Caída de su privanza, y muerte del Conde-Duque de Olivares, gran privado del señor Rey Don Felipe iv el grande, con los motivos, y no imaginada disposición de dicha caída, sucedida a 17 de Enero de 1643, para ejemplo de muchos, y admiración de todos.
Nota del manuscrito
Supone D. Francisco de Quevedo en esta caída del Conde-Duque, que escribió, ser otro el Autor de ella, pues la acomoda como carta escrita de un gran personaje a otro; la cual sería ocultación juiciosa por las cosas de aquellos tiempos.
Nota del editor
Sin embargo de que la nota antecedente que se halla en el MS. de la obra que publicamos, supone que el verdadero autor de ella es Don Francisco de Quevedo y Villegas, no es documento que deba apreciarse para creerlo así; mayormente cuando hay literatos que la atribuyen, unos al Marqués de la Grana Carreto, Embajador que fue de Viena en nuestra Corte, y otros al que también lo era en ella de la de Venecia, y por el cual abogan incomparablemente los Italianos.
Estamos persuadidos a que esta obra se halla impresa, e ilustrada con notas críticas en el idioma Italiano, donde se asienta por su verdadero padre al citado Embajador; pero es el caso, que en otros ejemplares MS. se ve declarado por tal al expresado Marqués de Carreto. Y como uno de los principales objetos de nuestro Semanario es hacer ver en lo posible las obras que los extranjeros nos han usurpado, e impreso bajo de sus nombres, debemos justificar que la presente es una de ellas.
Para esto no hay necesidad de valernos de otros documentos, que de los que hallamos en varias cláusulas de la misma obra; v. g. en el fol. 1.º dice: Porque como siempre el Conde Duque, y yo anduvimos en acecho cada uno de las acciones del otro; él para dar castigo a las mías, y yo para repetir reprehensiones a las suyas, no dejé de anticipar los renglones a su caída, esperándola siempre, y publicando en ellos los casos, que serían estimados, no por ignorados, sino por satisfechos con verdad y pureza; pues si fulminó iras en venganza… (si mal impuestas por él, por mí bien sufridos) no doy a leer novedades del odio, sino la verdad de los hechos.
El lector imparcial pero sensato, decidirá si las expresiones de este periodo son propias de la pluma de un Embajador extranjero, o de la de un patricio como Quevedo, perseguido siempre del sujeto de quien se habla.
En el §. siguiente afirma: Que hoy salía de una prisión, y mañana declamaba contra el que le había puesto en ella, sin temer que le pusiese en otra peor.
Esta continuación de prisiones experimentada por un Embajador extranjero, y subsistir en la Corte donde las padecía, ya se ve que es una cosa increíble; luego no fue autor de esta obra ninguno de los dos a quien se atribuye.
Más. En la pág. 14 se lee: ¡o necios e insensatos Españoles mis paisanos! Esta exclamación por lo que significa, no es propia de ningún extranjero. Luego el autor de esta obra fue Español.
En el fol. 36 dice: Y no le costó mucho cuasi destruir la casa del Duque de Lerma, y del de Uceda su hijo, que precipitada de la alteza de dos privanzas (como tengo dicho en mis Anales de quince días)… Quevedo fue autor de estos Anales; luego es el verdadero padre de esta obra; y por consecuencia los Alemanes, y particularmente los Italianos se la han apropiado sin más título, que el que da una usurpación, y quiere sostener un capricho.
En la prensa está la historia del Gil Blas de Santillana adoptada, y defendida por los Franceses, como producción original de su paisano Mr. Le-Sage, siendo nuestra, como con documentos fidedignos, y razones irrebatibles parece que lo justifica así en el prólogo que pone a ella su crítico traductor el Padre Joseph Francisco de Isla. Y no es este el primer robo de nuestras obras, en que ha sido descubierto el referido Mr. Le-Sage. El Diablo Cojuelo, la Garduña de Sevilla, y la Cordobesa Astuta, son producciones de Españoles sabios; las pilló este buen Mr. las tradujo a su idioma, y se nombró, no traductor, sino padre de ellas, a excepción de la del Diablo Cojuelo, que por fin se le hizo confesar que era nuestra. Otros plagios de igual naturaleza se irán descubriendo en nuestro Semanario.
Pero volviendo a la caída del Conde-Duque, lo que creemos es, que los dos Embajadores referidos se hicieron con esta obra, y que tal vez sería por la mano de Quevedo su autor; la tradujo cada uno a su idioma, separando de ella las cláusulas expresadas, la remitieron a su respectivas Cortes, y cada una la dio por autor al suyo.
Los que se empeñaren en defender lo contrario, podrán decir: Que la copia por la que imprimimos esta obra, está viciada, por ser supuestas las cláusulas que la hacen de Quevedo. Pero ¿por qué no podremos nosotros con la propia razón replicar: Que si faltan estas mismas cláusulas en los ejemplares MS. alemanes, e impresos italianos, es porque se ban suprimido maliciosamente?
Mientras que no nos presenten otros testimonios que derriben la posesión en que estamos, por las razones citadas que expresa la misma obra, no desistiremos de creer, que es Quevedo su autor; mayormente cuando aún sin todas estas circunstancias, la pureza de su estilo, la libertad de sus expresiones, el conocimiento de los sucesos que se refieren, y el de las personas que señalan, la hacen suya sin disputa.
Excmo. Señor.
La extraña metamorfosis que de repente se ha visto en esta Corte, con la expulsión del Conde-Duque de Olivares no solo de los negocios públicos, sino de Madrid, sale tan admirable, y colmada de tantos misterios, que cuando yo no diera a V. E. noticia y aviso de ella, con aquella confianza que entre los más íntimos amigos se acostumbra; pudiera V. E. quejarse de mí con tanta razón, como que se señalaría por parte de deslealtad, lo mismo que ahora con esta ejecución se debe tener por todo de la fineza.
Yo me alabo mucho de poder decir con toda puntualidad, no tan solamente la substancia, sino también las más menudas circunstancias de este suceso; porque como siempre el Conde-Duque, y yo anduvimos en acecho cada uno de las acciones del otro, él para dar castigo a las mías, y yo para repetir reprehensiones a las suyas; no dejé de anticipar los renglones a su caída, esperándola siempre, y publicando en ellos los casos que serían estimados, no por ignorados, sino por satisfechos con verdad, y con pureza; pues si fulminó iras en venganza de castigos (si mal impuestos por él, por mí bien sufridos), no doy a leer novedades del odio, sino la verdad de los hechos.
No puedo, ni quiero negar lo mucho que he escrito contra este Señor; pero tampoco se me podrá contradecir lo más que se ha vengando de mi persona. Yo declamaba porque obrase bien; y él me encerraba porque no le predicase. Aquello era digno de agradecimiento en otro ánimo; y esto capaz de acobardar a otro espíritu. Siempre triunfé, porque nunca me rendí. Hoy salía de una prisión, y mañana reprehendía en mis escritos una acción de quien por igual causa me había enviado a ella, y podía remitirme a otra más rigurosa por esta osadía nueva, que en realidad era caridad; porque guiar a un ciego, o advertirle el peligro para que no dé en él, jamás dejó de ser acción muy cristiana.
No he dejado de examinar todos los caminos, para llegar al perfecto conocimiento de las causas de esta caída, parecida en todo a la que dio… que jamás se levantó; y muy distinta de la que dio san Pablo, pues cayendo como perseguidor del cristianismo, se levantó como defensor de su santísima ley. Y porque esta relación le salga a V. E. más clara, se contentará con que le vaya diciendo lo primero los motivos antecedentes al hecho, y últimamente las consecuencias que cada día se sacan de ellos.
La privanza del Conde-Duque de Olivares, que se había continuado por veinte y dos años; tenía sus raíces tan profundas y firmes en el corazón del Rey Don Felipe IV, que la juzgaron todos como un fuerte y antiguo Roble; que para arrancarle, y abatirle, no habían de prevalecer ni los aires de la envidia, ni los torbellinos de las persecuciones, ni las tempestades de las máquinas de los émulos, y pretensores, ni aún el poder de la razón y de la justicia; que eran los más poderosos y verdaderos fiscales, que las obras, la conducta y la conciencia del Conde-Duque tenía contra sí.
Fomentaba este concepto el natural amor (o fuese inclinación forzada) que desde su mocedad tuvo el Rey al Conde-Duque, y el exquisito modo con que éste se manejó, para sosegar en su altura sin sospecha desconfiada, y permanecer en aquel lugar sin sustos anticipados, no sabiendo discernir con propiedad si esta inclinación del Rey era amor o reverencia, afecto o veneración; porque el efecto que mostraba en todos los accidentes, inducia un amor singular, y un cierto temor de no hacer cosa alguna, que no fuese totalmente ajustada al gusto del Conde-Duque.
Manifestábale S. M. con maravillosa admiración de todos una oculta reverencia, no sin muchos menos cabos de su Real grandeza, y adelantando cada instante mas el Conde este imperio en el albedrío del Rey; parecía al auditorio de estas cosas (que lo era todo el mundo) que ya salía aquel amor, y este dominio fuera de los límites, y de las leyes de la naturaleza; pues jamás se ha visto esforzar la voluntad el Señor, para sujetarse en todo a la del vasallo; lo cual dio largamente que sospechar, aunque no lo pasasen a creer, a muchos bien instruidos, y más admirados de lo que veían, que no pudiendo éste ser efecto de la naturaleza, hubiese o concurriese para él{1} alguna oculta manufactura, hechizo o encanto; con injusto perjuicio de la verdad cristiana, que siempre se ha mirado en el Conde-Duque sirviendo esta advertencia de piedad católica, de que usa mi fe; pues si diera crédito a lo que se dijo, y aún justificó sobre esto: acusaría de malévolo al Conde; y perdería en mi juicio el concepto de cristiano, dándole el de apóstata de la Religión Cristiana.
Los primeros y generales motivos de esta caída han sido los infelices sucesos de esta Monarquía debajo de su gobierno de los cuales se atribuía la ocasión no al entendimiento del Conde-Duque, que parecía destinado a la dirección del Imperio de todo el mundo; sino a su malicia y ambición; tan grande, que tenía eficacia para perder no uno, sino mil mundos, si estuvieran sujetos a su desdichada autoridad; dolor sin duda notable; pues no usar del talento, por saciar la codicia, es culpa sujeta a castigo, y es delito que merece pena cruel.
