Filosofía en español 
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Conclusión

Una de las más íntimas y cordiales satisfacciones de los que se consagran a la penosa profesión de escritores, es ver terminada su obra, siquiera esta no corresponda como desearan a su objeto, ni llene cumplidamente los fines que se propusieran con su publicación. Este vivo contento, que por nuestra parte también sentimos al llegar al fin de la nuestra, aún reconociendo los infinitos defectos de que adolece, las muchas imperfecciones de que está plagada, y que dista muchísimo de estar en relación con los altos y sagrados propósitos que nos la inspiraron, está en nosotros profundamente amargado con el triste recuerdo de las dolorosas pérdidas que tenemos que lamentar.

Y no nos referimos a pérdidas materiales, no. Al comenzar nuestros trabajos comprendimos la serie de dificultades con que tendríamos que luchar, y los sacrificios de todo género que sería preciso imponernos; y aunque han salido a nuestro paso multitud de graves obstáculos que se escapan a la más exquisita previsión, todos ellos los hemos ido venciendo con la ayuda de Dios. ¡Bendita sea su Providencia que atiende a las necesidades humanas con solicitud de la más entrañable paternidad! ¡Bendita sea su infinita bondad que alienta al débil, sostiene al necesitado, y presta energías para que las pobres criaturas no sucumban al peso de obras superiores a sus fuerzas y voluntad!

Nos referimos a las tempranas e inesperadas muertes de los Sres. D. Francisco Caminero, principal colaborador de esta obra, y D. Niceto Alonso Perujo, único director de ella en realidad. Todos los que siguen con interés el movimiento científico y literario de nuestra época, y en especial los que se dedican a los estudios político-religiosos, y el clero en general, conocen seguramente las acrisoladas virtudes, el elevado talento y la infatigable laboriosidad de estos esclarecidos sacerdotes que han muerto gloriosamente luchando con heroico esfuerzo por la causa de la religión y la defensa de la Iglesia. Por este motivo nos creemos dispensados de decir nada en su obsequio, mucho más cuando en sus respectivas necrologías podrá verse algo de lo muchísimo que de ellos pudiera escribirse, y nos limitamos a dolernos tan cordialmente como ellos de estas desgracias acaecidas en edad en que tanto bien pudieran haber hecho a los intereses religiosos, y por ende al progreso y a la civilización.

Pero para nosotros la muerte del ilustre Sr. Perujo entraña otros poderosos motivos de pena y de dolor. Amigo íntimo desde los primeros años de la infancia, hemos vivido cerca de cuarenta años una vida verdaderamente fraternal y común, dándonos mutua cuenta de nuestras alegrías y disgustos, de nuestras amarguras y satisfacciones, de nuestros proyectos, de nuestras esperanzas, de nuestras ilusiones, de nuestros desencantos, de nuestros apetitos, de nuestros deseos, de todo cuanto queríamos y sentíamos. La vida del uno parecía la savia que sostenía la del otro. Jamás durante tanto tiempo la nube de la discordia oscureció el cielo de nuestro puro cariño. Jamás el espíritu del recelo y de la desconfianza consiguió penetrar en el arca santa de nuestra entrañable amistad.

Por eso hemos tenido más motivos que nadie para conocer aquel talento superior, que cual ojo providencial todo lo abarcaba de una sola mirada; aquella sublime inteligencia cuyo brillo iluminaba las más densas oscuridades; aquella elevación de ideas que no le consentía avenirse con nada que no fuese grande y generoso; aquella alma sencilla y candorosa que jamás contaminó ninguna clase de impureza; aquel hermoso corazón en que solo anidaron sentimientos del más desinteresado afecto para con todo el mundo; aquella fe tan ciega como sincera en los dogmas y enseñanzas de nuestra santa religión, aquella firme seguridad; aquella [543] inalterable confianza en los altos y gloriosos destinos de la Iglesia católica.

Por eso también hemos procurado recoger con el más exquisito cuidado las provechosas lecciones que a cada paso salían de sus labios, escuchar con la mayor atención las fecundas enseñanzas con que abrillantaba todas sus conversaciones, oír con la más grande docilidad las sabias advertencias que nos hacía en nuestras íntimas confianzas, utilizar los atinados consejos que nos daba espontáneamente o a instancias nuestras, y seguir ciegamente su autorizada opinión en las resoluciones más trascendentales de nuestra vida; no habiendo encontrado nunca más que motivos de felicitación por haber amoldado nuestra conducta a la línea por él siempre con tanto acierto trazada. Su celo además por nuestro bienestar era superior a todo encarecimiento; el padre más entrañable no mostraría tan vivo afán por la felicidad de sus hijos, ni se hallaría tan dispuesto a la abnegación y el sacrificio como él se hallaba por nosotros; pues estamos seguros que por ahorrarnos una molestia, darnos un placer o proporcionarnos una satisfacción, hubiera aventurado gustoso su existencia, si así se lo hubiera aconsejado el afecto que nos dispensaba; afecto tan acendrado, tan sincero y tan cordial, que revestía los caracteres de un verdadero culto.

