Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo quinto Carta XXI

Sobre la mayor, o menor utilidad de la Medicina, según su estado presente, y virtud curativa de la agua elemental

1. Muy señor mío: Dos son las preguntas, que Vmd. me hace en su Carta con fecha del día ocho de Marzo, ambas pertenecientes ad rem medicam. La primera, ¿si yo practico con mi propia persona las máximas, que para conservar, o restablecer la salud, publiqué en varias partes de mis Escritos? La segunda, ¿qué concepto tengo formado de las curaciones atribuidas al Doctor Don Vicente Pérez, alias el Médico del Agua?

§. I

2. En cuanto a la primera pregunta, yo no sé en qué puede Vmd. fundar la duda, o cómo no la resolvió luego que ella se excitó en su mente; porque tenía muy a mano la solución clarísima, y corriente, que voy a exponer: esto es; pues yo propuse aquellas máximas al público con el ánimo de que fuesen admitidas, tenía sin duda por conveniente su uso, y así lo expresé, cuando las propuse. ¿Quién no ve, que si dudase de la utilidad de ellas (mucho más las juzgase nocivas), cometería el gran delito de arriesgar la salud del prójimo, imbuyéndole de una doctrina medicinal falsa; o a lo menos peligrosa por incierta?

3. Por otra parte, el uso de las expresadas máximas visiblemente es de una gran comodidad: ya porque su principal, y aun casi total asunto, es persuadir una estrechísima parsimonia en la aplicación de medicamentos; ya [337] porque, en cuanto tratan del régimen, el que ordenan, así para enfermos, como para sanos, es sin comparación más tolerable, que el que comúnmente prescriben los Médicos. Y uno, y otro conspira a redimir a los supersticiosamente cuidadosos de su salud de aquella mísera, y angustiosa vida, que expresa el célebre, y verdaderísimo axioma, qui medice vivit, miserrime vivit.

4. Siendo, pues, cierto, que tengo, no solo por más útiles, mas también por más fáciles, y cómodas, que todas las opuestas a ellas, las reglas Médicas, que he estampado en mis libros, se sigue necesariamente, que yo no practico otras en orden a mi persona. Así lo ejecuto puntualmente, firme siempre en el concepto que hice de la utilidad de aquellas máximas; y aún más firme hoy que cuando las escribí, ya por algunas noticias nuevas, que adquirí en la lectura de los libros, ya por varias reflexiones pertenecientes a la misma materia, que hice después acá, y que expondré a Vmd. con la mayor claridad, que pueda.

§. II

5. El gran fundamento, que tuve para desconfiar de la Medicina reducida a los términos del conocimiento, que hasta ahora se ha adquirido de ella, y persuadir una estrechísima parsimonia en la aplicación de los remedios, fue la gran incertidumbre de esta Facultad: incertidumbre, digo, que se hace visible en la variedad, y oposición de opiniones de los Profesores. Yo había leido en algunos Autores de la primera nota lo bastante, para ver, que apenas hay cosa, en que firmar el pie. Después leí mucho más; porque aunque no estoy proveido de una gran copia de libros de esta Facultad, tengo, y he manejado un amplísimo suplemento de ellos en los extractos de las obras de más de cien Autores, esparcidos en los muchos tomos de las Memorias de Trevoux, que han salido a luz; y en quienes con la mayor exactitud, y claridad está expuestas sus varias opiniones, con tanto [338] encuentro de unas con otras, que en la numerosa copia de sus Autores juzgo no se hallan, ni aun dos solamente, que no estén discordantes en alguno o algunos puntos de grave importancia.

6. Supónese, que todos buscan la verdad. Supongo asimismo, que todos, o casi todos presumen haberla hallado, sino con toda certeza, a lo menos con una ventajosa probabilidad. También se debe suponer, que en parte algunos la hallaron. En parte, digo, prque siendo de una inmensa amplitud, así en le número de las enfermedades, como en la de los remedios la Medicina, así como sería hacer demasiada merded a sus más hábiles Profesores, pensar, que acertaron en cuanto escribieron; sería también una enormísima injuria, y bárbaro atentado, imaginar, que en todo erraron.

7. Debiendo, pues, darse por una verdad constante, que en los Escritos de Medicina hay yerros, y aciertos, sean más, o menos aquellos, o éstos; lo que resta es discernir unos de otros. Pero, hoc opus, hic labor. ¿Con qué arte se podrá hacer este discernimiento? Cada Autor propone su doctrina, como apoyada de la experiencia. ¿Y qué testigo más fidedigno en materias Médicas, y generalmente en todas las pertenecientes a la Física? Ninguno, sin duda, más acreedor a ser atendido. Quiero decir, que en esta materia de la atención pende el acierto, como de la inatención lo infinito, que en ella se yerra. Pero, ¡oh cuán raros son los que en las observaciones experimentales prestan la atención debida! Los cien ojos de Argos son pocos, para conocer cuanto es preciso inquirir en el examen de los experimentos; porque son muchas las causas, que pueden intervenir en la producción del efecto, que se presenta a la vista; y fijando el Médico la mira, como ordinariamente sucede, a una sola, es mucho más verosímil el yerro del dictamen, que el acierto.

8. Esa misma generalidad con que todos jactan fundarse en la experiencia, muestra, que la que llaman experiencia, es un testigo venal pronto a deponer a favor [339] de cualquiera, que le cita. Se ve esto claro, cuando por algún vicio de la Atmósfera, u otra causa, en una Corte, u otra grande población, se multiplican los enfermos de alguna especie de dolencia, nada mortal, o peligrosa. Estos llaman a varios Médicos, cada uno al de su devoción. Como los enfermos varían en la devoción con los Médicos, varían los Médicos en la devoción con los medicamentos. Uno sangra, otro purga, otro aplica ventosas, otro ordena un vomitorio, otro usa de refrigerantes, otro de confortativos, &c. La resulta es, que todos, o casi todos sanan; porque como la enfermedad es benigna, ella por sí misma cede al beneficio de la naturaleza. Pero los Médicos, lejos de convenir en ello, únicamente atribuyen la sanidad a la receta; se entiende cada uno a la suya. Y con la misma buena fe quedan los enfermos.

