Filosofía en español 
Filosofía en español

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Discurso
pronunciado en la solemne apertura
del año académico de 1851 a 1852
en la Universidad Central, por el

 
Dr. D. Tomás de Corral y Oña,
Catedrático de la Facultad de Medicina.
 
 

Sobre la filosofía práctica del siglo XIX.

 
 
 
Madrid 1851
Imprenta de Don Mariano Delgrás,
Pretil de los Consejos, n. 5.




Excmo. Sr.:

Fuerza es confesar que mi presencia en este sitio respetable, y delante de un concurso tan eminente como sabio, puede calificarse de dos maneras distintas: o de presunción loca, o de docilidad imprudente. Los que me conocen saben bien que no merezco la primera calificación; a los que no me conocen, les ruego admitan la segunda, que es la verdadera. He debido a la elección, menos acertada que benévola, de mis ilustrados compañeros de Facultad, la alta honra de saludar la nueva aurora académica en la primera Universidad de España; el encargo difícil de inaugurar vuestras tareas. Y ¡cuan difícil, señores, cuan superior a mis fuerzas…! Porque no solo hay que tener presente al acometer tamaña empresa lo levantado del objeto, sino la preclara instrucción del auditorio, y el recuerdo a la par grato y temible de los ilustres varones que, antes que yo, os han dirigido su voz desde esta cátedra (donde apenas se distinguen hoy mi humildad y pequeñez) y solemnizado cumplidamente la apertura de los estudios universitarios.

Una consideración, sin embargo, me alienta, y es la de vuestra indulgencia; esa indulgencia que es hija del saber: pues los que han tocado con la mano una vez y otra las dificultades que rodean a determinadas situaciones, son de suyo tolerantes con el que impelido por el deber, no por su propio deseo, se ve obligado si no a superarlas, al menos a dar alguna prueba de que aspira a vencerlas. Por esta razón se debilita mi temor: grande sería este si me fuera forzoso hablar ante oscuras medianías.

Pero si bien cuento con una atención benigna, embarázanme no poco la magnitud del compromiso y sus naturales exigencias. En un acto de esta índole, grande por el motivo y no menos grande por la calidad de los que oyen, es preciso colocar la inteligencia a una altura tal que domine todas las ciencias reunidas en este santuario; es preciso comprenderlas todas dentro de los límites atrevidos de la síntesis, dentro del estrecho círculo de la generalización. Y esta altura deslumbra a las cabezas más enteras y firmes, y es fácil, muy fácil, representar al vivo el ejemplo de la vanidad humana encubierto en lo antiguo con brillantes atavíos en la tabula del desgraciado Icaro. A evitar, en cuanto pueda, un triste descalabro se encaminan mis deseos; por esto no será osado mi vuelo: imitando al prudente piloto que no se engolfa en medio de un piélago ignorado, y prefiere seguir, con menos gloria, pero con más seguridad, el derrotero conocido.

Y ¿qué asunto digno de vosotros debía ofreceros hoy mi pobre inteligencia? No es este punto por cierto en el que he tropezado con menos escollos, pues no podía presentar a un paladar delicado y exquisito un manjar ordinario y grosero. Al fin, después de hallarse envuelta mi mente un día y otro en la duda y la zozobra, me he decidido por hablaros un breve rato de una materia cuya importancia actual y trascendental se percibe desde luego. ¡Lástima que no posea yo en este día una cabeza y una voz más autorizadas…! Voy a hablar sobre la filosofía práctica del siglo XIX.

I.

No soy yo de los que culpan a la filosofía de ser la causa primera, el principio motor de la nueva faz que ha impuesto a la sociedad europea el siglo XVIII; ese siglo destinado allá en los arcanos de la Infinita Sabiduría para ejercer una influencia poderosa en el porvenir; ese siglo al cual no juzgará tal vez muy favorablemente la posteridad. Nosotros, a pesar de haber corrido ya la mitad de la presente centuria, no somos jueces imparciales de la anterior, porque somos todavía una de sus primeras generaciones y hemos recogido su herencia, donde unos encuentran bienes inmensos y sin precio, al paso que otros ven males trascendentales y sin cuento. Es indispensable, por lo tanto, dejar a los tiempos venideros y lejanos, extraños a las ideas y a los intereses actuales, la apreciación sensata y tranquila de esta época de la historia. El fallo definitivo no puede darse ahora; porque entre los aplausos de un lado y las protestas de otro, son convenientes la apelación y el aplazamiento.

La filosofía se encontró con una oportunidad que no era hechura suya: éralo de circunstancias y de costumbres, producto del tiempo que así envejece a las sociedades como las rejuvenece, en virtud del movimiento, de la oscilación y de la instabilidad a que están sujetas las cosas humanas. La filosofía dominante del siglo XVIII no habría podido, por mucho que fuese su extravío, consumar por sí sola un cambio tan asombroso de creencias, sin su combinación fatal con otros hechos que abonaron el terreno, y le dieron la feracidad que necesitaba la semilla para germinar. Con más razón podría achacarse a la sociedad del siglo XVIII el haber preparado la cuna a esa filosofía que después, cuando adquirió vigor y robustez, se revolvió como un hijo mal educado contra la que le dio el ser. El efecto se confundió de este modo con la causa, y desde entonces caminaron, aunque por diversas vías, a un mismo fin.

