Textos de Gustavo Bueno

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Gustavo Bueno

Análisis del Protágoras de Platón

1980

I. Nuestra perspectiva filosófica en el momento de disponernos a «releer» el ProtágorasII. El «Prólogo» del ProtágorasIII. El «Monólogo» del Protágoras: los doce Pasos del «pugilato»Nota final con la ayuda del Menón
fuente griego

§ I.
Nuestra perspectiva filosófica
en el momento de disponernos a «releer»
el Protágoras

1. El Protágoras es una de las obras maestras de Platón. Quizá por ello pueda afirmarse que no es una obra de juventud, como frecuentemente se la considera (Willamovitz, Friedländer), fundándose en su temática, en rasgos estilísticos, &c., sino una obra de madurez, posterior a la fundación de la Academia (385), de la época del Fedón o del Banquete: tal es la opinión de Taylor. El debate sobre el lugar cronológico del Protágoras no es accidental, no es cuestión meramente erudita, porque tiene que ver con la significación que se le atribuye. Quien perciba al Protágoras como una obra, sin duda genial, desde el punto de vista literario, pero más bien «socrática», sin problemas platónicos, se inclinará a considerarla como obra de juventud, a lo sumo en la línea del Menón. Pero quien perciba en el Protágoras un esbozo muy profundo del pensamiento platónico, se inclinará a retrasar su fecha, a considerarla como una obra central de Platón y expresión de sus problemas filosóficos más característicos.

2. Pero si esto es así, parece que el Protágoras exigirá ineludiblemente, por parte del lector, un punto de vista filosófico. Sólo en una «lectura filosófica» podría el Protágoras ser comprendido. Y sin embargo son posibles diversas perspectivas filosóficas –una perspectiva aristotélica, una materialista, una idealista, otra escéptica– y esta diversidad de perspectivas (cada una de las cuales a su vez se desdobla en una abundante multiplicidad de matices) justificaría que, en el momento de disponernos a leer el Protágoras, tratásemos de fijar la perspectiva en la cual estamos situados. También podría pensarse que estas reflexiones previas son innecesarias y aún perturbadoras, que es preferible lanzarse ingenuamente a la lectura confiando en que ella y sólo ella sea la que nos permita perfilar nuestras propias coordenadas filosóficas. Así es, sin duda. Pero ahora (suponemos) no estamos meramente leyendo el Protágoras, estamos re-leyéndolo (estudiándolo) y releyéndolo en una traducción (por cierto, excelente). Lo releemos, en realidad, siempre en una traducción, puesto que no somos griegos, y aunque sigamos el texto griego, no podríamos entenderlo más que ajustándolo [18] al lenguaje de nuestro presente (al castellano, en nuestro caso) y a sus referencias. Y es entonces cuando podemos advertir la ingenuidad de todo aquel que piense que una obra como el Protágoras se «manifiesta por sí misma» al lector de hoy. Las mismas palabras griegas cobran sentidos diferentes al ser insertadas en referencias y en coordenadas necesariamente distintas (areté, ¿tiene la misma referencia y sentido de virtud?; máthema, ¿puede traducirse por ciencia?, ¿y en qué ciencia o en qué significado de ciencia está pensando el traductor cuando lee máthema?). Bastaría confrontar las diferentes interpretaciones de diversas lecturas del Protágoras –o simplemente, los diferentes sonidos que nosotros mismos escuchamos cada vez que releemos el Diálogo platónico– para constatar, con toda seguridad, que estas diferentes interpretaciones, que no son siempre gratuitas o externas, se producen en función de los diferentes resonadores que utilicemos y que en el fondo carece de sentido querer atenerse al «sonido en sí» de Platón. No podemos penetrar en la mente de Platón y aún en el supuesto de que pudiéramos hacerlo nada definitivo habríamos logrado. Porque esa «mente» estaría, ella misma, envuelta en círculos de diverso radio, que ni siquiera tendrían por qué estarle presente; es decir, esa «mente» también estaría inmersa en mundos cuyo alcance no tendría por qué percibirse siempre del mismo modo, mundos que sin embargo podemos percibir mejor nosotros, a veinticinco siglos de distancia.

3. Pero la penetración en esos mundos por medio de la lectura o relectura de una obra como el Protágoras –aunque conste, habitualmente, como una obra filosófica, una obra clásica– ni siquiera exige alguna perspectiva filosófica determinada, y no porque exija alguna otra alternativa, sino porque no exige (paradójicamente) ninguna. Es posible disponerse a leer el Protágoras y a entender muy bien muchas cosas de él (incluso, según algunos, todo él) desde perspectivas no filosóficas, por paradójica que esta afirmación resulte para quien ha comenzado «clasificando» al Protágoras como una obra filosófica.

Es posible, desde luego, leer el Protágoras, por ejemplo, a la luz de categorías predominantemente gramaticales, o bien, filológicas, comparando, pongamos por caso, el relato platónico de la visión que Sócrates tuvo cuando entró en la casa de Calias (314e y sgs.) con el relato homérico de la visión del Hades, el reino de los muertos, en el Canto XXIV de la Odisea. Es el mismo Platón quien nos da pie para este método de lectura (315b) y, en todo caso, es evidente que quien ilumina los diversos pasajes del texto platónico con las luces de la Odisea, de la Iliada o de cualquier otro texto pertinente, percibe aspectos esenciales que sólo de este modo pueden ser percibidos (entendidos).

Pero es posible también leer el Protágoras desde perspectivas más bien psicológicas o sociológicas, por ejemplo, [19] interpretando la visión que Sócrates (según Platón) tenía de esos mismos sofistas que oficiaban en la casa de Calias como efecto, más que de la influencia de la Odisea (que no habría por qué negar) del recelo xenófobo (incluso conservador, reaccionario) de un ateniense de vieja cepa (como lo era Platón, y también Sócrates) ante unos metecos que invadían su territorio como mercaderes de cosas casi sagradas (la enseñanza de la virtud) reservada hasta entonces a las tradiciones venerandas de la ciudad, que se transmiten «en la masa de la sangre». Quienes se escandalizaban de que Protágoras –o Hipias, o Pródico– cobrasen por enseñar cualquier género de virtudes, ¿no es porque se escandalizaban, ante todo, ante el contenido de esas virtudes mercenarias, virtudes de sicofantes –artes, técnicas, trucos, habilidades– por ellos enseñadas, y principalmente, el arte de la retórica, que puede convertir ante los jueces o ante la asamblea, por ejemplo, lo blanco en negro, y el propio arte (o virtud) de obtener importantes cantidades de dinero a cambio de las enseñanzas?. Quien lee el Protágoras a la luz de las categorías sociológicas puede ser que perciba en el recelo platónico (y socrático) ante los sofistas cosmopolitas y «desarraigados» que utilizan la casa de Calias, simplemente el resentimiento o la envidia ante los forasteros brillantes y triunfadores, incluso la resistencia ideológica de los «aristócratas conservadores» ante los «demócratas progresistas» que los nuevos tiempos (los de la hegemonía comercial de la Atenas de Pericles) han traído a la ciudad. ¿Acáso no es sabido que el dinero ha sido habitualmente el instrumento democrático por excelencia, el medio capaz de neutralizar las barreras de las castas hereditarias, dentro de las cuales ni siquiera el saber o la fortaleza física pueden comprarse?. «El dinero es el disolvente más destructor del poder señorial» dicen los historiadores de la Edad Media (por ejemplo W.H.R. Curtler). El dinero que los sofistas cobraban y que sus discípulos estaban dispuestos a pagar (a veces a costa de enormes esfuerzos de sus padres) era «el más poderoso disolvente» de la aristocracia de sangre, de quienes mantenían como patrimonio exclusivo el cultivo de la areté.

En tercer lugar, está siempre abierta la posibilidad de leer el Protágoras a la luz de las categorías propias de las llamadas «ciencias de la educación». Porque el Protágoras nos ofrece, por ejemplo, con una gran fuerza, la formulación de la oposición entre el «discurso largo» y el «discurso corto», que Sócrates reivindica como característico de su estilo. Sócrates podría ser percibido entonces como un maestro, pero un maestro no ya en el sentido casi trascendental que siempre va asociado a este concepto (el «maestro salvador», el «divino maestro») sino en el sentido puramente técnico de la palabra, el del pedagogo que ensaya métodos nuevos «activos», «eurísticos», en la enseñanza (frente a las posiciones ex cathedra, frente a las dogmáticas lecciones magistrales que proceden por «discursos largos»). [20] Contempladas a esta luz, la impresión de trivialidad, ingenuidad, e incluso infantilismo que muchas de las series de preguntas socráticas producen en algunos lectores de Platón quedaría corregida y se volvería contra esos mismos lectores que no habían advertido la calculada eficacia didáctica de la prolija descomposición del asunto en semejantes cascadas de preguntas de apariencia tan simple. incluso se llegará a ver en el procedimiento socrático del «discurso corto» la prefiguración de la teoría de la enseñanza «programada», como técnica ideal para «transmitir una información» precisa (en el conocido libro de Walter R. Fuchs, El libro de los nuevos métodos de enseñanza, trad. esp. Omega 1974, puede verse la reexposición del famoso «discurso corto» del Menón –la «información» al esclavo analfabeto del teorema de la duplicación del cuadrado– en la forma de un programa lineal o ramificado).

4. Pero nuestra perspectiva, la perspectiva de nuestra lectura o relectura del Protágoras no quiere ser filológica, ni tampoco sociológica o didáctica (en general: categorial), sino filosófica. Y no es nada fácil determinar las características de una perspectiva filosófica en cuanto contradistinta de las diferentes perspectivas categoriales. Pues, en todo caso, nosotros no compartimos la opinión de algunos que creen que la perspectiva filosófica (en este caso, la lectura filosófica del Protágoras) pueda proporcionar resultados precisos desentendiéndose de las otras perspectivas que venimos llamando categoriales, por ramplonas que éstas puedan llegar a ser (la importancia de Sócrates no puede en modo alguno hacerse consistir en ser algo así como un precursor de Skinner). Por ejemplo, en nuestro Diálogo, figura, puesto en boca del propio Protágoras, el mito de Prometeo –el Prometeo filántropo, que elevó a los hombres (a costa de enfrentarse con Zeus, el Dios padre) sobre su estado de «naturaleza» desvalida. Evidentemente, bajo la forma de este mito, se nos ofrece toda una concepción filosófica en torno al significado de la tecnología (el fuego, el arte de forjar los metales), en el desarrollo de la Humanidad. Pero sería imposible establecer con precisión los verdaderos contenidos filosóficos del mito prometéico, tal como nos los relata el Protágoras platónico, sin mantener una comparación (de naturaleza filológica) con otras formas del mito, tanto anteriores como posteriores al Protágoras (por ejemplo, el relato de Hesíodo, el de Esquilo o el de Aristófanes). Porque lo que llamamos racionalismo filosófico (y también, científico) no es, sobre todo en Platón, precisamente un género de pensamiento que exija la ruptura total (el «corte epistemológico») con el estilo mítico, como tantos piensan (mito/logos). El racionalismo no es sin más una desmitificación, porque el mito es él mismo ya un logos. Olvidar esto sería tanto como suponer que el mito es por sí mismo irracional, [21] ilógico o prelógico, y que desmitificar es tanto como racionalizar. Y esto es absurdo, aunque no sea más que porque existen muy diversos géneros de mito y muchas formas de desmitificación (la desmitificación de Prometeo en Las Aves de Aristófanes es ejemplo insigne, a nuestro juicio, de cómo la necedad de un autor cómico puede determinar la ceguera completa ante los componentes racionales simbólicamente contenidos en una determinada versión del mito). El racionalismo filosófico puede abrirse camino no ya a partir de la ruptura total con el «estilo mítico de pensar», sino en el mismo proceso (diamérico) de la transformación del mito a lo largo de sus diferentes versiones. Y sólo será posible percibir el sentido racional de estas afirmaciones teniendo ante los ojos los principales eslabones de la cadena: sólo cuando en la Teogonía de Hesíodo (versos 507-616) vemos aparecer a Prometeo, ante todo, como aquel que sufre un horrible castigo eterno, atado a la roca gigantesca por haber robado el fuego a Zeus y cuando en el Protágoras de Platón, sólo de Paso se habla de Prometeo encadenado, presentándosenos en primer término a Prometeo, frente a Zeus, pero también frente a Epimeteo, como aquél que, por amor a los hombres indefensos (aunque ya dotados de razón), roba no sólo el fuego, sino también las artes (pero no las virtudes políticas: Prometeo aparece también opuesto a Hermes, en el relato platónico) podremos apreciar cuántos elementos nuevos, ligados a toda una teoría racional sobre las relaciones entre la naturaleza, el fuego, la tecnología, el Estado, se deben al Protágoras reconstruido por Platón, hasta qué punto esta remodelación de un mito clásico (aún figurando en el Diálogo como tal mito, opuesto al logos) está llevada a cabo al servicio de una nueva y muy lógica concepción de las relaciones entre componentes centrales de la «Filosofía del espíritu» (en el sentido hegeliano de la expresión). Esto explica que Protágoras, a pesar de su constante apelación a los mitos (como, en general los sofistas) y sin perjuicio de su respeto proclamado a las costumbres de cada ciudad (que nosotros le atribuiremos) –frente al «racionalismo» de Sócrates– resultase de hecho tan sospechoso como Sócrates a los tradicionalistas y fuese acusado de asebeia, como Anaxágoras, o como el mismo Sócrates.

En cualquier caso, el carácter filosófico de estas remodelaciones del mito, debidas a los grandes sofistas (y, por supuesto, ya a los fisiólogos, así como después a Platón, a Aristóteles, a los estoicos) se advertirá todavía mejor cuando gracias a Aristófanes podamos comprobar, según ya hemos insinuado, que no toda remodelación de un mito lejano, como el de Prometeo (que parece proceder de Asia Menor) nos lleva a la filosofía: porque Aristófanes (Las Aves, 1494-1552) desde un «escepticismo» superficial, desde una ironía incapaz de captar el profundo simbolismo del mito, lo degrada en una escena de ramplona comicidad, [22] en la que Prometeo aparece tapándose con una sombrilla para que Zeus no lo descubra. Naturalmente son los filólogos los únicos que pueden llegar a decirnos si la forma del mito de Prometeo que Platón pone en boca de Protágoras fue efectivamente obra de Protágoras o si hay que asignársela al propio Platón, como algunos prefieren, y no es nada fácil, en cualquier caso, interpretar esta versión del mito, como testimonio de la manera como la utilizó acaso Protágoras, o como una interpretación platónica acaso desfigurada del pensamiento de Protágoras, incluso como una «calumnia». Pero, metodológicamente nos parece claro al menos esto: que, si logramos establecer una doctrina sistemática identificable (por su oposición a otras) como algo que estuviese implicado con la versión platónica del mito, y lográsemos establecer la oposición de esta doctrina con la propia doctrina platónica, entonces, la versión del mito de Prometeo atribuida a Protágoras, aún cuando fuese una construcción polémica, nos remitiría a una doctrina no platónica –aún desde la perspectiva platónica– y a una doctrina que tendría muchas probabilidades de tener algo que ver con Protágoras al menos con el Protágoras, tal y como era percibido por Platón casi medio siglo después.

Y lo mismo que decimos de la necesidad que la filosofía tiene de las lecturas filológicas, tendríamos que decirlo de la necesidad de las lecturas sociológicas o tecnológicas.

¿Qué es entonces una lectura filosófica? ¿No ha de quedar sustituida por el conjunto de las diferentes lecturas categoriales?. No, porque, por lo menos, sería precisa la coordinación entre todas ellas, Porque no podríamos confundir esta coordinación global con una simple yuxtaposición enciclopédica de perspectivas diversas, por erudita que ella fuera. En todo caso, la coordinación de las diferentes perspectivas categoriales no es ella, por sí misma, la meta de una lectura filosófica. La coordinación es un resultado oblicuo (aunque necesario) de esa lectura, pero no es su objetivo, capaz de definir la perspectiva filosófica. ¿Cuál pues?.

Cabría ensayar una vez más el criterio siguiente: las perspectivas categoriales son particulares, parciales, mientras que la perspectiva filosófica seria globalizadora, generalizadora, total. Pero este criterio es muy ambiguo y sólo parece que aclara algo cuando pide el principio (cuando entiende lo general, global o total precisamente en función de las categorías coordinadas). Porque también las categorías pueden ser generales y pretenden serlo, al menos (la perspectiva sociológica pretende reducir todo a su punto de vista, erigiéndose en la explicación última). Nosotros aplicaremos aquí otro criterio basado en la oposición entre las Ideas y las Categorías. Las Ideas se abren camino a través de las Categorías y las envuelven, sin que por ello tengan necesidad de ser «generales». Son las Ideas filosóficas y los sistemas de estas Ideas que se articulan en el curso mismo de las perspectivas categoriales aquello que configura la perspectiva filosófica. [23] Es característico de estas Ideas su actualidad, es decir, su efectividad respecto de las realidades de nuestro presente. Las Ideas a las cuales nos referimos, constituyen, ante todo, la armadura de nuestro propio mundo. Sin duda, no deberemos pensar que hay un sólo sistema de estas Ideas, porque existen diversos sistemas de Ideas, contrapuestas entre sí dado que también se contraponen entre sí los mundos del presente, sin que por ello pueda concluirse que está rota la unidad del Mundo, salvo para quien crea (olvidándose de Heráclito) que la única forma de unidad es la armonía.

La actualidad de las obras como el Protágoras, si tomamos en consideración las afirmaciones que preceden, podrá ser reformulada entonces de este modo: como posibilidad de redefinir y profundizar sus términos, sin violencia ni anacronismo, en el marco de un sistema de Ideas de nuestro tiempo. Y según los sistemas de Ideas en que estemos situados, así los resultados de la reexposición. Esto no ocurre con todas las obras clásicas, ni siquiera con todas las obras de Platón –sin que por ello pierdan éstas su importancia histórica o estética–. El Timeo, por ejemplo, en sus doctrinas astronómicas centrales, es hoy, para nosotros, una obra de interés eminentemente arqueológico. Estas doctrinas quedan reducidas, casi sin residuo, a determinados conceptos categoriales, pongamos por caso (si seguimos una sugerencia de F.M. Cornford, Plato's Cosmology, págs. 74-77), el modelo según el cual el Demiurgo fabrica el Mundo físico, dividiendo «la mezcla primitiva» en dos bandas, que une por sus extremos, para dar lugar a los círculos de «lo mismo» (el Ecuador) y «lo diferente» (la eclíptica) que se cruzan como la diagonal y el lado del rectángulo, podría en rigor entenderse como modelo, no ya del mundo, pero sí de una esfera armilar (krikwth' sfaîra) que es para nosotros, un artefacto arqueológico. Pero, en cambio, los términos del Protágoras, si quieren ser entendidos por debajo de su superficie («posibilidad de la enseñanza», «virtud», &c.) habrán de ser insertados en el sistema de las ideas de nuestro tiempo, de «nuestro mundo» o, lo que es equivalente, será preciso utilizar ideas de nuestro presente –ideas que hoy mismo nos envuelven como opciones problemáticas– para poder captar los significados internos, aunque no inmediatos, (en la inmediatez de las traducciones autorizadas: areté = virtud, por ejemplo) de sus palabras. Nos ponemos, sin duda, en peligro de anacronismo. Pero, en todo caso, el anacronismo no se producirá en razón del método general de utilización de las ideas actuales, sino en razón de la inadecuación de las ideas concretas utilizadas. Tan sólo en el supuesto de que el desarrollo histórico de las ideas es siempre lineal o superficial y sustitutivo (las ideas se suceden las unas a las otras y las posteriores reemplazan a las anteriores) cabría hablar siempre de anacronismo en el momento de reaplicar a los [24] anteriores de la serie ideas que han brotado en los lugares ulteriores o actuales. Pero las ideas anteriores no se agotan en la superficie de su posición de anterioridad: contienen capas muy diversas por las cuales se vinculan a contextos de relaciones que no siempre se dan en el mismo plano (psicológicamente: contextos que permanecen inconscientes) pero que en el desarrollo ulterior pueden manifestarse a una nueva luz. En este sentido cabría decir que la reaplicación de las Ideas actuales a las situaciones pretéritas no equivale siempre a la inserción de los contenidos históricos en los nuevos horizontes que los envuelven exteriormente (aunque no arbitrariamente) cuanto a la profundización de los propios contenidos internos de los mismos conceptos pretéritos. La reaplicación de las ideas actuales (o en general, posteriores) a las pretéritas (o anteriores) equivaldría así muchas veces a un regreso en la materia misma del propio pasado. Y este proceso no es insólito ni siquiera en los dominios del pensamiento categorial: el triángulo es anterior al polígono (cuando de establecer las relaciones que nos conducen a la determinación de las áreas se trata) pero el polígono es anterior al triángulo (que es una especie particular de polígono) y, por ello, la reaplicación de las fórmulas del área del polígono a las fórmulas relativas al área del triángulo anteriormente establecidas por los geómetras a partir de otros contextos de relaciones, no es un anacronismo; ni son anacronismos las reaplicaciones de los conceptos geométricos no euclidianos al sistema axiomático de los Elementos de Euclides, puesto que sólo desde la perspectiva de estas nuevas geometrías (insospechadas acaso por Euclides) es posible profundizar en el mismo campo sobre el cual Euclides pisó, reordenando desde dentro las mismas relaciones que él pudo percibir y comprendiéndolas mejor que pudo comprenderlas él mismo: los conceptos geométricos actuales no euclidianos no son, en resolución, meras marcas exteriores capaces de situar en una nueva perspectiva las antiguas figuras euclidianas. Constituyen un regressus en el interior mismo del propio campo euclidiano, incluso en su pretérito (en su origen), aunque el inicio de esta marcha hacía los orígenes sólo pueda tener lugar en las postrimerías. Por muy discutida que sea la naturaleza interna o externa de las relaciones que medían entre la historia de una ciencia y la ciencia misma, es evidente que la recíproca es mucho menos discutible, porque la ciencia del presente ha de considerarse siempre como un marco interno de las propias situaciones que la ciencia consideró en sus etapas históricas. Y todo esto hay que extenderlo, con mucha mayor fuerza, al terreno de la historia filosófica de las ideas.

5. La dificultad estriba en consecuencia en acertar con las ideas actuales adecuadas, en identificar; dentro de los sistemas de ideas del presente aquéllas que sean más proporcionadas para llevarnos [25] más allá de la superficie de las palabras, aunque a través de ellas, de las palabra, en las cuales el Protágoras se resuelve.