9. Para cuyo efecto, el mismo motivo prestan las enfermedades disgregadas, como regularmente sucede, que las que se amontonan en mayor copia, por alguna particular intemperie de éste, o aquel territorio. La razón es, porque contemplando las enfermedades en general, se halla, que el número de las graves, y peligrosas, que pueden necesitar el auxilio de la Medicina, ciertamente es cortísimo, comparado con el cúmulo de las leves, que se dejan vencer de las fuerzas ordinarias de la naturaleza. El Médico igualmente es llamado para unas, y otras; y por ignorante que sea, excediendo infinito el número de las leves al de las graves, de cualquiera modo que trate a los enfermos, son muchos más los que sanan, que los que mueren. Doy que el Médico purgue, y sangre sin tino: como dos o tres purgas, y tres, o cuatro sangrías, no son capaces de matar a un hombre, cuyas fuerzas aún están casi totalmente íntegras; pues hay quienes en ese estado no mueren de tres, o cuatro estocadas, aun tratados tan bárbaramente, no solo se salvarán los más, pero quedarán persuadidos, a que a las sangrías, y purgas deben la conservación de su vida. ¡Mas hay de aquellos pocos enfermos, a quienes uno de estos Médicos Dioclecianos, [340] encuentre con las fuerzas medio rendidas a la violencia de la enfermedad!

§. III

10. Siendo la experiencia, que comúnmente sirve de apoyo a los Médicos, tan falaz; esta misma experiencia tan falaz, es la que no solo acredita a los medicamentos con los Médicos, mas también a los Médicos con los enfermos. Apenas hay droga farmacéutica tan inútil, que no prediquen este, aquel, y el otro Médico, que hicieron milagros con ella, y que no se halle celebrada en algunos libros. Por es dijo nuestro divino Valles, que en nada desvarían tanto los Médicos, como en las virtudes, que atribuyen a los medicamentos: De nulla re nugantur magis Medicis, quam de medicamentorum viribus (cap. 74 Phylosoph. Sacrae.). Y el famoso Sydenhan, que los enfermos se curan en los libros, y mueren en sus camas, o en las de los Hospitales: Aegroti curantur in libris, & moriuntur in lectis.

11. Y la misma experiencia engañosa, que hace ilusiópn a los Médicos, para fiar de medicamentos inútiles, hace ilusión a los enfermos, para fiar de Médicos inhábiles. Como el Médico dice, que tiene experiencia de la virtud del medicamento; el enfermo dice, que tiene experiencia de la ciencia del Médico. En un Pueblo, donde hay muchos Médicos, o que pasan con nombre de tales, ninguno hay, por inepto que sea, que no sea buscado de varios enfermos, que se profesan devotos suyos. Si a cualquiera de éstos pretende desengañar algún hombre de razón, que conoce la ingnorancia del Médico, le responde muy satisfecho: Diga Vmd. lo que quisiere, a mí me va muy bien con él; y se se le apura, añadirá, que varias veces le ha sacado de las garras de la muerte; siendo así, que todo el beneficio, que le debió, fue, como ya apunté en otra parte, no darle algunos rempujones hacia el despeñadero, que guía al otro mundo. [341]

§. IV

12. Muchos fueron los Médicos, que se quejaron (algunos con demasiada amargura) de que yo hubiese tan abiertamente publicado la incertidumbre de la Medicina. Supongo los movería en parte el celo del honor de su Facultad; en parte el temor de que este desengaño, comunicado al público, rebajase algo sus pecuniarios emolumentos. Ni por un capítulo, ni por otro tuvieron razón. No por el primero: porque el honor, y nobleza de una Facultad no se mide por su mayor, o menor certidumbre. Gozan de ésta la Geometría, y la Aritmética en muy superior grado, que la Jurisprudencia; sin que por esto en la República Literaria sean más estimadas aquellas que ésta. Tampoco por el segundo: pues la experiencia muestra, que tantos Médicos asalariados hay ahora en los Pueblos, como había antes que yo tomase la pluma en la mano; y los salarios iguales a ahora, a lo que percibían entonces. Es verdad, que por el menor número de visitas, y de recetas, algunos regalillos se les rebajan en el discurso del año. Pero es justo, que lo lleven por amor de Dios, y también por el del prójimo.

13. Al contrario, si los Boticarios se armasen contra mí, en ningún modo lo extrañaría yo: porque efectivamente, si no en todos los Pueblos, en los más, de algunos años a esta parte se ha rebajado mucho el consumo de las drogas farmacéuticas; y por consiguiente la ganancia de los que las dispensan. Y como los que miran esta ahorro como favorable a la salud pública, atribuyéndolo principal, o totalmente a mi doctrina Médica (lo que me consta de muchos), me lo agradecen como beneficio, es natural, que los Boticarios estén resentidos de mí, como Autor de este perjuicio suyo. Sin embargo, como vieron que los Médicos tomaban por su cuenta esta causa, fiando a sus plumas el desagravio, se determinaron a ver los toros de talanquera.

14. Y aun puedo decir, que a mí me sucede lo mismo. [342] Quiero decir, que miro esta guerra literaria sin el más leve susto de que peligre mi dictamen en el suceso de ella, por tener también fortificado el sitio, en que le he colocado. Ya dije arriba, que cada día estoy más firme en el concepto de la grande incertidumbre de la Medicina, no solo porque sucesivamente fuí leyendo más, y más encuentros de unos Autores Médicos con otros, hasta el grado de poder asegurar, que apenas se hallará en el más clásico doctrina alguna perteneciente a la práctica curativa, que no sea contradicha por otros; mas también por ciertas nuevas reflexiones, que hice de algunos años a esta parte; de las cuales solo propondré a Vmd. dos, que creo, que a Vmd. y a otro cualquiera, que las lea, harán alguna fuerza.

