Moscú
Federico Engels
Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana
Nota preliminar, para la edición de 1888
En el prólogo a su obra Contribución a la crítica de la Economía política (Berlín, 1859), cuenta Carlos Marx como en 1845, encontrándonos ambos en Bruselas, acordamos «elaborar conjuntamente nuestro punto de vista» –a saber: la concepción materialista de la historia, fruto sobre todo de los estudios de Marx– «en oposición al punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, a liquidar con nuestra conciencia filosófica anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana. El manuscrito –dos gruesos volúmenes en octavo– llevaba ya la mar de tiempo en Westfalia, en el sitio en que había de editarse, cuando se nos notifico de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publicación. En vista de ello, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, estaba ya conseguido».
Desde entonces han pasado más de cuarenta años, y Marx murió sin que a ninguno de los dos se nos presentase ocasión de volver sobre el tema. Acerca de nuestra actitud ante Hegel, nos hemos pronunciado alguna que otra vez, pero nunca de un modo completo y detallado. De Feuerbach, aunque en ciertos aspectos representa un eslabón intermedio entre la filosofía hegeliana y nuestra concepción, no habíamos vuelto a ocuparnos nunca.
Entretanto, la concepción marxista del mundo ha encontrado adeptos mucho más allá de las fronteras de Alemania y de Europa y en todos los idiomas cultos del mundo. Por otra parte, la filosofía clásica alemana experimenta en el extranjero, sobre todo en Inglaterra y en los países escandinavos, una especie de renacimiento, y hasta en Alemania parecen estar ya hartos de la bazofia ecléctica que sirven en aquellas Universidades, con el nombre de filosofía.
En estas circunstancias, parecíame cada vez más necesario exponer, de un modo conciso y sistemático, nuestra actitud ante la filosofía hegeliana, mostrar cómo nos había servido de punto de partida y cómo nos separamos de ella. Parecíame también que era saldar una deuda de honor, reconocer plenamente la influencia que Feuerbach, más que ningún otro filósofo posthegeliano, ejerciera sobre nosotros durante nuestro período de embate y lucha. Por eso, cuando la redacción de Neue Zeit{1} me pidió que hiciese la crítica del libro de Starcke sobre Feuerbach, aproveché de buen grado la ocasión. Mi trabajo se publicó en dicha revista (cuadernos 4 y 5 de 1886) y ve la luz aquí, en tirada aparte y revisado.
Antes de mandar estas líneas a la imprenta, he vuelto a buscar y a repasar el viejo manuscrito de 1845-46{2}. La parte dedicada a Feuerbach no está terminada. La parte acabada se reduce a una exposición de la concepción materialista de la historia, que sólo demuestra cuán incompletos eran todavía, por aquel entonces, nuestros conocimientos de historia económica. En el manuscrito no figura la crítica de la doctrina feuerbachiana; no servía, pues, para el objeto deseado. En cambio, he encontrado en un viejo cuaderno de Marx las once tesis sobre Feuerbach que se insertan en el apéndice. Trátase de notas tomadas para desarrollarlas más tarde, notas escritas a vuelapluma y no destinadas en modo alguno a la publicación, pero de un valor inapreciable por ser el primer documento en que se contiene el germen genial de la nueva concepción del mundo.
Londres, 21 de febrero de 1888.
I
Este libro{3} nos retrotrae a un período que, separado de nosotros en el tiempo por una generación, es a pesar de ello tan extraño para los alemanes de hoy, como si desde entonces hubiera pasado un siglo entero. Y sin embargo, este período fue el de la preparación de Alemania para la revolución de 1848; y cuanto ha sucedido de entonces acá en nuestro país, no es más que una continuación de 1848, más que una ejecución del testamento de la revolución.
Lo mismo que en Francia en el siglo XVIII, en la Alemania del siglo XIX la revolución filosófica fue el preludio de la política. Pero ¡cuán distintas la una de la otra! Los franceses, en lucha franca con toda la ciencia oficial, con la Iglesia, e incluso no pocas veces con el Estado; sus obras, impresas al otro lado de la frontera, en Holanda o en Inglaterra, y además, los autores, con harta frecuencia, dando con sus huesos en la Bastilla. En cambio los alemanes, profesores en cuyas manos ponía el Estado la educación de la juventud; sus obras, libros de texto consagrados; y el sistema que coronaba todo el proceso de desarrollo, el sistema de Hegel, ¡elevado incluso, en cierto grado, al rango de filosofía oficial del Estado monárquico prusiano! ¿Era posible que detrás de estos profesores, detrás de sus palabras pedantescamente oscuras, detrás de sus períodos largos y aburridos, se escondiese la revolución? Pues, ¿no eran precisamente los hombres a quienes entonces se consideraba como los representantes de la revolución, los liberales, los enemigos más encarnizados de esta filosofía que embrollaba las cabezas? Sin embargo, lo que no alcanzaron a ver ni el gobierno ni los liberales, lo vio ya en 1833, por lo menos un hombre; cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heine{4}.
Pongamos un ejemplo. No ha habido tesis filosófica sobre la que más haya pesado la gratitud de gobiernos miopes y la cólera de liberales, no menos cortos de vista, como sobre la famosa tesis de Hegel:
«Todo lo real es racional, y todo lo racional es real.»{5}
¿No era esto, palpablemente, la canonización de todo lo existente, la bendición filosófica dada al despotismo, al Estado policíaco, a la justicia de gabinete, a la censura? Así lo creía, en efecto, Federico Guillermo III; así lo creían sus súbditos. Pero, para Hegel, no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por el solo hecho de existir. En su doctrina, el atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario,
«la realidad, al desplegarse, se revela como necesidad»;
por eso Hegel no reconoce, ni mucho menos, como real, por el solo hecho de dictarse, una medida cualquiera de gobierno: él mismo pone el ejemplo «de cierto sistema tributario». Pero todo lo necesario se acredita también, en última instancia, como racional. Por tanto, aplicada al Estado prusiano de aquel entonces, la tesis hegeliana sólo puede interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en que es necesario; si, no obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo, sigue existiendo, lo malo del gobierno tiene su justificación y su explicación en lo malo de sus súbditos. Los prusianos de aquella época tenían el gobierno que se merecían.
Ahora bien; según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero el Imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la Gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y viable; pacíficamente, si lo viejo es lo bastante razonable para resignarse a morir sin lucha; por la fuerza, si se opone a esta necesidad. De este modo, la tesis de Hegel se torna, por la propia dialéctica hegeliana, en su reverso: todo lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en irracional; lo es ya, de consiguiente, por su destino, lleva en sí de antemano el germen de lo irracional; y todo lo que es racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía con la aparente realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional, se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer.{6}
Y en esto precisamente estribaba la verdadera significación y el carácter revolucionario de la filosofía hegeliana (a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo el movimiento filosófico desde Kant): en que daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del hombre. En Hegel, la verdad que debía de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, sólo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que ya no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y sentarse a admirar la verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno del conocimiento filosófico, en los demás campos del conocimiento y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de caducar y perecer. Del mismo modo que la burguesía, por medio de la gran industria, la concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con todas las instituciones estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva y de estados absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante esta filosofía, no existe nada definitivo, absoluto, sagrado; en todo pone de relieve su carácter perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior, cuyo mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía. Cierto es que tiene también un lado conservador, en cuanto que reconoce la legitimidad de determinadas fases del conocimiento y de la sociedad, para su época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su carácter revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie.
No necesitamos detenernos aquí a indagar si este modo de concebir concuerda totalmente con el estado actual de las ciencias naturales, que pronostican a la existencia de la misma Tierra un fin posible y a su habitabilidad un fin casi seguro; es decir, que asignan a la historia humana no sólo una vertiente ascendente, sino también otra descendente. En todo caso, nos encontramos todavía bastante lejos de la cúspide desde la que empieza a declinar la historia de la sociedad, y no podemos exigir tampoco a la filosofía hegeliana que se ocupase de un problema que las ciencias naturales de su época no habían puesto aún a la orden del día.
Lo que sí tenemos que decir es que en Hegel no aparece desarrollada con tanta nitidez la anterior argumentación. Es una consecuencia necesaria de su método, pero el autor no llegó nunca a deducirla con esta claridad. Por la sencilla razón de que Hegel veíase coaccionado por la necesidad de construir un sistema, y un sistema filosófico tiene que tener siempre, según las exigencias tradicionales, su remate en un tipo cualquiera de verdad absoluta. Por tanto, aunque Hegel, sobre todo en su Lógica, insiste en que esta verdad absoluta no es más que el mismo proceso lógico (y, respectivamente, histórico), vese obligado a poner un fin a este proceso, ya que necesariamente tenía que llegar a un fin, cualquiera que sea, con su sistema. En la Lógica puede tomar de nuevo este fin como punto de arranque, puesto que aquí el punto final, la idea absoluta –que lo único que tiene de absoluto es que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella– se «enajena», es decir, se transforma en la naturaleza, para recobrar más tarde su ser en el espíritu, o sea, en el pensamiento y en la historia. Pero, al final de toda la filosofía no hay más que un camino para producir semejante trueque del fin en el comienzo: decir que el término de la historia es el momento en que la humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y proclama que esta conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con ello, se erige en verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de Hegel, en contradicción con su método dialéctico, que destruye todo lo dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado bajo el peso de su lado conservador hipertrofiado. Y lo que decimos del conocimiento filosófico, es aplicable también a la práctica histórica. La humanidad, que en la persona de Hegel fue capaz de llegar a descubrir la idea absoluta, tiene que hallarse también prácticamente en condiciones de poder implantar en la realidad esta idea absoluta. Los postulados políticos prácticos que la idea absoluta plantea a sus contemporáneos no deben ser, por tanto, demasiado exigentes. Y así, al final de la Filosofía del Derecho nos encontramos con que la idea absoluta había de realizarse en aquella monarquía por estamentos que Federico Guillermo III prometiera a sus súbditos tan tenazmente y tan en vano: es decir, en una dominación indirecta limitada y moderada de las clases poseedoras, adaptada a las condiciones pequeñoburguesas de la Alemania de aquella época; demostrándosenos además, por vía especulativa, la necesidad de la aristocracia.
Como se ve, ya las necesidades internas del sistema alcanzan a explicar la deducción de una conclusión política extremadamente tímida, por medio de un método discursivo absolutamente revolucionario. Claro está que la forma específica de esta conclusión proviene del hecho de que Hegel era un alemán, y al igual que su contemporáneo Goethe, enseñaba siempre la oreja del filisteo. Tanto Goethe como Hegel eran, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes.
Mas todo esto no impedía al sistema hegeliano abarcar un campo incomparablemente mayor que cualquiera de los que le habían precedido, y desplegar dentro de este campo una riqueza de pensamiento que todavía hoy causa asombro. Fenomenología del espíritu (que podríamos calificar de paralelo de la embriología y de la paleontología del espíritu: el desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas etapas, concebido como la reproducción abreviada de las fases que recorre históricamente la conciencia del hombre), Lógica, Filosofía de la naturaleza, Filosofía del espíritu, esta última investigada a su vez en sus diversas subcategorías históricas: Filosofía de la Historia, del Derecho, de la Religión, Historia de la Filosofía, Estética, &c.; en todos estos variados campos históricos trabajó Hegel por descubrir y poner de relieve el hilo de engarce del desarrollo; y como no era solamente un genio creador, sino que poseía además una erudición enciclopédica, sus investigaciones hacen época en todos ellos. Huelga decir que las exigencias del «sistema» le obligan, con harta frecuencia, a recurrir a estas construcciones forzadas que todavía hacen poner el grito en el cielo a los pigmeos que le combaten. Pero estas construcciones no son más que el marco y el andamiaje de su obra; si no nos detenemos ante ellas más de lo necesario y nos adentramos bien en el gigantesco edificio, descubrimos incontables tesoros que han conservado hasta hoy día todo su valor. El «sistema» es, cabalmente, lo efímero en todos los filósofos, y lo es precisamente porque brota de una necesidad imperecedera del espíritu humano: la necesidad de superar todas las contradicciones. Pero superadas todas las contradicciones de una vez y para siempre, hemos llegado a la llamada verdad absoluta, la historia del mundo se ha terminado, y, sin embargo, tiene que seguir existiendo, aunque ya no tenga nada que hacer, lo que representa, como se ve, una nueva e insoluble contradicción. Tan pronto como descubrimos –y en fin de cuentas, nadie nos ha ayudado más que Hegel a descubrirlo– que planteada así la tarea de la filosofía, no significa otra cosa que pretender que un solo filósofo nos dé lo que sólo puede darnos la humanidad entera en su trayectoria de progreso; tan pronto como descubrimos esto, se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La «verdad absoluta», imposible de alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las verdades relativas, asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus resultados mediante el pensamiento dialéctico. Con Hegel termina, en general, la filosofía; de un lado, porque en su sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el conocimiento positivo y real del mundo.
