Santiago González Noriega 1942-2003
Profesor de filosofía español, nacido el 23 de noviembre de 1942 en Llanes (Asturias) y fallecido en Madrid, tras una larga enfermedad hepática, el 26 de septiembre de 2003. Licenciado en Filosofía y Letras, se incorporó al profesorado de la Universidad Autónoma de Madrid el primero de octubre de 1968, como «Adjunto contratado». En 1971 pasó a desempeñar ese contrato a tiempo parcial, al ejercer también como profesor agregado en Bachillerato. Fernando Savater ha escrito, en sus memorias de esa época, que logró convertirse en «penene» (profesor no numerario) de la Universidad Autónoma de Madrid gracias a la mediación de Santiago González Noriega:
«Después llegó mi primera gran oportunidad. Por mediación de Santiago Noriega, entré en el departamento de Filosofía de la recién inaugurada Universidad Autónoma de Madrid. Los que habíamos estudiado en la vieja Central mirábamos con algo de desconfianza las instalaciones remotas y funcionalmente desangeladas de la nueva Autónoma, de cuyo diseño se había omitido cuidadosamente cualquier aula en la que pudieran reunirse más de cincuenta alumnos para evitar las temidas asambleas del 68. Pero los departamentos estaban dirigidos por gente en general más abierta y menos carca que el profesorado tradicional. Esto era especialmente notorio en el caso del de Filosofía, a cuya cabeza estaba Carlos París, un catedrático que provenía de Falange pero que había evolucionado hacia una actitud intelectual progresista e incluso próxima al marxismo, itinerario semejante al seguido en Barcelona por Manuel Sacristán. Con criterio muy amplio y tolerante, París había enrolado un excelente puñado de jóvenes talentos inconformistas entre quienes figuraban el propio Santiago Noriega, Alfredo Deaño, Fernando del Val, Javier Sádaba, Pedro Ribas, Diego Núñez, Carlos Solís, Juan Carlos García Bermejo... a los que más adelante se unió el ya prestigioso Javier Muguerza, en vías de convertirse en toda una institución (benéfica, por supuesto) del pensamiento crítico. Ni los temarios tratados ni el talante de los profesores tenían nada que ver con lo que era tradicional en las vetustas cátedras de centros más conservadores. El renombre luciferino del departamento llegó a ser tan grande que hasta fue objeto de una diatriba desde un púlpito madrileño en la misa dominical, distinción que no había obtenido un equipo filosófico español al menos desde el siglo XVIII. ¡Y se me ofreció la posibilidad de formar parte de ese dream team! Si los caballeros de la Tabla Redonda me hubieran invitado a sentarme a su vera no lo habría considerado mayor honor.» (Fernando Savater, Mira por donde. Autobiografía razonada, Taurus, Madrid 2003, pág. 225.)
En 1972, cuando la grave crisis que sufrió la Universidad Autónoma de Madrid, provocada por las reivindicaciones laborales de los profesores no numerarios, que afectó también al Departamento de Filosofía, dirigido por Carlos París, resultó expulsado de esa institución junto con otros profesores. Así recuerda Savater aquellas circunstancias:
«En nuestro propio departamento de Filosofía, pese a contar con el apoyo decidido y supongo que algo resignado de Carlos París, teníamos también cierta oposición entre los filósofos llamados analíticos de la escuela anglosajona, tecnócratas de la filosofía o si se prefiere los nuevos escolásticos. El profesor Hierro Sánchez-Pescador, por ejemplo, comentaba a veces en nuestras reuniones de departamento que «en Rusia tampoco había libertades» y nos miraba con suspicacia, como esperando ver asomar la botella de vodka Smirnoff por alguno de nuestros bolsillos. Por lo visto la diferencia entre reivindicaciones sindicales antiautoritarias y la subversión bolchevique era demasiado difícil de establecer para ese heredero de Oxford. El punto más alto de nuestra lucha llegó en el mes de mayo, cuando nos negamos a entregar firmadas las actas de los exámenes finales hasta saber quién tendría su contrato renovado el siguiente curso. Promover algaradas, realizar asambleas informativas, incluso hacer huelga de clases caídas era una cosa y otra muy distinta atentar contra los exámenes, centro neurálgico de la burocracia académica. Eso ya era sedición con todos los agravantes.