Un hombre célebre de la segunda mitad del siglo XVII, que antes de desplegar su admirable genio filosófico se había dedicado a la medicina, Locke, fue el verdadero creador de la filosofía que más parte tuvo en los destinos del siglo siguiente. Locke es el padre de la escuela sensualista que tanta prepotencia adquirió después cultivada por Condillac. Esta escuela enarboló la bandera del libre examen y del espíritu de observación; y como su método era rigorosamente lógico y natural, y por lo mismo seductor, fascinó las inteligencias y triunfó de los sistemas rivales, quedando dueña del campo. Ensoberbecida con la victoria, creyóse omnipotente e imperecedera, y desatentada fue a parar al error, descarriándose de la verdad. No vio más que sentidos y sensaciones; no vio más que órganos y funciones; no vio, por último, más que materia grosera. Y si se hubiese encerrado dentro del círculo pacífico de la especulación, o solo hubiese descendido a la aplicación natural de sus principios a las cosas tangibles; todavía habría podido salvarse de la enorme responsabilidad que ha contraído con la ciencia y con la humanidad. Pero ¡ah! que la inteligencia cuando una vez se lanza en la senda del error, que por desgracia suele presentar un atractivo falso y aun irresistible, raras veces retrocede y no se detiene hasta que cae en el abismo. Así la filosofía sensualista aplicó su método y su análisis a cosas de orden diferente, sin advertir ¡ilusa! que navegaba por un océano desconocido, donde la brújula que antes la guiaba con desembarazo y sin peligro, era ineficaz para señalarle con precisión los escollos y bajíos. Nada se escapó de su altanera vanidad: la organización social, la política, la moral, hasta la religión, ese lazo sublime y santo que une al hombre con la divinidad, fueron llamadas a juicio para responder ante un tribunal que aunque incompetente, tenía sin embargo, en fuerza de las circunstancias, poder bastante para hacer respetar sus decisiones. Ya sabéis, señores, el resultado… ¡Hodièque manent vestigia ruris!

Tienen algunas ciencias, lo mismo que los individuos, sus épocas naturales de desarrollo, su infancia, su virilidad y su senectud; y no hay que buscar en las dos edades extremas el vigor y la fuerza que corresponden a la edad adulta. Esta ley presidió a la lucha filosófica del siglo XVIII. La escuela sensualista, llena entonces de vida, se encontró en lo más recio de la pelea con briosos adalides, para combatir al cartesianismo decrépito ya y gastado por las hipótesis, y a las escuelas alemana y escocesa que se hallaban todavía en su cuna, sin salir apenas de la modesta oscuridad del estudio. Algunos lustros después no habría podido el sensualismo triunfar tan fácilmente; mas la ocasión le fue propicia. ¡Cuan cierto es que la celebridad de ciertas doctrinas y de ciertos hombres se debe en gran parte a la casualidad, a la combinación fortuita y fatal de determinados acontecimientos! Colocad a Condillac y a Destutt-Tracy en la época del apogeo de Descartes y de Leibnitz, y los veréis pequeños: hacedlos contemporáneos de Platón y de Aristóteles, de esas dos grandes lumbreras de la filosofía que personifican por sí solas la ciencia, y ya no los podréis distinguir. El hombre en su engreimiento no solo no cree, sino que no quiere creer que su grandeza nace muchas veces, en todo o en parte, de las circunstancias: agrádale más el atribuirla a su valor intrínseco.

Lejos, muy lejos estoy de negar a la escuela sensualista la gloria que adquiriera con su riguroso espíritu de análisis y con su exquisita observación, aplicando estas dos antorchas de la filosofía a las ciencias naturales y a las físico-químicas. Tal vez llevó muy allá el análisis, exagerando este método de descomposición; tal vez descuidó bastante la síntesis; pero lo cierto es que los grandes adelantamientos de estas ciencias datan de su época, y que estos adelantamientos son reales y positivos y nutridos de inmenso interés social. El mal estuvo en pretender aquella filosofía medir lo subjetivo con la misma escuadra de lo objetivo; y, lo que es más doloroso, en querer profanamente que la sublime moral se ajustase a principios que no tenían otra aplicación, como instrumento lógico, que a las cosas sensibles y perecederas.

Con menos atrevimiento y más rigor en las consecuencias habría sin duda alguna conquistado el sensualismo una página brillante en la historia de la filosofía, quedando en ella como un luminar que hubiera eclipsado a los antiguos sistemas de donde tomó su origen; pero arrastrado por el torbellino del siglo, no pudo sobreponerse a él, y adunados ambos engendraron la famosa fórmula de la época: la enciclopedia.

II.

Como que la división del tiempo en grandes períodos es esencialmente arbitraria, no hay una línea perceptible de separación entre los siglos, y los primeros lustros de cada centuria son por necesidad una continuación de la anterior. El siglo actual es el terreno práctico de las doctrinas del que le precedió, la piedra de toque del siglo XVIII. Llámase a sí propio siglo de las luces, siglo de la ilustración, y está quizá destinado a ser conocido en los tiempos futuros con el nombre de siglo del vapor, siglo de la utilidad; merced a la importancia que ha dado en el campo de la especulación y en el de la práctica a los intereses mundanos.

Estudiadas las sociedades en su conjunto, se observa que participan de las mismas debilidades de los individuos, puesto que ellas no son otra cosa que la síntesis de las creencias y de las costumbres de cada edad grande de la historia. Asáltales por lo tanto la misma pretensión de haber sobrepujado en conocimientos a los tiempos pasados, si es que no aspiran a creer que han tocado la meta de la perfectibilidad humana. De este achaque se resiente más que otros el siglo XIX. ¿Qué diría si pudiese reivindicar su gloria el siglo de Newton y de Descartes? ¿Qué diría el siglo de Isabel la Católica y de Gutenberg, que descubrió un nuevo mundo e inventó la imprenta? ¿Qué diría el siglo de Cicerón y de Augusto? ¿Qué el de Alejandro y Aristóteles? ¿y qué el de Pericles, el de Sócrates y Platón? ¿Qué diría esa antigua civilización del Egipto, cuyos monumentos han llegado hasta nuestros días como testimonio gigante de su poder, teniendo todavía vida para poder presenciar el acabamiento del mundo? Si pudiesen hablar, dirían que ellos habían tenido la misma creencia que el siglo XIX, que habían pensado que no podía irse más allá.

