Filosofía en español 
Filosofía en español

Gustavo Bueno

Sobre el significado de los Grundrisse en la interpretación del marxismo

Oviedo, marzo 1973


La editorial Siglo XXI de España, S. A., ha publicado, a lo largo de 1972, dos volúmenes que contienen la traducción española de los borradores de 1857-1858 en los que se prepara tanto la Contribución a la crítica de la economía política como El Capital (la traducción ha estado a cargo de Pedro Scarón, Miguel Murmis y José Aricó). Como es sabido, estos borradores fueron publicados en 1939-1941 en Moscú por el IMEL, que les dio el título de Grundrisse (elementos fundamentales, fundamentos) der Kritik der politischen Economie, con cuya primera palabra suelen ser hoy designados. Esta primera edición de conjunto no logró alcanzar, a consecuencia de la guerra, la difusión que logró la segunda edición alemana (Dietz; Berlín, 1953), que, sin embargo, arrastraba muchos errores derivados de la difícil interpretación de los manuscritos originales. Sobre estas ediciones hizo Roger Dangerville, en el año 1968, una discutida, aunque completa, edición francesa en dos volúmenes (Anthropos; París), y, a su vez, a la vista de ésta (incluida la interpretación del refrán de los gansos; véase tomo I, pág. 50, de Dangerville), está hecha la traducción del Equipo Comunicación (que no contiene el importante prólogo de 1857, ya publicado por este Equipo como apéndice a una traducción de la Contribución a la Crítica de la Economía política). La traducción de Siglo XXI es completa, y no sólo ha tenido a la vista la última traducción rusa (1968-1969), sino la copia facilitada por IMEL de sus observaciones críticas a la edición original.

I
¿En qué consiste la importancia de los Grundrisse? Revisión de algunas respuestas

Prácticamente, todo el mundo está de acuerdo en la importancia de los Grundrisse. No se está tanto de acuerdo en el momento de determinar y formular esa importancia.

Algunos destacan la –por otra parte, innegable– significación filológico-biográfica de los Grundrisse en términos tales, que, de hecho, sugieren que, [16] precisamente, en ella ha de cifrarse su importancia. En el sobrio prólogo de la primera edición de Moscú (1939) se dice que estos manuscritos señalan “una etapa decisiva en la obra económica de Marx”, y se subrayan descubrimientos tales como la necesidad de distinguir en el valor del producto entre las partes alícuotas del capital constante, del variable y de la plusvalía. Se diría que los autores de este prólogo se sitúan en la perspectiva, compartida por muchos, según la cual las ideas económicas esenciales de Marx están expuestas en El Capital: los Grundrisse son, ante todo, testimonios de estas ideas entendidas, desde luego, en el plano de la economía política. Althusser, por su parte, considera a los Grundrisse como una obra muy “equívoca” cuando se la compara con El Capital (Advertissement au lecteur du livre I de “Le Capital” [Grandier-Flammarion; París, 1969]); pensamos que a Althusser le resulta equívoca esta obra, precisamente porque se desvía de sus conocidos esquemas, sin duda excesivamente unívocos, y de los que más adelante se hablará.

Otros ven en los Grundrisse algo más que noticias de interés biográfico. En los Grundrisse se nos muestra explícitamente el método del propio Marx –su “taller”, su “laboratorio” (R. Rosdolsky)–, y así también muchos resultados y muchos conceptos que no están contenidos en El Capital, y que son, por tanto, “preciosos complementos” sociológicos o políticos. “Los problemas y cuestiones que el texto [de los Grundrisse] aborda no son, sin embargo, tan estrechamente económicos como los títulos de los capítulos parecen indicar. Aquí, al igual que en otros lugares, pero quizá más claramente, la “economía” de Marx es también y al mismo tiempo “sociología” y “política””, dice Martin Nicolaus, sin perjuicio de conceder más adelante que los Grundrisse contienen dos pasajes que formulan ideas ricardianas con lenguaje hegeliano e ideas hegelianas con lenguaje ricardiano. Ernest Mandel abunda en esta opinión (La formation de la pensée économique de Karl Marx [Maspero; París, 1967]). En los Grundrisse, según Mandel, encontramos previsiones de la liberación del trabajo por la automación (pág. 106); desarrollo multilateral del hombre (pág. 113); teoría del cambio desigual no sólo entre el capital y el trabajo, sino entre los diferentes Estados capitalistas en el comercio internacional, de donde se sigue una concepción esencialmente diferente de la de Rosa Luxemburgo en cuanto a las causas de las crisis (pág. 103); concepto de modo de producción asiático, eliminado por Engels en su exposición clásica del Origen de la familia (pág. 120). Mandel destaca el componente tecnológico –las grandes obras de irrigación– del modo de producción asiático frente a Godelier u otros, que pondrían en primer plano los componentes políticos (“el control del comercio intertribal”). A Mandel sigue, en lo esencial, el Equipo Comunicación en la traducción antes citada, reconociendo en los Grundrisse, desde luego, un tratado que se centra en torno a los temas económicos, pero de tal manera que el foco de luz ilumina también otras regiones de la realidad social: automación, tiempo libre, alienación y objetivación. Por lo demás, el Equipo Comunicación no teme que la referencia a estos temas ponga en peligro la unidad de los Grundrisse: la unidad residirá en el enlace de los temas “en una totalidad que prolonga los conceptos teóricos en una práctica concreta”. (¿Cuál? ¿Acaso la “práctica concreta” de la redacción de los propios Grundrisse? En este caso, es cierto, no hay miedo a equivocarse. Como no se equivoca quien dice de un libro que “viene a llenar un vacío”, a saber: el propio hueco que el mismo libro rellena.) [17]

Por último, unos terceros ven los Grundrisse, ante todo, como testimonio de la presencia de la problemática filosófica –y no sólo científica, económica, sociológica– en el Marx maduro. Karel Kosick dice que los Grundrisse “demuestran ante todo que Marx no abandona nunca la problemática filosófica y que especialmente los conceptos de “enajenación”, “cosificación”, “totalidad”, “relación de sujeto y objeto”, que algunos marxólogos inexpertos declararon, muy a la ligera, que eran un pecado de juventud de Marx, siguen siendo el constante equipo conceptual de su teoría. Sin ellos, El Capital es incomprensible” (Dialéctica de lo concreto, traducción de Adolfo Sánchez-Vázquez [Grijalbo, 1967], nota de la pág. 208). En la misma dirección camina Jorge Semprún, que, consecuente y muy justamente, somete a una muy severa crítica las tesis de Althusser (Economie politique et philosophie dans les “Grundrisse” de Marx, en “L'Homme et la Société”, núm. 7 [1968], págs. 57-68).

La tesis que se defiende en estas páginas se clasifica también, desde luego, en este último grupo de interpretaciones, aunque con una orientación muy precisa: no tanto camina en la dirección de descubrir en los Grundrisse la innegable presencia de una multitud de Ideas filosóficas, y aun hegelianas –totalidad, alienación, objetivación, &c. (es decir, descubrir lo que en términos reductivos se llamaría un “vocabulario hegeliano”)–, sino en la dirección de señalar una idea central por mediación de la cual –como si fuera un primer analogado– las restantes Ideas hegelianas (totalidad, alienación, cosificación, &c.) encuentran su alvéolo en el pensamiento marxista y pierden el resonido metafísico-sociológico que cobran (en Lukács, Goldmann, Kosick) cuando se las deja vibrando aisladas. Esta Idea es, creemos, la Idea de Espíritu Objetivo. Desde ella, por ejemplo, resultará que no es tanto la alienación cuanto la objetivación el tema de los Grundrisse en el contexto de la Idea de producción. Percibimos, pues, los Grundrisse como una obra impregnada de Ideas ontológicas, muchas de ellas de cuño hegeliano y kantiano, y esta presencia es independiente, incluso, de la voluntad subjetiva que Marx pudiera, eventualmente, haber experimentado en el sentido de mantenerse en un plano no filosófico, sino estrictamente histórico-económico. Estas Ideas, por otra parte, no aparecen en los Grundrisse por un azar. Sabemos (carta a Engels, 14 de enero de 1858) que Marx había vuelto a leer, “casualmente”, la Lógica, de Hegel, en un volumen que había pertenecido a Bakunin, precisamente en el mismo año 1857. Podría pensarse, sin embargo, que estas Ideas hegelianas juegan en los Grundrisse como un simple “modo de hablar”, un “método de exposición”, como un “lenguaje” (así parecen pensar los traductores de Siglo XXI; véase su prólogo, pág. xiv); pero “el método de exposición –dice Marx en el postfacio a la segunda edición de El Capital– reproduce la vida misma de la materia”, o incluso como un estímulo para forjar esa serie de parejas dialécticas que abundan en los Grundrisse, tales como “mercancía-dinero”, “valor de uso-valor de cambio”, “capital-trabajo asalariado”, “tiempo de trabajo-ocio”, “trabajo-riqueza ” (Mandel, op. cit., pág. 101); pero que no debieran hacernos olvidar que –para decirlo con Marcuse– “la transición de Hegel a Marx es, desde cualquier punto de vista, una transición a un orden diferente de verdad, que no puede ser interpretada en términos de filosofía, porque todos los conceptos filosóficos de la teoría marxista son categorías sociales y económicas, mientras que las categorías socioeconómicas de Hegel son, todas ellas, conceptos filosóficos” (Mandel, op. cit., pág. 154). [18]

Sin embargo, aquí defiendo la tesis opuesta: aunque los contenidos o referencias de los Grundrisse sean, ciertamente, de índole económico-sociológica, sin embargo, el sentido de los análisis de los Grundrisse no autoriza a hablar de una reducción de las teorías ontológicas (hegelianas o no) al plano categorial económico o sociológico. Acudiríamos a la noción de la “realización” de las Ideas ontológicas en el material económico y sociológico. “Realización” se opone a “reducción” y también a especulación (dialéctica especulativa). En ese sentido diríamos, por ejemplo, que la idea dialéctica de inconmensurabilidad se “realiza” tanto en las relaciones entre lados y diagonales de Pitágoras como en las relaciones entre el ahorro y el consumo de Hobbson; que la idea de identidad se realiza en las funciones lineales, en las operaciones modulares, en los movimientos inerciales y en las curvas malthusianas, en la isonomía política o en el intercambio monetario, pero sin reducirse a ninguna de estas cosas y sin subsistir tampoco “especulativamente” fuera de ellas; o la idea de “mónada” se realiza en los individuos de Adam Smith o en los sujetos de Szondi; o la idea kantiana de la constitución trascendental del mundo se realiza en la idea de producción de Marx, en la gegenständliche Tätigkeit, o la idea de sustancia de Aristóteles se realiza en los astros aristotélicos, pero también en los puntos o rectas invariantes de los grupos de transformación del cuadrado; o la idea del ser en-sí y para-sí se realiza, según la tesis doctoral de Marx, en los átomos de Epicuro como representaciones de la autoconciencia, o, por último, la idea dominante de Althusser realiza una idea que seguramente se encuentra ya testimoniada en Diodoro Cronos.

La realización de las ideas ontológicas en virtud de la cual experimentamos la impresión de que éstas “se llenan de contenido empírico” no puede ser confundida con una “fundamentación empírica” de estas ideas, pongamos por caso, de la idea de alienación, como sugiere Mandel (op. cit., pág. 158). Es cierto que estas ideas –funciones ontológicas– no preexisten a priori precisamente porque su campo –a la vez extensión e intensión– es el conjunto de sus realizaciones. Brotan, de algún modo, del material, pero no se sostienen sobre él como si éste fuera material empírico, sino que se entretejen con él, constituyendo su marco ontológico. En realidad, Marx mismo, en el postfacio a la segunda edición de El Capital, antes citado, responde a un Mandel del siglo pasado, su crítico ruso del Mensajero Europeo, que le reprochaba el recurso a un “método desgraciado”, el método dialéctico alemán, como método de exposición, aunque le reconocía que, en definitiva, se atenía a los hechos, por ejemplo, al polimorfismo de la ley de la población. La voluntad de atenerse a los hechos y no a las generalidades, pensaba este crítico ruso, es el verdadero método de El Capital. Pero Marx, muy cortésmente, discrepa de este juicio. En su respuesta sustituye la alternativa: “método empírico (hechos)/método abstracto” por esta otra: “método de investigación/método de exposición”. Hay que atenerse a los hechos, cierto, “asimilarse en detalle la materia investigada”, pero la “vida de la materia” es lo que se refleja precisamente en el método de exposición, que es el método dialéctico, es decir, el método que no sólo opera con los hechos positivos –con la positividad de los hechos–, sino con lo negativo de estos hechos, con el lado de la negatividad esencial a la dialéctica –el carácter contradictorio de lo real–, y que se aparece mejor ante la práctica –incluso ante la práctica de un empresario burgués– que ante una simple constatación especulativa. [19]

Tratamos aquí de ofrecer una hipótesis, lo más clara posible, sobre la significación de los Grundrisse en cuanto diseño del marco ontológico en que se mueve, realizando o, en parte, El Capital, determinando la posición de este marco ontológico por respecto al sistema de coordenadas configurado por las ideas de Hegel. Este “sistema de coordenadas” –el sistema hegeliano– podrá ser estimado, desde el punto de vista materialista, como irreal, exterior a la nueva realidad definida; pero ni siquiera esta exterioridad lo hace superfluo, como tampoco es prescindible la red de paralelos y meridianos, exteriores a la esfera terrestre, para el conocimiento de la realidad geográfica. Pero mejor que comparar las relaciones del sistema hegeliano con el materialismo marxista a las relaciones de las retículas de los geógrafos con la realidad de nuestro planeta, será compararlas con las relaciones que el sistema de la mecánica clásica mantiene con la mecánica relativista. La “revolución teórica” de Marx debería entonces asimilarse más a la revolución teórica de Einstein que a la de Galileo: Marx no es el Galileo de la historia (Althusser), sino el Einstein de la historia (de una ciencia histórica que de ningún modo Marx ha creado, porque preexistía a él, como preexistía la física a la revolución relativista). Y así como es absolutamente imposible exponer los principios de la mecánica relativista independientemente de la mecánica clásica (no cabe dar un “corte epistemológico” que establezca una ruptura entre ambas mecánicas) porque las ecuaciones relativistas tienden precisamente a “justificar” los grupos de transformación de Lorentz (que sólo tienen sentido como rectificación dialéctica de los grupos de transformación de Galileo) –sin duda, la forma estilística del “diálogo” entre el físico relativista y el físico clásico, que con tanta frecuencia es utilizada para la exposición de la nueva mecánica, tiene mucho que ver con esta conexión dialéctica–, así también sería absolutamente imposible exponer las líneas fundamentales del materialismo histórico sin tomar como referencia las líneas fundamentales del sistema hegeliano. Simplemente en base a esta circunstancia podríamos mantener ya nuestra tesis sobre la necesidad de una perspectiva filosófica –orientada al análisis de las realidades descritas en El Capital– para exponer adecuadamente la concepción del materialismo dialéctico. Y, como cuestión de hecho, sostenemos que en los Grundrisse están presentes, ejercitadas y muchas veces representadas, estas ideas ontológicas de un modo mucho más eminente que en El Capital.