Y luego... luego nos echaron, faltaría más. En octubre quedó claro, aunque nada se nos notificó oficialmente, que los considerados cabecillas del movimiento no veríamos renovados nuestros contratos. Nuestro consejero legal era Gregorio Peces-Barba (en cuyo despacho laboralista veíamos de vez en cuando como discreto pasante a José Barrionuevo), quien nos aconsejó que siguiésemos acudiendo como si nada a nuestros despachos y que los decorásemos con fotos de la mujer y los niños (caso de haberlos), motivos florales y otros detalles entrañables que demostrasen nuestra larga familiaridad con esos cubículos. Cuando llegábamos a la facultad, los presuntos castigados notábamos que se nos hacía el vacío: la gente desertaba de los pasillos a nuestro paso y los raros saludos se hacían casi furtivos. Evidentemente, se temía el contagio... Además empezaron a verse una serie de fúnebres esquiroles cuya aceptación se le impuso a Carlos París para sustituirnos. Cierto día cuando llegué a mi despacho, me lo encontré ocupado por un cura mercedario –¿Quintás?, ¿López?; creo que se llamaba algo así– quien de inmediato se me acercó con sonrisa de conejo para decirme que estaban allí «para ayudarnos». Le informé de que yo también estaba dispuesto a ayudarle a salir por la ventana si no prefería irse por la puerta y el mercedario mercenario abandonó los lares con mágica celeridad. Pero esa situación no podía durar. La Brigada Político-Social nos hizo llegar una citación para personarnos en la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, en cuyos calabozos algunos habíamos pasado ya unos cuantos días y de la que teníamos un recuerdo poco grato. (...) Así acabó mi aventura en la Autónoma, menos de dos años después de haberla emprendido. No pude por menos de reprocharme mi imprudencia al haberme metido en semejante fregado, pero... Ha sido uno de los dramas de mi vida: soy muy capaz, maldita sea, de cometer injusticias pero no de soportar resignadamente las de otros o desentenderme de las que me rodean.» (Fernando Savater, Mira por donde. Autobiografía razonada, Taurus, Madrid 2003, págs. 228-229.)
Santiago González Noriega no sólo medió para que Fernando Savater (nacido en 1947, cinco años más joven que él) se convirtiera en profesor de la Autónoma, sino que, al parecer, también fue quien facilitó que Savater pudiera alimentarse con ácido lisérgico e indigestarse de psicodélicos viajes:
«Yo hay cosas que ahora desde luego ya no me permito, aunque me alegro de haberlas frecuentado en su momento. En especial la más asombrosa de las sustancias que he probado jamás (bueno, algo más que probado...): el ácido lisérgico, el legendario LSD de mis años mozos. Cuando lo tuve por primera vez en la mano, parecía la cosa más insignificante: una simple mancha de tinta en un trocito de papel secante. Pero era algo fuerte, muy fuerte: el alterador psíquico más potente que la química puede proporcionar (por supuesto el amor y el odio son alteradores aún más potentes, pero no proceden de la química o no proceden sólo de la química). Quien me introdujo en el uso del lisérgico fue Santiago González Noriega, al que había conocido siendo yo aún estudiante en la Facultad y él profesor ayudante. Nos hizo una especie de test cultural a toda la clase, para saber quién merecía la pena de ser tratado más a fondo y quién no: lecturas filosóficas, novela, poesía, arte, cine... Estuve entre los pocos varones escogidos (las demás fueron chicas, que obviamente le interesaban bastante más) y llegamos a hacernos muy amigos. Supongo que yo no le aporté demasiado –mi contribución más importante fue revelarle la existencia de Borges– pero él en cambio me enseñó muchísimas cosas decisivas, por supuesto no limitadas al campo meramente bibliográfico. Fue Santiago quien me presentó a Antonio Escohotado y ambos se encargaron generosamente de acelerar mi perezosa formación intelectual. Solíamos reunirnos en la estupenda casa de Antonio, oíamos música (aunque parezca imposible, fue allí donde escuché con cierta atención a los Beatles por primera vez), bebíamos, fumábamos yerba y hablábamos de Hegel o Heidegger. Yo les admiraba mucho y me sentía un poco abrumado en su compañía, me parecían enormemente superiores en materia intelectual (sin duda lo eran): manejaban la jerga filosófica de los maestros germanos con una soltura que a mí –más dado a ingleses y franceses– me resultaba intimidatoria. Pero les estoy muy agradecido. Por mucho que luego los imprevisibles meandros de la vida o del carácter nos alejen de ellos, nunca debemos desistir en el agradecimiento hacia quienes nos ayudaron a crecer. Entonces apareció el LSD, del que todo el mundo hablaba y al que algunos cantaban: incluso el de mejor calidad era en aquella época bastante fácil de conseguir y muy barato. Lo tomé por primera vez un día en casa, solo con Santiago; después varias veces más, incorporando a Antonio y a otros amigos como Paco Calvo Serraller y Ángel González García (ambos de lo mejor que nadie puede encontrarse en la vida, que hicieron lo imposible por desasnarme en cuestiones de historia del arte: la culpa del resultado no es desde luego suya). De lo que mejor me acuerdo es de la inquietud del día anterior a nuestros «viajes» y la tensión de la espera hasta que la dosis empezaba a hacer efecto. Por lo general la «subida» comenzaba en cuanto Ángel comentaba con resignada impaciencia «me parece que el de hoy no funciona»; después, mientras todos alucinábamos como posesos y él más que nadie, le oíamos decir con tono lúgubre «creo que yo ya estoy bajando...». En mi caso, todo solía empezar mirando al techo, como es mi manía: un momento empezaba a aburrirme de que allí no pasase nada y al minuto siguiente me admiraban los bajorrelieves tan hermosos del cielo raso, que hasta se movían como en procesión. (...) No intentaré hacer psicología descriptiva ni mala poesía mística respecto a lo que sentí en esas gratas intoxicaciones. Tantos otros se han dedicado a ello desde hace décadas que no merece la pena: además, después del de narrar a quien se deje los sueños de la noche pasada, no hay género literario más aburrido que contar experiencias psicodélicas.» (Fernando Savater, Mira por donde. Autobiografía razonada, Taurus, Madrid 2003, págs. 211-212.)