15. La primera. Supongamos, que actualmente están estudiando Medicina doscientos jóvenes en varias Universidades de España. Para hacer un juicio prudencial del mayor, o mernor beneficio, que del estudio de éstos puede prometerse la salud pública, pasemos la consederación a otro igual número de Estudiantes, que se aplican a otra Facultad, que no pide, ni tanta sutileza, ni tanto estudio, como la Medicina. Para lo cual pongamos también, que en la Unviersidad de Alcalá, o en la de Valladolid, con el designio de lograr las conveniencias, que presenta el Estado Eclesiástico, se aplican doscientos jóvenes a la Teología Moral, precediendo, como regularmente sucede, el estudio de dos, o tres tratados de la Escolástica: y antecediendo a ésta la de la Lógica, y lo demás, que vulgarmente llaman las Artes. ¿Qué sujetos se pueden esperar, que salgan de esta colección? Iguales, con corta diferencia, a los que la experiencia nos muestra, que salen por lo común de otras colecciones semejantes.

16. ¿Y qué tales son estos? Del cúmulo de doscientos, por lo común salen tres, cuatro, o cinco sobresalientes, que pueden aspirar a Prebendas, o a los mejores Curatos: doce, o catorce, que habrán de contentarse con Curatos medianos; y todo el resto se repartirá en Curas [343] pobrísimos, y Clérigos mercenarios; y aun entre estos habrá algunos pocos, que por su incapacidad no podrán arribar a ordenarse.

17. Imaginemos ahora trasladados estos últimos al estado de la Medicina, para ver los progresos, que harán en ella. Suponiendo, que ésta es la más difícil, y obscura de todas las Facultades, que para suponerlo así, no es menester más que poner los ojos en aquellas palabras del primer Aforismo de Hipócrates: Ars longa, brevis vita, experimentum periculosum, occasio praeceps, iudicium difficile: suponiendo, digo, esta superior arduidad de la Ciencia Médica, se debe juzgar, que la habilidad sobresaliente, que bastaría a hacer un buen Teólogo, no podrá hacer más que un mediano Médico, y ni aun podrá llegar a esto, la que haría un mediano Teólogo.

18. ¡Pues aquí de Dios! ¿Cómo vemos, que todos los que estudian para Médicos, llegan a serlo; esto es, llegan a ser llamados Doctores, logran algún partido con razonable salario, y en los Pueblos donde estén asalariados, son de las personas más poderosas, y más atendidas?

19. Cierto Autor moderno {(a) D. Pedro de Peralta en su Historia de España}, para ponderar la sagacidad crítica, con que el Maestro Ambrosio de Morales discernía en las Historias entre lo cierto, lo falso, y lo dudoso, dice, que este sabio veía de noche. Y yo digo, que igual perspicacia pide la Medicina en sus Profesores. El Médico, que no ve de noche, se puede pronunciar, que nada ve; porque apenas hay verdad alguna práctica en esta Facultad, que no esté cubierta de tinieblas. ¿Pero están dotados de esta perspicacia tantos Profesores de la Medicina, como hay en éste, y otros Reinos? Ya se ve, que esto sería demasiado pedir. Contentémonos con mucho menos. ¿Serán tales la midad de ellos? ¿Seránlo la décima parte? ¿Seránlo la centésima?

§. V

20. Ya veo yo se me podrá decir, y con bastante apariencia de razón, que para la Medicina sea útil al género humano, no es menester tanta perspicacia. Ni lo que se acaba de decir de Ambrosio de Morales, se debe entender, sino como un elogio hiperbólico. En el Horizonte de las Ciencias se goza muy poco de luz meridiana, o perfectamente diurna. Mucho está sepultado en profunda noche. Pero no es muy poco lo que se divisa con aquella especie de luz como crepuscular, que ministran la conjetura, y la probabilidad, la cual luz, aunque algo débil, tiene grande uso en infinitas cosas de la vida humana; y el que nunca se sirve de ella, pierde mucho, que con su auxilio podría lograr: Como el caminante, que no da en paso hasta que descubre el Sol, y se retira a la posada al punto que el Astro se le esconde, pierde en cada jornada hora y media, que utiliza el que aprovecha los crepúsculos matutino, y vespertino en todo el viaje.

21. Ni se debe pensar, que la conjetura, y probabilidad enteramente, o en todas sus partes, carezca de rigurosa certidumbre; porque el Omnimpotente, que todas las cosas hizo in numero, pondere, & mensura, en todas dejó alguna puerta abierta a las Ciencias Matemáticas, que tratan de estas tres cosas; esto es, la Aritmética, la Geometría, y aun en alguna manera la Estática, que también, en cierto modo, las opiniones, y conjeturas se pesan. De este uso de la Matemática, aun en objetos opinables, se ve un ejemplo en el Discurso primero del Tomo V del Teatro Crítico, cuyo título es: Regla Matemática de la fe humana.

22. Hay también cosas en la Medicina, donde, aunque no pueda entrar por alguna parte el cálculo, o evidencia Matemática, se hace lugar a la certeza física fundada en la experiencia. Pongo por ejemplo. Hay certeza física de que la Quina es remedio curativo de las fiebres intermitentes, y el Mercurio del mal venéreo: tomada la proposición en general, aunque contraida a los [345] varios casos, que pueden ocurrir, no hay certeza alguna de que esos dos remedios lo han de ser en acto segundo, y efectivamente de dichos males, en tal sujeto, y tales circunstancias.

23. Donde, ni la certeza Matemática, ni la Física, tienen puerta por donde entrar, lo que realmente sucede en casi todos los casos particulares de la práctica curativa, aunque la arrogante presunción de algunos Profesores, hija legítima de su ignorancia, en mucha ocasiones les persuade ser infalible el buen efecto de sus recetas: En los casos, digo, que no admiten certidumbre alguna, solo queda el recurso al dictamen probable, o conjetural, el cual puede ser más, o menos útil, según los más, o menos grados de su probabilidad; observando, como se debe, que aquella luz intelectual, a quien por una rigurosa analogía doy el nombre de crepuscular, propia del dictamen puramente probable, tiene una gran latitud, asimismo que la luz corpórea del crepúsculo material, cuya latitud proporcional a la duración del crepúsculo, la cual es muy desigual de unos crepúsculos a otros, según las varias posituras de la esfera terraquea, respecto del Sol, viene a ser grandísima.

