Blas Zambrano 1874-1938 | Artículos, relatos y otros escritos |
Palabras, no hechos Nuevos Horizontes, 1918, páginas 68-74 |
La afirmación de que por las acciones y no por las palabras es como hay que juzgar a los hombres, parece ser un postulado moral y una regla infalible dictada por la experiencia de los siglos. Nosotros, que tenemos escasa fe en «la sabiduría popular», en «el sentido común», en la «opinión de todo el mundo», no hemos de acrecentarla porque la tradición intelectual, la rutina corriendo libre por el lecho de la pereza, haya trasmitido ese mismo pensar a través de las generaciones, compuestas de aquel «todo el mundo». ¿Qué es el sentido común, sino la condensación de los errores del sentido privilegiado? Digo de los errores, porque la verdad –ya lo dijo Fontenelle– tarda mucho más en difundirse y arraiga menos que el error; siendo, a nuestro juicio, la razón psicológica de este fenómeno el que el error nuevo encuentra alianzas fáciles en los errores anteriores; mientras que la verdad es deletérea para todos ellos, dejando vacíos, a los que el hombre –como la naturaleza, según los antiguos físicos– siente invencible horror. Y si se nos objeta que en la mente de los primeros hombres pudo asentarse la verdad, la religión, con el dogma de la «caída» y la ciencia prehistórica nos ordenarían rechazar la objeción. El motivo moral de la postergación de la verdad es el ímprobo trabajo y el abnegado desinterés que su cultivo exige. Y, sin embargo, –diréis– el hombre ama la verdad. Claro que la ama, como ama el bien, y, sin embargo, el más justo peca siete veces al día y setenta veces siete el que no es justo. * * * Obedecen las acciones humanas en general y aun cada una de ellas, a tantas y tan diferentes causas... ¿Cómo seguir el génesis de cada una y medir su respectiva fuerza? ¿Cómo determinar la composición de todas las que concurren a un acto volitivo, de manera que esa ideal composición sea un fiel reflejo de la composición real? Escapen a nuestro análisis una sola causa, es obligarnos a prolongar, digámoslo así, la línea que represente otra, y no digamos el error que puede aparecer, la diferencia entre la realidad y el esquema, si la causa no pensada por nosotros es de las importantes, o si en vez de una, son dos, tres... las olvidadas. ¿Y qué quiere decir «conocer a un hombre por sus hechos», sino inducir del estudio de ellos el género de motivos a los que presta aquiescencia? ¿No nos dice la moral que uno es el fin del agente y otro el de la acción, y que esta puede ser buena en sí y reprobable aquel? ¡Las causas de las acciones humanas!... Desde la espontaneidad irreflexiva, hasta las determinaciones por coacción y las inesperadas para el propio sujeto, por haber estado la deliberación en la deuda negativa, o más bien inclinada al extremo opuesto; desde los delitos cuyo germen es una noble pasión, hasta la conducta mesurada, por frío cálculo; desde el no dañar a nadie por incapacidad intelectual o miedo insuperable, hasta el causar grave daño, merced a un estímulo pasajero; desde el heroísmo activo, que puede no ser sino miedo disfrazado, hasta la aparente cobardía, por determinaciones de una voluntad irreflexiva y fuerte, inspirada en austeros principios... sin contar los influjos heredados, a lo que es meritorio combatir, aunque no siempre se les venza; sin parar mientes en la sugestión del ejemplo; rota la cual se establece con rapidez un cambio de conducta, son tan varios en cada caso y de tan enorme complejidad en general los móviles de las acciones humanas, y estas, por lo tanto, tan diferentes, si miramos al sujeto que las ejecuta, aunque en sí mismas sean iguales, que calificar a un hombre por uno, dos, tres, diez actos de su vida envuelve temeridad intelectual y ligereza de conducta; es como inferir el tamaño y la forma de la tierra por haber observado el valle de un río y las montañas que lo limitan; es como juzgar de una nación, por haber tratado a dos o tres de sus nacionales, o de una ciudad, por haber visto varias casas en uno de sus extremos. Proverbios populares tratan de hacer creer que como un hombre proceda en determinadas circunstancias, así procederá, si