Santiago González Noriega preparó para el Diccionario de filosofía contemporánea (Ediciones Sígueme, Salamanca 1976), las entradas dedicadas a Federico Nietzsche y Arturo Schopenhauer. En esa obra figura como «profesor ayudante en la universidad de educación a distancia».
Doctor en 1981 por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con la tesis Autobiografía, discurso filosófico e identidad personal: un análisis de los textos autobiográficos de Rousseau a partir de su traducción crítica, dirigida por Carlos Vicente Moya Valgañón y defendida en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. (Se puede consultar en la biblioteca de la UNED –tesis doctorales, signatura 224–.)
En 1982 volvió a incorporarse a la Universidad Autónoma de Madrid como profesor adjunto contratado, y en 1985, en el proceso de transformación en funcionarios del Estado de los profesores no numerarios llamados «idóneos», fue reconocido como Profesor Titular en el área de Sociología. Entre el primero de octubre de 1991 y 1995 disfrutó de una comisión de servicios en el Instituto de Filosofía del CSIC. Reintegrado en 1995 a la UAM, en el año 2000 fue jubilado por incapacidad, debido a su enfermedad. Buena parte de su actividad la dedicó a la traducción y a la preparación de ediciones. Fue primo y amigo desde la infancia del escritor José Ignacio Gracia Noriega, quien pocos días después del fallecimiento de Santiago González Noriega publicó la siguiente necrológica:
«Brillante, lúcido y escéptico. Al cabo de una larga y deplorable enfermedad, que le obligaba a sobrevivir observando dietas muy rigurosas, ha fallecido en Madrid el filósofo asturiano Santiago González Noriega, con quien me unían vínculos de parentesco y de amistad desde la infancia (además de primos, éramos vecinos de calle en nuestra villa natal). En aquella juventud que yo recuerdo como maravillosa, intercambiábamos lecturas como otros cambiaban cromos de ciclistas: yo le debo a Taro las tempranas lecturas de Schopenhauer y Nietzsche, y él a mí Shakespeare y Faulkner. Nacido en 1942, fue un espíritu muy característico de esa generación de la posguerra que alcanzó la mayoría de edad cuando la guerra civil empezaba a ser un lejano recuerdo. Educado en Francia, sus posteriores estudios en Alemania le impidieron convertirse en un afrancesado demasiado típico. Como tantos otros individuos de su generación, González Noriega consideró que la militancia radical era una rama de la filosofía o, si se quiere, su puesta en práctica. En el fondo, Santiago González Noriega soñaba con un intelectual del tipo de Lenin, capaz de ser al mismo tiempo hombre de acción, de escribir textos sobre Hegel y de desembarcar desde un tren blindado en la estación de Finlandia para poner en marcha la revolución de octubre. Pero las «condiciones objetivas», como se decía en la jerga, bastante pedante, de la época, no permitieron hacer la revolución (más que nada porque a aquellas alturas los proletarios, con muy poca conciencia de clase, por cierto, preferían ser burgueses a revolucionarios), aunque sí escribir sobre Hegel cuanto se quisiera. Con lo que Santiago González Noriega hubo de renunciar a la acción para reducirse a la condición de intelectual, muy brillante, muy lúcido y agudo, y un tanto escéptico. Los años no pasan en vano, y Santiago, totalmente al margen de la política, fue haciéndose una especie de ermitaño en el centro de Madrid, cada vez más ensimismado y cada vez más abierto a otras sugestiones. De la filosofía estricta derivó hacia la lectura literaria y a la reflexión sobre la literatura, es decir, pasó de la filosofía académica al ensayo como género literario. «Vieja enemistad –escribe en el breve texto 'Filosofía y poesía: Platón ya, contra Homero'–. Controlar el éxtasis, reproducir lo inefable, hacerse con el dominio de los hombres: todo uno. Dominio secreto de la razón, maquiavelismo filosófico de los filósofos. De familiar de sofía a docto adscrito a tal departamento dentro de tal facultad... como las muñequitas rusas: "ex nihilo nihil"». Al final, como era de esperar, a través de la filosofía llegó a la poesía. A la poesía como lector, entendámonos.