¡Amigo del alma! Presa mi mente del más agudo dolor, lleno el espíritu de la más honda pesadumbre, no puedo ordenar las ideas que en confuso tropel se agolpan a mi imaginación, ni encuentro frases con que hacer ponderación exacta de mi reconocimiento hacia ti, ni palabras bastantes con que expresar el inmenso cariño con que te he correspondido. No tengo más que corazón para sentirte y ojos para llorarte. Sirvan de modesto, pero sincero testimonio, las sentidas lágrimas que vierto sobre el papel al escribir estas líneas y las fervorosas oraciones que diariamente ofrezco a Dios en el Santo Sacrificio y en mis particulares devociones para que te llame pronto a su seno, si es que no has recibido ya el premio merecido a tus trabajos y virtudes.

No se cuándo sonará mi hora en el reloj de la vida; creo que el tiempo no debe ser largo, porque falto de tus luces e inspiraciones, parece como que me falta la mitad de mi existencia, y cual viajero que se queda sin guía en medio de peligroso y desconocido camino, no me atrevo a dar un paso acongojado por los temores de ruinosa caída. Pide, como yo lo hago, al Dios de las infinitas misericordias que abrevie todo lo posible los instantes, que me dispense sus gracias para recorrer lo que me falte de la jornada, y que al término de ella me conceda igualmente que ti su divina gloria, para que puedan aplicarse a nosotros aquellas palabras de los libros santos: Quomodo in vita sua dilexerunt se invicem, ita et in morte non divisi sunt. Entretanto, en el fondo de mi ser tendrás siempre consagrado un altar a tu memoria, y tu recuerdo me servirá de libro abierto en que podré leer constantemente las cristianas máximas que de ti tengo aprendidas, y los edificantes ejemplos que me dejas para imitar.

¡Vírgen Santísima, Vírgen del amor y de la misericordia, Vírgen de todas las gracias y bellezas! La primera de las obras del ilustre finado la dedicó a ensalzar vuestras glorias, y cantar vuestras alabanzas. En ella hizo pública y sincera manifestación del inmenso afecto que os profesaba, puso en vos todas sus aspiraciones y deseos, colocó bajo vuestro amparo todas sus ilusiones y esperanzas, se confió totalmente a vuestra protección, y como no comprendía ninguna bondad sin hacerme partícipe de ella, pidió también para mí todas vuestras bendiciones. Yo, que desde mis primeros años he fiado a vos mis presentes y ulteriores destinos; yo, que lleno de confianza imploro diariamente vuestra poderosa intercesión, consagrándoos oculos meos, aures meas, os meum, manus meas, pedes meos, cor meum, plane me totum, como dice la oración que recito al despertar, uno mis ruegos más fervorosos a los suyos, y os suplico además, como él seguramente lo haría, vuestras especiales gracias para esta obra a tanta costa terminada. Haced, Madre amantísima, que su lectura sea fecunda en bienes espirituales; que el ateo vuelva los ojos al Dios misericordioso que lo ha sacado de la nada; que el impío se convenza que es imposible la vida sin religión, que el indiferente aprenda que no hay más que un culto agradable a la Providencia; que el racionalista conozca la necesidad de las verdades reveladas; que los que han abandonado la sociedad cristiana vuelvan reconocidos a su seno; que los tibios aviven su fe; que la acrecienten los que la conserven sin mengua, y que todos contribuyamos con todos nuestros esfuerzos a la propagación de la religión católica, para que de esta manera venga pronto el triunfo de la Iglesia y el reinado social de Jesucristo, que son los fines que nos hemos propuesto en nuestros trabajos.

Una de las preocupaciones de nuestro malogrado amigo era el no poder expresar como hubiera deseado su profundo reconocimiento a todos cuantos nos han prestado su generosa ayuda en nuestra empresa; y cumplo gustosísimo su especial encargo de dar a todos las gracias más expresivas en su nombre y en el mío. Se las doy muy especiales a los sabios y virtuosísimos Prelados que [544] nos han dispensado sus consejos y protección, y a los distinguidos escritores que han honrado con su firma el Diccionario. A unos y a otros se debe todo lo bueno que en él se encuentre, siendo las imperfecciones culpa nuestra por no haber sabido aprovechar lo mucho útil que nos han proporcionado. ¡Que Dios les premie sus bondades!

Réstanos, para concluir, hacer nuestra protestación de fe. Creyentes convencidos y sinceros, hijos los más respetuosos y sumisos de la Iglesia católica, hemos puesto todos nuestros cuidados en explicar con la mayor fidelidad sus creencias, y amoldar del modo más perfecto posible nuestras enseñanzas a las suyas, buscando en la censura eclesiástica una garantía de acierto. Pero si a pesar de todo se ha escapado alguna frase, expresado algún concepto o consignado alguna opinión, bien sea en lo que por cuenta nuestra hemos escrito, como en lo que hemos traducido o tomado de otros autores que no esté en absoluto y del todo conforme con el dogma católico, nos anticipamos a retirarlo, sometiéndolo todo al fallo inapelable de la Iglesia, cuyo juicio soberano ha sido y será siempre para nosotros suprema ley e invariable línea de conducta. En su seno hemos tenido la dicha de nacer, en ella hemos vivido y en ella protestamos morir. Que la luz falte a nuestros ojos, que la sangre se paralice en nuestro corazón, que no tenga aliento nuestro pecho antes que quebrantar uno solo de sus preceptos, ni desconocer uno solo de sus dogmas; pues en ellos únicamente, como en su divino inspirador, se encuentra el camino, la verdad y la vida.

J. P. Angulo.

Laus Deo et B. V. Mariae