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España y América hacia el futuro: Confederación Hispánica / Unión Europea / Imperio anglosajón
América, en cuanto “Comunidad Hispana”, se ha constituido formalmente a partir de España. Con anterioridad a la presencia de los conquistadores españoles, no cabe hablar propiamente de unidad interna entre los inmensos territorios en los que vivían, en diverso grado de dispersión, los pueblos indígenas (menos aún de lo que cabría hablar de una unidad interna de los pueblos de Iberia antes de su conquista por Roma). Hablaban idiomas diferentes que los mantenían disgregados; la comunicación entre puntos tan alejados como pudieran estarlo los que vivían en los alrededores de Tikal o los de la Tierra de Fuego era imposible. Los grandes reinos (“Imperios” suelen decir los historiadores de los Incas o de los aztecas) lograron establecer amplias redes de interacción entre pueblos y territorios de la América del Sur, del Centro y del Norte. Pero no había comunicación regular mutua, ni unidad de lengua, ni de religión, ni de política, ni de convivencia (lo que no excluía relaciones amplias de “difusión cultural”). La intervención de los españoles tuvo como efecto principal establecer los principios de una unidad lingüística, religiosa, jurídica y cultural entre todos los pueblos americanos. Los principios, porque el desarrollo de esta unidad fue muy lento, duraron siglos y dejaron grandes bolsas sin cerrar, bolsas que permanecen todavía en nuestros días. Y, lo que es más significativo, que están adquiriendo, al menos por parte de algunas minorías, la voluntad de mantenerse en un estado de distancia y dispersión mayores aún que los originarios, con el objeto proclamado de “mantener su identidad cultural”: yanomamos, bocotudos, etc.
Los continentes americanos recibieron respectivamente la “proyección” de los Imperios [716-726] homólogos que les correspondían geográficamente al otro lado del Atlántico. El Imperio inglés se proyectó sobre la franja norte de la América del Norte y el Imperio español sobre su franja sur y sobre la América del Sur. Ambas proyecciones tuvieron muy distinto carácter. En el momento de la emancipación, la América anglosajona pudo constituir políticamente unidades políticas federativas que no se lograron en ningún momento en la América Hispana. La revolución industrial hizo de la América inglesa el imperio económico y militar por antonomasia del siglo XX, Imperio que, en gran medida, se ha desarrollado a expensas de la explotación implacable de América hispánica. A pesar de lo cual, o por lo cual, la expansión demográfica de la América hispánica hacia los territorios estaba llamada a ser más intensa de lo que pudiera haberse esperado respecto de la expansión recíproca (de la América inglesa hacia la América hispánica).
Desde esta perspectiva global, muy pocas opciones quedan abiertas para la América Hispana mirando hacia el futuro. Señalamos las tres siguientes:
1. Convertirse en el “reverso” de la América anglosajona, como una reserva de mano de obra barata del capitalismo del dólar; abrirse a la influencia de su organización económica, de su “filosofía analítica”, de sus religiones evangelistas o calvinistas o metodistas y, por su supuesto, de su tecnología y de su modo de vida.
2. Tratar de alcanzar la independencia efectiva, buscando la unidad o la identidad común mediante su “liberación” del capitalismo anglosajón, pero también del “capitalismo europeo” y, en particular, de España. Los promotores de la llamada “filosofía de la liberación” van por este camino.
3. Tratar de constituir la “liberación”, respecto de América del Norte, no en el sentido de su inmersión en los abismos de la Pachamama, sino en el sentido del desarrollo de la cultura y la lengua que es más común y que comparten con España y aun con Portugal. “Liberación” que no tiene por qué ponerse en correspondencia con cualquier tipo de pretensión “panhispánica”, ingenuamente entendida, como una “reespañolización de América”. Aquí partimos de la soberanía y de la independencia, no solo política, sino cultural de los pueblos hispánicos americanos y de los intereses que ellos puedan tener en vivir dentro de una comunidad hispánica frente al imperialismo yanqui. Pero lo que afirmamos es que el fundamento de estos intereses, si existen, aunque nada tengan que ver con un actual “imperialismo español”, no podría ser desconectado de un “imperialismo generador pretérito” [723].