González Noriega, apartado tanto del marxismo filosófico como de la «filosofía científica», «parecía arraigar en principio en otro suelo, más bien genéricamente 'existencialista', propio de una generación inmediatamente anterior a la que entonces despuntaba y luego tomaría el poder (filosófico y de otras clases)», según escribe Vidal Peña. A pesar de su amplia cultura y de sus notables cualidades, escribió muy poco. Y no sólo escribió poco, sino que lo hacía con exasperante lentitud y meticulosidad. Un simple prólogo podía llevarle varios meses de trabajo concienzudo. Colaboró ocasionalmente en revistas como Cuadernos hispanoamericanos, Revista de Occidente y La Balsa de la Medusa; editó y prologó obras de Miguel de Molinos, Arthur Schopenhauer y Emile Durkheim, y tradujo a Rousseau, Hegel, Nietzsche y René Char.
Yo siempre le reproché que su excelente versión de Char no estuviera precedida de un estudio sobre el gran poeta francés, con quien se sentía fuertemente identificado. Pero consideraba que la complejidad de Char no se resolvía en unas pocas páginas de presentación. En 1994 reunió sus diversos trabajos en el hermoso libro El viaje a Siracusa, que contenía textos sobre Hegel, Rousseau, Nietzsche, Schopenhauer, Durkheim, Marcuse y Freud, Octavio Paz, el intelectual y la violencia, lo sagrado en las sociedades secularizadas, etcétera.
Sus trabajos posteriores entraban más de lleno en el ámbito literario: escribió sobre «Los "autores" del Quijote», sobre «Joyce y Dublín»... Incluso tuvo el proyecto de hacer una nueva colección de sus escritos, que acabó abandonando. La escasez de su obra no le resta importancia y rigor. Día a día aprendió a convivir con la muerte. «Mueren los ojos singulares / y la palabra que descubre», que escribió René Char.» (José Ignacio Gracia Noriega, La Nueva España, Oviedo, 4 de octubre de 2003, pág. 25.)
En 1994, con una introducción de Vidal Peña, apareció una recopilación de varios de sus textos ya editados, bajo el título El viaje a Siracusa. Ensayos de filosofía y teoría social, dentro de la colección La balsa de la Medusa, dirigida por Valeriano Bozal. (En ese libro se hace constar que fue publicado con una ayuda del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.) Dedica el autor esta recopilación de textos «A Carlos Moya» y «A Reyes Mate, a cuyo animoso aliento se debe la publicación de este libro.» También introduce el autor el siguiente texto en las primeras páginas: «A imagen de una planta, un libro es el resultado de la acción de diversas causas, especialmente de las conversaciones del autor del mismo con quienes han contribuido de modo más decisivo a conformar su pensamiento. Quiero mencionar aquí los nombres de quienes me parece que han desempeñado un papel más importante en mi caso: Felipe Martínez Marzoa; Antonio Escohotado; Carlos Moya, por quien leí a Max Weber y me interesé por la sociología; Fernando Savater (el Savater de La Filosofía tachada y Ensayo sobre Cioran); Pablo Fernández-Florez.» Transcribimos la introducción de Vidal Peña con la que se abre este libro:
«Introducción. El conjunto de los escritos filosóficos del profesor González Noriega indica un tipo de preocupaciones de carácter «filosófico general», persistente desde los primeros (de finales de los años sesenta-principios de los setenta) hasta los más recientes. Cierta autointerpretación de aquel «carácter» probablemente haya influido (aunque nada sé de cierto acerca de ello) en la voluntad de publicación de los mismos, precisamente ahora. No sería difícil que el autor sospechara (aunque, insisto, no lo sé) que el actual «estado del mundo» no desmentiría la oportunidad de sus preocupaciones filosóficas de siempre (aunque fuera sólo en cierto modo, y en la medida en que de cualquier supuesto estado del mundo cupiera concluir algo); preocupaciones que, en cambio, y en aquellos años iniciales, habrían podido ser vistas como marginales o extravagantes desde las que parecían ser «corrientes principales» filosóficas de entonces. Los primeros escritos de González Noriega surgieron cuando la filosofía española socialmente más «dinámica» (la que pretendía sustituir a cierta esclerosis escolástico-tradicional impuesta, y no sin eficacia, como filosofía oficial en nuestra posguerra) incluía, o bien la exigencia de politización (mantenida, ante todo, por las variantes del marxismo filosófico), o bien la modernización en clave de «filosofía científica» (rápida fórmula que subsume aquí la propagación de la lógica formal, la filosofía neopositivista de la ciencia y la filosofía analítica del lenguaje). Pues bien: González Noriega no parecía comulgar con ninguna de esas corrientes, sin ser tampoco –por supuesto– «oficialista»; ni siquiera rimaba del todo con otras «marginalidades» entonces emergentes, como la de un Trías –pongamos– o la de un Savater al que, in illo tempore, aún cabía considerar marginal.
