Filosofía en español 
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Tomo tercero Carta XXIII

Erección de hospicios en España

Excmo. Señor.

1. Animado del mismo celo, que me movió a representar a V. E. la importancia de abreviar los procedimientos en los Tribunales de Justicia, le escribo ahora sobre la insigne utilidad, que resultará de erigir en todas las Ciudades principales de España Hospicios, o Casas, dotadas para habitación, y sustento de Pobres inválidos.

2. Para el buen gobierno de los Reinos es muchas veces inexcusable tomar algunas providencias gravosas para varios particulares; siendo preciso sacrificar la comodidad de éstos al interés del cuerpo político de la República: así como en el cuerpo natural es inexcusable ocasionar algo de dolor al brazo con la picadura de la lanceta, cuando para la salud del todo es conducente la sangría.

3. No hay que extrañar que respecto de tales providencias frecuentemente ocurran estorbos, que dificultan la ejecución, y aun tal vez hacen desvanecer la idea. Cuando los damnificados son muchos, y poderosos, la queja, el ruego, la negociación hacen una resistencia terrible. Pero es muy de extrañar, que otras providencias, que a nadie dañan, y al Público aprovechan, y que no tropiezan en alguno de los estorbos referidos, ni se huyen a la inteligencia de los Ministros, que pueden promoverlas, con todo no se lleven a ejecución.

4. Tal es la que propongo de la erección de Hospicios, cuya utilidad es notoria a cualquiera que haga alguna [256] reflexión; sin ser incómoda a otros, que a unos viles vagabundos, que prefieren la mendicidad ociosa a toda aplicación honesta; pero la misma incomodidad de éstos es un insigne beneficio para el Público.

5. Es constante, que entre los mendigos, que lo son por necesidad, se ingieren muchos, que lo son por vicio; hombres por su temperamento, y disposición, capaces de cualquier trabajo mecánico; pero que por mera holgazanería huyendo de él, abrazan la vida de pordioseros; y con la ficción de enfermedades, u defectos corporales que no tienen, representándose inválidos, abusan de la misericordia de los acomodados, y usurpan todo aquello que granjean; pues en el fondo tanto vale apropiarse con dolo lo que se da con título de limosna, como arrebatarlo furtivamente con la mano. Asi el Concilio Coloniense primero, part. II. cap. 6. los llama Pauperum depraedatores, raptoresque, de alieno viventes, mandando severamente, que en ningún modo se permitan.

6. Y no sólo son injustos con los particulares en el modo dicho, mas también con la República, a quien defraudan de la utilidad, que debían producirla con su aplicación al trabajo. Que debían, digo, pues la República es acreedora a que todos sus miembros la sirvan, cada uno respectivamente a su estado. Y lo que ella pierde en la ociosidad de estos vagabundos en mucho, porque son muchos ellos.

7. Purgaríase España de esta peste con el establecimiento de Hospicios; porque dado el orden de recoger en ellos a todos los pobres, y de negar a todo mendigo la limosna fuera de ellos; o los zánganos, de que hablo, consentían en abrazar el recogimiento, o no. Si lo primero, era fácil reconocer muy presto, que los males, u defectos que pretendía inhabilitarlos para el trabajo, eran supuestos, y los expelerían, y aun podría aplicárseles alguna pena por la impostura. Si no querían recogerse, les sería preciso aplicarse a algún oficio para no perecer de hambre.

8. Aun prescindiendo de lo que merecen los holgazanes por impostores, varios Legisladores miraron como crimen [257] digno de castigo, por sí sola la holgazanería. Dracón, aquel antiguo severísimo Legislador de los Atenienses, de cuyas Leyes se dijo, que estaban escritas con sangre, la castigaba con pena capital. Solón, que dio Leyes después a la misma República, puso entre ellas también castigo a los holgazanes; pero más moderado. Platón quería que se desterrasen de su República todos los mendigos voluntarios: Nullus mendicus nobis in Civitati sit; (de Legibus, Dial. 11,) y poco después: Extra fines expellatur: ut regio ad huiusmodi animali penitus pura fiat. Herodoto dice, que los Egipcios castigaban la ociosidad como crimen de Estado. Tácito refiere, que los Alemanes metían a los holgazanes en unas lagunas, en donde los dejaban expirar. Y por varias Leyes Imperatorias, expresadas en el Código de Justiniano, tit. de Mendicantibus validis, están impuestas penas a los que, sin ser inválidos, ejercen la mendicidad.

9. ¿Pero qué es menester alegar leyes de otras Regiones, y de otras edades, cuando en España las tenemos oportunísimas al asunto? Véanse en el Tomo 2 de la Nueva Recopilación, lib. 8, tit. 11, la ley 1, y 2. La primera dispone, que a los vagabundos, y holgazanes, capaces de trabajar, cualquiera por su autoridad pueda tomarlos, y servirse de ellos sin salario alguno, ni otra pensión, que darlos de comer. Y si ninguno quisiere servirse de ellos, las Justicias de los Lugares les hagan dar sesenta azotes, y les arrojen fuera. La segunda ordena, que con pregón público los obliguen a trabajar; y no lo haciendo, los den cincuenta azotes, y echen de los Pueblos.

