Liberalismo
Las expresiones liberal, liberalidad, liberalismo, han podido considerarse, en otros tiempos, correlativas en su significación primera, indican –en un aspecto u otro–generosidad, desprendimiento, magnanimidad… y, también, individualidad, personalidad, espíritu libre, abierto, cordial, dadivoso, desinteresado… Ser liberal y tener liberalidad venía a ser lo mismo; recordemos el sentido de aquel famoso verso calderoniano: “sé liberal y esparcido” (Calderón, El Alcalde de Zalamea, j. 2.ª). Contemporáneamente –puede decirse que ya a partir de la Revolución Francesa y aun desde los ideólogos y precursores de la misma–, la liberalidad –virtud pareja a la magnanimidad, a la generosidad–, no se relaciona tan directamente con el sentido de liberal y, sobre todo, de liberalismo. Liberal ha sido –concretamente en España– el partidario, seguidor, militante de un partido político –o afín al mismo–, ciertamente muy preponderante en la vida del país en el siglo XIX –los “liberales”– y, en general, es, ahora, el que tiene un espíritu libre, abierto a muchas doctrinas y tendencias, contemporizador, ecléctico, comprensivo, opuesto a la intolerancia y a las tiranías de toda clase, amante de la libertad, condescendiente, que no desea ni acepta coacción ni arbitrarismo… y, finalmente, demócrata. (Varios países, sin embargo, siguen conservando en su nomenclatura social-política el título exclusivo de liberal –solo o juntado a otra expresión– para designar concreta y estrictamente a un partido político determinado). Viene a ser diferente aseverar en un sentido específico que se es “un liberal”, correspondiente a que se es “de los liberales”, perteneciente “a los liberales”… &c., y proclamar que “soy muy liberal” o, simplemente, “soy liberal”… en que se huye de la concreción doctrinaria para indicar en forma algo vaga el espíritu –más que de liberalidad– de libertad.
El liberalismo contemporáneo se ha constituido en una doctrina, a partir del siglo XVIII –como hemos indicado–, de carácter ético-social, que consiste en sobrestimar la libertad social y política, fundamentándose en la tesis de la libertad omnímoda del individuo (defendida, sobre todo, por J. J. Rousseau). Es decir, se ensalza en el liberalismo la doctrina de la libertad más de lo justo, de lo admisible –que ya es mucho (V. LIBERTAD)–, sobrepasando todo nivel de convivencia, anteponiéndose a los límites de una relación social armónica, que salve al individuo y, al mismo tiempo, la colectividad: valedera, pues, igualmente para la persona individual y la colectiva (V. PERSONA, PERSONALIDAD). Se sobrepasa, decimos, lo justo, y no sólo dentro de la ley, sino sobre y contra la ley. Lógicamente el liberalismo conduce al individualismo y, de hecho, ha sido así. Ello se explica porque ya, en sí, es un individualismo; parte de una concepción humana, social, política, religiosa… atomística, o, mejor, absolutamente independiente y, todo lo más, en sus relaciones, interindividual. Lleva forzosamente al individualismo radical; anárquico… en que cada uno es quién es y nada más, irrogándose el derecho de hacer libremente lo que quiera, como quiera y cuando quiera. Sin traba ninguna, sin impedimentos, sin sujeción a la autoridad, sin aceptar intromisiones de clase alguna. Por reacción tal forma extrema conduce igualmente al colectivismo, también radical, mayoritario, absoluto, arbitrario… presionante, imperante, que no deje lugar a la libertad, que no respeta los derechos de la intimidad y del desahogo lícito personal y social. Desgraciadamente, el dominio más o menos moderado del liberalismo ha conducido a las formas más extremas del colectivismo, singularmente en el terreno político. Tal colectivismo se apoya –por contraposición a lo que ocurre en el liberalismo individualista– en un sociologismo, en una doctrina de la sociedad-bloque (socialidad) o socialismo, ligado en algo, en su origen histórico (V. SOCIALISMO), al liberalismo, pero cuyas formas exageradas dan, cual decimos, en un colectivismo absoluto, contrario a los verdaderos derechos de la persona humana (Cfr. F. Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, ú. e., Barcelona, 1950; t. G. de Ruggiero, Hist. del Liberalismo Europeo, tr. esp., Madrid, Pegaso, 1945).