González Noriega parecía arraigar en principio en otro suelo, más bien genéricamente «existencialista», propio de una generación inmediatamente anterior a la que por entonces despuntaba y luego tomaría el poder (filosófico y de otras clases): más o menos, la generación de quien esto suscribe. Quizá dicha implantación le hacía conectar la reflexión filosófica con la religión, en cuanto matriz cultural (cualificadamente española, además) de la que el filósofo se siente traumáticamente expulsado; la filosofía vendría a adoptar así el tono trágico de un desgarramiento vivido desde la individualidad. Para algunos de los afectados por ese tipo de conciencia –en cierto modo «desventurada»– no era raro que la filosofía alemana del ciclo del idealismo clásico apareciera como el lugar técnico-filosófico (por así decir) donde tales conflictos quedaban mejor enmarcados (incluso con esperanzas de «superación»); esa manera de ver las cosas no dejaba de prolongar cierta veta española, digamos, «heterodoxamente tradicional»: no hará falta recordar el krausismo –al menos, el anterior a su «convergencia» con el positivismo–, o al propio Unamuno. La esperanza de dar razón del conflicto filosófico-religioso (aliviando así, tal vez, sus consecuencias) suscitaba la consideración de la Sagrada Escritura como rico venero prefilosófico, integrable con el pensamiento griego en nuestro subsuelo cultural: todo ello convertía a un Hegel, p. ej., en importante punto de referencia (para González Noriega ha venido siéndolo siempre). La manera hegeliana de tratar los problemas filosófico-religiosos, en efecto, haría justicia, simultáneamente, a la importancia de aquella matriz religiosa y a su apasionada negación... justicia impartida, además, en términos dialécticos, tan apropiados para la vivencia trágica de un conflicto.
Sin embargo, la esperanza en la reconciliación canceladora del desgarramiento parece haber sido menos acogida por González Noriega (con toda su atención a Hegel), al dar cabida en sus preocupaciones a motivos filosóficos incluso antitéticos del hegeliano (aunque vinculados a la tradición alemana, en todo caso) como los de Schopenhauer o Nietzsche; la profundidad del planteamiento anti-ilustrado de la filosofía hegeliana de la religión, correctora de lo que –para una persona gestada culturalmente en la matriz religiosa, y arrancada de ella– podía muy legítimamente aparecer como ilustrada frivolidad, no dejaba de ofrecer inconvenientes, vistos otros aspectos del propio Hegel. ¿No sería uno el de la orientación hacia un objetivismo reconciliador, que acabaría por destituir de su puesto central al individuo, anestesiando un desgarramiento que, sufriente y todo, resultaba íntimamente querido? Acaso ese puesto central del individuo (sentido como tal, tanto desde la raíz existencialista de la condena a la libertad como desde la religiosa del alma que salvar) era visto como condición de cierta vivencia patética del conflicto, probablemente inseparable –de un modo psicológicamente inmediato– de la convicción de su misma profundidad.
Tal vez por eso, la música schopenhaueriana podía sonar mejor en ocasiones, al proponer una vía menos lógica, en que la captación y reconocimiento del dolor era expresa, y no puesta entre paréntesis ante el Logos; cierto que comprendía también una «salvación» superadora de la individualidad, pero al mismo tiempo la reconocía (frente a la implacable dureza hegeliana, que –en éste y en otros contextos– tantas veces acaba percibiéndose como «cinismo»), y la reconducía hacia una última substancia alógica: la del Noúmeno conservado bajo la forma de la Voluntad.