En cualquier caso, conviene subrayar que la discusión acerca de si los Grundrisse se mantienen en un espacio estrictamente científico-categorial (económico- político, económico-sociológico, económico-histórico) o bien respira en el espacio trascendental de la ontología especial, no es una discusión simplemente “académica” o “metodológica”, algo así como la discusión meramente bizantina sobre si los Grundrisse son ciencia (categorial) o filosofía (ontología). La discusión académica es en todo caso tan sólo un fragmento de un conflicto práctico (político) mucho más vasto, que formularíamos de este modo: la crítica a la sociedad capitalista (mediante el comunismo y no sólo mediante El Capital), ¿puede entenderse en los términos de una estricta crítica científica o incluye también una crítica filosófica, una nueva ontología? El comunismo, ¿es la conclusión lógica que debe ser extraída de las premisas consideradas como estrictamente científicas de El Capital o bien estas premisas científicas sólo pueden “generar” el comunismo cuando, a su vez, se consideran envueltas en principios más profundos, ontológicos, solidarios de una práctica política [20] determinada que de algún modo presupone ya la idea del propio comunismo, sin perjuicio de que estos principios, a su vez, exijan ser desarrollados y determinados por la mediación de un análisis científico-categorial?

Queremos plantear esta pregunta decisiva ante todo como un correctivo a la ingenuidad acrítica de quien, sin mayor reflexión, interpreta El Capital (con todas sus consecuencias prácticas) como una obra de estricta ciencia económico-política o histórica, como un correctivo a quien identifica la interpretación científica del marxismo precisamente como la verdadera y exclusiva crítica a otras interpretaciones ideológicas (morales, humanísticas, religiosas: cristo-marxismo, marxismo musulmán), ciertamente insuficientes y blandas. Nuestra pregunta quiere ser ya por sí misma el principio de esta crítica al terrorismo de la crítica científica, practicado –dicho sea de paso– por gentes de letras (sociólogos, juristas, historiadores) que en su vida han pisado un laboratorio. Este terrorismo sólo tiene eficacia cuando da por supuesta la alternativa ciencia/ ideología (incluyendo en ésta a la filosofía). Pero es precisamente esta alternativa la que debe ponerse en duda, porque aun concediendo que mucho de lo que se presenta como filosofía es pura ideología, no se puede, sin más ni más, ignorar que –si las ideas ontológicas no son meros contenidos mentales, sino configuraciones reales “por encima de nuestra voluntad”– entre la ciencia y la ideología (acientífica) existe siempre la filosofía, la disciplina filosófica. Y que, recíprocamente, pretender eliminar (matar) la filosofía, o eliminarla realmente, no es en modo alguno asunto inofensivo, sino, por de pronto, testimonio de que ciertamente la realidad misma, una cierta ontología, se está desplomando en beneficio de otra diferente.

En líneas generales, me arriesgaría a trazar la diferencia objetiva entre estas dos ontologías de la manera siguiente (cualesquiera que sean las subjetivas intenciones de quienes las sostienen): la ontología que soporta la interpretación de El Capital como una obra estrictamente científica es la ontología impersonal (mecanicista o estructuralista) que concibe el proceso real como teniendo lugar en virtud de unas legalidades objetivas ineluctables, independiente de nuestra voluntad, legalidades que de algún modo nos absuelven de la propia acción política personal. El Capital predice científicamente la crisis del modo de producción capitalista de la sociedad burguesa; por consiguiente, podemos anunciar científicamente este final y esperarlo con confianza, como el astrónomo puede anunciar y esperar con confianza que se produzca el eclipse previsto. Sin duda, quien defiende la interpretación científica de El Capital podrá eventualmente militar incluso en organizaciones activistas; lo que quiero decir es que esta militancia no podrá deducirla de la naturaleza científica de El Capital (y más bien llegará a El Capital a partir de aquella militancia). Porque la cientificidad de El Capital o significa precisamente la independencia del curso de los acontecimientos por respecto a nuestra conducta subjetiva, o si pretende contener esa conducta, ya no puede, en ningún caso, recluirse a los términos categoriales de una ciencia: sólo a través de las ideas ontológicas trascendentales (sujeto/objeto) pueden articularse las legalidades objetivas (naturales, sociológicas, económicas) estudiadas por las ciencias categoriales y las legalidades subjetivas, prácticas, entre las que se dibuja una conducta militante. Por el contrario, quien defiende la interpretación ontológica de El Capital –en cuanto episodio de la práctica hacia el comunismo– es porque ha subsumido el análisis científico en un marco mucho más amplio, del cual la propia actividad [21] subjetiva (volitiva) forma parte, en tanto se considera como dada, no deducida.

Estas dos opciones son también aquellas que presiden la propia biografía de Marx. Quien interprete El Capital como una obra que se agota en su condición de ciencia estricta recaerá en el “mito de los dos Marx”, es decir, propenderá a desestimar, como premarxistas, todas aquellas concepciones de Marx (incluidas las críticas de Marx a la sociedad burguesa, tal como aparecen a nivel de los Anales francoalemanes) que son anteriores a la formulación, en términos económico-políticos precisos, de la teoría de la plusvalía, pongamos por caso; es decir, anteriores al concepto estricto de “modo de producción capitalista”. Pero quien interprete El Capital como una obra realizada dentro de un marco ontológico muy determinado (a saber: la ontología del comunismo, en cuanto no se agota en su condición de doctrina económico-política, en cuanto envuelve la crítica al propio espíritu subjetivo, la liberación de la individualidad universal generada precisamente en el “metabolismo material y espiritual”, como dice Marx, dado en el seno del modo de producción capitalista, el que confiere “la belleza y la grandeza”, dice también Marx, a este sistema) podrá advertir ya en los Anales francoalemanes y en los Manuscritos del 44, junto con indudables elementos ideológicos, componentes esenciales de la nueva ontología y de la crítica a la sociedad burguesa, por la sencilla razón, a su vez, de que en la sociedad burguesa no verá una simple figura de la economía política, sino que en ella reconocerá momentos que pueden ser determinados, aunque de una manera aun abstracta y confusa, con relativa independencia de los mecanismos económico-políticos. Y, evidentemente, quien mantiene esta interpretación ontológica del materialismo histórico no está obligado, por principio, a renunciar a la penetración categorial, científica, de esa ontología, sino que, por el contrario, se verá empujado al análisis científico de sus realizaciones categoriales, que comportan, como es sabido, en economía, una metodología peculiar (asociada a los nombres de Leontieff, Kantorovich, Lange), que ha sido, en parte, asimilada por la economía capitalista (la “teoría lineal”).

II
El problema del marco ontológico de El Capital. Los Grundrisse como marco ontológico

Los Grundrisse no nos revelan sólo los borradores de El Capital, o incluso importantes complementos sociológicos o económicos al mismo, sino que nos manifiestan el marco ontológico en el cual El Capital ha sido concebido. Un marco que, en gran medida, ha sido eliminado de El Capital, como si se nos hubiese querido dar la obra maestra “de cuerpo presente”, sin ningún marco. El marco ontológico-dialéctico, que era buscado por todos quienes no se resignaban a ver en El Capital un mero tratado de economía –un modelo de extraordinario vigor de la sociedad capitalista– y que era “encontrado” por muchos (incluido Togliatti, De Hegel au Marxisme, en “Recherches Internationales”, núm. 19 [París, 1960]) en los Manuscritos del 44, nos lo suministran los Grundrisse.

Ciertamente, la utilización de los Manuscritos del 44 como “marco” del [22] marxismo presentaba inconvenientes demasiado grandes: los Manuscritos eran una obra muy lejana, demasiado cercana a la tradición no ya de Hegel, sino del humanismo de Feuerbach y Fichte. Aprovechando estas circunstancias, se ha ejercido la crítica de Althusser a los Manuscritos como “marco” del marxismo. Crítica excesiva, porque los Manuscritos contienen ya, sin duda, componentes del marco marxista y, sobre todo, aparece ya ese nuevo elemento al que, como Temístocles al mar (Lowith), había que salir para recuperar la tierra invadida: el elemento práctico, la “implantación política” de la conciencia juvenil de Marx, ya evidente en la interpretación doctoral de Epicuro, frente al “gnosticismo” hegeliano y enteramente explícita en los Anales francoalemanes en la concepción de la “crítica por la práctica” de la filosofía hegeliana del derecho, a saber: la crítica a la propiedad privada asignada a la nueva “clase universal”, al proletariado, en cuanto clase que no reclama para sí ningún derecho especial (y el derecho, en los términos hegelianos, es, precisamente, el derecho de propiedad, como veremos más adelante). Sosteniéndose en este nuevo elemento, en el elemento práctico-político, Marx podía ya tomar muchos contenidos del sistema hegeliano, como Temístocles tomaba de la tierra los materiales para sus barcos. Por ello la idea de “ruptura” con respecto a Hegel expresa muy torpemente y muy pobremente la novedad del marxismo, como si el marxismo se hubiera edificado sobre una nueva ciencia (la economía política), que, a pesar de ser un “continente”, parece que no contiene nada de filosofía.

Y precisamente es en los Grundrisse cuando Marx retorna a Hegel, al antiguo elemento, para extraer de él los materiales que puedan serle necesarios. No sólo en la carta a Engels citada –del 14 de enero de 1858–, sino nada menos que en el postfacio a la segunda edición de El Capital (24 de enero de 1873), Marx vuelve a recordar cómo coincidiendo con los días en que comenzó a escribir El Capital los epígonos mediocres que ponen cátedra en la Alemania culta dieron en arremeter contra Hegel, tratándole como a perro muerto, y esto le decidió –añade Marx– a declararse abiertamente discípulo de aquel gran pensador, y hasta llegó a coquetear con él, sobre todo en la teoría del valor (en la traducción francesa de El Capital, antes citada, presentada por Althusser, se nos ofrece un ejemplo de la “práctica-teórico-práctica” del “corte epistemológico”: la supresión de este párrafo, verdadero nudo gordiano para el althusserismo, cortando el texto de Marx mediante tres puntitos suspensivos [página 583]).

Con esto no queremos insinuar que el materialismo histórico pueda concebirse como un desarrollo interno crítico del idealismo de Hegel. Marx mismo nos ha dicho que era preciso dar la vuelta a este idealismo dialéctico, volverlo del revés (umstülpen). Y ni siquiera debemos pensar que la inversión (Umstülpung) de Hegel pueda conducirnos al materialismo marxista. De algún modo en este materialismo “políticamente implantado” se habita ya, y desde él la “vuelta del revés” de Hegel es posible, y aun necesaria, para tomar conciencia de la propia posición. Pero ¿qué puede significar esta metáfora de la “vuelta del revés”? ¿Cuáles son los verdaderos términos sobre los que se ejerce? Althusser, manteniéndose obstinadamente en el plano metafórico, se entrega a sutiles consideraciones sobre la almendra y la cascara (la almendra racional en la cascara mística del método hegeliano); pero estas consideraciones son enteramente borrosas y no nos instruyen de nada, no nos ofrecen ninguna información sobre el asunto. En su exposición “Sur les rapports de Marx á Hegel”, en [23] Klibanski, La philosophie contemporaine, vol. IV (Florencia, 1971), páginas 358-377, Althusser sistematiza todos sus tópicos. Esta sistematización muestra hasta qué punto Althusser, acaso por mantenerse adherido a la opinión de que el umstülpen es una expresión metafórica, cree poder interpretar las inversiones marxistas en términos cisorios, lo que le lleva a tesis y escolios por entero irresponsables. En el párrafo siguiente me propongo preparar el terreno para la demostración de la tesis, según la cual la fórmula de la Umstülpung, la inversión de Hegel por Marx, incluye un significado estrictamente literal y no metafórico, un significado que debe ser aprehendido, por tanto, al nivel de una reducción formalista del asunto.

III
El Umstülpen y los quiasmos en Marx

1

Para establecer el significado del concepto de Umstülpung (vuelta del revés de la dialéctica hegeliana, teniendo en cuenta que con esta famosa fórmula Marx está designando, ante todo, a su propio proceder mental-literario) ensayaríamos un método de reducción formalista, tomando “al pie de la letra” la fórmula “vuelta del revés” y refiriéndola a los propios textos de Marx en su relación a los de Hegel. La vuelta del revés de un sistema filosófico (que, entre otras cosas, incluye un orden tipográfico) vendrá, con seguridad, reflejada en una inversión de este mismo orden tipográfico. En el plano formal, el concepto de Umstülpung puede, en efecto, alcanzar un sentido literal muy claro. Se trata, por consiguiente, de explorar la “vuelta del revés” en la medida en que se refleja estrictamente en el plano retórico-formal en la propia práctica literaria. La inversión marxista de Hegel se nos manifestará, ante todo, como una “revolución literaria”, “estilística”, y esta revolución será el hilo conductor que nos guíe en el camino hacia la determinación de la naturaleza de la inversión “real”.

2

La figura retórica que contiene una inversión como estructura de su propio significado es el quiasmo. La noción de “quiasmo” incluye el diagrama ideográfico (el cruce de la letra griega Χ, el aspa) de la transposición de los extremos de unos brazos superiores en los extremos de los inferiores, sin que se pierda la unidad de conjunto (que podría quedar representada por el punto de cruce). La proyección de este ideograma sobre la recta arroja la transformación o permutación del orden de los términos de una secuencia. Suponemos que la figura del quiasmo contiene una suerte de rectificación del orden lineal (sintagmático) de una frase mediante la inversión o transposición de sus términos, siempre que esta transposición conserve sentido. Podríamos formular la estructura del quiasmo de este modo:

F [f1 (a ,b), f2 (b, a)].

Un quiasmo elemental incluye dos términos, a y b, relacionados por dos funtores de primer orden, f1 y f2 (con sentido idéntico o antitético), formadores de secuencias a su vez vinculadas por un funtor de segundo orden, F. “Cinco veces cuatro es igual a cuatro veces cinco”: aquí, “cinco” y “cuatro” realizan a y b; “veces” realiza f1 y f2, y “es igual a” realiza F. Los quiasmos complejos podrían considerarse construidos a partir de quiasmos elementales. Por lo demás, la transposición en la cual consiste un quiasmo puede tener lugar en un nivel próximo a los fonemas (“dábale arroz a la zorra el abad”) o en un nivel próximo a los monemas (“no en lo grande está lo bueno, sino en lo bueno lo grande”, que decía Zenón de Chipre, según nos cuenta Diógenes Laercio).