Fácil es comprender cuán enorme tenía que ser la resonancia de este sistema hegeliano en una atmósfera como la de Alemania, teñida de filosofía. Fue una carrera triunfal que duró décadas enteras y que no terminó, ni mucho menos, con la muerte de Hegel. Lejos de ello, fue precisamente en los años de 1830 a 1840 cuando la «hegeliada» alcanzó la cumbre de su imperio exclusivo, llegando a contagiar más o menos hasta a sus mismos adversarios; fue durante esta época cuando las ideas de Hegel penetraron en mayor abundancia, consciente o inconscientemente, en las más diversas ciencias, y también, como fermento, en la literatura popular y en la prensa diaria, de las que se nutre ideológicamente la vulgar «conciencia culta». Pero este triunfo en toda la línea no era más que el preludio de una lucha intestina.
Como hemos visto, la doctrina de Hegel, tomada en conjunto, dejaba abundante margen para que en ella se albergasen las más diversas ideas prácticas de partido; y en la Alemania teórica de aquel entonces, había sobre todo dos cosas que tenían una importancia práctica: la religión y la política. Quien hiciese hincapié en el sistema de Hegel, podía ser bastante conservador en ambos terrenos; quien considerase como lo primordial el método dialéctico, podía figurar, tanto en el aspecto religioso como en el aspecto político, en la extrema oposición. Personalmente, Hegel parecía más bien inclinarse, en conjunto –pese a las explosiones de cólera revolucionaria bastante frecuentes en sus obras–, del lado conservador; no en vano su sistema le había costado harto más «duro trabajo discursivo» que su método. Hacia fines de la década del treinta, la escisión de la escuela hegeliana fue haciéndose cada vez más patente. El ala izquierda, los llamados jóvenes hegelianos, en su lucha contra los ortodoxos pietistas y los reaccionarios feudales, iban echando por la borda, trozo a trozo, aquella postura filosófico-elegante de retraimiento ante los problemas candentes del día, que hasta allí había valido a sus doctrinas la tolerancia y la protección del Estado. En 1840, cuando la beatería ortodoxa y la reacción feudal-absolutista subieron al trono con Federico Guillermo IV, ya no había más remedio que tomar abiertamente partido. La lucha seguía dirimiéndose con armas filosóficas, pero ya no se luchaba por objetivos filosóficos abstractos; ahora, tratábase ya, directamente, de acabar con la religión heredada y con el Estado existente. Aunque en los Deutsche Jahrbücher{7} los objetivos finales de carácter práctico se vistiesen todavía preferentemente con ropaje filosófico, en la Rheinische Zeitung{8} de 1842 la escuela de los jóvenes hegelianos se presentaba ya abiertamente como la filosofía de la burguesía radical ascendente, y sólo empleaba la capa filosófica para engañar a la censura.
Pero, en aquellos tiempos, la política era una materia espinosa; por eso los tiros principales se dirigían contra la religión; si bien es cierto que esa lucha era también, indirectamente, sobre todo desde 1840, una batalla política. El primer impulso lo había dado Strauss, en 1835, con su Vida de Jesús. Contra la teoría de la formación de los mitos evangélicos, desarrollada en ese libro, se alzó más tarde Bruno Bauer, demostrando que una serie de relatos del Evangelio habían sido fabricados por sus mismos autores. Esta polémica se riñó bajo el disfraz filosófico de una lucha de la «autoconciencia» contra la «sustancia»; la cuestión de si las leyendas evangélicas de los milagros habían nacido de los mitos creados de un modo espontáneo y por la tradición en el seno de la comunidad religiosa o habían sido sencillamente fabricados por los evangelistas, se hinchó hasta convertirse en el problema de si la potencia decisiva que marca el rumbo de la historia universal es la «sustancia» o la «autoconciencia»; hasta que, por último, vino Stirner, el profeta del anarquismo moderno –Bakunin ha tomado muchísimo de él– y coronó la «conciencia» soberana con su «Único» soberano{9}.
No queremos detenernos a examinar este aspecto del proceso de descomposición de la escuela hegeliana. Más importante para nosotros es saber esto: que la masa de los jóvenes hegelianos más decididos hubieron de recular, obligados por la necesidad práctica de luchar contra la religión positiva, hasta el materialismo anglo-francés. Y al llegar aquí, se vieron envueltos en un conflicto con su sistema de escuela. Mientras que para el materialismo lo único real es la naturaleza, en el sistema hegeliano ésta representa tan sólo la «enajenación» de la idea absoluta, algo así como una degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su producto discursivo, la idea, son lo primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general sólo por condescendencia de la idea puede existir. Y alrededor de esta contradicción se daban vueltas y más vueltas, bien o mal, como se podía.
Fue entonces cuando apareció La esencia del cristianismo, de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el «sistema» saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la contradicción, como sólo tenía una existencia imaginaria, quedaba resuelta. Sólo habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir por ella –pese a todas sus reservas críticas–, puede verse leyendo La Sagrada Familia.
Hasta los mismos defectos del libro contribuyeron a su éxito momentáneo. El estilo ameno, a ratos incluso ampuloso, le aseguró a la obra un mayor público y era desde luego un alivio, después de tantos y tantos años de hegelismo abstracto y abstruso. Otro tanto puede decirse de la deificación exagerada del amor, disculpable, aunque no justificable, después de tanta y tan insoportable soberanía del «pensar duro». Pero no debemos olvidar que estos dos flacos de Feuerbach fueron precisamente los que sirvieron de asidero a aquel «verdadero socialismo» que desde 1844 empezó a extenderse por la Alemania «culta» como una plaga, y que sustituía el conocimiento científico por la frase literaria, la emancipación del proletariado mediante la transformación económica de la producción por la liberación de la humanidad por medio del «amor»; en una palabra, que se perdía en esa repugnante literatura y en esa exacerbación amorosa cuyo prototipo era el señor Karl Grün.
Otra cosa que tampoco hay que olvidar es que la escuela hegeliana se había deshecho, pero la filosofía de Hegel no había sido críticamente superada. Strauss y Bauer habían tomado cada uno un aspecto de ella, y lo enfrentaban polémicamente con el otro. Feuerbach rompió el sistema y lo echó sencillamente a un lado. Pero para liquidar una filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa. Y una obra tan gigantesca como era la filosofía hegeliana, que había ejercido una influencia tan enorme sobre el desarrollo espiritual de la nación, no se eliminaba por el solo hecho de hacer caso omiso de ella. Había que «suprimirla» en el sentido que ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma, pero salvando el nuevo contenido logrado por ella. Cómo se hizo esto, lo diremos más adelante.
Mientras tanto, vino la revolución de 1848 y echó a un lado toda la filosofía, con el mismo desembarazo con que Feuerbach había echado a un lado a su Hegel. Y con ello, pasó también a segundo plano el propio Feuerbach.
II
El gran problema cardinal de toda la filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el pensar y el ser. Desde los tiempos remotísimos, en que el hombre, sumido todavía en la mayor ignorancia acerca de la estructura de su organismo y excitado por las imágenes de los sueños{10}, dio en creer que sus pensamientos y sus sensaciones no eran funciones de su cuerpo, sino de un alma especial, que moraba en ese cuerpo y lo abandonaba al morir; desde aquellos tiempos, el hombre tuvo forzosamente que reflexionar acerca de las relaciones de esta alma con el mundo exterior. Si el alma se separaba del cuerpo al morir éste y sobrevivía, no había razón para asignarle a ella una muerte propia; así surgió la idea de la inmortalidad del alma, idea que en aquella fase de desarrollo no se concebía, ni mucho menos, como un consuelo, sino como una fatalidad ineluctable, y no pocas veces, cual entre los griegos, como un infortunio verdadero. No fue la necesidad religiosa del consuelo, sino la perplejidad, basada en una ignorancia generalizada, de no saber qué hacer con el alma –cuya existencia se había admitido– después de morir el cuerpo, lo que condujo, con carácter general, a la aburrida fábula de la inmortalidad personal. Por caminos muy semejantes, mediante la personificación de los poderes naturales, surgieron también los primeros dioses, que luego, al irse desarrollando la religión, fueron tomando un aspecto cada vez más ultramundano, hasta que, por último, por un proceso natural de abstracción, casi diríamos de destilación, que se produce en el transcurso del progreso espiritual, de los muchos dioses, más o menos limitados y que se limitaban mutuamente los unos a los otros, brotó en las cabezas de los hombres la idea de un Dios único y exclusivo, propio de las religiones monoteístas.
El problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de toda la filosofía, tiene pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las ideas limitadas e ignorantes del estado de salvajismo. Pero no pudo plantearse con toda nitidez, ni pudo adquirir su plena significación hasta que la humanidad europea despertó del prolongado letargo de la Edad Media cristiana. El problema de la relación entre el pensar y el ser, problema que, por lo demás, tuvo también gran importancia en la escolástica de la Edad Media; el problema de saber qué es lo primario, si el espíritu o la naturaleza, este problema revestía, frente a la Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue creado por Dios, o existe desde toda una eternidad?
Los filósofos se dividían en dos grandes campos, según la contestación que diesen a esta pregunta. Los que afirmaban el carácter primario del espíritu frente a la naturaleza, y por tanto admitían, en última instancia, una creación del mundo bajo una u otra forma (y en muchos filósofos, por ejemplo en Hegel, la génesis es bastante más embrollada e imposible que en la religión cristiana), formaban en el campo del idealismo. Los otros, los que reputaban la naturaleza como lo primario, figuran en las diversas escuelas del materialismo.
Las expresiones idealismo y materialismo no tuvieron, en un principio, otro significado, ni aquí las emplearemos nunca con otro sentido. Más adelante veremos la confusión que se origina cuando se le atribuye otra acepción.
Pero el problema de la relación entre el pensar y el ser encierra, además, otro aspecto, a saber: ¿qué relación guardan nuestros pensamientos acerca del mundo que nos rodea con este mismo mundo? ¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real; podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo real, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico, esta pregunta se conoce con el nombre de problema de la identidad entre el pensar y el ser y es contestada afirmativamente por la gran mayoría de los filósofos. En Hegel, por ejemplo, la contestación afirmativa cae de su propio peso, pues, según esta filosofía, lo que el hombre conoce del mundo real es precisamente el contenido discursivo de éste, aquello que hace del mundo una realización gradual de la idea absoluta, la cual ha existido en alguna parte desde toda una eternidad, independientemente del mundo y antes que él; y fácil es comprender que el pensamiento pueda conocer un contenido que es ya, de antemano, un contenido discursivo. Asimismo se comprende, sin necesidad de más explicaciones que lo que aquí se trata de demostrar, se contiene ya tácitamente en la premisa. Pero esto no impide a Hegel, ni mucho menos, sacar de su prueba de la identidad del pensar y el ser otra conclusión; que su filosofía por ser exacta para su pensar, es también la única exacta, y que la identidad del pensar y el ser ha de comprobarla la humanidad, transplantando inmediatamente su filosofía del terreno teórico al terreno práctico, es decir, transformando todo el universo con sujeción a los principios hegelianos. Es ésta una ilusión que Hegel comparte con casi todos los filósofos.
Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por lo menos de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume y a Kant, que han desempeñado un papel considerable en el desarrollo de la filosofía. Los argumentos decisivos en refutación de este punto de vista han sido aportados ya por Hegel, en la medida en que podía hacerse desde una posición idealista; lo que Feuerbach añade de materialista, tiene más de ingenioso que de profundo. La refutación más contundente de estas extravagancias, como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la «cosa en sí» inaprensible de Kant. Las sustancias químicas producidas en el mundo vegetal y animal siguieron siendo «cosas en sí» inaprensibles hasta que la química orgánica comenzó a producirlas unas tras otras; con ello, la «cosa en sí» se convirtió en una cosa para nosotros, como por ejemplo, la materia colorante de la rubia, la alizarina, que hoy ya no extraemos de la raíz de aquella planta, sino que obtenemos del alquitrán de hulla, procedimiento mucho más barato y más sencillo. El sistema solar de Copérnico fue durante trescientos años una hipótesis, por la que se podía apostar cien, mil, diez mil contra uno, pero, a pesar de todo, una hipótesis; hasta que Leverrier, con los datos tomados de este sistema, no sólo demostró que debía existir necesariamente un planeta desconocido hasta entonces, sino que, además, determinó el lugar en que este planeta tenía que encontrarse en el firmamento, y cuando después Galle descubrió efectivamente este planeta{11}, el sistema de Copérnico quedó demostrado. Si, a pesar de ello los neokantianos pretenden resucitar en Alemania la concepción de Kant y los agnósticos quieren hacer lo mismo con la concepción de Hume en Inglaterra (donde no había llegado nunca a morir del todo), estos intentos, hoy, cuando aquellas doctrinas han sido refutadas en la teoría y en la práctica desde hace tiempo, representan científicamente un retroceso, y prácticamente no son más que una manera vergonzante de aceptar el materialismo por debajo de cuerda y renegar de él públicamente.
