Filosofía en español 
Filosofía en español


La cultura, instrumento necesario para la revolución social

(Sevilla, 25 de noviembre de 1950.)


Excmos. e Ilmos. Señores, camaradas: He de comenzar agradeciendo la invitación que se me ha hecho y las palabras amables de quien me ha hecho el honor de presentarme, más dictadas por la cortesía que por el rigor biográfico. He de comenzar también pidiendo excusas y preparándoos para una decepción. Yo soy un hombre hecho en el aire libre, en una vida un poco campamental, como cuadra a quien vino al mundo de las inquietudes intelectuales en la alta ocasión en que la juventud española fue convocada para una tarea castrense. Se le encomendaba nada menos que la salvación material de la Patria y su restauración moral bajo el mando de un soldado como Franco, hijo de su tiempo y dotado de la sensibilidad antigua que es propia de los guerreros de todas las edades. Nosotros tuvimos que cambiar, pues, el aula por el campamento, el claustro por el vivac, el libro por el mosquetón.

No esperéis, por tanto de mí unas palabras librescas. Y no lo digo con desdén hacia lo libresco. Lo digo casi con amargura, porque declaro ahora, acaso por primera vez, que personalmente, íntimamente, mi ser individual hubiera preferido, para regalo del espíritu, haber pasado la juventud sobre el pupitre de una biblioteca, acumulando conocimientos, satisfaciendo mi natural avidez de saber, hundiéndome como en un baño tibio y perfumado en la sabiduría universal, nadando alegre entre mares de ciencia, de arte, de poesía y de gracia. Pero no me fue concedido por Dios este privilegio. Pasé, como mis camaradas, por la Universidad a paso de carga, con militar andadura, saludando a la Ciencia con pasión igual que un soldado desfila ante el balcón florecido de la novia, camino del combate del que no sabe si va a volver. Y yo soy de los que no pudieron volver, o de los que por lo menos quedaron prisioneros y vuelven a hurtadillas, evadiéndose del campo de concentración que es la dura tarea, para pelar la pava de noche, casi clandestinamente, a través de la reja de las líneas de un libro, con esa difícil y fascinante dama que es la Cultura. Digo todo esto para que nadie vea en mis palabras la petulancia brutal del que desprecia lo libresco, sino la amargura de quien siente la carencia de lo libresco. Me hubiera gustado aliarlo con lo vital, que es lo que me salta dentro del corazón.

Mi vida campamental, primero en contacto con la guerra, luego en contacto con la realidad de los dolores del hombre sobre el surco del trabajo, me ha dotado de un modo de expresión un poco brusco, rudo y áspero, del que ya no me puedo corregir. Trataré de atenuarlo para vosotros, que tantos respetos me merecéis, y para Sevilla, donde la gracia del lenguaje, los primores del estilo, el perfume de las imágenes y el garbo de la metáfora parece que tienen su cuna natural, su asiento y su trono.

Me hubiera gustado, bien lo sabe Dios, aportar alguna novedad producto de la investigación personal, a este acto, pero ya os he dicho que carezco de armamento para ello. Y me hubiera gustado porque dejar clavado el nombre en la historia de la cultura de Sevilla es ganar un lauro de que muy pocos hombres se pueden ufanar. Y aun no todos los que se ufanan pueden hacerlo lícitamente.

Yo admiro muchas cosas de Sevilla. Admiro las que admira todo el mundo; aquellas que casi existe una obligación reglamentaria de admirar y de elogiar. Pero sobre todas las cosas admiro yo, además, de Sevilla su condición de faro de la sabiduría, emplazado en un lugar del planeta que parece haber sido elegido de los dioses para que en él crecieran, en su tomo, las culturas más deslumbrantes, más misteriosas, más llenas de eso que unos llaman «duende» y otros llaman «ángel», para indicar con ello que se trata de un don que no es de este mundo. Yo admiro de Sevilla, no tanto el perfume de sus flores como ese otro indecible perfume, excitante y mágico, que sale de las estanterías de sus Archivos, de las aulas de su Universidad, de las salas de sus Museos. Por eso me hubiera gustado aportar yo algo al acervo cultural sevillano, venir aquí con alguna novedad que ofreceros. Pero os repito que yo estoy aquí un poco como está el rústico en la Corte o el pastor en el sarao. No me ha dado tiempo la vida, corta, pero dura, a desceñirme el hábito de peregrino por los caminos ásperos de España. Y también como el rústico, el pastor o el peregrino, lo único que puedo ofrecer es experiencia, observación, orientación. Comprendo que desentono. Comprendo, señores, que hasta mi chirriante castellano, lleno de aristas, suena aquí como un carro de guerra en una batalla de flores. Os pido por eso las excusas con que he empezado estas palabras. Como el clérigo sin latines podía hablar en un Concilio de «los Padres», os voy a hablar en mi idioma. No os escandalicéis, por favor. Si hiere demasiado vuestra sensibilidad, sabed que lo hago para bien. Si al atreverme a pisar los salones brillantes de Academos resbalo y hago una figura poco gallarda, perdonadme. En todo caso, ayudadme con vuestra benevolencia. Dios me ayude también, y sobre todo. Si consigo dejar sembrada en vuestra mente alguna inquietud, habré aportado algo, porque estoy seguro de que las semillas silvestres, cuando caen en terrenos cultivados, dan las plantas más robustas y que mejor resisten a las rudezas del ambiente.

La cultura, instrumento necesario para la revolución social

Este es el tema de mi conferencia. Parto para ella desde un principio que espero que todos aceptéis: la necesidad de hacer una revolución social, dado que el orden social en que vive el hombre es injusto. En ello están conformes los Padres de la Iglesia y el Sumo Pontífice. También están conformes las fuerzas destructoras de la Humanidad.

Mientras la Iglesia quiere instaurar el reinado de la Caridad y aspira a la salvación del hombre, las fuerzas destructoras y satánicas quieren el reinado del rencor y niegan que el hombre sea un sujeto de la salvación. Pero ambas fuerzas coinciden en emplear para sus fines el mismo medio: la revolución social, partiendo del principio de que el orden social establecido es un orden injusto. Difieren, naturalmente, en el modo de emplear un mismo instrumento. Y mientras la Iglesia sostiene que debe hacerse la revolución por elevación de la criatura humana hasta las perfecciones posibles en este valle de lágrimas, la revolución roja quiere arrasar la sociedad, borrar de ella todo lo que es una aspiración del alma humana, desconocer los derechos del individuo y levantar sobre las ruinas del mundo un Leviatán de cemento y acero, deshumanizado y bárbaro, devorador de hombres, como el Moloch asiático que la inspira. Al final de la revolución cristiana se halla el ángel. Al final de la revolución moscovita se halla el «robott». Esta es la diferencia y esto es lo que hace que mientras la revolución cristiana es difícil, porque está hecha de matices y de cuidados, la revolución roja es fácil, porque aplasta cuanto se le opone; igual que un tanque de guerra no se detiene ni da un rodeo franciscano para no aplastar a una pareja de pájaros en un nido. La Revolución Cristiana, que ya estoy tardando en decir que es la Revolución de la Falange, opera sobre hombres en quienes considera un alma. La revolución roja no cuenta con este pequeño detalle del soplo de Dios sobre la criatura: opera simplemente sobre entes biológico-económicos.