Un quiasmo, tanto cuando conserva el sentido idéntico como cuando produce un sentido distinto, o incluso antitético, tiene algo de figura dialéctica: si conserva el sentido, por conservarlo, pese a la transposición de los términos (la transposición contiene siempre la posibilidad de la inversión del sentido); si no lo conserva, por expresar directamente una antítesis semántica “doblando” a la antítesis sintáctica, cuasi-tipográfica. Un quiasmo es siempre una figura paradójica en virtud de su propia forma, pero en tanto que esta forma reproduce las inversiones de los propios contenidos significados. “La inversa de la transpuesta (de una matriz) es la transpuesta de su inversa”:

(At)-1 = (A-1)t.

Tirar una vez seis dados equivale a tirar seis veces un dado.

1eN = 110N / 110e   y   110N = 1eN / 1e10

El producto de una suma por un número equivale a la suma de los productos; pero, en cambio, el cuadrado de una suma no es lo mismo que la suma de los cuadrados. Las leyes de De Morgan son quiasmos a un nivel de segundo orden; los teoremas duales de la geometría proyectiva contienen también quiasmos. Desde un punto de vista lógico-formal, un quiasmo puede darse en la conversión de una proposición categórica: lo que era predicado pasa a ser sujeto. Era la inversión de Feuerbach (tesis de 1842, núm. 7), o la inversión del Marx de la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel, que transforma la proposición: “La soberanía del Estado es el monarca” en esta otra, “propia del hombre corriente”: “El monarca posee el poder soberano, la soberanía.” También puede darse el quiasmo en la reciprocación de una condicional (p→q, q→p),como lo documentamos en el propio proceder de Marx en la Crítica a la filosofía del Estado, cuando nos dice que la condición (la sociedad civil) es formulada como siendo lo condicionado (por el Estado), lo determinante como siendo lo determinado, &c. Un modus tollens puede también, en consecuencia, expresarse en forma de quiasmo, y también de esto hay ejemplos en la obra de Marx.

3

Ahora bien, en los escritos de Marx la densidad de los quiasmos es muy grande y varía en función del contenido crítico de sus obras y, en particular, [25] de su contenido revolucionario. Esta es la observación de base sobre la que está en curso una investigación en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Alguien podrá tomar esta observación como muy externa, “puramente” retórica. Sin embargo, la utilización masiva de los quiasmos por Marx –a veces, quiasmos encadenados de extremada complejidad– no puede dejar de carecer de sentido, particularmente si constatamos que:

a) El uso de los quiasmos aumenta en los contextos críticos y en las obras de crítica.

b) Las inversiones doctrinales más profundas de Marx se expresan en forma de quiasmos (por ejemplo, todo cuanto se refiere a la teoría del valor, de la oferta y la demanda, &c.).

c) Las propias ilustraciones del concepto de Umstülpen están dadas en forma de quiasmos.

ad a) En los Anales francoalemanes, en donde Marx ofreció la primera exposición de conjunto de una inversión de Hegel (la crítica de la Filosofía del Derecho), la densidad de los quiasmos es realmente sorprendente: “en la lucha contra esta situación (la alemana) la crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión”; “Lutero convirtió a los curas en laicos, porque convirtió a los laicos en curas”; “el arma de la crítica no puede reemplazar a la crítica de las armas”; “en Francia, la emancipación parcial es el fundamento de la emancipación universal; en Alemania, la emancipación universal es la conditio sine qua non de toda emancipación parcial”; “si el statu quo del Estado alemán expresa la perfección del Antiguo Régimen, la consumación de la pica clavada en la carne del Estado moderno, el statu quo de la conciencia del Estado alemán expresa la imperfección del Estado moderno, la falta de solidez de su carne misma”. En lengua alemana, los quiasmos se organizan, si cabe, de un modo más rotundo: “Die Philosophie kann sich nicht verwirklichen onhe die Aufhebung des Proletariats, das Proletariat kann sich nicht aufheben ohne die Venwirlichung der Philosophie.”

ad b) “La ganancia aumenta en la medida en que disminuye el salario y disminuye en la medida en que el salario aumenta” (Trabajo asalariado y capital). “No es la conciencia de los hombres lo que determina la realidad, sino la realidad social la que determina su conciencia” (Contribución a la Crítica de la Economía política). “La persona se objetiva en la producción, el producto se subjetiva en la persona” (ibíd.). “Parece necesario que la mercancía sea un valor de uso, pero es indiferente que el valor de uso sea una mercancía” (ibid.). “Si la mercancía únicamente puede convertirse en valor de uso realizándose como valor de cambio, no puede, por otra parte, realizarse como valor de cambio si no es con la condición de que no cese en su enajenación de su valor de uso” (ibíd.). “Es una simple apariencia del proceso de la circulación la que hace creer que es la moneda la que convierte la mercancía en conmensurable; es más bien la conmensurabilidad de las mercancías, como tiempo de trabajo materializado, la que convierte al oro en moneda” (quiasmo que recuerda el famoso fragmento de Heráclito, citado por el propio Marx en el capítulo II del tomo I de El Capital, según el cual “del fuego sale todo y todo sale del fuego, al modo como del oro salen objetos y de los objetos oro”). Las famosas fórmulas por medio de las cuales Marx analiza los procesos de circulación [26] constituyen un quiasmo: (M-D-D-M) y (D-M-M-D) cuyos términos fueran (M, D) y (D, M); las funciones f1 y f2 estarían, respectivamente, realizadas por D y M, y F correspondería a la propia relación entre las secuencias globales. Un último ejemplo: “... si bien todo capital es trabajo objetivado, que sirve como medio para una nueva producción, no todo trabajo objetivado, que sirve como medio para una nueva producción, es capital” (Grundrisse, tomo I, pág. 197, de la traducción española de Siglo XXI).

ad c) En el citado postfacio a la segunda edición de El Capital, el contenido de la “vuelta del revés”, o antítesis del método de Hegel, se expresa mediante un quiasmo: “Para Hegel, el sujeto y demiurgo de lo real es la idea, el pensamiento. Para mí, lo ideal no es, por el contrario, más que lo material traducido y transpuesto a la cabeza del hombre.” Este quiasmo no sólo tiene un alcance “epistemológico”, sino sobre todo político, si lo concordamos con el texto de Engels: “Las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia...” (Socialismo utópico, III). Por lo demás, la inversión expresada en este quiasmo parece ser claramente un caso particular de la inversión que la conciencia hace de la realidad, inversión que ya había sido constatada muy tempranamente por Marx y formulada, precisamente, en lo que podemos considerar con mucho rigor un quiasmo, esta vez gráfico, ideográfico, más que retórico, a saber: el aspa formada por los rayos que vienen del objeto a la cámara oscura y que se cruzan en la lente (“La conciencia –decía Marx en La ideología alemana– es como una cámara oscura: invierte la realidad y transpone lo que está arriba a lo que está abajo, y viceversa”). Y, en El Capital, vemos también cómo el dinero “lee al revés todos los precios –aquí está presente la inversión del espejo– y se refleja, por tanto, en los cuerpos de todas las mercancías, como el material altruista de su propia gestación de mercancías”. Según estas inversiones ópticas, la conciencia “ve” a las relaciones jurídicas como reguladoras de las relaciones económicas, cuando en la realidad son las relaciones jurídicas aquellas que surgen de las relaciones económicas (Crítica al programa de Gotha). O bien el poderoso quiasmo contenido en la carta a Engels de 18 de junio del 62, donde se expresan pensamientos centrales del marxismo: “Es notable cómo Darwin vuelve a hallar en las bestias y en las plantas su sociedad inglesa, con su división del trabajo, la competencia, la apertura de nuevos mercados, las invenciones y la lucha por la vida de Malthus. Es el bellum omnium contra omnes de Hobbes, y esto recuerda a Hegel en la Fenomenología, donde la sociedad burguesa figura como “reino animal espiritual”, mientras que en Darwin el reino animal figura como sociedad burguesa.”

4

En resolución, si bien los quiasmos de Marx no expresan por sí mismos el umstülpen de Hegel, sin embargo, las inversiones de Hegel suelen venir en forma de quiasmos. De aquí es de donde obtenemos un “hilo conductor” para interpretar la estructura de la Umstülpung. En cuanto dada en quiasmos, la “vuelta del revés” de Hegel habría que formularla no tanto por rupturas, por negación de términos, cuanto por la transposición de los mismos, de su orden. No se trata, pues, meramente de los “nombres” (poner “materia” en lugar de [27] “espíritu”); el orden de los términos cambia el sentido de los propios términos. Pero el orden sistemático de los términos hegelianos es un orden de tríadas. Con mucha probabilidad, el umstülpen de Hegel podrá tomar la forma de quiasmo o transposición de los pares de secuencias contenidas en las tríadas hegelianas, y recíprocamente, los quiasmos revelarán ese umstülpen. Estudiar todo lo que se nos abre en este momento no es propio de este lugar. Me limitaré a señalar lo más pertinente para nuestro asunto.

La tríada “lógica, naturaleza, espíritu” contiene la esencia misma del espiritualismo hegeliano en cuanto monismo ontológico: la Lógica se realiza ya en la Naturaleza en cuanto “prólogo cósmico”, que antecede al advenimiento del Espíritu. El Logos de la Lógica no es, como sugiere Hyppolite, una instancia o círculo anterior a los círculos de la Naturaleza y del Espíritu, porque se resuelve en éstos. La Naturaleza es anterior, en el tiempo, al Espíritu: es un primum. Lo que Hegel vendría a decir es que, a pesar de ello, el Espíritu es un summum. La “vuelta del revés” en Ontología general, constitutiva del materialismo dialéctico, es aquí bien clara. La Naturaleza no es meramente el prólogo del Espíritu (aunque para Engels lo sigue siendo) ni el Espíritu es la cúpula de la creación. Pero naturalmente esta inversión no puede, sin más, confundirse con la inversión propia del naturalismo reductor, al estilo del darwinismo culturalista de un Augusto Schleicher, un naturalismo que tan profundamente ha marcado al Diamat. Porque el concepto de “Naturaleza” en los Grundrisse desempeña también los papeles que corresponden a la Idea de Materia ontológico-general.

En cuanto al materialismo histórico como ontología especial del monismo, es evidente que, por paradójica que resulte la expresión, hay que decir que se constituye en el ámbito de la filosofía hegeliana del Espíritu, como una “vuelta del revés” de sus partes: “Espíritu subjetivo/Espíritu objetivo/Espíritu absoluto”. Esta ordenación es la esencia del idealismo histórico hegeliano, en tanto sugiere que en el Espíritu Absoluto resuelven el Espíritu Objetivo y el Subjetivo, y éste por la mediación de aquél. Podría hablarse ya, cierto, de una vuelta del revés de Hegel cuando transpusiéramos esta mediación, pero conservando el lugar del Espíritu Absoluto (o una versión suya: religión, o moral religiosa, o filosofía gnóstica) como verdadero argumento y justificación de la historia. La supresión del Espíritu Absoluto comporta la supresión de esa unidad teleológica que es percibida por Althusser como “totalidad hegeliana”, pero cuyo alcance se limita a este punto. Las llamadas interpretaciones “religiosas” o “morales” del marxismo siguen, por ello, siendo hegelianas, como siguen presentes muchos rasgos gnósticos en pensadores, aparentemente tan materialistas, como Monod o Mandel. La “vuelta del revés” del marxismo contiene, en cualquier caso, la inversión de las relaciones entre el Espíritu Absoluto y el Espíritu Objetivo, la resolución de aquél en éste y, por consiguiente, la inversión sistemática de los problemas. Podría decirse que “el problema de Hegel” se plantea así: “Cómo comprender que las figuras del Espíritu Absoluto –por ejemplo, el arte– estén determinadas a las condiciones de espacio y tiempo del Espíritu Objetivo, de la historia.” Los Grundrisse invierten el problema: “Cómo comprender, no ya que el arte griego esté determinado por las condiciones sociales y económicas del esclavismo griego, sino que todavía hoy podamos percibir su fragancia y su frescura como algo de algún modo intemporal.” La situación del Espíritu Absoluto, en el sistema hegeliano, está en función, por otra parte, de los componentes “liberales” del hegelianismo; a fin de cuentas, el fin y la [28] justificación del Estado residen, en definitiva, en servir al trabajo histórico, a la floración del arte, de la religión y de la filosofía.

Dentro de las coordenadas hegelianas, puede precisarse con bastante aproximación la diferencia entre las interpretaciones “humanistas” y las “no humanistas” del materialismo histórico. Sugerimos, sencillamente, que lo que se llama “humanismo” corresponde a la consideración del Espíritu Subjetivo como lugar de resolución de la historia –una suerte de psicoanálisis al que se reducen, por otra parte, tantas interpretaciones sociologistas de la historia, en el sentido de los “intereses” de las clases en conflicto, y las “superestructuras” como “reflejo” de esos intereses– al quiasmo entre el Espíritu Absoluto y el Espíritu Subjetivo, a su giro sobre el pivote del Espíritu Objetivo. Así, cuando Mondolfo o Fromm ven al individuo “de carne y hueso” –Espíritu Subjetivo– como materia de la historia en lugar de ser sólo un instrumento al servicio de la astucia de la Razón. Pero cabe pensar que al materialismo histórico marxista llegamos mejor por la transposición o quiasmo entre el Espíritu Objetivo y el Absoluto por un lado y entre el Subjetivo y el Objetivo por el otro. De este modo, el materialismo histórico se configura por el desplazamiento hacia el terreno de la espiritualidad objetiva. “Hay que poner a la dialéctica hegeliana, que caminaba sobre la cabeza, sobre sus pies.” Se trata simplemente de identificar esa cabeza y esos pies. La “cabeza” es el Espíritu Absoluto; los “pies”, el Espíritu Objetivo. Las “inversiones” siguen dándose, por lo demás, en el interior del Espíritu Objetivo. La que aquí más nos importa acaso es la siguiente: que mientras Hegel incluye a la historia en el interior del Espíritu Objetivo asociándola a su figura suprema, a saber: el Estado –al conflicto entre Estados–, Marx transmuta el puesto de la historia y lo desplaza al ámbito mismo del Espíritu Objetivo, y en cierto modo, incluye al mismo Espíritu Objetivo en la historia y, por tanto, lo identifica con ella. Pensamos que tal es el sentido de la fórmula general de la crítica a la “eternización” de las figuras de Hegel y, en particular, a la figura de la persona en cuanto se constituye por el derecho de propiedad.

Expresándonos en la terminología que utilizamos anteriormente, concluiríamos diciendo que el Espíritu Objetivo es el “marco ontológico” del pensamiento histórico, económico y sociológico de Marx. Los “elementos hegelianos” de los Grundrisse están referidos, principalmente, a la idea ontológica del Espíritu Objetivo y no se reducen meramente a “modos de hablar”. La significación de los Grundrisse en el conjunto del materialismo histórico marxista recibe así una formulación precisa que, por otra parte, debe ser demostrada.