10. Donde debo advertir, que estas leyes no quitan que, por razón de alguna circunstancia gravante, o en cualquier otro caso, en que la prudencia dicte, que el mal pide mayor remedio, se proceda con más severidad. No ignoraba dichas leyes el señor Bobadilla, y con todo echó a Galeras a un Pícaro, que agregando a la holgazanería la impostura, fingía enfermedad que no tenía. Acuérdome, (dice este sabio Político, lib. 2. cap, 13, num. 32) que el año de 68 en la Ciudad de Badajoz, llegándome a pedir [258] limosna un pobre muy acuitado con un brazo vendado, y alzado con un sosteniente, pareciéndome que era simulado, y fingido, hice que le mirase un Cirujano, y pareció estar sano, y muy bueno, y le envié a ejercitar los brazos al remo en las Galeras, para que allí desentumeciese el brazo. Como este artificio es bastantemente frecuente, podrá frecuentarse a proporción la pena.

11. Las utilidades, que de esta providencia resultarán a la República, son muy considerables. Lo primero, estos zánganos inútiles podrán convenirse en útiles Regnícolas, aplicados a la Agricultura, a la Marina, y a la Guerra. Y cuando no hubiese otra ocupación que darles, la República podría asalariarlos como peones para componer caminos, levantar puentes, hacer reparos contra inundaciones, plantar arboledas, que de todos estos beneficios se padece gran falta en España. Lo segundo, se limpiarán las poblaciones de ésta, que es a un tiempo inmundicia, y embarazo. Lo tercero se evitarán no pocos latrocinios, que cometen algunos de estos holgazanes, facilitándoles la entrada, y conocimiento de las ensenadas de las casas la capa, y título de pobres, por lo cual frecuentemente se desaparecen de ellas varias alhajas. Lo cuarto también se evitarán muchos pecados en otra materia; siendo cierto, que éstos que entran en las casas a título de pobres, son los medianeros más oportunos, y al mismo tiempo menos sospechosos para trabar comercios ilícitos entre uno, y otro sexo.

12. A excepción de la primera, las mismas utilidades que resultan de excluir los mendicantes válidos de los Pueblos, se siguen de incluir los inválidos en los Hospicios. Se siguen las mismas, digo, y con ventajas. Embarazan más, porque es mayor el número: son más fastidiosos a la vista por sus enfermedades, y defectos corporales; y en orden a los robos, y tercerías delincuentes, siendo tan aptos como los otros, pueden hacer más daño por ser mayor el número.

13. Pero la excepción, que respecto de los mendigos inválidos hago de la primera de las cuatro utilidades [259] señaladas, puede tener por otra parte su compensación, que es el trabajar éstos a beneficio común para algunas especies de fábricas; pues muy raro hay tan impedido, que no pueda emplearse en alguna ocupación mecánica.

14. Fuera de las conveniencias, que con el establecimiento proyectado logrará el Público, resta otra importantísima a favor de los mismos mendigos, o recogidos en el Hospicio, o precisados al trabajo, que es el vivir más cristianamente.

15. Yo no me atreveré a decir cuál de los dos extremos es más ocasionado a pecar, si el de la mucha riqueza, o el de la mucha pobreza; pero estoy algo inclinado a determinar por el segundo. La mucha riqueza ofrece muchas ocasiones; pero la mucha pobreza incita con más acres impulsos. La redundancia de bienes temporales puede fomentar la ambición, la soberbia, y la lascivia; pero mucho más es lo que la gran carestía de ellos estimula para la malevolencia, para la envidia, para el embuste, y para el robo. Y aun se puede añadir, por lo menos respecto de los mendicantes válidos, lo que sobre la indigencia influye para el vicio la ociosidad.

16. Con el establecimiento, pues, de los Hospicios se evitarán por la mayor parte los pecados de los pobres: en los recogidos, ya por su clausura, ya por los socorros espirituales que tienen, especialmente en la frecuencia razonable de los Santos Sacramentos: en los obligados a ocupaciones mecánicas por su trabajo corporal; el cual, no sólo en el cuerpo, mas también en el alma, excluye los malos efectos de la ociosidad.