Por otra parte, enfocando la cuestión en sus aspectos, hay y puede hablarse de un liberalismo en el terreno religioso, moral, social, político, económico, científico… &c. El liberalismo religioso supone una libertad de pensamiento –el “librepensar”– en materia religiosa, rechazando todo dogmatismo; concretamente, respecto a la religión cristiana es desechada la revelación, la base divina de los preceptos, la legislación eclesiástica… y, no hay que decir, las jerarquías y el culto tradicional. En una forma u otra tal liberalismo viene a identificarse con el deísmo, el ateísmo (teórico y práctico), el laicismo, el indiferentismo –tan extendido en nuestro tiempo, aun sin hacer gala expresa del mismo– y, también, las diferentes maneras del modernismo religioso. No puede dudarse que conduce a la negación de la verdadera finalidad personal (V. ATEÍSMO, DEÍSMO, LAICISMO, MODERNISMO, NIHILISMO). El liberalismo moral –o que se denomina así– viene a ser una doctrina, defendida implícitamente por quienes la practican o intentan hacerlo, que pide libertad con igualdad de derechos para el bien como para el mal, para la verdad y el error –lo cierto y lo falso–, para lo justo y lo injusto… En rigor se vienen a negar los principios morales en que se fundamenta la distinción entre el bien y el mal, la virtud y el vicio, lo justo y lo injusto, lo recto y lo desviado… O sea, que el robo, la defraudación, el pillaje, el engaño solapado, la falsía, la doblez, la hipocresía, la crueldad, la violencia… el crimen incluso, se aceptan, se defienden sin considerar su inmoralidad o la prohibición moral sobre ellos. En un cierto sentido, tal liberalismo supone amoralidad, arbitrarismo, pero, francamente, puede llamarse –como se hace– a tal doctrina inmoralismo, porque defiende, practicándolo, un libertinaje; da rienda suelta a la libertad en todo orden de conducta, sin sujeción ninguna, sin atenerse a las normas más simples de la moral o de la civilidad. Como se comprende, esta forma de liberalismo es contraria no sólo a los principios morales sino –por lo mismo– a la práctica normal de la sociabilidad humana (V. MORAL, INMORAL, INMORALISMO, LIBERTAD, LEGALIDAD, SOCIABILIDAD). El llamado liberalismo económico se reduce a una concepción o a una práctica económica basada en la libre competencia o concurrencia. En sí no sería inaceptable si no hubiera de conducir –como, de hecho, ha ocurrido en nuestra época– a un predominio exclusivo de unos en detrimento de otros, los más, sujetos inevitablemente a la dictadura económica que impone el acaparamiento, el monopolio arbitrario, la inflación obligada, el dominio del mercado, la tasa abusiva de precios… &c. Una libertad económica –simbolizada en las expresiones “laisser-faire”, “laisser-passer”…– que se lanza por sí misma a un utilitarismo individualista, a una explotación parcial; produce la rivalidad enconada y supone el triunfo de la astucia, con la práctica en casos de toda suerte de inmoralidades, difíciles de evitar. Muchos autores han enlazado este liberalismo con el sistema denominado modernamente capitalismo (V.). Su oposición pública por medio de una socialización exagerada (socialismo, en sus varias formas) conduce inevitablemente a otra dictadura económica, de funestos resultados. La práctica moderada, justa, de la competencia y de la libertad económica… rechazando los abusos, las arbitrariedades y el predominio de unos contra otros… por medio de una intervención estatal limitada, pero eficaz, velando por los intereses individuales y de la colectividad, sin interferir en modo alguno el libre desarrollo de las funciones personales moral y legalmente ejercidas, sería el término medio requerido para no caer en el individualismo económico, el capitalismo exagerado, tan perjudicial, ni, por otra parte, en la exageración no menor de la colectivización amorfa o estatal, que cohíbe o aniquila toda libertad. Esta solución intermedia, que resuelve la anarquía económica del liberalismo y la aniquilación personal –y, por ende, de la libertad–, del colectivismo, ha sido propugnada por la sociología cristiana (Cfr. P. Lombardi, Para un mundo nuevo, trad. esp., Barcelona, Ed. Balmes, 1952; J. Llovera, Sociología Cristiana, ú. e., Barcelona, Gili, 1952), V. SOCIAL, SOCIOLOGÍA, INDIVIDUALISMO, COLECTIVISMO, SCIALISMO, COMUNISMO, ANARQUISMO, TOTALITARISMO, ECONOMÍA… En un sentido muy afín cabe hablar de un liberalismo laboral, que engloba también la cuestión del trabajo y el salario (V. íd. y TRABAJO, SALARIO JUSTO).
