Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Historia de la filosofía en España
hasta el siglo XX

Capítulo primero
Tiempos primitivos

Orígenes de la nación española. –Civilización tartesia. –Leyes, poemas, opulencia, alfabeto, creencias religiosas, ritos, monoteísmo. –Antigüedad de la cultura turdetana. –Latinización de la Bética. –Sus progresos. –Su influjo en la versificación y el gusto artístico.

El erudito Cavanilles resume así los orígenes de la sociedad española: «El hecho capital es que España se civilizó por la costa; que el país que primero ejercitó el comercio y adquirió cultura fue la Bética; que los extranjeros arribaron a España conducidos tal vez por el acaso; que siguieron frecuentando puertos, atraídos por el aliciente de los metales preciosos que recibían en abundancia, en cambio de objetos de escaso valor; que para regularizar sus expediciones establecieron factorías, y que, para su resguardo y defensa, las fortalecieron y presidiaron», corroborando lo ya establecido por la tradición recogida por Florián de Ocampo al decir: «Muchos sostienen ser Sevilla lo primero que hombres acá moraron». La misma opinión han sostenido Nebrija, Leibniz, Bory de Saint-Vincent, [2] d'Abbadie, Gallatin, Broca, Chao, Tubino y tantos otros.

Parece seguro que el Norte se civilizó mucho más tarde, puesto que Estrabón nos afirma que lusitanos, gallegos y cántabros vivían en completa barbarie; el P. Mariana dice: «como era aquella gente de suyo grosera, feroz y agreste», al tratar de los vascos, y con su aseveración convienen Silio Itálico y otros autores. Las mismas fuentes nos presentan a los habitantes de la España Central menos rudos que los septentrionales, si bien no civilizados todavía, aunque ya tenían cantos y danzas religiosas. «Los célticos del Guadiana –dice Estrabón– eran menos feroces que sus iguales, debido a la vecindad de los turdetanos.»

Júzgase a la Tartsi, nombre indígena del que, según parece, sacó la Biblia Tarschich y los helenos Tartessos, el más antiguo centro fabril, comercial e intelectual del Occidente de Europa y el objetivo de las navegaciones fenicias. Única comunidad existente en la península que pudiera llamarse Estado, extendía su imperio desde el Anas hasta el Júcar y desde Sierra Morena hasta el mar. Sus reyes Gárgoris y Alisque se esconden en la penumbra que separa el mito de la historia; pero Novax, Argantonio y Serón, acaso el Geryón de los griegos y último de sus monarcas, reciben por completo, hasta donde su antigüedad lo permite, la luz de la consagración. Las naves turdetanas llegaban por el N. a las costas de Bretaña y por el S. hasta la boca del Niger, dejando por doquiera inequívocas huellas de su paso. (Frobenius. Auf den Wege nach Atlantis, 1911, p. 14.)

La Bética, ofreciéndonos una civilización contemporánea de Moisés, debe enorgullecer el patriotismo español; Dionisio, Perigesto y Prisciano la llaman «suelo de hombres opulentos»; Avieno, «país rico», y Estrabón afirma que hasta los utensilios domésticos eran de plata. Posidonio, citado por el geógrafo, escribía: «Debajo de la Turdetania no existe el infierno, sino la mansión del Dios de la riqueza». Codiciábase en Roma las granadas de [3] Pésula (Salteras) y de Ilipa (Cantillana), los aceites de Ástigis (Écija) y Carmo (Carmona), los vinos de Carisa, los alcoholes de Callentum (Cazalla), y las naranjas, sin rival, de Orippo (Dos Hermanas). «La excelencia de los bueyes turdetanos–dice Cortés y López–dio ocasión a que los poetas fingieran que Hércules acometió la empresa de robar unos cuantos al pastor ibero Geryón y esta misma excelencia y hermosa presencia fue la que tentó al pastor Caco para robar a Hércules algunas de sus vacas que llevó a Italia desde la Turdetania.»

Quince siglos antes de J. C. se laboraba en Andalucía el bronce, según comprueba el precioso hallazgo de los «bronces de Huelva», se forjaban armas de cobre, se extraía el oro y la plata de la Sierra y se exportaba el estaño.

Las artes industriales correspondían a la riqueza natural, pues ya se labraban tejidos de esparto, se grababa en hueso, se fabricaba pan, en tanto que su cerámica producía el elegante vaso campaniforme y creaba el vaso de doble cavidad, la copa.

«Los turdetanos –escribe Estrabón– eran los más doctos de los iberos, pues usan de Gramática y tienen de antiguo libros, poemas y leyes en verso, uómonç èmmétroiç, que cuentan, según dicen, seis mil años de antigüedad.» «Leyes tan remotas –añade un historiador–, aun rebajado todo encarecimiento, pudieran graduarse de coetáneas del misterioso Egipto.» Los fragmentos conservados de aquella legislación muestran una sabiduría que no desmerece de posteriores leyes, pues no aceptaban el testimonio contra los mayores en edad y otorgan al anciano la preferencia en toda ocasión, no permitían la vagancia, castigaban la prodigalidad, erigían altares al Trabajo, confiscaban el capital prestado con interés a pródigos y concedían premios a las mujeres más trabajadoras» {(1) Nicolás Damasceno: Frag. Hist. Grae., t. III, p 456}.