24. De que se infiere, que dando un solo grado de claridad, o de luz al minuto de la duración del crepúsculo, el menos claro de todos, que en el crepúsculo matutino es el que sucede inmediatamente, o el más próximo a las tinieblas de la noche, y en el vespertino, el que inmediatamente las precede, el minuto de la duración del crepúsculo contrapuesto a aquel, o al más claro de todos, que en el crepúsculo matutino es el más próximo al nacimiento del Sol, y en el vespertino el más próximo al ocaso, excede en luz al menos claro, cuanto excede el número 4322 a la unidad.

25. En que conviene advertir, que si queremos dividir la duración del crepúsculo en minutos terceros o cuartos {(a) Nota. Los Computistas de la duración del tiempo dividen la hora [346] en sesenta minutos primeros, el minuto primero en sesenta segundo, el segundo en sesenta terceros, y con esta misma progresión los van disminuyendo en las divisiones ulteriores} [346] (lo cual está a nuestro arbitrio, pues los Filósofos comunmente suponen infinitamente divisible este cuánto sucesivo, que llamamos tiempo, de la misma manera que el cuánto permanente), y cotejamos el minuto más claro de uno de los crepúsculos vecinos al Polo, con el más obscuro del correspondiente a la equinocial; se hallará, que distinguiendo, o dividiendo los grados del luz por minutos terceros, o cuartos {(a) Nota. El Padre Dechales en el lib. 2 de la Estática, proposición 22, suponiendo la duración del tiempo divisible, hasta minutos décimos, lo cual, dice, conceden los mismos, que niegan la infinita divisibilidad, suponiendo asimismo qpor la regla común de la aceleración de los graves en el descenso, que el movimiento de éstos, en cierta determinada proporción, cuanto es más vecino a su principio, tanto es más tardo, rigurosamente demuestra, que si una piedra desde el principio del mundo estuviese cayendo de alguna altura con aquel tardísimo movimiento correspondiente al primer minuto décimo de su descenso, aún hoy no habría bajado la séptima parte de un dedo} (lo cual también es arbitrario), aquel excede a éste en muchos millares, y aun millones de grados de luz, o claridad.

26. Como nada nos prohibe dividir por iguales menudencias los diferentes grados de la probabilidad Médica, o de aquella luz crepuscular propia de esa probabilidad; podemos fácilmente concebir una probabilidad tan grande, y otra tan pequeña, que aquella excede en algunos millares de grados a ésta. O para facilitar más la inteligencia del asunto, coloquemos esta desigualad de grados, no en la probabilidad objetiva, sino en la formal: quiero decir, en la diferente luz intelecutual, con que distintos Médicos miden, o pesan esa probabilidad.

27. No es dudable, que la distancia de los entendimientos humanos entre el muy penetrante, y el muy obtuso, así entre los Profesores de la Medicina, como en los de otra cualquiera Facultad, es tan grande, que se puede dividir en innumerables grados, aunque solo un Ángel [347] podrá discernir, y numerar esos grados. Esto se hará bien perceptible, comparando en cualquiera Facultad las producciones de los más hábiles Profesores, con las de los más ineptos. Compárese (pongo por ejemplo) una Oración de Cicerón, con otra del más desgraciado Predicador Sabatino. Compárese una pintura del Ticiano, o Rafael de Urbino, con uno de los moharrachos de la calle de Santiago de Valladolid. Compárese la divina Eneida de Virgilio con las coplas de Juan de Mena, o de otro versificador de los muchos que hay, aun inferiores a Juan de Mena. ¿Quién no ve, que entre cualesquiera de los dos extremos, que he señalado, hay una distancia tan enorme, que es divisible en centenares, y aun millares de grados, y por consiguiente, que hay la misma en la habilidad de los Artífices, o Autores? Aunque se debe confesar, que para diversificar tanto algunas producciones, pudo concurrir con la desigualdad de los Artífices el diverso cúmulo de circunstancias más, o menos favorables.

28. ¿Y quién no ve asimismo, que en la habilidad de los Médicos cabe la misma desigualdad, que en la de los Profesores de otras cualesquiera Facultades? Así, aunque en la práctica de la Medicina no se pueda pasar de probabilidades; dentro de su recinto hay, no solo unos más útiles, que otros; mas también unos, que son útiles, y otros, que son perniciosos; unos que prescriben confortativos, y otros que recetan venenos. ¿Venenos? Sí señor mío, venenos. ¿Los Médicos más rudos, de que hay tanta copia, no ordenan purgas, y sangrías? ¿Y qué es eso, hecho a contratiempo, como tan frecuentemente sucede, sino recetar venenos? Así yo, a los que los Médicos llaman remedios mayores, doy el nombre de venenos menores. En la clase de los venenos hay unos mayores, otros menores. Aquellos son los que quitan prontamente la vida, éstos los que inducen poco a poco, o lentamente la muerte. ¿Y qué hacen sino esto la purga, y la sangría, ordenadas intempestivamente, especialmemte si son muy repitidas?

29. Supuesta esta gran desigualdad en el talento, y [348] ciencia de los Médicos, aun sin entrar en cuenta los inútiles, o perniciosos, se debe suponer por consiguiente, que hay unos mucho más útiles que otros. Pero tomando, la cosa, no comparativa, sino absolutamente, ¿cuánta utilidad, o beneficio para el género humano podremos atribuir a los más hábiles? Sobre este asunto ya ha años me ocurrió una reflexión, que me hace temer grandemente, que esta utilidad sea muy limitada. Voy a exponer dicha reflexión.

