Filosofía en español 
Filosofía en español


Juan XXII

Muerto Clemente V, la Silla Apostólica estuvo vacante por espacio de dos años, porque los Cardenales se hallaban divididos, queriendo unos un Papa francés que continuase la Silla en Aviñón, y otros un Papa italiano que residiese en Roma. En fin, después de grandes discusiones, los Cardenales se reunieron en Lyon y eligieron a Juan XXII, que fue coronado en 5 de Setiembre de 1316. El nuevo Papa puso su Silla en Aviñón, y al poco tiempo creó ocho Cardenales, siete franceses y uno italiano, cuyo nepotismo desagradó a todos: luego se dedicó al gobierno de la cristiandad, dirigiendo una carta a los príncipes, duques y gentileshombres, indicando el plan de su gobierno, lamentando los males y abusos que se cometían, exhortando a todos a la paz y a la concordia. Después creó varios Obispados y Arzobispados, erigió en metrópolis las diócesis de Tolosa en Francia, y de Zaragoza en España, y fundó la orden militar de Cristo de Portugal para rechazar los ataques de los infieles. Pero los enemigos de este Papa se conjuraron contra él y trataron de envenenarle, con cuyo motivo castigó a los sospechosos, y supo imponerse a los Reyes y príncipes de Europa. Puso en orden la hacienda pontificia, reclamando los tributos anuales que debían pagarle varios reinos de Europa. Y a fin de proveer a los grandes gastos de la administración pontifical impuso tributos a los clérigos, y extendió los diezmos a los beneficios eclesiásticos, extendiendo los derechos de annatas y expectativas. Con este motivo el Rey de Inglaterra, Eduardo II, con el objeto de excusarse de no haber pagado la pensión anual, envió a Juan XXII Embajadores, diciendo que el Erario real estaba agotado por las continuas guerras, y remitía mil marcos por la pensión de un año, prometiendo en otros seis el atraso de veinticuatro años en que no había sido satisfecha. El Rey de Aragón, D. Jaime, expidió también dos Embajadores encargados de prestar juramento de fidelidad en nombre de este príncipe, Rey y tributario de los reinos de Cerdeña y Córcega, en calidad de gonfalonero (portaestandarte), almirante y capitán general de la Iglesia romana, cuyos títulos se encuentran continuados en una carta conservada en el castillo de San Angelo. En Francia, el Rey Felipe el Largo, había prometido tomar parte en una Cruzada contra los infieles, que hubo necesidad de suspender por circunstancias de la época. En todas partes ordenó este Pontífice la recaudación de los tributos y derechos feudales y señoriales que la Santa Sede debía percibir, y arreglada con economía la administración de las rentas de la Santa Sede, el Papa pudo atender a los múltiples y graves asuntos de la política en todas las naciones. Principalmente en Alemania se disputaban la corona imperial el duque de Austria, Federico III, y Luis de Baviera, el cual tomó el título de Rey de los romanos, sin esperar a que el Papa hubiera confirmado su elección. No pudo sufrir Juan XXII esta falta de consideración a la Iglesia, y amonestó a Luis a respetar los derechos de la Iglesia; pero no haciendo caso este Emperador de las amonestaciones del Papa, fue excomulgado y privado de todos sus derechos, tanto por los abusos de su autoridad como por la protección y auxilio prestado a los herejes. Por su parte Luis de Baviera pagó a escritores que, vendidos a sus pasiones, compusieron obras en las que pretendían que Juan no era verdadero Pontífice. El 20 de Octubre de 1327, Juan excomulgó aún a Luis por tener una corte compuesta de herejes, cismáticos y apóstatas. Luis invadió la Lombardía y la Toscana, y en el mes de Febrero siguiente declaró al Papa Juan hereje e indigno de la tiara, y a continuación se puso en marcha para Roma, con un ejército de 200.000 hombres.

Llegado Luis a Roma, se hizo coronar Rey de los romanos en la Basílica Vaticana, por Jaime Alberto, Obispo de Venecia, y Gerardo Orlandini, agustino, Obispo de Aleria, ambos depuestos y excomulgados anteriormente.

Entonces Luis dio el más escandaloso ejemplo de olvido de sus deberes cristianos. Se hizo dar cuenta de las acusaciones que existían contra el Papa, le degradó del Pontificado, y le condenó a ser quemado vivo como hereje y reo del crimen de lesa majestad, por haber usurpado los derechos del Emperador, nombrando vicarios del imperio en Italia. Luis concedió pleno poder al brazo secular para castigar a Juan, e hizo elegir un antipapa, nombrado Nicolás V, del cual más tarde nos ocuparemos.