IV
Lectura ontológica de los Grundrisse

1

Los Grundrisse tratan, evidentemente, de cuestiones económicas: dinero, moneda, capital, plusvalía... Pero estas cuestiones son todas ellas tratadas desde una perspectiva ontológica, filosófica: de ahí su potencia crítica constante. [29] Los Grundrisse nos ofrecen la impresión de que Marx está “volviendo” incesantemente a los temas económicos, a los cuales se entrega más y más, pero en cuanto realizan ideas ontológicas. Estas ideas ontológicas, cierto, no tienen por qué preexistir a sus realizaciones –y éste es el fundamento de todo positivismo–, pero no se agotan en ellas, como si fueran meramente empíricas. Olvidar esto equivale a reducir algo así como la tensión del pensamiento, tensión que se generaría, precisamente, por la “diferencia de potencial” entre el mero nivel empírico y el nivel ontológico. He aquí una muestra muy significativa de lo que queremos decir: los Grundrisse contienen unos extractos de Marx sobre la química de algunos metales preciosos: oro, plata... ¿Se reducen estas páginas al nivel de la ciencia química? Evidentemente no. Diríamos que a ellas llega Marx en cuanto realización de ideas ontológicas que, en este caso, evocan las ideas o esencias platónicas –eternas, separadas de las demás cosas, inmarcesibles, aunque multiplicadas en la realidad–. Al menos, estas ideas –que llamamos “platónicas”, por ser Platón quien las describió formalmente, aunque preexistían a sus Diálogos, realizadas precisamente en las mismas monedas acuñadas que se extendieron por Grecia en el siglo VI– son el criterio según el cual Marx ha seleccionado en sus metales los “rasgos pertinentes” que le interesan; por ejemplo, que sean inoxidables, que no se alteren al contacto del aire, que sean divisibles y puedan ser recompuestos...

Aquí estribaría la diferencia entre la perspectiva marxista (ontológica) y la perspectiva meramente económica. Estamos ante la cuestión del salario. El tema del salario, en economía, supone que hay individuos que ofrecen libremente a otros individuos su fuerza de trabajo, que la compran según las leyes del mercado. Estas son, digamos, las hipótesis de trabajo. Ahora bien, lo que hace Marx es un regressus sobre esta hipótesis: la individualidad libre de los trabajadores no es un término originario (“eterno”), sino que ella misma es un resultado. Los análisis económicos de Marx, sin dejar de ser económicos, están realizando una cierta ontología y, si esto es así, sólo desde esta ontología cabe dar cuenta del mismo curso del análisis económico estricto: diríamos que se da una suerte de realimentación entre los análisis económicos de los Grundrisse y las Ideas ontológicas que los enmarcan (aunque estas Ideas ontológicas estén precisamente realizándose en las categorías económicas). He aquí lo que podría ser un esquema de esta realimentación –entre Ontología (Ideas ontológicas) y Economía (categorías económicas)– en el caso concreto –y central, en los Grundrisse– del análisis crítico del trabajo-mercancía.

A)Suponemos dado el contexto en el cual “Trabajo” juega como una mercancía. En el plano de las categorías de la Economía capitalista clásica el contrato de trabajo es una figura perfectamente clara: el trabajador entrega su fuerza de trabajo y recibe a cambio una contrapartida (el salario), con la cual repone precisamente esa fuerza de trabajo que ha vendido libremente (el trabajador es, en efecto, un “ciudadano”). Desde el punto de vista del mercado de trabajo, la fuerza de trabajo se comporta como una mercancía más en cuanto que se cambia por dinero dentro de las leyes generales de la oferta y de la demanda que presiden el tráfico de las mercancías. Estas leyes se ajustan al canon de la equivalencia (una forma de la identidad), del equilibrio entre lo que se entrega y lo que se recibe, en virtud del cual cabe apelar al concepto de justicia conmutativa, en cuyo reino nadie engaña (subjetivamente) a nadie, de la [30] misma manera a como, en mecánica clásica, las velocidades relativas de la luz y del objeto iluminado se ajustan también a ciertas ecuaciones que relacionan los tiempos ganados o perdidos según el sentido del movimiento.

Ahora bien: Ricardo había advertido el “hecho” de que el producto del trabajo vale más que la reproducción del obrero (Marx había ya examinado este hecho en Trabajo asalariado y Capital). Este “hecho” podría ser comparado con el “hecho” constatado por el experimento de Michelson-Morley. Son “hechos” que rompen las leyes de identidad del sistema, “hechos” que representan, de algún modo, la aparición de una “contradicción” en el sistema. Los Grundrisse precisan mucho más la formulación del “hecho económico”: el trabajo es una mercancía que (a diferencia de las restantes, cuyo tráfico se mantiene dentro del canon de la equivalencia, a través del dinero y de los precios) es comprada por el capitalista para obtener más dinero (D-M-ΔD). Así, pues, el descubrimiento de la plusvalía equivale, en Economía Política, al descubrimiento de la constancia de la velocidad de la luz en Física. Son “hechos” sorprendentes. ¿Cómo es posible que en un intercambio que quiere mantenerse dentro del canon de la equivalencia aparezca un ΔD? ¿Cómo es posible que en una composición de velocidades, cambiando el sentido de los móviles, la velocidad de la luz permanezca constante? La sorpresa se produce porque las esperadas identidades se rompen: “no debía producirse ΔD” en un caso y “debía producirse ΔT” en otro.

Es evidente que, en virtud de los “cierres categoriales” respectivos, se intentará explicar estos “hechos” en el contexto mismo de las categorías de la Economía política o de la Física clásicas y se podrán ofrecer conceptos muy finos y rigurosos, pongamos por caso, la teoría marginalista de los salarios, fundada en el concepto de “trabajo o producto adicional”. Sólo una vez que hayamos regresado más allá de los contextos clásicos aparecerán estas explicaciones como maniobras orientadas a disimular las contradicciones o inconmensurabilidades respectivas. Porque los contextos categoriales respectivos (la Economía clásica, la Física clásica) poseen recursos suficientes para “recubrir” estos “hechos” por medio de hipótesis “endógenas” a tales contextos. Así, la plusvalía será explicada a partir del “beneficio de gestión” del capitalista, o acaso como compensación del riesgo de la inversión, o simplemente como interés del capital; el resultado de Michelson-Morley será explicado introduciendo la hipótesis de la “contracción de Lorentz” para mantenernos dentro de las categorías del Espacio y el Tiempo clásicos.

B) Pero cabe emprender una marcha en sentido enteramente diferente, una marcha que no progresa en el campo de las categorías clásicas (Espacio-Tiempo, equivalencias del contrato de trabajo), sino que regresa por respecto de esas categorías, de suerte que de algún modo se libera de ellas. Esta regresión practicada sobre un sistema de categorías en el que ha tenido lugar la posibilidad de un “entendimiento científico” –de un cierre categorial– es ya, por sí misma, una actividad filosófica (filosófico-mundana, sin duda) por cuanto incluye la formulación de nuevas Ideas ontológicas, de una nueva Ontología: la Ontología del Espacio-Tiempo relativista (que podría ligarse a Kant) y la Ontología del Espíritu Objetivo (que será preciso ligar a Hegel). En efecto, no tratamos en un caso de “recubrir” el experimento de Michelson con las categorías [31] de Espacio y Tiempo clásicos, sino de regresar “más acá” de dichas categorías; ni trataremos de “recubrir” la plusvalía con los conceptos de la Economía clásica, sino de regresar “más acá” del sistema en el cual esa plusvalía se produce. Este regressus es solidario de una nueva Ontología.

La Ontología de la Economía clásica puede reducirse (a nuestros efectos) a los siguientes términos: a los términos de un “espacio” constituido por sujetos puros, mónadas o personas libres, entre las cuales se intercambian a voluntad, según contratos justos, bienes, según unas leyes jurídicas de equivalencia que dicta la moral (la justicia conmutativa) o la “naturaleza misma de las cosas”. El dinero es precisamente la posibilidad de la medida de esas equivalencias universales. Precisamente porque aquellos sujetos se conciben en este estado de pureza formal (la pureza de los sujetos trascendentales kantianos, los sujetos de la Crítica de la Razón Práctica), todo aquello que intercambian mediante el dinero será una mercancía. En consecuencia, el trabajo que se ofrece a cambio de dinero deberá aparecer bajo la forma de mercancía. Evidentemente, este espacio ontológico puro es el espacio monadológico al que se aproxima la “sociedad moderna”, que ha borrado los restos de la esclavitud o de la servidumbre, que ha elevado a todos los individuos a la condición de sujetos libres, átomos morales o mónadas, capaces de intercambiar libre y universalmente (es decir, en un mercado abierto) sus bienes por mediación del dinero como intermediario virtualmente universal. Este espacio tiene, por tanto, una realidad, ante todo una realidad jurídica efectiva: es un tablero sobre el que se desarrolla la conducta de los ciudadanos, trabajadores o empresarios. Ahora bien: Marx regresará más allá de este espacio, de tal suerte que la realidad del mismo comience a ser una realidad fenoménica, un fenómeno de la falsa conciencia, una apariencia o engaño; pero no ya un engaño entre sus términos (engaño subjetivo de capitalistas a trabajadores), sino engaño global del espacio social entero, en tanto que comienza a ser considerado como una “refracción” de una realidad u ontología más profunda.

Esta ontología profunda podría describirse como ontología materialista (no formalista) de este modo (aunque siempre por referencia a la ontología apariencial): un conjunto indefinido de sujetos que, separados de sus cuerpos, de la actividad trabajadora de esos cuerpos (sobre las cosas) y separados, por tanto, de los demás sujetos, no existen, salvo como formas vacías. Por consiguiente, la libertad atribuida a esos sujetos formales, declarados apariencias, será también apariencial. El trabajo no será, por tanto, un bien que libremente pueda ofrecer un sujeto puro que estuviese por encima de él: el trabajador no es libre para vender su trabajo, como tampoco lo es el capitalista para dejar de comprarlo. Por tanto, el trabajo, identificado con el sujeto y con el producto, no es una mercancía, y declararlo tal equivale a una suerte de metáfora, a una traslación de las propiedades características de los bienes intercambiables por dinero. La figura ontológica de esa sociedad de sujetos formales libres es una apariencia que encubre la realidad de una sociedad de sujetos materiales, en la cual todos ellos están vinculados internamente entre sí y a las cosas, en la cual unos explotan a otros precisamente al contratar la fuerza del trabajo según los cánones de la justicia conmutativa. Esta ontología profunda sólo puede ser advertida cuando la ontología aparente se manifiesta como tal; sólo puede ser realizada cuando la ontología aparente haya sido superada mediante la acción revolucionaria. Porque mientras el entendimiento categorial tiende a recubrir el hecho [32] de la plusvalía explicándolo dentro del espacio ontológico presupuesto (aunque sea apariencial), es decir, explicando su recurrencia (“eternizándolo”), la regresión sobre este espacio (la “crítica de la economía política”) nos remite a una ontología material (no formal) en la cual los sujetos ya no podrán ser concebidos al margen del trabajo con las cosas ni al margen de los demás sujetos, una ontología en la que los sujetos figurarán ante todo como determinaciones, perturbaciones o concentraciones de la energía de un continuo real (el espíritu objetivo, históricamente modulado) a la manera como los cuerpos, en el espacio relativista, figurarán como perturbaciones, determinaciones o concentraciones de la energía de un continuo material.

C) Ahora bien: esta ontología profunda, aunque puede haber sido diseñada de un modo indeterminado y aun oscuro (por ejemplo, en los Manuscritos del 44), es evidente que se determinará y se precisará cuando se reaplique o se reejercite en el plano categorial de la economía política clásica, y esta ejercitación es la que nos ofrecen los Grundrisse. Es así como podemos comprender hasta qué punto la plusvalía brota de la situación de explotación que, en el ámbito de la ontología profunda, se nos manifiesta como teniendo lugar por parte de los poseedores de los medios de producción a los trabajadores; es así como descubriremos (a nivel estrictamente económico) la debilidad del cierre por recurrencia de los procesos económicos del intercambio entre el trabajo y el salario; conoceremos las diferencias entre las mercancías en general y el trabajo-mercancía, en tanto que mercancía orientada a producir otras mercancías, y con ellas el incremento del dinero; conoceremos la inconmensurabilidad interna de estos términos y, por tanto, las contradicciones entrañadas en la estructura misma de la ontología formal apariencial; conoceremos que tan imaginario en el espacio clásico de la economía, contemplado desde la ontología profunda, es el derecho del capitalista a la plusvalía (porque la explotación no se mantiene meramente en el plano del intercambio) como imaginaria en el espacio de la física clásica es la contracción de Lorentz; conoceremos que el empobrecimiento del trabajador sólo puede medirse por la magnitud del mundo que, en conjunto (mediante el plustrabajo, que ha rebasado los simples objetivos de subsistencia a un nivel histórico dado), él mismo construye. En este momento estaremos haciendo economía, pero la estaremos haciendo desde una ontología diferente: la ontología materialista. El argumento ad hominem sigue siendo aquí el argumento clave: se podrá rechazar la ontología materialista, pero no por ello podemos considerarnos situados en una ciencia puramente neutra; esta neutralidad está a su vez incorporada en una ontología implícita de índole formalista; por ejemplo, la ontología monadológica, dentro de la cual se desarrolla la economía clásica (Adam Smith).

Desde esta perspectiva, quien se empeñase en ver en los Grundrisse argumentaciones “meramente económicas” incurriría en la ingenuidad ideológica de confundir, con el nombre de “ciencia”, las significaciones tan diferentes como las que reclama la palabra “ciencia económica” en el contexto de la economía capitalista y en el contexto de la economía comunista. Los Grundrisse son una obra de economía, cierto, pero de economía comunista que se abre camino como crítica de la economía capitalista. La conexión dialéctica entre ambos tipos de economía es la que exige la mediación de una nueva ontología, así como la conexión entre los correspondientes tipos de realidades económicas exige la [33] mediación de una práctica revolucionaria solidaria de esta nueva ontología. Nuestra tesis equivale, por tanto, a decir que El Capital, al margen del comunismo, pierde su nervio revolucionario y se reduce a un modelo interesante, entre otros, para el análisis de la sociedad capitalista. Un modelo que ni siquiera predice, a no ser hipotéticamente, la desaparición objetiva del capitalismo, por cuanto el propio modelo puede ser aceptado en su dirección “contrarrecíproca”, remontando las consecuencias que se seguirían de sus hipótesis (subempleo, incremento de la plusvalía, &c.), en virtud de una suerte de modus tollens mediante la intervención de un Estado que, si bien ya no acepta la armonía preestablecida asociada a la ley de Le Say, la promueve, procura establecer esa armonía mediante el control keynesiano, mediante el fascismo, mediante el control de la natalidad o mediante las guerras de drenaje. La tesis equivale también a entender la revolución comunista como un proceso que no se agota en modo alguno en el traspaso de los medios de producción al proletariado, aunque contiene esencialmente el postulado de la necesidad de ese traspaso. Pero lo contiene precisamente desde la ontología (comunista) del Espíritu Objetivo –y no desde la religión o desde cualquier otra forma del Espíritu Absoluto– en cuanto incorpora la crítica a la subjetividad y a todas las instituciones que a ella están ligadas en el modo de producción burgués.