30. Podemos hacer el juicio prudencial, de que por lo común en cada Reino los mejores Médicos son aquellos pocos, que se destinan a cuidar de la Salud del Soberano. Digo por lo común, porque una, u otra vez también sucede, que al Príncipe le envocan un hablador arrogante, muy pobre de ciencia, pero bien proveido de audacia, y se deja toda la vida en un rincón un Médico de excelente juicio, pero cuya modestia (por un error muy frecuente en el mundo) perjudica a su fama. Paréceme, que habrá en el recinto de España hasta mil Médicos, poco más, o menos. De éstos se escogen seis, u ocho para el Soberano, y su Familia, que como los más hábiles, se supone asimismo ser los más útiles. Lo mismo sucede a proporción en los demás Reinos.

31. ¿Y habrá alguna regla, con que se pueda medir la utilidad, o habilidad curativa de estos Médicos escogidos? Digo, que ciertamente la hay: no a la verdad dotada de la precisión rigurosamnete matemática, pero sí de aquella exactitud moral, con que comúnmente medimos las cosas más importantes de la vida humana. ¿Cuál es esta regla? La duración de la vida de los Príncipes, no haciendo el cómputo por la duración de la vida de uno, u otro Príncipe, ni aun de solos diez, catorce, o veinte, sí de un número mucho mayor; pues cuanto mayor sea el número, tanto más segura, y justa saldrá la cuenta.

32. Pregunto, pues, ahora. ¿Tomando una colección algo numerosa de Príncipes, se halla, que éstos vivan más, que los demás hombres? A esta pregunta han de responder [349] los que han frecuentado algo la lectura de las Historias. Y entretanto, que estos callan, me responderé yo a mi mismo por ellos, suponiendo, como debo, y como testifican mis Escritos, que en todo el discurso de mi vida literaria he dado bastantes ratos a esta lectura. Aseguro, pues, que cualquiera, que con reflexión lea las Historias Generales de varios Reinos, reconocerá, como yo, que las vidas de los Soberanos no fueron más prolongadas, que las dos particulares; de modo, que calculando un gran número, apenas resultará, que a cada Príncipe, uno con otro tocaron cuarenta años de vida. Y esto, aunque no entren en la cuenta, ni las mujeres violentas, que no están sujetas a las jurisdicción de los Médicos, ni las de los niños, que pierden la vida a los primeros alientos de la infancia; porque los muy niños, así como ocupan muy corto espacio local en el mundo abultan también muy poco en las Historias; por lo que así sus vidas, como sus muertes, son poco observables en ellas.

33. Empero, por decir algo más particular en la materia, trancibiré aquí algunas noticias muy propias de ella, que me presenta Mons. Amelot de la Housaie, en sus Memorias Históricas, y Políticas, copiando literalmente el pasaje. Este Autor, pues, en el Tomo II de dichas Memorias, pag. mihi 173, dice así: «Cristiano IV (Rey de Dinamarca) decía al Conde de Avaux, Embajador de Francia, que él era, no solo el más antiguo de todos los Reyes de la Cristiandad; pero a más de esto había visto tres mutaciones de Príncipes en todos los Reinos, y en casi todos los Principados de la Europa. Luis XIV puede decir lo mismo sin alguna excepción; porque es el Decano, no solo de todos los Reyes, mas también de todos los Duques, y Príncipes Soberanos de su tiempo. El vio cuatro Reyes en Dinamarca, Cristiano IV, Federico III, Cristiano V, y Federico IV: Cuatro en Suecia, la Reina Cristina, Carlos Gustavo, Carlos XI, y Carlos XII: Cinco en Polonia, Uladislao IV, Juan Casimiro, Miguel Wisnioviecki, Juan Sobieski, y Federico [350] Augusto: Cuatro en Portugal, Felipe IV, Juan IV, Alfonso VI, y Pedro II: Tres en España, Felipe IV, Carlos II, y Felipe V: Cinco en Inglaterra: Carlos I, Carlos II, Jacobo II, Guillermo III, y Ana I, hoy reinante: Tres Emperadores, Ferdinando III, Leopoldo Ignacio, y Joseph I: nueve Papas, y más de otros cien Príncipes, ya de Italia, ya de Alemania.»

34. No sé lo que vivió Cristiano IV. Luis XIV murió en los setenta y siete años de edad, espacio corto para sobrevivir a tanto cúmulo de Soberanos, si la mayor parte de estos no hubiesen vivido poco. Donde de paso adivierto, porque también concierne a mi propósito, que en el dilatado curso de diez y siete siglos, que mediaron entre el Emperador Octaviano Augusto (el cual murió en los 75), y el Rey Luis XIV, no me ocurre por ahora a la memoria Monarca alguno, que igualase, o por lo menos excediese considerablemente la edad de cualquiera de estos dos a excepción del Gran Mogol Autengzeb, que murió en el año de 1707 cerca del centésimo de su edad, cuya prolongación no debería a la Medicina; porque ¿qué tales Médicos habrá en aquella bárbara Región?

35. Puede ser, que sobre la reflexión, que acabo de exponer en orden a la limitada duración de la vida de los Príncipes, me hagan algunos la objeción, que vertiéndola yo (digo la reflexión) algún día por vía de conversación entre mis Compañeros de Religión, y de Escuela, uno de ellos, muy capaz, y despierto, me opuso, diciendo, que el no vivir los Príncipes, no obstante el mayor auxilio de la Medicina, más que los particulares, podía provenir de que aquellos verosímilmente abusan de la libertad, que les da la soberanía de su poder, para arrojarse a excesos en comida, y bebida, que no son tan fáciles a los particulares. A lo que yo le respondí, o repliqué con la verosimilitud opuesta, de que antes bien los Príncipes, por lo común, cometen menos desórdenes en comida, y bebida, que los particulares. [351]

36. La razón se toma de la vigilancia, no solo oportuna, mas aún importuna, con que el cuidado de reprimir sus golosinas, se aplican, como interesados en su conservación, los muchos, que los circundan, y asisten: la esposa, e hijos, si los tiene: el Medico presente a la mesa, y contando los bocados: todos los demésticos de escalera arriba: los Señores, y Ministros, que son admitidos a la conversación, que no pierden coyuntura, que se ofrezca, de manifestar con estudiados apotemas de parsimonia, y sobriedad su celo por la salud de su Señor, &c. Oí decir, que a nuestro buen Rey Felipe V, como violentamente la arrebataron algunas veces el plato de la mesa: llaneza, a que apenas hay quien se atreva con un Caballero particular. Y a la verdad, rarísimo será el Príncipe de corazón tan duro, que no ceda a las repetidas representaciones, y ruegos de los muchos, que sobre este asunto amorosamente le combaten, y de cuyo afecto, y lealtad está satisfecho.