Nuestra Revolución, esta entrañable Revolución que perseguimos como obsesos y que siempre vemos al alcance de la mano y que siempre se nos niega y se nos escapa como un hada esquiva; esa Revolución por la que tantos murieron ilusionadamente y por la que tantos continuamos aún en plena angustia, es una Revolución total. Porque no aspira, como la otra, a engordar esclavos, a levantar ciudades como jaulas, con seres numerados y sencillamente útiles a la especie, igual que el ganado en una granja modelo. Aspira a coros de hombres dentro de un orden y dentro de una libertad. En suma: aspira a una armonía entre la ley y el libre albedrío, a un juego ordenado y sistemático del individuo dentro de la sociedad, funcionados el uno en la otra.

Cuando el hombre considera la injusticia del medio que le rodea, suele parar mientes, con un criterio muy inmediatista y propio de quien se encuentra incómodo, en lo simplemente fenomenal de su aspiración, en lo sintomático más que en lo esencial o lo causal. Y así suele ocurrirle que cuando por el azar de una convulsión llega a entrar en posesión del síntoma, no sabe qué hacer con él, exactamente igual que un negro no sabría qué hacer con el microscopio del explorador a quien acaba de aprisionar. El microscopio en manos del negro no es la cultura, sino un síntoma. Y además, un síntoma inerte de la cultura. Y cuando el que se apodera del fenómeno es un pueblo, ocurre algo de lo que podemos observar que ocurre con el pueblo ruso. Se ha apoderado de todos los síntomas y de todo el aparato externo del Poder. No sabe qué hacer con él, incurre en tremendos casos de primitivismo y no acierta a encontrar la armonía entre la «isba» en que el «mujik» machaca el trigo con un rulo, igual que un hombre de la edad de piedra, y la gran planta de molturación del «koljoss» próximo. Le faltan los ciclos intermedios, los estados evolutivos, los escalones. Y cae entonces en anacronismos ridículos y en descubrimientos tardíos y en verdaderas comicidades. Nosotros los españoles tenemos de esto una experiencia corta, pero trágica: aquella experiencia de los milicianos apoderándose de unos bienes en cuya creación no habían intervenido, a cuya evolución lenta, durante siglos, no habían asistido, pero que indudablemente echaban de menos sin saber por qué, y que les estaban como prohibidos, con evidente injusticia de la sociedad. Y pudimos ver los tapices flamencos sirviendo de esterillas y las lacas de los biombos y de los pianos taladradas por escarpias para colgar la ropa y los manuscritos valiosos quemados en los hornillos para hacer unas gachas. Esto era una salvajada, pero era una salvajada con explicación. El hombre intuía que todo aquello eran bienes de disfrute que la civilización –que no es obra de una sola clase– había creado y cuya posesión, evidentemente, engendraba un goce, puesto que quienes eran sus detentadores constituían la clase más feliz. Y el hombre apetecía aquello. La clase que lo poseía se aferraba al disfrute exclusivo, y en aquel jardín, cerrado por altas paredes, sólo entraban los elegidos, o todo lo más alguien procedente de las clases populares que se colaba a fuerza de ingenio o de audacia o de suerte en el coto de los dioses. El día en que entró la masa hecha turba, lo arrasó todo. Y vuelta a empezar.

Y cuando el pueblo, o por un azar revolucionario como la subversión, o por un azar económico como un golpe de suerte, entra en posesión de los síntomas del Poder (dinero o mando) se le enredan los resortes en las manos y se precipita hacia la desgracia. Yo recuerdo una anécdota curiosa y reveladora que casi es el tema para una tragedia. Una costera feliz arrojó sobre cierto puerto pesquero una pesca milagrosa. Los bolsillos de los pescadores reventaban de billetes, uno de los instrumentos al parecer más poderosos para la felicidad. Parecía, por tanto, que esta esquiva diosa iba a reinar en los pobres hogares, al menos de un modo pasajero. Y, sin embargo, reinó la desolación y corrieron las lágrimas y se oyeron gemidos. Los hombres se marcharon a la vecina ciudad a enfangarse en los placeres más groseros y regresaron a sus hogares embriagados y envilecidos para apalear a sus mujeres y a sus hijos, que maldecían la costera providente. El número de ejemplos podría multiplicarse hasta el infinito. Un aficionado a la sociología podrá decir que de ejemplos como éste se deduce que no merecen los trabajadores moral y socialmente atrasados que recaiga sobre ellos un mejoramiento económico. Esto es una estupidez. Lo que no puede permitir una sociedad cristiana, lo que no puede permitir una revolución verdadera es que la incultura, el abandono, la ignorancia, reinen en los hogares de los trabajadores y transformen los bienes materiales en desgracias morales.

Y yo vengo a discurrir con vosotros, sin aportar más que mi observación de la vida, sobre esto: «Entre la actitud de la clase posesora de los bienes de la civilización y la actitud arrasadora de las masas empujadas por el marxismo, ¿no cabe la actitud cristiana hecha de caridad junto con la actitud falangista hecha de exigencia y de vigor, camino ambas de la Revolución Social cuya necesidad todos proclamamos?» Sí; cabe. De ello estoy tan seguro, que con sólo ello y el aliento que recibo de Franco, estoy persuadido de que España, si no capitula, está en condiciones de ofrecer al mundo la fórmula de convivencia y de justicia que jamás encontrará ni por el camino del egoísmo liberal –lobo disfrazado de cordero– ni por el camino de la revolución marxista, negativa y estéril. Estamos intentando hacer comprender esta fórmula primeramente a los que tienen que desarrollarla. Y luego a los que no han renunciado a ensayar, por corta, la fórmula catastrófica. Estamos intentando hacer comprender esto a la clase directora y a los trabajadores. Entre los españoles que tienen que adoptar, a mi juicio, una actitud definida en la materia, estáis vosotros, y yo sería dichoso si al terminar esta conferencia nos hubiéramos entendido.