En lo científico, el liberalismo representa la máxima concesión a la libertad de ideas, de doctrinas, de concepciones teóricas, empíricas, técnicas… Liberalismo científico indica la posibilidad de desarrollo y exposición de toda suerte de investigaciones y explanaciones teórico-prácticas de la ciencia. Libertad total en el orden del pensamiento y libertad en la expresión, hasta el límite excesivo extremo. Doctrinas y elucubraciones –sean falsas o no, perjudiciales o no– deben dejarse a la libre iniciativa y admisión por parte de los científicos y sus seguidores o, incluso, imitadores (los “pseudocientíficos”). El liberalismo intelectual o científico exagera la libertad indudable de que ha de gozar la investigación y la labor técnico-científica. Al igual que en el liberalismo moral, económico y, aun, en el que podríamos llamar “pedagógico” –muy relacionado con el primero y con el aspecto de la explanación, aprendizaje y difusión científicos–, debe advertirse que se requiere una libertad personal, que permita el normal ejercicio de las actividades humanas, mucho más teniendo en cuenta que éstas son, en última instancia en este caso, para el mejoramiento de todos, se destinan al bien común, pero –respetando el principio de la libertad– no puede pretenderse una extralimitación en el sentido de aceptar la posibilidad, en nombre de la ciencia, de laborar para el rebajamiento, perjuicio y destrucción material y moral de los hombres (V. CIENCIA, CULTURA, EDUCACIÓN, INSTRUCCIÓN, MORAL, MORALIDAD, PEDAGOGÍA). En un sentido parecido podría hablarse de un liberalismo artístico, al que cabe oponer una ética y normativa artístico-personal sana, concebida cristianamente (V. ARTE).
El liberalismo social y político, a que aludíamos más arriba, tiene, en general un sentido vago pero conducente a considerar y proclamar la total, íntegra, omnímoda independencia de la voluntad de los ciudadanos respecto a las cosas –no ya sólo individuales o personales, en sentido estricto–, sino públicas, así como, por parte de los gobernantes, a entender el mandato público como obra exclusiva de la voluntad (popular), sin restricción alguna. Es, por tanto, un voluntarismo social-político exagerado como todo lo exclusivo (V. VOLUNTARISMO). Por un lado se sigue la demagogia, por otro el arbitrarismo. Se eleva a única fuente de derecho y de la moral a la voluntad, genéricamente llamada popular, entendiendo que los ciudadanos han querido que se administre según ellos desean, por obra y razón de sus representantes, nombrados generalmente por mayoría. Aunque en la práctica tal expresión de voluntad tiene sus evidentes restricciones, resulta claro que la voluntad omnímoda de los ciudadanos y de sus mandatarios en el ejercido del poder público no puede ser la única fuente de moral y derecho. La conducta y las leyes se fundamentan básicamente en algo exterior al hombre, superior, supremo, que es fuente de toda norma y de toda obligación (V. DERECHO, MORALIDAD, LEY). En sentido cristiano, justo y recto, es Dios mismo. Por tanto, en la ley divina y eterna, plasmada en la ley natural, debe apoyarse la moralidad y la legislación humana. La voluntad de los individuos o de sus representantes –elegidos por los ciudadanos en las naciones modernas– no crea por sí la moral y la justicia; para obrar con moralidad y justicia las voluntades humanas deben sujetarse, subordinarse a la ley natural. Su expresión debe ser expresión de la misma (V. LEY). Cuando no es así, cuando la voluntad se erige por sí misma, por su arbitraria facultad (V. LIBERTAD, ARBITRIO), en legisladora (V. KANT) y, aun, en suprema legisladora, entonces ocurre que fácilmente se contraviene la ley natural y el orden desaparece. Efectivamente, el dominio –hasta cierto punto relativo– del liberalismo político ha conducido a las oligarquías despóticas, opresoras de la conciencia social. Por sí mismo el liberalismo trajo en la época contemporánea el libertinaje, la indisciplina, el desprecio de la autoridad o el ejercicio inadecuado de la misma, el desasosiego, las continuas querellas y protestas, las huelgas