En cualquier caso, esas perspectivas colocaban los problemas filosóficos en un lugar distinto de la política: el terreno del dolor, de sus planteamientos y de sus posibles o imposibles soluciones no era el de esta última. Tampoco el de la filosofía científica, ni el de una analítica del lenguaje de dudosísimo valor terapéutico. El intelectual «politizado-de-izquierdas» aparecía a González Noriega (está muy claro en su artículo de 1970 acerca de «El intelectual y la violencia») como un caso penoso de alienación, metafísica y psiquiátrica. El intelectual de izquierdas –de la época– se le presentaba escindido entre la condena de la opresión contra los perjudicados en el reparto de los bienes de este mundo y la aceptación de esos «bienes» como tales, con el resultado de que el destino de los oprimidos, de cesar la opresión, sería el de convertirse en algo semejante a los no-oprimidos, lo que González Noriega no encontraba precisamente estimulante; el contenido de esa liberación consistiría en la banalización de la vida cotidiana, en competencia por insípidas parcelas de poder y posesión de objetos banales (pensemos lo que pensemos de esta actitud crítica, no ajena al mundo «francfortiano» clásico, lo que ha pasado en las dos décadas posteriores a aquel artículo parece indicar que, en todo caso, los intelectuales no eran tan distintos de como allí eran concebidos). En definitiva: el esquema de la dominación (incluida la dominación de la naturaleza por la técnica, aspiración de la que tampoco Marx se habría librado y que lo ligaría a aquello mismo que atacaba, en un común ideario progresista decimonónico) no serviría para plantearse la liberación. En este prematuro desencanto por el mundo de la política como «realización de la filosofía» acaso encuentre el autor, como decíamos al principio, títulos de legitimación para evocar hoy, publicándolo, lo que había sido escrito contra corriente en el pasado.
De todas formas, los escritos de González Noriega que a quien suscribe (quizá por deformación profesional de historiador de la filosofía) le parecen más interesantes son aquellos que podríamos llamar más «académicos». Me refiero a su estudio preliminar de la Guía espiritual de Molinos, su prólogo a la traducción de Sobre la Voluntad en la Naturaleza de Schopenhauer, su artículo sobre Nietzsche en el Diccionario de filosofía contemporánea y su introducción (sobre la noción de hecho social en Durkheim) a Las reglas del método sociológico. En esos lugares, que en principio habrían de ser más «convencionales», se da de hecho –me parece– una interesante tensión entre las pretensiones de exposición objetiva y un larvado «ajuste de cuentas» con lo expuesto: allí donde la actitud es –por exigencias del oficio– más «profesoral» late una lucha filosófica, que a veces (si no me equivoco, y eso aumenta el interés) es lucha del expositor contra sí mismo. Que en el último de esos escritos (de 1989), se subraye la conexión entre Hegel y Durkheim (éste como «positivizador» de aquél), así como las resonancias «teológicas» del concepto durkheimiano de «sociedad» (como opuesto al individualismo del contractualismo), y el efecto «desgarrador» producido por la interiorización de lo social en el individuo (interiorización que es a la vez coacción violenta y apoyo de la debilidad del «yo»), indicaría la persistencia de las que González Noriega se ha representado siempre como cuestiones filosóficas centrales. Desde su elogio de Octavio Paz hasta su crítica al «Estado químico» (en recensión «simpatética» de la reciente Historia general de las drogas de Antonio Escohotado), González Noriega habría fundado su causa filosófica en la individualidad, y en su problema crucial, que vendría a ser (si se nos permite la vertiginosa simplificación) el de cómo una nada tiene, a la vez, inevitables exigencias. De ese desgarramiento dan estos escritos testimonio, que lo es también de los problemas de un tiempo y una cultura.» (Vidal Peña, “Introducción” al libro de Santiago González Noriega, El viaje a Siracusa, Madrid 1994, págs. 15-18.)
Pocos días después de su fallecimiento el diario El País publicó la siguiente necrológica, donde no faltan algunas briznas progres (las «represalias de la dictadura») bien conservadas sin duda en el «grato y estimulante marco» de quienes viven bien, en la democracia, de la «investigación filosófica»:
«En la muerte de Santiago González Noriega, filósofo, sociólogo y profesor. La muerte de Santiago González Noriega (el pasado viernes 26 de septiembre en Madrid) ha puesto fin a una trayectoria intelectual llena de originalidad y riqueza, privando a la filosofía española de una de sus voces más incisivas y difícilmente clasificables.
Había nacido en Llanes, y de su infancia asturiana conservaba una gran sensibilidad para la belleza siempre inagotable de la naturaleza, una primera lección de infinitud. Su carrera profesional la inició como profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. En aquellos años publicó también sus primeros escritos. Víctima de las represalias de la dictadura, tuvo que abandonar su puesto, y, tras una estancia como becado en Alemania, prosiguió su carrera docente, primero en la UNED y por fin de nuevo en la Universidad Autónoma, al ser readmitido, junto con el resto de los expulsados, a la llegada de la democracia. Posteriormente, abandonó la enseñanza para dedicarse por entero a la investigación en el grato y estimulante marco del Instituto de Filosofía.