Es evidente que para hallar una manera de realizar la paz social hay que encontrar una fórmula de diálogo entre los contendientes. Y los contendientes son los poderosos, que son pocos, y los menesterosos, que son muchos. Y a lo que no se puede llegar decentemente es a que los menesterosos se conviertan en poderosos y los poderosos en menesterosos, porque entonces es seguro de que los poderosos serán otra vez cada día menos y los menesterosos cada día más. Con esto volvería a plantearse la lucha en los mismos términos, eternamente en una trágica alternativa histórica.

Uno de los mayores obstáculos al entendimiento mutuo de los grandes grupos humanos lo constituye una especie de tendencia celular que crea entre grupo y grupo una pared más o menos delgada, pero que los separa: unas veces poco, unas veces mucho y, en ocasiones, totalmente. Estas células se producen de diversos modos: unas veces por movimientos de tipo económico, otras profesional, otras religioso. La deformación que en la mente originariamente universal del hombre crea este régimen celular, trae como consecuencia todo un rosario de incapacidades y de limitaciones, entre las cuales se filtra la guerra, la lucha de clases, dicho en términos más usuales. Y así resulta que se crean zonas impermeables, en virtud de las cuales un hombre queda totalmente incapacitado para comprender los problemas de otro hombre que no pertenezca a su grupo.

Por esto contemplamos con verdadero asombro, pero con una evidencia, desgraciadamente, mayor cada día, cómo un médico ignora hasta el cero absoluto los problemas vitales que atañen a un magistrado, exactamente igual que el magistrado ignora los problemas vitales que atañen a un militar, considerados ambos no como profesionales, sino como simples criaturas humanas a quienes el ejercicio de una determinada profesión ha creado problemas típicos que son ignorados, por falta de comunicación, de comunión, por otras criaturas. Y si esto ocurre en el dominio de las clases más cercanas y de onda cultural relativamente amplia, ¿qué no ocurrirá entre un militar y un minero, entre un magistrado y un bracero? ¿Qué distancias estelares no separarán los mundos morales de un galopín de Extremadura y de un profesor de la Fundación Rockefeller? Porque un médico tiene medios a su alcance para conocer los problemas de un magistrado y viceversa. Pero un galopín de Extremadura, ¿cómo, cuándo, con qué medios, con qué instrumental intelectual llegará a conocer los problemas de un profesor?

Para que todos entendamos los problemas de todos y para que la máxima evangélica «amarás a tu prójimo como a ti mismo» sea posible, lo primero es que exista el prójimo. Prójimo quiere decir –perdonadme esta aclaración tan elemental–, quiere decir próximo. Es decir, lo contrario de remoto o alejado. La proximidad o projimidad está caracterizada por la posibilidad de entenderse fácilmente. Es decir, por la corta distancia. Y la que separa hoy los grupos humanos unos de otros es larga distancia. ¿A quién le toca acortarla? Evidentemente, al que tiene más medios de moverse: al mejor dotado. Igual que la distancia entre el enfermo y el sano la tiene que acortar el sano, o la distancia entre el fuerte y el débil la tiene que acortar el fuerte. Porque de otro modo, el proceso de acercamiento o se hace imposible o se hace demasiado lentamente, como para eliminar los riesgos de la lucha violenta, de la guerra civil.

Solamente si acortamos las distancias como para oírnos y para percibir mutuamente el latido de nuestros corazones podrá pensarse en la unión entre los hombres, de modo que los problemas de todos los grupos humanos sean comprendidos por los demás y vibren unos y otros como vibra en un organismo de buen sistema nervioso un órgano al ser herido cualquiera de los demás. Lo que ya no puede ocurrir más es que alienten seres cínicos, merecedores de la extirpación más bárbara, que cuando consideran lo poco que en el sentido de las mejoras sociales venimos haciendo –y que tan lejos, tan enormemente lejos de nuestro ideal se encuentran– exclamen todavía: «Ya está bien. ¿Adónde vamos a parar? ¿Para qué quieren más los obreros?» Porque con ello se trata de impedir el empleo del único medio de acercamiento entre los hombres y a que luego aludiremos como tema principal de esta charla.

También este proceso de acercamiento de unos grupos a otros, aunque sea realizado por el fuerte hacia el débil, cuando se hace de una manera asistemática y apolítica tiene riesgos tremendos. Porque puede ocurrir que cuando el poderoso se acerca al menesteroso por un impulso de orden inferior, atraído por lo que entre los menesterosos hay de pintoresco, de fácil o de divertido, lo que suceda sea el achabacanamiento del poderoso, o lo que es lo mismo, en el orden de lo social, el debilitamiento del fuerte. Y cuando el que acorta la distancia es el débil, a caballo de un golpe de suerte, por el camino de lo económico, la catástrofe también ocurre, porque penetrando con el poder del dinero en el mundo superior, esteriliza cuanto tiene a su lado, igual que el nuevo rico que compra el palacio del noble, producto de una cultura de siglos, introduce el desorden con su mal gusto y con sus aportaciones personales. Y si esto ocurre en el orden estético, en el ético, de mayor jerarquía, el estrago es mucho mayor.

¿Hemos de declarar por esto que el acercamiento entre los grupos humanos de distinta formación es imposible? No. Lo que ocurre es que es difícil y, sobre todo, que no puede confiarse a la improvisación individual, sino que tiene que ser objeto de una doctrina, de una política, de un sistema.

El sistema, la política que tienda a esta aproximación tiene que estar funcionada por una constante: ofrecer a los protagonistas del drama humano un bien común cuya posesión no engendre la lucha a muerte. Tiene que ser un bien de producción ilimitada, no sujeto a leyes económicas, a crisis o a escaseces. El bien de la fe común que nos legó Dios es un bien de carácter ultraterreno y que nos asegura el Reino para el cual hemos sido creados. Pero si nuestro paso por el valle de lágrimas camino de aquel Reino ha de hacerse en paz y en caridad, hay que arbitrar la fuerza que nos permita cruzar este destierro sin devorarnos unos a otros.

Sólo una fuerza, a mi humilde juicio, es capaz de fundir las paredes aislantes y crear el clima común en que la paz social pueda servir de base a la justicia social. Es decir, a la Revolución Social. Esa fuerza es la cultura entendida como el aire: de universal patrimonio.