Y la verdad es que en muchas partes del saber humano lejos de adelantar los tiempos actuales a los tiempos antiguos, han retrogradado visiblemente; al paso que en otras existe un progreso sorprendente, inmenso, casi increíble. Oscilación y compensación: he aquí las leyes inmutables de la humanidad: a ellas se acomoda lógicamente el examen concienzudo de la historia. Hay, no puede negarse, en la sucesión del tiempo un verdadero progreso; pero ¿quién sabe si este progreso es solamente relativo? ¿quién sabe si lo que por un lado se gana, por otro se pierde? Si se pudiese reducir a números la historia de la inteligencia, ¿quién sabe si comparando civilización con civilización, época con época, vendría a resultar próximamente una misma suma?

Y si nos concretarnos al estudio de la filosofía ¿qué más sabemos hoy que lo que se sabía en los tiempos celebrados de la Academia, del Liceo y del Pórtico? ¿No hemos visto sucederse desde las escuelas griegas los mismos sistemas, combinándose entre sí o alternando en su dominación? ¿No vemos palpablemente que el fondo de la filosofía especulativa es siempre uno, hoy el sensualismo y mañana el idealismo, para hacer lugar después al escepticismo y al misticismo, según la escala histórica de Cousin, en la cual hay, a no dudarlo, una parte de verdad? ¿En qué consiste que los adelantamientos de otras ciencias son indudables, habiendo llegado a un grado de desarrollo y esplendor que envanece justamente a la inteligencia del hombre? Ahí están las ciencias matemáticas, las físicas, las químicas y las naturales con sus numerosas aplicaciones y consecuencias, como irreprochable documento del poder humano; ahí se ven ostentando no solo una análisis delicada y minuciosa, sino una síntesis elevada que ha reducido a fórmulas sublimes por su sencillez y certidumbre una parte muy importante de sus conocimientos. ¿Por qué las ciencias abstractas y las que de ellas nacen inmediatamente no han podido rayar tan alto? ¿Por qué la filosofía especulativa y fundamental se halla siempre agitada como las olas de un mar inquieto, sin encontrar nunca su aplomo? Es bien fácil responder a estas preguntas. Porque las ciencias primeras se ocupan en el conocimiento del mundo exterior, del mundo objetivo; y las segundas aspiran a conocer el mundo interior, el mundo subjetivo: el macrocosmo es el patrimonio de las primeras, el microcosmo lo es de las segundas. ¡Cuan grande es el poder de la inteligencia cuando procede del interior al exterior, del centro a la circunferencia! ¡Cuan pequeño cuando se remonta hasta la fuente de nuestras ideas, hasta el examen de nuestra conciencia… ¡El hombre que ha logrado penetrar las leyes que rigen el movimiento de esos globos que ruedan en el espacio; sondar la profundidad de los mares; elevarse en las regiones del éter; atravesar el océano con fabulosa rapidez; salvar grandes distancias desafiando al tiempo y al espacio en alas de una fuerza inventada y dirigida por él mismo; abrir caminos subterráneos a los cuales sirven de majestuosa techumbre ríos caudalosos y navegables, y gigantescas montañas; el hombre que ha conseguido sujetar a fórmulas matemáticas los fenómenos maravillosos de los fluidos invisibles e imponderables, explotando sus leyes en pro de la industria, de las artes y de las relaciones sociales; que ha descendido, alumbrado por la filosofía, hasta la composición íntima de los cuerpos, arrancándoles el secreto de la afinidad; este hombre, señores, que puede tanto…! se detiene al llegar al conocimiento de sí mismo, como si fuese una profanación el querer descubrir el misterio de su existencia; como si fuese una impiedad el llevar muy allá el nosce te ipsum de las escuelas antiguas. Y, sin embargo, la razón de esto es muy clara, y mucho más para vuestro levantado entendimiento. Conoce el filósofo las leyes de la atracción universal, y cuando quiere profundizar la naturaleza de esta misma atracción, se para; conoce las leyes de esa afinidad misteriosa que preside a la combinación de las moléculas de los cuerpos, y si pretende averiguar la esencia de esta fuerza, se para; conoce las leyes del fluido eléctrico, del lumínico, del magnético y del calórico, y cuando quiere saber cuál es la esencia de estos fluidos, se para también; ¡qué extraño es que se detenga como ante un muro de bronce, cuando se eleva hasta el conocimiento de fenómenos de un orden eminente, regidos por una fuerza superior a esas fuerzas y a esos fluidos que presiden al mundo exterior! ¡No es de admirar que se extravíe cuando sobradamente audaz se obstina en buscar la explicación de unos fenómenos que están más altos que él, y exigen una inteligencia más encumbrada que la suya! ¡Qué extraño es que quiera alguna vez amoldar el mundo interior, su propio ser, a la existencia de los demás seres!

He aquí por qué la filosofía especulativa en su parte metafísica y psicológica, no solo no ha adelantado, sino que a veces ha retrogradado lamentablemente; he aquí por qué se halla vacilante entre opuestas creencias. La causa se halla en su propia naturaleza; y esta causa sujeta a la ciencia a la condición de no poder ser progresiva. Y la prueba la tenemos muy palpable estudiando la filosofía contemporánea.