Como profesor fue excepcional. Nadie que haya asistido a una clase suya podrá olvidar su manera de comentar los textos, tan llena de lucidez y de entusiasmo, y cómo convertía las palabras de los filósofos, por antiguas, lejanas o poco estimulantes que parecieran, en un trozo de vida palpitando de sangre y de preguntas nuevas. Tenía esa generosidad tan rara de hacer aflorar lo mejor, lo más hondo, lo más personal de cada uno de sus alumnos, y su forma de dejar huella en ellos era desaparecer para que floreciese en cada cual ese dios que todos los silenos esconden. Su paciencia era infinita, pero sin complacencia, estimulando siempre, conduciendo al otro a superarse, a ir cada vez más allá.
Como filósofo y escritor, su obra no es muy extensa, pero basta para dar testimonio de su amena erudición, la amplitud y variedad de sus intereses, la brillantez de sus análisis y la profundidad, a veces visiblemente dolorosa, de su pensamiento. Una buena muestra de ello es su Viaje a Siracusa, donde aparecen comentarios sobre Nietzsche y Miguel de Molinos, acerca de Durkheim y de Hegel, o cuestionando los deberes éticos y cívicos del intelectual o simplemente del ciudadano, como el precioso texto que da título al libro. Y todo ello sin un asomo de hinchazón ni de pedantería y en un castellano límpido, pues para él la perfección formal era inseparable de la claridad y el orden de las ideas.
En los últimos tiempos su reflexión se centraba especialmente en la literatura y el arte, a los que se enfrentaba de otra manera, con una mirada distinta que llenaba los objetos de su estudio de nueva luz y descubría en ellos facetas insospechadas. Nunca tuvo esa estrechez de miras, bastante habitual en el mundo académico, que divide el mundo y el saber en compartimentos estancos, y jamás consideró que Hölderlin o Garcilaso pertenecieran menos a la historia del pensamiento que Kant o que Platón. Escribió así con inteligencia y humor sobre Cervantes, una de sus lecturas más constantes, o sobre Joyce, en cuya memoria recorrió amorosamente Dublín. Publicó también un exquisito texto sobre Proust y un trabajo sobre la pintura de Brueghel, una investigación que le apasionaba y que estaba ampliando y perfeccionando cuando le sorprendió la muerte.
Sus amigos recordaremos su conversación, siempre ingeniosa y chispeante, nunca banal; también su curiosidad intelectual, tan viva y despierta, la generosidad con la que compartía sus hallazgos o abría nuevas perspectivas para el trabajo de los demás, su disposición constante a prestar libros, recomendar películas, aconsejar viajes. Y sobre todo, el ejemplo de su definitiva y más honda lección de filosofía: el coraje para soportar el dolor y la enfermedad sin permitir que se apagara su sed de aprender ni sus ganas de gozar, sin engañarse a sí mismo y sin blasfemar ni por un momento de la vida. Así ha dado un último testimonio de cómo la filosofía, que nos ayuda a vivir, tiene también por misión enseñarnos a morir. Por ello, sólo me queda desear lo mismo que pedía Plinio el Joven lamentando la muerte de su amigo C. Rufo: que su recuerdo nos ayude a conservarnos dignos de su amistad, sin que su pérdida nos empuje a vivir con negligencia.» (Ana Martínez Arancón, El País, Madrid, 3 de octubre de 2003, pág. 65.)
Bibliografía cronológica de Santiago González Noriega
1969 «Marcuse y Freud», Revista de Occidente, nº 74, mayo 1969, págs. 228-236. [En VS nº 9, págs. 141-149.]
Traducción de Jean-Marie Auzias, El estructuralismo, Alianza (LB 176), Madrid 1969.
1970 «Octavio Paz, ensayista», Revista de Occidente, nº 88, julio 1970. [En VS nº 10, págs. 150-161.]
«El intelectual y la violencia», Cuadernos Hispanoamericanos, nº 247, julio 1970. [En VS nº 14, págs. 183-197.]
Prólogo y notas a Sobre la voluntad en la naturaleza, de Arthur Schopenhauer, Alianza (LB 230), Madrid 1970 (traducción de Miguel de Unamuno). [El prólogo, «La voluntad y la nada según Schopenhauer», en VS nº 4, págs. 75-83.]
1972 «El devenir en la filosofía de Nietzsche», en el libro colectivo En favor de Nietzsche, Taurus, Madrid 1972. [En VS nº 5, págs. 84-108.]
1973 «La afirmación del azar» (sobre La filosofía tachada, de Fernando Savater), Papeles de Son Armadans, nº 205, abril 1973. [En VS nº 11, págs. 165-170.]