17. Sé que muchos me dirán, que es fácil demostrar la utilidad de los Hospicios; pero es muy difícil su fundación, y mucho más su conservación, habiendo mostrado la experiencia varias dificultades, o tropiezos, que muchas veces han impedido lo primero, y muchas más imposibilitado lo segundo. Yo concedo la experiencia de esos tropiezos; pero niego constantemente, que ellos sean inevitables. Si se hace reflexión sobre las causas que han estorbado, [260] u deteriorado, y aun arruinado los Hospicios, se hallará sin duda, que si no todas, las más provinieron de las defectuosas providencias que se tomaron para su erección, y subsistencia; y conocidos los yerros, que se cometieron en ellas, no será difícil tomar mejor las medidas. Con efecto oigo, que en otras Naciones hay no pocos Hospicios, que se conservan muchos años después de su fundación. ¿Por qué en España no se podrá lograr lo mismo? El reglar la contribución necesaria para la fundación, y conservación es facilísimo. Hacerla indefectible también lo será, mediando la Autoridad Regia para la de los Legos, y la Pontificia para la de los Eclesiásticos; pues a lo que a todos interesa es justísimo que todos concurran.

18. Finalmente, por lo que mira a mayor especificación de las providencias convenientes a este asunto, me remito a lo que a V. E. puede informar el señor Don Antonio de Heredia, Marqués de Rafal, hoy dignísimo Corregidor de Madrid, que juzgo el sujeto de los más prácticos en la materia, que hay dentro de España. Nuestro Señor guarde a V. E. muchos años. Oviedo, &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo tercero (1750). Texto según la edición de Madrid 1774 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo tercero (nueva impresión), páginas 255-260.}

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18. Mas hay que reflexionar en la materia; y es, que ni aun ese medianísimo entendimiento, que a Vmd. le parecerá que basta para hacer todas aquellas advertencias, ni aun ése, es por la mayor parte necesario. Esta, que parece paradoja, se demuestra simplicísimamente. Es el caso, que por lo común estas advertencias son lecciones, que los jugadores toman unos de otros. Danse ordinariamente los jugadores unos a otros, y también a los mirones razón de las jugadas, y también recíprocamente corrigen unos a otros los yerros. De este modo van aprendiendo los [138] que por sí no eran capaces de instruirse bastantemente. Por el continuo comercio de unos Pueblos con otros puede suceder, que de cien jugadores, que hay en una Provincia, todos hayan sido aprendices de otros, y éstos de otros.

19. Pero por lo menos dirá Vmd. aquél, que fue el primer Maestro, y de propio marte hizo todo el cúmulo de advertencias necesarias para jugar con perfección, no se puede negar que era un hombre muy reflexivo. Respondo lo primero, que probabilísimamente no hubo jamás tal hombre en el Mundo. Nunca, o rarísima vez la perfección en un juego, o en un arte se debe al talento de un hombre solo. Siempre concurren muchos. Uno descubre una cosa, otro otra, y después se van congregando todos los descubrimientos. Respondo lo segundo, que si ese hombre solo en brevísimo tiempo advirtiese todo cuanto es menester para jugar con excelencia, no por eso le concedería un entendimiento muy sutil, o profundo, pero sí muy pronto, y ágil.

20. Mas si en un gran espacio de tiempo, y con mucha aplicación arribase a aquel grado de destreza, ni uno, ni otro. Yo he visto jugar muchas veces varios juegos de destreza, y en ellos algunos grandes jugadores; pero nunca, dando éstos razón de sus jugadas, percibí cosa alguna que pidiese ingenio, ni aun medianamente sutil, o que mereciese llamarse sutileza de ingenio. Así, el que en poco tiempo de propio marte adquiriese una gran destreza, sería de un entendimiento muy ágil, mas no por eso sutil.

21. Concluyo diciendo, que si los grados de destreza en jugar correspondiesen a los de entendimiento, los grandes jugadores de Ajedrez serían los mayores ingenios del Mundo; y aquel hombrecillo Calabrés, llamado Joaquino Greco, que se hizo admirar en todas partes por su eminencia en el manejo de aquel laberinto de piezas de varios movimientos, sería por lo menos igual en discurso a los Leibniz, y a los Newton. ¿Pero en qué otra cosa dio muestra de tener algún particular talento? La gran dificultad de este juego consiste únicamente en la multitud de combinaciones [139], que es menester tener presentes para determinar el movimiento de tal, o tal pieza: y esta presencia de multitud de combinaciones no pende del ingenio, sino de la facultad que llamo Atención extensiva, en la cual cabe mucho más, y menos. Lo mismo, a proporción, sucede en el juego de las Damas, aunque es la complicación de combinaciones mucho menor. Y bien lejos de pedir mucho ingenio este juego, puedo asegurar que el mayor jugador de Damas, que he conocido, era, y es de muy limitado discurso.

He obedecido a Vmd. en la forma que pude, y con igual voluntad lo haré en cuanto quiera ordenarme. Nuestro Señor guarde a Vmd. muchos años. Oviedo, &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo tercero (1750). Texto según la edición de Madrid 1774 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo tercero (nueva impresión), páginas 131-139.}