desaprensivas, la coacción, el hambre… el malestar social, en fin. Pero ha traído, también, como secuela y como reacción (ante la llamada “crisis” del liberalismo), un colectivismo tiránico, esclavizante, capaz de ahogar el más pequeño signo de libertad individual. Del dominio del proletariado (representativo del “pueblo”, de los ciudadanos; democracia) se ha pasado a la dictadura del proletariado (en un sentido totalitarista o comunista; V. TOTALITARISMO, COMUNISMO). Las fallas principales del liberalismo se advirtieron en la solución impropia de la llamada “cuestión social” (V. SOCIAL, TRABAJO). Los defectos del colectivismo social-político se encuentran, entre otros extremos, en su dialéctica histórica y en su materialismo económico. Como término medio justo, adecuado, la sociología cristiana propugna una búsqueda de la justicia social (V. JUSTICIA) –abogando por una mejor distribución de las riquezas, por la admisión limitada y justa de la propiedad, por una administración pública sana y conforme al derecho legítimo–, que suprime por igual los peligros de la atomización individualista y de la opresión socializante, considerando equitativamente las ventajas de la libertad individual y los derechos de la colectividad (el “bien común”), salvaguardados en un orden justo y armónico, que oriente connaturalmente los hombres a su normal mejoramiento, a su perfección y, por ende, en definitiva, a su fin último. Las grandes encíclicas sociales de los Papas León XIII, Pío XI y Pío XII –este último felizmente reinante en la Iglesia Católica (V. Iglesia, Papa, y, concretamente, los Papas nombrados)–, dan la norma para una implantación más justa del orden social; con sus derivaciones aplicables al terreno político, que sitúan la doctrina del bien común y de la perfección humana por encima de todo liberalismo exagerado y, claro está, de toda opresión colectivista (Est. las enc. Rerum Novarum, de León XIII; Quadragesimo anno, de Pío XI; Servum laetitiae y Divini Redemptoris, de Pío XII… Cfr. Gabino Márquez, Las Encíclicas Sociales, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1950; J. Azpiazu, S. I., Direcciones pontificias en el orden social, Madrid, 1944; M. F. Sciacca, La Iglesia y la Civilización Moderna, trad. esp., Barcelona, 1949; Magisterio Social de Pío XII, Barcelona, Inst. Cat. de Est. Soc., 1952).
Es sabido que la Iglesia ha condenado los errores que constituyen una de las formas del liberalismo, el liberalismo religioso, tanto en el orden doctrinal, como en el orden político-religioso. En el orden doctrinal este liberalismo es la independencia del pensamiento de toda autoridad aun en el orden religioso. En el orden político-religioso, el liberalismo, automáticamente así llamado, es un sistema que proclama, más o menos abiertamente, la independencia del orden civil y político del orden religioso, principalmente del orden positivo establecido por Dios en su Iglesia. Estas teorías están en pugna con la constitución divina del reino de Dios establecido por Cristo, en el cual, por la alteza suprema del fin religioso, que tiene ramificaciones esenciales en todo orden humano, todo lo humano, aun la autoridad civil, está indirectamente al menos, sujeta al orden sobrenatural y por tanto a la autoridad de la Iglesia. Aparte las formas extremas de este liberalismo, que evidentemente son opuestas a la doctrina revelada, penetraron en no pocos ambientes católicos en el siglo XIX, y siguen aún influyendo en no pocos sectores las ideas de lo que se llamó el liberalismo católico, no por no estar conforme con la ideología católica, sino por ser profesado por católicos, que pretendían no oponerse con ello a la verdad religiosa. A desvanecer tales confusionismos se dirigieron los documentos pontificios, la Encíclica “Mirari vos” de Gregorio XVI (1832, Denz. 1613-1616), la Encíclica “Quanta cura” con el “Syllabus” de Pío IX (1864, Denz. 1688-1780), y las de León XIII “Diuturnum” (1881, Denz. 1855-1858); “Inmortale Dei” (1885, Denz. 1866-1877), “Libertas” (1888, Denz. 1931-1936) y “Sapientiae christianae” (1890, Denz. 1936 a-c).