Ahora bien, durante este largo período, desde Descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más raudos de las Ciencias Naturales y de la industria. En los filósofos materialistas, esta influencia aflora a la superficie, pero también los sistemas idealistas fueron llenándose más y más de contenido materialista y se esforzaron por conciliar panteísticamente la antítesis entre el espíritu y la materia; hasta que, por último, el sistema de Hegel ya no representaba por su método y su contenido más que un materialismo puesto cabeza abajo de una manera idealista.
Se explica, pues, que Starcke, para caracterizar a Feuerbach, empiece investigando su posición ante este problema cardinal de la relación entre el pensar y el ser. Después de una breve introducción, en la que se expone, empleando sin necesidad un lenguaje filosófico pesado, el punto de vista de los filósofos anteriores, especialmente a partir de Kant, y en la que Hegel pierde mucho por detenerse el autor con exceso de formalismo en algunos pasajes sueltos de sus obras, sigue un estudio minucioso sobre la trayectoria de la propia «metafísica» feuerbachiana, tal como se desprende de la serie de obras de este filósofo relacionadas con el problema que nos ocupa. Este estudio está hecho de modo cuidadoso y es bastante claro, aunque aparece recargado, como todo el libro, con un lastre de expresiones y giros filosóficos no siempre inevitables, ni mucho menos, y que resultan tanto más molestos cuanto menos se atiene el autor a la terminología de una misma escuela o a la del propio Feuerbach y cuanto más mezcla y baraja términos tomados de las más diversas escuelas, sobre todo de esas corrientes que ahora hacen estragos y que se adornan con el nombre de filosóficas.
La trayectoria de Feuerbach es la de un hegeliano –no del todo ortodoxo, ciertamente– que marcha hacia el materialismo; trayectoria que, al llegar a una determinada fase, supone una ruptura total con el sistema idealista de su predecesor. Por fin le gana con fuerza irresistible la convicción de que la existencia de la «idea absoluta» anterior al mundo, que preconiza Hegel, la «preexistencia de las categorías lógicas» antes que hubiese un mundo, no es más que un residuo fantástico de la fe en un creador ultramundano; de que el mundo material y perceptible por los sentidos, del que formamos parte también los hombres, es lo único real y de que nuestra conciencia y nuestro pensamiento, por muy supersensuales que parezcan, son el producto de un órgano material, físico: el cerebro. La materia no es un producto del espíritu, y el espíritu mismo no es más que el producto supremo de la materia. Esto es, naturalmente, materialismo puro. Al llegar aquí, Feuerbach se atasca. No acierta a sobreponerse al prejuicio rutinario, filosófico, no contra la cosa, sino contra el nombre de materialismo. Dice:
«El materialismo es, para mí, el cimiento sobre el que descansa el edificio del ser y del saber del hombre; pero no es para mí lo que es para el fisiólogo, para el naturalista en sentido estricto, por ejemplo, para Moleschott, lo que forzosamente tiene que ser, además, desde su punto de vista y su profesión: el edificio mismo. Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante».
Aquí Feuerbach confunde el materialismo, que es una concepción general del mundo basada en una interpretación determinada de las relaciones entre la materia y el espíritu, con la forma concreta que esta concepción del mundo revistió en una determinada fase histórica, a saber: en el siglo XVIII. Más aún, lo confunde con la forma achatada, vulgarizada, en que el materialismo del siglo XVIII perdura todavía hoy en las cabezas de naturalistas y médicos y como era pregonado en la década del 50 por los predicadores errantes Büchner, Vogt, y Moleschott. Pero, al igual que el idealismo, el materialismo recorre una serie de fases en su desarrollo. Cada descubrimiento trascendental, hecho incluso en el campo de las Ciencias Naturales, le obliga a cambiar de forma; y desde que el método materialista se aplica también a la historia, se abre ante él un camino nuevo de desarrollo.
El materialismo del siglo pasado era predominantemente mecánico, porque por aquel entonces la mecánica, y además sólo la de los cuerpos sólidos –celestes y terrestres–, en una palabra, la mecánica de la gravedad, era, de todas las Ciencias Naturales, la única que había llegado en cierto modo a un punto de remate. La química sólo existía bajo una forma incipiente, flogística. La biología estaba todavía en mantillas; los organismos vegetales y animales sólo se habían investigado muy a bulto y se explicaban por medio de causas puramente mecánicas; para los materialistas del siglo XVIII, el hombre era lo que para Descartes el animal: una máquina. Esta aplicación exclusiva del rasero de la mecánica a fenómenos de naturaleza química y orgánica en los que, aunque rigen las leyes mecánicas, éstas pasan a segundo plano ante otras, superiores a ellas, constituía una de las limitaciones específicas, pero inevitables en su época, del materialismo clásico francés.
La segunda limitación específica de este materialismo consistía en su incapacidad para concebir el mundo como un proceso, como una materia sujeta a desarrollo histórico. Esto correspondía al estado de las Ciencias Naturales por aquel entonces y al modo metafísico, es decir, antidialéctico, de filosofar que con él se relacionaba. Sabíase que la naturaleza se hallaba sujeta a perenne movimiento. Pero, según las ideas dominantes en aquella época, este movimiento giraba no menos perennemente en un sentido circular, razón por la cual no se movía nunca de sitio, engendraba siempre los mismos resultados. Por aquel entonces, esta idea era inevitable. La teoría kantiana acerca de la formación del sistema solar acababa de formularse y se la consideraba todavía como una mera curiosidad. La historia del desarrollo de la Tierra, la geología, era aún totalmente desconocida y todavía no podía establecerse científicamente la idea de que los seres animados que hoy viven en la naturaleza son el resultado de un largo desarrollo, que va desde lo simple a lo complejo. La concepción antihistórica de la naturaleza era, por tanto, inevitable. Esta concepción no se les puede echar en cara a los filósofos del siglo XVIII tanto menos por cuanto aparece también en Hegel. En éste, la naturaleza, como mera «enajenación» de la idea, no es susceptible de desarrollo en el tiempo, pudiendo sólo desplegar su variedad en el espacio, por cuya razón exhibe conjunta y simultáneamente todas las fases del desarrollo que guarda en su seno y se halla condenada a la repetición perpetua de los mismos procesos. Y este contrasentido de una evolución en el espacio, pero al margen del tiempo –factor fundamental de toda evolución–, se lo cuelga Hegel a la naturaleza precisamente en el momento en que se habían formado la Geología, la Embriología, la Fisiología vegetal y animal y la Química orgánica, y cuando por todas partes surgían, sobre la base de estas nuevas ciencias, atisbos geniales (por ejemplo, los de Goethe y Lamarck) de la que más tarde había de ser teoría de la evolución. Pero el sistema lo exigía así y, en gracia a él, el método tenía que hacerse traición a sí mismo.
Esta concepción antihistórica imperaba también en el campo de la historia. Aquí, la lucha contra los vestigios de la Edad Media tenía cautivas todas las miradas. La Edad Media era considerada como una simple interrupción de la historia por un estado milenario de barbarie general; los grandes progresos de la Edad Media, la expansión del campo cultural europeo, las grandes naciones viables que habían ido formándose unas junto a otras durante este período y, finalmente, los enormes progresos técnicos de los siglos XIV y XV: nada de esto se veía. Este criterio hacia imposible, naturalmente, penetrar con una visión racional en la gran concatenación histórica, y así la historia se utilizaba, a lo sumo, como una colección de ejemplos e ilustraciones para uso de filósofos.
Los vulgarizadores, que durante la década del 50 pregonaban, como buhoneros, el materialismo en Alemania, no salieron, ni mucho menos, de este marco de sus maestros. A ellos, todos los progresos que habían hecho desde entonces las Ciencias Naturales sólo les servían como nuevos argumentos contra la existencia de un creador del mundo; y no eran ellos, ciertamente, los más llamados para seguir desarrollando la teoría. Y el idealismo, que había agotado ya toda su sapiencia y estaba herido de muerte por la revolución de 1848, podía morir, al menos, con la satisfacción de que, por el momento, la decadencia del materialismo era todavía mayor. Feuerbach tenía indiscutiblemente razón cuando se negaba a hacerse responsable de ese materialismo; pero a lo que no tenía derecho era a confundir la teoría de los predicadores de feria con el materialismo en general.
Sin embargo, hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, en tiempos de Feuerbach las Ciencias Naturales se hallaban todavía de lleno dentro de aquel intenso estado de fermentación que no llegó a su clarificación ni a una conclusión relativa hasta los últimos quince años: se había aportado nueva materia de conocimientos en proporciones hasta entonces insólitas, pero hasta hace muy poco no se logró enlazar y articular, ni por tanto poner un orden en este caos de descubrimientos que se sucedían atropelladamente. Cierto es que Feuerbach pudo asistir todavía en vida a los tres descubrimientos decisivos: el de la célula, el de la transformación de la energía y el de la teoría de la evolución, que lleva el nombre de Darwin. Pero, ¿cómo un filósofo solitario podía, en el retiro del campo, seguir los progresos de la ciencia tan de cerca, que le fuese dado apreciar la importancia de descubrimientos que los mismos naturalistas discutían aún, por aquel entonces, o no sabían explotar suficientemente? Aquí, la culpa hay que echársela única y exclusivamente a las lamentables condiciones en que se desenvolvía Alemania, en virtud de las cuales las cátedras de filosofía eran monopolizadas por pedantes eclécticos aficionados a sutilezas, mientras que un Feuerbach, que estaba cien codos por encima de ellos, debía aldeanizarse y avinagrarse en un pueblucho. No tuvo, pues, Feuerbach la culpa de que no se pusiese a su alcance la concepción histórica de la naturaleza, concepción que ahora ya es factible y que supera toda la unilateralidad del materialismo francés.
En segundo lugar, Feuerbach tiene toda la razón cuando dice que aunque el materialismo puramente naturalista es
«el cimiento sobre el que descansa el edificio del saber humano, no constituye el edificio mismo».
En efecto, el hombre no vive solamente en la naturaleza, sino que vive también en la sociedad humana, y ésta posee igualmente la historia de su evolución y su ciencia, ni más ni menos que la naturaleza. Tratábase, pues, de poner en armonía con la base materialista, reconstruyéndola sobre ella, la ciencia de la sociedad; es decir, el conjunto de las llamadas ciencias históricas y filosóficas. Pero esto no le fue dado a Feuerbach hacerlo. En este campo, pese al «cimiento», no llegó a desprenderse de las ataduras idealistas tradicionales, y él mismo lo reconoce con estas palabras:
«Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante».
Pero el que aquí, en el campo social, no marchaba «hacia adelante», no se remontaba sobre sus posiciones de 1840 o 1844, era el propio Feuerbach; y siempre, principalmente, por el aislamiento en que vivía, que le obligaba –a un filósofo como él, mejor dotado que ningún otro para la vida social– a extraer las ideas de su cabeza solitaria, en vez de producirlas por el contacto amistoso y el choque hostil con otros hombres de su calibre. Hasta qué punto seguía siendo idealista en este campo, lo veremos en detalle más adelante.
Aquí, diremos únicamente que Starcke va a buscar el idealismo de Feuerbach a mal sitio.
«Feuerbach es idealista, cree en el progreso de la humanidad» (pág. 19). «No obstante, la base, el cimiento de todo edificio sigue siendo el idealismo. El realismo no es, para nosotros, más que una salvaguardia contra los caminos falsos, mientras seguimos detrás de nuestras corrientes ideales. ¿Acaso la compasión, el amor y la pasión por la verdad y la justicia no son fuerzas ideales?» (pág. VIII).
En primer lugar, aquí el idealismo no significa más que la persecución de fines ideales. Y éstos guardan, a lo sumo, relación necesaria con el idealismo kantiano y su «imperativo categórico», pero el propio Kant llamó a su filosofía «idealismo trascendental», no porque, ni mucho menos, girase también en torno a ideales éticos, sino por razones muy distintas, como Starcke recordará. La creencia supersticiosa de que el idealismo filosófico gira en torno a la fe en ideales éticos, es decir, sociales, nació al margen de la filosofía, en la mente del filisteo alemán que se aprende de memoria en las poesías de Schiller las migajas de cultura filosófica que necesita. Nadie ha criticado con más dureza el impotente «imperativo categórico» de Kant –impotente, porque pide lo imposible, y por tanto nunca llega a traducirse en nada real–, nadie se ha burlado con mayor crueldad de ese fanatismo de filisteo por ideales irrealizables, a que ha servido de vehículo Schiller, como (véase, por ejemplo, la Fenomenología), precisamente, Hegel, el idealista consumado.