Una ilustración muy clara de esta dialéctica nos la ofrecen los Grundrisse a propósito de la doctrina del plustrabajo. En efecto, cuando nos situamos en la perspectiva de la ontología clásica, el concepto mismo de plustrabajo parece metafísico, “místico” (y se diría que el propio Marx tuvo conciencia de esa apariencia; véase la nota a la página 506 de la traducción española de Siglo XXI, tomo II, págs. 120-121). En el plano de las relaciones interpersonales (trabajador-capitalista) en el cual tiene lugar el contrato de trabajo, Marx reconoce la equivalencia, según las leyes del mercado, entre el trabajo entregado por el obrero y el salario recibido del patrono. ¿No es entonces contradictorio añadir, sin embargo, la tesis según la cual existe un plustrabajo que es arrancado por el capitalista? Si se reconociera la equivalencia, ¿cómo hablar de plustrabajo, medido por respecto de esa equivalencia? La contradicción subsiste siempre que nos mantengamos dentro del marco de la ontología clásica, cuyas líneas aparecen jurídicamente elaboradas (relaciones de producción) por el derecho burgués. Pero cuando nos situamos en la ontología materialista todo cambia. Ahora el trabajo ya no será considerado en el contexto de las relaciones “parte a parte”, es decir, ya no será considerado como un bien intercambiable, como una mercancía, sino, por así decir, en el contexto de las relaciones de parte a todo. El trabajo aparecerá esencialmente asociado a la cosa, como productor de la obra, como generador (fuerza productiva) de la masa global de bienes, una masa de bienes que configuran un mundo histórico (fragmentos del Espíritu Objetivo) generador a su vez de nuevas necesidades históricas.

En esta perspectiva, puede decirse que el trabajador produce un excedente por encima de la parte que le es necesaria para reponer sus propias fuerzas (es decir, para reproducirse como subjetividad individual, como espíritu subjetivo), porque, evidentemente, sólo cuando este excedente se reconoce cabe también reconocer la realidad de esta nueva masa de bienes culturales generadores de necesidades nuevas (nuevas por respecto a las necesidades subjetivas, definidas a un nivel histórico dado o, en el punto cero, al nivel de las necesidades naturales, a la necesidad de bellotas de la Fábula de las abejas, de Mandeville). [34]

Ahora bien: una vez que el trabajo ha sido puesto en el contexto de la Ontología del materialismo histórico, será posible volver al contexto de la Ontología clásica. Y es ahora cuando el excedente se nos aparecerá como plustrabajo, precisamente porque el capitalista “compra” el trabajo, en tanto controla los medios de producción y la organiza. En efecto, si el capitalista compra el trabajo del obrero, evidentemente no será para reponerle las fuerzas de trabajo (el trabajo llamado “necesario”), lo comprará en la medida en que esta fuerza de trabajo pasa al producto (un producto que es precisamente propiedad del capitalista). Sólo, pues, en la medida en que existe un plusproducto, más allá de la parte del mismo que debe absorber la masa de trabajadores para reproducirse como tal, podría el capitalista interesarse por comprar la fuerza de trabajo al obrero, y entonces, “si ocurre que el capitalista no necesita el plustrabajo del obrero, éste no puede realizar su trabajo necesario, producir sus medios de subsistencia”. Por ello es un pauper virtual (Grundrisse, pág. 498; tomo II, pág. 110). Es ahora, en resolución, cuando, reaplicando la Ontología materialista sobre el plano de la Ontología clásica, nos será dado disociar, en el trabajo-mercancía, dos partes abstractas (que sólo ulteriormente podremos determinar en unidades-hora): la parte del trabajo con la cual el obrero entrega al patrono el equivalente de su salario y la parte del trabajo (que Marx suele evaluar en sus ejemplos con un 50 por 100) que el obrero “regala” al empresario, es decir, la parte de la cual éste se apropia. Pero esta disociación no hubiera sido posible razonando en el interior del plano de la Ontología clásica, en el cual tiene lugar, entre otras cosas, el mercado de trabajo: habrá sido preciso elevarnos al espacio de una Ontología más rica, la Ontología del Espíritu Objetivo. Algebraicamente, son equivalentes (ley asociativa) las expresiones [(c + p) + v] y [c + (p + v)]. Disociar p del bloque (c + p) para asociarlo al bloque (p + v) tiene unas consecuencias econométricas bien conocidas (los axiomas de la reproducción simple: C2 = p1 + v1, &c.). Pero semejante disociación, que incluye el cambio del “punto de vista del capitalista” por el “punto de vista del trabajador”, sólo por la mediación de la nueva Ontología podía llevarse a efecto con todas sus consecuencias, o, si se prefiere, esa disociación realizaba ella misma la nueva Ontología.

2

Con este alcance afirmamos que la Idea ontológica en cuyo ámbito se mueven principalmente los Grundrisse es la Idea del Espíritu Objetivo. Idea no explícita o representada por Marx, ciertamente. En ocasiones, sus representaciones son inadecuadas; a veces, apela a categorías sociológicas. Pero éstas carecerían de sentido si no se miraran como realización de la Idea ontológica.

Es la Idea de Espíritu Objetivo, en efecto, el espacio en el cual pueden recortarse las figuras –tal como en los Grundrisse aparecen– del “dinero”, el “valor”, la “riqueza”, la “sociedad civil”, las “formaciones económicas” y, por supuesto, la figura de la “producción”.

La producción, y más especialmente la producción burguesa, es el tema explícito de los Grundrisse. Ordinariamente (no sólo antes, sino después de Marx, por los propios marxistas), el análisis de la producción se entiende en su reducción tecnológica, o económico-categorial (como referencia citemos el diccionario filosófico de Rosental-Iudin sub voce “producción”). [35] ¿En qué consiste esta reducción de la Idea de producción? Acaso pueda formularse de este modo: reducción al plano de las cosas corpóreas (producción = fabricación de productos) y al plano del Espíritu Subjetivo (producción orientada al consumo como satisfacción de supuestas necesidades subjetivas). El “Espíritu Subjetivo” aparece sobre todo en el contexto del conjunto de los consumidores o sujetos de necesidades más que en el contexto del conjunto de productores, que se reducen más bien a complementos de las máquinas y que se pueden pensar como eliminables en una tecnología avanzada (Mandel). A lo largo de estos dos planos se mueve ciertamente la tecnología y la economía política “categorial” del marginalismo, pero también la economía política “marxista” cotidiana que calcula la masa de monedas que será necesario mantener en circulación durante un año.

La reducción de la idea de producción es en todo caso una operación clara y distinta y, por supuesto, necesaria para el “entendimiento”, a la manera como es una operación objetiva la reducción de la vida orgánica al plano bioquímico. Precisamente porque estas reducciones no son arbitrarias, sino necesarias, se comprende que pueda considerarse como interna –y no como oblicua o contingente– la exposición de la idea de producción como regresión dialéctica (regressus) de estas reducciones, regressus que constituye una crítica del entendimiento, una inversión de los términos tal como se aparecen al entendimiento, y estas inversiones vuelven a aparecerse en los Grundrisse en forma de quiasmos. Quiasmos en los cuales se realizan, por cierto, ideas centrales de la Filosofía clásica alemana, en tanto se constituía principalmente en torno al análisis trascendental de las relaciones entre el objeto y el sujeto. Porque en los Grundrisse las cosas corpóreas, los productos, realizan la idea de objeto y los sujetos consumidores realizan la idea de sujeto. Por este motivo los problemas de la filosofía trascendental –trascendentalidad que se define precisamente en torno a la oposición sujeto-objeto– elaborados por Kant, Fichte o Hegel no están eliminados de los Grundrisse, sino realizados, y ni siquiera reducidos. Así, los conceptos de objetivación y alienación, como conceptos propios de la dialéctica misma del Espíritu Objetivo, en su mediación con el Espíritu Subjetivo y la Naturaleza (las cosas). En este contexto parece superficial hablar de la “alienación del hombre” en general y orientar la moral marxista como supresión de la alienación, en nombre de una “autenticidad absoluta”, pero vacía. Porque “alienación” es una idea funcional en el contexto de la Ontología trascendental y la anulación de algunos de sus valores no incluye la anulación de todos los demás. La disyuntiva de Oizerman: “alienación ontológica o histórica”, es capciosa porque la ontología de la alienación se realiza históricamente.

Particularmente aparece realizado el giro copernicano de Kant (el “lado activo” del idealismo de la primera tesis sobre Feuerbach) en la figura del trabajador. Pero un trabajador que está enteramente subordinado a la producción históricamente en curso: “Los individuos están subordinados a la producción social, que pesa sobre ellos como una fatalidad; pero la producción social no está subordinada a los individuos y controlada por ellos como un patrimonio común” (de donde la consecuencia política: condenación del proudhonismo, que intenta la revolución mediante el control del valor de cambio y del dinero). El regressus dialéctico de Marx remonta tanto el plano de las cosas como el de los sujetos: es una crítica al entendimiento que opera a partir de aquéllos como términos dados. [36]

El núcleo de esta crítica dialéctica aparece formulado en los Grundrisse en quiasmos del siguiente tenor: “La producción no sólo produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto.” La producción crea el propio consumidor; por tanto, la producción no es reducible a los términos de una fabricación orientada a satisfacer necesidades dadas (espíritu subjetivo) porque las propias necesidades son creadas en el proceso (las necesidades históricas). El círculo es dialéctico –no es un círculo reducible al ciclo de una reiteración estacionaria– precisamente porque los términos del proceso no son compatibles entre sí; no son meras positividades, sino que contiene cada uno la negación de los otros. Marx cita con esta intención a Spinoza: Omnis determinado est negatio. En esta perspectiva dialéctica, aunque la recurrencia siempre es reductible con sentido al plano de los ciclos económicos (como lo hará el propio Marx en su exposición de la reproducción simple de El Capital),está evidentemente engastado este quiasmo de los Grundrisse, que condensa un densísimo proceso crítico previo: “La producción crea el material del consumo en tanto que objeto exterior; el consumo crea la necesidad en tanto que objeto interno, como finalidad de la producción.” Es necesario, en todo caso, constatar que esta regresión crítica dialéctica es solidaria de la misma crítica revolucionaria.

Aquí la dialéctica filosófica y la crítica revolucionaria resultan ser las dos caras de la misma medalla. En efecto, cuando la producción se entiende en su reducción categorial y eminentemente cuando esta producción reducida no es la producción en general, sino la producción burguesa –que es el tema explícito de los Grundrisse–, entonces el proceso productivo adoptará la forma de un ciclo recurrente, incluso de un estado estacionario o de “equilibrio metaestable” que tenderá a perpetuar (“eternizar”, dice Marx) las formas de producción burguesa y, por consiguiente, a atenerse a su positividad, en el sentido de la práctica y de la ciencia reaccionarias-no revolucionarias. La positividad de esta reducción es, en sí misma, un hecho positivo; Marx mismo, en los Grundrisse más que en El Capital, constata cómo la sociedad burguesa recapitula todas las formas precedentes, que sólo desde ellas pueden ser comprendidas (I, 26); habla de la ridiculez de toda nostalgia (propia de melancólicos, como decía Spinoza) de la “plenitud primitiva” sentida desde la burguesía (I, 90) y subraya “la belleza y la grandeza” de este sistema (burgués) cifrándola precisamente en el “metabolismo”, dado en su seno, entre los objetos materiales y los sujetos individuales universales (I, 89). Se comprende que el cierre categorial de esta categoría (subcategoría) económica que es el modo de producción burgués aparezca necesariamente, en su reducción interna, como el campo positivo de la ciencia y práctica política y económica (desde Jevons a Keynes) como el desarrollo, siempre deseable subjetivamente por los dominadores dentro de los supuestos de esta sociedad, aun reconociéndose por muchos la necesidad de mantener el desatollo dentro de unos límites que permitan justamente la recurrencia, por la negación de las negaciones del sistema mediante el malthusianismo o la guerra. Se comprenderá también que la regresión dialéctica sobre los supuestos de este sistema (cuando la trituración no es vacía, expresión del nihilismo) es solidaria de la crítica revolucionaria, que, realizando la negatividad dada en el propio sistema (la injusticia, la crisis, la guerra), realiza a su vez la ontología dialéctica.

Esta ontología es precisamente la que en los Grundrisse es constantemente nombrada. Y una ontología que no se construye simplemente por el regressus [37] a un plano supuesto más allá de las realidades positivas de cada momento (las mercancías, los intereses subjetivos y su regulación por los intercambios comerciales y la guerra), por cuanto el espíritu objetivo sólo existe en la mediación positiva de las cosas y los sujetos reducidos. Son las inconmensurabilidades entre estos términos –por ejemplo, el valor y el precio (I, 162)– aquellas que revelan la negatividad de esas positividades y nos remiten al espíritu objetivo como idea ontológica solidaria de la misma crítica revolucionaria no nihilista.

La Idea de producción es el tema de los Grundrisse, pero en cuanto idea ontológica que realiza (invirtiéndolas) las funciones del Espíritu hegeliano, herencia a su vez del Espíritu creador cristiano, en la figura del Espíritu Objetivo. Por ello la idea de producción está tan cerca de la idea metafísica de creación, de la constitución trascendental, como del concepto positivo de fabricación, o tan lejos de ambas. El uso de herramientas supone que las conciencias animales individuales están ya implantadas en un mundo de estímulos que rebasa las necesidades inmediatas e implica la representación ideal de lo que aún no existe a nivel sensorial. La producción es el mismo Espíritu Objetivo en tanto que realizándose en el proceso económico-ontológico, un proceso que genera a los propios intereses individuales (“socialmente determinados”) a las propias necesidades genéricas (“no es el hambre, sino el hambre de carne comida con tenedor”) y a las propias instituciones. Un proceso que incluye la distribución, el cambio, el consumo, pero dados en un “silogismo tal” que sus términos se rebasan mutuamente. Por ello no comienza por el principio el que comienza por lo concreto, por la población (digamos por el Espíritu Subjetivo); ni siquiera el que considera a las cosas naturales como el último principio: en cuanto valores, las mercancías pierden sus propias cualidades físicas (I, 66). La existencia reificada del oro (I, 177) sólo en el espacio del Espíritu Objetivo tiene sentido. El Hegel de la Realphilosophie sabía que el dinero es la cosa no consumible, meramente representada, la objetivación del Espíritu como “interioridad sin mismidad”. La riqueza y su organización realiza, dentro de la categoría económica, la misma Idea de Espíritu Objetivo (págs. 11, 16, 138, 282).