En la superficie literal del Protágoras encontramos sin duda dos Ideas en torno a las cuales podría considerarse girando a todas las demás que por él se cruzan: la Idea misma del Sabio (del sofista) y la Idea de la Virtud. De hecho, el Protágoras lleva tradicionalmente como subtítulo «De los sofistas». Y de hecho también suele ser incluido entre el grupo de Diálogos (a quienes encabeza) que tratan de alcanzar las definiciones, ante todo, de la Virtud, areté –y después, del Amor, philia, de la Belleza, kalón (así Friedländer: Protágoras, Laques, Trasímaco, Cármides, Eutifrón, Lisis, Hipias mayor). Por lo demás, la conexión entre estas dos Ideas núcleo del Protágoras es bastante obvia: nos pone delante del problema socrático de la conexión entre la sabiduría y la virtud, (¿sólo el sabio es virtuoso y recíprocamente?, ¿sólo el malo es ignorante y recíprocamente?). Es la conexión que en el Menón (86d) aparece tratada según el método hipotético de los geómetras (¿acáso la hipótesis a que se refiere el texto de 87a no es la de la conmensurabilidad del círculo con el cuadrado, de acuerdo con el «teorema» de las lúnulas de Hipócrates de Queos?). Una conexión que aparece ahora, en el Protágoras, en una perspectiva más bien genética: la sabiduría del sabio ¿puede engendrar la virtud en los otros hombres?, es decir: la virtud, ¿es enseñable?. Más que el camino que va de la virtud a la sabiduría, el Protágoras parece querer explorar el camino que, a través de la enseñanza pueda conducir de la sabiduría a la virtud.

En efecto: el sabio del que se ocupa el Protágoras no es el sabio solitario (cuyo paradigma será el Dios aristotélico) que posee en sí mismo la sabiduría. Es el sabio en tanto que parece capaz de manifestarla y revelarla a los demás, de hacerla valer, incluso de imponerla: este sabio es el sabio en cuanto sofista. «Sofista», pues, no en el sentido peyorativo que en castellano tiene hoy la palabra (precisamente a raíz de las críticas de Platón y de Aristóteles) sino en el sentido ponderativo según el cual Esquilo, por ejemplo, pudo decir precisamente de Prometeo, que era un sofista, aunque más torpe que Zeus (en el Prometeo encadenado dice el Poder a Hefesto: «... échale la argolla [a Prometeo] para que aprenda que aunque es sofista es más torpe que Zeus» (trad. de Carlos G. Gual, Prometeo: mito y tragedia, Hiperión 1979, pág. 7). Sugerimos que entre las diferencias entre el sabio (sophos) y sofista (sophistés) hay que poner, en primer término, precisamente la diferencia que media entre el sabio solitario y el maestro. Kierkegaard contraponía en sus Migajas filosóficas, la sabiduría del Maestro divino, Cristo, que tiene que comenzar por crear al discípulo, a la sabiduría del maestro humano, Sócrates, que propiamente no puede enseñar, pues tiene que suponer que el discípulo ya posee la sabiduría. [26] Si nos pusiéramos en el punto de vista de Kierkegaard podríamos decir (utilizando nuestra distinción) que sólo Cristo es sofista, mientras que Sócrates es únicamente sabio. En cualquier caso, tampoco cabe olvidar que «sofista» se utilizó probablemente, en el siglo V, en un sentido cuasineutral, como significando «profesor», «experto», y, en este sentido, el concepto de «sofista» es genérico y oblicuo en relación con el concepto de filósofo (el sofista puede ser simplemente un gramático, un retórico –quizá, es cierto, un profesor sobre todo de Humanidades, sin que por ello tenga que considerarse un filósofo). «Sofista», desde un punto de vista sociológico, en la Atenas del siglo V. es un concepto todavía más preciso (algunos quieren ver en él la prefiguración del concepto de «intelectual»). Entre los sofistas, en cualquier caso, habrá algunos que se mantengan en una perspectiva más próxima a la filosofía: esto es lo que ocurre con Protágoras.

Y precisamente en la medida en que el sofista se presenta corno maestro de virtudes, tendrá que perder constantemente la tendencia a la divina soledad (propia del sabio) y con ello perderá también su unicidad, ofreciéndosenos corno plural, como el elemento de una clase. El Protágoras de Platón se ocupa de los sofistas y no, por cierto, en el sentido despectivo y agresivo que caracterizará a otros Diálogos (Gorgias, Eutidemo) ni tampoco en el sentido abstracto del gran Diálogo de madurez (El Sofista). Acaso pudiera decirse que en el Protágoras Platón está examinando la posibilidad misma del sofista, es decir, del sabio como sofista, maestro de virtudes: una posibilidad que estudia encarnada en la figura del sofista más brillante, Protágoras, el que pretende enseñar a los hombres las virtudes que ni siquiera el propio Prometeo se atrevió a enseñarles –puesto que en el Diálogo platónico, Protágoras parece querer asumir (o reproducir) el papel de Hermes, que es el maestro de las virtudes «políticas», civiles y religiosas (aunque sea por delegación de Zeus). Esto es algo que nos parece esencial: que Protágoras nos es presentado por Platón como aquél que asume la misión, no ya de Prometeo, sino de Hermes. Y que las dificultades que el Diálogo suscita acerca de la enseñabilidad de la virtud, son dificultades que deben ser referidas en todo caso, a las virtudes herméticas, no a las virtudes prometéicas (tecnológicas, cuya enseñabilidad parece darse por presupuesta). La ignorancia de esta distinción tergiversa, nos parece, por completo, la interpretación de los problemas filosóficos suscitados en el Diálogo.

La posibilidad del sofista que el Protágoras estaría considerando sería, pues, la posibilidad del sofista en su sentido más amplio, el sofista en cuanto maestro de las virtudes más elevadas: es esta posibilidad aquélla que se pone en tela de juicio. Y esto, sin duda, en función de la propia naturaleza heterogénea de la virtud. Sí la virtud no es una, sino múltiple, y de una multiplicidad heterogénea, [27] y no homogénea, parece evidente que cabe dudar (ya por motivos internos a la propia teoría de las virtudes) sobre si el maestro de una virtud puede ser a la vez maestro de todas las virtudes. Por tanto, cabrá dudar acerca de si necesariamente, la enseñanza de algo implica la sabiduría de quien enseña (del sofista). Porque sí, evidentemente, según la definición, el sofista incluye la capacidad de enseñar la sabiduría (la virtud, en la tesis socrática) en cambio, recíprocamente, la experiencia manifiesta que la capacidad de enseñar algo, no incluye la sabiduría del maestro. Pero exteriormente, tanto quien enseña la sabiduría (las virtudes) como el que enseña otras cosas que no lo son (los vicios), se presentan como sofistas. Se diría que a medida que el tiempo pasa, y sobre todo en su gran diálogo de madurez, El Sofista, Platón se determinará hacia el entendimiento del sofista como aquél que enseña algo que no es una sabiduría, como la apariencia del sabio. Pero la apariencia del sabio es la imposibilidad del sofista, en su sentido riguroso (porque la sabiduría no puede ser enseñada, el sabio no puede ser sofista y el que enseña, siempre enseña algo distinto de la sabiduría, por necesario y útil que sea, es decir, es siempre un sofista, en sentido peyorativo). Pero en el Protágoras, la perspectiva parece otra. Aquí no se presentará la imposibilidad del sofista (ni tampoco, como en el Gorgias, la realidad de su acción dañina) sino su posibilidad, en su sentido problemático. De hecho, aquí los sofistas (Protágoras, Hipias, Pródico) aparecen tratados con el máximo respeto, el respeto a su posibilidad. Sobre todo Protágoras, a quien Platón está evocando en su segunda estancia en Atenas, hacia el 424 (la primera estancia habría tenido lugar en el 444). Han pasado cuarenta anos (el Protágoras está escrito en torno al año 384). Y, a pesar del largo lapso de tiempo transcurrido, Platón todavía logra transmitirnos una partícula de la conmoción enorme que la segunda llegada de Protágoras a Atenas, en su plena madurez (unos 56 años) debió producir en la ciudad. Platón sabe reconstruir esta conmoción, dramatizarla ya en las primeras escenas del Diálogo y especialmente en la impaciencia del joven Hipócrates, entrando antes del amanecer en el mismo dormitorio de Sócrates (que entonces tiene unos 39 años) a fin de conseguir su ayuda para poder lograr escuchar a Protágoras. Protágoras es evocado, sin duda, por Platón como una personalidad impresionante, mucho más que un charlatán. Es el propio Sócrates quien queda muchas veces, después de escuchar un discurso de Protágoras, fascinado, conmocionado. Se diría que Platón no lo está viendo, sin más, corno un engañador, como un «sofista» (en el sentido que después dará a la palabra), puesto que, además de sus grandes dotes, le reconoce lealtad y buena voluntad. Diríamos que en el Protágoras no se discute a sinceridad de las intenciones del gran sofista (su finis operantis), porque lo que se discute es la posibilidad de sus propósitos [28] (la posibilidad del finis operis), y ello en función de las implicaciones que estos propósitos arrastran.

Explícitamente, los propósitos están claramente formulados: se trata de enseñar la virtud a los ciudadanos. Pretensión a todas luces elevada e importante que requiere no sólo una sabiduría muy alta, sino también una dedicación entera a la tarea, es decir, requiere justamente la vocación de sofista. Pero una tarea que requiere un trabajo continuado y absorbente. cuya utilidad puede medirse por la enorme demanda de sus servicios, comienza a poder ser entendida como una tarea profesional –una tarea que por ejemplo puede compararse a la del médico. Sería absurdo que el sofista, como el médico que consagra su vida a su oficio, no pudiera obtener de éste su propio modo de vivir. Sólo así podría estar asegurado el objetivo de su vida: la retribución es necesaria, y la magnitud de esta retribución es el mejor índice de la importancia social que se atribuye a sus servicios. (Los honorarios de Protágoras eran de hecho muy altos). Es Platón quien nos presenta a Protágoras como el primer sofista profesional, puesto que él habría sido el primero que señaló precio a sus lecciones.

Es evidente que situados ya en el plano determinado por estos conceptos, en su sentido literal –la virtud y sus partes o especies; la enseñanza de la virtud como oficio del sofista– podemos percibir una enorme masa de cuestiones (relaciones, «teoremas» y «problemas») que se nos ofrecen como material para un análisis racional, sin necesidad de salirnos fuera de la superficie de este plano. Por ejemplo, cuestiones histórico jurídicas, relativas al status del sofista por relación a otras profesiones coetáneas, cuyas analogías sería preciso establecer; a la naturaleza y funcionalismo de su acción educadora, como función pública; a la coordinación de esta función con los gobernantes, los sacerdotes o los poetas trágicos; a la naturaleza de las virtudes enseñables, en su conexión con otras componentes del proceso social; a la cuantía de los honorarios (pues acaso la cuestión no estribaba en la disyuntiva entre cobrar o no cobrar honorarios, sino entre cobrar poco, miserablemente, o, cobrar mucho –puede asegurarse que el desprestigio social del sofista no derivaba del hecho de que él cobrase, sino de que cobrase poco, porque ello convertía el salario en limosna, y al sofista en mendigo). Todas estas cuestiones que suponemos brotan en la superficie misma de este plano inmediato (determinado por la presencia de los sofistas en Atenas, de Protágoras) en tanto no son meramente empíricas, sino constitutivas de un tejido racional relativamente cerrado, son cuestiones que podemos llamar categoriales. Es evidente que Platón se mueve ampliamente en la superficie de este plano o, al menos, podemos interpretar una gran parte de las cuestiones platónicas como cuestiones dibujadas en este plano, como cuestiones sociológicas, políticas, &c. [29] Pero nosotros queremos formular la siguiente pregunta: ¿por qué estas cuestiones, estas relaciones, son categoriales?. Porque su categoricidad podría aquí entenderse como superficialidad, como propiedad de algo que se mantiene en el terreno de los fenómenos. Terreno que sólo nos aparece como tal cuando podamos enfrentarlo con un estrato más profundo, transfenoménico, el estrato de las esencias (que por lo demás, sólo son por relación a los fenómenos, y no porque tengan una sustancia en sí mismas).

6. Vamos a ensayar la tesis –por lo demás, nada extraordinaria– de que las Ideas por respecto de las cuales el plano de los términos literales («virtud», «sabiduría», «educación», &c.) entre los cuales se debate el Protágoras platónico puede asumir el aspecto de una superficie fenoménica, son la Idea de Hombre y la Idea de Cultura. No darnos por supuesto que estas dos Ideas sean correlativas –como si «Hombre» pudiera ser definido como «animal cultural», o como si «Cultura» pudiera ser definida como «aquello que el hombre hace», la «obra del hombre». Desde el momento que reconocemos las «culturas animales». sólo sobreentendiendo que el Hombre es el animal que desarrolla la cultura humana, podríamos mantener la correlación –pero entonces incurriríamos en flagrante círculo vicioso. Por otro lado, tampoco damos por supuesto que la cultura humana pueda entenderse como la obra del hombre, en primer lugar porque es el hombre también algo que es producido en el propio proceso cultural («el fuego hizo al Hombre» decía Engels), y en segundo lugar, porque no todo el proceso cultural implica el desarrollo del Hombre (a veces implica incluso su destrucción). Nuestra tesis es ésta: la Historia, como Historia de la Cultura, no es equivalente a la Historia del Hombre, como presupone una tradición «humanista» ligada a la oposición –que consideramos teológica– entre Naturaleza y Cultura (la oposición entre herencia y aprendizaje, utilizada muchas veces como criterio para distinguir naturaleza y cultura –naturaleza = conjunto de formas que se transmiten genéticamente; cultura = conjunto de formas que se transmiten por aprendizaje, por educación– nos parece por ello mismo inadmisible, porque muchos contenidos «naturales» se transmiten por aprendizaje, muchos contenidos culturales no se transmiten por aprendizaje, sino por automatismos extrasomáticos y sociales, y, por último, otras muchas determinaciones propias de la cultura o de la naturaleza no se transmiten ni por herencia ni por aprendizaje, sino que son, por ejemplo, efectos peristáticos). Suponemos, pues, que no hay posibilidad de distinguir dicotómicamente naturaleza y cultura: una choza neanderthaliense es una formación tan natural como pueda serlo el nido de una cigüeña. Suponemos también que hemos rechazado todo tipo de concesiones intirumentalistas de la cultura, es decir, toda concepción de la cultura humana como si ella fuera un instrumento que el hombre se procura para «lograr sus fines», [30] o incluso para «compensar su indefensión» de mono desnudo (la teoría del fetalismo neoténico en la que Bolk resucita en el fondo el mito de Epimeteo de Protágoras) y ello porque la tesis de la indefensión natural del hombre es sólo el resultado de una abstracción, a saber, la consideración del individuo humano como si fuese la expresión de la «naturaleza», corno si la unidad biológica humana fuese el individuo y no el grupo o la horda. Una horda que, siendo natural, en modo alguno podría llamarse indefensa, sino sumamente potente, a juzgar por sus temibles resultados (por respecto a los demás animales) en el proceso –ulterior de la selección natural. Suponemos también que la figura del «hombre» aparece instituida en un determinado momento del desarrollo biológico cultural de ciertos primates y homínidas –homínidas que ya no son «monos» pero que tampoco son «hombres» (aunque tengan una cierta forma de lenguaje, o un método «normalizado» de fabricar herramientas). Un momento que podría ser caracterizado por la configuración de un círculo de relaciones entre organismos individuales, entidades somáticas que, precisamente en razón de un avanzado y complejo estado de las formaciones culturales, jurídicas, &c. extrasomáticas, pueden recibir «desde fuera» la figura espiritual de «personas» capaces de reproducirse, biológica y espiritualmente, a la manera de sw>ma pneumatikón. Según esto, las diferencias entre la cultura humana y las culturas animales no habría que buscarlas tanto en una escala analítica (en rasgos particulares diferenciales tales como el lenguaje articulado, utilización de herramientas, conservación de alimentos, porque todos estos rasgos encuentran también sus análogos en otras especies animales), sino en la escala sintética, en el proceso mismo en virtud del cual la compleja disposición de fuerzas y formas somáticas y extrasomáticas alcanzan un «cierre» tal en el que la reproducción de las personas aparece realmente asegurada. Y con esto tampoco queremos insinuar que el desarrollo (incluso histórico) de la cultura equivalga siempre a un desarrollo indefinido del hombre, por cuanto muchas veces aquel desarrollo sigue caminos que determinan precisamente su destrucción, como si «el hombre fuese la medida de todas las cosas» (de todas las culturas) –según el pensamiento de Protágoras– por cuanto (sería la tesis platónica), el propio hombre está sometido a la medida de las «cosas» (de las Ideas, de las relaciones que se mantienen «por encima de la voluntad»). En cualquier caso parece gratuito admitir de principio que el desarrollo de la cultura sea conmensurable con el desarrollo del hombre. Aquél es un desarrollo «impersonal», aún cuando se hace a través de las mismas personas. Por ello también dudamos de que sea evidente la identificación de la Idea de Historia con la idea del hombre como animal cultural. Más bien argumentamos desde la perspectiva según la cual la figura del hombre, en cuanto entidad moral, [31] una vez que ha cristalizado en un determinado momento de la historia cultural, se mantiene invariante, igual a sí misma, sin que quepa hablar de un desarrollo de su esencia, de sus virtualidades. Con esto estamos impugnando a quienes presuponen que sólo cabe hablar de Historia en la medida en que la «Historia del hombre» significa «Historia del desarrollo del hombre como una entidad que cambia al mismo ritmo del desarrollo cultural». Estamos suponiendo más bien que la historia del Hombre es también en gran medida la historia de la invariabilidad de la figura humana (una vez cristalizada, como sujeto de derechos universales invariables) en el medio de las variaciones de su mundo cultural y real, que es un momento más de la variación del universo. Nos hacemos así eco del mensaje estoico –o2 kósmoV a2lloíwsiV; o2 bíoV, u2pólhyiV («el universo mudanza; la vida, firmeza»)– de Marco Aurelio, mensaje que creemos que mantiene estrecha armonía con el mensaje platónico. Por ello nos parece abusivo mantenernos en ese tópico que nos quiere obligar a pensar que Platón –incluso todo el pensamiento griego en general– careció del sentido de la historia, y que sería preciso esperar al judaísmo o al cristianismo para aproximarnos a este sentido (Renan: «El autor del libro de Daniel es el verdadero creador de la Filosofía de la Historia»).

7. Tomando, pues, como coordenadas, ideas tales, como las de Hombre y Cultura, al nivel en que las hemos esbozado, podríamos intentar redefinir la superficialidad fenoménica de los términos literales (areté, paideia, ... ) y de sus relaciones, entre las cuales decíamos se debate el Protágoras considerando que estos términos y sus relaciones se mantienen en el ámbito de aquellas ideas, como si éstas estuviesen ya dadas, constituidas. Supuestos ya constituidos los campos de estas ideas –supuesto ya constituido el hombre en sus múltiples culturas (contradictorias entre sí: griegos, bárbaros)– se abre, sin duda, una inmensa red de relaciones problemáticas en su mayor parte entre los momentos más diversos de esos campos. Es esta perspectiva la que habría adoptado el propio Protágoras al juzgar por lo que de él sabemos: «El hombre es la medida de todas las cosas» (*). Sin duda, no pudo Protágoras (como tampoco Platón) elevarse a una idea de cultura humana asimilable a la que (a través de la secularización de la idea teológica del reino de la gracia) pudo forjarse en el siglo XIX desde Hegel hasta Ty1or. La Idea de Cultura, en Protágoras o en Platón, como en Herodoto o Hecateo, se encuentra en un estado embrionario, reducida al campo de las costumbres, de las leyes, y rota de algún modo por la oposición entre griegos y bárbaros. Sin embargo, podría afirmarse que dentro del horizonte en el que se utiliza la Idea de cultura, las posiciones relativas de Protágoras y de Platón son identificables (analógicarnente) con las posiciones características en la moderna filosofía de la cultura. No parece muy aventurado afirmar que la [32] posición de Protágoras se corresponde con el instrumentalismo, con el funcionalismo (la cultura entendida como instrumento del hombre, medida de todas las cosas); no es obra del hombre –sino de Prometeo o de Hermes– pero el hombre la utiliza como instrumento sustitutivo de su estado de indefensión natural, y en este sentido como algo natural ella misma. Platón, sin embargo, se mueve en otro terreno.

El Hombre de Protágoras que «mide todas las cosas», parece un hombre que ha de suponerse dado, como una unidad invariable y universal. Y, sin embargo, río es así, porque, al menos cuando se interpreta la tesis de Protágoras en el sentido del relativismo cultural, la unidad de esa medida es aparente y el hombre aparece ya inmediatamente disperso en las culturas particulares más heterogéneas. Y si el hombre es la medida de todas las diversas culturas, es porque en realidad son las culturas las que miden a los hombres que en ellas se configuran, porque se considera desde el principio que los hombres están ya constituidos a la escala de las diversas culturas o sociedades en las cuales realmente viven.

Ahora bien, en esta perspectiva la virtud (areté) adquiere automáticamente un significado predominantemente psicológico. Es un hábito, algo que se sobreañade al individuo humano ya constituido –como también las virtudes que Prometeo y Hermes otorgan, recaen sobre un animal que ya es considerado como racional, aunque desvalido a consecuencia de la imprevisión de Epimeteo. Así también, el sofista será entendido, con meridiana claridad, por el propio Protágoras, como sabio que vive en una sabiduría ya establecida, aquélla que consiste en el conocimiento preciso de las costumbres de un estado, de la cultura y de la lengua de un pueblo, como materia ya cristalizada y que sólo es preciso transmitir para formar a los ciudadanos que han nacido en su seno, El sofista trabaja, así, sobre hechos positivos, las leyes propias de cada república organizada, y su objetivo (según Protágoras, aunque no según otros sofistas) no es otro, sino el de formar (educar) a los individuos en cuanto están inmersos en un estado determinado, positivo.