En medio de tan graves ocupaciones, el Papa no desatendió el cuidado de la sana doctrina contra los errores que pululaban por varias partes, y entre ellos contra los fratricelos, y Arnaldo de Vilanova, que aunque había muerto, se sostenían sus errores bajo pretexto de reforma, cuyos errores fueron condenados en un Concilio de Tarragona en 1317, y más tarde la condenación confirmada por el Papa. La orden de San Francisco se había dividido por el exagerado rigorismo de algunos que sostenían que la pobreza debía entenderse tan absolutamente, que no perteneciese a los frailes ni aún la propiedad de sus alimentos. Estos, afectando un exterior penitente, lograron seducir a muchos, y se atrevieron a acudir al Papa para alcanzar justicia (véase Fratricelos, tom. iv, pág. 652), pero el Papa conoció bien pronto el espíritu soberbio de estos fanáticos, y después de haber mandado formar un expediente canónico sobre sus doctrinas, halló que eran erróneas y los excomulgó. Irritados los fratricelos, negaron toda obediencia al Papa, diciendo que era el jefe de una iglesia carnal y opulenta, pero no de la espiritual, compuesta de ellos solos y de sus partidarios. Se rebelaron después, uniéndose con los descontentos, y muchos de ellos fueron castigados y quemados. Se declararon también en favor de Luis de Baviera, mezclando sus errores con las pretensiones políticas de aquel, y según el Cardenal Matthieu, la insurrección era movida por las sociedades secretas. A todo lo cual se unieron los atropellos y violencias de los gibelinos, y las predicaciones anárquicas y subversivas de Marsilio de Padua y otros libelistas. Era necesario desplegar un gran rigor para sofocar estos errores y pretensiones, y efectivamente se emplearon contra ellos rigores enérgicos y merecidos. Observa Mr. Chevé, que la cuestión de los frailes menores no era frívola ni ridícula, sino que envolvía nada menos que el problema fundamental de toda sociedad. Los franciscanos, llamados espirituales, afirmando que el hombre no posee más que el uso de las cosas necesarias para la vida, negaban por lo mismo el derecho de la existencia sobre la tierra, imposible sin la propiedad. En esta ocasión el papado salvó los derechos de la naturaleza y de la vida corporal contra todas las exageraciones de aquellos que todo lo conceden al destino espiritual: y por otra parte toda renuncia a la propiedad, sea colectiva, sea personal, no es meritoria sino en cuanto es libremente consentida. Juan XXII defendió y salvó el orden sensible contra las exageraciones de un espiritualismo exclusivo, que al negar la materia, desconocía todo el destino temporal de la humanidad. Por último, fueron condenados los errores de Miguel de Cesena, de Marsilio de Padua y de Echardo de Colonia, y con esto se apaciguaron por entonces las disensiones de los hermanos menores.

Otras cuestiones también doctrinales crearon nuevos estorbos al Papa. Fueron también la cuestión suscitada por los Minoritas, acerca del estado de las almas purgadas de todo pecado, que algunos sostenían que no eran admitidas a la visión beatífica hasta el día del juicio final. Se dice que el Papa participó de esta opinión, aunque como doctor particular, y que predicó en la Catedral un sermón manifestando esta opinión suya. Con este motivo hubo grandes disputas entre los teólogos y la opinión, de la cual era partidario Juan XXII, fue rechazada por la facultad de teología de París. Al saber esta decisión, Juan XXII protestó en presencia de los Cardenales que no había imaginado doctrina alguna contraria a la fe, y que si alguna había arriesgado, se retractaba formalmente de ella. Desgraciadamente el acta redactada por su orden por este objeto, no pudo concluirse con regularidad, a causa de la muerte del Pontífice. A consecuencia Benedicto XII, sucesor de Juan XXII, para replicar a sus calumniadores, publicó una Bula, en la cual demostró que aquel había profesado de todo corazón antes de morir la doctrina “que las almas purgadas de pecado gozaban inmediatamente de la visión beatífica.” La misma Bula prohíbe enseñar lo contrario bajo pena de excomunión.

Juan XXII estableció la costumbre de rezar tres Ave-Marías en obsequio de la Santísima Virgen, tres veces al día; y más tarde dio una Bula concediendo diez días de indulgencia a los que practicasen esta devoción. Se atribuye igualmente a este Papa la célebre Bula llamada Sabatina, que contiene indulgencias concedidas a los religiosos y cofrades carmelitas, y que después ha sido confirmada por muchos Romanos Pontífices. Por ella se manifiesta la revelación de la Santísima Virgen, que encargó al dicho Pontífice la confirmación de la Orden del Carmen, ofreciendo entre otros privilegios que concedía a los carmelitas y a sus cofrades, bajar ella misma al purgatorio todos los sábados, para sacar a las almas de sus devotos carmelitas que allí se encontrasen. (Véase Sabatina).

Juan XXII merece ser contado entre los Pontífices ilustres que han gobernado la Iglesia. Se distinguió por su celo, piedad y esfuerzos por la propagación de la fe, así como también por su deseo de propagar la fe, protegiendo las misiones. No retrocedía ante las más difíciles empresas que llevaba a cabo con una constancia a toda prueba. Había adquirido una vasta ciencia y protegía a todos los sabios. Su espíritu era profundo y sagaz, su corazón magnánimo y su prudencia consumada. Era elocuente, sobrio, frugal y modesto; enemigo de todo gasto superfluo, aplicado a todos sus deberes, y capaz de todos los sacrificios. En su vida privada fue un ejemplo de fe, regularidad y trabajo; en la administración de las rentas de la Santa Sede, un modelo de economía, en su política, un prodigio de grandeza, firmeza y perseverancia.

Murió en 4 de Diciembre de 1334, a la edad de 90 años. Se dice que dejó en el tesoro pontificio veinticinco millones de florines de oro, 18 en efectivo y siete en vajilla; joyas, &c. Pero Novaes cree que hay alguna exageración en el relato de este tesoro descrito por Villoni, que tenía pocas simpatías por los Papas franceses. Aunque fuera cierto que había acumulado tantas riquezas, fue tan solo con objeto de recuperar la Tierra Santa, cuya esperanza alimentó siempre. Le sucedió Benedicto XII.

Perujo.