37. Para los que no quieran dejarse convencer de esra razón, trasladaré el argumento a sujetos, a quienes es inadaptable la solución fundada en la ilimitada libertad de los Soberanos, quiero decir a los hijos de éstos, u otros jóvenes, cuyo alto nacimiento acerca de la dominación, y que dejaron de lograr por su anticipado fallecimiento.

38. Estos ilustres, o jóvenes, o niños, son educados con una atención la más escrupulosa a resguardarlos, no solo de cualquiera desorden en comida, y bebida, mas también de toda intemperie de la Atmósfera, generalmente de cuanto se considera puede ofender su salud, procediendo en todo, hasta la última menudencia, con consulta del Médico; el cual es uno de los mismos, que asisten a sus padres, o igual reputación a cualquiera de ellos. ¿Y qué se adelanta con esto? ¿Que vivan más que los hijos de cualesquiera medianos Hidalgos? En ninguna manera. Leánse las Historias de cualquiera Reino, y en ellas la serie de las generaciones de la casa dominante, o en [352] lugar de otros libros léase el gran Diccionario de Moreri. Lo que comúnmente se hallará es, que por dos, o tres, que sobrevivieron a sus padres, cuatro, o cinco murieron antes que ellos.

39. En el Autor citado arriba (Amelot de la Housaie) veo un ejemplo tan señalado a este propósito, que me parece dignísimo de no omitirlo aquí. Este Autor, digo, en el primer Tomo de sus Memorias, pag. 524, hace la cuenta, de que desde la muerte del Rey Don Manuel de Portugal, hasta la sucesión de nuestro Felipe II, nieto materno suyo; en aquella Corona murieron no menos, que veinte y dos herederos de ella, de que hace un catálogo individual insinuando juntamente, que cualquiera de ellos, que se hubiera conservado hasta el tiempo de la introducción del Rey Castellano en Portugal, hubiera sido preferido a éste. Debe suponerse, que unos Señores de tal estatura serían socorridos, ya para la curación de sus enfermedades, ya para la precautoria evitación de ellas, de Médicos muy acreditados. ¿Y qué resultó? Que sucesivamente (permítaseme esta expresión vulgar) fueron cayendo unos en pos de otros, como moscas, de la misma manera que los más miserables y desasistidos de cualquiera Pueblo.

§. VI

40. Por lo dicho hasta aquí me imputarán acaso algunos el dictamen, de que la Medicina tomada en general, enteramente es inútil al género humano. Pero esta deducción no sería justa, como manifestaré, proponiendo, y probando ciertas conclusiones pertenecientes al asunto.

41. Digo, pues, lo primero, que la Medicina, como hoy la ejercen los Profesores hábiles, lejos de ser nociva, es bastante útil. Tiene esta conclusión dos limitaciones, que deben ser atendidas. La primera en orden al tiempo presente: la segunda en orden a los Profesores hábiles. Y limitada de este modo la aserción, infiero su verdad de tres capítulos. [353]

42. El primero es, que hoy los Médicos medianamente hábiles (que no es menester para lo que voy a decir, que lo sean supremamente) reflejan más, y recetan menos. Apenas sin lastimar el corazón se puede traer a la memoria el estrago, que en los tiempos pasados hacía la multitud de remedios, o llamados tales. Hoy son muchos los Médicos desengañados en esta materia, y muchos más los enfermos. Si los avisos, que yo en orden a ella (la multitud de remedios) he dado en algunas partes de mis Escritos, ha contribuido, como muchos creen, a este desengaño, justamente tendré la satisfacción de haber hecho un gran servicio al Público.

43. En la destemplanza de algunos Médicos en recetar tienen gran parte de la culpa algunos Boticarios, que por dos caminos procuran interesar a los Médicos en ese exceso: ya porque acreditan, cuanto pueden, en los Pueblos de buenos Médicos a los Zotes, que hacen mucho gasto en sus oficinas: ya porque suelen regalarlos muy bien con ese motivo. Dígolo, porque lo sé, y porque importa, que llegue a noticia de todo el mundo esta verdad.

44. Ni será ocioso advertir aquí otra conclusión industriosa, igualmente que perniciosa, de tal cual Médico con este o aquel Boticario. Da a entender como misteriosamente el Médico, que posee un secreto admirable para la curación de alguna enfermedad, y dirige siempre la receta de su secreto a aquel determinado Boticario, a quien dice le comunicó para su manipualción, escribiendo, v. gr. Pillularum nostrarum, &c. o Pulveris nostri antifebrilis: o Aquae nostrae antiepilepticae, y la droga se vende muy cara con el título de preciosa, no siendo más, que una cosa vilísima, que no vale cuatro maravedís, ni aun un maravedí, porque de nada sirve. Conjuro a todo el mundo, para que nadie se deje engañar con esta maula. No niego la realidad de uno, u otro secreto raro. Pero a vuelta de uno, u otro verdadero, se ha hecho ilusión a los crédulos con cien secretos fabulosos.