La cultura literaria de Andalucía, isla de luz en la general barbarie, produjo los poemas épico-míticos de Geryón y [4] de Gárgoris, cuyos fragmentos nos han conservado Trogo Pompeyo y Macrobio, y los heroicos que cantaron la expedición de los andaluces a la conquista de Córcega y Cerdeña con los triunfos de su régulo Argantonio sobre los fenicios; los testimonios de poesía gnómica, epitalámica, funeraria y cosmogónica, así como los ensayos de poesía dramática. Polibio, testigo presencial, nos representa los régulos andaluces suntuosamente vestidos, los edificios de magnífica arquitectura, los banquetes amenizados por dulces liras y los vasos de oro circulando entre las manos de los comensales, la pompa, en fin, de aquellas cortes donde hasta los pesebres de los caballos eran de plata.

No se olvide que Andalucía, con su alfabeto fonográfico propio, anterior a la invasión fenicia, puede disputar el honor de haber inventado la escritura al Egipto, a Babilonia y a la China, que a la vez se ufanan de tan gloriosa invención.

Los sacerdotes de los templos andaluces y, singularmente, del de Hércules, compusieron poemas teogónicos y cosmogónicos, en los cuales se cree que halló Tisias, vulgarmente denominado Stesíchoro o regulador de los coros, inspiración para su perdida Geryoneida.

Alguna luz arroja también sobre las creencias religiosas el estudio de los carmina mágica, destinados a evocar los espíritus y a formular las contestaciones de los oráculos. Convienen tales observaciones con el aserto de Filóstrato, el cual asegura la creencia en la vida futura y por eso los turdetanos celebraban los funerales con cánticos de victoria, corroborando su confianza en la inmortalidad.

Tanto prestigio logró la civilización tartesia, que San Agustín creyó que sus sacerdotes y sabios habían conocido la verdadera doctrina por sus propias fuerzas y Menéndez Pelayo juzga «digna de meditación» la idea del santo doctor. Rodrigo Caro sostiene «averse en ella (Hispalis) también guardado y exercitado la ley natural y conocimiento de un Dios verdadero» (Ant. de Sev. C. IV, f. 7º). Para el conocimiento de las primitivas ideas religiosas de [5] la Tartéside, recuérdese que los fenicios, para atraerse las simpatías de los españoles, erigieron en Cádiz un templo al Hércules egipcio. Pomponio Mela dice al describir la isla gaditana: «Qua Oceanum spectat, duobus promontoriis erecta in altum, medium littus abducit, et fert in altero cornu eiusdem nominis urbem opulentam, in altero templum AEgyptii Herculis, conditoribus, religione, vetustate, opibus illustre».

A este templo, reputado por uno de los más opulentos de la antigüedad, templo sin esculturas, sin imágenes, sin más que los doce trabajos de Hércules grabados en el santuario, que aún en el siglo IV se erguía soberbio sobre las ruinas de la ciudad, acudían las gentes de todo el mundo llevando a sus aras regias y abundantes ofrendas y a él fue Aníbal a dejar las suyas antes de acometer la osada expedición al centro de Italia.

La rivalidad mercantil indujo a los cartagineses a destruir la floreciente ciudad, honor de España, cinco siglos antes de J. C. La envidia y la codicia hundieron en el polvo la que Rufo Festo Avieno llama «grande y opulenta ciudad en tiempos antiguos, ahora... un campo de ruinas.» (Or. mar.)

La diferencia entre los pueblos del Mediodía y los centrales y septentrionales de la península resalta en los diferentes órdenes del pensamiento y de la vida. Los del Norte, supersticiosos, adoraban dioses representativos de objetos físicos, en tanto que los sacerdotes andaluces «puntualizaron la noción de un Dios Supremo, creador y omnipotente, cuya virtualidad superior aparecía ordinariamente anónima o inefable, simbolizado a menudo en Hércules, en el Sol o en Osiris, en el becerro, en el cordero y en el macho cabrío, reservada su explicación a los doctos o al efecto de misteriosas iniciaciones»; idea monoteísta que se fue extendiendo por toda España. Así en Cádiz, se adoraba a Hércules sin representación plástica:

Sed nulla efigies, simulacraque nota Deorum, [6]

que decía Silio Itálico, y en cuya forma de culto veía San Agustín el presentimiento del verdadero Dios. (Civ. D. VIII, c. IX.)