En segundo lugar, no se puede en modo alguno evitar que todo cuanto mueve al hombre tenga que pasar necesariamente por su cabeza: hasta el comer y el beber, procesos que comienzan con la sensación de hambre y sed, sentida con la cabeza, y terminan en la sensación de saciedad, sentida también con la cabeza. Las impresiones que el mundo exterior produce sobre el hombre se expresan en su cabeza, se reflejan en ella bajo la forma de sentimientos, de pensamientos, de impulsos, de actos de voluntad; en una palabra, de «corrientes ideales», convirtiéndose en «factores ideales» bajo esta forma. Y si el hecho de que un hombre se deje llevar por estas «corrientes ideales» y permita que los «factores ideales» influyan en él, si este hecho le convierte en idealista, todo hombre de desarrollo relativamente normal será un idealista innato y ¿de dónde van a salir, entonces, los materialistas?
En tercer lugar, la convicción de que la humanidad, al menos actualmente, se mueve a grandes rasgos en un sentido progresivo, no tiene nada que ver con la antítesis de materialismo e idealismo. Los materialistas franceses abrigaban esta convicción hasta un grado casi fanático, no menos que los deístas{12} Voltaire y Rousseau, llegando por ella, no pocas veces, a los mayores sacrificios personales. Si alguien ha consagrado toda su vida a la «pasión por la verdad y la justicia» –tomando la frase en el buen sentido– ha sido, por ejemplo, Diderot. Por tanto, cuando Starcke clasifica todo esto como idealismo, con ello sólo demuestra que la palabra materialismo y toda la antítesis entre ambas tendencias han perdido para él en este caso todo sentido.
El hecho es que Starcke hace aquí una concesión imperdonable –aunque tal vez inconsciente– a ese tradicional prejuicio de filisteo, establecido por largos años de calumnias clericales, contra el nombre de materialismo. El filisteo entiende por materialismo la glotonería y la borrachera, la codicia, el placer de la carne, la vida regalona, el ansia de dinero, la avaricia, la avidez, el afán de lucro y las estafas bursátiles; en una palabra, todos esos vicios sucios a los que él rinde un culto secreto; y por idealismo, la fe en la virtud, en el amor al prójimo y, en general, en un «mundo mejor», de la que baladronea ante los demás y en la que él mismo sólo cree, a lo sumo, mientras atraviesa por esa resaca o postración que sigue a sus excesos «materialistas» habituales, acompañándose con su canción favorita: «¿Qué es el hombre? Mitad bestia, mitad ángel».
Por lo demás, Starcke se impone grandes esfuerzos para defender a Feuerbach contra los ataques y los dogmas de los auxiliares de cátedra que hoy alborotan en Alemania con el nombre de filósofos. Indudablemente, para quienes se interesen por estos epígonos de la filosofía clásica alemana, la defensa es importante; al propio Starcke pudo parecerle necesaria. Pero nosotros haremos gracia de ella al lector.
III
Donde el verdadero idealismo de Feuerbach se pone de manifiesto, es en su filosofía de la religión y en su ética. Feuerbach no pretende, en modo alguno, acabar con la religión; lo que él quiere es perfeccionarla. La filosofía misma debe disolverse en la religión.
«Los períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos. Un movimiento histórico únicamente adquiere profundidad cuando va dirigido al corazón del hombre. El corazón no es una forma de la religión, como si ésta se albergase también en él; es la esencia de la religión» (citado por Starcke, pág. 168).
La religión es, para Feuerbach, la relación sentimental, la relación cordial de hombre a hombre, que hasta ahora buscaba su verdad en un reflejo fantástico de la realidad –por la mediación de uno o muchos dioses, reflejos fantásticos de las cualidades humanas– y ahora la encuentra, directamente, sin intermediario, en el amor entre el Yo y el Tú. Por donde, en Feuerbach, el amor sexual acaba siendo una de las formas supremas, si no la forma culminante, en que se practica su nueva religión.
Ahora bien; las relaciones sentimentales entre seres humanos, y muy en particular entre los dos sexos, han existido desde que existe el hombre. El amor sexual, especialmente, ha experimentado durante los últimos 800 años un desarrollo y ha conquistado una posición que durante todo este tiempo le convirtieron en el eje alrededor del cual tenía que girar obligatoriamente toda la poesía. Las religiones positivas existentes se han venido limitando a dar su altísima bendición a la reglamentación del amor sexual por el Estado, es decir, a la legislación matrimonial, y podrían desaparecer mañana mismo en bloque sin que la práctica del amor y de la amistad se alterase en lo más mínimo. En efecto, desde 1793 hasta 1798, la religión cristiana desapareció de hecho en Francia, hasta el punto de que el propio Napoleón, para restaurarla, no dejó de tropezar con resistencias y dificultades; y, sin embargo, durante este intervalo nadie sintió la necesidad de buscarle un sustitutivo en el sentido feuerbachiano.
El idealismo de Feuerbach estriba aquí en que para él las relaciones de unos seres humanos con otros, basadas en la mutua afección, como el amor sexual, la amistad, la compasión, el sacrificio, &c., no son pura y sencillamente lo que son de suyo, sin retrotraerlas en el recuerdo a una religión particular, que también para él forma parte del pasado, sino que adquieren su plena significación cuando aparecen consagradas con el nombre de religión. Para él, lo primordial, no es que estas relaciones puramente humanas existan, sino que se las considere como la nueva, como la verdadera religión. Sólo cobran plena legitimidad cuando ostentan el sello religioso. La palabra religión viene de religare y significa, originariamente, unión. Por tanto, toda unión de dos seres humanos es una religión. Estos malabarismos etimológicos son el último recurso de la filosofía idealista. Se pretende que valga, no lo que las palabras significan con arreglo al desarrollo histórico de su empleo real, sino lo que deberían denotar por su origen. Y, de este modo, se glorifican como una «religión» el amor entre los dos sexos y las uniones sexuales, pura y exclusivamente para que no desaparezca del lenguaje la palabra religión, tan cara para el recuerdo idealista. Del mismo modo, exactamente, hablaban en la década del 40 los reformistas parisinos de la tendencia de Luis Blanc, que no pudiendo tampoco representarse un hombre sin religión más que como un monstruo, nos decían: «Donc, l'athéisme c'est votre religion!»{13} Cuando Feuerbach se empeña en encontrar la verdadera religión a base de una interpretación sustancialmente materialista de la naturaleza, es como si se empeñase en concebir la química moderna como la verdadera alquimia. Si la religión puede existir sin su Dios, la alquimia puede prescindir también de su piedra filosofal. Por lo demás, entre la religión y la alquimia media una relación muy estrecha. La piedra filosofal encierra muchas propiedades de las que se atribuyen a Dios, y los alquimistas egipcios y griegos de los dos primeros siglos de nuestra era tuvieron también arte y parte en la formación de la doctrina cristiana, como lo han demostrado los datos suministrados por Kopp y Berthelot.
La afirmación de Feuerbach de que los «períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos» es absolutamente falsa. Los grandes virajes históricos sólo han ido acompañados de cambios religiosos en lo que se refiere a las tres religiones universales que han existido hasta hoy: el budismo, el cristianismo y el islamismo. Las antiguas religiones tribales y nacionales nacidas espontáneamente no tenían un carácter proselitista y perdían toda su fuerza de resistencia en cuanto desaparecía la independencia de las tribus y de los pueblos que las profesaban; respecto a los germanos, bastó incluso para ello el simple contacto con el imperio romano en decadencia y con la religión universal del cristianismo, que este imperio acababa de abrazar y que tan bien cuadraba a sus condiciones económicas, políticas y espirituales. Sólo es en estas religiones universales, creadas más o menos artificialmente, sobre todo en el cristianismo y en el islamismo, donde pueden verse los movimientos históricos generales con un sello religioso; e incluso dentro del campo del cristianismo este sello religioso, tratándose de revoluciones de un alcance verdaderamente universal, se circunscribía a las primeras fases de la lucha de emancipación de la burguesía, desde el siglo XIII hasta el siglo XVII, y no se explica, como quiere Feuerbach, por el corazón del hombre y su necesidad de religión, sino por toda la historia medieval anterior, que no conocía más formas ideológicas que la de la religión y la teología. Pero en el siglo XVIII, cuando la burguesía fue ya lo bastante fuerte para tener también una ideología propia, acomodada a su posición de clase, hizo su grande y definitiva revolución, la revolución francesa, bajo la bandera exclusiva de ideas jurídicas y políticas, sin preocuparse de la religión más que en la medida en que le estorbaba; pero no se le ocurrió poner una nueva religión en lugar de la antigua; sabido es cómo Robespierre fracasó en este empeño.
La posibilidad de experimentar sentimientos puramente humanos en nuestras relaciones con otros hombres se halla ya hoy bastante mermada por la sociedad erigida sobre los antagonismos y la dominación de clase en la que nos vemos obligados a movernos; no hay ninguna razón para que nosotros mismos la mermemos todavía más, divinizando esos sentimientos hasta hacer de ellos una religión. Y la comprensión de las grandes luchas históricas de clase se halla ya suficientemente enturbiada por los historiadores al uso, sobre todo en Alemania, para que acabemos nosotros de hacerla completamente imposible transformando esta historia de luchas en un simple apéndice de la historia eclesiástica. Ya esto sólo demuestra cuánto nos hemos alejado hoy de Feuerbach. Sus «pasajes más hermosos», festejando esta nueva religión del amor, hoy son ya ilegibles.
La única religión que Feuerbach investiga seriamente es el cristianismo, la religión universal del Occidente, basada en el monoteísmo. Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que el reflejo fantástico, la imagen refleja del hombre. Pero este Dios es, a su vez, el producto de un largo proceso de abstracción, la quintaesencia concentrada de los muchos dioses tribales y nacionales que existían antes de él. Congruentemente, el hombre, cuya imagen refleja es aquel Dios, no es tampoco un hombre real, sino que es también la quintaesencia de muchos hombres reales, el hombre abstracto, y por tanto, una imagen mental también. El propio Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos, la sumersión en lo concreto, en la realidad, se convierte, tan pronto como tiene que hablarnos de otras relaciones entre los hombres que no sean las simples relaciones sexuales, en un pensador completamente abstracto.
Para él, estas relaciones sólo tienen un aspecto: el de la moral. Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. En éste, la Ética o teoría de la moral es la Filosofía del Derecho y abarca: 1) el Derecho abstracto; 2) la moralidad; 3) la Ética que, a su vez, engloba la familia, la sociedad civil y el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma, lo tiene de realista el contenido. Juntamente a la moral se engloba todo el campo del Derecho, de la Economía, de la Política. En Feuerbach, es al revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del hombre; pero, como no nos dice ni una palabra acerca del mundo en que vive, este hombre sigue siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la religión. Este hombre no ha nacido de vientre de mujer, sino que ha salido, como la mariposa de la crisálida, del Dios de las religiones monoteístas, y por tanto no vive en un mundo real, históricamente surgido e históricamente determinado; entra en contacto con otros hombres, es cierto, pero éstos son tan abstractos como él. En la filosofía de la religión, existían todavía hombres y mujeres; en la ética desaparece hasta esta última diferencia. Es cierto que en Feuerbach nos encontramos, muy de tarde en tarde, con afirmaciones como éstas:
«En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña»; «el que no tiene nada en el cuerpo, porque se muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la cabeza, en el espíritu, ni en el corazón»; «la política debe ser nuestra religión», &c.
Pero con estas afirmaciones no sabe llegar a ninguna conclusión; son, en él, simples frases, y hasta el propio Starcke se ve obligado a confesar que la política era, para Feuerbach, una frontera infranqueable y
«la teoría de la sociedad, la Sociología, terra incognita».
La misma vulgaridad denota, si se le compara con Hegel en el modo como trata la contradicción entre el bien y el mal.
«Cuando se dice –escribe Hegel– que el hombre es bueno por naturaleza, se cree decir algo muy grande; pero se olvida que se dice algo mucho más grande cuando se afirma que el hombre es malo por naturaleza».