45. El segundo capítulo es, que la dieta, que hoy [354] prescriben los Médicos advertidos, es mucho más racional. Ya se consulta hoy, más que en los tiempos anteriores, para ella, el apetito vivo del enfermo, siguiendo las advertencias de los ilustres Sydenhan, y Van Swieten, que yo publiqué en otra parte. Sobre todo, lo que en la dieta se ha variado, en orden a la bebida, es de suma importancia. Aun hay, a la verdad, algunos Profesores bárbaros, que abrasan a los febricitanes, concediéndoles con excesiva parsimonia el refrigerio del agua, lo que concurriendo con lo mucho que la fiebre disipa de la humedad del cuerpo, y lo muchísimo, que de ella derraman las purgas, y las sangrías, vienen a quedar enteramente exangües, y por exangües mueren algunos enfermos. Leí, que al Infante Cardenal Ferdinando, hijo de Felipe III, que murió en Flandes, haciendo la disección del cuerpo, para embalsamarle, hallaron las venas, y arterias sin gota de sangre. ¿Y por qué, sino por causas, que acabo de expresar? (Esta noticia histórica ya la dí en otra Carta, pero puede servir de algo repetida en ésta). En aquel tiempo eran infinitos los Médicos bárbaros, en orden a este particular. Aun hay ahora algunos, pero pienso, que no muchos.

46. El tercero es, que hoy se conocen algunos específicos, totalmente ignorados de los antiguos. Cuando no se hubieran descubierto otros más que la Quina, y el Mercurio, ¡cuánto bien tenemos en ellos, de que carecieron nuestros mayores!

47. Segunda Conclusión. Aun cuando no sea mucha la utilidad, que hoy recibimos de la Medicina, conviene favorecer su estudio, y ejercicio; porque se puede esperar, que esa utilidad en adelante sea mucho mayor. Dame ocasión, y motivo para dicha esperanza la especie, que acabo de tocar de los específicos. Descubriéronse en los dos, o tres últimos siglos, además de otros algunos, no tan ciertos, los dos utilísimos de la Quina, y el Mercurio, que estuvieron escondidos a los hombres en tantos siglos anteriores, y no porque no fuesen necesarios, por [355] lo menos el primero; pues siempre hubo fiebres intermitentes en el mundo. Aun del segundo no faltan quienes sospechan lo mismo, imaginando la enfermedad, a que sirve este remedio, muy antigua, aunque poco, o nada descubierta. Y aun algún grave Expositor se inclina mucho a que esa fue la que padeció el Santo Job, no contraida por vicio personal, muy ajeno de la virtud de aquel Justo, sino comunicada por herencia. ¿Quien quita, pues, que en lo venidero, multiplicándose las observaciones, se nos manifiesten otros específicos para diversas enfermedades?

48. Lo que digo de los específicos, se puede extender a cualesquiera nuevas luces, que ocultas hasta ahora, acaso el tiempo subsiguiente descubrirá en la Medicina. Lo que poco ha sucedió con las utilísimas observaciones de nuestro Solando de Luque, en orden al pulso, ignoradas por todos los Médicos anteriores, podrá suceder con otras, no menos importantes en las edades venideras.

49. Tercera Conclusión. Por más insuficiente, que se suponga la Medicina para curar los enfermos, siempre es una Facultad digna de la mayor estimación, y sus hábiles Profesores merecedores de cualquiera honra. La prueba, que voy a proponer para dicha conclusión, es la más decisiva del mundo. ¿En qué la fundo, pues? En que, aunque la Medicina no cure al hombre sus males, puede granjearle, y granjea efectivamente muchas veces el mayor de todos los bienes. Esto es, en muchas ocasiones, en que no puede conservarle la vida temporal, es sumamente conducente para que logre la eterna.

50. El caso no es metafísico, antes bastante frecuente. Hállase un enfermo, aunque amenazado de la muerte, totalmente ignorante de su peligro. Viene el Médico, y conociéndolo, se lo advierte, en cuya consecuencia le excita a la solicitación de los soberanos Sacramentos, en que él estaba tan lejos de pensar como cerca de morir sin ellos, si no librase de tan fatal situación el aviso del Médico. ¿Quién no ve, que en tales casos el Médico lleva [356] como de la mano el enfermo para el Cielo, desviándole del camino del abismo?

51. En que es justo contemplar la benigna providencia del Altísimo, que por sernos infinitamente más importante la vida eterna, que la temporal, dispuso las cosas de modo, que siendo corto el auxilio, que nos puede prestar la Medicina para la conservación de la segunda, es mucho lo que nos puede servir para el logro de la primera. En efecto, o porque el Criador dispuso nuestra constitución corpórea de modo, que naturalmente presetne más seguras señas de la gravedad, y peligro mayor, o menor de nuestros males, que de los medios conducentes a su curación; o porque graciosamente quiso dar al hombre más luces para el conocimiento de lo primero, que de lo segundo, es indubitable, que los Médicos alcanzan muchísimo más en aquella parte, que en ésta. Así frecuentemente sucede, que el Médico más docto está dudoso, y perplejo sobre lo que debe ejecutar en una enfermedad grave; y de ahí viene la comunísima oposición de dictámenes de unos con otros; pero en orden a la graduación del peligro los Doctos casi siempre están conformes.

52. Tan cierto es esto, que en los males gravísimos, no solo los Doctos, los Médicos medianísimos saben lo bastante para pronosticar su desgraciado éxito. Y aun en caso que duden, esto mismo basta para el bien del enfermo; porque la duda por sí sola los pone en la obligación de avisarle de su peligro.

53. De aquí infiero legítimamente, que un Médico estudioso, prudente, sagaz, y agudo, es, después de un Predicador sabio, y santo, la más preciosa alhaja, que puede tener una República. Y la que no puede adquirir uno de los primeros, conténtese con uno de los segundos, que para el fin a que Dios nos ha ordenado, aún este puede servir muy bien, y por consiguiente es merecedor de bastante estimación. Lo que digo de un Médico bueno, justísimamente se debe entender (que Médico es también con toda propiedad) de un buen Cirujano. Me duelo, y he [357] dolido siempre, de lo poco que es atendida esta Arte en España; cuando en la vecina Francia se cultiva felicísimamente, y de donde se podrían traer bastantes Artífices, que acá la ejerciesen, y enseñasen; y cuando se pierden razonables salarios en algunos Médicos, que solo tienen el nombre de tales (cuenta. No se me amplifique la proposición, que algunos digo, y no más) ¡Qué lástima es ver en nuestra Península dilatados territorios, donde no hay quien sepa curar una dislocación, o una fractura!