Fue la ambición del Conde-Duque causa principal de que el Rey perdiese en Oriente los reinos de Ormuz, Hoa, y Fernambuco, y todos los que están en aquella amplísima costa; además del Brasil, las Islas terceras, el reino de Portugal, el Principado de Rosellón; todo el Ducado de Borgoña, fuera de Dola, Wiranzan, y Esthin, Arras de Flandes; muchas plazas en el Ducado de Lucemburg, y Brusvik en la Alsacia; y poco menos de haber extraído los reinos de Nápoles y Sicilia, y el Ducado de Milán, con la pérdida del de Mantua. El de haber perdido más de doscientos y ochenta navíos en el mar Océano, y en el Mediterráneo. El haber sacado de las entrañas de la tierra, y del corazón de los vasallos con nuevos derechos y donativos por él impuestos, como son la media anata, así en lo temporal, como en lo espiritual; el papel sellado, alcabalas, y otras cosas innumerables: ciento y diez y seis millones de doblones de oro; parte de los cuales se gastaron inútilmente en ejércitos deshechos, y en armadas perdidas; parte se distribuyó entre Virreyes, Gobernadores, Capitanes Generales, y otros Ministros, todos hechuras suyas, ya por sangre, ya por servil dependencia, y parte que entró en el tesoro del Conde-Duque, y bolsillos de sus criados para fines incontinentes.
Todas estas cosas juntas, han hecho desear a todos ver de una vez redificarse con su ruina el resarcimiento de tantos daños; con su caída el levantamiento de la Monarquía; y con su descrédito la estimación del Rey; y en el postrer supuesto de su autoridad, el espíritu de una exquisita reforma en el Gobierno.
Parecía que la naturaleza estaba preñada de tan siniestros accidentes, y que no podría menos al fin de venir a dar en un formidable aborto contra el Estado, subsistiendo en su despótico gobierno el Conde-Duque; mas Dios nuestro señor que siempre ha mirado con ojos de singular piedad a los Monarcas de España, verdaderos defensores, y amparo de la fe Católica, quiso que en el tiempo de las mayores calamidades se hiciese un nudo de causas segundas que concurrieron para descubrir al Rey las imperfecciones del Conde-Duque en el uso de su dominio, que junto con las causas primeras que llevan consigo la infelicidad de los influjos, surtieron la fuerza inevitable de aquel hado; el cual en tanto se llama numen en cuanto trae la necesidad de sus efectos de la disposición de las causas primeras, conjuntas a la eficacia de las segundas.
La primera entre las causas segundas, fue la Reina Doña Isabel de Borbón; la cual desde el principio ha sido tan desestimada del Conde-Duque, y de la Condesa su mujer, Camarera mayor suya, y tenida en tanta sujeción, que solo en la presencia era Reina, experimentando en todo lo demás las desdichas de una miserable esclava.
Inspiró esta heroína de fama inmortal en la mente del Rey su marido la tiranía del Conde Duque; haciéndole presente al mismo tiempo la maldad que encerraba la proposición que la había hecho muchas veces, y era: Que las Monjas se habían de estimar solo para rezar, y las mujeres propias únicamente para parir.
Eran insufribles las tormentos que padecía esta prudentísima y singular Reina; y todavía lo sufrió no tanto por temor, como por respeto al Rey; mirando últimamente oprimidas y tiranizadas sus grandes prendas y talento, y sus reinos sin reparo, ni remedio. Desahogábase con la Condesa de Paredes, su secreta Valida, todas las veces que por algún accidente la concedía la Condesa-Duquesa retirarse a solas con ella.
Decíala la Reina: Mi buena intención, y la inocencia del Príncipe mi hijo, han de servir alguna vez al Rey mi marido de dos ojos, mayores que los que hoy tiene; porque con éstos mira solamente lo que le conviene al Conde, y a su mujer; y con aquellos ha de mirar lo que le convenga al Príncipe, a su conciencia, y a sus reinos; y si no lo hace prontamente, ha de quedar un pobre Rey de Castilla, o un Caballero particular. Reflexión que merece recuerdos piadosos de la gran confianza que esta esclarecida Reina tenía en la providencia de Dios, sobre el remedio de tantos daños.
Discurrió la Reina que el único medio de alumbrar el entendimiento del Rey en sus propios intereses, era la jornada de mismo Rey al ejército de Cataluña; pero el Conde-Duque que no ignoraba los daños, que la ausencia del Rey, le podía producir; la contradijo, y estorbó cuanto pudo.
En esta ocasión discurrió la Reina dos cosas: la primera, que partiendo el Rey al ejército, era forzoso que tratase con otros como Generales, y cabos de la guerra, y no solo con el Conde Duque; el cual en campaña no podría tener al Rey con los ojos tan cerrados, como indiscretamente lo hacía en Madrid; porque aborreciendo todos al Conde-Duque, y teniendo libres las ocasiones de hablar a S. M., era fácil que alguno celoso de la patria le representase que aquellos, y otros sucesos más enormes y siniestros nacían únicamente del gobierno absoluto y tirano del Conde-Duque.
La segunda, que quedándose ella en Madrid, a lo menos con el título de Gobernadora (como sucedió) tendría lugar y campo abierto para ejercitar sus clemencias, y dar a entender las relevantes prendas que Dios la había dado; con lo cual, adquiriendo crédito con el Rey, tendría más oportunidad para descubrirle sus justísimos sentimientos. Así lo pensó, y sucedió así; porque rara vez se malogran las ideas que se dirigen a un perfecto fin.
El Conde-Duque que prevenía estas meditaciones, siempre atento a su subsistencia, y mirando con extraordinario cuidado y diligencia por sus intereses, y a desvanecer la menor sombra que espantase su privanza; estorbó el primer pensamiento de la Reina, disponiendo la jornada del Rey más para divertirle, que para que trabajase, conduciendo a S. M. a las delicias de Aranjuez, y entretenimientos de Cuenca, y a los gustos de la caza de Molina de Cuenca; y en fin, a una cárcel de dos miserables aposentos en Zaragoza, sin que viese su ejército, que completo de cuarenta y cinco mil hombres, era el más lucido y digno de verse. El Rey estaba encerrado sin atreverse a salir a campaña, porque le amedrentaba el Conde Duque, dándole a entender, que corría peligro de ser prisionero de los Franceses, señores ya de Monzón, y de todas aquellas partes, y campañas Aragonesas.
Pusilanimidad fue esta que avergonzó el cetro, y manchó de cobardía la púrpura. Hizo el Rey que se albergase el miedo en su corazón, y degeneró de su ascendencia invicta, lunar tan impropio en un Monarca, que ni el tiempo le olvida, ni la muerte le borra. Saber huir el cuerpo a los peligros, es prudencia que merece aplauso; pero negarse a la campaña por temor y cobardía, y más en un Príncipe, es linaje de borrón tan enorme, que lo hace desmerecedor de la Corona, y del nombre de Monarca.
Todo el tiempo que estuvo retirado el Rey, no disfrutó de otra diversión, que la de asomarse por entre cristales a ver jugar a la pelota; cuyo trato era más propio de un joven pupilo, que de un Príncipe magnánimo.
Salía el Conde-Duque dos veces al día a pasearse por la Ciudad, y por el campo, acompañado de doce coches, y de cuatrocientos hombres armados, unos a pie y otros a caballo, siendo cabo de ellos Don Henrique Felipe de Guzmán, su nuevo hijo.
Debe creerse, que cuando esto escribo me arrebata con tal extremo un furor tan grande, que no es capaz de sujetarlo toda la prudencia; y como loco exclamo conmigo mismo estas palabras: ¡O necios, o insensatos Españoles, mis paisanos! ¿Dónde está aquel tan decantado valor vuestro? ¿Dónde aquella inimitable lealtad a vuestros Reyes? Ya sois otros. Murió el valor, y renació la cobardía Española. Falleció la fidelidad, y resucitó una inacción; pues vemos a nuestro Rey en un cruel cautiverio, imperando el tirano, y en vez de libar a aquél, y convertir en menudos pedazos a éste; de aquél nos olvidamos, y a éste indignamente obedecemos. Y es constante, que a no obrar la providencia de Dios con inescrutable imperio para castigo de nuestras culpas, parece imposible que tanto se callara, y se sufriera tanto.
Con este encierro repetido del Rey, nadie le hallaba sino en las públicas Audiencias; en las cuales no admitía el Conde-Duque sino es a personas conocidas, y de negocios ya manifiestos a él.
Los Grandes, que con tantos gastos e incomodidades fueron a Zaragoza, no tan solamente no alcanzaron Audiencia particular del Rey (como la merecían) sino que como a señores y caballeros ordinarios apenas los escuchó el Conde-Duque en sus negocios particulares.
Esta no fue culpa del Conde-Duque, sino feo delito de los Grandes. El que pretende una cosa, y puede lograrla sin resistencia, hará bien de tomarla con resolución. Era sobresaliente la del Conde-Duque. Aspiraba a que todos le rindiesen adoración, y sin más medios que desearlo, llegó sin oposición a conseguirlo. Eran los Grandes que esto toleraban nacidos para pequeños, y les anticipó una dicha la suerte en su grandeza, para que fuesen oprobio de sus cunas; pues las heredaron ilustradas del valor, y las mancharon con tanta cobardía.
Formaban muchas quejas de que el Conde-Duque no usaba con ninguno de ellos la acostumbrada cortesía Española, pues ni aún les dio la bienvenida. Estos eran sentimientos justos, pero indignos, pues se propalaban donde el temor los producía, y el miedo los formaba.
De este modo salió vano el primer intento, y pensamiento de la Reina; pero se experimentó acertada la segunda consideración, porque deponiendo S. M. la austerísima gravedad Española, y mezclándola con la llaneza Francesa, corriendo las calles de Madrid, y visitando los cuerpos de Guardia de los soldados, preguntaba a los Capitanes algunas cosas importantes, y pedíales razón de las pagas; animábalos al servicio del Rey, y hacía administrar justicia admirable, dando S. M. frecuentes Audiencias a todos, mostrándose en ellas más bien madre que Soberana. Sacaba dinero en abundancia, y lo enviaba al Rey; y en fin, en todo su manejo se portó de tal manera, que todos aclamaban a S. M. por la mayor Reina que nunca vio España, y así la fama verdadera de su grande espíritu, tantas veces sepultado, llegó inmediatamente a noticia del Rey, que la recibió con el gusto más grande, al paso que el Conde-Duque abominaba de tales noticias.