En Hegel, la maldad es la forma en que toma cuerpo la fuerza propulsora del desarrollo histórico. Y en este criterio se encierra un doble sentido: de una parte, todo nuevo progreso representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una rebelión contra las viejas condiciones, agonizantes, pero consagradas por la costumbre; y, por otra parte, desde la aparición de los antagonismos de clase, son precisamente las malas pasiones de los hombres, la codicia y la ambición de mando, las que sirven de palanca del progreso histórico, de lo que, por ejemplo, es una sola prueba continuada la historia del feudalismo y de la burguesía. Pero a Feuerbach no se le pasa por las mientes investigar el papel histórico de la maldad moral. La historia es para él un campo desagradable y descorazonador. Hasta su fórmula:
«El hombre que brotó originariamente de la naturaleza era, puramente, un ser natural, y no un hombre. El hombre es un producto del hombre, de la cultura, de la historia»;
hasta esta fórmula es, en sus manos, completamente estéril.
Con estas premisas, lo que Feuerbach pueda decirnos acerca de la moral tiene que ser, por fuerza, extremadamente pobre. El anhelo de dicha es innato al hombre y debe constituir, por tanto, la base de toda moral. Pero este anhelo de dicha sufre dos enmiendas. La primera es la que le imponen las consecuencias naturales de nuestros actos: detrás de la embriaguez, viene la resaca, y detrás de los excesos habituales, la enfermedad. La segunda se deriva de sus consecuencias sociales: si no respetamos el mismo anhelo de dicha de los demás, éstos se defenderán y perturbarán, a su vez, el nuestro. De donde se sigue que, para dar satisfacción a este anhelo, debemos estar en condiciones de calcular bien las consecuencias de nuestros actos y, además, reconocer igual legitimidad al anhelo correspondiente de los otros. La limitación racional de la propia persona en cuanto a uno mismo, y amor –¡siempre el amor!– en nuestras relaciones para con los otros, son, por tanto, las reglas fundamentales de la moral feuerbachiana, de las que se derivan todas las demás. Para cubrir la pobreza y la vulgaridad de estas tesis, no bastan ni las ingeniosísimas consideraciones de Feuerbach, ni los calurosos elogios de Starcke.
El anhelo de dicha muy rara vez lo satisface el hombre –y nunca en provecho propio ni de otros– ocupándose de sí mismo. Tiene que ponerse en relación con el mundo exterior, encontrar medios para satisfacer aquel anhelo: alimento, un individuo del otro sexo, libros, conversación, debates, una actividad, objetos que consumir y que elaborar. La moral feuerbachiana da por supuesto que todo hombre dispone de estos medios y objetos de satisfacción, o bien le da consejos excelentes, pero inaplicables, y no vale, por tanto, y no vale, por tanto, ni una perra chica para quienes carezcan de aquellos recursos. El propio Feuerbach lo declara lisa y llanamente:
«En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña»; «el que no tiene nada en el cuerpo, porque se muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la cabeza, en el espíritu ni en el corazón».
¿Acaso acontece algo mejor con la igualdad de derechos de los demás en cuanto a su anhelo de dicha? Feuerbach presenta este postulado con carácter absoluto, como valedero para todos los tiempos y todas las circunstancias. Pero, ¿desde cuándo rige? ¿Es que en la antigüedad se hablaba siquiera de reconocer la igualdad de derechos en cuanto al anhelo de dicha entre el esclavo y el amo, o en la Edad Media entre el siervo de la gleba y el barón? ¿No se sacrificaba el anhelo de dicha de la clase oprimida al de la clase dominante, sin miramiento alguno y «por imperio de la ley», el anhelo de dicha de la clase oprimida? –Sí, pero aquello era inmoral; hoy, en cambio, la igualdad de derechos está reconocida y sancionada–. Lo está sobre el papel, desde y a causa de que la burguesía, en su lucha contra el feudalismo y por desarrollar la producción capitalista, se vio obligada a abolir todos los privilegios de casta, es decir, los privilegios personales, proclamando primero la igualdad de los derechos privados y luego, poco a poco, la de los derechos públicos, la igualdad jurídica de todos los hombres. Pero el anhelo de dicha no se alimenta más que en una parte mínima de derechos ideales; lo que más reclama son medios materiales, y en este terreno la producción capitalista se cuida de que la inmensa mayoría de los hombres equiparados en derechos sólo obtengan la dosis estrictamente necesaria para malvivir; es decir, apenas si respeta el principio de la igualdad de derechos en cuanto al anhelo de dicha de la mayoría –si es que lo hace– mejor que el régimen de la esclavitud o el de la servidumbre de la gleba. ¿Acaso es más consoladora la realidad, en lo que se refiere a los medios espirituales de dicha, a los medios de educación? ¿No es un personaje mítico hasta el célebre «maestro de escuela de Sadowa»?{14}
Más aún. Según la teoría feuerbachiana de la moral, la Bolsa es el templo supremo de la moralidad... siempre que se especule con acierto. Si mi anhelo de dicha me lleva a la Bolsa y, una vez allí, sé medir tan certeramente las consecuencias de mis actos, que éstos sólo me acarrean ventajas y ningún perjuicio, es decir, que salgo siempre ganancioso, habré cumplido el precepto feuerbachiano. Y con ello, no lesiono tampoco el anhelo de dicha del otro, tan legítimo como el mío, pues el otro se ha dirigido a la Bolsa tan voluntariamente como yo, y, al cerrar conmigo el negocio de especulación, obedecía a su anhelo de dicha, ni más ni menos que yo al mío. Y si pierde su dinero, ello demuestra que su acción era inmoral por haber calculado mal sus consecuencias, y, al castigarle como se merece, puedo incluso darme mi puñetazo en el pecho, orgullosamente, como un moderno Radamanto. En la Bolsa impera también el amor, en cuanto que éste es algo más que una frase puramente sentimental, pues aquí cada cual encuentra en el otro la satisfacción de su anhelo de dicha, que es precisamente lo que el amor persigue y en lo que se traduce prácticamente. Por tanto, si juego en la Bolsa, calculando bien las consecuencias de mis operaciones, es decir, con fortuna, obro ajustándome a los postulados más severos de la moral feuerbachiana, y encima me hago rico. Dicho en otros términos, la moral de Feuerbach está cortada a la medida de la actual sociedad capitalista, aunque su autor no lo quisiese ni lo sospechase.
¡Pero el amor! Sí, el amor es, en Feuerbach, el hada maravillosa que ayuda a vencer siempre y en todas partes las dificultades de la vida práctica; y esto, en una sociedad dividida en clases, con intereses diametralmente opuestos. Con esto, desaparece de su filosofía hasta el último residuo de su carácter revolucionario, y volvemos a la vieja canción: amaos los unos a los otros, abrazaos sin distinción de sexos ni de posición social. ¡Es el sueño de la reconciliación universal!
Resumiendo. A la teoría moral de Feuerbach le pasa lo que a todas sus predecesoras. Está calculada para todos los tiempos, todos los pueblos y todas las circunstancias; razón por la cual no es aplicable nunca ni en parte alguna, resultando tan impotente frente a la realidad como el imperativo categórico de Kant. La verdad es que cada clase y hasta cada profesión tiene su moral propia, que viola siempre que puede hacerlo impunemente, y el amor, que tiene por misión hermanarlo todo, se manifiesta en forma de guerras, de litigios, de procesos, escándalos domésticos, divorcios y en la explotación máxima de los unos por los otros.
Pero, ¿cómo fue posible que el impulso gigantesco dado por Feuerbach resultase tan infecundo en él mismo? Sencillamente, porque Feuerbach no logra encontrar la salida del reino de las abstracciones, odiado mortalmente por él, hacia la realidad viva. Se aferra desesperadamente a la naturaleza al hombre; pero en sus labios, la naturaleza y el hombre siguen siendo meras palabras. Ni acerca de la naturaleza real, ni acerca del hombre real, sabe decirnos nada concreto. Para pasar del hombre abstracto de Feuerbach a los hombres reales y vivientes, no hay más que un camino: verlos actuar en la historia. Pero Feuerbach se resistía contra esto; por eso el año 1848, que no logró comprender, no representó para él más que la ruptura definitiva con el mundo real, el retiro a la soledad. Y la culpa de esto vuelven a tenerla, principalmente, las condiciones de Alemania que le dejaron decaer miserablemente.
Pero el paso que Feuerbach no dio, había que darlo; había que sustituir el culto del hombre abstracto, médula de la nueva religión feuerbachiana, por la ciencia del hombre real y de su desenvolvimiento histórico. Este desarrollo de las posiciones feuerbachianas, superando a Feuerbach, fue iniciado por Marx en 1845, con La Sagrada Familia.
IV
Strauss, Bauer, Stirner, Feuerbach, eran todos, en la medida que se mantenían dentro del terreno filosófico, retoños de la filosofía hegeliana. Después de su Vida de Jesús y de su Dogmática, Strauss sólo cultiva ya una especie de amena literatura filosófica e histórico-eclesiástica, a lo Renán; Bauer sólo aportó algo en el campo de la historia de los orígenes del cristianismo, pero en este terreno sus investigaciones tienen importancia; Stirner siguió siendo una curiosidad, aun después que Bakunin lo amalgamó con Proudhon y bautizó este acoplamiento con el nombre de «anarquismo». Feuerbach era el único que tenía importancia como filósofo. Pero la filosofía, esa supuesta ciencia de las ciencias que parece flotar sobre todas las demás ciencias específicas y las resume y sintetiza, no sólo siguió siendo para él un límite infranqueable, algo sagrado e intangible, sino que, además, como filósofo, Feuerbach se quedó a mitad de camino, por abajo era materialista y por arriba idealista; no venció críticamente a Hegel, sino que se limitó a echarlo a un lado como inservible, mientras que, frente a la riqueza enciclopédica del sistema hegeliano, no supo aportar nada positivo, más que una ampulosa religión del amor y una moral pobre e impotente.
Pero de la descomposición de la escuela hegeliana brotó además otra corriente, la única que ha dado verdaderos frutos, y esta corriente va asociada primordialmente al nombre de Marx{15}.
También esta corriente se separó de la filosofía hegeliana replegándose sobre las posiciones materialistas. Es decir, decidiéndose a concebir el mundo real –la naturaleza y la historia– tal como se presenta a cualquiera que lo mire sin quimeras idealistas preconcebidas; decidiéndose a sacrificar implacablemente todas las quimeras idealistas que no concordasen con los hechos, enfocados en su propia concatenación y no en una concatenación imaginaria. Y esto, y sólo esto, es lo que se llama materialismo. Sólo que aquí se tomaba realmente en serio, por vez primera, la concepción materialista del mundo y se la aplicaba consecuentemente –a lo menos, en sus rasgos fundamentales– a todos los campos posibles del saber.
Esta corriente no se contentaba con dar de lado a Hegel; por el contrario, se agarraba a su lado revolucionario, al método dialéctico, tal como lo dejamos descrito más arriba. Pero, bajo su forma hegeliana este método era inservible. En Hegel, la dialéctica es el auto desarrollo del concepto. El concepto absoluto no sólo existe desde toda una eternidad –sin que sepamos dónde–, sino que es, además, la verdadera alma viva de todo el mundo existente. El concepto absoluto se desarrolla hasta llegar a ser lo que es, a través de todas las etapas preliminares que se estudian por extenso en la Lógica y que se contienen todas en dicho concepto; luego, se «enajena» al convertirse en la naturaleza, donde, sin la conciencia de sí, disfrazado de necesidad natural, atraviesa por un nuevo desarrollo, hasta que, por último, recobra en el hombre la conciencia de sí mismo; en la historia, esta conciencia vuelve a elaborarse a partir de su estado tosco y primitivo, hasta que por fin el concepto absoluto recobra de nuevo su completa personalidad en la filosofía hegeliana. Como vemos en Hegel, el desarrollo dialéctico que se revela en la naturaleza y en la historia, es decir, la concatenación causal del progreso que va de lo inferior a lo superior, y que se impone a través de todos los zigzags y retrocesos momentáneos, no es más que un cliché del automovimiento del concepto; automovimiento que existe y se desarrolla desde toda una eternidad, no se sabe dónde, pero desde luego con independencia de todo cerebro humano pensante. Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos a las posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro cerebro las imágenes de los objetos reales, en vez de considerar a éstos como imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades. Pero, con esto, la propia dialéctica del concepto se convertía simplemente en el reflejo consciente del movimiento dialéctico del mundo real, lo que equivalía a poner la dialéctica hegeliana cabeza abajo; o mejor dicho, a invertir la dialéctica, que estaba cabeza abajo, poniéndola de pie. Y, cosa notable, esta dialéctica materialista, que era desde hacía varios años nuestro mejor instrumento de trabajo y nuestra arma más afilada, no fue descubierta solamente por nosotros, sino también, independientemente de nosotros y hasta independientemente del propio Hegel, por un obrero alemán: Joseph Dietzgen{16}.
