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Estado de derecho / Separación de poderes
Incurriríamos en un simplismo grosero si identificásemos, sin más, la doctrina política de la separación de poderes en la sociedad política, tal como la formuló Montesquieu en 1747, y la idea de un Estado de Derecho, tal como aparece, después de A. Muller y Th. Welker, en R. von Mohl, en 1824, a partir del hecho de que aquella doctrina ha sido incorporada, de algún modo, a esta idea. Cabría exponer así la situación: la idea del Estado de Derecho (en el sentido de “Estado pleno de derecho”, no de “Estado simple de derecho”) implica, de algún modo, la doctrina de la separación de poderes; pero esta doctrina no implica la idea de un Estado de Derecho, al menos en la modulación característica o estricta de Estado pleno, según la cual suele ser utilizada esta idea (la que se refiere al reconocimiento de los derechos humanos individuales, eminentemente, aunque no exclusivamente, en el sentido del liberalismo). En realidad, ni la doctrina de los tres poderes ni la idea de Estado de Derecho son figuras exentas, susceptibles de alcanzar, en filosofía política, un significado autónomo, como el que pueda corresponder, en geometría, al tetraedro, por ejemplo. En cierto modo son términos sincategoremáticos, pese a las pretensiones con las que suele ser presentada la idea del “Estado pleno” de derecho (por ejemplo, en el sentido de Kelsen, para quien esta expresión es, ya en sí misma, en cierto modo, redundante). Pero la idea de Estado de Derecho, como su paralela, la idea de Estado de Cultura (formulada por primera vez por J. T. Fichte), contiene implícitamente, o de modo escondido, la referencia a una determinada sociedad política históricamente dada, como pueda serlo el Estado prusiano, en cuanto buscaba ser la expresión del Deutschum: “A partir de hoy [dice Federico Guillermo iv en 21 de marzo de 1848] Prusia se confundirá con Alemania.” Así también, el Kulturkampf, la lucha por la cultura que Bismarck inició en 1871, había que entenderla como lucha por la cultura alemana. Sin duda, además, la doctrina de los tres poderes y la idea de un Estado de derecho tienen en común su oposición a la concepción que de la sociedad política nos había dado el absolutismo del Antiguo Régimen; incluso tienen en común su reivindicación de los “derechos humanos individuales”. Pero esta reivindicación no tendrá necesariamente siempre el sentido del individualismo (es decir, del nominalismo individualista, liberal, que suele invocar el contrato social) en cuanto opuesto al realismo, exagerado o moderado, de los universales, en nuestro caso, de la “Sociedad”. Sin duda, las reivindicaciones individualistas (o personalistas) pueden estar siempre actuando, incluso en un primer plano aparente; pero ellas mismas (la oposición entre individualismo liberal o anarquista y realismo social) actuarán envueltas en otras oposiciones más complejas en las cuales se enfrentan, por ejemplo, los nacionalismos, entre sí y con la idea de humanidad (implícita en la Declaración de los Derechos del Hombre), o con la concepción monárquica de la sociedad política y la concepción republicana.
La doctrina de la separación de poderes, tal como la expone Montesquieu, se inspira en una concepción de la unidad muy próxima a la que Galeno (y luego Descartes) mantuvieron para pensar la unidad de los organismos vivientes. La unidad del todo se entenderá como el resultado de un equilibrio dinámico entre partes, miembros, Estados, órganos que logran contrapesarse. Hay, además, una parte directiva, gobernante, un “alma racional”, de naturaleza monárquica, que llegaría a ser arbitraria y despótica si las otras partes no estuvieran separadas de ella. En cualquier caso, el “derecho”, es decir, las leyes, no tendrán por qué cubrir íntegramente, de modo “totalitario”, a todas las regiones de una sociedad política, porque muchas de estas partes actuarán sin necesidad de pasar, a toda costa, por las formas legales. El clima, la raza, las costumbres, si no ya los mandatos divinos que actuaban en el Antiguo Régimen por encima de cualquier poder legislativo humano, contribuirán a canalizar la vida de las sociedades políticas.