¿Cuál de estas tres opciones, con sus variantes, tiene mayores probabilidades? La dificultad de responder deriva precisamente de la interacción entre las probabilidades que, aisladamente, cabe asignar a cada opción. El fortalecimiento de la opción (2), por ejemplo, constituirá un freno importante para la opción (3); la opción (1) se opone, principalmente, a la (3), así como recíprocamente, pero en cambio encuentra un aliado natural en la opción (2). El “capitalismo del Imperio” por antonomasia, se encuentra más cómodo en una América Hispana vuelta a sus ancestros precolombinos, en tanto ésta es más asequible a su utilización como fuente de mano de obra o de mercado.
La constitución de una Confederación hispánica o iberoamericana (prescindimos aquí de su política: monárquica o republicana, socialista o capitalista, etc.), con un Mercado Común, es la única alternativa que los pueblos americanos, así como España y Portugal, tienen abierta para “liberarse del Imperio angloamericano”. Y, para España, la única posibilidad de liberarse de la Unión Europea. El impulso inicial que, a partir de la llamada “Declaración de Guadalupe” suscrita en julio de 1981, las Conferencias Iberoamericanas (“Cumbres”) de Jefes de Estado y de Gobierno han ido dando al proyecto de mantener la coordinación de los pueblos hispánicos (partiendo del reconocimiento “de la naturaleza plural de la identidad iberoamericana”) a fin de “contribuir unidos a un futuro común de paz, mayor bienestar e igualdad social” se ha ido perfilando en las sucesivas cumbres. Ahora bien, las “Cumbres”, por su propia naturaleza, y como único modo de asegurar su recurrencia, tienden a poner entre paréntesis las cuestiones más conflictivas (relativas a la estructura política y económica de la “Comunidad”) y se mantienen en el terreno de la “cooperación cultural”, educativa o tecnológica. Tampoco ofrecen un marco adecuado para la cuestión de fondo, que tiene que ver con la “identidad cultural”, a saber: ¿hay adoptar como perspectiva subordinante la recuperación y consolidación de las culturas étnicas, o hay que considerar esta perspectiva subordinada esencialmente a la perspectiva hispana o iberoamericana, dejando de lado los programas de “inmersión total” de los pueblos en sus etnias respectivas?
Son alternativas que difícilmente pueden resolverse a través de “Cumbres”, y aun de procedimientos del diálogo ininterrumpido. Sólo un Mercado Común de países iberoamericanos, planteado en principio en términos estrictamente económicos, podría avanzar el proyecto hacia una ulterior Confederación de pueblos iberoamericanos. El contenido económico de un Mercado Común, con un Banco Central y una moneda única, presupondría ya, por el simple hecho de mantenerse, la voluntad de una convivencia comunitaria que podía ser capaz de reabsorber muchas divergencias irreversibles que se mantienen en el terreno de los principios.
El Imerio español fue desmoronándose y terminó por desaparecer como tal Imperio “realmente existente”. ¿Perdió con ello España su identidad definitivamente? [738] Si algo de esta identidad permanece tras el naufragio, mayores peligros le acometerán cuando se le pretenda insertar en la nueva identidad que sus políticos quieren a cualquier precio conseguir para ella, a saber, la identidad europea. Sobre todo, si esta nueva identidad se lleva a costa del desmembramiento de su unidad. Los intereses objetivos de los Estados hegemónicos de la Unión Europea (que es la Europa del capitalismo y de la OTAN) tenderán, en principio, a favorecer ese desplazamiento real (aunque no sea nominal) de la unidad de España, para así negociar desde las posiciones del león con las eventuales nacionalidades soberanistas futuras (asombrosamente, la “izquierda socialista” suele considerar la inserción de España en la Europa capitalista como un objetivo central de su “programa de izquierdas”). No es fácil, por lo demás, en las condiciones en las que de hecho estamos implicados, mantener a España al margen de la unión del euro. Solo la “Comunidad hispánica” podría preservar a España de terminar siendo subsumida como un mero componente de la llamada Unión Europea, sobre todo en el caso en el que los españoles llegasen a alcanzar, durante algunos años, la condición de “consumidores satisfechos”, anegados en la alta calidad de vida del nuevo reducto del capitalismo universal. El imperio español desapareció pero queda flotando como “Comunidad hispánica”, y esta es ya una alternativa real al islamismo tercermundista y al protestantismo capitalista.