Con esto volvía a ponerse en pie el lado revolucionario de la filosofía hegeliana y se limpiaba al mismo tiempo de la costra idealista que en Hegel impedía su consecuente aplicación. La gran idea cardinal de que el mundo no puede concebirse como un conjunto de objetos terminados, sino como un conjunto de procesos, en el que las cosas que parecen estables, al igual que sus reflejos mentales en nuestras cabezas, los conceptos, pasan por una serie ininterrumpida de cambios, por un proceso de génesis y caducidad, a través de los cuales, pese a todo su aparente carácter fortuito y a todos los retrocesos momentáneos, se acaba imponiendo siempre una trayectoria progresiva; esta gran idea cardinal se halla ya tan arraigada, sobre todo desde Hegel, en la conciencia habitual, que, expuesta así, en términos generales, apenas encuentra oposición. Pero una cosa es reconocerla de palabra y otra cosa es aplicarla a la realidad concreta, en todos los campos sometidos a investigación. Si en nuestras investigaciones nos colocamos siempre en este punto de vista, daremos al traste de una vez para siempre con el postulado de soluciones definitivas y verdades eternas; tendremos en todo momento la conciencia de que todos los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallarán condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para la vieja metafísica todavía en boga: de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo idéntico y lo distinto, lo necesario y lo fortuito; sabemos que estas antítesis sólo tienen un valor relativo, que lo que hoy reputamos como verdadero encierra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más tarde, del mismo modo que lo que ahora reconocemos como falso guarda su lado verdadero, gracias al cual fue acatado como verdadero anteriormente; que lo que se afirma necesario se compone de toda una serie de meras casualidades y que lo que se cree fortuito no es más que la forma detrás de la cual se esconde la necesidad, y así sucesivamente.
El viejo método de investigación y de pensamiento que Hegel llama «metafísico», método que se ocupaba preferentemente de la investigación de las cosas como algo hecho y fijo, y cuyos residuos embrollan todavía con bastante fuerza las cabezas, tenía en su tiempo una gran razón histórica de ser. Había que investigar las cosas antes de poder investigar los procesos. Había que saber lo que era tal o cual cosa, antes de pulsar los cambios que en ella se operaban. Y así acontecía en las Ciencias Naturales. La vieja metafísica que enfocaba las cosas como fijas e inmutables, nació de una ciencia de la naturaleza que investigaba las cosas muertas y las vivas como cosas fijas e inmutables. Cuando estas investigaciones estaban ya tan avanzadas que era posible realizar el progreso decisivo, consistente en pasar a la investigación sistemática de los cambios experimentados por aquellos objetos en la naturaleza misma, sonó también en el campo filosófico la hora final de la vieja metafísica. En efecto, si hasta fines del siglo pasado las Ciencias Naturales fueron predominantemente ciencias colectoras, ciencias de objetos hechos, en nuestro siglo son ya ciencias esencialmente ordenadoras, ciencias que estudian los procesos, el origen y el desarrollo de estos objetos y la concatenación que hace de estos procesos naturales un gran todo. La fisiología, que investiga los fenómenos del organismo vegetal y animal, la embriología, que estudia el desarrollo de un organismo desde su germen hasta su formación completa, la geología, que sigue la formación gradual de la corteza terrestre, son, todas ellas, hijas de nuestro siglo.
Pero, hay sobre todo tres grandes descubrimientos, que han dado un impulso gigantesco a nuestros conocimientos acerca de la concatenación de los procesos naturales: el primero es el descubrimiento de la célula, como unidad de cuya multiplicación y diferenciación se desarrolla todo el cuerpo del vegetal y del animal, de tal modo que no sólo se ha podido establecer que el desarrollo y el crecimiento de todos los organismos superiores son fenómenos sujetos a una sola ley general, sino que, además, la capacidad de variación de la célula, nos señala el camino por el que los organismos pueden cambiar de especie, y por tanto, recorrer una trayectoria superior a la individual. El segundo es la transformación de la energía, gracias al cual todas las llamadas fuerzas que actúan en primer lugar en la naturaleza inorgánica –la fuerza mecánica y su complemento, la llamada energía potencial, el calor, las radiaciones (la luz y, respectivamente, el calor radiado), la electricidad, el magnetismo, la energía química– se han acreditado como otras tantas formas de manifestarse el movimiento universal, formas que, en determinadas proporciones de cantidad, se truecan las unas en las otras, por donde la cantidad de una fuerza que desaparece es sustituida por una determinada cantidad de otra que aparece, y todo el movimiento de la naturaleza se reduce a este proceso incesante de transformación de unas formas en otras. Finalmente, el tercero es la prueba, desarrollada primeramente por Darwin de un modo concatenado, de que los productos orgánicos de la naturaleza que hoy existen en torno nuestro, incluyendo los hombres, son el resultado de un largo proceso de evolución, que arranca de unos cuantos gérmenes primitivamente unicelulares, los cuales, a su vez, proceden del protoplasma o albúmina formada por vía química.
Gracias a estos tres grandes descubrimientos, y a los demás progresos formidables de las Ciencias Naturales, estamos hoy en condiciones de poder demostrar no sólo la trabazón entre los fenómenos de la naturaleza dentro de un campo determinado, sino también, a grandes rasgos, la existente entre los distintos campos, presentando así un cuadro de conjunto de la concatenación de la naturaleza bajo una forma bastante sistemática, por medio de los hechos suministrados por las mismas Ciencias Naturales empíricas. El darnos esta visión de conjunto era la misión que corría antes a cargo de la llamada filosofía de la naturaleza. Para poder hacerlo, ésta no tenía más remedio que suplantar las concatenaciones reales, que aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias, sustituyendo los hechos ignorados por figuraciones, llenando las verdaderas lagunas por medio de la imaginación. Con este método llegó a ciertas ideas geniales y presintió algunos de los descubrimientos posteriores. Pero también cometió, como no podía por menos, absurdos de mucha monta. Hoy, cuando es necesario enfocar los resultados de las investigaciones naturales sólo dialécticamente, es decir, en su propia concatenación, para llegar a un «sistema de la naturaleza» suficiente para nuestro tiempo, cuando el carácter dialéctico de esta concatenación se impone, incluso contra su voluntad, a las cabezas metafísicamente educadas de los naturalistas; hoy, la filosofía de la naturaleza ha quedado definitivamente liquidada. Cualquier intento de resucitarla no sería solamente superfluo: significaría un retroceso.
Y lo que decimos de la naturaleza, concebida aquí también como un proceso de desarrollo histórico, es aplicable igualmente a la historia de la sociedad en todas sus ramas y, en general, a todas las ciencias que se ocupan de cosas humanas (y divinas). También la filosofía de la historia, del derecho, de la religión, &c., consistía en sustituir la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra inventada por la cabeza del filósofo, y la historia era concebida, en conjunto y en sus diversas partes, como la realización gradual de ciertas ideas, que eran siempre, naturalmente, las ideas favoritas del propio filósofo. Según esto, la historia laboraba inconscientemente, pero bajo el imperio de la necesidad, hacia una meta ideal fijada de antemano, como, por ejemplo, en Hegel, hacia la realización de su idea absoluta, y la tendencia ineluctable hacia esta idea absoluta formaba la trabazón interna de los acaecimientos históricos. Es decir, que la trabazón real de los hechos, todavía ignorada, se suplantaba por una nueva providencia misteriosa, inconsciente o que llega poco a poco a la conciencia. Aquí, al igual que en el campo de la naturaleza, había que acabar con estas concatenaciones inventadas y artificiales, descubriendo las reales y verdaderas; misión ésta que, en última instancia, suponía descubrir las leyes generales del movimiento que se imponen como dominantes en la historia de la sociedad humana.
Ahora bien, la historia del desarrollo de la sociedad difiere sustancialmente, en un punto, de la historia del desarrollo de la naturaleza. En ésta –si prescindimos de la acción inversa ejercida a su vez por los hombres sobre la naturaleza–, los factores que actúan los unos sobre los otros y en cuyo juego mutuo se impone la ley general, son todos agentes inconscientes y ciegos. De cuanto acontece en la naturaleza –lo mismo los innumerables fenómenos aparentemente fortuitos que afloran a la superficie, que los resultados finales por los cuales se comprueba que esas aparentes casualidades se rigen por su lógica interna–, a nada se llega como a un fin propuesto de antemano y consciente. En cambio, en la historia de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados fines; aquí, nada acaece sin una intención consciente, sin un fin propuesto. Pero esta distinción, por muy importante que ella sea para la investigación histórica, sobre todo la de épocas y acontecimientos aislados, no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno. También aquí reina, en la superficie y en conjunto, pese a los fines conscientemente deseados de los individuos, un aparente azar; rara vez acaece lo que se desea, y en la mayoría de los casos los muchos fines propuestos se entrecruzan unos con otros y se contradicen, cuando no son de suyo irrealizables o son insuficientes los medios de que se dispone para llevarlos a cabo. Las colisiones entre las innumerables voluntades y actos individuales crean en el campo de la historia un estado de cosas muy análogo al que impera en la naturaleza inconsciente. Los fines de los actos son obra de la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan de ellos no lo son, y aun cuando parezcan ajustarse de momento al fin propuesto, a la postre encierran consecuencias muy distintas a las propuestas. Por eso, en conjunto, los acontecimientos históricos también parecen estar presididos por el azar. Pero allí donde en la superficie de las cosas parece reinar la casualidad, ésta se halla siempre gobernada por leyes internas ocultas, y de lo que se trata es de descubrir estas leyes.
Los hombres hacen su historia, cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus fines propios propuestos conscientemente; y la resultante de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia. Importa, pues, también lo que quieran los muchos individuos. La voluntad está determinada por la pasión o por la reflexión. Pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a éstas, son muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores; otras veces, motivos ideales: ambición, «pasión por la verdad y la justicia», odio personal, y también manías individuales de todo género. Pero, por una parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales que actúan en la historia producen casi siempre resultados muy distintos de los propuestos –a veces, incluso contrarios–, y, por tanto, sus móviles tienen una importancia puramente secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que preguntarse qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos móviles, qué causas históricas son las que en las cabezas de los hombres se transforman en estos móviles.
Esta pregunta no se la había hecho jamás el antiguo materialismo. Por esto su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba, que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes. En cambio, la filosofía de la historia, principalmente la representada por Hegel, reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar; pero no va a buscar estas fuerzas en la misma historia, sino que las importa de fuera, de la ideología filosófica. En vez de explicar la historia de la antigua Grecia por su propia concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo, sencillamente, que esta historia no es más que la elaboración de las «formas de la bella individualidad», la realización de la «obra de arte» como tal. Con este motivo, dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos griegos, pero esto no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos con semejante explicación, que no es más que una forma de hablar.
Por tanto, si se quiere investigar las fuerzas motrices que –consciente o inconscientemente, y con harta frecuencia inconscientemente– están detrás de estos móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras; y no momentáneamente, en explosiones rápidas, como fugaces hogueras de paja, sino en acciones continuadas que se traducen en grandes cambios históricos. Indagar las causas determinantes que se reflejan en las cabezas de las masas que actúan y en las de sus jefes –los llamados grandes hombres– como móviles conscientes, de un modo claro o confuso, en forma directa o bajo un ropaje ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede llevarnos a descubrir las leyes por las que se rige la historia en conjunto; al igual que la de los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres tiene que pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma que adopte dentro de ellas depende en mucho de las circunstancias. Los obreros no se han reconciliado, ni mucho menos, con la producción maquinizada capitalista, aunque ya no hagan pedazos las máquinas, como todavía en 1848 hicieran en el Rin.
Pero mientras que en todos los períodos anteriores la investigación de estas causas propulsoras de la historia era punto menos que imposible –por lo compleja y velada que era la trabazón de aquellas causas con sus efectos–, en la actualidad, esta trabazón está ya lo suficientemente simplificada para que el enigma pueda descifrarse. Desde la implantación de la gran industria, es decir, por lo menos, desde la paz europea de 1815, ya para nadie en Inglaterra era un secreto que allí la lucha política giraba toda en torno a las pretensiones de dominación de dos clases: la aristocracia terrateniente (landed aristocracy) y la burguesía (middle class). En Francia, se hizo patente este mismo hecho con el retorno de los Borbones; los historiadores del período de la Restauración{17}, desde Thierry hasta Guizot, Mignet y Thiers, lo proclaman constantemente como el hecho que da la clave para entender la historia de Francia desde la Edad Media. Y desde 1830, en ambos países se reconoce como tercer beligerante, en la lucha por el Poder, a la clase obrera, al proletariado. Las condiciones se habían simplificado hasta tal punto, que había que cerrar intencionadamente los ojos para no ver en la lucha de estas tres grandes clases y en el choque de sus intereses la fuerza propulsora de la historia moderna, por lo menos en los dos países más avanzados.