Gregorio XVI condena el indiferentismo religioso con la falsa libertad de conciencia y de opinión, lamentándose de que tal libertad del error haya podido ser considerada como provechosa para la verdad, y además la separación de la Iglesia y el Estado, condena que fue ratificada y confirmada por Pío IX, explicando juntamente sus falsos fundamentos y perniciosas consecuencias, que favorecen el socialismo y el comunismo, contra los legítimos derechos de la familia y de la Iglesia en sí y en la educación de la juventud, y usurpan y aun niegan la independencia de la potestad eclesiástica, fomentando y justificando la indisciplina y la insubordinación contra ella. Todos estos errores son reprobados, proscritos y condenados por la potestad apostólica (Denz. 1699). El Syllabus reúne y especifica todo el conjunto de estos errores modernos, el racionalismo en sus diversas formas, el indiferentismo, el socialismo y comunismo con las sociedades secretas, los errores contra la ética natural y cristiana y contra el matrimonio cristiano, y de un modo particular señala los errores que constituyen el liberalismo político religioso: contra los derechos y constitución de la Iglesia y contra las relaciones que deben mediar entre la Iglesia y el Estado, donde se nota que la pretendida absoluta independencia entre ambos poderes conduce a la sujeción de la Iglesia al Estado. Las últimas proposiciones de este documento (77-80) condenan que no sea un bien para la sociedad la unidad católica con exclusión de todo otro culto público, la libertad absoluta de opinión y propaganda y la reconciliación del Romano Pontífice con el llamado progreso, liberalismo y civilización moderna. La doctrina positiva católica contra estos errores la expone y propone con lucidez León XIII, en sus citadas Encíclicas, donde todo católico hallará una prudente, sabia y clara norma del pensamiento y de la acción en tan delicadas e importantes materias; y aun los no católicos que las lean y estudien sin prevención, no podrán menos de hallar la sabiduría que podrá guiarles en las relaciones que indispensablemente habrán de contraer en la vida pública con la Iglesia católica.
El pensamiento de la Iglesia en estas trascendentales cuestiones es claro y diáfano, del todo consecuente con la naturaleza de la verdad y la doctrina revelada sobre la constitución divina de la Iglesia y de su finalidad superior. El error, aun de más o menos buena fe, no puede tener los mismos derechos que la verdad, ni en sí, ni mucho menos en su exposición y propagación. La Iglesia es suprema y única en su orden; y todo lo humano, aun la potestad civil, en todo lo que se roza con el fin religioso, debe estar no tan solo de acuerdo con ella, sino subordinado a ella, a la cual como infalible, le toca decidir sobre su potestad y el ámbito de ella. La sociedad como tal, pues es algo humano, está esencialmente sujeto a Dios y a su voluntad, tanto en el ámbito de la ley natural, como en el de la ley divina positiva. Por esto la Iglesia estima como el mejor régimen político-religioso el del Estado católico con unidad religiosa, unido a la Iglesia, con la unión que implican sus condiciones esenciales. La forma de esta unión puede ser diversa, según los tiempos y circunstancias, lo que determina el Derecho canónico y las disposiciones especiales para cada caso. Sabe, sin embargo, la Iglesia que en muchos casos particulares será conveniente y aun quizás necesaria para el bien común la tolerancia de otros cultos; y en Estados no católicos reclama para sí aquella libertad a que tiene derecho, porque tiene el deber de propagar la verdad revelada y de expansionarse a sí misma; de donde en ciertos casos entenderá que el Estado deberá conceder la libertad de profesión religiosa. Pero esto, no porque en tesis el régimen de libertad de cultos y la separación de la Iglesia y el Estado sea en sí un bien deseable y al que pueda aspirarse, sino como un mal menor que debe tolerarse. Y aun entonces se esforzará en atenuar los inconvenientes que de aquí puedan seguirse, por medio de pactos o concordatos, aun con Estados no católicos y con la acción diplomática.
El liberalismo católico parece fundarse, histórica y lógicamente en un optimismo desviado acerca de la libertad, de sabor un tanto pelagiano. “La Iglesia libre en el Estado libre”; “los males de la libertad con la libertad se curan”. Además contiene una buena dosis de los gérmenes de cierto indiferentismo, el cual es, como la experiencia demuestra, fruto amargo del sistema. Es por lo demás falta de ponderación esgrimir los inconvenientes que históricamente ha presentado, o ha podido presentar para la Iglesia el régimen de unión y concordia con el Estado, olvidando que las cosas humanas tienen siempre sus imperfecciones, y los gravísimos males que de los otros regímenes se siguen para el bien de las almas. Es el principio tantas veces repetido por los Sumos Pontífices: pues es uno mismo el súbdito de ambas potestades, es absolutamente preciso que las autoridades de estas dos potestades estén unidas, con la subordinación indirecta del Estado a la Iglesia, para que el bien común, resultado del mayor bien particular completo de los individuos, pueda desarrollarse, según el fin del propio Estado.