Muchas veces, infinitas veces, la diferencia de cultura ha malogrado las mejores intenciones de entendimiento entre las distintas clases sociales. La diferencia de idiomas morales, la diferencia de sistema de reacciones ha roto muchas más voluntades que un principio ideológico. Las clases están en la sociedad mucho más separadas por la formación cultural que por otras causas. Y la separación se hace a veces tan profunda que ni siquiera la pasión amorosa consigue vencerla. Poned a hombres de la misma cultura y de diferente idioma o de diferente religión –si es que religión y cultura no son términos inseparables– en un campo de concentración. Podrán pelearse y despedazarse si su condición moral les lleva a ello. Pero se entenderán, dialogarán y siempre existirá una posibilidad de entendimiento, porque manejan el mismo instrumento de relación y son hijos de la misma matriz intelectual. Poned, por el contrario, un grupo de hombres del mismo origen demográfico o histórico, pero de diferente cultura. Aun siendo casi unos arcángeles no podrán hacer otra cosa que mirarse como desconocidos y el final de sus querellas se resolverá mediante la guerra civil. Cuando más, cabrán entre ellos la piedad y la mendicidad: un género de caridad semejante al que relaciona al habitante del piso principal con el de la buhardilla. Nada es capaz de romper el muro que separa a dos seres de diferente cultura. Ni siquiera la más acrisolada virtud. Santa Isabel de Hungría curando a los leprosos; Miguel de Mañara, vuestro gran caballero, cargando a los enfermos en sus hombros, tuvieron que pasar el límite de las virtudes heroicas y sólo Dios y ellos supieron cuánta repugnancia tuvieron que vencer para realizar un acto que, realizado con seres de su misma cultura, apenas hubiera significado esfuerzo. Es decir, que lo que califica su santidad no es el hecho de curar a un enfermo o de abrazar a un semejante, sino el que el enfermo y el semejante eran de distinta clase social. Clase social determinada por la diferente cultura. Si buscamos la igualdad de los hombres en la cultura y ponemos en el empeño la necesaria dosis de caridad echaremos las únicas bases sólidas, humanamente hablando, para la paz social. Bases mucho más sólidas que las que ofrece una igualdad económica, por otra parte imposible.

Por ejemplo, vosotros mismos conocéis muchos casos: un hombre que ha llegado a la cultura por el único camino que suele conducir a ella, la fortuna familiar o personal, pierde su posición económica; pero no pierde sus amigos, su mundo de relaciones, su influencia, su autoridad, ni siquiera las posibilidades de recuperarse. Y si por un azar cualquiera o por el empleo de su «armamento» social recupera la fortuna, sólo ha ocurrido en su vida un accidente, pero nada sustancial. Ni un solo día ha dejado de ser el mismo. Y en los casos en que el hombre con genio vence la escasez de medios y se incorpora por un esfuerzo que siempre es heroico a la cultura y se hace hijo suyo, ¿qué diferencias establece la sociedad entre el famoso doctor o el famoso abogado o el famoso ingeniero hijos de un aperador y el aristócrata más encumbrado que llegó a la cultura por el camino de la fortuna económica? ¿No entrega con orgullo sus hijas la aristocracia al pueblo cuando el pueblo ha ganado las posiciones de la cultura?

Hasta cuando una cosa tan ciega como la pasión amorosa interviene en estos problemas de la diferencia de clases, ¿no intenta resolverlos, un poco inocentemente, es cierto, por el camino de la cultura? Cualquiera conoce el caso, por lo demás bastante corriente en España, donde las vallas culturales son muy elevadas, del noble que se enamora de una muchacha del pueblo y percibiendo lo que la diferencia de cultura tiene de disyuntor, se apresura a poner un remedio un poco ingenuo, pero muy significativo, y envía a su amada a un colegio a Londres con la esperanza de que se la devuelvan neutralizada por lo menos y apta para una convivencia mínima, que de otro modo hubiera sido imposible o catastrófica.

Desde cualquier punto de vista que se observe el problema, la diferencia de cultura se presenta como mucho más grave que la diferencia de clases o la diferencia de economías. Es más, creo que cuando se habla de «diferencia de clases» se habla en realidad de diferencia de culturas. Y todavía más aún: cuando se habla de la lucha de clases, ¿no se quiere hablar más bien de una lucha de culturas?

Lo que ocurre es que por los observadores de los fenómenos sociales de nuestro tiempo no se ha querido decir con claridad que los humildes apetecen más cultura. Y cuando dicen los demagogos que «el proletariado prefiere el Poder al pan», lo que se callan es que lo que quiere el proletariado es la cultura, que en el orden de las ideas es una idea más genérica que la idea de Poder y engendra a ésta. Pero los demagogos ofrecen Poder solamente porque saben que con el Poder solo, sin la cultura que debe engendrarle, el proletariado fracasa y se establece una nueva casta que es la de ellos, la de los demagogos. Y nuevamente nace la esclavitud, que es la forma de relación que en el fondo más ama el hombre en estado salvaje y que es a la que va cínicamente el comunismo.

El no libre acceso de las clases populares a la cultura engendra incluso limitaciones de orden físico. Esas limitaciones, más que las económicas aún, son las que han determinado la existencia de distintas clases de localidades en los espectáculos. Muchos hombres de cultura elevada y débil economía prefieren no asistir a un espectáculo antes de ocupar una localidad en que vayan a estar rodeados de gentes de inferior cultura. Podríamos llevar los ejemplos hasta el infinito para demostrar que la única diferencia que la más acertada política social de las conocidas no podrá salvar entre los hombres, si no se apoya en este eje fundamental de convivencia, es la diferencia de la cultura.

Todo esto nos conduce a afirmar que la única manera de realizar una política social justiciera y verdaderamente cristiana consiste en declarar lo que antes os decía: que la cultura ha de ser considerada como el aire: de universal patrimonio.

Creo haberos planteado el tema de mi conferencia, si no con elegancia, al menos con claridad. Es la primera vez que lo planteo y he tenido la ocasión de aceptar vuestra invitación y de hablar en este estrado precisamente porque Sevilla, torre de la cultura durante siglos, puede permitirse el lujo de recibir el humilde homenaje de respeto que le rinde quien, desde las aulas de la Universidad tuvo que saltar a las trincheras y desde éstas a las minas, a las fábricas, a las cortas y a los convertidores Bessemer. Allí es donde he aprendido que el drama de los humildes está primeramente, es cierto, en el pan que llevarse a la boca y en el vestido para cubrir su cuerpo y en el hogar donde cobijar su familia y en la clínica donde atender su salud. Pero está también y al mismo tiempo en la aspiración vital del ser humano a superarse, a elevarse sobre la mera subsistencia para conquistar la existencia. Porque la subsistencia es una existencia de segundo orden, una existencia subalterna, una subexistencia. Y si el Movimiento Nacional del 18 de julio atendió, desde el principio, con los puntos de la Falange en la mano –no lo olvidemos–, a la subsistencia del español, es porque hasta ese grado de la vida humana estaba en los suelos. Algo le hemos elevado. No mucho para nuestra ambición y la ambición de Franco. Pero lo hemos elevado lo bastante para que percibamos ya que la meta está mucho más arriba. De cómo la hemos de ganar y de cuánto necesitamos de vosotros para ello hemos venido a hablaros.