La perspectiva de Platón, en cambio, podría trazarse como algo frontalmente opuesto a la de Protágoras. Es muy frecuente entender la oposición Platón/Protágoras por medio de la oposición entre el espíritu conservador –aristocrático– y el espíritu progresista –democrático– característico de los nuevos «ilustrados cosmopolitas». El platonismo, según esto, tendría el sentido de una restauración tradicionalista, de la vuelta al ideal de los Siete Sabios (sobre todo Solón), o a Esquilo. Magallaes-Vilhena (Sócrates et la legende platonicienne, París 1952, pág. 62) también enfoca a Sócrates en la perspectiva del partido aristocrático (sus amigos son: Critias, Alcibíades, Cármides, Platón ... ) frente al partido democrático representado por el panfleto de Polícrates. [33] Platón representa la vuelta a la concepción de una areté unitaria, al Zeus de Esquilo (así Adrados, Democracia ateniense, pág. 419). Pero aún cuando todo esto sea cierto, más cierto es que entender la oposición conservadurismo/progresismo en un sentido actual, sería el verdadero anacronismo, porque lo que fue progresista en el siglo V puede ser hoy reaccionario y al contrario, el mismo aristocratismo revolucionario de Platón puede decirse más progresista que el democratismo de Polícrates. La perspectiva «platónica» en nuestro Diálogo, aparece aún oscura, más bien como algo que impide aceptar la claridad de las evidencias del abderitense, pero que se harán más conscientes a lo largo de la reflexión ulterior, en la República y sobre todo en las Leyes, porque entonces la virtud no aparecerá ya como un habito sobreañadido al hombre (al individuo) preexistente, como ser natural, sino como aquello que es constitutivo del hombre mismo. Y ello comportará una desconexión del concepto de virtud de su contexto psicológico, y una inserción en los contextos políticos y sociales. Porque la virtud ya no será tanto el proceso por el cual el hombre previamente dado asimila las costumbres de la ciudad, cuanto el proceso por el cual el hombre se hace hombre (universal) en el proceso mismo de la constitución de las ciudades (o culturas). «Estoy encantado –le dice el ateniense (Platón) a Clínicas (el cretense)– de la manera como has entrado en la exposición de las leyes de tu patria. Justo es, en efecto, empezar por la virtud y decir, como tu has dicho, que Minos no se ha propuesto otra cosa que la virtud, justamente en sus leyes». Por ello, el ateniense (Platón) no se atiene a las costumbres «positivas» de Creta o de Lacedemonia. Parte de ellas pero, sobre todo, quiere extraer de ellas la idea universal que corresponde más bien a la ciudad de una edad pretérita, la edad de Cronos (y no a una edad futura). Por ello, la educación será algo más que la transmisión de unas formas positivas dadas en el Estado al individuo: tendrá que ver, mejor, con el proceso por el cual es la cultura (incluyendo aquí el «modo de producción») lo que constituye al propio estado, al estado ideal, al estado de la justicia: «Porque la finalidad de la paideia consiste en formar en la virtud desde nuestra infancia, la que inspira al hombre el ardiente deseo de ser un ciudadano cabal, de saber mandar y obedecer con arreglo a la justicia». En cualquier caso nos parece que incurriría en un gravísimo error de diagnóstico quien se arriesgase a formular la oposición entre el pensamiento de Protágoras y el de Platón por medio de la oposición entre el pensamiento positivo («pragmático», concreto, referido a los hechos) y el pensamiento metafísico (utópico, especulativo y abstracto). En cierto modo podría decirse que se trata de todo lo contrario. Es Protágoras quien cuenta el mito sobre el origen del hombre y de la cultura. Un mito en el que, por cierto, los hombres, junto con los animales, fueron creados por Zeus y la cultura fue otorgada por un titán [34] (un ser divino, Prometeo) y por un pastor, Hermes, que con su vara de, conducir a los muertos hacia el Hades, logra también conducir a los hombres (ya equipados técnicamente por Prometeo) a la vida social y política, es decir, a la vida de la cítidad. Es Protágoras quien además entiende la multiplicidad de esas ciudades (culturas) como una armonía cosmopolita, una coexistencia que puede ser pensada como posible porque cada ciudad se concibe como si de hecho fuese compatible con las demás, teniendo cada una de ellas sus propias leyes particulares. Y es este pensamiento el que se revela históricamente corno utópico. Pero el pensamiento de Platón tiene otra inspiración por completo diferente: es un pensamiento dialéctico. «Y en esto (dice Clinias) ha querido condenar [el legislador que instituye los ejércitos como necesarios para todo Estado] el error de la mayor parte de los hombres que no ven que existe en todos los estados una guerra perenne». Y estos Estados, en cuyos senos únicamente pueden los hombres llegar a ser –no han sido creados, como enseña Protágoras, por dioses o por titanes, ni sus leyes han sido reveladas por ellos. Es como si Platón nos dijera que estas cuestiones. de génesis no afectan a la estructura del Estado, en tanto tiene un imperativo interno autónomo: «Ya sea que deba a algún Dios ese conocimiento, ya lo haya recibido de algún sabio». Acaso los dioses han hecho a los hombres –pero no sabernos sí para divertirse, corno en un juego, o por un propósito serio. Como si dijera: que ello no es cosa nuestra, ni nos afecta. Porque no son – los dioses quienes han hecho las leyes o las grandes invenciones culturales. A lo sumo habrán sido los démones –inteligencias más exquisitas y divinas que la nuestra– en la edad saturnal, pero sobre todo hombres (Dédalo, Orfeo, Palamedes, Marsias, Anfión) y más aún, ni siquiera los hombres: «Ninguna ley es obra de mortal alguno y casi todos los asuntos humanos yacen entre las manos de la suerte», En cuestiones de génesis de las virtudes, el naturalismo de Platón en las Leyes excede en todo al de Protágoras, porque es Platón, el llamado «idealista», quien nos ha ofrecido la primera impresionante imagen del hombre máquina, una máquina de la que brotan las mismas virtudes; «Figurémonos que cada uno de nosotros es una máquina animada, salida de manos de los dioses, bien porque estos la hayan hecho por divertirse, bien porque les haya guiado en ello algún propósito serio, que nada sabernos sobre ese particular. Lo que sí sabernos es que las pasiones de que acabamos de hablar son como otras tantas cuerdas o hilos que tiran de nosotros y en virtud de la oposición de sus movimientos, nos arrastran a opuestas acciones, lo cual constituye la diferencia entre la virtud y el vicio. En efecto, el buen sentido nos dice que es nuestro deber obedecer exclusivamente a uno de estos hilos, seguir su dirección en todo momento y resistirnos vigorosamente a los demás. Este hilo no es otro que el áureo y sagrado hilo de la razón, llamado ley común del Estado». [35]

En resolución, la verdadera clave de la oposición entre Protágoras y Platón habría que ponerla, si no nos equivocamos, en la oposición entre un modo de pensar positivo (que se somete a los hechos, al ser, como un único criterio de lo que debe ser) y un modo de pensar dialéctico (que percibe los hechos como fenómenos, como movidos por un deber ser que los enfrenta como hechos –culturas, estados, griegos y bárbaros– y los mueve hacia un estado universal).

8. Situados en la perspectiva filosófica de estas ideas que Platón explicitará en su ancianidad, en las Leyes, podríamos acaso comprender el significado más profundo de las cuestiones más superficiales que Platón preparó en la juventud madura en que escribió el Protágoras. Cuestiones tan exclusivamente «psicológicas» al parecer, corno la de sí la virtud es una o múltiple; cuestiones tan exclusivamente anecdóticas (o sociológicas) como la de sí el sofista debe o no cobrar. Cuestiones que efectivamente se plantearon en su cara psicológica o sociológica –como no podía ser por menos– pero le siguieron abrumando incluso cuando en su madurez, fue profundizando más allá de la superficie psicológica o sociológica. Podemos intentar comprender a través de qué caminos las líneas de los conceptos psicológicos o sociológicos se prolongan hasta confundirse con las cuestiones centrales de la filosofía antropológica.

La virtud ¿es una o es múltiple? (y si es múltiple, ¿sus partes son homogéneas o heterogéneas?). Esta pregunta se nos plantea en el Protágoras en términos que comienzan siendo psicológicos, es decir, que se refieren al individuo, a cada organismo o máquina individual. Al menos, así nos lo sugiere el ejemplo sobre el cual se dibuja la pregunta: las partes de la virtud ¿habrán de concebirse como las partes (isológicas) de la barra de oro o bien como las partes (heterológicas) del rostro (los ojos, la nariz, la boca)?. La misma naturaleza de los ejemplos alternativos sobre los cuales se construye la pregunta que Sócrates formula, contiene ya implícita la respuesta platónica: las partes de la virtud (que es algo viviente, como el rostro, y no inanimado, como la barra de oro) serán heterogéneas («buscando una sola virtud, me he encontrado con un enjambre de virtudes que están en ti», dice Sócrates a Menón, 72a). Y, de este modo, la estructura múltiple y heterogénea de la virtud nos es mostrada en la perspectiva de la multiplicidad heterogénea del organismo individual, de su rostro. Pero no se agota ahí. Por ejemplo, una de las «cuerdas» que comienzan a resonar inmediatamente es la cuerda lógico-material (gnoseológica), la estructura constituida por la multiplicidad de las ciencias particulares. La cuestión que ha planteado Sócrates –¿la virtud es una o múltiple, homogénea o heterogénea?– nos remite al problema gnoseológico que gira en tomo a la unidad o multiplicidad de las ciencias (virtudes) [36] categoriales (la Aritmética, la Geometría). Problema lógico-material, gnoseológico (decirnos), no psicológico. Problema paralelo a su vez al problema antropológico de la inconmensurabilidad mutua de las culturas múltiples, de las, lenguas (una inconmensurabilidad –disimulada por el relativismo cultural– que no excluye, sino que incluye, la tesis «antirrelativista» de la virtual igualdad de todos los hombres que soportan dichas culturas o que hablan dichas lenguas, porque la posibilidad de que un niño yanomano aprenda perfectamente el alemán no implica que la Crítica de la Razón Pura pueda traducirse al yanomano y medirse por sus reglas). Lo que se dice aquí de las lenguas o de las culturas podemos decirlo también de las ciencias. Que un individuo adecuadamente instruido pueda llegar a ser buen matemático y buen físico no significa que las matemáticas sean conmensurables con la física y que una formación enciclopédica o politécnica (la de Hipias) asegure la unidad armónica de cada uno de los hombres, bajo el paradigma del «Hombre total». ¿Habría que exigir una ciencia universal y homogénea, una virtud cuyas partes sean homogéneas y englobe a todas las demás virtudes, una mathesis universalis en el sentido cartesiano, pero también en el sentido de la ciencia unitaria neopositivista, una ciencia cuya eficacia salvífica para la formación de la humanidad ha sido encarecida desde siempre, desde Leibniz hasta Husserl?. O bien, ¿no será preciso reconocer el hecho (el factum) de que las ciencias son múltiples, heterogéneas, irreductibles (categoriales), incluso (a pesar de los esfuerzos en pro de la interdisciplinariedad) inconmensurables (la incomunicabilidad de los géneros de Aristóteles, desarrollo de la tesis platónica de la symploké)?. El organismo múltiple y heterogéneo, sujeto de las virtudes no se reduce pues a la condición de un organismo individual (psicológico, biológico).

Porque entre los hilos de ese organismo figura (junto a los hilos internos, psicológicos) el hilo áureo del Estado. Se diría que Platón ha continuado aquí la línea de Gorgias –si bien matizada por su intersección con la justicia: «¿qué otra cosa es [la Virtud, según enseña Gorgias] que el ser capaz de mandar sobre los hombres?» Menón 73 b. Y, por ello, la unidad o forma (ei4doV) común a las virtudes no será tanto un concepto distributivo, cuanto una parte «atributiva», la justicia (Menón 79a). Pero los estados son múltiples, diversos, y enfrentados entre sí, con lo cual, la cuestión central, en su aspecto psicológico, del Protágoras, sobre si la virtud es una o múltiple, heterogénea u homogénea, se desarrolla como la cuestión central (filosófico-antropológica), la cuestión central en las Leyes en torno a si el Estado (y su contenido viviente, la cultura de un pueblo, como fundamento de su virtud) es uno o múltiple (digamos: el Estado universal –acaso el de Darío entre los bárbaros, al que se acogerá después de Platón, Alejandro, entre los griegos o bien la pluralidad de estados) y, si es múltiple, si sus partes son homogéneas o heterogéneas [37] (en el sentido, por ejemplo, de lo que con referencia a la antropología de nuestro siglo –Boas y su escuela– llama particularismo). Platón, en las Leyes parece movido por una tradición poderosa que quiere mantenerse firmemente en el terreno pluralista del estado ciudad (incluso un estado que no ha de rebasar la cifra de los 5.020 ciudadanos), en el terreno en el cual el mismo Aristóteles, según algunos, hubo de enfrentarse con Alejandro (aún cuando esto no es nada seguro). Pero si aplicamos a esos Estados o culturas múltiples el esquema mismo que en las Leyes se utiliza para entender la unidad dialéctica de las virtudes, habría que decir que todos esos Estados, enfrentados u opuestos entre sí, están obedeciendo a un hilo dorado, que no podría ser otro (puesto que se trata de Estados) sino el Estado de los Estados, el Estado universal. El armonismo particularista de Protágoras encontraría de este modo su verdadera contrafigura en la concepción dialéctica de Platón.

Y es en esta perspectiva como el rasgo del sofista que ha preocupado a Platón durante toda su vida –el rasgo vergonzoso del sofista que cobra por enseñar– podrá revelársenos como un rasgo verdaderamente profundo y no como una obsesión anecdótica debida acaso al aristocratismo de Platón o a cualquier otra circunstancia carente de importancia filosófica. Porque sólo podemos considerar como profundo a este juicio platónico sobre la naturaleza vergonzosa del sofista que cobra sus enseñanzas cuando nos sea posible justificarlo, cuando nos sea posible compartirlo como un juicio de actualidad, cuando nos sea posible comprender a partir de los mismos principios filosóficos, en qué condiciones puede sostenerse aún hoy que el cobrar constituye una degradación del sabio, del sofista. Porque sólo desde estos principios podremos proceder a la «reinterpretación» de las verdaderas motivaciones del juicio platónico que acaso no aparecen en su plena claridad en el Protágoras. En la medida en que no podamos o no queramos regresar a los fundamentos de este juicio (o simplemente, en la medida en que no compartamos estos fundamentos) tendremos que atenernos a una explicación sociológica, económica o psicológica de la obsesiva aversión platónica ante los sofistas que cobran sus enseñanzas.

Se trata, pues, de regresar hacia los fundamentos de la conexión entre el enseñar (en cuanto proceso que, hemos dicho, se inserta en el proceso general de la cultura) y el cobrar las enseñanzas (que es un concepto perteneciente a la categoría económica). Ahora bien, acaso la más importante consideración metódica que pudiéramos proponer sea ésta: que no es posible discutir, en general, la conexión entre ambos conceptos, y que todo intento de tratamiento genérico del asunto, lejos de remitirnos a los principios, nos arroja en la más pura confusión. Porque cuando determinados conceptos (como puedan serio el de enseñar y el de cobrar) [38] se dividen inmediatamente en sus especies (a la manera como el concepto de palanca se divide inmediatamente en los tres tipos consabidos) entonces es absurdo pretender alcanzar una visión global prescindiendo de esas especies. Será preciso partir de ellas y regresar al todo, no por abstracción, sino por composición o confrontación de las especies opuestas entre sí, Esto es lo que ocurre en nuestro caso. «Enseñar» es un concepto genérico que se especifica en direcciones muy diversas (opuestas entre sí) según los contenidos de aquello que se enseña. «Cobrar» es un concepto económico que se diversifica inmediatamente en formas muy diversas (y opuestas entre si) tanto en la línea cuantitativa (es decir, según la cuantía de lo que se cobra) como en la línea cualitativa (según el título por el cual se cobra, sea el precio de compra de una mercancía, sea retribución por servicios o por un trabajo que no se considera mercancía). Y las especies de uno y otro concepto genérico se combinan entre sí en distintas situaciones y con resultados también distintos. Antes hemos observado cómo desde un punto de vista estrictamente factual –presidido por la ley de la oferta y la demanda–, es evidente que la degradación social del sofista que cobra no podría haberse producido por el hecho de cobrar («Protágoras –dice Sócrates en el Menón 91d– ha sacado de su saber más dinero que Fidias y que diez escultores más») sino por cobrar poco. Pues el cobrar poco puede estar tan lejos, y aún más, de no cobrar nada, como de cobrar mucho. No cobrar nada es regalar; y puede estar más próximo quien cobra mucho a (a situación del hombre magnánimo que quien cobra poco si, por ello mismo, como «miserable» nunca puede desarrollar la generosidad.

Ahora bien, de acuerdo con las distinciones platónicas del Protágoras, podemos distinguir los contenidos de la enseñanza sofística en dos grandes especies: la de Zeuxis y Ortágoras, por un lado y la del propio Protágoras, por otro. En un caso, lo que se enseña son virtudes determinadas, precisas (se enseña a pintar, a tocar la flauta); en el otro caso, se enseñan virtudes que pudieran llamarse trascendentales (se pretende enseñar a ser un hombre, es decir, un ciudadano). En un caso se trata de virtudes técnicas (las virtudes prometéicas) en el otro, se trata de virtudes políticas, religiosas y civiles (las virtudes «herméticas»). Es también Platón quien, por boca de Sócrates, nos precisa que las virtudes tecnológicas, por ser determinadas, son especiales (propias de especialistas, que no tienen por qué ser distribuidas entre todos los hombres); en cambio, las virtudes políticas, por ser trascendentales, piden ser distribuidas entre todos los hombres. En términos económicos: la oferta de los contenidos de la primera especie será mucho menor que la demanda correspondiente a los contenidos de la segunda especie, con la paradoja, por tanto, de que el valor de cambio de los contenidos más importantes, ha de ser menor que el de los primeros [39] (se diría que los honorarios del sofista, si es verdadera su autodefinición, tenderán a disminuir y, por tanto, el sofista tenderá a degradarse en la medida en que se mantenga en el terreno de la economía de mercado).

Las ironías de Platón se dirigen contra el sofista que cobra, en general, por sus enseñanzas: pero evidentemente, estas ironías sólo podremos considerarlas profundas cuando las sobreentendamos referidas a las enseñanzas políticas, a las enseñanzas «trascendentales». «Por mi parte (dice Sócrates en el Cratilo) después de haber oído a Pródicos la lección de 50 dracmas que pone, según él, en disposición de tener un conocimiento completo de esta materia, podría darte un juicio. Pero como sólo le oí la lección de 1 dracma ... », Esta ironía se disolvería en la nada dentro de nuestras costumbres de hoy, que nos presentan como ordinario que un curso de Ingeniería elemental es menos costoso que un curso de ingeniería superior para el especialista, el cual, sin duda, puede valer muy bien los 50 dracmas y aún alguno más. Pero en cambio, la ironía conservaría toda su fuerza sí de lo que se tratase fueran materias trascendentales, materias políticas o religiosas. Muchos militantes de partidos políticos consideran deshonroso cobrar sus servicios al partido –como siempre ha sido paradójico y aun ridícula la costumbre de un sacerdote que cobra la administración de un sacramento o simplemente de un consejo (la situación del psicoanalista plantea cuestiones especiales).

Pero entonces ¿Es preciso concluir que el sofista no puede cobrar, lo que significa, en determinadas condiciones sociales, que el sofista no puede existir, puesto que no existe económicamente?. Sin duda Platón ha sido tentado muchas veces por esta conclusión y en este sentido se le suele interpretar: el sofista no tiene existencia real, sólo existe en el mundo del engaño, de la apariencia, puesto que no debe tener existencia económica. El sofista según esto, es superfluo, porque la reproducción de la cultura, o de las virtudes fundamentales de la República, tiene lugar espontáneamente, como lo ha tenido en otros tiempos, sin necesidad de que nuevos profesionales (los sofistas) vengan a crear una necesidad aparente. Según esto, Platón estaría defendiendo la situación del aristócrata que, sin necesidad de pagar nada, puede transmitir una educación a sus hijos, por medio de sus esclavos o por el ocio de que él dispone gratuitamente, liberalmente. Sin embargo, nos parece que no es ésta la única lectura posible de Platón, antes bien, que esta lectura es la más superficial y que Platón quiere decimos todo lo contrarío. En efecto: lo que a Platón le escandaliza es que el sofista pueda presentarse como un mercader que vende su mercancía a aquél que se la pueda comprar –a los ricos, a los hijos de los ricos, a los que pueden asistir a la casa de Calias. ¿Por qué?. Porque lo que se vende, lo vende un particular a otro particular. [40] Se trata de un negocio privado, una cuestión de «enseñanza privada», en donde se enfrentan intereses individuales, psicológicos (incluso psicoanalíticos, precisamente el precepto de cobrar honorarios figura como uno de los preceptos más importantes para el sostenimiento de la relación entre el médico y el paciente, como la única forma de expresión en el terreno económico de la exterioridad y distancia de la relación que debe mediar entre el curandero del alma individual y el propio individuo enfermo). Pero ¿Cómo dejar en manos de mercaderes particulares la formación de virtudes que se consideran trascendentales para la vida de la comunidad?. Los sofistas del Protágoras –Protágoras, Hipias. Pródico– se reúnen en casa de Calias, el plutócrata de Atenas, el mecenas. La casa de Calias está desempeñando una función nueva en la ciudad: el eunuco que hace de portero, con razón está asombrado, irritado. No es la casa en donde vive una familia y en donde se reciben a los amigos, incluso donde se conspira. Ahora, allí, unos hombres extranjeros, están enseñando las virtudes más deseadas por los atenienses. Pero no por eso la casa de Calias es un templo, o un edificio público, sigue siendo una casa privada –como lo será todavía la Academia o el Liceo– y no un edificio público corno, tras Alejandro, llegará a serlo el museo de Demetrio Falereo y, después la escuela de Alejandría. La casa de Calias es una casa particular y los hombres que allí enseñan cobran por su enseñanza y perciben honorarios muy altos (ignoramos si Calias exige participación en ellos). No podemos olvidar en todo caso que estamos refiriéndonos a un proceso de formación de instituciones y que por ello la casa de Calias no podría auto-concebirse como una «academia», o corno una «universidad» precisamente porque acaso es sólo su embrión. ¿Por qué ofrece Calias su casa a los sofistas?. O bien la alquila (es decir o bien obedece a legítimos intereses mercantiles), o bien busca compartir, junto con los sofistas, un poder político y social, convirtiendo su casa en un palacio como el de Lorenzo el Magnífico. Y entonces (337d) la casa de Calias estaría pidiendo pasar a ser un edificio público, el Pritaneo –y es Sócrates quien en la Apología (la de Platón) les sugiere irónicamente a los ciudadanos reunidos en la Asamblea, que en lugar de encerrarle en la cárcel y matarle, debieran pagarle un puesto en el Pritaneo para que desde él pudiera mantenerles despiertos de su sueño cotidiano. En resolución, no parece inverosímil concluir que aquello que en realidad tenía que resultar vergonzoso a Platón en el hecho de que los sofistas cobrasen por sus enseñanzas, no había de ser tanto el cobrar los honorarios, cuanto el cobrarlos como mercancía, en convertir en función privada aquello que, por su importancia, debiera ser siempre una función pública, una función del Estado, abierta a todos los ciudadanos como el Pritaneo y no cerrada, accesible sólo a la oligarquía como la casa de Calias. [41]

 

§ II.
El «Prólogo» del Protágoras

En el Protágoras, como en los demás Diálogos de Platón, además de describírsenos escenarios diversos, se nos hacen presentes diferentes personajes a quienes se les hace hablar a lo largo de un curso dramático más o menos complejo pero que, en todo caso, está concebido estéticamente –aunque esta concepción resulte a veces muy convencional– desde perspectivas muy próximas a aquéllas en las que se sitúa un autor teatral. Se diría que todo ha sido calculado por Platón, desde la escenografía, hasta el orden dramático (formal) de intervención de los personajes. Por lo demás, este orden dramático, en los Diálogos (y, en particular, en el Protágoras) no se corresponde siempre con el orden material (cronológico) que se supone subyacente al orden dramático y que, en general, habrá de ser reconstruido sobre la marcha a partir de las indicaciones que nos suministra la propia exposición dramática. Así, por ejemplo, el segundo escenario del Protágoras es la casa de Sócrates; pero el propio diálogo nos notifica que la «acción» que tiene lugar en este segundo escenario es anterior a los acontecimientos que tuvieron lugar en el primero dramáticamente (la calle, o una plaza) y, por tanto, según el orden material, el segundo escenario precede al primero. En ocasiones, la notificación de la posición relativa de una serie de acontecimientos que se nos han presentado según un orden dramático, se aplaza hasta un extremo límite: la primera escena de nuestro Diálogo (primera en el curso dramático formal) no sólo es la última (es decir, posterior en el orden material a todas las que en el resto del Diálogo se irán presentando), sino que también será preciso esperar a la última escena dramática para poder conocer la situación de la primera. Sólo cuando nosotros (lectores de Platón) hayamos terminado de leer el Diálogo, sabremos ya responder (supuesto que nadie nos lo hubiese dicho por otro lado) al amigo anónimo que dice las primeras palabras: Sócrates viene de casa de Calias. Y por ello, la escena primera remite (anafóricamente) a la última, así como la última nos conduce, (según el orden material) a la primera escena dramática. Parece como si Platón hubiera dispuesto las correspondencias entre el [42] orden material y el orden formal dramático, de modo tal que ellas formen unos de esos círculos recurrentes de los cuales no es posible liberarnos cuando nos atenernos únicamente a sus instrucciones internas.