las circunstancias se repiten. Y hay que distinguir. Si aquel proceder primero fue lo que se llama humano, corriente, igual al proceder probable de cualquier otro mortal, y el considerado no tiene condiciones extraordinarias de carácter, virtud, o vicio, bien está el supuesto, como lo estará, también, si el motivo principal del obrar fue dictado por una pasión dominante o por un sentimiento arraigado. Pero como se trata de descubrir las calidades e intensidades de semejantes fuerzas por aquel proceder... Para juzgar a un hombre por sus acciones sería necesario considerar las de toda su vida, y como muchas de ellas no podrían ser bien estudiadas en sus causas, habría que eliminar todas aquellas que no formaran serie con otras; esto es, las que quizá descubriesen las cualidades más íntimas y singulares. Mientras que la palabra... ¿oh, la palabra, expresión, en conjunto, necesariamente fiel del alma humana! La palabra, que a veces fluye incontenida, revelando lo que deliberadamente no se quiere revelar; la palabra, abundante, como manantial inagotable; la palabra que, acompañada del gesto, la entonación, la intensidad, los diversos matices del timbre, la agudeza o gravedad en ciertas frases, palabras o sílabas, constituye un campo variadísimo y extenso por el que el espíritu va extendiendo sus productos, como la araña saca de sí misma su tela; la palabra, acto humano también, pero mucho más numeroso y rodeado de las circunstancias aclaratorias o amplificadoras de la expresión, que hemos señalado, constituye la manifestación, no diré que perfecta, ni aun remotamente, pero sí la más completa del humano espíritu, colectiva o individualmente considerado. ¿No se estudian hoy los pueblos antiguos en su literatura y sus artes, preferentemente? Y no es que prediquemos que deban creerse las inocentes hipocresías, inspiradas por todas las humanas pasioncillas. ¡Cuántas dictan Mercurio y Venus cada día! Pero, ya lo hemos dicho, son inocentes. La verdadera hipocresía es tan difícil, que no sería exagerado suponerla obra de genio. Notad que la moderna psicología profesa el principio de que la expresión, más que oral, mímica, de las emociones es una parte, digámoslo así del acto emocional y que este puede producirse de fuera adentro, esto es, partiendo de la expresión voluntariamente producida. No es que sostengamos esto, en absoluto; pero que algo no erróneo hay en tal principio, nos parece indudable. Hablad, pues, hablad «largo y tendido»; provocad con vuestras palabras, no dirigidas directamente al interlocutor, la defensa de su íntima manera de ver las cosas, a lo que daréis lugar tratando muy diversos temas; ved qué dice, al juzgar faltas, vicios, aciertos y virtudes, necedades y talentos ajenos; notad en sus mismas palabras –y no sólo porque lo afirme directamente– si ama la humanidad, la patria, el arte y la ciencia, la educación y la cultura; hablad de todo lo humano y lo divino despaciosamente, y dejad hablar con holgura. Y no digo en dos horas, pero en cuatro, en ocho de conversación, conseguiréis que vierta cualquiera toda su alma por la boca. La arrojará tal vez con mentiras, seguramente con contradicciones y siempre con puntos oscuros. Pero ese producto informe se recoge y analiza, y para un químico tan verdad es el yeso, o un conglomerado pétreo, como el carbono puro o el oro nativo. En la confidencia íntima, sobre todo, manifiesta un hombre su espíritu –ideas ocultas, aspiraciones no satisfechas, pasiones dominantes– mucho mejor que en la mayoría de sus actos, en los que pone, seguramente, sino lo que pudiéramos llamar el alma epidérmica: respecto a la tradición, la rutina y el pensar ajeno (más por pereza o prisa que por verdadero respeto), pequeñas conveniencias, el humor del momento: nada. Son muy raras las ocasiones en que un hombre se manifiesta tal cual es en sus obras. Mientras que hablando... Y si no ¿por qué desconfiamos, en general, de los hombres que hablan poco?... Y nada más, aunque ya comprenderás, lector, que mucho más podría decirse alrededor de estas ideas. |
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Edición de José Luis Mora Badajoz 1998, páginas 231-234 |