Es digno no solamente de referirse en el papel, sino de esculpirse en bronce, un hecho de esta gran Reina. Estaba el ejército falto de dinero. Escribió el Rey a la Reina esta necesidad, encargándola aplicase toda su fuerza y conducta para juntar lo más que pudiese.
Con esto, poniendo en un cofrecito de plata todas sus joyas, pasó en persona a la casa de Don Manuel Cortizos de Villasante, acompañada del Conde de Castrillo, su único Valido, y le entregó todas sus joyas en el cofrecito, para que sobre ellas la diese ochocientos mil escudos, para enviar al Rey a Zaragoza. Cortizos quedó corrido de la humanidad de la Reina: y gozoso en extremo de que hubiese dado a su casa el ilustrísimo blasón de haberla pisado con tal motivo. Púsose a sus pies cuasi llorando de alegría, no quiso recibir las joyas, y la dijo: Señora, mi vida, mi honra, y mi hacienda, todo es de V. M. ¿Qué joya de más precio, ni qué recompensa de más valor, que el haber visto toda la Corte, que V. M. ha venido a esta casa? Vuelva V. M. a Palacio, que yo voy en seguimiento suyo. Hízolo así, llevando los ochocientos mil escudos, que S. M. remitió inmediatamente al Rey con muchas recomendaciones para que honrase a Cortizos, como lo pedía tan gran servicio.
El Rey admiró con júbilo imponderable la acción de la Reina, y la celebraba continuamente; y disimulando el Conde-Duque la mortificación que en esto recibía, concurría también, aunque con tibieza, a los aplausos comunes de la Reina.
No fue menor acción la que hizo S. M. en otra ocasión en que se hallaba el ejército sin dinero. Recogió todas sus joyas, y con el mismo Conde de Castrillo las remitió al Rey por mano del Conde-Duque; que hasta en esto fue tan discreta, que quiso asegurar la confianza del Conde-Duque, antes que asombrarle con premisas del golpe atrasado, que le disponía la Providencia.
Acompañó las joyas con una carta al Conde-Duque, que copiada de su original, dice así:
Conde: Todo lo que fuere tan de mi agrado, como que el Rey admita mi voluntad en esta ocasión, quiero que vaya por vuestra mano; y así os mando supliquéis a S. M. de mi parte, se sirva de esas joyas, que siempre me han parecido muchas para mi adorno, y pocas hoy, que todos ofrecen sus haciendas para las presentes necesidades. Dios os guarde. De Madrid hoy Viernes 13 de Noviembre de 1642. La Reina.
No dejó este pensamiento de la Reina de sorprender gustosa y vanamente el ánimo del Conde-Duque; pues veía la alta estimación que se hacía de su persona, cuando ni aún la Reina estaba exenta de tributarle respeto, enviando por su mano al Rey aquella expresión. Entró a ver a S. M. el Conde de Castrillo, quien puso en su real mano la carta de la Reina, y el Conde-Duque las joyas, y la carta que las acompañaron. Alabó el Rey en sumo grado la acción de la Reina, exagerándola el Conde-Duque aún mucho más; pero siempre con remordimientos de su entereza, pues presago cierto su corazón, parece le dictaba que se iba disponiendo por estos medios la desautoridad de su persona, y caída de su privanza.
Con esta ocasión la tuvo oportuna el Conde de Castrillo para manifestar a S. M. un fiel retrato de las gloriosas acciones de la Reina, explayándose tanto en estas alabanzas, que el Rey dijo: “¡Dichoso el Monarca que tiene tal Reina por mujer! ¡Y feliz el reino que logra tal mujer por Reina!” Palabras, que si envanecieron generosamente las fidelidades del Conde de Castrillo, ajaron fuertemente la soberbia, y la envidia del Conde-Duque; pero tuvo que hacer abono fingido, de lo que debía hacer aplauso verdadero.
Despachose al Conde de Castrillo, dándole el Rey en premio de su embajada dos Encomiendas. La carta del Rey que trajo para la Reina, dice así:
Señora: Vuestra generosa acción, al paso que agradecido, me deja sumamente obligado a ofreceros mi corazón por premio de vuestra fineza. Las joyas de V. M. quedan en mi poder para tener la gloria de ser yo portador que las ponga a V. M. pues antes empeñaría mí Corona, que me deshiciera de alhajas que el mundo les es corto precio, por ser de tal dueño. De Zaragoza hoy 22 de Noviembre de 1642. Señora, vuestro esposo = El Rey.
La respuesta del Conde-Duque fue ésta.
Señora. Hice la embajada que V. M. me mandó con el alma; que no puede hacerlo con otra cosa, quien mereció la honra que V. M. me ha hecho en encomendarme tal acción; y sé, Señora, que importará en la estimación del Rey más que el ser Señor del mundo. De lo que más me huelgo es de saber bien sabido, que cuanto la merece, le paga a V. M. con su amor el Rey. Guarde Dios a V. M., como la cristiandad, y sus vasallos deseamos, y hemos menester. De Zaragoza, y Aposento, hoy 22 de Noviembre de 1642.= Criado de V. M. el Conde-Duque.
Resentido, y no con la mayor seguridad, quedó el Conde-Duque, tanto de las acciones presentes de la Reina, como de la notoria fama de su gobierno, y empezó a prevenir medios, que no tuvieron efecto por alta disposición contra tan grandes enemigos.
Vuelto el Rey a Madrid por Diciembre de 1642 tuvo lugar, ocasión y manera la Reina, por las caricias con que el Rey la trataba de introducirse abiertamente a discurrir con S. M. en razón de los públicos intereses de la Monarquía; y tuvo lugar por la opinión adquirida, en la singular destreza del gobierno, y manejo de las cosas en nueve meses por la ausencia del Rey, de instruir a S. M. por menor de la pérdida de los reinos, de la ruina de los ejércitos, de la escasez del dinero, y de las continuas quejas de los afligidos vasallos; y porque no pareciesen a S. M. estos recuerdos y afectos, oficios del sentimiento que tenía (que a todos era ya público) contra la privanza del Conde Duque; los autorizó con pareceres de los mayores Ministros, Grandes, y principales de la Corte; con los cuales estaba ya concertada, para que después de haber ella empezado a disponer al Rey, en razón de lo referido, ayudasen el negocio con razones puras, oportunas instancias, y sencilla verdad.
El principal de éstos fue el Conde de Castrillo, que por ser respetado por hombre de verdad, además de haber quedado a su cargo las cosas de la Reina en la ausencia del Rey, estaba tan bien informado de todo, que por estas dos circunstancias, halló el crédito necesario para acertar el golpe.
No encontró dificultad el Conde de Castrillo en unir sus pensamientos a los de la Reina, tanto por ser muy celoso del bien público, como por ser hermano del Marqués del Carpio, cuñado del Conde-Duque; a cuya excelente casa se mostró siempre tan enemigo, que desheredó a Don Luis de Aro, su único sobrino, por levantar, y engrandecer a su hijo putativo.
Tuvo el Conde de Castrillo oportunas y reiteradas Audiencias con el Rey, en las cuales acreditó altamente cuanto la Reina había antes explicado; y adelantó la materia, diciendo resueltamente a S. M., que la principal causa de tantos daños como se padecían era el Conde-Duque de Olivares; pues en su tiránico gobierno, caminaba por las torpes sendas de su ambición, soberbia, intereses, y malicia; olvidando enteramente el precioso camino de la fidelidad, desinterés, razón, justicia, y equidad; y que esto se lo haría constar a S. M. en poco tiempo.
Al Conde de Castrillo siguieron otros señores, que hablaron al Rey sobre el mismo asunto; asegurándole todos, que si duraba más el gobierno del Conde-Duque, era evidentísimo el riesgo de la total perdición del Estado.
Como estaba tan reconcentrado en la voluntad del Rey el Conde-Duque, y era fuera de los límites de lo natural el amor que le tenía, cuando se esperaba, que tantas juntas persuasiones, y advertencias dadas a S. M. con aquella mañosa disposición, consiguiesen desviar de la real persona, y del gobierno al Conde-Duque; solo se logró (y se tuvo por efecto de la divina providencia), que S. M. no le mostrase al Conde-Duque toda la grande ternura de afecto que antes; y que alguna vez le dijese con entereza: Que faltaban los arbitrios, porque todos los tenía consumidos; y que no daba providencia en los mayores negocios de Estado, que no trajese adversas consecuencias; y que en este concepto, se aplicase más al bien de sus reinos, que al suyo.
Esta sola amenaza, o fuese reprehensión, que le hizo el Rey, alentó a todos los vasallos, que tuvieron noticia de ella, y se amontonaron a los pies del trono las quejas; y como siempre temía el Conde-Duque lo que le podía suceder, quiso anticipar el remedio mucho antes de experimentar la enfermedad; que el temor de un peligro no deja respirar al que le padece hasta asegurarse.
Esto dio motivo al Conde Duque, para tentar el vado, antes de pasar la puente. Dos veces pidió licencia a S. M. para retirarse, diciendo que la aplicación, y fatiga que empleaba en el servicio de S. M., no podían aumentarse; pero que si esto no obstante, se habían de atribuir los malos sucesos a su discreción, y no a otras causas no comprehendidas de la humana inteligencia: con buena gracia de S. M. estaba dispuesto a retirarse.
A la segunda de estas instancias le respondió el Rey con tibieza: Conde, entrambos debemos solicitar remedio para nuestros males. El tuyo es ese; pero es preciso hallar yo el mío antes.
Divulgose luego en la Corte, que la privanza del Conde Duque vacilaba, y que con cualquiera cosa, que se aumentase, caería de todo punto de la gracia del Rey. No había persona que no bendijese a la Reina, y exagerase en público, que había de ser la restauradora de España, así como lo fue la Reina Doña Isabel de Portugal, mujer del Rey Don Juan el II, pues deshaciendo la insolente privanza de Don Álvaro de Luna, pacificó el gobierno del Rey; y que imitaba también a la gloriosa Reina Doña Isabel de Castilla; pues protestó al Rey Don Fernando el Católico, su marido, que en Palacio no había de haber más Privados, que el uno del otro; porque los vasallos habían nacido para obedecer, y los Reyes para mandar. El beneficio más señalado, que podía recibir España era la caída del Conde-Duque; de esta tercera Reina de España Doña Isabel de Borbón, y no podía esperarse menos, que el conseguirlo.