Por lo demás, los Grundrisse se mueven dentro de la evidencia (¿filosófica?, ¿ideológica?, ¿mítica?, ¿científica?), según la cual el proceso del Espíritu Objetivo, en tanto se desarrolla en una sucesión de formaciones que en el presente han culminado en la organización de la sociedad civil, dada en la producción capitalista, en donde comienza a existir el “individuo universal”, contiene virtualmente, como “premisa” que de ella es, a la sociedad comunista, en la cual no ya el “individuo universal”, abstracto, sino el hombre total, concreto y libre, podrá ser esperado como el definitivo advenimiento. De este modo, el curso histórico del espíritu objetivo se cierra dialécticamente.

En cualquier caso, ¿hasta qué punto estos dos límites del proceso de la producción, del Espíritu Objetivo (el comunismo original, primitivo, y el comunismo final), no están presionando directamente en la doctrina de los estadios de la producción, en la doctrina de la sucesión de las formaciones precapitalistas? Aquí resultaría muy ilustrativa la comparación detallada con el procedimiento según el cual Fichte construye su doctrina de las cinco edades. Se diría que Fichte comienza introduciendo las cotas del proceso total (llamémoslas &alfa; [la edad primera] y ω [la edad última]). Las restantes fases se introducen, en realidad, por Fichte, regresivamente, según un esquema que podría simbolizarse [38] de este modo: ω-1; (ω-1)-1; [(ω-1)-1]-1; &c., y que no conduce a un proceso ad infinitum en virtud de la propia materia a que se aplica. La teoría de las fases de Fichte tiene así algo de teoría política cinemática, porque las fases brotan a partir de las cotas, regresivamente, ex hypotesis, pero quedan sin justificar progresivamente, causalmente, históricamente.

Sugiero que la teoría marxista de los Estadios presupone un esquema “cinemático” muy afín al de Fichte, al que se ha agregado un esquema dinámico, causal, el progressus histórico, en virtud del cual se trata de comprender la necesidad de cada estadio como producido por el desarrollo de los precedentes. Por lo demás, la correspondencia entre las cotas de Fichte y de Marx es bastante clara. Y la Segunda Edad de Fichte (la Razón como autoridad externa) cubre, en cambio, los modos de producción asiático y germánico, esclavista y feudal. La Tercera Edad de Fichte (la Revolución negativa) corresponde a la “sociedad burguesa” marxista y, concretamente, a la negatividad del individuo-libre- abstracto. La Cuarta Edad de Fichte (que en los Discursos a la Nación alemana resulta ser la Edad Contemporánea)recuerda el estado del socialismo en un solo país. La Quinta Edad de Fichte (el Arte racional) corresponde al comunismo del “hombre total”. Esta confrontación, de la que aquí sólo damos un esbozo, corrobora la tesis de que los estadios históricos de los Grundrisse no deben ser entendidos como fases empíricas, sino como momentos sistemáticos solidarios de una ontología revolucionaria.

En cualquier caso, la clave según la cual está pensada la filosofía de la historia de Marx y de Fichte es la misma que aquella que inspira lo que Hegel llamó “Filosofía de la historia”. De un modo u otro, se parte del presente. Un presente cuyo diseño puede ser llevado a cabo desde perspectivas muy diversas: no es lo mismo concebir este presente por medio de categorías jurídicas o religiosas que tratar de entenderlo por medio de categorías tecnológicas o económicas, o bien tratar de utilizar la totalidad de las categorías. Por otra parte, desde luego, el análisis del presente según estas categorías sólo es posible en la medida en que, de algún modo, concebimos la posibilidad de la ausencia de estas categorías o de sus determinaciones, es decir, en la medida en que el presente es concebido desde el futuro, desde un futuro de estructura diferente a la actual, al menos parcialmente. Pero cuando el presente se proyecta sobre el fondo de un futuro práctico que es capaz de mudar, y aun vaciar sus partes –incluso aquellas que se desea mantener–, estas mismas partes aparecen como contingentes, como producidas, entonces acude la historia en cuanto trámite de la realización empírica de los procesos de constitución del presente. La reorganización de material pretérito estaría, según esto, inspirada por la visión que del presente nos ofrece la práctica de un futuro representado.

Las fases históricas que constituyen el contenido de la Filosofía de la historia de Hegel están construidas sencillamente, según el intento de discernir la “responsabilidad” que es preciso atribuir, en la configuración del presente, a cada una de las grandes unidades pretéritas, recortadas precisamente desde ese futuro (Roma, Cristianismo, Islamismo). La organización del pretérito que Hegel ofrece se funda, evidentemente, en la “lectura” del presente desde una perspectiva idealista, gnóstica, saturada de terminología político-jurídica, en la que se busca la posibilidad de prever la pervivencia de la conciencia individual, tal como podía ser percibida por un filósofo que se sentía identificado con los contenidos del Espíritu Absoluto (Arte, Religión, Ciencia) vinculados a los principios [39] de la sociedad burguesa liberal, que conoce como necesarias sus servidumbres a una monarquía fuerte, y a los intereses de las subjetividades que se organizan en torno a la propiedad privada. Por este motivo, la organización de la historia elaborada en los Grundrisse –en el capítulo “Las formaciones precapitalistas”– puede ser mucho más profunda, porque el futuro práctico, desde el cual se procede a “vaciar” el presente, es también mucho más nuevo, más revolucionario, porque ha comenzado por considerar eliminables muchas instituciones del Espíritu Objetivo que en el sistema de Hegel aparecen como irrevocables, al menos en concreto (en abstracto, Engels ya advirtió –en su Feuerbach– la virtualidad revolucionaria de un sistema que enseña la movilidad de todo lo que existe), e incluso los mismos contenidos del espíritu absoluto, en la medida en que dependen (como superestructuras) de los principios de la sociedad burguesa, cuya crítica es el tema central explícito de los Grundrisse.

V
Los Grundrisse de Marx y la Filosofía del Espíritu objetivo de Hegel

Quienes no poseen la Idea ontológica del Espíritu objetivo –y no la poseen seguramente no por merma de entendimiento, sino porque habitan en la ontología clásica, en la que “cierra” el entendimiento de la economía marginalista– percibirán el marco ontológico de la economía marxista como un marco místico, religioso, ético, humanístico (R. Tucker), como “el mito religioso moderno del hombre comunitario” (J. R. Lasuen).

Estas opiniones son, me parece, el confuso resultado de transferir a la Idea del Espíritu objeto (de Hegel) importantes contenidos del Espíritu subjetivo o del Espíritu absoluto (en especial, la religiosidad). Sin embargo, creo que es preciso sostener que el campo del materialismo histórico, en general, y el de los Grundrisse, en particular, es, en lo esencial, prácticamente el mismo que el campo que corresponde a la Idea del Espíritu objetivo, tal como ha sido esbozada por Hegel.

Se trata, aquí, de indicar el programa de lo que podría ser un cotejo minucioso, a nivel casi filológico, entre los Grundrisse, de Marx, y la filosofía del Espíritu objetivo de Hegel, tal como se contiene, principalmente, en la Filosofía del derecho (1821) y en las sucesivas ediciones de la Enciclopedia (la tercera, especialmente, de 1830).

Aparentemente –si nos atenemos a los epígrafes generales de estas obras– estamos ante obras incomparables en cuanto a sus respectivos contenidos. Los Grundrisse son una obra de Economía política, incluso, si se prefiere, de filosofía económica, cuya temática es el dinero, la producción, la mercancía, el valor, el capital. Los tratados de Hegel sobre el Espíritu objetivo se nos presentan como un conjunto de consideraciones en torno a la filosofía jurídica, cuya temática se despliega alrededor de las ideas de “persona”, de “deber”, de “sociedad civil”, de “Estado”, de “moralidad”. Sin embargo, cuando pasamos más allá de los respectivos epígrafes generales advertimos que los temas de ambos confluyen masivamente. La conclusión que arrojaría este análisis minucioso sería acaso lo siguiente: el campo de la filosofía del Espíritu objetivo de Hegel y el campo de los Grundrisse es prácticamente el mismo, considerado en extensión [36] –en cuanto a sus partes, miembros u órganos– aunque la perspectiva según la cual se afronte ese material (jurídica, en Hegel; económico-sociológica, en Marx) y la organización de esas partes sean enteramente diferentes: los Grundrisse son la inversión de las partes ordenadas de la filosofía del Espíritu objetivo de Hegel. Pero si esto es así nadie podrá hacernos comulgar con ruedas de molino, hablándonos de una ruptura, de un corte epistemológico cuya definición operatoria se evita obstinadamente. Partiendo de la idea de que todo campo epistemológico (ideológico, científico, filosófico) ha de constar de términos a una cierta escala, que deben ser compuestos según operaciones, podemos introducir un concepto operatorio de corte epistemológico: la intersección o no intersección de los campos por sus términos respectivos. Habrá una ruptura, un corte, si se desea decirlo así, entre la “química” de los cuatro elementos y la Tabla de Mendeleiev, porque no hay ni un solo elemento común de intersección entre ambas; pero no hay corte entre la Tabla de Mendeleiev (1864) y las series de Newlands (1860). He aquí, al menos, un criterio objetivo del corte: que los términos en los cuales se resuelven los campos respectivos sean o no sean, en una medida significativa, comunes; que los campos, respecto de sus términos –y no tomados vagamente, aunque se les llame “continentes”–, sean o no disyuntos. Así también, según el mismo criterio, diremos que no hay corte epistemológico entre la taxonomía de Linneo y la de Darwin, aunque hay una reordenación a fondo, una inversión –pero una reordenación sobre los mismos términos–. Esta constatación es absolutamente indispensable, además, si queremos medir la verdadera significación de la posición relativa de Marx respecto a Hegel. Si seguimos el método de la comparación analítica –miembro a miembro– entre sus obras, nos encontramos con el resultado, paradójico y asombroso para quien vea en la obra de Marx la primera exposición del materialismo histórico y en la de Hegel el sistema del espiritualismo, según el cual el contenido –no ya sólo al nivel referencial ontológico, sino al nivel gnoseológico de los términos (sentidos)– de ambas obras es prácticamente el mismo: sus campos se superponen. El material de la doctrina materialista de los Grundrisse se encuentra ya “tallado”, casi sillar a sillar, nada menos que en la filosofía del Espíritu objetivo, de Hegel, cuya significación central acaso podría formularse de este modo: el constituir la exposición de una “geometría” de las Ideas “morales”, “segundo genéricas”. Solamente cuando estamos en posesión de esta comparación, dominándola a fondo, podemos formular con cierta precisión la inversión o vuelta del revés que la “geometría” de Marx ha imprimido a la “geometría” de Hegel, y solamente entonces podremos estar en condiciones para formular la genuina significación histórica –y no una significación imaginaria– del marxismo. Aquí sólo puedo dar indicaciones muy sumarias para señalar el camino de esta investigación.

La primera “subversión” de Hegel es, ya, por nuestra parte, la presentación de la Idea de Espíritu objetivo como dotada de inteligibilidad, aun extraída del orden constitutivo de la tríada hegeliana: Espíritu subjetivo-Espíritu objetivo-Espíritu absoluto, es decir, al margen del sistema, que era, para Hegel, la condición de la verdad. Sin embargo, sospecho que ésta es la más importante subversión que realizó el propio Marx respecto de Hegel. En cualquier caso, una subversión que todo materialista tiene que realizar si quiere entender como conceptos –sin reducirlos a simples mitos– las propias figuras del Espíritu objetivo expuestas por Hegel. El que sólo pueda entender a Hegel reduciendo [37] sus Ideas a la condición de reflejos ideológicos superestructurales, tampoco entiende de Hegel –entiende, por ejemplo, de sociología, recogiendo, de paso, sin duda, conexiones certeras. Todo aquel, por otra parte, que sólo pueda entender la Idea de Espíritu objetivo, según el ordenado contexto de la trinidad hegeliana –Padre, Hijo, Espíritu Santo–, sigue siendo hegeliano, es decir, un teólogo reducido al estado laical. En cierto modo, pues, entender a Hegel desde el punto de vista materialista es ser capaz de reconstruir sus figuras, en número lo mayor posible, de suerte que se mantenga, de algún modo, su significación, una vez realizado el umstülpen. Pero en cualquier caso, extraer la Idea del Espíritu objetivo de la tríada hegeliana (Espíritu subjetivo-Espíritu objetivo-Espíritu absoluto) no debe confundirse con un aislamiento del concepto de Espíritu objetivo por respecto de los conceptos recortados en el ámbito del Espíritu subjetivo y del Espíritu absoluto. El materialismo rompe esta tríada, en cuanto contiene un orden teleológico que sugiere la conspiración del todo al advenimiento del Espíritu absoluto. El materialismo introduce los quiasmos entre los pares dados en la tríada hegeliana: el Espíritu subjetivo no será ya meramente anterior, sino posterior al Espíritu objetivo; el Espíritu absoluto no es posterior al Espíritu objetivo, en cuanto finalidad o justificación suya, sino que está intercalado en el proceso total. Pero todo ello no implica que la Idea de Espíritu objetivo pueda ser pensada, por ejemplo, independientemente del Espíritu subjetivo –a la manera como tampoco el círculo puede separarse de los puntos que contiene– porque precisamente al concepto de Espíritu objetivo sólo puede accederse en el rebasamiento (regressus) de las figuras del Espíritu subjetivo, de las cuales partimos y en las cuales habita todo aquel que intenta “entender”. Como los presuponía Hegel, hay que presuponer dados los conceptos del Espíritu subjetivo (desde la interioridad de las sensaciones hasta la vida sexual del párrafo 397 de la Enciclopedia), aunque estos conceptos del espíritu subjetivo se refieran a figuras que han sido ellas mismas configuradas en el seno del Espíritu objetivo, como en rigor ocurre explícitamente con tantas figuras de la Fenomenología del Espíritu (¿cómo sería posible concebir la figura del estoicismo, aun entendida como un episodio del Espíritu subjetivo, al margen del Estado, que es una figura del Espíritu objetivo?). De la misma manera, el nivel químico de la realidad material es, en abstracto, anterior a la vida, sin perjuicio de que ese nivel químico comprenda los desarrollos de los más complejos aminoácidos que, sin embargo, sólo han podido brotar en el ámbito de un organismo viviente. Para elevarnos a la idea del Espíritu objetivo hay que partir de las figuras del Espíritu subjetivo, a la manera como partimos de tres puntos dados en el plano para trazar la circunferencia que los contiene y los absorbe. La Idea del Espíritu objetivo podía asimilarse a esa circunferencia (común, “comunista”) que absorbe e incorpora a los puntos de partida. La circunferencia, por respecto de sus puntos, como el Espíritu objetivo por respecto de las almas naturales, se nos aparece así como una “segunda naturaleza”, como una entidad que envuelve a cada uno de sus puntos, como un sistema de leyes que operan por encima de nuestra voluntad, aunque su sustancia no sea algo más allá del conjunto de esas voluntades, la entidad constituida por el orden necesario que la propia copresencia de los puntos instaura –la libertad como “necesidad existente” del párrafo 385 de la Enciclopedia–, pero tal que tiene la virtud de operar, pongamos por caso, el metabolismo (como dicen los Grundrisse en un contexto similar, [38] hablando de la sociedad burguesa) del sujeto en la persona, de mi posesión de la cosa en la propiedad de la cosa (párrafo 486 de la Enciclopedia) o, como dirían algunos hoy con otra terminología, de los actos psicológicos y sociales en estructuras (que son ciertamente figuras del Espíritu objetivo). Por estos motivos, la Idea del Espíritu objetivo mal podría reducirse a la condición de una idea sociológica: las entidades sociológicas siguen siendo cuerpos empírico- reales, y la reducción sociológica de la idea de Espíritu objetivo correspondería, en nuestro ejemplo sostenido, a la reducción empírica del concepto de círculo a la línea redondeada que subsiste cuando suprimimos el centro y con él las relaciones geométricas necesarias que todos los puntos de la línea cerrada guardan con él.