De todas suertes la civilización andaluza es antiquísima y el griego Asclepíades, que daba lecciones de humanidades y filosofía a los turdetanos 48 años antes de J. C, la juzgaba tan antigua e inmemorial que la supuso posterior en muy breve lapso a la catástrofe tradicionalmente conocida con el nombre de «el diluvio universal».

El historiador Guichot escribe: «¿No es verdaderamente asombroso encontrar entre los turdetanos, pueblo de Andalucía, un código de leyes, monumento literario que, por la forma en que está escrito, revela una civilización muy adelantada y que aparece ser contemporáneo del libro de Moisés, del de Job, de las obras de Sanchoniaton y de los Vedas de la India?»

«¿Dónde estaban todavía Licurgo, Solón, Numa y la ley de las doce Tablas?» «¿Dónde el Parthenón, el Capitolio, Fidias, los bronces, las medallas y los vasos etruscos?»

«¿No es, pues, evidente que la región de España que hoy y desde el comienzo del siglo V de nuestra era se llama Andalucía, fue la primera de Europa que se civilizó, y que su cultura es anterior en algunos siglos a la que produjo el siglo de Pericles en Grecia y el de Augusto en Roma?»

El adelanto de la Bética facilitó su latinización. Al acercarse las legiones de la república, el andaluz se sentía más cerca de la ilustración romana que de la barbarie peninsular. Estrabón cuenta que existían en Turdetania más de 200 ciudades y cita a Corduba, «hechura de Marcelo»; a Gades por «su comercio marítimo» y a Hispalis «que resplandece por sus excelencias». La importancia de esta última urbe puede calcularse por el hecho de que César mandó inscribir su conquista en el Calendario romano por uno de sus principales fastos con estas palabras: E NEFASTUS PRIMO. HOC DIE CAESAR HISPALIM VICIT, y Dion Casio [7] llama a esta victoria «el triunfo de España». Y de tal modo se creía que aquella ciudad era el alma de la nación, que se la tenía por la más antigua y genuina. «Muchas escrituras de gran substancia –dice Florián de Ocampo– sólo por hallar su fundación tan trasera, certifican muy de propósito ser ésta la primera población de toda ella (España), y aun dicen que por su causa la tierra y comarca de aquellos derredores se dijo Hispalia primeramente y que después aquel nombre se fue derramando y añadiendo por las otras provincias, hasta que todas ellas, en lugar de llamarse Hispalia, corrompieron el vocablo y se nombraron Hispania.» La misma opinión sostiene con no refutadas razones Antonio de Nebrija y el texto de Justino que reza: «hanc veteres ab Ibero amne primum Iberiam post ab Hispalo Hispaniam cognominavunt, confirma que el nombre del río Hispal pasó a la ciudad (Hispalis) y de ésta a la nación (Hispania).

Muestras indiscutibles del adelanto intelectual suministra el discurso de César a la Asamblea de notables convocada en Sevilla. «Vosotros –les dice– que conocéis el derecho de gentes y el de los ciudadanos romanos...», la existencia de Colegios de barqueros y de monederos; la de la beneficencia privada, cuyo monumento más antiguo es el legado de un capital de 50.000 sextercios impuesto al 6 por 100 a beneficio de la infancia por Fabia Hadrianila y la costumbre de epitafios en verso.

«Imaginémonos –escribe Menéndez Pelayo– aquella Bética de los tiempos de Nerón, henchida de colonias y municipios, agricultora e industriosa, ardiente y novelera, arrullada por el canto de sus poetas, amonestada por la severa voz de sus filósofos; paremos mientes en aquella vida brillante y externa que en Córduba y en Hispalis (Sevilla) remedaba las escenas de la vida imperial, donde entonces daban la ley del gusto los hijos de la tierra turdetana, y nos formaremos un concepto algo parecido al de aquella Atenas, donde predicó San Pablo.» Uno de los hechos que confirman la peculiar complexión de los meridionales [8] favorable a la literatura, es el citado por Plinio, de aquel andaluz que realizó un viaje a Roma (¡entonces!) sólo por conocer a Tito Livio, tornando después a su patria. (Pl. joven: Cartas II, 3, 8.)

En tiempo del imperio no interrumpió la Bética sus progresos. Se enorgullecía con sus urbes unidas entre sí por amplias carreteras, poseía las únicas seis ciudades libres que hubo en España, y la densidad de su población se eleva por Orosio a muchos millones de habitantes, afirmación que comprueba Cicerón al decir: «No hemos superado en número a los españoles». Los turdetanos aprendían latín de los invasores y griego de Asclepiades; celebraban ostentosas representaciones teatrales, y si bien en el idioma triunfaron los latinos, ellos contagiaron el Parnaso clásico con sus dos formas de versificación, la aliteración y la rima embrionaria, que ya surge mucho antes de la invasión goda en ciertos monumentos españoles, tales como el epitafio del auriga Fusco. Los historiadores refieren el triunfo de las andaluzas sobre las arpistas, juglaresas y bailarinas asiáticas y cómo dictaron la moda artística en el imperio.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 1-8