Después de este golpe, dado a la privanza del Conde-Duque por la sabia disposición de tan gran Reina: dispuso la providencia divina, que consiguiese el mismo efecto, y se juntase a la autoridad de una Reina, la simpleza discreta, y bien intencionada de una mujer particular, llamada Doña Ana de Guevara, ama que crio a sus pechos al Rey.
Esta fue introducida en la Casa Real, con el privilegio de ama por el Duque de Lerma, y estuvo en Palacio recibiendo favores proporcionados a su condición, hasta la privanza del Conde-Duque, en la cual todas las señoras de la Corte dependían, no de las órdenes de la Reina, sino del semblante de la Condesa-Duquesa de Olivares, su Camarera mayor; la cual llegó a sospechar, que eran estas señoras de la facción de la ama, y que teniéndolas contrarias, podían servirle de algún perjuicio con la Reina, por la mucha ternura con que amaba a la ama, y conservaba hasta hoy.
Con estos juicios pasó a discurrir el medio de arrojar a la ama de Palacio, que lo consiguió, alborotándose un día con ella, y pasando después a dar noticia a S. M. de que la había perdido el respeto. Salió con esto la ama de Palacio con pretexto honrado, pero siempre la quedó la puerta abierta para el cuarto de la Reina, donde el Rey la veía, la hablaba con familiaridad, y hacía cuantas mercedes le pedía.
El día 4 del presente mes de Julio, ocupada Doña Ana del celo, del amor, y del bien del Rey, como del deseo que siempre conservó en su corazón de vengarse de la injuria que la hizo la Condesa-Duquesa, echándola con calumnias de Palacio, a las cuatro de la tarde, hora en que el Rey suele pasar de su cuarto al de la Reina, le aguardó en el paso para hablarle a solas, aunque de modo, que del aposento de la Reina se pudiese oír todo.
Salió el Rey, y Doña Ana poniéndose a sus pies, protestó que esta vez no venía a pedirle mercedes; sino a hacerle el mayor servicio que pudiese recibir la Corona, y que el amor materno la adelantaba a descubrirle aquello, que por ventura ninguna otra persona por humanos respetos se atrevería a declararle. Pidió licencia a S. M. para hablar con libertad; y concedida, representó vivamente la aflicción de los Pueblos, las miserias de los reinos, y la desorden de los injustos arbitrios para consumir a los vasallos. No omitió las pérdidas de las plazas; la ruina de las armadas, y de las tropas; y últimamente, la desdicha, infelicidad, y opresión de la Monarquía; asegurando, que todo esto era castigo de Dios; y que caía sobre su cabeza, porque dejaba en manos ajenas el gobierno de sus Estados, para el cual lo había destinado la Providencia. Que S. M. era solo señor, pero que se despojaba con nota de esta autoridad por dársela al criado. Que ya era tiempo de salir de pupilo. Que no irritase más la ira de Dios, dejando maltratar por mano impía a sus súbditos. Y que se compadeciese de la desventura del Príncipe su hijo, que sin culpa suya (cuando eficazmente no se remediase) corría el notable riesgo de quedar con solo el carácter de un particular Señor, perdiendo aquella real magnificencia, autoridad y gloriosa dominación de tantos reinos, y señoríos como siempre tuvo la augustísima Casa de Austria; y que cuando de la libertad con que hablaba en virtud de la real licencia mereciese castigo, estaba pronta a recibirle; porque si ya había sacrificado su leche para nutrimento de S. M. tendría gran dicha en derramar también su sangre, por la felicidad de la Monarquía.
Oyola el Rey con paciencia y atención, y la dijo: Ama, decís la verdad, y yo pondré remedio a todo; y muy pensativo entró en el cuarto de la Reina; desde donde oyeron algunas Damas de la Cámara el razonamiento de Doña Ana, particularmente Doña Juana de Velasco, hija del Condestable de Castilla, y mujer del bastardo hijo del Conde-Duque, formándose de ello todo el sentimiento de que era capaz; lo que refirió al marido, y al suegro, causándoles una gran tristeza, que se notó por todos al día siguiente.
El general aplauso que mereció Doña Ana por esta acción fue extraordinario, pareciendo a todos era otra Theuquites, que fue bastante a conmover el ánimo de David para aquella deliberación, a que no habían podido reducirle los Ministros más justificados y sabios de su Corte.
El tercer personaje, que pareció en esta escena, para ocasionar el catástrofe de la ruina del Conde-Duque, fue la señora Infanta Doña Margarita de Saboya, Duquesa de Mantua; la cual, estando todavía detenida en Ocaña, por disposición del Conde-Duque, a fin de que no tuviese comunicación con el Rey, y quedasen ocultos los negocios de Portugal, movida de las violencias de la hambre, por no haberla dado en el espacio de seis meses, un real de lo que le estaba señalado por S. M. habrá un mes, como es público, que de repente vino a Madrid, con tanto disgusto del Conde-Duque, que no pudiéndolo disimular, dijo palabras de mucho desprecio; y por haber llegado su Alteza de noche maltratada del frío, y de las aguas, llevando las damas en su propio coche, pues de ninguna comodidad, por mediana que fuese, la habían proveído; hizo el Conde-Duque, que aguardase cuatro horas, reduciéndose el alojamiento que mandó darla, a tres miserables aposentos, fuera de Palacio, con las paredes desnudas, y tan pocas y malas alhajas, que aún fuera indigno albergue para la mujer más inferior.
Partió de Ocaña la Infanta, no como persona libre, sino como fugitiva, pues salió tres horas antes de amanecer, disponiendo con el mayor secreto lo poco que pudo para su viaje, porque el Gobernador, si lo entendiese, no se lo mandase suspender violentamente, porque después se ha sabido tenía esta orden del Conde-Duque, a quien el mismo Gobernador, habiendo sabido la partida de su Alteza a Madrid, a tiempo que ya no era fácil alcanzarla para detenerla, despachó con gran diligencia, avisó de su repentina marcha; y tampoco pudo el Conde-Duque estorbar entrase en la Corte su Alteza, pues ya había dos horas que estaba en ella, cuando tuvo esta noticia.
Las causas de la aversión que el ánimo del Conde-Duque tiene a esta Princesa, son muchas, y la mayor parte de ellas escondidas o notorias a pocos; mas yo he tenido la felicidad de penetrarlas todas. La primera causa de este odio, que nació en el Conde-Duque contra todos los Príncipes de la Casa de Saboya, fue lo peor que heredó en la sucesión de los Duques de Lerma y Uceda, manifiestos enemigos de aquella eminentísima casa; como igualmente aquel grado superior de soberbia que reina en una insufrible privanza; siendo muy duro el manifestar humildad y reverencia a los Príncipes de la sangre Real, queriendo con vana osadía tener esta la reverencia únicamente al Rey con quien se priva; y esto muchas veces dispuesto con más violencia que voluntad.
La segunda causa ha sido haber tenido siete años a su Alteza con él cargo de Virreina de Portugal; pero esto, más como esclava a su voluntad, que como Gobernadora efectiva. Tenía esta señora por ayo en Lisboa al Marqués de la Puebla de Loriana, hermano del Marqués de Leganés, y sin la voluntad de él no solo no tenía arbitrio para salir de su Palacio, pero ni aún para esparcir los ojos. El Secretario Miguel de Vasconcelos, que con atrocísima muerte pagó la deuda común de sus delitos en el furor del rebelión de aquel reino, ejecutada el Sábado 30 de Noviembre de 1640, era el fiscal de las acciones de su Alteza. Todos los demás de la Corte más la servían de espías traidoras, que de Ministros vigilantes. Aún los pensamientos de su Alteza se avisaban al Conde-Duque quien dio el cargo de los manejos de Portugal a Dionisio Suárez, suegro y cuñado de Vasconcelos, con lo cual todos se entregaron a la lascivia, olvidaron el cumplimiento de su obligación, y dieron motivo para que los Portugueses, reflexionando el mal manejo que los Ministros de acá tenían en los asuntos más importantes del reino, empezasen a maquinar el modo de sacudir el yugo que les oprimía sin intermisión.
Su Alteza previniendo que de tantas desórdenes se habían de seguir a España lamentables perjuicios: envió primero distintos avisos al Conde-Duque de la mala disposición con que se cuidaban los negocios de aquel Reino; doliéndose con modestia de que la tuviesen en él destituida de toda autoridad. Desde su principio mereció buenas palabras, pero muy ruines hechos; porque Dionisio Suárez, y sus dependientes se hicieron más insolentes, desacreditando de tal modo a su Alteza, que los mismos Portugueses con temeridad no oída la menospreciaban continuamente.
En vista de esto mudó de intento su Alteza, y en lugar de escribir al Conde-Duque, inmediatamente escribió sus quejas al Rey en multiplicadas cartas; pero nunca tuvo respuesta de alguna; cuyas ofensas, que fuera de toda razón recibía su Alteza del Conde-Duque, obligaron a éste a tenerla siempre por su enemiga capital, observando en ello aquella impía e inicua ley, de que quien más ofende, menos perdona; y por lo tanto no se debe tener por cosa nueva en el rencor del Conde-Duque, que después de la vuelta de su Alteza a Castilla, usase de toda diligencia para tenerla lejos de los coloquios particulares con el Rey, y porque más distintamente se noten los defectos y las faltas en esta parte del Conde-Duque, y los justos motivos de sentimiento de la señora Infanta después de su regreso de Portugal a España; me será lícito hacer una digresión, en la cual los unos y los otros claramente se descubren.
Tuvieron los Portugueses desde la muerte de Don Sebastián, su último Rey (que hasta hoy creen supersticiosamente que vive) una bestial repugnancia al gobierno del Rey, a quien siempre tuvieron no solo por extranjero, sino por enemigo, y esto llegó a tal extremo, que hasta los Curas y Predicadores después de los Sermones y Misas, amonestaban públicamente a los Pueblos rezasen dos Ave Marías, porque Dios nuestro Señor, y la Sacratísima Virgen los librase (como ellos decían) de la tiranía de los Castellanos, guardando siempre en sus pechos un género de confianza para levantarse en ocasión oportuna, y cualquiera cosa que para tal efecto se les ofrecía, tanto más la estimaban por grande, cuanto más la deseaban.
