Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Diálogos
El Heraldo Granadino, 25 junio 1899
(Reproducido de nuevo en X, 20 febrero 1900)

 

El espectáculo de la naturaleza ¿no te agrada? Si fijas la vista con insistencia en un cielo cuajado de estrellas, sentirás una especie de atracción misteriosa hacia arriba. La materia parece aligerarse; pierdes la conciencia de la fatiga o los dolores físicos, mientras el alma, entusiasmada, arrobada, extática, se complace en poseerse a sí misma, en las alturas, lejos del barro terrestre; y cuando vuelto a la realidad, exhalas un hondo suspiro, como despedida a esas sublimes regiones, te sientes confortado. Un momento de esa existencia semidivina, compensa las amarguras de todo un día de prosaica existencia.

—Cuando miro al cielo en una de esas noches que tu dices, se ahoga mi alma en profundísimo hastío. Si continúo mirando y considero la inmensidad de ese espacio relleno de vida, siento sobre mi una grandeza que me ofende, que me pesa, que me insulta. Si no estoy para muchas reflexiones, y contemplo la bóveda estrellada, dejando libre el manantial y curso de mis ideas, me parecen los mundos que brillan, pedacitos de tosco vidrio, y el espacio que los rodea y la atmósfera que los envuelve los creo impregnados de «inmundos y pestilentes vapores» sin que tenga que recordar al héroe de Sakespeare. Otras veces no se me ocurre nada ni puedo fijar la vista siquiera.

—¡Hombre, por Dios!

—¿Qué le hemos de hacer?

—¿Y los paisajes de la tierra? Las tibias alboradas de verano, dulces y suaves, como la promesa de amor de una adolescente; un hermoso sol de primavera, descomponiéndose en mil colores sobre las hojas brillantes de una vegetación risueña; o melancólico paisaje de otoño en una sierra poblada de árboles; y, sobre todo, si en una clara noche de verano, pateas por un campo solitario, iluminado por la luz, siempre poética, de la triste luna, quien, por triste, por dotada, por solitaria, no ofende, como no puede ofendernos un cementerio abandonado, sentirás la placidez de cuanto te rodea. La naturaleza semidormida da una tregua a la implacable lucha de los seres, que presentan a nuestra contemplación se lado más hermoso: la paz viviente, el fecundo descanso; y en esos momentos, sin que tengas que fijarte en el cielo, extrañas emociones surgirán en tu cansado espíritu, las ideas más pesimistas tomarán un dulce colorido, y la hiel rebosante de tu corazón quedará saturada de una esencia embriagadora, ninguna idea contraria a la justicia se levantará a perturbar el encalmado lago de las pasiones; los impulsos y deseos que aviven tu cerebro, serán nobilísimos, pues la soledad del campo es un Jordán, donde el aire se lleva la inmundicia y la luz de lo alto nos infunde el espíritu de Dios.

—¡Oh!

—No quiero seguir enumerando...

—No sigas; me sé de memoria esas relaciones.

—¿Pero, hombre, no tienes corazón ni sentimiento?

—¡Qué vas a decirme! Yo he sentido con mayor intensidad que pudiera expresarte, estos èxtasis cosmomísticos, esas aspiraciones indefinidas, pero enérgicas a confundirnos con la naturaleza universal. Yo he paseado mi vista embelesado, por encantados valles, cubiertos de verdura, por agrestes montañas coronadas de nieve, por laderas umbrías de indefinible encanto; y en todas partes notaba la belleza de las cosas y la limpidez de mi alma para reflejarla. Yo me he estado horas enteras contemplando la corola de una flor, el rostro de un niño, la plácida sonrisa de una joven... Yo he viajado en espíritu por toda la redondez de la tierra, y por entre la infinidad de los mundos, y he creído que percibía, como el latir de un alma complejísima mezcla de las emanaciones de mil almas, cual verbo indeterminado de mil espíritus, ecos de llantos, rumores de tumultos, armonías de músicas, no oídas y de palabras, no escuchadas, signos intraducibles de extrañas ideas, confusa revelación... Pero, sobre que no hay tales carneros, y toda esa fantasmagoría era sencillamente, o reformaciones de la herencia, o agrupaciones de anteriores estados psicológicos, o formas poéticas de una incipiente neurosis, resulta que, sumando el tiempo de esos ratos...felices –los llamaremos así– con el de los otros ratos, encontramos una diferencia enormísima.