El siglo actual debía ser el palenque de una lucha, empeñada entre la filosofía sensualista, cuya fuerza se gastaba de día en día a consecuencia de sus atrevidas y peligrosas aplicaciones, y la filosofía de las escuelas alemanas y escocesa que habían adquirido con la edad vigor y lozanía. Todas llevaron a la liza su enseña propia, su razón suprema. La sensación; el sentido común; la razón subjetiva en su grado más elevado y trascendental; el yo pensador; la identidad absoluta o fusión del subjetivo y del objetivo, sirvieron de punto de partida para una discusión fogosa y ardiente, como lo son casi todas las discusiones; pero que ha producido la inapreciable ventaja de poner de manifiesto, no solo la parte flaca de cada sistema, sino aquella cuya aplicación es perjudicial. Porque no hay que olvidar, que en medio de esa apoteosis que hacen de la razón las escuelas idealistas, se toca en algunas de ellas el inconveniente del sensualismo: el peligro de ir a parar de consecuencia en consecuencia a un punto en donde no salen muy bien libradas la religión y la moral. Tan cierto es que en filosofía puede llegarse a un mismo fin por caminos abiertamente contrarios; al modo que desde un sitio determinado del globo podemos llegar al opuesto, siguiendo dos rumbos diametralmente distintos.

De esta lucha ha resultado que unos contendientes han permanecido completamente fieles a sus banderas, y otros se han separado más o menos de ellas, o creyendo poco, o creyendo demasiado, o tratando de elegir lo que a juicio suyo es aceptable en las doctrinas rivales. De aquí han nacido el escepticismo, el misticismo y el eclecticismo. Y he aquí el estado actual de la filosofía especulativa. Veamos ahora, si no nos hemos de alejar de nuestro propósito, cuál es el de la filosofía práctica.

III.

Dos fases bien distintas nos presenta la filosofía aplicada. Cuando el objeto sobre el cual recae el trabajo filosófico es una cosa sensible; cuando tienen entrada franca y expedita la observación y la experiencia; cuando los hechos se ven con claridad una vez y otra, un día y otro, y siempre son los mismos, ora se examinen juntos, ora separados, y puede apreciarse el lazo que los eslabona; entonces resplandecen los dos métodos naturales de investigación: el análisis y la síntesis. Pero allí donde la materia filosófica no está al alcance inmediato de los sentidos; donde en lugar de hechos sensibles sobre cuya existencia nadie disputa, forja la razón, de suyo tan variable, o la hipótesis que puede frisar en el absurdo, o la teoría que puede lindar con la quimera; es muy difícil y a veces imposible el análisis, es poco segura y, en más de una ocasión, deleznable la síntesis; y el criterio requiere una cultura intelectual poco común, y aun tal vez una cualidad más alta: el genio.

Así las ciencias experimentales han podido abrir al filósofo sus preciados tesoros, brindándole largamente con la gloria y con la utilidad material; mientras que otras ciencias que por su naturaleza se prestan menos a la apreciación sensible e incuestionable de los hechos, han ocultado su riqueza con el mismo cuidado que emplea el avaro para esconder la suya. Abundan en las primeras los hechos con su maravillosa trabazón; y en las segundas las teorías no siempre basadas sobre el cimiento firme de la experiencia, los sueños y los delirios. Aseméjanse estas últimas ciencias a algunas enfermedades de curación ignorada, para las que tiene la medicina una gran copia de medicamentos, como prueba palpable de que no posee el remedio apetecido. La riqueza es en este caso tan estéril como lo es la de las hipótesis y las teorías en ciertas ciencias.

Permitidme, señores, que apoyado en estos principios, exactos según mi sentir, os recuerde muy a la ligera algunos rasgos del movimiento científico del siglo XIX.

¡Qué brillante aureola de gloria ostentan las ciencias físico-matemáticas en el anchuroso campo de su aplicación! El tiempo, el espacio, la gravedad, la fuerza, pueden ser apreciados con matemática precisión hasta en sus fracciones más pequeñas por medio de instrumentos preciosos, algunos de milagrosa sencillez.– El péndulo desciende a las profundidades del globo y sirve de auxiliar para conocer la construcción de las capas geológicas.– El microscopio descubre los animales infusorios, y encuentra la vida allí donde no digo los sentidos, pero ni aun el raciocinio podían sospechar la existencia de una organización.– El cálculo de las probabilidades encadena los acontecimientos y los sujeta a fórmula, aspirando a borrar de los sucesos los fenómenos que se conocen con el nombre de accidentes, del mismo modo que otras ciencias pretenden la anulación de las excepciones. Y esto no puede conseguirse sino por el camino de una análisis delicada que sirva de fundamento a la síntesis y a la ley.– Ya de antes se había medio adivinado el estrecho parentesco de los cuerpos imponderables, y hoy goza de mucho favor entre los físicos eminentes la teoría de una sustancia sutilísima y elástica, en la cual flota la materia ponderable cuyos átomos, agrupándose bajo la forma sólida, líquida y aérea, constituyen los cuerpos. El movimiento de aproximación atómica imprime una ondulación en la sustancia imponderable, y esta vibración explica los fenómenos de los fluidos incoercibles. La vibración, pues, ha sustituido a la emisión de Newton; y los cuerpos imponderables se hallan muy próximos a revelarnos la unidad que tal vez los representa en el universo.– El estudio del fluido eléctrico forma por sí solo una ciencia con importantes aplicaciones; ella da a la meteorología la explicación de los grandes fenómenos atmosféricos; a la química los medios más poderosos de análisis; a la mecánica una potencia independiente del tiempo y del espacio, potencia que podrá ser en adelante la rival venturosa del vapor; y a la administración social y política la facultad de trasmitir a largas distancias el pensamiento del hombre en el momento mismo en que ha sido concebido.– No menos curiosas y trascendentales son las investigaciones sobre el fluido magnético. De hecho en hecho y de demostración en demostración hemos llegado ya a la fusión por lo menos de este fluido con el eléctrico; y todo hace creer que no está lejano el día en que los fluidos imponderables se reduzcan a uno solo que sea la única fuerza de la materia bruta.– ¿Y el vapor… ese cuerpo de gigántico poder? ¡Qué revolución tan pasmosa ha hecho en la organización social y política, en la economía pública, en las relaciones de los pueblos, en las artes, en la industria…! él es la fórmula genuina del siglo XIX, su manifestación intelectual más práctica. Ahora incumbe a los gobiernos el dirigir esta fuerza colosal, poniéndola en consonancia con las necesidades sociales; no sea que la exageración la lleve hasta un punto en el cual se resienta la armonía que sirve de apoyo estable y seguro a la felicidad pública.