En el año de 1536 se pregonó en Portugal la nueva imposición del cinco por ciento de las rentas y mercaderías; y teniendo este tributo no solo por rigoroso, sino por injusto dio ocasión a los de los Algarves para aquel levantamiento que todos saben; cuyo incendio si desde su principio no le apagara la exquisita diligencia de su Alteza, sin duda hubiera abrasado todo el reino, y conocida y maduramente considerada en esto la perniciosa inclinación de los Portugueses a eximirse del gobierno de S. M. se determinó su Alteza, con el beneficio de aquellas conjeturas, a asegurarse en cualquiera manera de todas las novedades y accidentes que sobreviniesen.
La rebelión de Cataluña dio más que razonable motivo al designio de los Portugueses; porque con el pretexto de la guerra que se prevenía contra aquel Principado, el Conde-Duque con política ficción, dio a entender a el mundo que el Rey a principio del año de 1640, había de salir en persona a domar a los Catalanes rebeldes; por lo cual, en virtud de llamamiento que se hizo de todos los nobles, y títulos de España, con aquel decoro que a cada uno de ellos tocaba, debían presentarse, y hallarse en Madrid dentro de cuatro meses, para acompañar la jornada del Rey.
El fin de este llamamiento era sacar, de todo el reino de Portugal la nobleza, y con el mismo pretexto, la persona del Duque de Berganza, el cual se sospechaba fuese el remedio eficaz de las esperanzas de los Portugueses, reconociéndole, y dándole por legítimo Rey de Portugal, por las antiguas y jurídicas pretensiones, notorias a todos los que refieren la historia de Portugal y Castilla.
El Duque de Berganza conociendo por una parte la inclinación de los Portugueses, y por otra las sospechas de los Castellanos, por oponerse a aquella, y dar seguridades a éstas, eligió vivir en Villaviciosa, cabeza de su estado, en los confines de Extremadura, lejos del trato de la nobleza de aquel reino, ejercitándose en el gustoso trabajo de la caza, apartado de todo punto de la política conversación.
Entretanto vinieron los Príncipes y nobles de Portugal a Madrid; mas no el Duque de Berganza, aunque solicitado con muy particulares ofrecimientos, y privilegios. La resistencia del Duque en no venir a la Corte, tenía dos fundamentos; uno la contrariedad, que hacía todo el reino, a que se entregase a la fe, siempre sospecha del Conde-Duque y otro la duda que le quedaba, de que no había de gozar con S. M. aquellas honras, y prerrogativas, con las que habían sido aventajados sus antecesores a todos los Grandes de España; con la particular exención de sentarse en público debajo del dosel del Rey; lo que estimaba la Casa de Berganza por la mayor honra y blasón de ella.
El Duque, sin hacer mención de lo uno, ni de lo otro, se excusó diciendo, que no podía ir en el acompañamiento del Rey con aquella grandeza correspondiente a su persona, y que por lo mismo tenía por más conveniente quedarse en Portugal acudiendo a los intereses de S. M. por la ausencia de la grandeza de aquel reino, que venir sin decoro a tener número entre los Grandes.
Esta respuesta aumentó las sospechas del Conde-Duque, el cual pensó en esta ocasión usar de sus acostumbrados artificios, que todos se reducían a engañosas esperanzas y promesas. En este caso, determinó guiarse con una exquisita disimulación, que nunca supo usar más a propósito, aun cuando resultase malograda; y como el negocio era delicado, y necesitaba de reparos sutiles, no solo fingió en sus cartas, que quedaba contento con la excusa, sino que pasándose al efecto de la compasión, significó al Duque, que el Rey consentía en que se quedase; y para asegurarle más, le dio el gobierno general de las armas de Portugal, con orden de que se fuese a vivir cerca de Lisboa, en aquel lugar que más le agradase, y para socorro y ayuda de sus necesidades le remitió veinte mil doblones.
A los que miran con delicadeza, y examinan con profundidad los negocios, pareció tan perjudicial a los intereses de S. M. esta deliberación, que se quejaron públicamente de ella, diciendo ser esta la única yesca del de Berganza para llegar al último fin de la tiranía; porque en el mismo tiempo, que salía el Duque de las soledades de Villaviciosa, y se ponía a la vista de los ciudadanos de Lisboa, en cuyas entrañas estaba esculpida la Casa de Berganza como pretensora sucesora del reino, se irritaban las esperanzas, y perdían la paciencia los deseos de los Portugueses, por adquirir un Rey natural; y que finalmente, se ponían las armas de Portugal en las manos de quien aspiraba al Cetro; pero esta fue una de las tretas más usadas de los artificios del Conde Duque; el cual blasonaba haber ganado más con fingidas esperanzas, que con amenazas verdaderas.
Lo cierto es, que el pensamiento del Conde Duque en esta ocasión, no fue fiarse del Duque, sino asegurarle del Rey, y sus intentos. ¿Y qué mayor argumento de confianza, que enviarle cerca de Lisboa, contentarse con que se quedase, darle el mando de las armas, y proveerle de dinero?
Todas estas finezas no fueron bastantes para adormecer el ánimo del Duque en una descuidada confianza; antes bien, cual despertador de los artificios del Conde Duque, le abrieron más los ojos, y le elevaron el ánimo a los fines, que emprendió, y consiguió fácilmente.
La Infanta Doña Margarita, a cuyo cargo, como Virreina, corrían todos los accidentes así buenos como malos del reino de Portugal, maravillándose altamente de la evidente ocasión que se facilitaba para la rebelión del Duque de Berganza, escribió sus cartas llenas de querellas, y adelantamientos al Rey, en razón de esta materia. Tuvo respuesta muy seca, que contenía oráculos, y enigmas; cuyas dificultades se aumentaron mucho más, cuando sin ser sabedora su Alteza, se sacó del Castillo de Lisboa toda la guarnición Castellana en tiempo que la tranquilidad de todo el reino dependía de la seguridad del Castillo, y fidelidad de los Castellanos. Este fue el postrer esfuerzo del Conde Duque para asegurar al Duque, y para que no se notase el artificio, sino antes quedase dormido con el apacible veleño de las finezas del tiempo: se detuvo medio año en llamar de nuevo a Castilla al Duque con cartas afectuosas, alabándole en ellas su fidelidad, y la diligencia generosa con que gobernaba las armas, con los efectos oportunos de su autoridad con los Portugueses. Mostrole al mismo tiempo el peligro tan grande que amenazaba a la Monarquía, por las desdichas de Flandes, los accidentes de Italia, y las prevenciones del Turco; y que sobre todo era más sensible el haber dentro de España tan fieros enemigos, como los Catalanes, sostenidos de los Franceses; de cuya expulsión pendía únicamente la salud de España. Y que si los Grandes no hacían el último esfuerzo en servicio del Rey en esta ocasión, estaba perdido todo. Que el Duque, como mayor entre los Grandes, podía con el poder de su persona, y grueso número de sus vasallos, dar ejemplo a los demás, trayendo después de tantas desdichas la buena ventura, y la victoria al Rey; y que para este fin, y para honrarle, y engrandecerle con privilegios y puestos mayores, le aguardaba S. M. por momentos.
El Duque aunque tenido por de tosco entendimiento, sustentó su designio con tanto juicio, que enviando al ejército de Tarragona cantidad considerable de sus vasallos y allegados, excusó su venida; y engañando el arte, con el arte, se retiró a Villaviciosa para quitar sospechas y máximas perjudiciales a la razón de Estado.
Mostró el Conde Duque mucho gusto en la determinación del Duque de Berganza, porque vio que por entonces no podían prevalecer ningunas pretensiones por estar sin fuerzas el que podía solicitarlas, y con las mismas recíprocas disimulaciones; se procedió de la una y de la otra parte, con demostraciones de singular afecto y confianza.
Su Alteza velaba y discurría en todas las contingencias que esperaba, en virtud de los nuevos indicios que cada día iba descubriendo; de los cuales pensaba lo que podía suceder. Repitió sus ardientes cartas al Rey y al Conde-Duque, pretextando que si prontamente no se remediaban tan malas premisas y dañosas direcciones, necesariamente se había de seguir en conclusión la total pérdida de aquel reino, y que si no entendiera los misterios, que en él se hacían, todos dirigidos a este fin, callaría, y pasaría por todo.
Quedó con esto su Alteza esperando la tragedia de Portugal, sin que en ella concurriese la más mínima culpa de disimulación; y en efecto, el de Berganza se alzó con el reino irremediablemente, que era lo mismo que tantas veces había pronosticado su Alteza, sin ser ninguna escuchada, ni atendida,
El Conde-Duque que vio al Duque de Berganza colocado sobre el trono de Portugal, y que esto lo había conseguido con los mismos medios con que él había intentado asegurarle para el Rey; quedó con extrema confusión de sí mismo, y procuró con todo cuidado echar la culpa de ello a su Alteza; pero como interiormente conocía, que de todo él era la principal causa, por no haber aceptado los continuos advertimientos de su Alteza, procuró con todo esfuerzo cerrarla el camino de dar sus disculpas al Rey; pues de este modo quedaría en el real juicio sino dudosa su fe, a lo menos manchada su reputación.
Su Alteza en su salida de Portugal (que se tuvo por milagrosa) despachó un correo a S. M. suplicándole la diese licencia para pasar a besarle la mano. El Conde-Duque no solo se opuso a su venida, sino que con orden supuesta del Rey la detuvo en los días caniculares en Mérida, en donde son sumamente excesivos los calores; de los cuales combatida su Alteza tuvo una larga y peligrosa enfermedad, dejándola el Conde-Duque abandonada sin caballeriza, coche, ni cosa correspondiente no solo a una prima de tan gran Rey, sino de una mínima sierva suya porque los Portugueses, como el Conde-Duque lo sabía, la habían despojado de cuanto tenía. Suplicó muchas veces a S. M.: que la librase del destempladísimo aire de Extremadura; y finalmente, por gracia muy singular obtuvo licencia para venir a vivir a Ocaña con toda la incomodidad que pudiera tener una miserable esclava, sin coches, sin mulas, y sin más arbitrios que la paga de cuatro mil escudos al mes, que de la benignidad del Rey, le fueron señalados; que cobró los dos primeros meses de ocho que estuvo en Ocaña; llegando por esto su necesidad a tal extremo, que su mayordomo andaba mendigando el sustento de su Alteza en las casas y Conventos de Ocaña, y cuando vio estar las puertas cerradas, movida de la miseria y extrema necesidad que padecía, determinó venirse a Madrid improvisamente. Y creo sin duda alguna, que con particular impulso ayudó Dios a todo esto; pues así como queriendo el Conde-Duque sujetar al de Berganza, con los mismos medios que pudo para ello, le ha ensalzado: así también, queriendo destruir a su Alteza, se ha arruinado por ella a sí mismo.