Es gratuita y confusa la tesis de la implicación recíproca entre la idea del Estado de Derecho y la teoría de sus tres poderes. ¿Por qué tres y no dos o siete poderes? ¿Cuáles son los fundamentos de semejante proposición? Podremos seguramente conceder que la idea de una Constitución política, como en general, la idea de la constitución (σύστασις) de cualquier entidad estructural o procesual dotada de unidad interna, requiere, por lo menos, tres determinantes (en rigor: co-determinantes), y no uno ni dos solamente. Con un solo determinante {a} cualquier sístasis estructural o procesual vería reducirse la integridad de sus partes a un único componente, es decir, dejaría de ser una entidad plural constituida por partes dotadas de ritmos relativamente independientes; recaeríamos en la concepción metafísica del hilemorfismo aristotélico, que atribuye a la única forma sustancial la responsabilidad de la unidad de la sustancia. Con dos determinantes {a,b} la situación sería similar, puesto que la codeterminación de dos principios los mantiene como mutuamente dependientes, haciendo imposible una symploké en la que “todo no esté relacionado con todo”. Con tres determinantes {a,b,c}, en cambio, las relaciones de codeterminación toman la forma de concatenaciones conjuntas {(a,b),(a,c),(b,c)} y sus recíprocas {(b,a),(c,a),(c,b)}, en las cuales ya cabe distinguir ritmos independientes, aunque no “exentos”. Pero Montesquieu desconoce esta symploké, y apela a una causa genérica exterior del movimiento, como en los sistemas mecánicos. Según esto podemos asegurar, en virtud de razones estrictamente lógico-materiales, que la idea de un poder judicial, como determinante de la idea no sustancialista de una sociedad política, no podría haberse tallado aisladamente, sino conjuntamente con la idea de otros determinantes (tales como la idea de poder ejecutivo o la del poder legislativo). De la misma manera que a un organismo viviente, a una sístasis orgánica, no podemos asignarle, como determinante, una única función (por ejemplo, la respiración o la reproducción), sino que es preciso asignarle más de una, y aun más de dos funciones determinantes. Pero, ¿por qué tres precisamente? Si nos volvemos a las Constituciones políticas: ¿por qué tres funciones, potestades o poderes, y no cuatro o doce? ¿Acaso no sería posible la constitución de un Estado de Derecho establecida en torno a siete o a doce poderes?
Sin duda estas preguntas no tuvo a bien plantearlas Montesquieu; tampoco los teóricos del Estado de Derecho, ni los teóricos del Estado democrático de Derecho, ni siquiera los teóricos del Estado democrático social de Derecho. Sólo por ello ya podríamos considerar gratuita, y sin fundamento, la teoría de los tres poderes.
Pero, más aún, esta teoría es confusa en la exposición de Montesquieu, en donde aparece envuelta en un dualismo, por cuanto lo que él propone no son tres, sino propiamente dos potestades, si bien la potestad ejecutiva se subdivide inmediatamente en dos, aunque atendiendo a un criterio enteramente exógeno al caso (la distinción entre un derecho de gentes y un derecho civil). Se corrobora esta tendencia al dualismo cuando, unas páginas después de su primera proposición, Montesquieu escribe esta sorprendente conclusión (Del espíritu de las leyes, Madrid 1820-1821, 4 tomos. Traducción española por Don Juan López de Peñalver; tomo 2: página 48): “De las tres potestades de que hemos hablado, la de juzgar es en cierto modo nula. Quedan pues dos solamente…”
En cuanto a la tesis de la separación e independencia de los poderes, considerada habitualmente como la más característica de Montesquieu, tenemos que subrayar su oscuridad y confusión. Si los tres poderes son codeterminantes, ¿qué puede significar la tesis de su independencia? La separación entre los tres poderes estará ya incluida en su condición de codeterminantes; luego la separación de poderes habrá de interpretarse como un modo oscuro de establecerse no la separación de poderes codeterminantes, sino acaso la separación de los órganos o instituciones que los encarnan, y con su “dispersión” a través de ellos. {BS22 5-9}