—Bien; pero hoy ¿por qué no experimentas esos estados de alma, en las mismas circunstancias que antes?

—No lo sé. Supongo que como la sociedad encontraría la naturaleza –la naturaleza humana...

—La vida en sociedad es natural.

—No digo eso. Me refiero al modo de ser de la sociedad. La vida social iba diciendo, desvía esas fuentes de actividad expontánea, para llevarla por muy diversos caminos, y enturbia sus aguas, quitándoles, con la transparencia, la posibilidad de que reflejen el azul del cielo y el verdor de las orillas. Esto, suponiendo que fueran saludables o naturales esas exaltaciones del cerebro.

—Si esa axaltación, por exagerada fuera en ti morbosa ¿ha de ser igual en todos los hombres? Si hoy estás imposibilitado de gozar esos placeres ¿por qué pretendes excluir a los demás?

—Yo no lo pretendo. Los excluye unas veces el tiempo y otras, el espacio; de un lado la misma naturaleza, que no es bella en todas partes ni siempre. –¿Qué belleza hay en una llanura monótona y árida, ni qué agradables emociones te despiertan los días lluviosos? –De otro lado, nuestra propia naturaleza, que no consiente, cuando está enferma, que hagamos viajes en busca de nuevas perspectivas, ni que gocemos de las que se nos ofrecen a nuestro alrededor. Y luego, los trabajos, las preocupaciones, la febril actividad de la vida diaria de casi todos los mortales no suelen presentar grandes huecos a esas distracciones. Hay en las ciudades populosas y activas muchos sujetos a quienes se les pasan los años enteros sin salir al campo ni mirar hacia arriba; el escritorio, el mostrador, la máquina, lo absorben todo. Quienes más cerca se encuentran de la naturaleza, los campesinos, no tienen nervios para esas emociones delicadas. Son para ellos letra muerta las estrellas y las flores, los valles humildes y las montañas augustas.

—No disparates. La poesía es la primera manifestación de la cultura. Por ahí comenzó todo.

Sí; por los vagos de la tribu. ¿Comenzaría hoy nada en las aldeas de labradores?

—También hay poetas en las aldeas.

—No serán aldeanos; no serán trabajadores; y como quiera que sea, constituyen siempre una excepción. Lo que yo afirmo es que, en general, los campesinos miran las cosas naturales por el lado útil o curioso; a lo sumo.

—Nos extraviamos.

—No. Iba diciendo que, por unas causas o por otras, son muy contados los hombres que pueden gozar, y que gozan, efectivamente, del espectáculo de la naturaleza bella. Añado ahora, que los poetas de la ciudad, o esos otros que tu has descubierto en las aldeas, son los únicos espectadores habituales y sensibles de las bellezas naturales; espectadores o hacedores, que todavía no está eso averiguado.

—¿Ahora estamos ahí?

—Prosigo; y tales sujetos ¡qué caras pagan sus horas de alegría! Volviendo del revés una frase tuya, diré que los tormentos que su naturaleza delicada les proporciona en la vida, constituyen una compensación sobradísima de los ratos en que actúan de semidioses... sin mando.

—No niego, analizo.

—Tiendes a contradecirlo todo.

—Pero no me contradigo yo mismo. Es que represento la contradicción viviente. Soy un espejo.

—Empañado.

—El paño de ese espejo ¿de dónde proviene? ¿qué es?

—Tú mismo lo formas.

—Pero yo ¿qué soy? ¿No pertenezco a la naturaleza universal y terrena, de quien recibo, con la existencia, las leyes porque ha de regirse, y su necesaria relación y encaje con el todo? ¿Cuando dices que yo tengo la culpa de pensar como pienso, de sentir como siento, de ser como soy, este yo mío es algo preciso, separado, independiente de lo demás?

—Tienes conciencia...

—¿Y qué?

—Voluntad.

—¿Y qué?

—Y libre albedrío. ¿Te parece poco?

—Ta, ta, ta.

¿No estás convencido de eso?

—Estoy más convencido de que tengo estómago. Voy a comer.

Pero...

Otro día, otro día.

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 53-56