La señora Infanta llegó a la Corte en aquellos mismos días en que el Rey comenzaba a abrir los ojos, y a poner atención en los intereses del Conde-Duque. A la Reina le fue muy agradable la venida de su Alteza: y si bien el Conde-Duque impidió la Audiencia, que debía darla el Rey, y la desacreditaba en el Consejo de Estado, sin ir a visitarla, con maravillosa admiración de toda la Corte; con todo eso la Reina la convidó a su cuarto, y dispuso que hablase por espacio de dos horas en su presencia con el Rey, pero no sin el trabajo de excluir de aquella Audiencia a la Condesa-Duquesa, su Camarera mayor, que con presagios de lo que al fin vino a suceder, importunamente pretendía hallarse presente a todo.
Dio la señora Infanta gracias a Dios de que la había libertado de las manos del tirano de Portugal, para que después de tanto como había padecido, pudiese una vez verse con S. M., y hacerle notoria la inocencia propia, y la culpa de otro.
Brevemente refirió los tratados de Portugal, mostró todas las copias de sus cartas, llenas de importantes advertencias, y las pocas respuestas que había tenido, y se disculpó de tal manera, que la pérdida de Portugal cargó toda sobre la inadvertencia, y capricho del Conde-Duque. No faltó la Reina a la obligación de perifrasear cuanto dijo su Alteza, de tal modo, que las voces de ambas hicieron altísima impresión en la mente y ánimo del Rey; y se puede decir con verdad que éste, entre los otros golpes, fue el más efimérico y mortal contra la privanza del Conde-Duque.
Los Grandes esforzaron todos juntos la caída del Conde-Duque, y el impulso mayor fue la retirada, y silencio de algunos de ellos, pues con esto consiguieron más, que con las demostraciones, y las palabras.
En este mismo tiempo tuvo S. M. una carta del Ilustrísimo señor Don Garcerán Álvarez, Arzobispo de Granada, y Maestro que había sido de S. M.; verdaderamente sabio y justificadísimo, y que en los últimos años de su edad quiso dar al Rey la última prueba de su amor en los avisos que en la carta contenía, que copiada de su original dice así:
Señor.
Las obligaciones que tengo de mirar por todo el bien de V. M. como que tuve el honor de emplearme en su educación y estudio, siendo su maestro, y los efectos de buen vasallo, no me permiten disimular un punto, sin dar noticia a V. M. de las que tengo del triste estado en que se hallan sus reinos y vasallos: aquellos totalmente perdidos, y éstos sujetos a la vil coyunda de un tirano. Solo Reina en esta Monarquía la maldad, la insolencia, el robo, la sensualidad, y todos los demás vicios, que hacen verdaderamente infeliz a un reino. La justicia no se conoce; el mérito no se premia; la Grandeza se humilla; y los demás vasallos están dando gritos contra la tiranía que les oprime; ¿pero cómo han de ser remediados, si está sordo aquel de quien debían ser oídos? Este es V. M., que habiendo puesto gruesos candados, no oye para remediar, antes escucha para más afligir; pues depuesto de su real autoridad, es Rey en el nombre, teniendo en realidad la Corona un vasallo.
Examine V. M. los fondos de su erario, y verá son ningunos: inspeccione su armada, y hallará sirve más de juguete de las aguas, que de respeto a los enemigos. ¿Qué milicia tiene V. M.? Ninguna. La tropa es trompa que publica al Orbe la desgracia y miseria de España. ¿Pues, señor, en qué consiste esto? En que V. M. no cultiva la viña que heredó, que estando entonces colmada de lucidos pámpanos, la falta de trabajo de su dueño en ella, la ha hecho producir abrojos. La ha reducido a brotar secas ortigas en vez de verdes y fructíferos sarmientos. Tiene V. M. como arrendada esta preciosa heredad. Conténtase con tener el nombre de dueño de ella; pero esto será en breve, como no ser dueño de nada, porque cuando quiera reconocerla, hallará que el infiel arrendador la sacó todo el fruto, y la dejó estéril, seca e infructuosa.
Señor, este mal arrendador es el Conde-Duque de Olivares. Tiene perdido el reino. Tiene a V. M. cautivo. Tiene usurpado el Cetro. Sus órdenes son las veneradas. Las de V. M. o son las que él quiere, o tienen la misma fuerza, que vale sin firma del deudor.
Los Grandes acabaron de ser desde que empezó el Conde-Duque a gobernar con el despotismo que observamos. Los que quisieron oponerse a sus perniciosas máximas, padecieron su enojo, y sintieron su rigor. A todos ha hecho creer que no hay más soberanía que su gusto, y que el que de él se aparte, será víctima de su furor. ¿Y quién tiene la culpa de esto, señor? No otro que V. M. pues lo permite sin causa, lo tolera sin razón, lo disimula, y aún lo empeora sin motivo. Y siendo constante que la dignidad de Rey sería, a no ser hereditaria, tan estimada de los hombres, que abandonarían la vida por alcanzarla: V. M. que nació con ella, la estima en tan poco, que se la ha entregado al Conde-Duque, contentándose con el nombre. Pues no señor, esto no puede ser; o ser Rey, ya que V. M. nació para serlo, o entregar la propiedad al que lo sepa ser. Sujetos elevadísimos tiene la Real Casa de Austria. Nombre V. M. uno que ciña la Corona, y maneje el Cetro, ya que a V. M. le es aquella tan pesada, y éste tan duro. Descanse V. M. de un peso que tanto aborrece; pero deje descansar a sus vasallos de una opresión tan tirana que tanto les lastima. ¿Dónde está, señor, aquel grande entendimiento de V. M.? ¿Dónde su entereza y su justicia? pero todo habrá acabado para que acabemos todos. ¡Oh, lastimosa catástrofe! ¡que ni aún los avisos de la siempre augustísima sangre de V. M. le son suficientes para ser lo que debe, ni para dejar de ser lo que es!
En fin, señor, todas estas voces las produce el amor. Empecé a ser Maestro de V. M. a los siete años de su edad, y dejé de serlo a los diez y seis. Engendróse en mí un amor paterno en tanto tiempo de educación, tan bien empleada entonces, como mal ejercida ahora. Por lo mismo hablo a V. M. como padre, sintiendo sobre mi corazón lo que le ha producido de males, el no haber querido gobernar por dejar gobernarse. Pero aún no es tarde, señor, para el remedio. Lo tiene la lamentable enfermedad de nuestra España, si V. M. quiere dárselo, pues está en su mano. Sea ésta la que rija, la que empuñe el Cetro, la que respeten los propios, y teman los extraños; que firme los castigos y los méritos; la que reparta premios y mercedes; la que desenvaine la espada contra los rebeldes, y alce a los caídos y lastimados; la que defienda a la Iglesia como a esposa de Cristo, que también ha padecido los rigores de la ambición y de la tiranía; y en fin, sea la mano de V. M. la que corte de raíz el mando, el imperio, la soberanía, la autoridad, la malicia, e insolencia del Conde-Duque que con esto solo volverá España a su ser: V. M. a su solio, que hoy se lo tiene usurpado. Los Grandes servirán con desvelo, porque solo reconocerán, que es V. M. su Rey, no al que V. M. les da, que es el Conde-Duque. Los vasallos sacrificarán sus vidas y sus haciendas por su Rey, libres del dominio de un intruso tirano; y en fin, sin este embarazo, V. M. será Rey, habrá paz, habrá abundancia de todo, y habrá sin duda legítimo señor que mande, y rendidos vasallos que obedezcan.
Esto debo aconsejar a V. M., y esto debe V. M. hacer en conciencia, y en justicia. Como Maestro hablo en tono alto y respetable; y como humilde vasallo aconsejo rendidamente lo que tengo por importantísimo a la honra y gloria de Dios, a la mayor grandeza y autoridad de V. M., y al bien universal de su vasta Monarquía.
Nuestro Señor permita, como se lo pido, dar acierto a V. M. en todo, y la larga vida que necesita la cristiandad. De Granada a 24 de Mayo de 1643. Señor, B. L. P. de V. M. Garcerán, Arzobispo de Granada.
Esta carta tan libre, tan verdadera, tan llena de amor, como falta de toda especie de lisonja, labró mucho en el ánimo de S. M., porque siempre veneró, y amó sin rasa a su Maestro. Conocía su justificación, su entereza en defender la justicia, y la verdad, que en todo trataba; y por todo esto empezó a dar un conocido vuelco la privanza del Conde-Duque.
Este, desde que en ella subió al sumo imperio de la Monarquía, desestimando en la mayor parte, o en el todo, la dignidad del Rey, pues la ostentaba sujeta a sus dicciones, y las más veces a sus caprichos, sin embargo de que conocía el altísimo concepto que de él tenía hecho S. M., y la voluntad más que natural, que le debía; aún no le pareció, que con todo esto tenía seguros los pies en los estribos de su dominio y mando, si a usanza de los Gerarquinos, en vez de cortar, a lo menos no humillaba de todo punto las cabezas de los Grandes.
Púsolo en ejecución, y no le costó mucho cuasi destruir la casa del Duque de Lerma, y de Uceda su hijo, que precipitada de la alteza de dos Privanzas (como tengo dicho en mis Anales de quince días), hoy se viera reducida en polvo, si los Duques del Infantado, y Osuna, con dos matrimonios, no la hubieran sustentado, y sostenido.