¿Y qué diré de la astronomía, de esa ciencia que armada del telescopio y dirigida por el cálculo, penetra en la inmensidad del éter y descubre cada día nuevos cuerpos celestes? El guarismo de los planetas es hoy doble del que antes se conocía, y el famoso número siete ha perdido por este lado su antigua y pitagórica importancia.

No se ha quedado rezagada la geografía en el progreso intelectual de la presente centuria, pues que sin cesar proporciona al navegante, al viajero, al naturalista y al filósofo hechos de mucho interés, tanto bajo el aspecto científico, como bajo el aspecto social.

Esa anatomía íntima de la materia, la química, puede envanecerse justamente de su valía: ella ha hecho el esfuerzo filosófico de la creación de un lenguaje, el primero quizás en el orden científico; ella ha profundizado los misterios de la afinidad hasta el punto de ser casi demostrable que esta fuerza es el resultado de la atracción de los fluidos eléctricos opuestos; ella ha abierto anchas vías de progreso a la farmacia y a la medicina, a las artes y a la industria. La ley de los equivalentes, el dimorfismo, el isomorfismo, la teoría atomística, la de los radicales compuestos y la de las sustituciones son otras tantas conquistas del siglo actual. La química orgánica le corresponde también de derecho.– Después de haber llevado el análisis a un grado tan portentoso que muchos cuerpos simples se hallan muy próximos a entrar en la categoría de compuestos, ha vuelto los ojos a la síntesis y conseguido no solo imitar sino componer algunos cuerpos idénticos a los orgánicos.

Notables son los adelantamientos que ha hecho la mineralogía auxiliada por la química, que le ha dado las bases de una buena clasificación, y por la óptica que ha demostrado la modificación que sufre la luz al través de los cristales.

Y aunque nuevas la geología y la paleontología, y todavía en su infancia, revelan generosamente a la investigadora curiosidad del hombre los misterios del globo y las revoluciones de su edad ante-histórica.

La luz filosófica alumbra los secretos de la organización… La botánica ha embellecido su estudio no solo con hechos numerosos relativos a la anatomía y fisiología vegetales, sino con una clasificación natural grandemente útil para las aplicaciones, y de mucho provecho para la terapéutica.

El siglo XIX ha visto nacer la anatomía comparada, la zoología fósil y la filosofía zoológica. Un estudio tan extenso como curioso se ha abierto ante los ojos del filósofo: el de la contemplación del orden prodigioso que guarda la organización en su desarrollo, desde el hombre hasta el animal que ocupa el lugar más humilde en la escala de la vida.

La farmacia, esta compañera fiel e inseparable de la medicina, ha ensanchado en gran manera el campo de sus conocimientos, hallándose hoy a la altura de las ciencias de aplicación más adelantadas, merced al espíritu de observación y al carácter experimental que la distinguen.

La medicina… (ya me concederéis, señores, algunos instantes más para mi ciencia) la medicina representa en todos sus ramos el progreso que caracteriza al siglo presente. Apoyada esta ciencia, como todas las que se llaman naturales, sobre los hechos y sobre la especulación filosófica, ha adelantado extraordinariamente en aquellos puntos para los cuales la observación y la experiencia físicas lo son todo; y ha oscilado también entre creencias más o menos valederas, en la parte destinada a las teorías y a las hipótesis. Pero a su carácter de ciencia natural agrega otro más elevado, y por lo mismo de comprensión más difícil, que es el que se refiere al sistema intelectual y al sistema moral. Así el patrimonio de la ciencia abraza los tres órdenes de fenómenos universales: la materia, la inteligencia y la moral: el mundo grande y el mundo pequeño.– ¡Cuánta riqueza en la anatomía, en ese estudio de la organización que es a la medicina lo que el lenguaje al entendimiento! Nuestro siglo ha creado la anatomía filosófica, ciencia bella y seductora, dichoso resultado de la contemplación atenta y severa de los hechos; y la anatomía topográfica, antorcha del diagnóstico y brújula de la terapéutica quirúrgica… Nuestro siglo ha dado notable ensanche a las investigaciones anatómico-patológicas, y perfeccionado en gran manera los conocimientos de anatomía descriptiva, sobre todo en lo correspondiente a los centros nerviosos; ¡y ojalá que de este último estudio no hubiesen nacido peligrosas ideas, que sirven de fundamento a un materialismo tan absurdo como grosero, y a un fatalismo tan impío como aterrador!– La fisiología marcha de consuno con la anatomía, y hoy luce ricas galas y da sazonados frutos en su terreno experimental.– La higiene extiende sus benéficas aplicaciones desde el individuo hasta la sociedad.– La terapéutica despliega en el examen de sus agentes un criterio fino y desapasionado. Una de sus partes, la cirugía, ha conquistado en nuestros días una corona de esplendorosa exactitud y utilísima aplicación: ella es con razón el orgullo de la ciencia.– Los sistemas médicos inventados para explicar la esencia íntima de las enfermedades han sido el reflejo de las doctrinas filosóficas, y lo serán siempre mientras la medicina no rompa abiertamente con las especulaciones estériles, fraternizando solo con una filosofía práctica que esté asentada con seguridad sobre la observación y la experiencia. El hipocratismo genuino es el faro de la medicina teórica: allí no hay preferencia ni para los líquidos, ni para los sólidos, ni para las fuerzas; allí no hay más que lo que debe de haber: el organismo. Y esta es la tendencia del siglo. ¡Qué importa que de vez en cuando aparezcan pobres utopías y fantásticas creaciones con la pretensión ridícula de explicarlo todo y de haber alcanzado la cúspide del saber! Su impotencia, su nulidad, sirven únicamente para que se vea mejor, en virtud del contraste, la belleza de la verdadera doctrina; a la manera que el diamante brilla más al lado de la piedra falsa que se atreve a disputarle sus fulgores.– Hoy la medicina patria ha adquirido un alto grado de esplendor, gracias al recto juicio y proverbial sensatez que la distinguen: es ya, señores, un hecho su deseada emancipación de la medicina extranjera.