Ahora bien, es evidente que sí nos atenemos al orden dramático, la descomposición del Diálogo en sus diferentes unidades secuenciales no tiene por qué ser la misma que si nos atenemos al orden material o a cualquier otro criterio de «segmentación» Por ejemplo, desde el punto de vista de un lector interesado únicamente por la argumentación que se despliega en las palabras cruzadas entre Sócrates y Protágoras, todo cuanto precede al comienzo de ellas, aparecerá como «preámbulo», «obertura», «pórtico ornamental» o simple «preliminar» del cuerpo principal de la obra. Así, en su Introducción al Protágoras (Londres, 1924) Lamb funde todas estas escenas iníciales en un todo «preparatorio» del Diálogo propiamente dicho (309 A - 316 A). Pero ocurre de hecho, que en estos «pre-liminares» (si tomamos como límites iniciales los umbrales de la casa de Calias) se nos dicen cosas muy importantes que son además imprescindibles para poder asignar sus debidas proporciones a muchos de los argumentos contenidos en el «cuerpo» de la obra. Pero tampoco parece muy convincente la solución de incorporar las escenas preliminares al todo, como si fueran los primeros eslabones de la secuencia global constituida por el texto en su conjunto, porque ello equivale a no tomar en consideración la distinción entre el orden dramático formal y el orden material, y aún a confundirlos groseramente. Así, Croisset (en el Prefacio a su traducción en Les Belles Lettres, París, 1923, pág. 17-19) propone el siguiente despiece del Protágoras: (1) Diálogo de introducción entre Sócrates y un amigo anónimo (309a-310a), (2) comienzo del relato (310a-314e), (3) Sócrates e Hipócrates se encaminan a la casa de Calias (314e-316a), &c. Esta numeración literal, textual, precisamente por serlo rompe o encubre las más importantes líneas estructurales dado que, como hemos dicho, el Protágoras, como Diálogo, comienza en el plano material una vez que ya ha tenido lugar aquello que Sócrates va a relatar. Sólo después que Sócrates ha salido de la casa de Calias, cuando se ha separado de Protágoras, al final de la obra (362), es cuando el amigo anónimo le encuentra y le pregunta: «¿De dónde sales?». Esta pregunta nos informa que el amigo anónimo no ha visto salir a Sócrates de la casa de Calias, pues en caso contrario no se lo preguntaría, ni se le hubiera ocurrido quizá pensar que Sócrates venía de intentar gozar, una vez más, a Alcibíades. Pero en cambio, nos indica que el amigo ha visto a Sócrates poco después de haber salido de la casa de Calias. Ahora bien, lo más importante para nuestro propósito del momento es tener en cuenta que es precisamente en esta primera escena con el amigo anónimo cuando verdaderamente Platón nos ofrece un diálogo en primer grado. [43] Porque cuando acaba este breve diálogo inicial, todo lo que sigue es ya un único monólogo, un relato de Sócrates (aunque en este relato se incluya la exposición de numerosos diálogos). Un monólogo, un relato que, por cierto, ha sido solicitado por su amigo anónimo y que Sócrates expone, al parecer, no sólo a este amigo, sino a los otros amigos que le acompañaban, según puede inferirse del uso del plural («nosotros te agradeceríamos si nos cuentas la conversación», kaì mh>n kaì h2meîV soí e1án légñV).

Atendiendo, pues, al orden dramático formal y a su coordinación con el orden cronológico material resulta que el único diálogo, en primer grado, del Protágoras está constituido por la conversación de la primera escena, muy breve (309a-310b). Todo lo demás, estilísticamente, es un monólogo de Sócrates y por ello, la «segunda escena» dramática (la casa de Sócrates) no puede considerarse en continuidad con la primera (la conversación con el amigo), porque la segunda escena pertenece ya a la segunda parte de la obra, al monólogo de Sócrates. Y si se insiste en entender que este monólogo constituye el discurso, logos, o cuerpo principal de la obra (aunque, a su vez, por cierto, habría que subdistinguir en este monólogo dos escenarios, el primero también preliminar, en casa de Sócrates –y en el trayecto que va de la casa de Sócrates a la de Calias, aunque nada sabemos de lo que en este trayecto se habló– y el segundo, central, en el interior de la casa de Calias) entonces habría que entender la escena dramática inicial, el diálogo en primer grado, como un prólogo.

Según lo anterior, el Protágoras de Platón podrá adecuadamente, desde su misma estilística gramatical, quedar dividido en dos partes: una primera parte, muy breve, que contiene el diálogo pro-logal (309a-310b) y una segunda parte, que ocupa prácticamente la totalidad de la obra (310b-362) y que precisamente no tiene la estructura de un diálogo, sino de un monólogo.

¿Qué relaciones median entre estas dos partes del Protágoras, y qué significados podemos atribuir a la circunstancia de que la parte más extensa haya sido concebido por Platón precisamente corno un monólogo?. Cualquier sugerencia en esta dirección podrá tener más interés que una desatención por estas cuestiones a título de externas o puramente decorativas, como sí la forma del monólogo fuese simplemente un «recurso literario» de Platón «para dar variedad y flexibilidad a la expresión» (Croisset). Si es Platón mismo quien ha meditado la disposición de estas partes, es gratuito suponer de entrada que la consideración del sentido de esta disposición de partes carezca de interés filosófico –como si éste sólo Pudiera encerrarse en los argumentos explícitos del cuerpo del Diálogo. Más probable es que el sentido de estas argumentaciones se aclare Por el análisis de la disposición dramática del Diálogo y recíprocamente. [44]

No nos parece de todo punto disparatado establecer una significativa conexión entre los efectos (y también, condiciones de posibilidad) del monólogo de Sócrates (en cuanto monólogo que reproduce en su ámbito múltiples diálogos) y la central doctrina platónica de la anamnesis. Y esta conexión se mantiene objetivamente, aún en el supuesto de que Platón no la hubiera tenido deliberadamente en cuenta al planear el «cuerpo principal» del Protágoras en forma de monólogo. Queremos decir sencillamente que si Sócrates es capaz de reproducir, supongamos que con absoluta fidelidad y objetividad, los argumentos de su antagonista, Protágoras –así como los argumentos de los restantes personajes del Diálogo– su juego dialéctico mutuo, es porque estas argumentaciones pueden ser reproducidas al menos por una mente tan magnánima como la de Sócrates, que es capaz de albergar en sí misma a sus propios contrarios y que hace de esta posibilidad la condición para un pensamiento genuino («pensar es el diálogo del alma consigo misma»). Este pensar que consiste en reproducir fielmente los diálogos que tuvieron lugar en la casa de Calias no es otra cosa sino un recordar. Y, sobre todo, un recordar que se lleva a cabo según un modo peculiar, que podríamos llamar plástico o estético, el modo que estaría precisamente en la base del descubrimiento del arte de recordar por Simónides –la casa de Calias reproduce aquí la situación de la casa de Scopas, según el testimonio de Cicerón (De Oratore, II, 1, XXXVI) al que nos referiremos más tarde. Sin duda, la anamnesis socrática tiene como referencia propia precisamente no sólo estas rememoraciones de las conversaciones filosóficas a las cuales Sócrates estaría especialmente inclinado (habría que citar El Banquete) cuando sus oyentes te requerían precisamente esta narración, sino también el arte de recordarlas según el modo o técnica inventados por Simónides. Cuenta Cicerón, en el lugar citado, que en un banquete dado por un noble de Tesalia, llamado Scopas, el poeta Simónides de Queos cantó un poema lírico en honor de su anfitrión, pero incluyendo en él un elogio a Cástor y Polux. Scopas entonces dijo al poeta que le pagaría sólo la mitad de la suma convenida por el panegírico y que reclamase la otra mitad a los divinos gemelos a quienes había dedicado la mitad del poema. Inmediatamente después fue dado a Simónides el aviso de que dos jóvenes le esperaban fuera y querían verle. Salió del banquete, pero no vio a nadie. Durante su ausencia, la techumbre de la sala del banquete cayó, aplastando a Scopas y a todos sus huéspedes, que murieron entre las ruinas, Los cadáveres estaban tan despedazados que sus parientes, cuando llegaron a recogerlos para enterrarlos, no podían identificarlos. Pero Simónides recordó los lugares en los cuales ellos habían estado sentados a la mesa y, en consecuencia, pudo indicar a los parientes quién era cada cual. Los invisibles visitantes, Cástor y Polux, habían pagado generosamente [45] por su participación en el panegírico, sacando a Simónides de la sala justo antes de su desplomamiento. Y esta experiencia sugirió al poeta los principios del arte de la memoria, del que se dice fue el inventor. Pues advirtió que era a través de la memoria del lugar en el cual cada huésped había estado sentado como él podía identificar los cuerpos, dándose cuenta de que la disposición ordenada es esencial para la buena memoria. Infirió, pues, Simónides que las personas que desean entrenarse en esta facultad (el arte de recordar) deben elegir lugares y formar imágenes de las cosas que ellos desean recordar, almacenando estas imágenes en los lugares formados anteriormente, de suerte que el orden de los lugares preservará el orden de las cosas y las imágenes de las cosas denotarán las cosas mismas y nosotros deberemos utilizar los lugares y las imágenes como si fueran respectivamente una tablilla de cera y las letras escritas en ella.

Un ejercicio semejante de anamnesis (el que acaso Platón quiso recoger en su Protágoras, el diálogo que en una parte muy principal gira en torno a un comentario a Simónides) es algo más que una rememoración psicológica, algo más que un ejercicio psicológico de memoria mecánica, por puntual que ella fuera. Es una reproducción a la vez lógica de unas argumentaciones entretejidas en una situación empírica –en el escenario fenoménico de la casa de Calias (Sócrates está desempeñando aquí el papel de Simónides por respecto a la casa de Scopas– pero que, precisamente en la narración exacta (exactitud lógica, selectiva por tanto, lo que a su vez sólo es posible sí la propia conversación tiene una estructura lógica) queda esencializada, «eternizada». Una esencialización por parte del fenómeno y sólo de él: la magnitud de una conciencia como la de Sócrates –su magnanimidad o megalopsiquia (megaloprepeia en Menón 74a)– sólo se realiza cuando acoge a las argumentaciones de los antagonistas, no antes. No es, pues, que la conciencia socrática pueda acoger a Protágoras o a Pródico porque sea magnánima, sino que es magnánima (digamos, racional) solamente porque, los ha acogido, el «diálogo del alma consigo misma» no es proceso originariamente solitario (sustantivo) sino el resultado de una intensa relación social fenoménica. De una conversación ya habida que puede ser rememorada lógicamente (objetivamente, al margen de todo subjetivismo), de una conversación a la cual la esencia resultante de la reproducción narrada (en el monólogo) deberá siempre referirse (cabría aplicar la fórmula aristotélica: «la esencia es lo que era el ser». Una reproducción que en principio incluye una re-generación total del proceso original, incluyendo sus propias dimensiones temporales. Y aquí reside acaso el punto más inverosímil –aunque no imposible– del «boceto escenográfico» de Platón al disertar el Protágoras: porque, de acuerdo con su relato, Sócrates ha debido comenzar su jornada antes del amanecer, [46] cuando Hipócrates le despierta: ha debido invertir varias horas en la casa de Calias –en donde acaso ha almorzado– y, por la tarde, a la salida, al encontrarse con los amigos, habrá tenido que ocupar todas las horas, hasta el anochecer, en el relato de lo que ocurrió por la mañana.

No se nos podrá negar entonces, cuando el monólogo es contemplado a esta luz, que el Prólogo del Protágoras es necesario y, en ningún caso, puede interpretarse como una simple introducción ornamental, exterior al cuerpo mismo de la obra. Porque merced a su Prólogo, el monólogo queda preservado de toda tendencia a su sustancialización: es el Prólogo el que establece explícitamente que Sócrates no es un Dios aristotélico, ni siguiera una mónada que contiene en sí misma y por sí misma, sustantivamente, como un microcosmos, a Protágoras, a Hipias, a Pródico, y, en general, a cualquier otra persona.

Porque en el Prólogo, Sócrates aparece precisamente dialogando (no monologando) y sobre todo se nos presenta como interpelado por terceras personas (por un amigo anónimo, es decir, cualquiera). Sobre todo, es este amigo anónimo el que se interesa por la anamnesis de Sócrates, quien le incita a la rememoración. Y el monólogo se supone realizado en voz alta, como un relato ante el amigo anónimo o mejor, como dijimos, ante un grupo de amigos, entre quienes podría encontrarse, si hubiera nacido, el mismo Platón y también (por la reproducibilidad de los argumentos del texto platónico, que llega hasta el presente) nosotros mismos: es un monólogo para ser escuchado, y esto es lo que nos advierte el Prólogo.

Pero además, es obligado detenemos, aunque sea muy brevemente, en el contenido mismo del diálogo pre-liminar. Lo que más nos llama la atención son las palabras del amigo anónimo, porque estas palabras parecen destinadas por Platón a definir la perspectiva «mundana» desde la cual Sócrates podría ser percibido por cualquier vecino que se le encuentra de improviso por la calle. Medio bromeando acaso, con una evidente picardía en la intención, el amigo viene a decirle a Sócrates: «seguramente vienes de acechar a Alcibíades, de vigilar, como si fueras un cazador, algún momento propicio suyo, algún flanco débil que tú habrás aprovechado para gozarle» (éste sería el sentido aproximado del primer parlamento del Protágoras, según el propio traductor, Julián Velarde, quien, para evitar prolijidad, ha dado una versión más convencional). Y no deja de sorprendernos a nosotros, lectores de hoy, que Platón haya querido comenzar precisamente por esta manera de ser visto Sócrates, a través de una pregunta que tiene algo de impertinencia, de invasión en una «intimidad», o si se quiere, por esta «refracción» de Sócrates ante sus vecinos que contiene de algún modo una degradación de aquello que de Sócrates puede percibir una persona [47] vulgar que ni siquiera sospecha que Sócrates podría venir de ocupaciones «más espirituales» o dignas de él. Porque (pensaremos) si Sócrates hubiera sido sólo el «amigo de Alcibíades» –y no el «antagonista de Protágoras»– no sería lo que ha llegado a ser. Se diría, pues, que Platón, al comenzar el Diálogo de este modo, ha querido constatar que la recíproca tampoco es cierta. Sócrates es sin duda el antagonista de Protágoras, pero también es el amigo de Alcibíades y todo ello en una perfecta continuidad. Por ello, Sócrates, no manifiesta la menor incomodidad ante el ex abrupto de su amigo. Por el contrario, parece encontrar propia la pregunta, y su respuesta no es del todo negativa. Efectivamente, viene de ver a Alcibíades y nada de particular tendría que sus intereses hacia él hubieran sido aquel día del género en el que su amigo piensa, si no fuera porque, a la vez, había en la reunión otro personaje que, en aquella ocasión, resultó ser más interesante, incluso más bello que Alcibíades, aunque mucho más viejo, Protágoras.

Y otra nueva sorpresa, al menos para nosotros, En lugar de confirmarnos en lo que sigue la «mundana vulgaridad» del anónimo amigo de Sócrates –esperaríamos de él que siga de largo, una vez recibida la respuesta de Sócrates, o bien que continúe con alguna pulla «mundana»– resulta que es el propio amigo anónimo quien se interesa vivamente por la noticia («Protágoras está en Atenas») y que es él mismo y sus compañeros quienes instan a Sócrates para que les refiera la conversación con él. Hay un paralelismo, por tanto, entre la natural continuidad según la cual Sócrates pasa de Alcibíades a Protágoras y la análoga continuidad de su amigo anónimo, Y acaso en eso podríamos cifrar el más profundo designio del contenido del Prólogo: sugerimos, en unos cuantos trazos geniales, la continuidad, a través de Sócrates, entre Alcibíades, el símbolo erótico de la juventud (aún no tiene 20 años), el irreflexivo e inteligente, abierto a todo, el símbolo de la simpatía, y Protágoras, la madurez sabía, calculadora, que todo lo tiene previsto, Porque si en el Prólogo es Sócrates quien establece el nexo continuo entre Alcibíades y Protágoras, en el monólogo (es decir, en la casa de Calias) será Alcibíades quien establezca la continuidad entre Sócrates y Protágoras en los momentos en los que la ruptura del diálogo parece inminente (por ejemplo 336b, 347b, 348b). Es la simpatía mundana de Alcibíades, la vía del Eros, aquélla que, en los momentos más difíciles hace posible que la propia relación polémica se mantenga, la que obliga a Sócrates a continuar su enfrentamiento con Protágoras en lugar de desinteresarse por él y darle definitivamente la espalda. [49]

 

§ III.
El «Monólogo» del Protágoras:
los doce Pasos del «pugilato»

El monólogo del Protágoras (que ocupa, salvo el Prólogo, la totalidad del Diálogo, según hemos dicho) es muy complejo y consta de muy variados episodios. Estos episodios están narrados a la manera de un drama –de un «drama filosófico». Y, evidentemente, el curso de este drama puede ser dividido («segmentado») en partes («escenas») diversas según los criterios desde los cuales se emprenda el análisis (la «segmentación»), puesto que Platón no nos ha ofrecido explícitamente división alguna. Ahora bien, lo que ocurre es que las divisiones o «segmentaciones» que los comentaristas proponen (divisiones, no hace falta decirlo, diversas entre sí, porque acaso no hay dos comentaristas que vayan a la par en este punto), tampoco van acompañadas, en general, de los criterios en que se fundan. Lo que suele hacerse es sugerir, de entrada, una descomposición, más o menos prolija, del Diálogo, atendiendo a las «junturas naturales» que se encuentran al Paso. Y no es que neguemos, por nuestra parte, las «junturas naturales» (afirmando que no existe objetivamente ninguna); más bien pensamos que hay muchas, porque las junturas naturales pueden darse a diversas escalas, y el «buen carnicero» del que el mismo Platón nos habla en el Fedro podría seguir diferentes sistemas para despedazar sabiamente la res por sus «junturas naturales». Y entonces, cuando los criterios del despedazamiento no son explícitos, se corre el peligro (aún suponiendo, que ya es mucho suponer, que los criterios sean objetivos) de mezclar criterios heterogéneos, dando lugar a una división artificiosa por completo, aún contando con partes separadas por «junturas naturales».

Queremos comenzar nosotros exponiendo por lo menos nuestro propio criterio de división («segmentación») para proceder después a un análisis proporcionado a este criterio. (Cabe siempre discutir, además del criterio propuesto, la justa o proporcionada aplicación del mismo, en cada caso).

Partimos de la constatación de la viva impresión que se recibe al leer el Protágoras –en tanto de esa «impresión» cabe obtener la orientación para un criterio de despedazamiento– [50] a saber, la impresión de que el relato del Protágoras se asemeja intensamente a lo que podría ser la narración de un combate entre dos luchadores (narración que comporta la eventual intervención auxiliar de árbitros, consejeros, animadores, apostadores, &c.), a la narración de un pugilato. Esta impresión, por lo demás, no es enteramente subjetiva (privada). No sólo porque la comparación de toda polémica dialéctica (dialógica) con un combate es un tópico general (que está ya incluido en la misma raíz de la palabra «polémica») –y el Protágoras está consagrado principalmente a la narración de la polémica que Sócrates y Protágoras mantuvieron en casa de Calias– sobre todo, porque es el mismo Platón quien en varias ocasiones, a lo largo de su Diálogo, utiliza expresiones que nos acercan más a la arena de los luchadores (o, si se quiere, a la arena de los corredores en competencia) que al escenario de los actores (salvo que este escenario represente él mismo, una palestra). En 337a, Platón, que está trazando una caricatura de Pródico (de su gusto por los sinónimos, por las definiciones de palabras) ofrece, por su boca, una reflexión sobre la relación entre Sócrates y Protágoras: «Y también os pido, Protágoras y Sócrates, que... disintáis entre vosotros, pero que no riñáis: disienten, con benevolencia, los amigos de los amigos, riñen, en cambio, los adversarios y los enemigos entre sí». Pero, ¿acaso los púgiles no pueden ser amigos, compañeros cuya relación consiste en la lucha?. En 335e dice Sócrates a Calias: «Pero ahora es como si me pidieras seguir el Paso al vigoroso Crisón de Himera, o competir y seguir el Paso a algún corredor de carrera larga... y si quieres vemos correr juntos a Crisón y a mí, pídele a él que sea condescendiente, porque yo no puedo correr velozmente y él, en cambio, puede hacerlo lentamente» (y acaso –podríamos suplir, por nuestra parte– en una carrera de resistencia, dolichós, gana el menos veloz). Poco después (337e) es Hipias quien dice: «Os pido y os aconsejo, por tanto, Sócrates y Protágoras, que os acerquéis mitad y mitad, como si salieseis al centro de la palestra». (Puede ser oportuno recordar aquí que Hipias de Elis estuvo en Olimpia y que fue el primero en hacer la lista de los vencedores de los Juegos y establecer una cronología, aunque no muy exacta, de las Olimpíadas). Y en 339e, Platón hace decir a Sócrates, una vez que éste ha relatado la contundente argumentación de Protágoras: «Yo, por el momento, como golpeado por un gran púgil, sentí vértigo y quedé perturbado, tanto por lo que él había dicho, como por la aclamación de los demás».

Es cierto que todas estas expresiones, contenidas en el Diálogo, no garantizan que Platón haya planeado deliberadamente el relato del monólogo según la estructura de un pugilato, de un pancracio, o de una carrera (aunque es innegable que sus reiteradas comparaciones manifiestan que estos «paradigmas» estaban presionando en su mente en el momento de escribir). [51] ¿Se acordaba Platón, el pitagórico, de aquel consejo que, según Diógenes Laercio, acostumbraba Pitágoras a dar a sus discípulos: «Comportaos como los corredores, que buscan la victoria dando cada uno de sí lo que pueda sin tratar de dañar al compañero, y no como los luchadores, cuyo triunfo implica la destrucción del enemigo»?. Podía acordarse y sin embargo haber traspasado a los luchadores algo de lo que parecía propio de los corredores (incluyendo el número de las doce vueltas característico de las carreras de carros), en tanto que el luchador victorioso, aún después del combate más duro, tampoco busca siempre destruir al enemigo, sino que a veces lo recoge y lo levanta, una vez vencido, como Epeo, después de vencer a Euriolo, lo eleva y lo cuida. Y entonces, el paradigma de la estructura del monólogo del Protágoras, podría ser Homero, el Homero del canto XXIII de la Iliada. Tan sólo, Sócrates no desafía, como desafió Epeo: «Salga ahora, el que aspire a la copa de dos asas, pues la mula, yo aseguro que ningún otro aqueo se la lleve, vencedor como púgil, pues blasono de ser entre los púgiles señero». Pero durante el combate, Protágoras y Sócrates parecen reproducir, literalmente la escena homérica: «Los dos ceñidos, al medio de la junta se adelantan, enfrentados, al par alzando sus fornidos brazos, el uno sobre el otro se abalanza y sus manos pesadas entrecruzan». Sócrates, después de varios incidentes, resulta estar destinado a vencer: «... se levantó el divino Epeo, y un golpe le asestó en plena mejilla y, claro es, ya no pudo largo rato sostenerse en pie, pues allí mismo, se derrumbaron sus gloriosos miembros». Y Protágoras, «como el pez que arrojado a la ribera, cuando el Boreas encrespa el oleaje, está allí palpitante entre las algas...». «Más Epeo, magnánimo, enderezóle con su mano; luego, los caros compañeros le rodean, y a través de la junta lo llevaron, arrastrando los pies y vomitando espesa sangre, a un lado la cabeza derribada. Iba desvanecido y en un carro, entre ellos le sentaron; luego fueron y trajeron la copa de doble asa». (Trad. de D. Daniel Ruiz Bueno).

