos y aspiraciones de justicia trascendental. Don Quijote y Sancho tienen grandeza épica, características míticas y representativas, junto a ellos vivirán eternamente los venteros oficiosos, picaros y malignos; los fieros yangüeses; las toscas maritornes, sin aprensión ni melindre; los arrieros dados al barullo, el vino, el alboroto y la grita; las gentiles doncellas, hermosas y discretas; los galanes arrogantes, a quienes la mocedad encendió en las venas acre llama; los hidalgos discretos, sobrios y dignos; las gentes de armas, de pluma y de Iglesia; los nobles de alta cuna y esclarecido linaje, y los plebeyos, artesanos y labradores.
No hay página que no despierte en el espíritu del lector el eco de una profunda resonancia. La narración ya se desliza, ya corre; unas veces grave y solemne; otras alegre, viva, pintoresca y espontánea; pero siempre interesante, encadenando la atención del lector con el caudal abundoso del ingenio; el realismo y la objetividad en la observación de la vida y de los hombres; la prodigiosa libertad y soltura del diálogo, tesoro de gracias y donaires.
Don Quijote es idealista, soñador, apasionado por la verdad y la justicia. Con acierto el ilustre poeta inglés Wordsworth pudo decir que la razón se esconde en el recóndito y majestuoso albergue de su locura. Sancho, positivista y realista, cuando se hace escudero es un campesino rudo, metalizado, sin idealidad; pero bueno, sencillamente crédulo, fiel. El sentimiento que le une a Don Quijote es de extraña y compleja profundidad. No está ciego, sabe la locura de su amo, intuye es imposible el logro de su propósito y sin embargo le quiere, sufre sus impertinencias, soporta con serena entereza toda clase de desdichas y le sigue ciegamente, y es que Sancho, es carne de la carne del pueblo, dispuesto siempre a sufrir puñadas y estacazos de yangüeses, si se trata de defender una noble y justa causa, si la lucha es en pos de un alto ideal. Por eso, cuando don Quijote, rendido y vencido se dispone a bien morir, Sancho desconsolado, a sus pies llora, incitándole a proseguir la inacabable aventura. Quizá si el héroe desdichado hubiere sido un triunfador el escudero le hubiere abandonado. Le sigue acaso, no por su esfuerzo indomable, por su valor heroico, porque vence a los gigantes, desafía los hechizos de los encantadores y hace retroceder a los leones, sino porque el amor, la gratitud y la piedad le mueven, convencido, en lo íntimo de su pecho, está condenado al fracaso irremediable.
Don Quijote transforma en su prodigiosa imaginación a ruda labradora en Dulcinea, arquetipo supremo del ideal, y en la hora de la derrota definitiva, cuando le faltan espada y lanza y el dolor del rendimiento llena su alma indomable, cara a cara con la muerte, oprimido por la rodilla del triunfador caballero de la Blanca Luna, proclama arrogante, la verdad de su sueño, como hidalgo que sabe que en la hora de la derrota suprema el caballero debe morir con sencilla dignidad. Oídle: “Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra.” Pero la suerte y el destino son implacables con el héroe vencido. Le aguarda la humillación suprema. Roto el escudo, quebrada la espada, astillada la lanza, llega la más triste, dolorosa, aleccionadora de las aventuras: ha de hollarle la inmunda piara. El soñador ha bebido el cáliz del dolor hasta las heces. Ya están vengados los hidalgos burlones, los letrados ensoberbecidos, los venteros y los yangüeses. Mientras Ginés de Pasamonte ríe, el caballero del Ideal ya puede morir.
Nada más triste que el fin del héroe. Recordad las palabras del moribundo: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora Alonso Quijano el Bueno.” Si, nada más triste. El héroe reconoce que todo fue sueño. Ya no es más que Alonso Quijano el Bueno. Tristeza infinita del renunciamiento absoluto. El caballero de la Quimera, dispuesto para la muerte, se ha despojado de ensueños heroicos, de amores soñados, de altas esperanzas, del ansia de las conquistas imposibles, de sus aspiraciones al reino de la justicia siempre inalcanzable. Ya no tiene nada. Todo es polvo, humo, ceniza y vanidad. Alonso Quijano el Bueno, carne flaca y doliente, puede ya, desencantado y sereno, recibir a la Muerte, amada siempre fiel. Pero el ideal no muere, y por los siglos de los siglos, los hombres que como Sancho sienten entre las realidades de la vida la inquietud de un ideal insatisfecho, verán por la llanura parda e inmensa de una Mancha de ensueño, de melancólica soledad, interrumpida de tarde en tarde por una venta o un molino de viento, cruzada por caminos que van hacia todos los horizontes, cabalgando en Rocinante y seguido de su escudero inmortal, al caballero de la Triste Figura, expresión de la energía y fuerza espiritual, con la adarga al brazo y la lanza en ristre, dispuesto a deshacer toda terrena injusticia, a luchar por toda causa alta y noble.