La Idea del Espíritu objetivo es una idea ontológica cuya posesión es fruto de una disciplina genuinamente filosófica (mundana o académica), porque sólo puede alcanzarse tras la crítica a las categorías del espíritu subjetivo de las que se parte; tras la crítica a las categorías del “entendimiento”, en las que se desarrollan las evidencias de las ciencias psicológicas, de la prudencia monástica, de la crítica epistemológica, de los intereses económicos interindividuales –las funciones “empíricas” de oferta y demanda marginalistas– e incluso del pragmatismo socialista. La distribución de la teoría marxista en dos sectores: uno científico (materialismo histórico) y otro filosófico (materialismo dialéctico) –tesis número 2 de Althusser en el Rapport antes citado, página 359– es una distribución superficial y absolutamente gratuita: el materialismo histórico es una ontología que exige una exposición filosófica y en modo alguno cabe reducirla a los términos de una ciencia positiva de la historia (o de la sociología o de la economía). Presentar la teoría marxista como determinada por un gran descubrimiento científico (Althusser, ibid., tesis núm. 4, pág. 361) es un recurso útil, sin duda, para halagar los oídos de marxistas impresionados por el influjo del neopositivismo, para evitarles el recelo ante una doctrina que les parece “mítica”, “profética”, “acientífica”, cuando quiere fundarse en algo más que en una ciencia –en una ontología–, pero es un recurso meramente intencional y vacío, completamente ingenuo cuando descendemos al análisis de las pruebas efectivas aportadas. Por lo demás, la idea ontológica de Espíritu objetivo está realizada, en efecto, en los conceptos marxistas más positivos de índole económica o sociológica, a los cuales es reducida una y otra vez en virtud de una necesidad dialéctica peculiar, la dialéctica de la “razón” y el “entendimiento”, que se cierra categorialmente. Nada más cotidiano, nada más positivo que la mercancía. Pero la mercancía –tal como se nos aparece en el plano fenomenológico del trueque– sólo subsiste en un entramado constituido por los términos (individuos, grupos) que mantienen entre sí relaciones simétricas, reflexivas y transitivas, relaciones de equivalencia o de identidad sintética. Y estas relaciones solamente se realizan precisamente cuando los contenidos particulares de cada término son, de algún modo, eliminados, no por negación abstracta y negativa, sino por negación real y concreta, por sustitución y permutación dentro de un orden transubjetivo (no meramente social, en el sentido que esta palabra reclama cuando se aplica, por ejemplo, a las sociedades de insectos) que es virtualmente universal y que constituye el marco ontológico de los propios contenidos individuales y sociales: el Espíritu objetivo. Si el espacio geométrico es el ámbito de los cuerpos –y las figuras y relaciones geométricas dadas en el espacio constituyen el marco ontológico de los cuerpos [39] físicos y empíricos–, el Espíritu objetivo es el espacio de los individuos y de los grupos sociales, y sus figuras y relaciones constituyen el marco ontológico de las realidades sociales o individuales, empíricas, que llenan la historia, la economía y la sociología.

Los antecedentes metafísicos de la Idea del Espíritu objetivo –sin duda la doctrina del entendimiento agente y material de los averroístas, incluido Naudé, cuyo eco llega a la disertación doctoral de 1828 de Feuerbach (De ratione una universali infinita)– o los consiguientes –la idea de Paideuma, de Frobenius, por ejemplo– permanecen también al margen de la disciplina filosófica crítica, en cuanto sustantifican la Idea, dotándola de algo así como de conciencia y finalidad. Los “humanistas” que operan con la Idea de “Hombre” recaen en esta hipóstasis. Acaso pueda afirmarse que fue el sistema el que preservó a Hegel de una sustantificación semejante: en tanto que, por su sistematismo, Hegel se veía impulsado a desplazar la conciencia hacia el Espíritu subjetivo o hacia el absoluto, tratando, por tanto, al Espíritu objetivo como desprovisto de conciencia en sí y para sí, como inconsciente o supraconsciente, para decirlo con Schopenhauer o Von Hartmann. El Espíritu objetivo es, pues, solo, veluti una mens, como lo era el Estado para Spinoza –que prefigura así la Idea del Espíritu objetivo de Hegel, como ha mostrado el profesor Vidal Peña–. El Espíritu objetivo no es, pues, trascendente a los individuos ni subsistente. Por ello conservan siempre su valor las reexposiciones metafóricas del Espíritu objeto, que lo representan como un organismo cuyas células fuesen los individuos (la antigua metáfora de la ciudad, como un todo animado anterior a sus partes, la idea de cultura de W. Ostwald o la idea de lo superorgánico de Kroeber). La idea de hombre como “esencia genérica” (Gattungwessen) es seguramente la lejana formulación del joven Marx más próxima a la idea del Espíritu objetivo. Feuerbach, como es sabido, funda aquella idea en la naturaleza del pensamiento (“en el acto de pensar hay un otro en mí mismo; soy a la vez yo y tú, no un tú determinado, sino un tú en general o como Gattung –género–”. O bien: “la ciencia es conciencia de las especies –Gattungen–. Sólo un ser –el hombre– que tiene por objeto su propia especie puede tomar como objetos cosas distintas de él mismo”). Marx, desde sus primeros esbozos, pone en el centro mismo de la Gattungwessen no un mero acto mental, sino al trabajo, como mediador precisamente entre la conciencia genérica y las cosas distintas del hombre mismo: “El objeto del trabajo es la objetivación de la vida genérica del hombre”, leemos en los Manuscritos del 44. Precisamente ésta era una vieja tesis hegeliana: el trabajo es la mediación (Vermittung) entre el sujeto y el objeto y es extrañamiento (Entaüsserung) y cosificación de la conciencia (Vorlessungen zur Realphilosophie): es sabido que Marx, en los Manuscritos, adjudica a Hegel el descubrimiento de la “cara positiva” del trabajo, como esencia del hombre y a la vez constata cómo Hegel no ha advertido la negatividad del trabajo, la alienación. Por otra parte, cabe poner en relación el concepto de Gattungwessen con el de Sittlichkeit (núcleo de la Idea de Espíritu objetivo) en cuanto también Hegel entiende Sitten como generalidad: “... ein Allgemeines oder Sitten zu sein”. Y es entonces cuando la Gattungwessen de Feuerbach aparece como dada esencialmente en un cuerpo social, sin reducirse a él, como ya sabía el joven Marx. Es esta Idea la que, sin haber padecido ningún corte profundo, está a la base de la concepción marxista de los Grundrisse: la “entidad comunitaria” primitiva [40] es tal como una sustancia de la cual los individuos son meros accidentes (I, 436). En cualquier caso, la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio realiza sin agotarla la oposición entre los individuos y la esencia genérica. El cotidiano tráfico comercial a través del dinero puede ser reducido a la condición de un trivial proceso empírico, pero este proceso empírico sólo podría tener lugar en el marco de un sistema de relaciones simétricas transitivas y reflexivas que constituyen la “geometría” del Espíritu objetivo. La distinción entre las categorías de distribución e intercambio, así como todo el campo del llamado “teorema de dualidad” de von Neumann, supone también este marco. En cualquier caso, el Espíritu objetivo, sólo a través de los individuos subsiste como entidad comunitaria, en el sentido biológico-literal más obvio, a saber, el de la utilización de la tierra como materia prima de toda producción.

Ahora bien, esta evidencia materialista es el núcleo en torno al cual se recorta la primera figura hegeliana del Espíritu objetivo, a saber, la figura de la Persona. Primera figura no tanto en un sentido cronológico cuanto en un sentido ontológico abstracto, porque la personalidad sólo se sostiene en el Estado, que cancela la negación de la persona determinada por la Familia y, de este modo, asegura su “reproducción” como persona. Los tres grandes momentos del Espíritu objetivo que Hegel distingue se implican mutuamente, se “realimentan” entre sí y acaso fuera posible por ello aproximarnos a la deducción hegeliana de los tres grandes momentos del Espíritu objetivo apelando al siguiente modelo: suponemos, in medias res, dados los individuos subjetivos. Distinguiremos en ellos tres niveles de relaciones: a) “radiales”, es decir, relaciones de cada individuo, por la mediación de los otros individuos, con las cosas naturales; b) “circulares”, es decir, relación de cada individuo, por la mediación de las cosas naturales, con los demás individuos, y c) “totales”, cuando no suprimimos ningún medio en los productos relativos. El primer momento del espíritu objetivo, el momento del derecho abstracto, se mantiene evidentemente en el plano de las relaciones que hemos llamado radiales. Esto significa que sólo si nos detenemos en los epígrafes, sólo si nos detenemos en el enunciado de la conexión hegeliana en el que se define la Persona por el Derecho, podemos atribuir a Hegel la tontería según la cual, para su idealismo, la realidad “descansaría sobre la cabeza” (sobre el pensamiento subjetivo), o, lo que es lo mismo, sólo entonces podremos entender las figuras del Espíritu objetivo como determinaciones idealistas puramente morales y no económicas (injusticia, responsabilidad, &c.), o como la exposición de ciertas conexiones técnico-filosóficas, que reflejarían sólo las superficies de las conexiones reales. Porque Persona para Hegel no es algo así como sujeto o soporte de derechos previo a ellos: son los derechos quienes configuran al sujeto como persona. Tal es el “Derecho abstracto”. Ahora bien: los derechos son derechos reales (párrafo 40 de la Filosofía del Derecho), es decir, derechos sobre cosas. Hasta tal punto, que Hegel llega a negar la distinción entre derechos reales y derechos personales. El Derecho se mantiene en las líneas “radiales” y no en las líneas “circulares”. Hegel ha construido evidentemente su concepto de persona sobre el modelo del Derecho romano, que conoce sobre todo a través del tratado de Heinecius. De algún modo podría, por tanto, decirse que la Filosofía del Derecho, de Hegel, equivale a la reexposición, en términos ontológicos, de lo que aparecía, en su reducción jurídica, como una mera práctica o doctrina de un sistema histórico. Lo que de ontológico tiene actu exercito el Derecho romano [41] es elevado por Hegel al plano de la representación filosófica (actu signato). En el Derecho romano clásico, en efecto, el concepto de Persona –cuya plenitud se alcanza en el pater familias– va asociado inmediata o mediatamente, a través de la doctrina del status, al derecho de propiedad –por ello los esclavos no son personas y los menores no lo son plenamente (doctrina del mancipium, que cita el propio Hegel en su Filosofía de la Historia). En lugar de pensar ontológicamente la idea de persona en los términos de la ontopsicología espiritualista (persona como sustancia racional, libre), como lo hicieron los escolásticos siguiendo la tradición griega (¿acaso las categorías de Aristóteles, que se resuelven en la sustancia, no tienen que ver con las fórmulas de identificación procesal de una persona?), para la cual el Derecho de propiedad es el predicado y la personalidad el sujeto, Hegel invierte la cuestión, haciendo al sujeto (la personalidad) un predicado y al predicado, es decir, al Derecho de propiedad, fuente de donde brota la personalidad: eleva de este modo una categoría jurídica (romana) a la condición de una figura ontológica. Mientras el concepto ontopsicológico de Persona debía pasar por encima de las personas que no son racionales (los oligofrénicos), el concepto ontojurídico de persona hegeliano debe pasar por encima de los racionales que no son personas (los esclavos). Al hacerlo así no se cierra, naturalmente, la posibilidad de superar dialécticamente la misma situación del mundo romano, pero precisamente partiendo de ella, a saber, concibiendo la posibilidad de extender la idea romana de Persona a un número creciente de individuos (es decir, otorgando la libertad a los esclavos, a los siervos y a los niños) y concibiendo el progreso de la Historia (la Filosofía de la Historia) precisamente como el proceso de la generalización o universalización de la misma idea romana de Persona. Generalización que (insinuada ya por la posibilidad de la emancipación del esclavo “comprando su libertad” mediante el peculium) habría sido realizada por los pueblos germánico-cristianos y habría de comportar la negación del mundo mismo romano, basado en la existencia de esclavos. El principio cristiano de la integridad se aposenta, según Hegel, precisamente sobre la subjetividad particular del mundo romano, ligada al derecho de propiedad. Como cristiano podré decir que mi propiedad soy yo mismo. La finalidad de los pueblos germánicos será precisamente, según Hegel, la siguiente: la de incorporar y extender el principio cristiano de suerte que el mundo germánico resulte ser externamente una prolongación del mundo romano, aunque el espíritu que lo alienta sea totalmente nuevo.

La figura hegeliana de la Persona es la expresión de la recuperación que en el seno del Espíritu objetivo logra el organismo (“Ich bin lebendig in diesem organischen Körper”, párrafo 47 de la Filosofía del Derecho) de su propia condición biológica. Recuperación no tautológica, precisamente porque podría no ser reconocida –en el infanticidio malthusiano de los primitivos, en el asesinato, en la esclavitud–. La personalidad es –para decirlo con fórmula rousoniana– la recuperación que en la vía del espíritu logra el organismo que ha cedido una libertad subjetiva propia del estado de naturaleza. En el Espíritu objetivo, por tanto, la subjetividad se transforma en personalidad, que es ya una figura objetiva, una realidad jurídica en cuanto a su forma, pero económica en cuanto a su contenido. Porque la personalidad para Hegel es la situación de un organismo que, para subsistir, necesita ser aceptado en una red de otros organismos, por cuanto sólo desde esta red puede volver al contacto con las [42] cosas naturales (las relaciones radiales), aquel contacto que Hegel determina en las figuras de la toma de posesión (Besitznahme) –que contiene la fabricación (digamos la producción)–, el uso de la cosa (Der Gebra uch der Sache)– y la alienación de la propiedad (Entaüserung des Eigentums). Grundrisse: “La colectividad tribal, la entidad comunitaria natural, no aparece como resultado, sino como supuesto de la apropiación colectiva del suelo y de su utilización.” Por lo demás, las personas no tienen, según Hegel, existencia las unas para las otras más que como propietarias (Filosofía del Derecho, párrafo 40), y su identidad, realizada en el paso de la propiedad de los unos a los otros, es el contrato (el contrato cubre todo lo que en los Grundrisse figura como categoría de intercambio). Por la mediación del contrato, la voluntad particular se opone a su ser en-sí y para-sí y, por tanto, se constituye la persona en la injusticia y el crimen. Hegel no hace aquí otra cosa sino eternizar las figuras propias, no ya de la sociedad capitalista –el contrato de trabajo–, sino de una sociedad en la que existe la explotación; su análisis es enteramente similar al que Marx instituirá sobre estas sociedades. El giro inesperado que Marx imprime a esta perspectiva de Hegel brota precisamente de su regresión sobre el concepto hegeliano-romano de persona en cuanto fundada en el derecho de propiedad. Esta regresión ya consta en los Manuscritos. Los Grundrisse profundizan el proceso dialéctico mediante el cual se realiza esta regresión. Un proceso interno a la propia vida de la sociedad capitalista: el descubrimiento del lado negativo del modo de producción capitalista, a saber, las contradicciones específicas que brotan de la sociedad de clases en conflicto, que está a la base de todo modo de producción no comunista y, por tanto, del modo de producción capitalista, establecido sobre el principio de la propiedad privada de los medios de producción.