Yo sé muy pocas cosas, pero sé que cuando San Isidoro y San Leandro aleccionaban al pueblo teniendo sus Escuelas abiertas para el noble y para el plebeyo en la grande y universal Hispalis, era grande España y la Cristiandad caminaba hacia una justicia social que quizá fue abortada porque el mundo era demasiado pequeño y había en las tierras incógnitas, detrás del misterio de los mares y de las pequeñas fronteras de los reinos, muchos millones de criaturas en pleno salvajismo sometidas a fuerzas naturales casi cósmicas que impedían el establecimiento de una cultura universal. Porque de cultura universal acaso sólo ahora puede empezar a hablarse, ya que hasta hace unos días todavía podía hablarse de la cultura sajona, de la germana, de la oriental, de la latina. Me parece que falta muy poco para que pueda hablarse otra vez, como en tiempo de San Isidoro y San Leandro, de la cultura universal. Y ahora con todo el mundo a la vista, con muy pocas zonas ciegas e incógnitas y éstas de muy escasa población.

Al hablar de la universalidad de la cultura, de la igualdad de cultura entre los hombres, no quiero decir que todos los hombres hayan de ser forzosamente unos intelectuales. Cultura es –y volvedme a perdonar esta aclaración– igual que cultivo. En algunos idiomas se expresa con el mismo vocablo y todo. Lo más extravagante que pudiera tener esta conferencia sería el que yo pretendiera definir la cultura. Pero yo diría que se puede ser un intelectual inculto –y los hay– y un labriego fino y cultísimo. Se trata de obtener en los hombres un grado de evolución y de afinamiento tal que les permita apreciar y disfrutar los bienes que la civilización va acumulando y que la sociedad va poniendo a su alcance. Y esto de una manera ordenada, amistosa, pacífica, honrada, jerarquizada, sin compartimientos estancos. Esto no es una idea utópica. Con todo el planeta a la vista, la Edad Media acaso la hubiera realizado. En algunas zonas de Europa, en nuestros días, ha estado a punto de realizarse este ideal, que acaso hubiera cuajado si no se hubieran pasado los límites lícitos del propósito y no se hubieran invadido dominios que no eran de la cultura y, sobre todo, si contra el propósito mismo no se hubieran levantado, irritadas, ciertas fuerzas precisamente en nombre de la libertad, esa dama tan traída y tan llevada por los que se sirven de ella para esclavizar a los demás.

Al tratar de universalizar la cultura y sobre todo después de un período tan largo de haberla considerado como un privilegio, podemos padecer un fenómeno engañoso: podemos creer que se ha consumado el proceso de acercamiento porque en realidad vemos a los hombres de distintas procedencias tomar el mismo camino, entonar la misma canción y recitar el mismo salmo. Se trata, sin embargo, de un acercamiento aparente y sólo en el orden que pudiéramos llamar topográfico. Pero no se ha producido el acercamiento de las almas y el simple contacto superficial con la cultura no penetra en las capas profundas del individuo. Y ello permite que cualquier accidente, un despegue inopinado, baste para que se produzcan retrocesos aterradores. Nuestros camaradas que dirigen Auxilio Social nos proporcionan en este sentido experiencias terribles. Es conocido el caso de un muchacho recogido en la escalera del «Metro»: un muchacho inteligente, avisado, despierto, simpático. La Obra le lava, le desinsecta, le viste y le tiene una temporada acostumbrándole, entre otras cosas, a no dormir en el suelo. Tiene sus huesos hechos a la dureza del baldosín y prefiere el suelo al colchón. Por fin se logra la adaptación al nuevo medio. Y, con apuros, se logra también habituarle al estudio con el fin de que no se pierdan sus evidentes aptitudes nativas. Al cabo de algún tiempo es un muchacho encantador, desenvuelto, sociable, agradable y con maneras casi distinguidas. Le gusta leer, escuchar la «radio», andar en bicicleta por el jardín de la Residencia, bañarse en la piscina. Ha aprendido a comer correctamente y, en apariencia, al cabo de muy poco es un ser incorporado a la cultura de su tiempo. Pero el muchacho es reclamado al pueblo para despedirse de su madre, próxima a la muerte. El triste episodio le hace permanecer alejado durante unos meses y ocupado en menesteres primitivos entre gentes primitivas. Se empalidece el tinte externo que había traído, y poco a poco va apareciendo la figura anterior, el hombre tal como seguía siendo. Una noche duerme en el pajar y encuentra que para su ser auténtico aquello es agradable. Y cuando, como un vilano empujado por el viento, vuelve a caer en la ciudad, vuelve a aparecer, ya sin posibilidades de reconquista, tumbado en la escalera del «Metro» y casi sin recuerdo de un fugaz episodio que le asomó solamente a lo externo de la cultura.

¿Quiere esto decir que debamos renunciar a la tarea? Nada de eso. El hombre no es la bestia que los materialistas suponen ni son invencibles sus atavismos, por fuertemente que tiren de él. Lo que ocurre es que la tarea es seria, larga, profunda y difícil, y que sólo en casos aislados se obtienen por simples contactos los resultados apetecibles. Volvemos al principio: a que hace falta desarrollar esta idea dentro de una política del Estado, dentro de un sistema, durante generaciones, sin tener la vana pretensión ni el orgullo de querer contemplar el final de la obra y sin dejarnos engañar por éxitos de laboratorio ni descorazonar por fracasos. El camino es largo, espinoso y muchas veces desalentador. Pero al final está el hombre nuevo y la sociedad nueva.

Franco, que es un hombre de su tiempo y que ama la cultura, no padece, en cambio, la fácil deformación de ciertos hombres seudocultos de creer que la cultura es una cosa que les pertenece por herencia o que les ha tocado en un sorteo, como les podía haber tocado un premio de la lotería. Y con la vista limpia puede ver un horizonte tal vez lejano, pero real, en que se dé resuelto en sus líneas esenciales el problema que estamos planteando. Por eso, cada vez que asiste a la inauguración de algún alto centro de investigación se enorgullece de ellos y comprende que son muy útiles, pero se le nota casi físicamente que piensa en otra cosa. Probablemente piensa que no está cerrado el camino que conduce desde una cabaña de un pastor hasta aquella cátedra. Pero probablemente piensa también que ni ése es el único camino que debe seguir la cultura ni tampoco está tan abierto como parece. De esta meditación, repetida cien veces, ha nacido en el cerebro de Franco una idea, servida con entusiasmo y con lealtad por el Ministro de Educación Nacional a pesar de las dificultades que encierra, acaso porque es demasiado nueva y demasiado revolucionaria y ha sorprendido a una sociedad insuficientemente preparada. Me refiero a los Institutos Laborales de Enseñanza Media. Franco espera que el Régimen sea capaz de desarrollar y poner en marcha esta idea, que me parece, lisa y llanamente, que es el primer instrumento que hay que emplear para llegar a lo que estoy planteando en esta conferencia: la universalización de la cultura. La idea clásica, reinante en todo el mundo, vigente en todos los países, incluyendo en ellos a Rusia, es la de que la enseñanza se divide en tres grados: primaria, secundaria y universitaria. Dejando aparte lo que esta división tenga de artificioso y de imperfecto, es que, además, está hecha sobre una concepción clasista. De modo que puede haber hombres con un grado, con dos o con tres de enseñanza. De hecho, así ocurre. Y la mayoría, la inmensa mayoría, el 90 por 100 de la población, sólo posee el primer grado, que es insuficiente para la participación del hombre en la elaboración de la cultura de su tiempo, y, por lo tanto, le hace indiferente a ella, o su enemigo, o su imposible enamorado que cuando llega a poseerla accidentalmente, furtivamente, es para mancillarla y envilecerla.