Ricas en verdad, la lengua y la literatura castellanas, que nacidas en burgos, ventas, castillos, monasterios y universidades; en sierras, páramos y labrantíos; entre el polvo de los caminos, el barullo de las ferias y fiestas populares, los tumultos de la plebe, las discusiones de los cabildos, los reencuentros de guerras sangrientas e inacabables, producen la maravilla de las férreas canciones de gesta y el vario, prodigioso Romancero, en que se alean el hierro y el oro, y, más tarde, conquistan las más altas cimas de la poesía lírica con poetas tan delicados, suaves y dulces como Garcilaso de la Vega; tan altos, de inspiración tan robusta, como Fernando de Herrera; tan exquisitos y refinados como don Luis de Góngora; tan puros como el divino fray Luis de León, que por escondida senda y huyendo del mundanal ruido supo alcanzar la cumbre desde la cual se escucha la música de las esferas. En castellano escribieron su teatro prodigioso y crearon caracteres inmortales Lope de Vega, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón y el profundo Calderón de la Barca; cultivó la epopeya artística Alonso de Ercilla, el de los versos monocordes y de hierro; narraron los altos e inmortales hechos de su pueblo y enseñaron la verdad y el recto camino de la justicia a hombres y Estados, grandes historiadores, doctos moralistas y sagaces políticos como Hurtado de Mendoza, Juan de Mariana, el Inca Garcilaso, Sigüenza, Guevara, Gracián y Saavedra Fajardo; trazó sus cuadros asombrosos el genio inmenso, multiforme, terrible y poderoso de don Francisco de Quevedo, todo luz y sombras como las entrañas de un volcán; observaron la vida y penetraron a lo más recóndito de las almas los creadores de La Celestina, el Lazarillo de Tormes, el Guzmán de Alfarache y la Dorotea; edificó Santa Teresa de Jesús las asombrosas Moradas de su castillo interior; escribieron sus obras admirables, más divinas que humanas, Fray Luis de Granada, Malón de Chaide, Fray Juan de los Ángeles y el Beato Juan de Ávila, llama de amor vivo, y cantó San Juan de la Cruz, con labios abrasados, los arcanos de la belleza increada. Entre esta prodigiosa cordillera de genios se levanta en la literatura española y en la literatura del mundo, Miguel de Cervantes, como el Chimborazo entre las cumbres andinas: La luz ardiente del sol hace vibrar el nevado con fulgor de metal recién bruñido y destaca, sobre fondo azul, la cumbre que los Andes irguieron hacia el cielo y las lluvias y los vientos pulieron en millares de años hasta despojarla de las aristas cortantes y amenazadoras. La bruma sombrea las vertientes del monte, oculta la dura y dorada roca de los ribazos y esconde los obscuros y profundos barrancos. El mar cambiante de las nubes cubre el horizonte y mezcla sus copos blancos, vidrios frágiles y delicadísimos, con el azul verdoso del cielo, mar de aguas durmientes. La paz reina sobre las cosas, se confunde y compenetra con ellas. El Universo parece descansar, en calma y sosiego feliz. La mole inmensa y solitaria, en la entraña, soterrada, la pasión encendida, el ímpetu abrasador del volcán, irgue, bañadas por el sol de la gloria, la cumbre enhiesta, de nieves eternas, más allá del rayo y el trueno, en la región augusta de la serenidad.
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{1} Vid. Martín Fernández de Navarrete, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra.– Madrid, 1819.– Págs. 317 y 318 y Pedro Torres Lanzas, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (Número Extraordinario consagrado а conmemorar el centenario del Quijote).– Madrid.– Mayo de 1905.– Págs. 349 y 360.
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Guayaquil 1947, de 21 páginas. ]