Esa parte de la filosofía práctica que trata de la justicia y de la bondad de las acciones humanas fuera del misterioso asiento de la conciencia; que está naturalmente ligada con la medicina, con la moral y con la política, y que es la guardadora social de la honra y de la propiedad, la ciencia de la justicia y del derecho, se ha cultivado en este siglo partiendo de miras tan elevadas como humanitarias. Su escuela filosófica coloca la fuente del derecho en la excelsitud de la razón; su escuela histórica lo encuentra en las tradiciones; su escuela práctica lo encierra en las leyes positivas, y no ha faltado quien haya pretendido fundarlo groseramente en la utilidad.– El siglo actual ha presenciado la obra grande de la codificación, que en algunas de sus partes ha dado ya frutos sazonados, y en otras espera la sanción de la práctica.

La moral y la política han sufrido rudos embates a consecuencia de la agitación que domina a todas las épocas de la historia que, como la nuestra, constituyen un periodo de transición en las sociedades; pero esperamos confiadamente que la primera recobrará la altura divina de su origen, y la segunda realizará la estrecha alianza de la libertad y del orden.

La grave historia y la hermosa literatura que son el lenguaje magnífico de la filosofía, han seguido paso a paso las fases de la revolución verificada en las creencias.

La sublime teología, ciencia divina y humana a la vez, que por razón de sus dos naturalezas se apoya en la filosofía y en las verdades reveladas, ha podido en este siglo, valiéndose de exquisitas nociones históricas, y de los descubrimientos geológicos, invalidar algunas opiniones impías y poner la cosmogonía ortodoxa en perfecta consonancia con la ciencia.

¿Tendré necesidad de señalar delante de talentos tan cultivados como los vuestros, el lazo sublime y providencial que aproxima todas las ciencias? ¿Será preciso indicar el influjo que sobre estas han ejercido las diversas concepciones filosóficas? ¿Será conveniente determinar cómo la filosofía señorea la civilización, imprimiéndole un sello propio y una fisonomía dada? No: de ninguna manera; porque esto sería lastimar vuestra bien acreditada ilustración, y amenguar el respeto que merecéis.

IV.

A vueltas del cuadro risueño que acabo de trazar, nos presenta la civilización moderna un carácter propio y peculiar suyo que para unos es su más glorioso timbre, y para otros es una señal inequívoca de decadencia. Este carácter está representado por un apego excesivo a los intereses materiales. ¿No os parece, señores, que el desarrollo de estos intereses (llamados muy exactamente materiales, porque son mundanos y perecederos como la materia) se hace a expensas de otros intereses más altos? ¿No os parece que no hay un verdadero equilibrio entre el hombre físico y el hombre moral? ¿No veis grandísimos inconvenientes en llevar hasta la exageración ese deseo de proporcionarnos goces sensibles y bastardos, como si no hubiese nada más allá de la tumba, como si el hombre no tuviera otras aspiraciones que las de esta vida transitoria? Triste, dolorosísimo es el decirlo; pero aunque a primera vista sea amarga la verdad, es forzoso ponerla de manifiesto para que produzca efectos saludables: del mismo modo que es indispensable dar al enfermo una bebida ingrata para calmar la violencia de la fiebre. La civilización actual adolece un tanto de epicureísmo práctico. ¿Y sabéis por qué? Porque se tiene una idea falsa de la civilización; porque se quiere que esta consista en el apogeo de las ciencias, de las artes y de la industria que más placeres sensuales dispensan al hombre; porque nos hemos olvidado de la fórmula antigua, mens sana in corpore sano; y nos hemos alejado de la verdadera civilización del cristianismo; de esa civilización-tipo en la cual resplandecen la dignidad del hombre, la elevación de su espíritu hacia el Criador, y la apreciación justa y prudente del mundo material; de esa civilización en la cual se hallan reconocidos y equilibrados los tres órdenes de fenómenos que constituyen al hombre: los físicos, los intelectuales y los morales.

Nada es más cierto que la medida de una civilización no se halla en la suma mayor de intereses perecederos. El hombre ha venido a este mundo para algo más que para gozar blandamente los placeres que están en relación con su existencia física; ha venido para desenvolver las altas cualidades morales e intelectuales que son la valla que le separan de los demás seres orgánicos. A estas facultades debe su omnipotencia terrenal, y en alas de estas facultades puede elevarse hasta la Causa Primera de las cosas, y representar dignamente el destello divino de donde trae su origen. La verdadera civilización estriba sobre el mantenimiento perenne de la armonía orgánica, moral e intelectual; y como esta armonía admirable se rompe en el momento en que se estrechan más de lo necesario los lazos que unen al hombre con el mundo físico, resulta una decadencia visible en la civilización. La historia lo dice. Cuando una sociedad cuida más de los intereses materiales que de los morales, se debilita su poder; y si no ha procurado volver sobre sí misma y desarrollar los intereses morales, su ruina es inevitable, a pesar de esa ficticia robustez, que no es otra cosa que una máscara falaz con la que oculta el germen de destrucción que lleva en sus entrañas. Recordad las antiguas civilizaciones anteriores a la de Roma, y veréis cómo han engendrado ellas mismas su propia destrucción, entregándose a los deleites sensuales. Recordad a la misma Roma. Vedla grande y temible en su primera época dominar el mundo conocido por medio de sus heroicas virtudes y sus costumbres severas; vedla después en tiempo del imperio ir perdiendo poco a poco ese poder colosal y enervar sus virtudes al arrullo halagador de la molicie, esperando el momento en que un pueblo nuevo, virgen de ciertos vicios y nutrido de virtudes semi-salvajes, inunde como un torrente sus fértiles campiñas, donde en lugar de legiones invencibles encuentre blandos sibaritas. Un momento se detiene el imperio romano en su fatal pendiente bajo la estrella y el lábaro de Constantino; pero ¡era ya tarde…! La Providencia había decretado la caída del coloso, y este fue a buscar como su último refugio las murallas de Bizancio. Allí arrastra todavía por algunos siglos una existencia raquítica, y muere por fin después de una agonía tan penosa como lenta. Y aquí, señores, es digno de notarse que a la vez que en los últimos tiempos del Bajo Imperio florecían las artes y la industria; el estado se desmoronaba a pasos de gigante, falto de un principio salvador que pudiese, no digo impedir, pero ni aun retardar su ruina. El Bósforo era el emporio del comercio; las naves de todas las naciones surcaban sus aguas, y ya asomaban las huestes de Mahomet II que iban a dar fin del antiguo señorío de Roma. Los intereses materiales no pudieron impedir la caída del imperio de los Césares, antes la prepararon y precipitaron, aflojando la energía moral de sus mezquinos defensores.