Pero es que, en rigor, ni siquiera la enseñanza media, y a menudo tampoco la universitaria tal como se entienden, capacitaría al trabajador que a ellas llegara para la participación en el mando y en la influencia. Les faltaría siempre algo: una especie de aire respirable, de clima, de ambiente. ¿Cómo lograrlo?

Bastaría un paso más en el camino de la enseñanza para capacitar al hombre para aquella alta misión casi sin excepciones. Bastaría el paso humanístico, la cultura humanística, que hasta en su propio nombre parece que lleva encerrada la clave, el secreto de su destino: rescatar al ser humano. La mayoría de los grandes hombres españoles que consumaron, muchos de ellos saliendo de Sevilla, aquella gran tarea cultural de sacar de la sombra a la luz un mundo dos veces mayor que el mundo conocido, eran solamente bachilleres. Aquel ejército de regidores, alcaldes, encomenderos, capitanes, clérigos, hijos del pueblo, casi «sobrantes» de una nación, que se desparramaron por América fundando ciudades, reinos, capitanías, audiencias, universidades y escuelas técnicas, eran, todo lo más, bachilleres por Salamanca o Alcalá, o habían dado una pasada profunda al latín y a la gramática en una «latinidad» de aquellas regidas por un dómine en una ciudad extremeña o andaluza. Y aún permanecen, como la expresión superior de la cultura del continente de lengua española, sus leyes municipales y sus códigos y sus estatutos, por los que se rigen no solamente las ciudades de lengua castellana, sino algunas de lengua inglesa que aún denominan con la palabra española de «junto», corrupción de «junta», a sus Cabildos y a sus gremios. El ancho mundo de nuestra común cultura no puede contender con el mundo anglosajón en materia técnica, porque nosotros no legamos técnica a los pueblos hispánicos. Pero pueden contender esos pueblos con los anglosajones, y aun vencerlos, en el dominio de lo jurídico y cederles doctrina de su abundante tesoro de leyes, instituciones y escuelas. Recientemente los Estados Unidos han creado una doctrina legal para condenación del comunismo. En el nombre del juez que la ha sancionado, el ya famoso juez Medina, ¿no está acaso el recuerdo de algún bachiller Medina que había partido para Indias después de una formación humanística? Aquélla fue como una prenda fabulosa que soltaba la Edad Media en el regazo de España antes de irse. Se ha dicho que España traspasó a América, en cierto modo, un estilo medieval de la vida a causa de nuestro anacronismo y de nuestro habitual retraso de un siglo sobre las corrientes modernas. Es posible, y en ese caso hay que bendecir ese retraso y cambiarle de nombre y sustituirle por el de prudencia. Porque España, al tener todavía en sus manos una prenda medieval, tenía nada menos que la prenda de la universalización de la cultura tal como la había entendido la Iglesia a través de la Edad Media. Y lanzaba a la aventura de América un mundo de seres igualados por la cultura hasta una altura bastante considerable: hasta aquella altura que permitía a los «atorrantes» del muelle de Sevilla entender un auto sacramental tan bien como un teólogo de nuestros días.

No fue aquel episodio inigualado –por el tiempo en que fue realizado y por la superficie en que lo fue– un episodio solamente de valor personal, ni de ambición, ni de ánimo aventurero, ni un episodio económico que empujaba hacia tierras ricas a hombres procedentes de tierras pobres. No. Fue esencialmente un fenómeno cultural típico que no hubiera sido posible sin la existencia de una cultura universalizada. El más tosco gaviero de una nao, el más bronco soldado de una compañía, sentían gravitar sobre sí el peso de una cultura. Sabía discernir fenómenos y establecer distingos con una finura que hoy no entendemos. Y gracias a ello se hizo posible ese prodigio cultural, el más brillante de la Edad Moderna, Méjico, debido a un bachiller maduro que vino a buscar a su buena amiga la muerte a media legua de Sevilla después de haberse sacado del corazón un Imperio brillante y una cultura que fue la luz del Continente durante doscientos cincuenta años.

La creación de América no fue obra de una clase dirigente aristocrática. Ni un solo aristócrata partió para la sublime aventura. Fueron hijos del pueblo los autores de ese milagro histórico. El que más, era bachiller; pero el que menos, podía traducir a Horacio y leer el Ptolomeo o los mapas de Martin Behaim.

Meditemos un poco, señores, sobre estos hechos. Os he ido exponiendo ideas en apariencia inconexas, pero engarzadas todas en el hilo de una misma preocupación. Si queremos llegar al establecimiento de la paz social sobre una base duradera y sobre una base de justicia, es necesario dilatar el límite de la enseñanza del pueblo e incorporarle a la tarea de la cultura desde cualquier sitio en que el pueblo se encuentre: el taller, la mina, el agro, la nave.

En este orden, la concepción de Franco debe considerarse revolucionaria y genial. Y no me explico cómo –tengo que decirlo con la mayor brusquedad– en un país en que tantas vueltas se dan a los temas más vanos, este tema de los Institutos de Enseñanza Media Laboral no se ha comentado más, mucho más, y cómo no ha tenido exégetas a docenas.

Entendamos, señores, que los Institutos de Enseñanza Media Laboral no son Escuelas de Capacitación Profesional, ni Escuelas de Aprendizaje, ni pequeñas Escuelas Técnicas. Eso no sería más que una discreta concepción pedagógica al alcance de cualquier diputado de cualquier Parlamento de cualquier país. Eso no sería genial. Los Institutos Laborales de Enseñanza Media son Institutos donde los obreros capacitados para su profesión, o en vías de capacitarse en otros centros, van a estudiar todas las cosas que un hombre de nuestro tiempo necesita saber para convertirse en adquirente, conservador y preservador de los bienes que el progreso nos va legando. Bienes, bien entendido, de orden material y de orden espiritual, técnicos, artísticos, literarios... Bienes de goce, bienes de disfrute que a todos pertenecen y de los que todos se pueden beneficiar. Bienes entre los cuales figura, naturalmente, el poder.