1974 Traducción de Michel Gourinat, Introducción al pensamiento filosófico, 3 tomos, Istmo, Madrid 1974.
1975 Introducción y versión castellana de Hegel, Historia de Jesús, Taurus (Ensayistas 138), Madrid 1975. [La introducción, «Hegel y el Jesús evangélico», en VS nº 3, págs. 57-74.]
Traducción de Jacques Cosnier, Neurosis experimentales: de la psicología animal a la patología humana, Taller de Ediciones Josefina Betancor, Madrid 1975.
1976 «Juventud y aventura» (sobre La infancia recuperada, de Fernando Savater), Cuadernos Hispanoamericanos, 1976. [En VS nº 11, págs. 170-172.]
«Nietzsche», en Diccionario de filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca 1976. [Con el título «Nietzsche como pensador 'religioso'» en VS nº 6, págs. 109-113.]
«Schopenhauer», en Diccionario de filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca 1976.
1977 «Introducción» a la edición de la Guía espiritual, de Miguel de Molinos, realizada por Editora Nacional (BLPH 21), Madrid 1977. [En VS nº 1, págs. 21-45.]
1979 Traducción de René Char, Furor y misterio, Visor (Colección Visor de Poesía 96), Madrid 1979. Junto con Catalina Gallego Beuter.
1981 «La obra autobiográfica de Rousseau» Cuadernos Hispanoamericanos, nº 375, septiembre 1981, págs. 504-513. [En VS nº 2, págs. 46-56.]
«Filosofía y poesía», respuesta a la pregunta formulada por José Avello Flores a un grupo de escritores españoles, en Estaciones, primavera 1981. [Con el título «Filosofía y poesía: despedida de la academia filosófica», en VS nº 13, págs. 178-179.]
1983 Traducción de Jean Starobinski, Jean Jacques Rousseau: la transparencia y el olvido, Taurus (Ensayistas 230), Madrid 1983.
1985 «El pensamiento utópico en el mundo occidental» Cuadernos Hispanoamericanos, nº 424, 1985, págs. 176-177.
1988 Introducción, notas y traducción de Émile Durkheim, Las reglas del método sociológico y otros escritos sobre filosofía de las ciencias sociales, Alianza (LB 1320), Madrid 1988. [La introducción, «La noción de hecho social en Durkheim», en VS nº 7, págs. 114-129.]
1989 «Cultura y droga» en Revista de Occidente, nº 102, noviembre 1989. [Con el título «Antonio Escohotado: el viaje químico como aventura», en VS nº 12, págs. 173-177.]
1992 «Reflexiones sobre el fin del comunismo y la reconstrucción de la izquierda», en Diario 16, suplemento «Filosofía española contemporánea (IV)», junio 1992. [En VS nº 15, págs. 198-200.]
1993 Introducción y notas a Émile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Alianza (LB 1615), Madrid 1993 (traducción de Ana Martínez Arancón). [La introducción, «Sociedad y moralidad en Durkheim», en VS nº 8, págs. 130-140.]
«Lo sagrado en las sociedades secularizadas», Isegoría, nº 8, octubre 1993, págs. 132-150. [En VS nº 16, págs. 201-221.]
1994 El viaje a Siracusa. Ensayos de Filosofía y Teoría social, Visor (La Balsa de la Medusa, nº 68), Madrid 1994, 240 págs. Con una introducción de Vidal Peña. Colección de 17 textos. Los 16 primeros, ya editados, constituyen la mayor parte de la obra publicada del autor –en la relación anterior se hace figurar entre corchetes, con la sigla VS, el lugar y la paginación que ocupan en este libro–. El texto 17, «El viaje a Siracusa o la razón en tiempos de catástrofe», págs. 222-228, figura como en curso de publicación por el Círculo de Bellas Artes.
«Los 'autores' del Quijote», en La Balsa de la Medusa, nº 32, 1994, págs. 87-102; y en Iberoromania, nº 43, 1996, págs. 34-51.
1997 «El salón turbado por el toque de difuntos: muerte y duelo en Marcel Proust», Debats, nº 61, otoño 1997, págs. 82-97.
1998 «Joyce y Dublín», en La Balsa de la Medusa, nº 47, 1998.
2000 «La subida del calvario» de Pieter Bruegel. Cuadro contado, Diputación Provincial de Cuenca (Cuadernos del Hocinoco, nº 4), Fundación Antonio Pérez, Cuenca 2000, 36 págs.
Sobre Santiago González Noriega
2003 Santiago González Noriega, los «profesionales de la cultura» y los «hombres de izquierdas», Gustavo Bueno
2003 Taro, Ignacio Gracia Noriega
Textos de Santiago González Noriega en el proyecto Filosofía en español
1976 Nietzsche | Schopenhauer