Es un hecho atestiguado por todos los documentos históricos, que los intereses materiales no sirven de base firme y duradera a los principios salvadores de las sociedades. Las acciones heroicas de los pueblos cantadas en inmortales poemas, no han nacido de un deseo de engrandecimiento material, ni han tenido por norte la posesión transitoria de los goces perecederos. El amor de la religión y de la patria, la gloria bajo todas sus formas, la abnegación sublime; he aquí las altas virtudes que han encumbrado a los pueblos, concediéndoles un lugar envidiable en la historia del mundo; y estas virtudes son compañeras inseparables de la sobriedad en los deleites físicos, y de la austeridad en las costumbres, que dan al hombre la fuerza física y moral que necesita para vencer los grandes obstáculos. Cuando los pueblos van más allá de lo justo en el camino de los placeres mundanos, se hallan muy expuestos a ser dominados por otros pueblos ajenos a la molicie, y robustecidos por costumbres sencillas y por necesidades de pronta y fácil satisfacción. ¿Habría podido la España sacudir el yugo agareno, si la cuna del nuevo trono asentada humildemente en Covadonga no hubiese estado defendida por hombres capaces de desafiar la crudeza de las estaciones y la dureza de los trabajos de la guerra; por hombres en cuyo pecho ardía la llama santa de la religión y del patriotismo? ¿Habría podido la cristiandad levantarse como un solo hombre y enviar sus hijos a la conquista del Santo Sepulcro, si no la hubiese movido una idea inspirada y predicada por un pobre ermitaño? ¿Podría envanecerse hoy la literatura de contar entre sus más hermosos florones al infortunado cantor de La Jerusalén?

Porque hay que advertir que en la literatura se refleja fielmente el estado de las civilizaciones. Es como instintivo en el hombre el celebrar los altos hechos que están íntimamente enlazados con su existencia espiritual, porque considera siempre de mucho más precio, de más rica ley, los intereses morales que los materiales. La poesía es de suyo ideal y descoge sus alas divinas para cantar lo grande y lo bello. Por esto las épocas más gloriosas son también las más poéticas: por esto ciertas ideas son una fuente inagotable de inspiración; mientras que otras no hablan nada al espíritu y al entusiasmo, porque se las mira al través del prisma de la utilidad material y mundana. Vosotros, esclarecidos literatos que me oís, ¿no encontráis más aliciente al genio, más incentivo a la inspiración en esas magníficas catedrales y en esas soberbias basílicas, erigidas por la piedad de nuestros antepasados, que en esos tiranos del tiempo y del espacio, monstruos de la civilización contemporánea, que trasladan al hombre de un punto a otro con una velocidad que pasaría por fabulosa si el hecho perteneciese a los tiempos antiguos? ¡Ah! de seguro que os sentís más arrebatados cuando replegados allá en vuestra mente veis representada en los primeros monumentos, una idea moral, grande, inmensa que eleva al espíritu, rompiendo los lazos que le unen temporalmente con el mundo terrenal.

Este es el achaque de la civilización actual: esta es la causa de la inquietud y desasosiego que agitan a nuestra sociedad y amenazan turbarla profundamente. Porque no hay una relación exacta entre las necesidades materiales creadas a la sombra de ciertas ideas, y los medios de satisfacerlas, el hombre se ve envuelto en un torbellino de deseos, cuyo logro no siempre es hacedero, ocasionándole muchas veces la desesperación de Tántalo. ¡Ay de él, si en esta lucha no siente el freno de la religión y el contrapeso de la moral! Su pérdida es entonces segura.

No pretendo, señores, que este mal se observe solo en la sociedad contemporánea: no; porque es de siempre, como inherente a nuestra pobre naturaleza; pero es desgraciadamente cierto que en la actualidad amenaza ser tan grave o más que en otras edades de la historia. Y en este mal, bastante por sí solo a conmover en sus cimientos la organización social, no tiene la menor parte esa filosofía que ha querido explicarlo todo por las funciones de los sentidos, contando muy poco con las inspiraciones de la conciencia; con aquellas ideas-madres que identificadas con nuestro ser nos revelan la existencia de la bondad y de la justicia, y establecen la separación del espíritu y de la materia.

V.

El estado actual de la filosofía práctica se resume en una fórmula breve y sencilla: ausencia de autoridad y protestantismo científico.