Pero, ¿cómo habían nacido estas clases? Si, a primera vista, todavía era posible asignar a la gran propiedad del suelo, en otro tiempo feudal, un origen basado –a primera vista al menos– en causas políticas, en una usurpación violenta, para la burguesía y el proletariado ya no servía esta explicación. Era claro y palpable que los orígenes y el desarrollo de estas dos grandes clases residían en causas puramente económicas. Y no menos evidente era que en las luchas entre los grandes terratenientes y la burguesía, lo mismo que en la lucha de la burguesía con el proletariado, se trataba, en primer término, de intereses económicos, debiendo el Poder político servir de mero instrumento para su realización. Tanto la burguesía como el proletariado debían su nacimiento al cambio introducido en las condiciones económicas, o más concretamente, en el modo de producción. El tránsito del artesanado gremial a la manufactura, primero, y luego de ésta a la gran industria, basada en la aplicación del vapor y de las máquinas, fue lo que hizo que se desarrollasen estas dos clases. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las nuevas fuerzas productivas puestas en marcha por la burguesía –principalmente, la división del trabajo y la reunión de muchos obreros parciales en una manufactura total– y las condiciones y necesidades de intercambio desarrolladas por ellas hiciéronse incompatibles con el régimen de producción existente, heredado de la historia y consagrado por la ley, es decir, con los privilegios gremiales y con los innumerables privilegios de otro género, personales y locales (que eran otras tantas trabas para los estamentos no privilegiados), propios de la sociedad feudal. Las fuerzas productivas representadas por la burguesía se rebelaron contra el régimen de producción representado por los terratenientes feudales y los maestros de los gremios; el resultado es conocido: las trabas feudales fueron rotas, en Inglaterra poco a poco, en Francia de golpe; en Alemania todavía no se han acabado de romper. Pero, del mismo modo que la manufactura, al llegar a una determinada fase de desarrollo, chocó con el régimen feudal de producción, hoy la gran industria choca ya con el régimen burgués de producción, que ha venido a sustituir a aquél. Encadenada por ese orden imperante, cohibida por el estrecho marco del modo capitalista de producción, hoy la gran industria crea, de una parte, una proletarización cada vez mayor de las grandes masas del pueblo, y de otra parte, una masa creciente de productos que no encuentran salida. Superproducción y miseria de las masas –dos fenómenos, cada uno de los cuales es, a su vez, causa del otro– he aquí la absurda contradicción en que desemboca la gran industria y que reclama imperiosamente la liberación de las fuerzas productivas, mediante un cambio del modo de producción.
En la historia moderna, al menos, queda demostrado, por lo tanto, que todas la luchas políticas son luchas de clases y que todas las luchas de emancipación de clases, pese a su inevitable forma política, pues toda lucha de clases es una lucha política, giran, en último término, en torno a la emancipación económica. Por consiguiente, aquí por lo menos, el Estado, el régimen político, es el elemento subalterno, y la sociedad civil, el reino de las relaciones económicas, el elemento decisivo. La idea tradicional, a la que también Hegel rindió culto, veía en el Estado el elemento determinante, y en la sociedad civil el elemento condicionado por aquél. Y las apariencias hacen creerlo así. Del mismo modo que todos los impulsos que rigen la conducta del hombre individual tienen que pasar por su cabeza, convertirse en móviles de su voluntad, para hacerle obrar, todas las necesidades de la sociedad civil –cualquiera que sea la clase que la gobierne en aquel momento– tienen que pasar por la voluntad del Estado, para cobrar vigencia general en forma de leyes. Pero éste es el aspecto formal del problema, que de suyo se comprende; lo que interesa conocer es el contenido de esta voluntad puramente formal –sea la del individuo o la del Estado– y saber de dónde proviene este contenido y por qué es eso precisamente lo que se quiere, y no otra cosa. Si nos detenemos a indagar esto, veremos que en la historia moderna la voluntad del Estado obedece, en general, a las necesidades variables de la sociedad civil, a la supremacía de tal o cual clase, y, en última instancia, al desarrollo de las fuerzas productivas y de las condiciones de intercambio.
Y si aún en una época como la moderna, con sus gigantescos medios de producción y de comunicaciones, el Estado no es un campo independiente, con un desarrollo propio, sino que su existencia y su desarrollo se explican, en última instancia, por las condiciones económicas de vida de la sociedad, con tanta mayor razón tenía que ocurrir esto en todas las épocas anteriores, en que la producción de la vida material de los hombres no se llevaba a cabo con recursos tan abundantes y en que, por tanto, la necesidad de esta producción debía ejercer un imperio mucho más considerable todavía sobre los hombres. Si aún hoy, en los tiempos de la gran industria y de los ferrocarriles, el Estado no es, en general, más que el reflejo en forma sintética de las necesidades económicas de la clase que gobierna la producción, mucho más tuvo que serlo en aquella época, en que una generación de hombres tenía que invertir una parte mucho mayor de su vida en la satisfacción de sus necesidades materiales, y, por consiguiente, dependía de éstas mucho más de lo que hoy nosotros. Las investigaciones históricas de épocas anteriores, cuando se detienen seriamente en este aspecto, confirman más que sobradamente esta conclusión; aquí, no podemos pararnos, naturalmente, a tratar de esto.
Si el Estado y el Derecho público se hallan gobernados por las relaciones económicas, también lo estará, como es lógico, el Derecho privado, ya que éste se limita, en sustancia, a sancionar las relaciones económicas existentes entre los individuos y que bajo las circunstancias dadas, son las normales. La forma que esto reviste puede variar considerablemente. Puede ocurrir, como ocurre en Inglaterra, a tono con todo el desarrollo nacional de aquel país, que se conserven en gran parte las formas del antiguo Derecho feudal, infundiéndoles un contenido burgués, y hasta asignando directamente un significado burgués al nombre feudal. Pero puede tomarse también como base, como se hizo en el Oeste de Europa continental, el primer Derecho universal de una sociedad productora de mercancías, el Derecho romano, con su formulación insuperablemente precisa de todas las relaciones jurídicas esenciales que pueden existir entre los simples poseedores de mercancías (comprador y vendedor, acreedor y deudor, contratos, obligaciones, &c.). Para honra y provecho de una sociedad que es todavía pequeñoburguesa y semifeudal, puede reducirse éste Derecho, sencillamente por la práctica judicial, a su propio nivel (Derecho general alemán), o bien, con ayuda de unos juristas supuestamente ilustrados y moralizantes, su puede recopilar en un Código propio, ajustado al nivel de esa sociedad; Código que, en estas condiciones, no tendrá más remedio que ser también malo desde el punto de vista jurídico (Código nacional prusiano); y cabe también que, después de una gran revolución burguesa, se elabore y promulgue, a base de ese mismo Derecho romano, un Código de la sociedad burguesa tan clásico como el Código civil{18} francés. Por tanto, aunque las normas del Derecho civil se limitan a expresar en forma jurídica las condiciones económicas de vida de la sociedad pueden hacerlo bien o mal, según los casos.
En el Estado toma cuerpo ante nosotros el primer poder ideológico sobre los hombres. La sociedad se crea un órgano para la defensa de sus intereses comunes frente a los ataques de dentro y de fuera. Este órgano es el poder del Estado. Pero, apenas creado, este órgano se independiza de la sociedad, tanto más cuanto más se va convirtiendo en órgano de una determinada clase y más directamente impone el dominio de esta clase. La lucha de la clase oprimida contra la clase dominante asume forzosamente el carácter de una lucha política, de una lucha dirigida, en primer término, contra la dominación política de esta clase; la conciencia de la relación que guarda esta lucha política con su base económica se oscurece y puede llegar a desaparecer por completo. Si no ocurre así por entero entre los propios beligerantes, ocurre casi siempre entre los historiadores. De las antiguas fuentes sobre las luchas planteadas en el seno de la república romana, sólo Apiano nos dice claramente cuál era el pleito que allí se ventilaba en última instancia: el de la propiedad del suelo.
Pero el Estado, una vez que se erige en poder independiente frente a la sociedad, crea rápidamente una nueva ideología. En los políticos profesionales, en los teóricos del Derecho público y en los juristas que cultivan el Derecho privado, la conciencia de la relación con los hechos económicos desaparece totalmente. Como, en cada caso concreto, los hechos económicos tienen que revestir la forma de motivos jurídicos para ser sancionados en forma de ley y como para ello hay que tener en cuenta también, como es lógico, todo el sistema jurídico vigente, se pretende que la forma jurídica lo sea todo, y el contenido económico nada. El Derecho público y el Derecho privado se consideran como dos campos independientes, con su desarrollo histórico propio, campos que permiten y exigen por sí mismos una construcción sistemática, mediante la extirpación consecuente de todas las contradicciones internas.
Las ideologías aún más elevadas, es decir, las que se alejan todavía más de la base material, de la base económica, adoptan la forma de filosofía y de religión. Aquí, la concatenación de las ideas con sus condiciones materiales de existencia aparece cada vez más embrollada, cada vez más oscurecida por la interposición de eslabones intermedios. Pero, no obstante, existe. Todo el período del Renacimiento, desde mediados del siglo XV, fue en esencia un producto de las ciudades y por tanto de la burguesía y lo mismo cabe decir de la filosofía, desde entonces renaciente; su contenido no era, en sustancia, más que la expresión filosófica de las ideas correspondientes al proceso de desarrollo de la pequeña y mediana burguesía hacia la gran burguesía. Esto se ve con bastante claridad en los ingleses y franceses del siglo pasado, muchos de los cuales tenían tanto de economistas como de filósofos, y también hemos podido comprobarlo más arriba en la escuela hegeliana.
Detengámonos, sin embargo, un momento en la religión, por ser éste el campo que más alejado y más desligado parece estar de la vida material. La religión nació, en una época muy primitiva, de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la naturaleza exterior que los rodeaba. Pero toda ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo independiente y sometidas tan sólo a sus leyes propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones materiales de la vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico, son las que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo ignorasen, se habría acabado toda la ideología. Por tanto, estas representaciones religiosas primitivas, comunes casi siempre a todo un grupo de pueblos afines, se desarrollan, al deshacerse el grupo, de un modo peculiar en cada pueblo, según las condiciones de vida que le son dadas, y este proceso ha sido puesto de manifiesto en detalle por la mitología comparada en una serie de grupos de pueblos, principalmente en el grupo ario (el llamado grupo indo-europeo). Los dioses, moldeados de este modo en cada pueblo, eran dioses nacionales, cuyo reino no pasaba de las fronteras del territorio que estaban llamados a proteger, ya que del otro lado había otros dioses indiscutibles que llevaban la batuta. Estos dioses sólo podían seguir viviendo en la mente de los hombres mientras existiese su nación, y morían al mismo tiempo que ella. Este ocaso de las antiguas nacionalidades lo trajo el Imperio romano mundial, y no vamos a estudiar aquí las condiciones económicas que determinaron el origen de éste. Caducaron los viejos dioses nacionales, e incluso los romanos, que habían sido cortados simplemente por el patrón de los reducidos horizontes de la ciudad de Roma; la necesidad de complementar el imperio mundial con una religión mundial se revela con claridad en los esfuerzos que se hacían por levantar altares e imponer acatamiento, en Roma, junto a los dioses propios, a todos los dioses extranjeros un poco respetables. Pero una nueva religión mundial no se fabrica así, por decretos imperiales. La nueva religión mundial, el cristianismo, había ido naciendo calladamente, mientras tanto, de una mezcla de la teología oriental universalizada, sobre todo de la judía, y de la filosofía griega vulgarizada, principalmente de la estoica. Qué aspecto presentaba en sus orígenes esta religión, es lo que hay que investigar pacientemente, pues su faz oficial, tal como nos la transmite la tradición, sólo es la que se ha presentado como religión del Estado, después de adaptada para este fin por el Concilio de Nicea{19}. Pero el simple hecho de que ya a los 250 años de existencia se la erigiese en religión del Estado demuestra que era la religión que cuadraba a las circunstancias de los tiempos. En la Edad Media, a medida que el feudalismo se desarrollaba, el cristianismo asumía la forma de una religión adecuada a este régimen, con su correspondiente jerarquía feudal. Y al aparecer la burguesía, se desarrolló frente al catolicismo feudal la herejía protestante, que tuvo sus orígenes en el Sur de Francia, con los albigenses{20}, coincidiendo con el apogeo de las ciudades de aquella región. La Edad Media anexionó a la teología, convirtió en apéndices suyos todas las demás formas ideológicas: la filosofía, la política, la jurisprudencia. Con ello, obligaba a todo movimiento social y político a revestir una forma teológica; a los espíritus de las masas, cebados exclusivamente con religión, no había más remedio que presentarles sus propios intereses vestidos con ropaje religioso, si se quería levantar una gran tormenta. Y como la burguesía, que crea en las ciudades desde el primer momento un apéndice de plebeyos desposeídos, jornaleros y servidores de todo género, que no pertenecían a ningún estamento social reconocido y que eran los precursores del proletariado moderno, también la herejía protestante se desdobla muy pronto en un ala burguesa-moderada y en otra plebeya-revolucionaria, execrada por los mismos herejes burgueses.