Es muy frecuente confundir la evidencia de que España es una parte de Europa con las pretensiones imperativas de formar parte plenamente, sin reservas, de la Unión Europea. Pero precisamente es en la evidencia de que España es parte distinguida de Europa, e incluso una de sus partes originarias, en donde descansan también los argumentos más importantes capaces de disuadirnos de ese ingreso sin reservas en la Unión Europea. Un ingreso semejante haría descender a España muchos escalones por debajo de aquellos que la historia le ha hecho posible. ¿Cómo España, cuya identidad con la Comunidad hispánica no puede jamás menospreciar o considerar ajena, puede entrar a formar parte de un Club, Confederación o Estados Unidos en los que su idioma quede rebajado al mismo rango que conviene, por ejemplo, al checo, al lituano o la retorrumano, al catalán o al euskera? El ingreso de España en una Confederación de Estados Europeos la pondría en peligro de rebajar sus niveles, en cuanto a capacidad de decisión en asuntos políticos, a los que le corresponde según criterios de volumen demográfico. Es decir, pondría a España a un rango similar al de Polonia, pero muy inferior al de Alemania, Francia, Reino Unido, incluso Italia. Y este rango es incompatible con la identidad que le corresponde a España en el contexto de la Comunidad hispánica.
No entramos en las cuestiones de las ventajas económicas que pueda reportar a España en su integración plena en el Mercado Común Europeo. Pero, ¿por qué revestir este Mercado Común de una superestructura política, la Unión Europea, con su Parlamento, su Gobierno, su Comisión, su Tribunal de Justicia? ¿Acaso esta superestructura política, biotopo ideal para miles de euroburócratas y europarlamentarios es no ya innecesaria a Europa, sino nociva como un cáncer y contraproducente?
La pertenencia de España a un Mercado Común Europeo puede favorecer, sin duda, a la economía española; pero precisamente cuando no esté obligada por compromisos políticos en los que siempre tiene mucho más que perder y poco que ganar ante las pretensiones de Francia y Alemania. El Mercado Común Europeo puede ser interesante para España, pero siempre que se mantenga al margen de una Unión política europea.
España es Europa, y lo es muchos siglos antes de que hayan comenzado a darse los pasos hacia una Unión política europea. Por consiguiente, ¿quién puede creer que España dejaría de ser parte de Europa, aunque permaneciese al margen de la Confederación política europea, supuesto que ella pudiera llegar a constituirse, más allá del papel, es decir, más allá de la Europa de papel?
La Unión Europea no puede alcanzar la condición de un Estado federal [742], ni menos aún la de un Estado unitario [741], porque esta condición es incompatible con la realidad histórica y actual de cada uno de los socios. Esto lo saben todos los parlamentarios y todos los funcionarios euroburócratas, aunque necesitan disimularlo y llegar a creerse lo contrario para poder convivir. Para ello necesitan tener puesta su mente en la Idea de una Europa sublime. Por ello, es tan difícil, por no decir imposible, el análisis de los efectos que en la soberanía democrática española puede tener el europeísmo de sus promotores. Hay que deslindar en cada caso los efectos económicos, los políticos o los científicos; hay que separar cuidadosamente las alternativas que se toman como criterio de comparación. Hay que profundizar en estos análisis, y no solo desde la óptica de los efectos genéricos que una unión que tiende a ser confederada implica de merma de la soberanía de cada socio, y por tanto a su democracia, sino desde la óptica de los efectos específicos que la Unión Europea ha de tener sobre la democracia española, cuyo Estado se encuentra en pleno proceso de desintegración por el traspaso masivo de sus competencias no solo a las Comunidades Autónomas [743], sino también a la Unión Europea.
Lo importante, acaso, de la identidad hispana [739] no reside tanto en un modo de ser, cuanto en un modo de estar, y la identidad hispana confiere a los españoles un modo de estar lo suficientemente distante de otras alternativas “disponibles” como para poder transformar su condición en una plataforma privilegiada para promover planes y programas dignos de ser llevados adelante.
{EFE 384-389, 438-439 / ENM 239-240 /
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