Prevalecía aquella felicísima planta de la casa de Toledo por su misma grandeza, y por tantos servicios hechos a la Corona; pero la persecución del Conde-Duque, la cortó sin causa, mordiéndola como víbora. Hizo desterrar de la Corte a Don Fadrique de Toledo, que era una de las principales cabezas del reino, y de aquella ilustrísima familia, y le redujo a morir desdeñado, y afligido, sin más culpa, que la de ser inimitable en sus acciones, y libre y verdadero en su hablar.
El Duque de Alva, tuvo solo valor para decir al Conde-Duque lo que era tanto en escrito, como en palabras. Hallábase en Ciudad-Rodrigo el Duque, gobernando aquel ejército, con el valor, celo, y conducta que es notoria; pero mal premiado, y muy resentido de que ínfimos a su calidad lograsen más por la voluntad del Conde-Duque. No se le había dado licencia para venir a su casa, aunque la había solicitado, porque el Conde-Duque temía más, a la verdad, a este gran Señor solo, que a todos los demás juntos. Irritose el Duque de verse mal satisfecho de sus imponderables méritos, y reducido a un honroso destierro, y escribió la Carta que se sigue:
Señor mío: Yo estoy muy maravillado del modo de correspondencia, que V. E. ha tomado conmigo, no respondiéndome jamás a mis sentimientos; que por ser tan justificados, pasaron a ser quejas públicas, y sin duda pienso que la causa de esto es haberse V. E. olvidado, de quien soy; pues a tenerlo presente, temblara solo de pensar en darme a un levemente que sentir; y por lo mismo le recuerdo, que piense bien en que soy el Duque de Alva, que así creo obrará con más comedimiento, cuando no por respeto a mi persona, por miedo a mi valor, bien que no faltará lo uno, ni lo otro.
Yo estoy sentido con sobrada razón; y no sé que tan buena materia de Estado sea para servicio de S. M., ejecutoria en que los que le servimos con descomodidades, con honra, y valor, como yo, seamos los desvalidos, y olvidados, y solo negocien los Ministros, que hieren solo con estocadas de pluma, llenos de vanidad, de ambición, y de cobardía, y que por su oficio se venden caros en la Corte como V. E.
Cuando se publicó la desigualdad del cargo de Monterrey, lo representé a V. E. (esto fue no obstante, que conocí, que no hay igualdad con los que son al gusto de V. E. sean buenos o malos) por contemplar convenía así al servicio de S. M., y ahora que veo, que para obligar al señor Condestable de Castilla a que salga de ahí, le han pagado cuanto le debían de sueldos, y señaládole mil escudos al mes: bien se deja discurrir si me habrá causado novedad como a todos; a que se añade el ver, que no siendo estos señores míos, ni el Almirante, Príncipe de Botera, ni el Marqués de los Vélez, más soldados que yo, ni manejado más negocios, no se les hayan dado gobiernos en las armadas, sino grandes sueldos en el ocio; porque no sirven para otra cosa, y son estos parecidos a V. E. por cuya confrontación de genios y de espíritus, los ofrece y eleva.
Yo discurrí, aunque mal, que solo de la mano de V. E. pudiera esperar el premio de mis altos servicios; pero me salió errado el juicio, pues solo se dirigen los premios que da V. E. a niños, y a mujeres; cosa por cierto indignísima, y extraña de que se permita practicar en una Monarquía, donde estamos, y nacimos tantos hombres, que sabemos serlo en todo lance.
Lo desproveído, y mal asistido que está mi distrito, saben V. E. y todos, pero nada se remedia; antes cada día se experimenta en más deplorable estado, sin que a mis avisos se conteste con otra cosa, que con palabras, que no se cumplen; y si V. E. piensa, que por no tener deudos Teatinos, ni Agentes, he de perder en este juego de trampas; sabré muy bien lo que he de hacer, con los ejemplares que tengo; pues debía V. E. haber tomado con más veras esta comisión sin hacer negocio propio, de lo que es tan del servicio de S. M. Y sepa V. E. que los intereses civiles de conveniencias, los soltaré fácilmente; mas los que tocan a la reputación de mi casa y persona, no tienen medio; o satisfacérmelos con particularísima atención, o darme licencia para que me vaya a mi casa; que me pongo colorado para decirlo; pues no se yo que pueda haber honra, ni favor, ni utilidad, que vengan sobradas al cúmulo de mis méritos.
V. E. se sirva responderme con resolución, pues a no tomarla con brevedad, no la esperaré aquí. Y créame V. E. que ya no puedo dejar a mis hijos los acrecentamientos de hacienda, ni puestos, que solían mis abuelos; pero en lo que toca a la conservación escrupulosa de la autoridad de mi casa, habré de conservarla por encima de los penachos más altos, sin que el ruin uso del gobierno presente sea capaz de detenerme, antes como ruin me tomaré mayores fuerzas para contrastarlo. Nuestro Señor guarde a V. E. muchos años. De Ciudad-Rodrigo, y Agosto 3 de 1642.= El Duque de Alva.
Es cierto que lo fuerte del estilo del Duque de Alva en esta carta, movió lo bastante para que se le diese licencia para salir de Ciudad-Rodrigo, y venir a su casa; pero también es verdad, que vivió siempre sin favor alguno; y en los últimos años de su venerable vejez, siendo Mayordomo mayor de S. M. por no estar sometido a las injurias del gobierno del Conde-Duque, se retiró a una Villa suya, donde trocó el trabajo de una vida peregrina, por la quietud de una muerte deseada.
El Duque de Fernandina, Marqués de Villafranca, hermano mayor de Don Fadrique de Toledo, y una de las principales cabezas, que ha quedado de la grande casa de los Toledos, estuvo preso por el Conde-Duque en Odón; pero ha sabido vivir haciendo tal desprecio de esta violencia, que cada día en su espléndida mesa, brindaba muchas veces con vino exquisito, a la esperada caída del tirano de España, que así llamó siempre al Conde-Duque.
Al Duque de Arcos, al cual por las grandes partes de su sangre y valor, le tenía el Rey singular afecto, le tuvo mucho tiempo el Conde-Duque retirado de Palacio, porque no hiciese con su presencia, las operaciones que temía.
Al Duque de Maqueda tenía por hombre desbaratado; al Conde de Lemus por loco; al Conde de Altamira por frío; y últimamente, a todos los demás por inútiles. En su estimación ninguno era digno de grandeza, ni de su afición, sino el Conde de Monterrey, y el Marqués de Leganés, que casi desde la baja fortuna de sus nacimientos, y de las miserias de sus haciendas, los ha prodigiosamente levantado a la grandeza de los mayores gobiernos de Nápoles, y Milán, y a la abundancia de aquellas riquezas, conocidas en el mundo, que han sabido sacar violentamente de los montes, y traídolas a su casas, sacrificando la mayor parte de ellas, en las torpezas de su dueño, y mantenedor.
Estos fueron los únicos favorecedores del Conde-Duque, y los dos Martes de España, destinados únicamente para consumir los tesoros del Rey; el uno en Portugal en lascivias y comedias; y el otro disipando el ejército de Cataluña con sus poltronerías, y con la continua hambre, para llenar su insaciable codicia.
El Almirante de Castilla, a quien le viene estrecha toda ponderación para celebrar sus virtudes, fue el único a quien no pudo derribar de la gracia de S. M. el Conde-Duque. Conocía el Rey sus partes y alto talento, y jamás consintió en las proposiciones varias que contra él hizo el Conde-Duque. No ignoraba el Almirante deber a éste la misma voluntad, que le merecían todos; pero siempre supo mantener su autoridad con entereza, haciendo desprecio público del poder del Conde-Duque.
Cuando S. M. estuvo en Zaragoza, y todos los señores le ofrecieron sus caudales por mano del Conde-Duque, sin librarse de esta lisonja que le hicieron, ni aún la Reina nuestra señora, como queda advertido; el Almirante solo faltó a éste, que tuvo por indecoroso cumplimiento; y así remitió su carta y ofrecimiento en derechura a S. M., alejándose mucho de incensar al Conde-Duque en este ni en otro asunto. Y por ser la nota, y máximas de la carta, que remitió al Rey del Padre Hortensio; pongo aquí un fiel traslado suyo, que es el siguiente:
Señor,
Las obligaciones de mi casa solo tienen de grandes servir a V. M., y mis padres y abuelos solo supieron acudir a este reconocimiento con hechos y caudales; y esta estimación heredada, es y será siempre el único blasón de mi casa. Todo es de V. M.; y esto lo digo para que mi ofrecimiento no presuma de dádiva. La hacienda y los estados, cuando los gozo, me parecen algo, mas cuando los pongo a los pies de V. M. los contemplo como cosa de cortísima importancia.
Solo una cosa hallo, que pueda dar un vasallo como yo a V. M. en esta ocasión, y es queja sobre queja, por no haberme mandado, que en su servicio acompañase la persona a la hacienda; pues tendría por mayor merced el que V. M. se sirviese de ella, que la que a mi casa hicieron sus gloriosos antecesores fundándola: y por no desfavorecer la parte que de ella doy a V. M. no la señalo; pues para mí me sobrará la que V. M. me dejare, pues de lo demás debe valerse en la ocasión presente, como más propio suyo, que ningún otro heredamiento; y con todo, hasta que V. M. mande vaya mi casa entera a sus pies, me atrevo solo a que acompañen a ésta doscientos mil pesos en buena moneda, rogando a V. M. me remita su real cédula, para poder vender todos mis mayorazgos, y remitir su producto a V. M. como a su legítimo dueño.
Guarde Dios la real y católica persona de V. M. como la cristiandad ha menester. De Madrid a 19 de Noviembre de 1642.= El Almirante.
Esta carta fue de tanto gusto para S. M. como de sentimiento para el Conde-Duque, porque no hubiese ido por su mano como todas las que sobre este asunto le escribieron los señores; y procuró con cuantos medios pudo desviar de la estimación de S. M. no solamente la ofrenda del Almirante, siendo tan grande como propia de tal vasallo, sino su persona, lo que no pudo conseguir, como en otros Grandes, por lo mucho que el Rey le estimaba, aunque al fin con el pretexto de ser muy importante la persona del Almirante para el gobierno del reino de Nápoles, hizo saliese para él con toda su casa en Enero de 1643.