La imposibilidad de exterminar la herejía protestante correspondía a la invencibilidad de la burguesía en ascenso. Cuando esta burguesía era ya lo bastante fuerte, su lucha con la nobleza feudal, que hasta entonces había tenido carácter predominantemente local, comenzó a tomar proporciones nacionales. La primera acción de gran envergadura se desarrolló en Alemania: fue la llamada Reforma. La burguesía no era lo suficientemente fuerte ni estaba lo suficientemente desarrollada, para poder unir bajo su bandera a los demás estamentos rebeldes: los plebeyos de las ciudades, la nobleza baja rural y los campesinos. Primero fue derrotada la nobleza; los campesinos se alzaron en una insurrección que marca el punto culminante de todo este movimiento revolucionario; las ciudades los dejaron solos, y la revolución fue estrangulada por los ejércitos de los príncipes feudales, que se aprovecharon de este modo de todas las ventajas de la victoria. A partir de este momento, Alemania desaparece por tres siglos del concierto de las naciones que intervienen con propia personalidad en la historia. Pero, al lado del alemán Lutero estaba el francés Calvino, quien, con una nitidez auténticamente francesa, hizo pasar a primer plano el carácter burgués de la Reforma y republicanizó y democratizó la Iglesia. Mientras que la Reforma luterana se estancaba en Alemania y arruinaba a este país, la Reforma calvinista servía de bandera a los republicanos de Ginebra, de Holanda, de Escocia, emancipaba a Holanda de España y del Imperio alemán{21} y suministraba el ropaje ideológico para el segundo acto de la revolución burguesa, que se desarrolló en Inglaterra. Aquí, el calvinismo se acreditó como el auténtico disfraz religioso de los intereses de la burguesía de aquella época, razón por la cual no logró tampoco su pleno reconocimiento cuando, en 1689, la revolución se cerró con el pacto de una parte de la nobleza con los burgueses{22}. La Iglesia oficial anglicana fue restaurada de nuevo, pero no bajo su forma anterior, como una especie de catolicismo, con el rey por Papa, sino fuertemente calvinizada. La antigua Iglesia del Estado había festejado el alegre domingo católico, combatiendo el aburrido domingo calvinista; la nueva, aburguesada, volvió a introducir éste, que todavía hoy adorna a Inglaterra.
En Francia, la minoría calvinista fue reprimida, catolizada o expulsada en 1685; pero, ¿de qué sirvió esto? Ya por entonces estaba en plena actividad el librepensador Pierre Bayle, y en 1694 nacía Voltaire. Las medidas de violencia de Luis XIV no sirvieron más que para facilitar a la burguesía francesa la posibilidad de hacer su revolución bajo formas irreligiosas y exclusivamente políticas, las únicas que cuadran a la burguesía avanzada. En las asambleas nacionales ya no se sentaban protestantes, sino librepensadores. Con esto, el cristianismo entraba en su última fase. Ya no podía servir de ropaje ideológico para envolver las aspiraciones de una clase progresiva cualquiera; se fue convirtiendo, cada vez más, en patrimonio privativo de las clases dominantes, quienes lo emplean como mero instrumento de gobierno para tener a raya a las clases inferiores. Y cada una de las distintas clases utiliza para este fin su propia y congruente religión: los terratenientes aristocráticos, el jesuitismo católico o la ortodoxia protestante; los burgueses liberales y radicales, el racionalismo; siendo indiferente, para estos efectos, que los señores crean o no, ellos mismos, en sus respectivas religiones.
Vemos pues, que la religión, una vez creada, contiene siempre una materia tradicional, ya que la tradición es, en todos los campos ideológicos, una gran fuerza conservadora. Pero los cambios que se producen en esta materia brotan de las relaciones de clase, y por tanto de las relaciones económicas de los hombres que efectúan estos cambios. Y aquí, basta con lo que queda apuntado.
Las anteriores consideraciones no pretenden ser más que un bosquejo general de la interpretación marxista de la historia; a lo sumo, unos cuantos ejemplos para ilustrarla. La prueba ha de suministrarse a la luz de la misma historia, y creemos poder afirmar que esta prueba ha sido ya suministrada suficientemente en otras obras. Pero esta interpretación pone fin a la filosofía en el campo de la historia, exactamente lo mismo que la concepción dialéctica de la naturaleza hace la filosofía de la naturaleza tan innecesaria como imposible. Ahora, ya no se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar, la lógica y la dialéctica.
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Con la revolución de 1848, la Alemania «culta» rompió con la teoría y abrazó el camino de la práctica. La pequeña industria y la manufactura, basadas en el trabajo manual, cedieron el puesto a una auténtica gran industria; Alemania volvió a comparecer en el mercado mundial; el nuevo imperio pequeño-alemán acabó, por lo menos, con los males más agudos que la profusión de pequeños Estados, los restos del feudalismo y el régimen burocrático ponían como otros tantos obstáculos en este camino de progreso. Pero, en la medida en que la especulación abandonaba el cuarto de estudio del filósofo para levantar su templo en la Bolsa, la Alemania culta perdía aquel gran sentido teórico que había hecho famosa a Alemania durante la época de su mayor humillación política: el interés para la investigación puramente científica, sin atender a que los resultados obtenidos fuesen o no aplicables prácticamente y atentasen o no contra las ordenanzas de la policía. Cierto es que las Ciencias Naturales oficiales de Alemania, sobre todo en el campo de las investigaciones específicas, se mantuvieron a la altura de los tiempos, pero ya la revista norteamericana Science observaba con razón que los progresos decisivos realizados en el campo de las grandes concatenaciones entre los hechos aislados, su generalización en forma de leyes, tienen hoy por sede principal a Inglaterra y no, como antes, a Alemania. Y en el campo de las ciencias históricas, incluida la filosofía, ha desaparecido de raíz con la filosofía clásica, aquel antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo eclecticismo y una angustiosa preocupación por la carrera y los ingresos, rayana en el más vulgar arribismo. Los representantes oficiales de esta ciencia se han convertido en los ideólogos descarados de la burguesía y del Estado existente; y esto, en un momento en que ambos son francamente hostiles a la clase obrera.
Sólo en clase obrera perdura sin decaer el interés teórico alemán. Aquí, no hay nada que lo desarraigue; aquí, no hay margen para preocupaciones de arribismo, de lucro, de protección dispensada de lo alto; por el contrario, cuanto más audaces e intrépidos son los avances de la ciencia, mejor se armonizan con los intereses y las aspiraciones de los obreros. La nueva tendencia, que ha descubierto en la historia de la evolución del trabajo la clave para comprender toda la historia de la sociedad, se dirigió preferentemente, desde el primer momento, a la clase obrera y encontró en ella la acogida que ni buscaba ni esperaba en la ciencia oficial. El movimiento obrero de Alemania es el heredero de la filosofía clásica alemana.
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Escrito a comienzos de 1886. Publicado el mismo año en la revista Die Neue Zeit, nº 4 y 5, y editado en folleto aparte, en Stuttgart, en 1888. Se publica de acuerdo con el texto de la edición de 1888. Traducido del alemán. [El prólogo:] Publicado en el libro: F. Engels, Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, Stuttgart, 1888. Se publica de acuerdo con el texto del libro. Traducido del alemán.
Notas
{1} Die Neue Zeit («Tiempos nuevos»); revista teórica de la socialdemocracia alemana, aparecía en Stuttgart de 1883 a 1923. De 1885 a 1894 publicó varios artículos de F. Engels.
{2} C. Marx y F. Engels, La Ideología alemana. (N. de la Edit.)
{3} Ludwig Feuerbach, por el doctor en Filosofía C. N. Starcke. Ed. de Ferd. Encke, Stuttgart, 1885.
{4} En 1833-1834, Heine publicó sus obras Escuela romántica y Contribución a la historia de la religión y de la filosofía en Alemania, en las que defendía la idea de que la revolución filosófica en Alemania, cuya etapa final era entonces la filosofía de Hegel, era el prólogo de la inminente revolución democrática en el país.
{5} Véase Hegel, Filosofía del Derecho. Prefacio.
{6} Palabras parafraseadas de Mefistófeles en la tragedia de Goethe Fausto, parte I, escena III (Despacho de Fausto). (N. de la Edit.)
{7} Deutsche Jabrbücher für Wissenschaft und Kunst («Anales Alemanes de Ciencia y Arte»): revista literario-filosófica de los jóvenes hegelianos; se publicó con ese nombre en Leipzig desde julio de 1841 hasta enero de 1843.
{8} Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.
{9} Trátase del libro de M. Stirner Der Einzige und sein Eigenthum («El único y su propiedad»), publicado en 1845 en Leipzig.
{10} Todavía hoy está generalizada entre los salvajes y entre los pueblos del estadio inferior de la barbarie la creencia de que las figuras humanas que se aparecen en sueños son almas que abandonan temporalmente sus cuerpos; y, por lo mismo, el hombre de carne y hueso se hace responsable por los actos que su imagen aparecida en sueños comete contra el que sueña. Así lo comprobó, por ejemplo, Jm Thurn en 1848, entre los indios de la Guayana.
{11} Se refiere al planeta Neptuno, descubierto en 1846 por el astrónomo alemán J. Galle.
{12} Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.
{13} «¡Por tanto, el ateísmo es vuestra religión!» (N. de la Edit.)
{14} Expresión extendida en la publicística burguesa alemana después de la victoria de los prusianos en Sadowa, que encerraba la idea de que la victoria de Prusia había sido condicionada por las ventajas del sistema prusiano de instrucción pública.
{15} Permítaseme aquí un pequeño comentario personal. Últimamente, se ha aludido con insistencia a mi participación en esta teoría; no puedo, pues, por menos de decir aquí algunas palabras para poner en claro este punto. Que antes y durante los cuarenta años de mi colaboración con Marx tuve una cierta parte independiente en la fundamentación, y sobre todo en la elaboración de la teoría, es cosa que ni yo mismo puedo negar. Pero la parte más considerable de las principales ideas directrices, particularmente en el terreno económico e histórico, y en especial su formulación nítida y definitiva, corresponden a Marx. Lo que yo aporté –si se exceptúa, todo lo más, dos o tres ramas especiales– pudo haberlo aportado también Marx aun sin mí. En cambio, yo no hubiera conseguido jamás lo que Marx alcanzó. Marx tenía más talla, veía más lejos, atalayaba más y con mayor rapidez que todos nosotros juntos. Marx era un genio; nosotros, los demás, a lo sumo, hombres de talento. Sin él la teoría no sería hoy, ni con mucho, lo que es. Por eso ostenta legítimamente su nombre.
{16} Véase Das Wessen der menschlichen Kopfarbeit, von einem Handarbeiter, Hamburg, Meissner (La naturaleza del trabajo intelectual del hombre, expuesta por un obrero manual, ed. Meissner, Hamburgo).
{17} Restauración: período del segundo reinado de los Borbones en Francia en 1814-1830.
{18} Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.
{19} Concilio de Nicea: el primer concilio ecuménico de los obispos de la Iglesia cristiana del Imperio romano, convocado en el año 325 por el emperador Constantino I en la ciudad de Nicea (Asia Menor). El concilio determinó el símbolo de la fe obligatorio para todos los cristianos.
{20} Albigenses (de la ciudad de Albi): miembros de una secta religiosa difundida en los siglos XII-XIII en las ciudades del Sur de Francia y del Norte de Italia. Se pronunciaban contra las suntuosas ceremonias católicas y la jerarquía eclesiástica y expresaban en forma religiosa la protesta de la población artesana y comercial de las ciudades contra el feudalismo.
{21} En el período de 1477 a 1555, Holanda formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico, viéndose después de la división de éste bajo la dominación de España. Hacia fines de la revolución burguesa del siglo XVI, Holanda se liberó de la dominación española y se constituyó en república burguesa independiente.
{22} Se alude a la «revolución gloriosa» en Inglaterra. Golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.
Se reproduce el texto de la edición en lengua española de las Obras escogidas de Marx y Engels dispuesta, comentada y anotada por el Instituto de Marxismo-Leninismo adjunto al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (según la edición en tres tomos de Editorial Progreso, Moscú 1980).