La autoridad se ha diseminado tanto, que en rigor no existe; porque donde todos los hombres son autoridades, el exceso del número produce la anulación de la idea. Cada inteligencia se cree capaz de resolver las cuestiones más difíciles: no hay hoy el respeto y la veneración que otros siglos han rendido a los entendimientos privilegiados y superiores. El principio de discusión y libre examen, precioso atributo de la razón, se ha exagerado de una manera dolorosa, y ha cundido en las cabezas que no han conquistado todavía por medio del estudio la facultad de poder conocer lo verdadero, lo bueno y lo bello de las cosas. Este principio que ha dado frutos muy sazonados y sabrosos en poder de los entendimientos cultivados, es en las manos de la ignorancia una arma peligrosa que puede aflojar (siquiera sea temporalmente, porque la verdad es indestructible) los lazos morales y sociales; que puede minar las grandes ideas encarnadas en nuestro ser. Es preciso no proceder con la misma imprudencia de un joven que se emancipa antes de tener la fuerza necesaria para vivir independiente. Las inteligencias no pueden emanciparse mientras no tienen la robustez necesaria, y las que no pueden adquirirla están condenadas a vivir en perpetua tutela. Así la sujeción a la autoridad científica es tan natural como lo es la sujeción a la autoridad paterna, porque estas autoridades estriban sobre el derecho que da la fuerza intelectual, y esta fuerza es siempre benéfica y protectora cuando no se abusa de ella. Y no hay que temer, señores, el abuso, porque esta aberración del entendimiento humano no existe dichosamente con otro carácter que con el de excepción: la ley universal es el orden y la regularidad. ¿Abusa acaso el padre, por regla general, de ese poder que le da la naturaleza, de ese poder cuya idea se halla gravada en nuestra conciencia? No, seguramente; pues tampoco abusa la autoridad científica ni cualquiera otra autoridad natural aunque su acción sea más extensa, porque ellas mismas llevan en su interior la idea de lo bueno y de lo justo.

De este relajamiento del principio de autoridad nacen como consecuencia forzosa la falta de unidad y de armonía, y el estéril individualismo, verdadero contrasentido filosófico tanto en el orden científico como en el social. No se me ocultan los males que ocasiona el abuso de aquel principio; sé que así como ha habido hombres que han encadenado a la humanidad con la fuerza brutal, los ha habido también que la han tiranizado en ciertas épocas con la fuerza intelectual; sé que una y otra fuerza traspasan más de una vez la barrera de lo justo; pero tampoco debe olvidarse lo que acabo de decir: que el abuso es solo una excepción, y que por encima de toda autoridad se halla el juicio de la conciencia universal.

Y en medio de este choque continuo de los actuales sistemas filosóficos, ¿habrá algún camino que nos guie con seguridad al término deseado, allí donde las creencias se encuentren tranquilas como las aguas de un mar bonancible? Yo me atrevo a creer que sí.

La filosofía aspira a conocer el mundo interior y el mundo exterior, y se halla más alta que los diversos sistemas inventados para investigar sus verdades. Estos sistemas no son más que métodos que tienen su aplicación y sus límites naturales. El método que nos sirve bien para conocer la materia, es insuficiente para elevarse al conocimiento del espíritu; y el que nos sirve para indagar, hasta donde es posible, lo que corresponde a este destello de la Divinidad, no se acomoda holgadamente a la apreciación de la materia. ¡Tan distantes se hallan entre sí lo perecedero y lo imperecedero!

Pues bien: la ciencia tiene por campo vastísimo el mundo físico, el mundo intelectual y moral, y la religión: y por medios de investigación respectivamente los sentidos, la conciencia y las verdades reveladas.

¿Es este método complexo una forma particular de eclecticismo adaptado a la ciencia universal? Si se le quiere dar este nombre, sea en buen hora; pero téngase presente que este eclecticismo puede compararse al que todos los días empleamos cuando nos servimos de los ojos para ver y no para oír, y de los oídos para oír y no para ver.

 

Grande es, ilustres profesores de esta Universidad, la empresa que se os ha confiado, y a más de grande es (no hay para qué ocultarlo) sobremanera difícil. Trátase nada menos que de hacer que la segunda mitad del siglo XIX purifique por medio de un examen inteligente y desapasionado las doctrinas filosóficas del siglo XVIII, reducidas en gran parte a práctica, no siempre feliz y muchas veces nociva, en los años que han corrido del actual. Pues aunque a primera vista la herencia es pingüe, con todo aconseja la prudencia que la tomemos a beneficio de inventario: hay en ella más de una cosa que no debe aceptarse. Tantas ideas atrevidas y absurdas que han puesto en vergonzoso litigio las verdades más triviales, conmoviendo violentamente los principios sobre los cuales descansan las sociedades, y llevando el error o por lo menos la duda al santuario del hogar doméstico y aun hasta el asilo de la conciencia, bien merecen, señores, que las sujetemos al crisol de la razón fría, fortalecida con la observación y la experiencia contemporáneas y con la utilísima enseñanza de la historia.

Para dar cumplido remate a tan grave empeño os sobra poder intelectual, y contáis con vuestra generosa voluntad. Tenéis además sobre vosotros el imperioso deber de dirigir la educación, que es la higiene de los pueblos, y la obligación sagrada de dejar a vuestros hijos un legado que no les sea funesto.

Y tú, bello porvenir de la patria y de la ciencia, juventud brillante que acudes presurosa a beber en las fuentes de la sabiduría, bien puedes enriquecer tu inteligencia y conseguir la cultura que anhelas, a la sombra benéfica del trono de una Reina joven, amante de las ciencias y de las letras, y émula digna de las glorias de sus excelsos Abuelos. Ninguna disculpa puedes alegar si, lo que no es posible, flaquea tu ánimo y decae tu constancia; porque nuestras Instituciones Políticas y la legislación vigente universitaria, no te escatiman medio alguno de los que conducen a una instrucción tan sólida y fructuosa, como lo piden el sostenimiento de la sociedad y el carácter del siglo.


[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1851, de 40 páginas más las cubiertas. ]