Dividiremos al Protágoras, pues, según este criterio, de suerte que la división nos permita percibir las acciones de Sócrates y de Protágoras en cuanto son ataques y contraataques que conducen a la derrota del segundo y a la victoria del primero. Sabemos que en el pugilato no había divisiones formales –como tampoco las hay en el Protágoras– pero esto no quiere decir que no hubiese un ritmo de desarrollo (vd. Heiz Schöbel, Olimpia y sus juegos, 1967, Edition Leipzig, versión UTEHA, 1968, pág. 79). El ritmo del curso del pugilato del Diálogo platónico parece ser alternativo: en sus doce estadios o Pasos, cada antagonista pierde su posición anterior o la recupera, pero no como una simple vuelta al estado inicial o previo, porque el combate es acumulativo. A lo largo de los doce Pasos que podemos distinguir sin violencia en el Diálogo platónico, cabría comprender, cómo la negación de la negación, [52] lejos de reducirnos al punto de partida, nos lleva más allá de las posiciones que los personajes van ocupando en cada momento.

Paso I (310b - 316b)

Comprende el período que comienza en el momento en que Sócrates se entera de la presencia de Protágoras en Atenas, y termina en el momento en que Sócrates, que ya se ha situado en presencia directa de Protágoras, le dirige la palabra, le interpela.

Este Paso transcurre, por tanto, en ausencia de Protágoras, pero es el Paso por el que se realiza la aproximación de Sócrates hacia su antagonista. Una aproximación por lo demás que no es ya en sí misma pacífica, sino que tiene el claro sentido de un ataque a Protágoras, al menos «en efigie», –pues durante su aproximación Sócrates comienza intentando destruir la imagen que de Protágoras se ha forjado Hipócrates, es decir, el joven ateniense que, al parecer, ha sido aprisionado por la fascinación y el prestigio de esta imagen.

Según ésto, el Paso I del monólogo, no sólo cubre el trámite de presentación de Protágoras –presentación fenomenológica (presentación de la imagen de Protágoras, de lo que significa Protágoras en Atenas en este momento)– sino también el trámite de autopresentación de Sócrates, de la autopresentación de su postura (inequívocamente agresiva) ante el «fenómeno Protágoras», ante la imagen fenomenológica del sofista tal como aparece dibujada en la opinión pública ateniense.

Es el joven Hipócrates quien representa esa opinión pública y quien la hace presente a Sócrates. Con su impaciencia juvenil, Hipócrates, antes de] amanecer, entra en la misma habitación de Sócrates, le despierta, y le da la noticia de la llegada de Protágoras a Atenas, rogándole que de inmediato le acompañe ante el gran sofista, a fin de que éste se digne prestarle su atención.

No deja de ser extraño que el joven Hipócrates acuda precisamente a la intercesión de Sócrates para lograr establecer relación con Protágoras. Podía haberla obtenido de otro modo (se supone que Hipócrates es rico). Sobre todo, y puesto que se atreve a penetrar, en semejantes circunstancias, en el dormitorio de Sócrates, hay que suponer que es un amigo habitual de Sócrates, como pueda serlo el joven Alcibíades («iba a comunicarte que tenía que ir a buscar a mi esclavo Sátiro, que se había fugado») que, por tanto, ha de conocer la personalidad de Sócrates. ¿Por qué, entonces, busca la mediación de Sócrates?. Sin duda porque percibe naturalmente una relación de afinidad entre Sócrates y Protágoras («cuando mi hermano me dijo que Protágoras estaba aquí, lo primero que pensé fue venir a decírtelo»). Sólo sobre esa relación de afinidad, cabe el antagonismo (contraria sunt circa idem). [53] Deleuze, en su Lógica del sentido, olvidando acaso precisamente la misma relación dialéctica a que nos referimos, llega a decir que la definición final de El Sofista platónico podría aplicarse al propio Sócrates.

En cualquier caso resulta paradójica la situación que, en este Paso del Protágoras, Platón nos dibuja: si Hipócrates es un discípulo de Sócrates ¿cómo espera encontrar en Protágoras una sabiduría superior y, más aún, cómo piensa que sea precisamente Sócrates quien haga de mediador, obligándole así a reconocer que él mismo no puede darle esta sabiduría?. Platón no nos ofrece ninguna respuesta, pero las paradojas están ahí. ¿Habrá querido significar la necedad de los atenienses que, teniendo cotidianamente a su lado a Sócrates, se dejan fascinar por el prestigio de un extranjero recién llegado como Protágoras?. Acaso, pero no sólo eso. Pues en Sócrates no podía ver Platón simplemente un maestro de sabiduría que haría superflua y redundante la apelación a Protágoras: Sócrates representa una sabiduría opuesta a la de Protágoras y esto Hipócrates tenía también que intuirlo o barruntarlo (ello explica que pueda encontrar novedad en la figura de Protágoras). Y entonces podemos ver en esta decisión de Hipócrates, en la decisión de acudir a Sócrates como mediador suyo ante Protágoras, algo más que la petición de una gestión meramente amistosa (apoyada en motivaciones que tampoco podrían considerarse esclarecidas en la obra de Platón). Estamos autorizados a sospechar si en la ingenua (en el plano de la conciencia) decisión del joven Hipócrates no va implícita la intención de enfrentar a su maestro con el maestro extranjero, tanto para buscar protección y autodefensa ante la nueva sabiduría (que, sin duda, ha de inquietarle) como para medir la misma sabiduría de Sócrates, dado que, en todo caso, la sabiduría de Sócrates, siendo crítica, no puede realizarse más que en el enfrentamiento con el extraño, no puede demostrarse en el ejercicio solitario. Sócrates no es posible sin Protágoras –como Hércules no es posible sin los leones ni, en general, el filósofo sin el sofista. Cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, lo que sí parece claro es que en todo caso, el joven Hipócrates es quien incita a Sócrates a ir en busca de Protágoras y aún en cierto modo lo incita a desafiarlo. Cabría establecer un cierto paralelismo entre las funciones que de hecho desempeñan en el drama filosófico los dos jóvenes amigos de Sócrates: Hipócrates (que es quien motiva la relación entre Sócrates y Protágoras) y Alcibíades (que es quien, según hemos dicho, hace posible, en los momentos más críticos del drama, que esa relación polémica se mantenga hasta el final).

Pero lo importante es que Sócrates acepta el «desafío». Porque aún en el supuesto de que Hipócrates no se hubiera dado cuenta del alcance de su petición en hora tan intempestiva, [54] Sócrates no podía menos de saber que su simple acercamiento a Protágoras para transmitirle el ruego de su amigo Hipócrates, había de colocarle necesariamente en una situación polémica. Aunque no fuera más que porque la obligada protección debida a su joven amigo le exigiría atacar a Protágoras. Y la prueba de que eso lo sabía perfectamente Sócrates es la siguiente: que el lapso de tiempo que permanece con Hipócrates, precisamente en el pórtico de su propia casa, lo invierte en atacar a Protágoras, en tratar de destruir la imagen que de Protágoras tiene su joven amigo. Este ataque en ausencia sería indigno de Sócrates si no hubiese planeado ya reproducir el ataque (o proseguirlo) ante el mismo Protágoras, y en presencia de Hipócrates. Y esto supuesto, sería absurdo que hubiese accedido al ruego de su amigo, sin más explicaciones, porque esto equivaldría a engañarlo, a mantener en Hipócrates la ilusión, como si él la compartiera. Ilusión de Hipócrates –digamos: el fenómeno del sofístaque Platón expone a través de la propia boca de Hipócrates: «Protágoras es sabio y puede hacerme a mi tal» –aunque el giro que emplea sea a sensu contrario, riéndose. Por eso Sócrates procede inmediatamente a hacer reflexionar a su joven amigo: «¿Qué esperas que te enseñe alguien que va a exigirte dinero a cambio?». La argumentación de Sócrates parece aquí inspirada por el más estricto espíritu del positivismo económico, pragmático: cuando alguien puede ofrecer algo especial, que él tiene, algo concreto y positivo (el arte de la medicina, que posee Hipócrates de Cos, o el arte de la escultura que posee Policleto de Argos o Fidias de Atenas) entonces parece que tiene sentido exigir a cambio algo también positivo y concreto, como pueda serlo una cantidad determinada de dinero, y quien sabe lo que vale su dinero, debe también saber evaluar la mercancía que compra. para que el negocio sea racional. Luego si (este parece ser el sentido del argumento económico de Sócrates) Protágoras pide por su enseñanza una cantidad de dinero, que tú estás dispuesto a dar, es porque ya sabes lo que buscas, lo que quieres comprarle, y esto ha de ser algo específico, concreto y Positivo. ¿Qué es, pues?. Pero Hipócrates no sabe o no puede responder otra cosa que lo que Se contiene en este círculo vicioso: «Realmente, yo voy a pedir a Protágoras el Sofista que me de lo que él mismo dice ser, es decir, voy a pedirle que me haga Sofista, es decir, sabio que es capaz de transmitir su sabiduría». Pero, ¿acaso con esto dices algo, puesto que no sabes lo que es un sofista?. Supongamos que llegas a ser un sofista: necesitarás discípulos y te definirás sólo por ellos, como ellos por los suyos y así ad infinitum. Pero debes tener en cuenta, Hipócrates, que el sofista no puede definirse de este modo, meramente formal (su mera capacidad de recurrencia), puesto que esta definición es vacía hasta tanto no se determine su contenido.

Y este contenido está constituido por aquellas enseñanzas [55] o ciencias de las cuales precisamente el alma se alimenta: no son cosas precisas, que puedan encerrarse en un cesto, o en una vasija, para ser vendidas, traspasadas de un particular a otro particular.

En resolución: la argumentación de Platón (por boca de Sócrates) no parece en este momento dirigida –como se dice ordinariamente– tanto a probar a Hipócrates que la virtud o la sabiduría no puede ser enseñada, ni tampoco a denigrar a Protágoras por traficar con la enseñanza de cosas tan «sagradas». Si nos atenemos a los términos estrictos de lo que Sócrates, en el pórtico de su casa, dice al joven Hipócrates, su amigo, tendríamos más bien, nos parece, que concluir: que Sócrates está suponiendo que los «alimentos del alma» (la enseñanza de las virtudes generales) pueden y han de ser suministradas, desde luego, desde fuera (incluso la verdadera virtud llegará como un don divino, como una gracia qeía, moîra, Menón 100b) pero que, por ello mismo, no cabe pensar que esta provisión pueda ser reducida a una operación técnica –positiva, delimitada, específica– que es la que justificaría una retribución económica proporcionada. Por tanto –y aquí viene el argumento económico (supuesto que el precio de una mercancía exige que ésta sea algo positivo, delimitado y específico)– si Protágoras exige un precio por su enseñanza y un precio justo, es porque cree que puede ofrecer algo positivo, delimitado y específico. Y entonces, o engaña al comprador, o se engaña también a sí mismo.

Nos parece gratuito decir por tanto que Platón está atacando aquí la posibilidad de las enseñanzas específicas (técnicas, «programadas») –puesto que precisamente las reconoce en los casos de los maestros de medicina o de escultura– ni la legitimidad de percibir honorarios por estas enseñanzas. Pero tampoco está formalmente impugnando aquí la posibilidad de la enseñanza de las virtudes generales, de los alimentos del alma. Lo que nos dice, estrictamente, es que estos no pueden suministrarse en forma de «unidades específicas» (unidades didácticas, evaluables económicamente) y que todo aquél que pretenda vender tales unidades es un charlatán. Lutero diría: un vendedor de indulgencias, y hoy podríamos decir: un psicólogo, psicagogo, un psicoanalista (un empresario de cursillos acelerados de salud mental), un pedagogo que ofrece la programación para la formación de la personalidad o del autodominio. Porque «los alimentos del alma» no pueden entenderse como algo capaz de ser tomado en unas cuantas horas intensivas: es labor de toda la vida, desde que ésta comienza, y tanto como decir que nadie puede suministrarnos la sabiduría sería como decir que nos la suministran todos, y por ello, nadie en particular. Porque los alimentos de nuestra alma, si existen, deben proceder ante todo de la tierra que hizo nuestra propia alma, de nuestras tradiciones, de nuestra lengua, de nuestra cultura. Sócrates no está diciendo aquí, por tanto, a Hipócrates que prescinda de todo maestro [56] –porque la virtud la lleva ya en sí mismo, por el hecho de preguntar por ella, y sólo tiene que recordarla. Es esta una interpretación individualista y aún solipsista de] socratismo, sin embargo, que contradice frontalmente los presupuestos de Sócrates y de¡ mismo Platón sobre el modo de troquelarse socialmente la personalidad individual (basta recordar aquí la «prosopopeya de las leyes» del Critón). Una interpretación de la imposibilidad de enseñar la virtud al que ya la lleva dentro compatible con el «sociologismo» platónico exige rechazar enérgicamente semejantes lecturas individualistas de] socratismo. Por ejemplo, interpretando que si es cierto que la virtud de cada cual ha de atribuirse a cada individuo como algo que él mismo y no otro puede hacer, no es menos cierto que la recordación (anamnesis) de esta virtud necesita la intervención de los demás y, en particular, la intervención de los maestros que, aunque no puedan prometer suministrar esa virtud, sí tienen, mediante la crítica, que contrarrestar la acción de los engañadores, removiendo los obstáculos y ayudando, como las parteras, a que cada cual alumbre en sí mismo sus propias ideas, aquello que es más cercano a su propio ser, aunque proceda de la fecundación de otro. Sócrates, como es sabido, ha asumido precisamente esta función de «partero»: el no puede dar la vida a quien no la tiene por sí mismo, pero tiene que ayudar a quien ya está viviendo y puede dejar de vivir, o al menos enfermar. Por eso puede aspirar a que el Pritaneo, el erario público, le mantenga, porque entonces, lo que reciba de él, no lo recibirá como precio de algo que haya podido vender como particular a otro particular, sino como medio para seguir desempeñando una función pública que el mismo Estado le habría asignado. Para defender a Hipócrates y, con él, a los jovenes de Atenas, de los empresarios particulares para la formación de la personalidad, se decide Sócrates a acompañar a su amigo a la casa de Calias, a la casa en la que habitan esos fantasmas o fenómenos que, como las sombras en el Hades, flotan en sus salas prometiendo una sabiduría inmediata. También es cierto, entrará el hermoso Alcibíades (y con ello Sócrates hace una referencia a la realidad descrita en el Prólogo) a confundirse con las sombras. Entre estas sombras ocupa el primer lugar Protágoras, caminando con aplomo entre una nube de admiradores que, (según se nos dice en una prodigiosa descripción «ética»), «procuraban no cortar jamás el Paso a Protágoras, sino que, tan pronto como éste daba media vuelta junto con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de atrás se dividían en perfecto orden y, desplazándose hacia la derecha e izquierda en círculo, se colocaban siempre detrás con toda destreza». [57]

Paso II (316b-318)

Protágoras deja de ser visto de lejos, desde fuera («éticamente»): Sócrates le ha abordado y ahora es él quien lleva la iniciativa. Se muestra plenamente consciente de los peligros de su oficio: pretender educar a los ciudadanos, arrancándolos de los padres, de los amigos, es empresa que puede suscitar terribles envidias. Y, en este punto, reconoce la prudencia de la cautela de Sócrates («¿quieres tratar esto en privado o en público?»). Pero cree estar por encima de tales peligros y acepta tratar en público el negocio, incluso en presencia de otros sofistas.

Y se arriesga a ofrecer la definición de su mercancía, su autodefinición. Una definición que ya no será por tanto (para decirlo en términos de hoy) ética sino émica –aunque no por ello, creemos, menos fenoménica: él es un sofista, alguien que se compromete a hacer mejores cada día a los discípulos que convivan con él («en cuanto convivas un día conmigo, volverás a casa mejor y al día siguiente, lo mismo, y todos los días progresarás a más»). Protágoras (diríamos) se muestra, en suma, como alguien que es capaz (acaso junto con sus compañeros) de introducir el Espíritu desde fuera a la ciudad. Tal es su oficio.

Por lo demás se apresura a precisar que su oficio no es en modo alguno extravagante, inaudito, ni siquiera es nuevo: fue el oficio tradicionalmente ejercido por hombres como Homero, Hesíodo o Simónides, como Orfeo o Museo –diríamos, por el «poder espiritual» de la sociedad representado por los poetas, los sacerdotes, los magos, los artistas (curiosamente, Protágoras, no cita a los filósofos, no cita a Tales, a Pitágoras o a Parménides). Un oficio que mantuvieron enmascarado, dice Protágoras, acaso fingiendo que transmitían revelaciones divinas, precisamente por temor a las envidias. Sin embargo, todos ellos fueron sofistas, maestros, y la única diferencia con los actuales es que éstos dicen claramente cuál es su propósito y sus fuentes. La impresión que la autodefinición de Protágoras nos produce (sin perjuicio de las alusiones a los poetas) es la de un racionalista, la de un ilustrado que ha descubierto el secreto de los iniciados, y cree poder hacerlo público, estimando que ello encierra menos peligro hoy que el seguir enmascarado. ¿En qué podría fundar Protágoras su seguridad?. En el conocimiento de su capacidad para ganar dinero («más dinero que Fidias y diez escultores más») donde quiera que vaya, él, que es un viajero cosmopolita, que pasa de ciudad en ciudad, de Estado en Estado . Tal podría ser la respuesta de quienes entienden la oposición entre Protágoras y Sócrates (o Platón) como la oposición que media entre el apátrida desarraigado, «internacionalista» o «ciudadano del mundo», y el hombre que no se concibe fuera de la ciudad y que prefiere (como Sócrates en el Critón) la muerte al destierro. [58] Sin embargo, este Protágoras, nos parece una versión del Abraham de Hegel, el que abandona su patria y su familia, el que busca vivir fuera del Estado, como perfecto anarquista, el «judío errante» que busca la universalidad en el dinero. en el Capital. Entonces, podríamos oponer Protágoras a ese Platón (o Sócrates) de Glucksmann, a ese Platón que, como fuego Hegel y aún Marx, habría enseñado en su República, que no hay vida fuera del Estado, trazando así las líneas inconmovibles de los Estados totalitarios que se extienden entre nosotros hasta el archipiélago Gulag. Ahora bien, cualquiera que sea, de momento, la interpretación que presupongamos de Platón, lo cierto es que no es nada evidente la hipótesis de un Protágoras que encuentra su seguridad en el dinero, de un sofista sin patria. Protágoras, es cierto, se da ya a sí mismo el nombre de sofista y pone precio a su oficio, porque ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre. Pero ello es debido a que es el sofista quien asume la misión de educar a los hombres en cuanto tales, y ello sin duda (anticipamos, por nuestra parte, lo que Sócrates dirá en el Paso III) porque no se trata de algo vago o indeterminado (digamos: al margen del Estado), sino de algo preciso: educar a los ciudadanos, en el sentido de enseñarlos a adaptarse a las leyes y a las costumbres de cada Estado, de cada ciudad. Y esto es una técnica de adoctrinamiento y de propaganda como cualquier otra (diríamos hoy: una técnica psicológica o sociológica). Acaso por ello Protágoras puede creer ya que no hay peligro en confesar abiertamente la naturaleza del oficio, porque pone por delante que el sofista trabaja dispuesto siempre, por principio, a someterse a los intereses de la ciudad y de sus dirigentes (precisamente porque es extranjero), por tanto, a colaborar con éstos en el mantenimiento del orden establecido. A educar al hombre en cuanto animal político, es decir, animal que vive, no ya en sociedad, sino en la ciudad, en el Estado (Protágoras, que fue comisionado por Pericles para dar las leyes a la colonia de Turio). Ahora bien, si encuentra (según nuestra interpretación), su seguridad en el Estado, ¿en qué se opone Protágoras a Sócrates, al Sócrates que Platón aquí nos presenta?. Porque la cuestión estriba en saber si Platón no está precisamente desfigurando a Sócrates, «que sólo sabe que no sabe nada», al eterno crítico de la ciudad –Platón el que adopta el punto de vista del Estado y llega a justificar incluso la mentira política, junto con los procedimientos más actuales de la opresión planificadora. No es éste el lugar de entrar en la cuestión de las diferencias entre Sócrates y Platón. Tenemos que atenernos al Sócrates platónico, al Sócrates que está en la casa de Calias, escuchando a Protágoras, y es este Sócrates aquél que no parece oponerse a un Protágoras «desarraigado», sino a un Protágoras que también declara «educar para la vida del Estado, educar al ciudadano». La oposición, sin duda, se encuentra en otra parte. [59]

Paso III (318b - 320c)

Sócrates, una vez recogido el informe de Protágoras, da este Paso, que nos introduce en un nuevo plano, más complejo y, por cierto, no analizado explícitamente por Platón. En efecto, Sócrates hace ver cómo las notas o rasgos que Protágoras ha utilizado para definir al sofista («enseño a los jóvenes», «les soy útil», &c.) no son características, puesto que también corresponden a otros maestros que enseñan virtudes más específicas (Ortágoras, la flauta; Zeuxis, la pintura). Con esto Sócrates obliga a Protágoras a redefinirse ante todo negativamente: el sofista no enseña ni la aritmética, ni la música, ni la geometría, ni la astronomía –es decir, aquello que siglos después se llamará el Quadrivium (y más tarde aún la «segunda cultura»). Las virtudes que Protágoras parece enseñar son más universales (diríamos: son las virtudes «humanísticas» de la primera cultura). Y aquí se nos aparece el gran problema: ¿cómo puede haber virtudes más universales que aquéllas que corresponden por ejemplo a la aritmética o a la geometría si son precisamente éstas las que son comunes a todos los hombres, «comunes a todos los pueblos» (para seguir la fórmula de Ibm Hazm)?. Parece que no cabe referirse al hombre en general para definir las virtudes humanas, por referencia a las cuales se definiría el sofista –pues precisamente estas virtudes que pertenecen a todos los hombres (a todos los estados o culturas) son aquéllas de las cuales el sofista no se ocupa. Y es Sócrates quien ahora introduce la referencia que Protágoras parece aceptar: «quieres hacer buenos ciudadanos, enseñar la virtud política».