Hace unos meses, dirigiéndome a los aprendices de una Escuela de Málaga, les decía que España necesitaba trabajadores «distintos»; ni más celosos ni menos celosos: distintos. Trabajadores «de otra manera», con otras directrices espirituales, con otras ambiciones, hasta con otras costumbres, otro lenguaje, otras aficiones y otras participaciones en la sociedad. Y dirigiéndome a los trabajadores asturianos, les invitaba a tener ambición de poder, ambición de goce. Y nada de esto supone una actitud materialista ni una invitación peligrosa para asustar a los píos varones de la localidad ni a las virtuosas damas ni a los prudentísimos burgueses. Por el contrario, es una actitud de profunda espiritualidad, una cristianísima actitud, para justificar la cual nos saltaría sobre la mesa, como una lluvia de cerezas enredadas, una multitud de textos sagrados que me parecería petulante citar, pero que los hombres asustados y píos tienen a su alcance.

Si no hacemos hombres «distintos», no daremos un paso en el sentido de la revolución social, y, por lo tanto, en dirección a la justicia social que queremos implantar. (A menos, naturalmente, de que nos estemos contando mentiras y lo que queramos implantar sea otra cosa.) Y para hacer hombres distintos de los obreros tenemos que empezar por tener concepción distinta de su formación, puesto que a la clase dirigente corresponde esta tarea. Franco nos ha ofrecido una oportunidad. No es la única, naturalmente, ni con los Institutos de Enseñanza Media Laboral basta para que el pueblo se incorpore a la cultura y por ella se igualen todas las clases sociales para fundamentar así la justicia social. Son una parte muy importante para esta misión los Institutos Laborales de Enseñanza Media, pero no son más que una indicación, un principio sobre el que hay que edificar ahora el sistema. Y eso corresponde a todos realizarlo, aunque los gobernantes sean los encargados de dar forma y articulación a la idea. Pero ésta tiene que ser una idea nacional. Tiene que penetrar en la cabeza de todos los españoles fuertemente, bien atornillada, bien remachada, hasta que llegue a constituir la idea de una época. Todos tenemos que asimilar bien el principio de que solamente cuando todos los hombres sean llamados a participar en los bienes de la cultura y a amarla con igual licitud, y conservarla y acrecentarla con igual orgullo, solamente entonces se habrán echado los únicos cimientos sólidos y duraderos de la justicia y de la paz social. Solamente entonces se habrá llegado a derribar los tabiques y a rellenar los fosos que impiden la perfecta comunicación de los grupos humanos y la mutua comprensión de sus problemas. Sólo entonces la resolución de esos problemas dejará de estar confiada a la querella, a la lucha y a la guerra de las clases. Sólo así sería posible el diálogo, que cuando más, en la actualidad, en vez de diálogo es una pareja de monólogos.

Ya veis, señores, por qué he titulado tan ambiciosamente esta conferencia. Pero la ambición no es mía, que es de Franco. Todas estas meditaciones que he hecho en alta voz junto a vosotros son posteriores a su concepción. Los trabajadores españoles, que no han perdido la sensibilidad, y que poseen, a cambio de tantas carencias materiales, un tesoro de inteligencia, han percibido ya el problema. Yo, que estoy en contacto permanente con ellos, os puedo asegurar que en su legítimo deseo, en su lícita ambición de participar en el poder, yace en el fondo la idea de participar en la cultura, lo cual supone una aclaración que la sociedad nunca se había hecho; tal vez porque al explotar las fuerzas destructoras este sentimiento de participación y de responsabilidad natural en el hombre, lo formuló de una manera poco inteligente o muy maliciosa cuando se pedía «todo el Poder para el proletariado». Yo estoy seguro de que lo que quiere el proletariado es dejar de ser una clase, lo cual constituye la única manera de que de un modo cierto todos los hombres se puedan ver llamados al Poder y todos los hombres sean partícipes, a título gratuito, de los bienes de la cultura y del ocio digno a que el ser humano, dentro de la posible perfección terrena, tiene derecho.

Conseguida la igualdad, o por mejor decir la nivelación en el mundo de la cultura; dotado el pueblo de una altura media muy superior a la actual, se habrán nivelado a la par muchas cosas y se habrán hecho posibles muchos entendimientos que hoy no pueden conseguirse.

Se ha dicho, como en una síntesis de la política social, que los hombres son iguales a la hora de comer, a la hora de vestir, a la hora de cobijarse, a la hora de enfermar y a la hora de morir. El programa, para nuestra ambición falangista, es corto y chato así expresado. Nosotros tenemos que añadir que los hombres deben ser iguales partiendo de la línea de flotación del ser humano. Esa línea de flotación, que es la de la pura y simple subsistencia, quizá pueda definirse con aquel sistema de igualdades en el alimento, la vivienda, el vestido y la asistencia sanitaria. Pero por encima de esa línea de flotación nosotros elevamos la igualdad hasta la parte noble del ser humano: hasta la mente, hasta aquella categoría en que la inteligencia, la fantasía, la imaginación, los sueños agitados por la fresca brisa de la cultura empujan alegremente el aparejo mediante el cual la criatura, hecha a imagen y semejanza de Dios, navega por las regiones del espíritu y se entrega a los goces casi angélicos del arte, de la música, del deporte, de la milicia, de la aventura de la mente en libertad y en la plenitud de su vuelo. Nadie ha pensado en esto nunca. Todos han ocultado esta gran verdad celosamente, igual que se oculta la palabra mágica con la que se abre la cueva de los tesoros.

Los hombres de la clase directora han cerrado los ojos, con un ademán de pavor poco inteligente, al hecho de que la cultura constituye uno de los instrumentos más poderosos, acaso el más poderoso, para el aumento de la producción. El hombre culto rinde más porque trabaja con la ilusión de que su esfuerzo le conduce a la obtención de los bienes de disfrute. La sociedad liberal prefirió explotar la ignorancia con un increíble y secular criterio inmediatista. Un criterio que en definitiva ha alimentado la lucha de clases. No ha tenido inconveniente en declarar que prefería ceder todos sus privilegios antes de ceder el acceso de los trabajadores a la cultura. Y en su tozudez o su pavor pretende mantener la antítesis de explotadores y explotados. Porque si hubiera cedido el paso a los trabajadores hacia el reino de la cultura, la idea de explotación hubiera cesado automáticamente, puesto que ningún grillete oprime al hombre hasta hacerle sentirse esclavo como el grillete de la ignorancia, y nada como la ignorancia le separa de la anhelada meta de la influencia.