Hegel subraya el carácter formal de la figura de la persona. Esto quiere decir, por un lado, que la primera figura de la Sittlichkeit, la familia, tiene como fundamento sustancial el abandono de la personalidad (Enciclopedia, párrafo 40), y por otro, que los derechos de la persona qua tale son los derechos de la persona en general y no los derechos de la persona en particular, a los que, según Hegel, habría que referir el derecho romano personal. Los derechos de la persona no se refieren a nada en concreto, sino a cualquier cosa, a todo en principio. Todo aquello que Marx recogerá con su concepto de “relaciones de producción” está en gran parte cubierto por la figura hegeliana de la persona. También las luchas, que ya no serán genéricamente biológicas, como piensan aún hoy algunos etólogos, sino que –lo que Marx ya sabía en La ideología alemana– están mediadas y especificadas por las reglas de los contratos comerciales, solidarios de la injusticia ingenua (Unbefangenes Unrecht) y de la alienación. He aquí las referencias tan “metafísicas” que da Hegel del concepto de alienación: “Ejemplos de alienación de la personalidad son la esclavitud, la incapacidad de ser propietario, la alienación de mi tiempo de trabajo” (Filosofía del Derecho, párrafos 36 y 37). La energía de los motores, que Hegel atribuye aquí a la Historia, procede, por tanto, de la misma sustancia que actúa en el fondo de cualquier especie viviente. Precisamente por esto, lo característico de la historia humana residirá en el diseño según el cual se elabora esta energía –y este diseño es el Espíritu objetivo.

La segunda gran figura, el deber (la moralidad) está desarrollada por Hegel en el ámbito de las relaciones “circulares” de cada individuo con todos los demás, [43] en tanto que estas relaciones (que no podrán ser consideradas meramente como supraestructurales) son constitutivas de la misma racionalidad o identidad virtual que cada parte reconoce de algún modo con respecto a las otras partes en el seno del Espíritu objetivo. La figura de la moralidad, por tanto, aunque no sea designada por este nombre, está siendo presupuesta en los Grundrisse continuamente, entretejida como componente biológico evolutivo del desarrollo mismo histórico de la producción y, en particular, en el concepto del individuo universal contemporáneo del mercado internacional propio de la sociedad burguesa.

Y, por último, en la tercera gran figura del Espíritu objetivo, la moralidad objetiva, la Sittlichkeit (que solemos traducir muy inadecuadamente por eticidad; pero que contiene también la nota de generalidad, la generalidad propia de las costumbres), Hegel considera la unidad de los componentes radiales y circulares del Espíritu objetivo –en su terminología la unidad del derecho y el deber–. Por consiguiente, en la Sittlichkeit el individuo biológico no refluye meramente como persona ni meramente como sujeto moral, sino que cada individuo biológico reaparece como entidad que, dentro del espíritu objetivo, está a la vez engendrando a otros individuos o engendrado por ellos, en cuanto vinculado en el tejido de las leyes no escritas que ligan a Antígona y a Polinice. Por ello, aquí, la unidad es la familia. Pero las familias son múltiples y sobre la multiplicidad de familias se edifica la sociedad de familias (concepto que cubre también la sociedad tribal de los Grundrisse) vinculadas por intereses a la vez “radiales” y “circulares”, que Hegel hace corresponder con la sociedad civil. Pero es aquí precisamente donde Hegel inserta de un modo explícito la racionalidad económica, el ámbito de la Economía Política (Filosofía del Derecho, párrafo 189) en los mismos términos de los Grundrisse. Todavía más: aquí es donde Hegel introduce la doctrina de las clases sociales y formula nada menos que el concepto de clase universal (párrafo 202), aunque, desde luego, identificándola con la clase funcionaria –y no con la clase trabajadora– (en lo cual Hegel caminaba certeramente, aun desde el punto de vista marxista, teniendo en cuenta la sociedad histórica a la que Hegel pertenecía, y dentro de la cual la clase funcionaria era, efectivamente, la clase universal, si nos atenemos al finis operis y no al finis operantis de los funcionarios). Las mutualidades (prefiguración de los sindicatos) son también una figura hegeliana de la sociedad civil. ¿Y el Estado? Hegel introduce la figura del Estado –tallado sobre el concepto de Estado romano más que sobre el concepto de Estado germánico– según una dialéctica que es mucho más cercana a la que Marx nos ha enseñado de lo que muchos marxistas, y acaso el propio Marx juvenil, pudieron pensar. Porque si atendemos más que a la descripción de la figura del Estado constituido del párrafo 257 (“la realidad en acto de la idea moral objetiva”) al proceso recurrente de su constitución, resulta evidente que el fundamento del Estado, según Hegel, es esencialmente económico-político: la sociedad civil, la sociedad de familias, no es una estructura armónica, mera “positividad”. En cuanto edificada sobre el derecho de propiedad, que incluye la producción industrial en régimen de propiedad privada, la sociedad civil no tiene asegurado el ajuste armónico entre la producción y el consumo que Le Say soñaba. Este momento dialéctico, esencial en Hegel, se le ha escapado a Lukács cuando ofrece como criterio de oposición entre la teoría de la sociedad de Hegel y la de Marx el siguiente: que para Hegel, “pueblo y Estado constituyen un sujeto unitario”, [44] y que las grandes contraposiciones que dominan el curso de la historia son las contraposiciones entre los pueblos, no las que existen en el seno de los pueblos (El joven Hegel, III-7; trad. esp. Grijalbo, pág. 361). Lukács ni siquiera cita a Le Say, a pesar de que su recuerdo es obligado a propósito del párrafo 245 de la Filosofía del Derecho, y que contiene sustancialmente incluso la misma crítica a la ley de los mercados que Marx hará clásica y que más tarde recogerá Keynes: “Si se impusiera a la clase rica la carga directa de mantener, al nivel de la vida ordinaria, a la masa reducida a la miseria, o bien si alguna forma de propiedad pública (hospitales, fundaciones, monasterios) le suministrase directamente los medios, la subsistencia de los miserables quedaría asegurada, sin serle procurada por el trabajo, lo que sería contrario al principio de la sociedad civil y al sentimiento individual de independencia y del honor. Si, por el contrario, su vida estuviese asegurada por el trabajo (del cual se les procuraría la ocasión) la cantidad del producto aumentaría, exceso que, con el defecto de los consumidores correspondientes, que serían los mismos productores, constituye precisamente el mal y no haría sino acrecerse doblemente. Resulta, pues, que la sociedad civil, a pesar de su exceso de riqueza, no es suficientemente rica, es decir, que en su riqueza no posee suficientes bienes para pagar tributo al exceso de miseria y a la plebe que ella engendra.” Los conflictos entre los Estados son percibidos por Hegel como elaboración de los conflictos dialécticos que tienen lugar en el seno de cada Estado –aunque, eso sí, Hegel piensa que en este proceso de mediación se produce la “autoconservación” de los propios Estados que no sean destruidos en la lucha– y esto constituye el argumento de la historia universal. En el párrafo 246 de la Filosofía del Derecho se contiene dentro de esta dialéctica una prefiguración de la misma doctrina del imperialismo de Hobson-Lenin: “Por esta dialéctica que le es propia, la sociedad civil es empujada más allá de ella misma; ante todo tenderá a encontrar fuera de sí misma a sus consumidores y los medios de subsistir en otros pueblos que le son inferiores en cuanto a los recursos que ella tiene en exceso...” Por ello el Estado, en cuanto marco del derecho de la propiedad privada, incluye la guerra entre los Estados –justamente la misma tesis de Marx–, y la guerra, como forma principalísima de relación, es la forma del despliegue mismo del Espíritu objetivo, es decir, de la historia. El tema de la más conocida parte de los Grundrisse, a saber, las formas de producción que anteceden a la producción capitalista: “... la comunidad compuesta de familias se organiza en primer término para la guerra –como organización militar y guerrera– y ésta es una de las condiciones de su existencia como propietaria” (tomo I, pág. 437). Porque aquí, “el miembro de la comunidad no se reproduce a través de la cooperación en el trabajo wealth producing, sino a través de la cooperación en el trabajo para los intereses colectivos (reales o imaginarios), ligados en el mantenimiento del nexo hacia fuera y hacia dentro” (tomo I, pág. 439).

Solamente desde esta constatación (que debe detallarse mucho más) de la esencial coincidencia (intersección, superposición) de los campos gnoseológicos de la filosofía del Espíritu objetivo de Hegel y de los Grundrisse de Marx es posible formular el verdadero alcance de los quiasmos, de las inversiones marxistas. Singular importancia ha dado Marx al quiasmo o inversión de las relaciones entre la sociedad y el Estado, según el orden que aparece en la doctrina de la Sittlichkeit. Para Hegel, el Estado es el summum de la Sittlichkeit –aunque no sea el primum–. [45] Se diría que, durante toda su vida (desde la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel hasta la Crítica del programa de Gotha),Marx ha visto la necesidad de invertir estas relaciones desplazando, diríamos, el centro de gravedad de la Sittlichkeit desde el Estado, donde lo había puesto Hegel, hacia la sociedad civil (“la libertad consiste en convertir al Estado de órgano que está por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella”, se lee en la Crítica del programa de Gotha).Sin embargo, las inversiones o quiasmos marxistas de Hegel son múltiples –y no corresponde a estas páginas la tarea de exponerlos–. Sí, en cambio, queremos dejar abierta esta pregunta: ¿Pueden considerarse las diferentes inversiones que Marx hace de Hegel como quiasmos independientes (objetivamente hablando) o bien las diferentes inversiones deben estimarse como objetivamente concatenadas, incluso como “refracciones” de una inversión fundamental? Me limitaré, en este trabajo, a señalar hacia una cierta inversión que, si no me equivoco, podría reclamar el derecho a que le fuera reconocida, en el marxismo, la condición de inversión originaria, algo así como la condición del primer analogado entre todas las demás inversiones. Esta inversión alcanza, por lo demás, directamente a la estructura misma del Espíritu objetivo, en cuanto éste se relaciona con los individuos en los cuales se soporta. Una inversión que, por su naturaleza, no puede ser comprendida en su alcance de un modo meramente especulativo, gnóstico, sino que supone una implantación política muy determinada del pensamiento filosófico que no por ello ve mermada su racionalidad, pero que excluye la reducción de esa racionalidad a los límites de una ciencia categorial. Una inversión originaria que consiste en la inversión de las relaciones del individuo y la comunidad en cuanto titulares del derecho de propiedad (a los medios de producción), sobre el cual se construye la figura hegeliana de la persona. Toda la “geometría hegeliana” del Espíritu objetivo está edificada, como hemos visto, sobre la atribución del derecho de propiedad al individuo (aun dándose éste en el seno del Espíritu objetivo), lo que equivale recíprocamente, para quien desee extender liberalmente la personalidad a todos los hombres, a exigir una multiplicación de la propiedad privada de los medios de producción –la “Doctrina social de la Iglesia”–; por tanto, a consagrar (a eternizar) aquello que Marx consideró como característico de un modo de producción histórico (la sociedad burguesa, la que el propio Hegel llama burgerliche Gesellschaft).El nervio de la crítica de Marx opera, por tanto, en el desbloqueo de esta atribución, distinguiendo entre medios de producción y medios de consumo –distinción que alcanza de esta manera, y sólo de esta manera, toda su significación ontológica, muy superior a la significación meramente empírica o científica a la cual muchos la quieren confinar (la distinción, cuando no es meramente denotativa, es ontológica: lo prueban las dificultades que se recogen en los quiasmos de los Grundrisse: “consumo productivo-producción consuntiva”)–. Aquí reside también la clave de la certera estrategia de Marx en los Grundrisse: presentar sociedades históricas, figuras del Espíritu objetivo, en las cuales los individuos son sujetos de derecho sin necesidad de ser propietarios. Desde aquí medimos la importancia filosófica del concepto del modo de producción asiático, y, sobre todo, del concepto del modo germánico, en donde el individuo es sólo poseedor: “Sólo existe propiedad colectiva y únicamente posesión privada” (tomo I, pág. 439). Evidentemente, al invertir las posiciones del individuo y la comunidad ante la propiedad privada, todos los [46] “silogismos” sobre los que Hegel construía la doctrina de la Sittlichkeit (Enciclopedia, párrafo 198) cambian de sentido. Estos silogismos se componen de tres términos: uno singular (el individuo), otro particular (la sociedad civil) y un tercero universal (el Estado) y cada término debe figurar como medio (mediador) de los otros dos. Pero a pesar de esto, el individuo es siempre la persona en el sentido hegeliano. La inversión (Umstülpung) marxista permite considerar al Estado como un mediador histórico y nos evita el desorientarnos buscando la inversión en las transmutaciones de estos silogismos que, por lo demás, ya están trasmutados por Hegel sin mayores consecuencias. En los Grundrisse los silogismos se formulan en una mayor abstracción: “Producción, distribución, cambio y consumo forman, así, un silogismo con todas sus reglas: la producción es el término universal; la distribución y el cambio son el término particular, y el consumo es el término singular con el cual el todo se completa” (tomo I, pág. 9). El consumo, y no la producción (y la propiedad privada de los medios de producción), es el término singular: tal es, creemos, la clave política de la inversión marxista de Hegel en los Grundrisse. Una inversión que sólo puede realizarse por una ontología –y no por la mera eficacia de una ciencia, aunque sí a través de ésta– ligada a una muy precisa implantación de la conciencia filosófica: el comunismo.

{Publicado en ciclostil por Centro de Publicaciones, Facultad de Filosofía, Oviedo, marzo de 1973, 38 páginas. Se señalan las páginas de la reedición efectuada por la revista Sistema (Madrid), nº 2, mayo 1973, págs. 15-39 (I-IV) y nº 4, enero 1974, págs. 35-46 (V).}