Esta fórmula es irónica. Parece como si Sócrates hubiera advertido la oposición que media entre el hombre y el ciudadano (entre las virtudes de fraternidad que ligan a todos los hombres, y las virtudes políticas, que enfrentan hasta la muerte unos hombres a otros). Formar hombres, enseñarles las virtudes humanas y universales, no parece que sea lo que define al sofista, si acaban de marginarse virtudes tales como la aritmética y la geometría. ¿Habremos de aceptar la paradoja de que entonces las virtudes humanas que el sofista quiere enseñar no son las humanas universales, sino las particulares? ¿Y no son éstas las virtudes o ciencias «propias de cada pueblo» las que se oponen a las virtudes de otros pueblos?. Ahora bien, ¿no es extraño que el sofista se proponga formar a los ciudadanos de un Estado determinado y, en particular, del «Estado democrático de Atenas»?. Porque los ciudadanos de un Estado, si lo son –y sobre todo, los de un Estado democrático– ya habrán de conocer las virtudes propias de ese Estado. Los ciudadanos de un Estado democrático habrán de considerarse incluso como sabios, puesto que tienen la obligación de opinar constantemente sobre los asuntos públicos. Puesto que se les exige juzgar en la Asamblea, [60] emitir su voto. ¿Estamos viendo aquí una de las ironías socráticas ante la democracia ateniense?. A la vez (y dada la posición que ocupa el argumento en el Paso III), cabría ver una ironía dirigida contra el extranjero Protágoras: «¿Cómo tú, extranjero, vienes a enseñar la virtud política (particular) a una ciudad que, por el hecho de existir desde hace largo tiempo ya ha de suponerse formada por ciudadanos sabios capaces por tanto de transmitir la sabiduría a los jóvenes?»

El argumento de Sócrates es verdaderamente certero cuando se le contempla en esta perspectiva. Sería un argumento metafísico si se le interpretase como desarrollo de una tesis referida al hombre en general, como entidad que posee ya en sí misma la sabiduría y, por consiguiente, que no necesita de ningún maestro sofista. Pero –puesto que Sócrates contempla a Protágoras desde la perspectiva en la que un ciudadano de Atenas puede contemplar a un ciudadano de Abdera– el argumento puede moverse en otro plano, en el plano no ya de los hombres, sino de los ciudadanos atenienses. Son los individuos de Atenas, en cuanto ciudadanos, aquéllos que parecen hacer superflua la misión educadora de Protágoras el sofista: ¿acaso no existían ya ciudadanos atenienses antes de que este sabio extranjero llegase para infundir la sabiduría ciudadana?. Luego, si Protágoras enseña alguna virtud (y ya ha reconocido que no son las virtudes o ciencias comunes a todos los hombres, como la aritmética o la geometría), tampoco serán las virtudes ciudadanas, pese a que él acaba de aceptar esa misión como la más propia del sofista. Su misión como sofista permanece, pues, sin definir.

El terreno que Platón está haciendo pisar a Sócrates es muy accidentado, muy confuso, por los diversos estratos que contiene y, sobre todo, por sus entretejimientos. Sin duda, Platón no analiza este terreno, pero sí lo atraviesa a una escala tal que nos permite decir que efectivamente está tocando sus diferentes estratos aunque de modo confuso y con lenguaje paradójico. Por ejemplo, al hacerle reconocer a Protágoras su inhibición ante las virtudes (o ciencias) universales (aritmética, &c.) comunes a todos los hombres, pese a que sin embargo Protágoras proclama que él busca formar o educar a los hombres: ¿es que lo que es universal a todos los hombres no entra en la formación de cada hombre?. Y, asimismo, al hacerle decir que su misión consiste en formar ciudadanos –cuando resulta que los ciudadanos lo son en función de virtudes «particulares de cada pueblo», por tanto, virtudes que no parecen humanas, al menos en su sentido universal.

Tenemos que intentar analizar por nuestra parte, aunque sea de un modo muy sumario, la estructura lógica del terreno que Platón está pisando, porque sólo de este modo estaremos en condiciones de entender «de qué tratan» Sócrates y Protágoras, cuáles son sus verdaderas diferencias. A este efecto, [61] diríamos simplemente que cuando hablamos de virtudes características o propias del Hombre (de la totalidad de los hombres, o de partes de esa totalidad), estamos utilizando ese Hombre como totalidad, por lo menos en dos sentidos diferentes, aunque entrecruzados:

(1) El plano de las totalidades porfirianas (de los géneros porfirianos), que son totalidades cuyas partes extensionales son individuos orgánicos (los «hombres») y cuyas partes intensionales son rasgos comunes distributivos, ya sean estos universales (como la razón, el lenguaje), ya sean especiales a una cierta clase de hombres (como el arte de tocar la flauta o el arte de pintar o esculpir). Es necesario tener en cuenta que entre los predicados universales porfirianos podría incluirse la misma individualidad (la paradoja del sexto predicable), puesto que en la «especie» o clase está ya contenida la forma de la individualidad. Se comprende, por ello, cómo el universalismo, el cosmopolitismo universalista, puede ser asociado al individualismo liberal más extremado, el de Antifón, para quien todo lo que no procede de la fúsiV (digamos, de la universalidad porfiriana) es decir, lo que procede del nómoV es una cadena que aprisiona la libertad del hombre (Antifón, fragmento B 44). La misión del sofista podría definirse entonces como la misión del educador en las virtudes universales, aquéllas que se ligan a los «derechos del hombre», y que cubren desde el lenguaje universal hasta la ley natural. Pero en cualquier caso, Protágoras no se sitúa en la perspectiva de Antifón, sino más bien en la de Sócrates, en tanto se ocupa de los «derechos del ciudadano» antes que de los «derechos del hombre». Y acaso podría decirse que mientras Protágoras vendría a considerar las virtudes de cada ciudad, de cada pueblo casi como naturales, en cambio, Sócrates –ocupando una posición intermedia entre Protágoras y Antifón buscaría la universalidad dialécticamente, por cuanto no la fundaría en una supuesta naturaleza previa a la ciudad, sino en una igualdad que, en todo caso, sólo a través de los Estados puede aparecer tras un proceso histórico (Tucídides, y aún Trasímaco, ya habían dicho que la naturaleza es precisamente la fuente de las desigualdades entre los hombres).

(2) El plano de las totalidades que, por respecto a los parámetros individuales de (1), ya no podrían llamarse porfirianas, porque sus partes están, a su vez constituidas por multitudes de individuos (humanos, en este caso). Quizá podremos hablar ahora, mejor que del hombre, de la Humanidad, en tanto que ésta está repartida en diferentes círculos particulares (sociedades, pueblos, culturas, Estados).

Y ocurre que el nexo entre (1) y (2), entre el hombre y la Humanidad (en cuanto conjunto de culturas y Estados contrapuestos entre sí) no es meramente externo: es un nexo dialéctico, que obedece a una dialéctica, por cierto, muy poco explorada hasta la fecha. [62] Por ejemplo, hay muchos rasgos «porfirianos» que, precisamente cuando son universales (comunes a todos los hombres) en lugar de implicar la unidad entre ellos, introducen la separación, y aún el enfrentamiento a muerte. Por ejemplo, todos aquellos rasgos o propiedades («virtudes») que, procediendo de una reflexivización de relaciones simétricas y transitivas (que son universales, pero no conexas) fundan una partición en la totalidad porfiriana, según clases de equivalencia, distintas entre sí. Diríamos hoy. el cociente de esta totalidad porfiriana por esta relación de equivalencia es una totalidad no porfiriana constituida por las diferentes culturas, pueblos, Estados, que constituyen la humanidad. De este modo, alcanzamos la paradoja según la cual muchos de los rasgos de tipo (1), los más universales y comunes a todos los hombres, en lugar de ser la fuente de la unidad entre ellos, vienen a ser el principio de su separación, según hemos dicho, en el plano de las totalidades (2). Todos los hombres tendrán la «virtud» del lenguaje: pero, por el lenguaje los hombres se separan en círculos extraños (griegos y bárbaros) incomunicables entre sí, porque el lenguaje universal (el lenguaje natural) sólo existe en la mente de los gramáticos. Y todos los hombres tendrán acaso la virtud de la religión, pero los dioses de cada pueblo serán diferentes de los de los demás y con frecuencia serán enemigos, porque la religión universal, la religión natural, sólo existe en la mente de los teólogos. Y todos los hombres tendrán como virtud propia el ser animales políticos, el vivir en ciudades: pero, por ello, los hombres, en cuanto ciudadanos, se encuentran en guerra casi permanente, las ciudades griegas contra las persas y Atenas contra Esparta. No entramos aquí en la naturaleza de la transformación entre ambos tipos de totalidad. Algunos pensarán que las totalidades reales, históricas y sociales, son las totalidades positivas, particulares –mientras que las totalidades porfirianas serían meras abstracciones. Pero no podemos olvidar que hay una tendencia permanente a pensar que, históricamente al menos, el proceso ha sido más bien inverso: la transformación del hombre en ciudadano es vista por Rousseau, por ejemplo, como la transformación del estado natural en el estado civil: «El hombre pierde la libertad natural y el derecho ilimitado a todo cuanto desea y puede alcanzar, ganando en cambio la libertad civil y la propiedad de lo que posee» (Contrato Social, cap. VII).

Paso IV (320c-328d)

El material que se encierra dentro de este título (Paso IV) tiene una acusada unidad estilística, en gran medida configurada en función de su oposición explícita al material que le precede y que hemos recogido en el Paso precedente (Paso 111). Esto es reconocido habitualmente. Pero, ¿cómo formular la estructura de esta oposición?. [63] Louis Bodin, tras un minucioso análisis consagrado justamente a esta parte del Protágoras platónico (Lire Le Protagoras, editado recientemente por Paul Demont, París, Les Belles Lettres, 1975) llega a la conclusión de que aquí Platón, lejos de utilizar la figura de Protágoras como un pretexto para exponer argumentos corrientes entre los sofistas (o, acaso, inventados por él mismo como construcciones polémicas) nos está ofreciendo una suerte de pastiche orientado a remedar la efectiva estructura de los procedimientos dialécticos más característicos del sofista de Abdera. La clave de estos procedimientos consistiría en las antilogías, en los discursos paralelos, capaces de «hacer fuerte la proposición débil», mediante la retorsión de los argumentos y la reinterpretación de las mismas premisas del antagonista en un sentido tal que de ellas pueda llegar a extraerse conclusiones diametralmente opuestas (Diógenes Laercio IX, 51). Y si esto es así, habría que decir que el material incluido en este Paso IV ha de mantener un paralelismo con el material incluido en el Paso III y, por tanto, que la estructura e este Paso 111 ha debido ser planeada («anafóricamente») por Platón con vistas a la ulterior presentación de su remedo, en forma de pastiche, del método dialéctico de Protágoras. «El discurso de Protágoras [i.e., el Paso IV], reducido a su estructura lógica, es un documento de valor incomparable para el estudio del método dialéctico del sofista (Protágoras), sobre todo si es un pastiche». La argumentación que Platón habría puesto en boca de Sócrates (como presupuesto para la exposición ulterior del «discurso contrapuntístico» de Protágoras) estaría estructurada en torno a estos dos puntos: A) Un argumento tomado de la vida «pública», social, de los atenienses: «los atenienses, que son sabios, castigan (de diversas maneras) a quienes, en la Asamblea, pretenden enseñar a los demás o bien las virtudes o técnicas especializadas en las cuales no son expertos, o bien las virtudes políticas de las cuales todos los ciudadanos se supone que ya han de entender». Luego (concluiría Sócrates, en una suerte de silogismo, según Bodin), la virtud no es enseñable, dado el proceder de los más sabios (los atenienses), en la Asamblea. B) Un argumento tomado de la «vida privada» de Atenas, de la experiencia individual de Pericles (que figuraría en el Diálogo como símbolo del «hombre más sabio de la ciudad más sabia», del individuo más virtuoso –en el terreno político– de Atenas). Pues Pericles no habría podido transmitir su virtud política a sus hijos. En realidad, ni siquiera lo intentó, por una suerte de negligencia que; siendo sabio, ha de hacerse equivalente al reconocimiento de su impotencia para transmitir esa virtud. Y, cuando con la ayuda de su hermano Ariphron intentó sustraer a Clinias del influjo pernicioso de Alcibíades (símbolo aquí de la «naturaleza salvaje», no educada), sus resultados fueron un fracaso. Ahora bien: la argumentación de Protágoras, según se ha dicho, [64] habría de interpretarse como una réplica puntual de estos silogismos. Protágoras desarrollaría de este modo sus característicos procedimientos: partiendo, como de un a priori de la tesis según la cual la virtud es un didaktón, Protágoras no ignorará los datos o hechos sobre los cuales Sócrates apoyaba su silogismo (la conducta de los atenienses en la Asamblea, la conducta de Pericles), sino que, por el contrario, aceptándolos, logrará hacer ver en ellos el lado débil que tienen en cuanto premisas de la tesis socrática, logrará mostrar lo que ellos tienen de apoyo fuerte para sus propias tesis sobre la enseñabilidad de la virtud. A') Los atenienses castigan en la Asamblea a quienes pretenden erigirse en maestros de la virtud política. Cierto. Pero esta actitud no significará que la virtud no sea enseñable según ellos, y que no haya debido serie ya enseñada a cada ciudadano, en un sentido parecido a como se le ha debido enseñar el lenguaje griego. Pues lo que aquí trata de establecer Protágoras es el principio según el cual todo el mundo debe participar en las virtudes políticas (AídwV, Díkh) y no de la cuestión de su enseñanza. Por ello Protágoras haría aquí uso del mito de Prometeo, como significando que no está discutiendo sobre el origen y naturaleza de estas virtudes, sino estableciendo el principio de su necesidad ineludible para toda vida pública, de tal manera que, desde el punto de vista de su principio, de su normatividad («todo ciudadano ha de participar de las técnicas políticas») la cuestión sobre la génesis de esas técnicas o virtudes son ociosas, especulativas, y pueden reservarse al mito. Y, en cualquier caso, el castigo (el castigo de la injusticia) como institución ateniense, más bien prueba que la virtud es enseñable y el propio castigo es un instrumento pedagógico y la pena de muerte (Protágoras dice que quien no llegue a poseer en absoluto las virtudes políticas debe ser segregado absolutamente de la república) el supremo recurso pedagógico. B') Los hijos de Pericles no han alcanzado el mismo grado de virtud que su padre. Pero este hecho, desde los presupuestos de Protágoras, es precisamente una prueba de que la virtud debe ser enseñada (si se transmitiese la virtud por herencia, todo hubiera ocurrido de otro modo). Además no hay que decir que los hijos de Pericles carezcan totalmente de virtud política (lo cual es absurdo, en tanto son ciudadanos). No ocurre aquí algo distinto de lo que ocurre con las demás técnicas: Ortágoras puede enseñar a tocar la flauta pasablemente a cualquier ciudadano normal sin necesidad de que todo el mundo llegue a alcanzar la pericia del maestro. En definitiva, mientras Protágoras tenderá a considerar la virtud política como una técnica o como un arte, Sócrates, que al final de la conversación preliminar, ha definido el objeto de la enseñanza de Protágoras como politikh' tecnh, no empleará jamás la expresión a1reth' politikh' (la palabra a1reth', la virtud, sin epíteto, se caracterizaría, cuando la usa Sócrates, por el hecho de referirse a la a1reth' de los ciudadanos [65] más sabios y mejores de Atenas, y sólo en la conclusión del Diálogo quedaría generalizada).

La interpretación que Bodin ofrece de este pasaje del Protágoras, cuyo esqueleto hemos intentado dibujar, podría sin dificultad ser incorporada al marco general de nuestra interpretación (la polémica de Protágoras queda aquí determinada como una antilogía, &c.). Pero no se trata de esto. Se trata de que, a nuestro juicio, e independientemente de que reconozcamos hallazgos parciales interesantes, la interpretación de Bodin es muy incierta y su sutileza acaso deriva más de la necesidad de justificar una perspectiva desenfocada y forzada que de una interpretación «más proporcionada» que encuentra sus pruebas de un modo más directo. Ante todo, parece como sí Bodin (que, se diría, toma partido por Protágoras, incluso en lo que concierne a la valoración de su superior capacidad dialéctica) olvidase que es Platón quien en todo caso, está reexponiendo a Protágoras y, por tanto, que la capacidad dialéctica de aquel ha de tener, por lo menos, la misma potencia que tiene éste. Pero, sobre todo, nos parece que Bodin tiende a ignorar sistemáticamente el alcance posicional e irónico que tienen las premisas de Sócrates (el carácter posicional de toda argumentación en la que figuran referencias a sociedades diferentes). Bodin hace figurar estas premisas (por ejemplo, la de los argumentos A, la conducta de los atenienses en la Asamblea) como construidas sobre términos de silogismos abstractos, de generalizaciones o silogismos inductivos; pero esto no es así, puesto que si Sócrates aduce el caso de los atenienses no es para construir un silogismo en abstracto, sino un argumento ad hominem, incluso un dialogismo (en un sentido muy próximo a lo que Lorenzen entiende por tal), por medio del cual Sócrates intentará probar no ya que, basándonos en la conducta de los atenienses pueda decirse que la virtud política no es enseñable en absoluto, sino que no es enseñable por un recién llegado como Protágoras. En último lugar, Bodin ve como evidente que la argumentación de Protágoras (el mito y el logos) se estructura a partir de una oposición (A y B) entre lo que es público y social (los atenienses) y lo que es privado e individual (Pericles), cuando en realidad es posible regresar a criterios más profundos (nosotros proponemos la oposición entre filogenia y ontogenia, aplicada al campo antropológico) que, al menos, permitan comprender que la función del mito de Prometeo, en la argumentación de Protágoras, no es meramente evasiva y negativa (un modo de decir que la cuestión del origen de la virtud política no es pertinente), sino positiva, puesto que ese mito es etiológico por su propio contenido.

Nos parece gratuito, en resolución, mantener que este Paso IV sea una reexposición de unos argumentos que ya habían sido introducidos ad hoc (en el Paso III) para ser doblados. La argumentación del Paso tercero, tal como la entendíamos, [66] no fue concebida con vistas a su refutación antilógica, en el Paso IV subsiguiente, sino que constituye una argumentación dialógica, por relación a los Pasos precedentes. Ello no obsta a que el Paso IV pueda consíderarse como conteniendo un –remedo de los métodos dé las antilogias de Protágoras (antilogias que Protágoras pudo desarrollar sobre la marcha). Pero ni siquiera el significado dialéctico de esas antilogias podría captarse en el terreno meramente retórico formal en el que se ha situado Bodin.

Protágoras ensayaría en este Paso un movimiento de repliegue (regressus) para liberarse de la tenaza socrática. Porque si Sócrates le llevó (en el Paso III) al terreno en el cual el hombre (y, por tanto, el educador de hombres, el sofista) se convierte inmediatamente en una multiplicidad de círculos (pueblos, sociedades, culturas, Estados) opuestos entre sí, según una dialéctica «horizontal» que expulsa la posibilidad de cualquier sofista cosmopolita, la respuesta de Protágoras no podría ser otra sino, partiendo de este terreno al que ha sido llevado y, por tanto, que debe recorrer, regresar de él hacia el hombre en general, en tanto en esta generalidad se comprenden todas las diferencias y se puede esperar la recuperación de un punto de vista universal, cosmopolita. Y como, efectivamente, de todos los individuos que viven en Estados (de todos los animales comedores de pan, como dice Hesíodo) por diferentes que sean entre sí, puede decirse que han llegado a ser hombres por medio de la enseñanza de las virtudes, es decir, porque las virtudes le han sido otorgadas por quienes podían otorgárselas, por los sabios o sofistas, entonces cabrá, al parecer, justificar la función sofística como función ligada al propio hacerse del hombre, a su propia génesis (Prometeo, el sofista, fue inventor del fuego, sin el cual no puede ser fabricado el pan). Evidentemente la conclusión a la cual se llega merced a este regressus implica la abstracción de las relaciones dialécticas «horizontales» de las que venimos hablando. A esta abstracción negativa corresponderá, como forma positiva, la hipótesis de la coexistencia pacífica entre los diversos estados o culturas, que encubre a su vez la tesis del «relativismo cultural», como armonismo o irenismo. El regressus de Protágoras desvirtúa por tanto, enérgicamente, la dialéctica platónica: si Sócrates, a partir de la idea universal de hombre (como totalidad (1)) encontraba inmediatamente su partición en los círculos particulares de los estados o culturas opuestos entre sí –griegos y bárbaros– Protágoras, partiendo de estos círculos particulares, regresará al hombre que se realiza en todos ellos, encontrando, como rasgo común y universal (precisamente porque ha eliminado, por su armonismo cosmopolita, las relaciones dialécticas entre esos Estados), la presencia de sofistas encargados de elevar a los individuos (a partir de un Estado prehumano) a su condición de ciudadanos. [67]

Y este regressus a la idea de hombre es un movimiento que Protágoras emprende por dos caminos, el del mito y el del logos. Podría pensarse que estos dos caminos del regressus conducen al mismo principio, al hombre, en su misma génesis, y que la diferencia entre ambos es más bien externa (el mito, camino más ameno, sencillo, pedagógico; el logos, camino más árido, duro, propio para personas dotadas de una fuerza de abstracción más vigorosa). Pero no es así. El camino del mito, como el del logos, son caminos del regressus, pero no conducen al mismo término, sino a dos momentos diferentes de la misma idea de hombre. ¿Cómo identificarlos?. Acaso simplemente diciendo que el camino del mito nos lleva hasta el hombre en su estado de naturaleza absoluta, primigenia, al hombre en cuanto se contempla como entidad anterior a todas las culturas (en términos evolucionistas: al hombre, en su perspectiva filogenética, al pitecántropo, que lo pone enfrente de los animales; o en términos roussonianos, al hombre en su estado natural, en cuanto estado efectivo anterior al Contrato Social), mientras que el camino del logos nos conduciría al hombre en su estado de naturaleza relativa, al hombre en cuanto se contempla como entidad anterior a una cultura determinada (en términos evolucionistas: al hombre, en su perspectiva ontogenética, al embrión enfrentado a los otros hombres del círculo en que ha nacido).

Ahora bien, el hombre, en su estado de naturaleza absoluta es (desde el punto de vista de la dialéctica platónica) un hombre mítico, como mítico es el hombre roussoniano, el hombre en su estado natural. Aquí solamente míticamente puede procederse. Irónicamente, Platón pone el mito en boca de Protágoras, un mito según el cual Prometeo y Hermes fueron los sofistas que, in illo tempore (un tiempo pretérito que nadie hoy puede experimentar y que por ello sólo cabe imaginar), enseñaron a ese protohombre desvalido (por culpa de Epimeteo), ese mono mal nacido, casi un feto de mono (si utilizamos la terminología de Bolk) las virtudes capaces de humanizarle. Virtudes que Protágoras (o Platón) estratifica, como hemos dicho, en dos planos, precisamente dos planos que se corresponden puntualmente con los dos tipos de virtudes (propiedades, rasgos) que hemos distinguido: las virtudes (o propiedades) particulares y las universales del hombre. Pues, ¿no se diferencian así las funciones de Prometeo y las de Hermes?. Las virtudes (o ciencias, o técnicas) que Prometeo otorga a los hombres, son virtudes particulares, que no necesitan ser participadas por todos los hombres. Pero las virtudes que Hermes (enviado por Zeus) concede al hombre, son virtudes universales, la santidad y la justicia, que han de ser distribuidas entre todos ellos.