El exponer estos hechos no es demagogia, no es crear una inquietud nueva en las masas ni señalarles la presencia de una carencia más entre las muchas que les afligen. Por el contrario, es abrirles a las masas una grieta de luz en la caverna donde se engendran los rencores y las desesperaciones. Los que crean que el planteamiento de esta nueva tabla de derechos del trabajador constituye un acto de demagogia que viene a perturbar la sociedad después de haber planteado e intentado resolver otros derechos al bienestar material, denuncian su condición de explotadores de la ignorancia.

He venido a sembrar entre vosotros esta inquietud y quisiera haberlo logrado. Vosotros, que amáis a la verdad más que al que la propaga, os olvidaréis de quien ha venido a deciros que la cultura es instrumento necesario de la revolución social, pero no olvidaréis la verdad en sí misma. Ojalá se abra camino en las mentes y en los corazones de todos los españoles, y ojalá seáis vosotros sus campeones. Ojalá vosotros comprendáis antes que nadie, si es que vuestros corazones no lo han presentido ya, cuál es la obligación, la inexcusable, la exigible obligación que tienen aquellos a quienes la fortuna ha situado en una posición económicamente privilegiada, de procurar que la cultura llegue a los más desasistidos. No hay que esperar a que la sociedad, en un ciclo de mayor justicia, resuelva el problema en su totalidad. Lo mejor es enemigo de lo bueno, y no podemos dormirnos en la ejecución de este acto de justicia urgente, uno de los más urgentes que la Revolución exige realizar. Mientras preparamos el sistema general de reparación de una injusticia secular, de una insigne torpeza que ha permitido al mundo ignorar durante siglos dónde estaba el secreto de la paz social, es menester que cada uno que pueda tome sobre sí una misión, por pequeña que sea, encaminada a perfeccionar a su prójimo. Es mucho más fácil borrar los abismos con libros que con cadáveres, y nadie sabe cuántas cosas se defienden, cuántos bienes de la civilización se preservan con una biblioteca de una fábrica, con un viaje de fin de semana de un grupo de obreros, con una visita a un museo o con la convivencia constante de los cultos con los iletrados. Nadie sabe cuántos tesoros pueden permanecer intactos y cuánta felicidad puede llegar al corazón humano en el momento en que los desheredados hasta hoy se sientan herederos, partícipes del legado de los siglos, protagonistas del progreso, actores y no espectadores. No se puede condenar a nuestros hermanos trabajadores a contemplar los bienes de la civilización detrás de una luna transparente e infranqueable, como muchachos que detrás de la luna del escaparate contemplaran la inaccesible golosina.

Vosotros estáis en situación de adelantaros individualmente a la sociedad y de ser como los primeros pobladores de este nuevo mundo de paz. En último término, vosotros operáis sobre un campo fácil y con un material humano maravilloso. Tenéis al alcance de la mano un pueblo evolucionado y ágil. Habitáis un trozo de España sobre el que han ido decantándose las culturas, una tras de otra, desde hace miles de años. Un campesino sevillano puede estar habitando sobre una estancia de Tartessos o sobre una villa romana o sobre un palacio visigodo o sobre una casa árabe. La punta de su arado puede desenterrar un ánfora, un papiro, una tablilla de bronce con un edicto del César o el sarcófago de un mártir de Cristo. Y por muy injusta y muy brutal que haya sido la sociedad a medida que se iba apartando de la ley de Dios, algo queda en el fondo de la mirada de esos rapaces sevillanos, que parecen arrancados de un lienzo de Murillo; algo queda que es una promesa para vosotros, que podéis estar seguros de que en cada uno de ellos se encuentra en potencia un ser humano de primera calidad y al que es un crimen negar participación en la cultura. Si habiéndole negado todo a esas criaturas y no habiéndoles dejado para sí más que un rayo de sol junto al Guadalquivir y un cielo limpio, una naranja o un insípido pez del río, cuatro trapos encima de la carne y una varita para «marcar el son» son capaces de tanta gracia lírica, de tanto garbo y de tanta espiritualidad en una copla, en una metáfora, en un chicoleo, en una saeta, ¿os imagináis la altura adonde estas criaturas llegarían si vosotros obligarais a la sociedad a que pertenecéis y que dirigís a abrir para esos seres todas las posibilidades por donde pudiera discurrir su inteligencia, canalizada por la cultura? Yo os aseguro que nada detiene tanto la subversión como la norma. Pero para que la norma se tenga en pie es necesario que se asiente sobre la justicia. Y sin el esfuerzo de todos y sin la voluntad unánime del pueblo entero, no se tendrá si no es a la fuerza. Y la fuerza cesa un día inexorablemente.

Termino ya. Os invito a meditar sobre lo que tan torpemente os he expuesto. En esto que os he dicho es posible que haya muchas coincidencias con lo que hayan dicho otros. Es posible que no haya ninguna. No lo sé. Quiera Dios que podamos ver todos la aurora de un tiempo nuevo más justo y más cristiano. Será también un tiempo más bello, menos tosco, menos triste. Y cuando lleguen coyunturas en que la solidaridad de los hombres sea necesaria, como ha sido ahora, con motivo del cerco económico de España, las personas que son indiferentes porque cualquier situación es para ellas mala, se sumarán a vosotros. El pueblo os ha anticipado ya la buena ley de que está hecho dándoos una prueba de superioridad espiritual durante años de dificultades. Corresponded con él haciéndole más feliz, más fuerte, más limpio, más libre de la terrible tiranía del trabajo sólo para comer.

Yo no soy más que un soldado, señores. Si he salido de mi tienda para penetrar con respeto en vuestro templo, ha sido para traeros una racha de aire libre, de fresca brisa de mar y de sierra. Vosotros, que tenéis la fortuna de poseer la sabiduría, empleadla, en nombre de Dios, para redimir de la ignorancia al pueblo que fuera de aquí, al aire libre, demasiado al aire libre a veces, trabaja y gime. Y a veces, porque es hijo del Cielo, también canta como para llamaros la atención, como para despertaros y exigir de vosotros en cultura lo que él os da de cuando en cuando en sangre. Si así lo hacéis, Dios os lo premiará en paz y en felicidad para vuestros hijos. Si no, olas de ira, huracanes de odio asolarán la tierra, y los hijos de vuestros hijos vivirán días de esclavitud y desolación.

¡Pero no! Desde las profundidades de la Historia sube hasta nuestros puños y hasta nuestros pechos la voz de mando. Desde las tumbas de los Caídos en la Cruzada por la Justicia sube la consigna. El Capitán está en pie y al frente. La doctrina está formulada. Sabemos dónde vamos. Señores, camaradas, ¿quién será capaz de detenernos al grito de Arriba España? ¡Viva Franco!

 
(Sevilla, 25 de noviembre de 1950.)