§. VII

54. Concluyo la Carta, respondiendo a la segunda duda, que Vmd. me propone, preguntándome, qué siento de la virtud curativa de la Agua elemental. Supongo, que ocasionó en Vmd. esa duda la variedad, con que oyó hablar del Doctor D. Vicente Pérez, llamado vulgarmente el Médico del Agua. Yo también oí hablar mucho de ese Médico; pero elogiándole por la mayor parte, y concurriendo a los elogios algunos pocos de la Profesión, aunque improbando su método los más: lo que yo, en cuanto a la segunda parte, no extrañé, porque siempre sucedió así. Esto es, siempre que algún Profesor introduce alguna novedad en la Medicina, todos los demás, aunque por lo común mutuamente discordes en cualquiera cura particular (nullo idem censente, dice Plinio, hablando de esta discordia de los Médicos), conspiran contra él, tratándole de sedicioso, rebelde, y perturbador del sagrado imperio Hipocrático, o Galénico.

55. Ciertamente no es el Doctor Pérez el inventor de este método. Muchos le precedieron, que practicaron el mismo, de algunos de los cuales se publicaron felicísimas curas. Sobre cuyo asunto dí bastantes noticias en el Tomo VIII del Teatro Crítico, disc. X, paradoja XVIII, y en el Tomo IV de Cartas, Carta IX, num. 31, y los tres siguientes.

56. Atento a lo que escribí en los dos lugares citados, y a la insigne virtud diluente, que tiene el agua, juzgo [358] probabilísimo, que ésta, bebida en mucha copia, puede ser instrumento para grandes curas en muchas ocasiones; pero con dos advertencias, que voy a proponer. La primera, que nunca convendré en que el agua sea remedio universal, como pretendía el Doctor D. Juan Vázquez Cortés, gran defensor, y práctico ejercitadísimo en el remedio del agua, de quien con este motivo hice memoria en los lugares citados arriba del Tomo VIII del Teatro, y Tomo IV de Cartas (sobre que yo en una Carta dirigida al mismo restiti illi in faciem), y como antes de D. Juan Vazquez resueltamente había afirmado Federico Hoffman, con tan visible contradicción, como atribuir en una de sus Obras esta excelencia a la agua, y en otra al vino, dos cosas tan incompatibles, como soplar, y sorber a un mismo tiempo.

57. La segunda advertencia es, que el remedio del agua en cantidad crecida pide ser administrado por Médico muy cauto, o reflexivo, que no solo se entere bien de las circunstancias de la enfermedad, y del sujeto, mas de hora en hora atentamente observe los efectos, que sucesivamente va apareciendo. Pero tiempo es ya de levantar la pluma, pues ya Vmd. estará cansado de leer, como yo también lo estoy de escribir.

58. Dios nuestro Señor dé a Vmd. muy larga vida, juntamente con la inestimable felicidad de no necesitar del aviso de Médico alguno, para prepararse dignamente al tránsito de ella a la otra. Oviedo, y Mayo 19 de 1759.

Apéndice

Estando para dar a la prensa esta Carta, con otras, que no considero totalmente inútiles, de que se compondrá el V Tomo, de las que, por honrarlas, apellido Curiosas, y Eruditas (que no hay padre, que no procure la honra de sus hijos), con ocasión de la esperanza, que la num. 47 de la presente propongo, de que en adelante se descubrirán algunos específicos, hasta ahora ignorados, me [359] ha ocurrido dar aquí noticia de uno para el mal de Piedra, así de los riñones, como de la vejiga, que aunque no es totalmente ignorado, pues en uno, u otro Libro se hace memoria de él, parece, que su uso, no sé por qué, es rarísimo, o casi ninguno. El omniscio, in re Medica, Boerhave tratando del cálculo, solo prescribe el régimen conveniente, y remedios genéricos, como laxantes, emolientes, oleosos, diuréticos, &c. desconfiando de cualesquiera específicos: Neque enim de specifis (dice) hactenus vera fides. En varios Escritos modernos se ve, que en Inglaterra, Francia, y otros Reinos se han practicado algo, y hablado mucho del que en el siglo que estamos, inventó la Inglesa Madama Stephens, sin hacer, a lo que yo entiendo, memoria de otro. Diósele bastante estimación a los principios; mas ya ésta se va perdiendo, sino se ha perdido del todo, habiendo publicado varios Médicos que le han experimentado inútil, y en muchas ocasiones pernicioso; asegurando, que cuando deshace la piedra, substituye al daño, que ésta hace en el cuerpo, otro mucho mayor.

El específico, pues, que propongo para el mal de Piedra, es la Betula, árbol nada exótico, muy semejante al Álamo negro, en las hojas, y en el tronco al Álamo blanco: y el motivo de proponerle es haber visto, que en este País, donde poco ha se ha introducido, muchos cálculosos, que usan de él, dicen maravillas de sus buenos efectos. De los autores, que tengo en mi Librería, hablan de él Etmulero, Juan Doleo, y los de Diccionario de Trevoux, &c. todos conformes, en que el jugo, que por incisión se saca de su tronco en la Primavera, tomando un vaso por la mañana en ayunas, es el que obra esta curación. Pero en este País de Asturias, donde hay bastantes árboles de toda especie, como también en Galicia, sé de muchos, que sin más diligencia, que cocer algunas astillas, o trozos de su madera en agua, y tomar de ella un vaso, por la mañana, y otro por la tarde, se ha librado de esta terrible enfermedad. El nombre, que tiene aquí [360] este benéfico árbol, es, Abedul, y en Galicia, Bido, o Bidueiro. En Castilla se llama también Abedul, en donde le hay.

Y ya que se habla aquí de específicos de nueva invención, aviso a los Lectores, que no se olviden de la Piedra de la Serpiente, remedio eficacísimo para la mordedura de sabandijas venenosas, y la hidrofobia, o mal de rabia que publiqué en el II Tomo del Teatro Crítico, discurso II, num. 52, y después confirmé en otras partes.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo quinto (1760). Texto según la edición de Madrid 1777 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión), páginas 336-360.}