Por lo que se refiere al protohombre al cual conduce el camino del logos, cabría decir que se trata de un protohombre real y efectivo, un objeto de experiencia, y no de especulación mítica. [68] Es el embrión de hombre que nace por generación en el seno de cada ciudad, de cada estado, el embrión sobre el cual es preciso actuar, educar, inmediatamente, y según decisiones inaplazables. Y ahora Protágoras puede argumentar con los argumentos propios que aún hoy utilizaría un reflexólogo «ambientalista»: que los niños de todas las repúblicas son condicionados, adoctrinados, enseñados constantemente por sus padres, sus nodrizas, sus pedagogos y que sólo así se hacen ciudadanos (hasta el punto de que si alguien, a pesar de esos cuidados, no llegase a adquirir las virtudes mínimas, habría que destruirlo, eliminarlo de la propia ciudad). Protágoras puede concluir triunfalmente la tesis de que la enseñabilidad de la virtud política, lejos de ser una extravagancia, es la evidencia misma del sentido común.

Paso V (328d - 333e)

Las conclusiones de Protágoras, brillantes y contundentes, han dejado arrobado al propio Sócrates. ¿Se trata de un arrobo que él mismo es crítico, el arrobo de quien reconoce la belleza musical de un discurso vacío y Platón estaría con ello, al subrayar este arrobo, resaltando tanto más la belleza cuanto más quiere subrayar la vacuidad del discurso de Protágoras?. Podría tratarse de eso, pero no necesariamente. De hecho, Sócrates dice estar de acuerdo con las conclusiones de Protágoras, y no sólo por la belleza de su exposición. Y se comprende bien cómo Sócrates puede estar de acuerdo con Protágoras, porque él ha seguido y compartido el regressus de Protágoras. Los golpes de Protágoras en este terreno puede encajarlos perfectamente Sócrates: razón de más para confirmarnos en la sospecha de que Sócrates no trata aquí de impugnar la tesis de que la virtud es enseñable.

Pero, si hay acuerdo, ¿por qué prosigue el pugilato?. Porque el acuerdo se ha producido en este terreno abstracto en donde Protágoras ha dado sus golpes –diríamos, en el aire. Y Sócrates reconduce el debate a un terreno más concreto: el terreno de la «materia virtuosa» misma que, vista desde el punto de vista global, ha de decirse que es enseñada, sin duda (como dice Protágoras); es enseñada (puede también decirse globalmente) por sofistas, en su sentido también global, el que corresponde tanto a Prometeo como a Hermes, tanto a Homero como a Hesíodo. Pero cuando descendemos (progressus) a la materia misma enseñada, es preciso aclarar «un pequeño detalle» como dice Sócrates. Esta materia, la virtud, ¿es una o es múltiple?

Tenemos que intentar comprender el alcance de esta pregunta de Sócrates y el motivo por el cual la introduce precisamente en este momento del curso general del Diálogo. Si no nos equivocamos, la razón de esta pregunta Y el fundamento de su alcance, [69] se encuentra en la reconsideración del método que ha llevado a Protágoras a sus brillantes conclusiones. Este método ha consistido en remontarse (regressus) al concepto abstracto de hombre, en cuanto recibe el principio de su realidad con la enseñanza. Concepto abstracto, absorbente, por respecto a las diferencias entre las materias enseñadas (las virtudes) y con respecto a las oposiciones dialécticas que puedan existir entre las materias entre sí. Por ello, la abstracción negativa de Protágoras sólo puede sostenerse apoyada en una tesis implícita (y positiva, intencionalmente) de armonismo. Sobre esta tesis de la armónica totalidad y coherencia de la materia que ha de ser enseñada, Protágoras estaría haciendo descansar en realidad la misión del sofista, su concepto. Pero esta totalidad abstracta (absorbente de las diferencias) es la que Sócrates va a desbordar, aún partiendo de ella, mediante la pregunta por la naturaleza de esa totalidad, es decir, mediante el desarrollo de su propio contenido «modulante». Esta totalidad (la virtud, la ciencia) ¿es una o es múltiple, es decir, tiene partes extra partes?. Y, sobre todo, esas partes ¿son homogéneas (si se trata de una totalidad isológica) o heterogéneas?. La pregunta podría parecer inocente (respecto de la polémica), como movida por una pura curiosidad lógico-formal de Sócrates. Pero, sin negar la existencia de esta curiosidad, lo cierto es que la pregunta pertenece a la estrategia general de la argumentación contra Protágoras: no es pregunta inocente. En efecto: si la virtud tiene partes, y partes heterogéneas, como parece obvio, entonces la unidad del concepto de sofista, que había intentado fundarse sobre la unidad de una totalidad abstracta, vuelve a quedar de nuevo, comprometida. Sobre todo si resulta que esas partes de la virtud no solamente son heterogéneas sino opuestas entre sí (y Sócrates ofrece aquí una muestra de los desarrollos dialécticos de las partes de la virtud por sus contrarios y contradictorios). Si la justicia no es la piedad (ni recíprocamente) resulta nada menos que habrá que admitir que la piedad puede ser injusta (¿el sacrificio de Ifigenia?) o que la justicia puede ser impía. Aunque de un modo más ejercido que representado, Platón parece ofrecernos una concepción dialéctica de la virtud como totalidad y, con ella, parece estar comprometiendo la unidad del concepto del sofista, que ya no podrá pensarse como alguien dotado de una misión y objetivo unitario, porque, a lo sumo, es tan sólo el nombre que designa multitud de objetivos heterogéneos y contrapuestos entre sí.

La pregunta acerca de si la virtud es una o múltiple, heterogénea u homogénea, se mantiene sin duda en un plano muy abstracto, casi lógico formal. Pero sería muy superficial pensamiento creer que Platón está interesado ahora en plantear problemas estrictamente genérico formales, cuasi gramaticales (algo así como si estuviese planteando, en general, el problema de la «teoría de los tipos lógicos» [70] –«la justicia es justa», &c.). Estos problemas, sin duda presentes, están referidos al curso preciso de la argumentación dialéctica. Por ello, y aún cuando el ejemplo de las totalidades heterológicas que utiliza (el rostro, respecto de la nariz, ojos, &c.) facilita el que pensemos el problema de la unidad de la virtud referido al plano individual o psicológico (el plano que comprende al hombre como totalidad porfiriana) sin embargo, el problema contiene también la referencia inmediata al plano social y cultural y si no, es cierto, inmediatamente, en su perspectiva «cosmopolita», sí en cambio en su perspectiva política, en la perspectiva de la República, ya sea ésta una república actual, como la Atenas coetánea, ya sea una república ideal -aunque acaso concebida como real, dada en el pretérito, la Atenas pretérita del Crítias. Pues es Platón mismo quien en La República habría de aplicar, como es sabido, las diferentes partes de la virtud de que en ella se habla (la templanza, la sensatez, el valor) a las diferentes partes o clases del Estado. Será suficiente, por tanto, que desarrollemos la doctrina de la multiplicidad dialéctica de la virtud, expuesta en este Paso del Protágoras, por medio de los desarrollos mismos de Platón, no ya sólo en La República, sino también en un pasaje posterior del propio Protágoras, (349d), para que podamos darnos cuenta de la enorme virtualidad problemática encerrada en estas cuestiones que sólo un lector superficial creería poder reducir a cuestiones, casi gramaticales, sobre la predicación («¿la justicia es justa?», &c., &c.).

El método de Sócrates (de Platón) en este Paso creemos, pues, que queda perfilado con bastante claridad: es el método del desarrollo (progressus, diairesis) de una totalidad abstracta según las especies o partes que inmediatamente contiene; además, un desarrollo dialéctico (al menos virtualmente), por cuanto esas partes no son heterogéneas y exteriores, sino también contrarias y opuestas (diríamos, inconmensurables, incluso incompatibles). Pero aplicado este método de desarrollo dialéctico al supuesto concepto unitario del sofista como «maestro de virtud» es decir, maestro de lo que es bueno para que el hombre llegue a ser lo que es, produce el efecto de un violento revulsivo en la conclusión de Protágoras, que había presentado la clara misión humanística del sofista en el eter abstracto del hombre en general, del hombre sin diferencias ni conflictos.

Paso VI (333e-334c)

Protágoras, que ha ido experimentando una creciente irritación ante el desarrollo múltiple (o si se quiere, ante la descomposición o trituración a la que Sócrates, mediante preguntas cortas, somete a ese hermoso y cuasimítico concepto de virtud humana que él había presentado) reacciona, [71] en el momento más brillante de toda su actuación, el que constituye este Paso VI de nuestro análisis. No se trata, desde luego, de un mero ex abrupto: se encadena con la conclusión de Sócrates, al menos con un aspecto importante de esa conclusión, a saber, que la virtud (el hombre, por tanto) es múltiple, incluso heterogéneo. Pero tomando esta conclusión como punto de partida, Protágoras aplicará de nuevo su método regresivo, remontándose ahora otra vez más allá de los hombres determinados, es decir. regresando a las diversas especies de animales (caballos, perros) y hasta de las plantas. Evidentemente, puede afirmarse que Protágoras despliega en este Paso VI (respeto del V, dado por Sócrates) una estrategia análoga a la que le llevó a dar el Paso IV (respecto del V, dado por Sócrates), a saber, una estrategia absorbente de descontextualización, de subsunción de los casos particulares en una idea general absorbente. Los hechos (lo que efectivamente ocurre, específicamente, en la vida de cada individuo, de cada estado, en los diversos estados) son así subsumidos en la idea general, a través de la cual aquéllos podrán ser re-presentados como lo que es, como lo que es normal, como la norma (de suerte que del ser factual se está pasando en realidad a la norma, al deber ser). Protágoras en efecto reconoce que la virtud es múltiple y heterogénea y que, por lo tanto, lo bueno es también múltiple y heterogéneo: éste es el hechoo y esto es lo que también debe ser: pues ¿acáso no ocurre con los animales y las plantas?. Lo bueno para uno es malo para otro, y recíprocamente. La bondad (la virtud) es relativa, y este es el hecho. ¿Por qué esto ha de verse como un problema?. Simplemente ocurrirá que hay que constatar lo que es, y lo que ha sido siempre será lo que es natural, lo que debe ser, o lo que no tendrá por qué ser de otro modo. Si las virtudes son efectivamente distintas en cada individuo, en cada Estado, y en los diferentes Estados, ¿no es precisamente porque ello debe ser así, del mismo modo que también son distintos los caballos, los perros y los árboles, cada uno con su virtud específica y su bondad, cada uno siendo naturalmente lo que son?

Protágoras es aplaudido entusiásticamente por sus oyentes. Con esto Platón nos está diciendo quizá, a la vez, que Protágoras acaba de exponer una de sus tesis fundamentales –y, por cierto, irreductibles a las tesis de Sócrates y a las suyas propias.

Paso VII (334c - 338e)

La respuesta de Protágoras, en tanto ha reproducido, en otro nivel, una misma metodología, que parece irreductible a la de Sócrates, manifiesta que sus movimientos se mantienen a un ritmo tal que no engrana con el ritmo en el cual Sócrates se mueve. Y si no engranan los movimientos de los contendientes, la polémica es imposible. [72] Sócrates comprende esto y decide marcharse, abandonar la palestra, Pero, de hecho, es retenido por Calias y por Alcibíades, y termina quedándose. Su permanencia, sin embargo, incluye la crisis de la polémica, la reflexión sobre «cuestiones de método», cuestiones que se suscitan precisamente, cuando los enfrentamientos parecen reproducir similares argumentos, cuando, por ello, se hace obligado reflexionar sobre estas similaridades meta-argumentales que, en este sentido, nos sacarán fuera de la materia específica propia de los argumentos enfrentados.

Ahora bien, tal como consta en el pasaje que nos ocupa, las diferencias entre los métodos (o bien: las semejanzas internas entre las diferentes argumentaciones de Sócrates o entre las diversas argumentaciones de Protágoras) parecen estar formuladas en un piano muy externo (oblicuo al asunto), el de las diferencias entre el discurso corto y el discurso largo. La crisis que constituye este Paso VII parece simplemente un paréntesis sobre «cuestiones de procedimiento» que, a mayor abundamiento, se llevan muchas veces en términos de mera cortesía o, en todo caso, en el terreno puramente psicológico («Sócrates tiene poca memoria y no recuerda los discursos largos»). Es cierto que en esta ocasión Sócrates dice que no hay que confundir una discusión (un diálogo polémico) con pronunciar un discurso en público –y Protágoras parece que, en lugar de tomar la palabra para argumentar y discutir, aprovecha y pronuncia un discurso. Con esto ya se estarla efectivamente señalando hacía una estructura diferente de procedimiento que sería suficiente sin duda para explicar la crisis. Pero ésta ha de encontrarse en un plano más directamente intersectado con la discusión general.

No se excluye, sin embargo, la legitimidad del intento de establecer una conexión más precisa entre estas metodologías «oblicuas» y las metodologías internas que Protágoras y Sócrates vienen empleando en los Pasos precedentes. Y se comprende bien que la metodología interna de Protágoras (la metodología que hemos pretendido identificar como un movimiento de regreso hacía las ideas generales absorbentes, facilitado por ciertas hipótesis armonistas) se abra camino a gusto en los discursos largos, porque el discurso largo es el discurso de uno solo, y es ahí donde la unidad absorbente aparece mejor; y porque largo tiene que ser un movimiento que tiene que pasar por diversas estaciones particulares para confluir en una unidad que las englobe a todas ellas, suprimiendo las diferencias. En cambio, la metodología interna de Sócrates, la metodología consistente en desarrollos de una idea modulante, agradecerá el discurso corto, precisamente porque las diferencias entre las partes de una idea (y aún sus contradicciones) podrán ser establecidas mejor entre dos personas o varias, que por una sola.

La crisis metodológica acaba con una transacción: [73] cada cual cederá algo de su parte, para que el discurso largo y el discurso corto puedan encontrarse «a medio camino». En este «medio camino» podrán también encontrarse mejor los movimientos de regressus y el movimiento de progressus que en torno a la idea de virtud, como objetivo que persigue el sofista, están dispuestos a llevar a cabo, tanto Sócrates como Protágoras.

Paso VIII (338b - 339e)

Lo da Protágoras y, por cierto, podemos constatar cómo se reitera en su método interno (aunque su parlamento sea corto, no es interrogativo, sino expositivo). En efecto, comienza por una parte muy precisa (positiva) de lo que (y todos se lo conceden) sin duda forma parte del oficio del sofista: la poesía, el comentario de los poetas clásicos, por ejemplo, Simónides, en cuanto cometido de la educación del ciudadano. Es como si dijera: cualquiera que sean las opiniones filosóficas que mantengamos sobre la naturaleza del sofista, sobre si su existencia depende de si la virtud es homogénea o heterogénea, lo cierto es que el sofista tiene tareas positivas muy precisas, tales como la de explicar a los poetas. Y efectivamente, Protágoras propone explicar un texto de Simónides como para demostrar «andando» cuál es el oficio del sofista.

Pero nosotros no podemos olvidar que el texto de Simónides lo «ha elegido» Platón. Por consiguiente, cuando tratamos de entender el motivo por el cual Protágoras parte de este texto (dentro Sin duda de «su derecho») –cuando tratamos de disipar la impresión de que el pasaje sobre el Simónides constituye una suerte de «embolofrasia» en el curso global del Diálogo– no podemos apoyarnos sólo en este Paso VIII (donde Protágoras expone su interpretación) sino sobre todo en el Paso IX (que contiene la interpretación de Sócrates). De todas formas, si Platón ha elegido precisamente este texto y no otro, no es gratuito pensar que no es por los motivos genéricos que parece exponer Protágoras (el mostrar el «taller» del sofista) sino además por los motivos específicos ligados con la polémica en curso, es decir, con la cuestión de la virtud, por consiguiente, si Platón ha elegido este texto es porque creyó ver en él no sólo un motivo para sugerir el virtuosismo de un sofista, como Protágoras (y aún contraponer el virtuosismo interpretativo del propio Sócrates) sino un material idóneo para proseguir el debate y para delimitar las posiciones y métodos propios de Protágoras y de Sócrates. Es tentador, en este contexto, dar alguna significación a la circunstancia de que Simónides haya sido un personaje que, por su modo de vida, bien podría considerarse como un precursor del oficio sofístico: él va por las casas de los ricos pronunciando panegíricos, recitando, como orador, y cobrando dinero por sus servicios. Y sobre todo, es el inventor del arte de recordar, [74] de la mnemotecnia, que es instrumento principal de todo orador y por tanto, de todo sofista. En el pasaje en el que Cicerón nos habla de Simónides, y que antes hemos citado por extenso, no podemos menos de percibir la semejanza entre la casa de Scopas de Tesalia y la casa de Calias de Atenas, así como también la semejanza entre Protágoras y el propio Simónides.

Pero, una vez visto el personaje, consideremos el texto que sirve a Platón para que Protágoras, ejercitando su oficio de comentador de los poetas, se vea sin embargo obligado a encontrarse con cuestiones «de carácter general», aquéllas que acaso pretendía evitar con su decisión de atenerse a lo más positivo de su oficio: comentar a los poetas. Pues precisamente el texto de Simónides habla sobre la misma materia del debate: sobre la virtud humana. Y dice Simónides nada menos que «llegar a ser virtuoso verdaderamente es difícil».

Sin duda este texto podría ser explotado por Protágoras como prolongación de su tesis anterior: el sofista es un educador que enseña las virtudes más diversas, donde quiera que se encuentren. Y si tiene que enseñarlas es porque ellas no se adquieren espontáneamente: son difíciles, y por eso, parecen exigir a sofistas que las cultiven. Y esto lo dice por boca de Simónides. Ahora bien, Protágoras no se limita a tomar a Simónides la palabra -precisamente acaso porque esto no seda difícil, porque haría superfluo el sofista, ya que cualquiera puede leer a Simónides, sin intermediario. Pero Protágoras quiere descubrir una contradicción en Simónides, precisamente allí en donde los demás, incluido Sócrates, no la ven. También es verdad, en cierto modo, que esta contradicción, si existiera, se volvería contra el mismo Protágoras, puesto que desharía la autoridad de Simónides, sobre cuya máxima él parece estar apoyando en este momento, el oficio de sofista. Pero la cosa no es tan sencilla: porque no siendo difícil entender la frase de Simónides, venimos a parar a una situación parecida a la de Epiménides («cuando Simónides dice que es difícil llegar a ser virtuoso, es fácil de comprender su máxima, ella misma constitutiva de una virtud»). En todo caso, la contradicción que Protágoras descubre demostraría, con el análisis del propio proceder de Simónides, que es difícil llegar a ser virtuoso (en este caso: buen lector de los poetas), porque no es trivial advertir que Simónides se contradice y, aunque se advierta la contradicción, no es trivial determinar su naturaleza. Así, si es fácil entender la máxima de que «llegar a ser virtuoso es difícil», es difícil llegar a entender que esta máxima de Simónides está en contradicción con otra opinión posterior del mismo Simónides sobre la máxima de Pítaco, que era uno de los siete sabios.

Protágoras ha mostrado la contradicción y es ruidosamente aplaudido. En estos aplausos vemos no sólo el reconocimiento de los discípulos a una intervención brillante aislada, [75] sino el reconocimiento de que esta intervención prueba de hecho la efectiva utilidad del sofista y pulveriza cualquier crítica «general» o «filosófica» referida a la posibilidad, al estilo de Sócrates (que ha demostrado necesitar él mismo de Protágoras, puesto que no había advertido la contradicción).

Sócrates queda conmocionado como un atleta ante al golpe de su antagonista.

Paso IX (339e-347b)

El «contraataque» que Sócrates emprende, una vez repuesto de su conmoción, tiene una estructura m uy compleja. Tiene lugar en varios frentes y no es nada fácil reducirlo a unas p ocas líneas. Su objetivo global parece ser la defensa de Simónides, el levantar la acusación que sobre él ha lanzado Protágoras. Y no se compren de bien a primera vista por qué Sócrates habría de asumir esa defensa de Simónides, como parte de su argumentación – puesto que, en ningún caso, cabe pensar que la defensa de Simónides pueda equipararse a la defensa de un «texto sagrado» maltratado por un «racionalista». Sócrates es el primero en « secularizar» a Simónides, mostrando su emulación con Pítaco. Diríamos que Sócrates, más que defender a Simónides, está defendiendo a los pensamientos contenidos en los textos de Simónides que previamente habían sido escogidos por Platón para ponerlos en boca de Protágoras, según hemos dicho Estos pensamientos podrían haber sido introducidos directamente en la discusión (o, a lo sumo, si se quería, con una mínima referencia a Simónides, como hace otras veces a propósito de Homero, por ejemplo). La ventaja de proceder inversamente, es decir, de presentar los «pensamientos» a través de Simónides (y no a Simónides a través de estos pensamientos) es clara: Protágoras puede ser mostrado así en su propio taller de sofista-filólogo. Pero al mismo tiempo, Sócrates puede manifestar que también él, aplicando un método lógico (filosófico) de interpretación (y un método que no excluye, por cierto, los recursos de los filólogos: Sócrates pide ayuda a Pródico), puede lograr resultados mucho más potentes. En el Paso VIII Sócrates había dicho que el que hace discursos largos puede también hacerlos cortos (a la manera corno Crisón, el corredor de Paso largo, puede también darlos cortos). Parece como si ahora Platón quisiera ante todo mostrarnos de qué modo quien hace «discursos cortos» (el lógico) puede alcanzar un virtuosismo tal en el comentario de textos –«difícil», podría suplir por «malo» &c.– en la recuperación de los clásicos que exceda al que es habitual en los mismos sofistas, a quienes ni siquiera se les deja ese reino para su explotación en exclusiva. Pero, en cualquier caso, no habría que olvidar que la demostración de este virtuosismo (demostración necesaria, dada la victoria que en [76] este terreno había obtenido Protágoras) es un resultado que se desprende «sobre la marcha», es decir, en la exposición misma de los pensamientos que se soportan en los versos de Simónides. Si no entendemos mal, la sustancia de lo que Platón quiere decirnos aquí es la siguiente: que nada es bueno (sino Dios, o la Bondad en sí) y, por tanto, que Simónides tiene razón al reprochar a Pítaco su máxima: «Es difícil ser bueno», porque ser bueno, y serio verdaderamente, para el que lo es por naturaleza, no es difícil, sino que es natural y necesario, puesto que no podría ser malo. Pero, en cambio, diremos con Simónides que, para todos los hombres reales, sí que es difícil llegar a ser bueno, puesto que no siendo buenos por esencia, los hombres pueden dejar de serio en cualquier momento, porque siempre tienen mezcla de maldad y, por tanto, la bondad que alcanzan (la virtud) no es algo que brote en ellos con facilidad, sino con dificultad, porque tienen que estar enfrentándose constantemente a las fuerzas destructivas que tienden incesantemente a desmoronar las virtudes que hayan podido trabajosamente ser edificadas. Y es así como, al menos, alcanzaremos un punto de vista que ya manifiesta su completo antagonismo con el punto de vista que Protágoras había mantenido en el Paso VI. Y, con ello, nos será posible percibir una continuidad interna de los pasajes que se refieren al texto de Simónides y que, al margen de esa continuidad, parecerán siempre un ex abrupto, por ingenioso que sea.

En efecto, desde la perspectiva de la interpretación platónica del texto de Simónides («nada es bueno») podemos reformular la tesis que Protágoras había mantenido en el Paso VI –la tesis del relativismo de la bondad, del relativismo de la virtud– de la siguiente manera: «todo es bueno», todas las cosas son buenas, pero cada una a su manera. Aquí Protágoras se muestra como una especie de optimista metafísico, en particular, como un filántropo, que cree en la bondad del hombre (en medio de su diversidad y heterogeneidad) y, frente a él, Sócrates (Platón) aparece como pesimista y en particular, casi como misántropo. Pero el optimismo de Protágoras es vacío o metafísico, sí supone que esas bondades o virtudes tan heterogéneas de los hombres son, sin embargo, armónicas. Cuando reconoce, con realismo, que esas bondades se contraponen mutuamente, su optimismo se transforma en una suerte de cinismo –el cinismo de Trasímaco, por ejemplo: es bueno el más fuerte. En cambio, Sócrates, al reconocer el conflicto dialéctico entre esas «bondades» de cada ser (entre esas «partes de la virtud») entre los diversos individuos, clases sociales, Estados, pueblos o culturas, está reconociendo también que hay una jerarquía objetiva entre las acciones de los hombres, de los estados, de las culturas y de los pueblos. Por tanto, que es preciso buscarla, saltando más allá de los hechos presentes de la multiplicidad de los individuos, clases, Estados o pueblos. Y, con ello, [77] está condenando al sofista en tanto se define meramente como cultivador y conservador de un estado de cosas dado (bueno, por el mero hecho de existir), con un concepto de sofista que podría servir incluso para definir a nuestros antropólogos filántropos, los «funcionalistas», desean dejar intactas las culturas más salvajes, porque ellas buenas, por el mero hecho de que se mantienen en su estado los siglos de los siglos. (No tratamos, por nuestra parte, de poner a Platón, por oposición, en la línea de un «progresismo evolucionista»: «si nada es bueno, tampoco será buena la cultura del presente y, en todo caso, podrá dejar de serlo en cualquier momento». Lo que queremos decir es que la oposición entre Protágoras y Sócrates se configura, a esta altura, como una oposición tan profunda o aquélla que Dilthey señaló entre el llamado naturalismo y el idealismo de la libertad).

Es interesante notar que ni siquiera el virtuosismo de Sócrates merece los aplausos del auditorio de la casa de Calias. Tan sólo Hipias, el historiador de las Olimpiadas, muestra calladamente su aprobación. ¿Por qué Hipias, es decir, por qué Platón escoge a Hipias como el sofista que, entre los presentes, se muestra más cera las posiciones de Sócrates?. Sin duda Platón debía estar pensando en alguna tesis central de Hipias, por la cual al menos enfrentaba a Protágoras en una dirección similar o paralela a Sócrates (el profesor Hidalgo Tuñón me sugiere que cabría pensar en la inclinación de Hipias hacia los oficios artesanos –inclinación compartida por Sócrates– inclinación que le enfrentaría a Protágoras, en cuanto «filólogo» y hombre de letras: es una sugerencia muy certera que, una vez propuesta no podemos menos de tomar en consideración). Protágoras es aquí el defensor del relativismo, como «optimismo metafísico», el defensor de la bondad de s los estados, de todas las culturas que existen realmente sin perjuicio de sus diametrales diferencias. Hipias en cambio, según le hace decir Platón en la propia obra (337c) afirma: «a todos os considero parientes, allegados y conciudadanos por naturaleza, no por ley; porque lo semejante está emparentado por naturaleza con lo semejante». No parece excesivamente aventurado relacionar poco este universalismo de Hipias con el universalismo de Sócrates acaso sin dejar por ello de reconocer una profunda diferencia: que el universalismo de Hipias está concebido como previo a leyes y supone incluso su abolición (su abstracción), mientras que el universalismo de Platón sólamente es concebible a través de la República, y de las leyes.

Paso X (347b - 348c)

Pero si el auditorio no aplaude a Sócrates, el silencio no es el de la reprobación, sino, más bien, el de la impotencia. [78] Es ahora Protágoras quien queda abatido, y su silencio equivale a una retirada –simétrica, por tanto, a la que Sócrates había intentado en el Paso VII. Y así como antes fue Calias quien le retuvo, mediando Alcibíades, ahora es también Alcibíades quien reprocha la retirada silenciosa de Protágoras ante Calias (348b) y logra que Protágoras se avergüence, es decir, reaccione. Pero su reacción es distinta a la de Sócrates: mientras en el Paso VII fue Sócrates quien, para continuar el combate, inició una reflexión metodológica (el discurso corto y el discurso largo) Protágoras no está en condiciones de proponer su alternativa metodológica (¿acáso Sócrates no ha mostrado un virtuosismo en este «discurso largo» constituido por la interpretación de Simónides?) y es Sócrates mismo quien tiene que acudir a esta necesidad de reflexión. Y puesto que ha demostrado su virtuosismo filológico, desde la filosofía, puede ya proponer (incluso para no humillar a Protágoras) que es hora de abandonar a los poetas, que «no es necesario servirse de voces ajenas» para disputar racionalmente sobre el asunto que está en litigio: quién es bueno, cuál es la naturaleza de la virtud, si ella es una o múltiple, homogénea o heterogénea, armónica o dialéctica. No puede dejar de reconocerse –como suelen hacerlo quienes ven únicamente en los sofistas al «movimiento progresista y democrático» que produce la «reacción tradicionalista del platonismo»– que Platón está aquí presentando una alternativa al ideal de la formación humanística -a la «primera cultura»– basada en el aprendizaje de los textos tradicionales, de los libros sagrados, míticos o poéticos, por muy avanzada que sea la utilización racionalista de los mismos: Platón está prefigurando una formación que pide también alimentarse de un material actual, constituí por las realidades políticas, geométricas, técnicas (científicas, diríamos hoy) del presente, una formación que, sin perjuicio de su perspectiva filosófica –aunque lejos de los fisiólogos, herederos del mito–, acoge también a las ciencias incipientes, sobre todo a la geometría.

Y será también Sócrates quien tenga que llevar la iniciativa, por medio del discurso corto, capaz de descomponer otra vez las «ideas generales absorbentes» que Protágoras había propuesto.

Paso XI (348c - 360d)

Protágoras, pues, se somete a la disciplina socrática, al método de desarrollo por «preguntas cortas». Pero Sócrates no quiere por ello considerarlo vencido. Como Epeo a Euriolo, en los funerales de Patroclo, lo alza y se considera formando causa común con él, frente al público que prefiere, por ejemplo, reunirse, no para conversar, porque no sabe, sino para escuchar o tocar la flauta, o para danzar. Esto no significa que la oposición entre ambos haya desaparecido. [79] Tan sólo que la oposición se manifiesta como una unidad frente a terceros, «frente a la gente».

¿Y cuál es la conexión de estos desarrollos de Sócrates por medio del método de la descomposición interrogativa, con el curso general de la polémica?. Nos parece que la conexión es la siguiente: puesto que la definición del sofista, como concepto dotado de unidad, ha sido anteriormente subordinada a la posibilidad de la enseñanza de la virtud y a la atribución de la virtud (de la bondad) al propio sofista (puesto que el sofista habría de ser bueno y además capaz de hacer buenos a otros); y como ha sido puesta en duda la posibilidad misma de que alguien pueda ser considerado como bueno (entre otras cosas, porque la bondad no podría entenderse como dispersa en partes «relativamente buenas» pero opuestas e inconexas entre sí, porque debiera ser una unidad positiva) entonces, si la virtud tiene que ver con la misma bondad accesible a los hombres, también las partes de la virtud (la sabiduría, la sensatez, el valor, la justicia, la piedad) deberán constituir una unidad firme y no dispersa. El objetivo de Sócrates, en este desarrollo que constituye el Paso XI es precisamente llamar la atención sobre la necesidad de determinar la naturaleza de la unidad de la virtud (del bien del hombre) partiendo de su descomposición efectiva en diferentes virtudes. Y el resultado es nada menos que el siguiente: que la unidad de todas esas partes de la virtud sólo puede fundarse en la sabiduría. Aparece así en primer lugar el tema socrático del sabio bueno y del malo ignorante. Por ello, tendrá que remover la opinión oscura de Protágoras según la cual el valor puede darse independientemente de las restantes partes de la virtud, y en particular, independientemente de la sabiduría: este valor no sería tal, sino locura. Y la demostración la hace Sócrates a través de la idea del placer: porque el bien incluye al placer y recíprocamente. Evidentemente, no al placer del momento, fugitivo y pasajero, sino a la coordinación de todos los placeres, coordinación que incluye los dolores necesarios para que después pueda brotar un placer, o un bien, más alto (es el tema del Gorgias). Pero esta coordinación de los placeres sólo podría llevarse a cabo mediante un «arte de la medida», que comporta la sabiduría. El hombre sabio es el que tiene el «arte de la medida», pero no es «la medida de todas las cosas» (*). Por tanto, la unidad de las virtudes sólo será posible a través de la verdadera sabiduría y sólo entonces podrá hablarse de virtud, de un llegar a hacerse bueno (lo cual se muestra, por tanto, como muy difícil, según nos había enseñado Simónides). Porque esta coordinación no sólo incluye un tratamiento de las «partículas de virtud» presentes en cada individuo, sino también la coordinación y medida de las «partículas de virtud» dispersas en la ciudad y en el conjunto de las diferentes ciudades. Esta coordinación y medida debe tener fundamentos objetivos (lo que no significa que todos los géneros [80] sean conmensurables entre si). Si el hombre fuese la medida de todas las cosas –si todo fuese conmensurable con el hombre– permaneceríamos inmersos en la subjetividad (individual o social) de los fenómenos, como lo están los bárbaros. Jenófanes ya lo sabía: «Los etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros, y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo rubio». Pero los griegos (es decir, los pitagóricos, los eléatas, y, con ellos, Sócrates y Platón) saben que las medidas son objetivas, saben que los hombres, por ejemplo, no son la medida de los dioses, que los hombres no hicieron a sus númenes a su imagen y semejanza más que cuando esos númenes eran falsos: cuando los númenes son verdaderos, ellos son la medida de los hombres.

En conclusión, sólo si la virtud es una, puede hablarse de virtud, de bondad, incluso de placer, de eudemonía. Sócrates sigue de este modo oponiéndose frontalmente a Protágoras, porque este sigue creyendo que es posible desgajar las partes de la virtud, sobre todo el valor, y que antes incluso había ya afirmado que las virtudes o, en general, las cosas buenas, lo son de modos múltiples, inconexos y aún contrapuestos entre sí. Nos equivocaríamos, sin embargo, si interpretásemos la unidad de la virtud postulada por Sócrates, como unidad de simplicidad, como unidad metafísica o natural, dada espontáneamente en la «naturaleza humana». Es unidad modulante, de partes múltiples, cuya medida, como sabiduría, precisamente sólo puede alcanzar su sentido cuando hay cosas múltiples, reuniéndolas, conmensurándolas, y no dejándolas en paz, dispersas en su relativismo, en su «humanismo».

Esta parece ser, por tanto, la oposición que se encuentra en el trasfondo de las diferencias entre Sócrates y Protágoras: un trasfondo que implica diferencias irreductibles en el plano antropológico, en el plano político, en el plano pedagógico, y en el plano metodológico.

Paso XII (360d - 362a)

Y una vez que Sócrates ha aludido al trasfondo de su oposición a Protágoras (obteniendo, al parecer, la conformidad de éste –una conformidad en la fórmula de la disconformidad–) es él mismo quien inicia el último movimiento, que es una vuelta a las posiciones anteriores, en especial, al primer Paso de Protágoras, cuando se había autodefinido como sofista, como sabio capaz de enseñar la virtud. Porque ahora, esta autodefinición, una vez establecido que la virtud es la sabiduría, debería ser redefinida de este modo: el sofista es el sabio que enseña la sabiduría (que es la virtud). Ahora bien: el desacuerdo inicial se había concretado en una oposición entre las tesis: «la virtud es enseñable» (Protágoras) y «la virtud no es enseñable» (Sócrates). [81] Este desacuerdo es el que hay que ver ahora desde el trasfondo más profundo de la oposición (la virtud es múltiple, es decir, las virtudes son inconmensurables; la virtud es única, es decir, las virtudes son conmensurables). Pero la conjunción de estas dos tesis, que Sócrates ha logrado determinar trabajosamente, «la virtud no es enseñable» y «la virtud es única» se le aparece ahora a Sócrates precisamente como verdaderamente asombrosa, una vez que ha fundado la unidad de la virtud en la sabiduría, en el arte de la medida. Porque si la virtud es una, a través de la sabiduría ¿cómo puede no ser enseñable?, ¿no es lo propio de la sabiduría (o de una virtud que consiste en la sabiduría) el poder ser enseñada y medida?, ¿acáso es imposible el sofista, como maestro de sabiduría?

Sócrates abre con esto un conjunto de cuestiones cuya magnitud invita a aplazar su consideración hasta que lleguen ocasiones más propicias. ¿Cómo puede ser virtuoso (si la virtud es la sabiduría) aquél que se define por saber que no sabe nada?. ¿Y cómo entonces arrogarse la enseñanza de la virtud el que no sabe y, por tanto, no es virtuoso?. Pero con estas preguntas, ¿nos orienta Platón hacia el escepticismo, hacia el irracionalismo moral (como un eco del irracionalismo geométrico), hacia el nihilismo, hacia la abolición de las escuelas y de los templos, o acaso hacia el misticismo («sólo Dios es sabio y bueno»)?. No necesariamente: más bien parece que nos orienta hacia la crítica del armonismo ligado al individualismo, el individualismo del sofista privado, que cree poder definirse como sabio porque educa en virtudes a otros hombres basándose en una práctica no puesta en tela de juicio. Nos orienta hacia la negación del sofista, así definido. Nos orienta hacia la necesidad de redefinir el camino hacia la sabiduría práctica, hacia la virtud, no como un camino que pueda sernos trazado por un maestro de virtud –porque nadie es sabio, ni verdaderamente virtuoso– sino por todos los demás hombres, por la ciudad, por las leyes. Y en cualquier caso, Platón nos dice que es preciso suponer vivo y maduro un germen de virtud y de sabiduría práctica en cada individuo, porque este germen no puede ser enseñado. Quien no tiene estos gérmenes de virtud, no podrá recibirlos desde fuera –particularmente cuando nos referimos a las virtudes más profundas. Estos gérmenes se nos describen en el Menón como qeía moîra, como un don o gracia divina, no natural (si por natural se entiende lo que es universal, regular, y común a todos los individuos de la especie). Son gérmenes entendidos como una capacidad para llegar a intuir con verdad situaciones absolu tamente imprevistas, que requieren juicio certero y creador, algo que no es el resultado de un razonamiento automático (precisamente aquello que puede ser enseñado). Aquello que no puede ser transmitido, dice el Menón, es un don divino y, por ello, cuando el sofista pretende poder enseñar estas virtudes –que brillan en el gran político, [82] en el genio creador y práctico, pero que puede tenerlas también cualquier hombre anónimo– entonces el sofista es un engañador, un mentiroso. Si enseña algo, serán otras cosas, pero no estas virtudes verdaderamente importantes para que los hombres puedan seguir viviendo en la ciudad.

Al conocimiento de estos gérmenes no enseñables es aquello a lo que Sócrates llamaba «encontrar el camino por sí mismo», el «conócete a tí mismo», es decir, conócete a través de todos los demás (anamnesis) y no de ninguno en particular, de ningún maestro concreto (por tanto, tampoco de tu individualidad, erigida en único maestro).

En el Protágoras se ha dicho lo que el sofista no es ni puede ser (maestro de sabiduría). Pero Platón sabe que no se ha dicho lo que es y sabe, sobre todo, que no se ha dicho lo que bajo la idea del sofista se encierra: ¿qué es enseñar?, ¿qué es dirigir la opinión pública. engañar, «cazar a los animales domésticos», mentir necesariamente, dirigir a los hombres para «conmensurar sus virtudes» a fin de que puedan sobrevivir? ¿acáso no es esto la sabiduría?. Estas son las cuestiones que ocuparán a Platón durante toda su vida.

 

Nota final con la ayuda del Menón

El gran sofisma que Platón nos ha denunciado en el Protágoras creemos, que en sustancia es éste: el de quienes estiman que es lícito apoyarse en la evidencia axiomática de que el hombre sólo es hombre por la educación, par justificar la profesión del sofista como «científico de la educación», como maestro de humanidad y de sus virtudes más genuinas (la libertad, la formación, la creatividad, la personalidad, la realización de la propia mismidad).

Por supuesto, ni Sócrates ni Platón, a pesar de su implacable análisis, han podido acabar con los sofistas, en su sentido más estricto, ni es posible acabar con ellos, como tampoco la medicina puede acabar con las enfermedades. Tan sólo es posible intentar «mantenerles a raya». Pero los sofistas se reproducirán siempre, precisamente porque la multitud y los gobiernos necesitan estos científicos de la personalidad, estos maestros de la virtud. Por ello, tampoco negamos a los sofistas su «función social». En la Edad Media, por ejemplo, la función de los sofistas ha sido desempeñada por el clero, es decir, por un conjunto de «curas de almas» encargados de edificar a los individuos, de elevarles desde su estado natural (de pecado, de indefensión) hasta su estado sobrenatural. Pero en nuestro siglo, cuando el clero de diferentes confesiones va perdiendo su poder –no ya, en modo alguno, cuantitativamente, pero sí cualitativamente, ante las extensas capas sociales ilustradas por una educación científica– los sofistas renacen bajo formas nuevas. ¿Podemos identificarlos?. Con toda seguridad, [83] porque estos nuevos sofistas son ahora los que se autodenominan «científicos de la educación», o bien aquéllos que siguen definiendo a la educación, al modo de Protágoras, como «el proceso de convertirse en persona» (Roger) o como la «educación liberadora» cuyo objetivo fuese la «concientización», el «hombre como sujeto», &c., &c. Lo que hace siglos fueron los sacerdotes son, pues, hoy, los pedagogos científicos (y, por motivos similares, los psicoanalistas, y tantos psicólogos). No desconfiamos del todo en que, después de meditar el Protágoras platónico, pudiera decir más de un científico de la educación, en la España de 1980, lo que González Dávila decía en la España de 1780: «Sacerdote soy, confieso que somos más de los que son menester». Porque son las llamadas «ciencias de la educación» indudablemente la versión que en nuestro siglo o encarna mejor a la sofística que Sócrates ataca en el Protágoras. Puesto que no siendo ciencia en modo alguno se presentan corno tales («Un algoritmo de aprendizaje es un producto vectorial mixto: A = (w, R Ø), en donde y ..., &c.»). Por nuestra parte, no criticamos la posibilidad de tratar científicamente amplias cuestiones relativas al aprendizaje, a la instrucción en virtudes positivas (las de Ortágoras, las de Fidias). Nos dirigimos contra la pretensión de un tratamiento global de la Educación (Skinner), de un tratamiento científico de la formación científica de la personalidad (las virtudes de Hermes) corno «tarea integradora en la educación humana del hombre» (Sucholdosky). Porque este tratamiento global, el de las ciencias de la Educación, precisamente por serlo, no puede ser científico, sino filosófico. Y es pura propaganda gremial el presentar planes generales de educación, metodologías pedagógicas globales, como algo «científicamente fundado»: las relaciones entre las diversas ciencias del aprendizaje, si las hay, no pueden ser científicas. Y, sin embargo, los nuevos sofistas, logran convencer a los estados y a los ciudadanos de su importancia y obtienen asignaciones económicas que, si distribuidas por cada científico de la Educación, no suelen alcanzar en general a las cien minas, en conjunto constituyen sumas muy superiores a las que podría obtener Fidias «y diez escultores más». No pretendemos aquí, pues, devaluar todo aquello de lo que se ocupan las ciencias de la educación, porque sin duda, ellas arrastran funciones más o menos oscuras, pero que son necesarias. Pero al arrogarse la función de «ciencias» se hinchan, se envanecen y desvían constantemente de sus fines sociales (acaso enseñar la mnemotecnia, y no la creatividad; acaso enseñar el lenguaje escrito, y no la capacidad de hablar; acaso enseñar la gimnasia y la danza y no la expresividad). Pero mediante su presentación como científicos, engañan a los poderes públicos, y a las familias, es decir, se convierten en sofistas, prometiendo, por ejemplo, mediante el cultivo de la libre creatividad o la expresividad corporal espontánea, [84] la auto-realización de la personalidad misma del individuo (cuando ya sería bastante que se atuviesen a enseñar la flauta como Ortágoras de Tebas o la pintura como Zeuxis). Y lo que ocurre es que, al arrogarse la función del maestro de la personalidad, no sólo se confunden y se desorientan, sino que producen daños irreparables a sus discípulos, sin perjuicio de lo cual, se atreven a percibir grandes sumas de dinero:

«¿Diremos entonces, según tu teoría, que conscientemente engañan y pierden ellos a los jóvenes o que ni ellos mismos se dan cuenta? ¿Hasta ese punto insensatos deberemos pensar que son quienes afirman que son los más sabios de los hombres? –están muy lejos de ser insensatos, Sócrates, y sí lo son mucho más los jóvenes que les dan dinero y más todavía que éstos, los que se los entregan, sus parientes, pero mucho más que nadie, los estados que permiten la entrada en lugar de echar a quien se proponga hacer algo de esto, ya sea extranjero, ya sea del país.» (Menón, 91d-92b)

[Nota de las páginas 31 y 79]
El pántwn crhmátwn de la fórmula de Protágoras podría ponerse en conexión con una fórmula que se encuentra en el Fragmento 1 de Anaxágoras (Simplicio, Física, 155, 26), a saber: «pánta crh'mata.» «Todas las cosas estaban mezcladas, infinitas en multitud y pequeñez, pues aún las más pequeñas eran infinitas.» En este contexto, el metrón de Protágoras nos sugiere al Hombre que ha asumido las funciones que Anaxágoras acaso debió atribuir al NouV (vd. Gustavo Bueno, La Metafísica Presocrática, pág. 326). Y esta semejanza, a su vez, nos invita a relacionar la homomensura de Protágoras con ciertas ideas del círculo hipocrático, con la concepción del Hombre como a5pomimhdiV tou o5lou del escrito Sobre la dieta, VI, 487 (Vd. Laín Entralgo, La medicina hipocrática, Madrid 1970, pág. 129). El alcance de la homomensura podría analizarse por medio del Teeteto platónico, así como también por medio de los tropos de Enesidemo (versión de Diógenes Laercio), un «analizador» interno a la tradición sofística. En el Teeteto, el principio de la homomensura es entendido, ante todo, en una perspectiva individual (tropo 2º, 3º y 4º de Enesidemo), que después se extiende a la perspectiva «etnológica» (tropo 5º) –los hombres declaran justas las leyes de su ciudad, son su medida– y acaso a la zoológica (tropo 1º).

{Gustavo Bueno, «Análisis del Protágoras de Platón», 1980. La paginación [entre corchetes] corresponde a la edición en papel, por Pentalfa Ediciones, en Platón, Protágoras (edición bilingüe), Clásicos El Basilisco, Oviedo 1980, 239 páginas [este texto de las páginas 15 a 84] (Depósito legal: O-2231-80, ISBN 84-85422-03-1), que aquí se reproduce íntegramente con su autorización.}


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Platón