Viendo los Grandes de nuestra España que el Conde-Duque no hacia alguna estimación de ellos, lo cual verificaron mucho más en Zaragoza; se retiraron de tal manera de la presencia de S. M. (que es tan propia suya) que ninguno asistía, como solían, a verle comer; ni le servían en la caza, y así pocos le acompañaban en la Capilla, ni en otros actos públicos, y se notó por rarísima novedad ver en el día de Pascua de Navidad hallarse en el banco de los Grandes solo al Conde de santa Coloma.
En el tiempo de la privanza del Conde-Duque advirtió el Rey el poco respeto que mostraban los Grandes a su real persona, no acompañándole en parte alguna; pero jamás se dio por entendido, hasta que en la ocasión presente en que iba cayendo por instantes de su real gracia el Conde-Duque; preguntó un día al Marqués del Carpio, ¿si sabía la causa de haberse retirado tanto los Grandes de su real persona? El Marqués, que estaba, como todos, con vivos y justísimos sentimientos del Conde-Duque, viéndose con la espada desnuda en la mano, hirió libremente a su contrario en el nombre de cuantos le tenían por tal, que eran infinitos. Respondió a S. M. que la causa de aquella ausencia era el ser tan mal vistos, como nada favorecidos del Conde-Duque; y que por esto llegaron a juzgar era mejor privarse del gusto de asistir a S. M. que hacerse sospechosos con él, y darle ocasión para que probasen los rigurosos efectos de sus celos, como inocentemente lo habían experimentado otros muchos.
Esto dio un vaivén más que ordinario al árbol que ya comenzaba a caer; y en estos mismos días preguntó el Rey al Consejo de Guerra, por un papel, del estado presente del ejército de Cataluña, y de qué manera se podría juntar dinero para la futura campaña, y hacer gente. Respondió el Consejo, que el ejército de Cataluña de treinta mil hombres, se había reducido a menos de cinco mil. Que era muy necesario el engrosarle, porque los Franceses amenazaban mucho para la Primavera; y que en cuanto a dinero, esto estaba al cuidado de la Junta particular, que había para ello instituido el Conde-Duque, y hecho cabeza de ella al Conde de Monterey.
En virtud de esta respuesta, hizo instancia S. M. a la Junta para saber lo que podía, y debía hacer en este caso; a lo que le respondió, que eran muchas las dificultades que se hallaban en los Asentistas, para la prevención de seis millones que eran necesarios. El Rey sintió tanto esta respuesta, que dijo: Yo acudiré a lo que tanto importa, y no otro.
Agregose a todo lo referido el memorable caso de la Ciudad de Segovia, que fue a 5 del mes de Enero de 1643, y se redujo a que entraron de noche con violencia seis hombres enmascarados en la casa del Corregidor de dicha Ciudad; y pensando éste que fuesen ladrones, todo turbado, les ofreció el dinero, y cuanto tenía, con tal que no quitasen a ninguno de su familia la vida. Uno de ellos le respondió: Que no eran sujetos que se empleaban en robar, sino en servir al Rey, y a la Patria. Y dándole un pliego para S. M. continuó diciendo: Que pues estimaba tanto su vida, el modo de no perderla en aquel instante, era salir en el mismo para Madrid, y poner en manos de S. M., sin que de ello tuviese la menor noticia el Conde-Duque de Olivares, aquel pliego, que contenía secretos muy importantes al bien público, y al servicio del Rey.
No se apartaron del Corregidor hasta que le vieron montar a caballo, y tomar el camino para la Corte, en el que le amenazaron con que habían de quitarle la vida donde estuviese, si no cumplía como caballero, vasallo y buen Ministro de S. M., con aquel importantísimo encargo; el que ofreció cumplir el Corregidor con toda exactitud.
Llegó éste a Madrid, y tuvo Audiencia particular de S. M. en cuyas manos puso el pliego cerrado, y habiéndole leído, mandó al Corregidor volviese a su Gobierno sin estar con el Conde-Duque, ni otro Ministro alguno, y hasta ahora no se ha penetrado lo que el pliego contenía, aunque se ha formado juicio, que fuese perjudicial al Conde-Duque, fundándose en que los enmascarados previnieron al Corregidor no le diese, pena de la vida, al Conde-Duque, como era costumbre, sino que inmediatamente a S. M. como lo ejecutó.
En efecto, a su regreso a Segovia, salieron a recibirle los mismos enmascarados, y le preguntaron, si podían quedar seguros de que había puesto en manos de S. M. el pliego, sin sabiduría del Conde-Duque, ni de otra alguna persona; a lo que respondió, que sí, y que S. M. le había mandado volverse al instante.
A lo expresado se juntó otra cosa, que fue sin dificultad eficacísima para acabar de disponer el ánimo de S. M. a deshacerse totalmente del Conde-Duque. Fue, pues, el caso, que el Marqués de la Grana Carreto, Embajador del Emperador en esta Corte, trajo consigo, cuando llegó a ella, aquel valor hereditario de la ilustre sangre de los Carretos, bien conocida en el mundo, sin separarle de la libertad, y sinceridad Alemana. El valor, la prudencia y experiencia que manifestó por tantos años en el Arte Militar en Italia, Flandes y Alemania, eran aquí bien notorios, a lo que añadiendo las prendas personales que mereció a la naturaleza su suficiencia, su bondad y cortesano trato para todos; le granjearon en esta Corte un afecto general, pero la libertad de su hablar en materias de Estado, bien que nacida de su misma ingenuidad y celo, con que como Ministro y vasallo del Cesar trataba todas las cosas pertenecientes a la casa de Austria, le hacía odiosísimo al Conde-Duque, cuyas orejas estaban únicamente acostumbradas a oír adulaciones que representaban idolatría, y novedades descubiertas, aplicadas con malicia a las inclinaciones suyas.
Este odio permaneció algún tiempo, si no en el todo, en la mayor parte, escondido en el pecho del Conde-Duque; pero al fin se descubrió en el Consejo de Estado que se tuvo en Molina de Aragón; en el cual por expresa orden de S. M. se halló el Embajador.
En este Consejo se trató, si era bien que S. M. saliese de Castilla, y se pusiese al frente de su ejército, o no. Defendió el Conde Duque esto último, y con él concurrieron todos, exagerando las infundadas razones del Conde-Duque el Licenciado Joseph González. Habló el último el Embajador, y él solo fue de parecer contrario a los otros, y probó con fuertísimos argumentos, que el Rey debía salir de Castilla para Aragón, y dejarse ver del ejército de Cataluña.
Pareció tan mal al Conde Duque, que el Embajador contradijese sus razones conocidas por tantos Ministros Españoles, que solo sabían lisonjear su dictamen, que manifestó su enojo sin reparo alguno; y aún contra los buenos ritos y constituciones de los Consejos, en los cuales los votos son libres, y sin réplica, tuvo aliento el dicho Licenciado Joseph González, Archimandrista del Conde-Duque, para contradecir las razones del Embajador, tratándole con libertad de poco práctico en semejantes materias; lo cual obligó al Embajador a descomponerse, y decir a Joseph González, que en lo que tocaba a Bartulo y a Baldo le cedía el derecho como a tan buen Letrado; pero que en dar consejo a los grandes Príncipes en lo perteneciente a la guerra, era propio de los Generales y Caballeros, como él lo era, y no de Doctores de obscuros nacimientos, indigno por ellos de semejantes actos, y que las doctrinas de la guerra se estudiaban con el honrado estruendo de los arcabuces en la campaña, y no a la luz de los candelones en las chozas.
Fue grande el sentimiento del Conde Duque por este desahogo del Embajador, y desde entonces llamaban a éste él y sus aduladores Sócrates borracho. Mas con todo esto S. M. desaprobó el parecer del Conde-Duque, y del Consejo, y solo estimó al único del Embajador, mandándole se lo diese por escrito; lo que hizo inmediatamente, no sin implacable mortificación del Conde-Duque, y del Consejo; a quienes fue mucho más sensible el oír a S. M. alabar públicamente el dictamen del Embajador; por cuya razón el odio que el Conde-Duque le tenía, se convirtió en horrible rencor; y obrando siempre con él, dio tan extraordinarios disgustos al Embajador en Zaragoza, que le causó con ellos una peligrosa enfermedad no sin sospecha de veneno; de lo que fue avisado con cartas anónimas que recibió el mismo Embajador; el cual en los principios de su convalecencia, con licencia, y buena gracia del Rey, se volvió a Madrid.
Como Dios favorece siempre a los inocentes verdaderos, a los veinte días de haber llegado el Embajador a esta Corte, le puso las armas en la mano, sin haberlas solicitado, para que pudiese con ellas herir libremente la soberbia del Conde-Duque. Fue el caso que S. M. escribió de su mano al Embajador, en que le decía pasase al ejército, si se hallaba enteramente restablecido, pues en él hacia gran falta su persona. Excusose el Embajador con decir se hallaba a los principios de su convalecencia, y que el Emperador su amo le mandaba dijese a S. M. no podía remitirle a Gill de Aus con los regimientos que le había prometido, por hallarse en mucha necesidad después de la batalla de Lipsie, en la cual el Archi Duque había sacado la peor parte.
Tocado todo esto en su carta, proseguía en ella poniendo en la consideración de S. M. que las cosas de la Casa de Austria iban tan a menos cada día, que si no se remediaban de todo punto, quedarían sujetas a una irremediable necesidad. Que considerase S. M. la calidad de la persona que le había perdido a Portugal, a Cataluña, a Mantua, y otros muchos reinos y plazas, y tenía aniquilados el erario, y los vasallos; que ya sabía era el Conde-Duque, y que tomase en vista de ello aquella determinación propia y correspondiente a tales delitos, y conforme a los ejemplares, que a S. M. habían dejado sus gloriosos antepasados.
Comunicó esta carta al Embajador con la Reina, y todas las órdenes que tenía; y después de una Audiencia secreta de dos horas, parece se resolvió entre S. M. y el Embajador añadir a la misma carta otras cosas tan verdaderas como opuestas a la privanza del Conde-Duque. Cada uno puede juzgar lo que diría, y obraría en este hecho el Embajador, como injustamente ofendido del Conde-Duque, y con ocasión oportuna para vengarse. S. M. le respondió, que luego que se restituyese a esta Corte, daría exactas providencias para remediar lo que estaba tan perdido.
A todas estas novedades, que vinieron dándose la mano unas a otras en pocos días, y alteraron eficazmente el ánimo de S. M., se agregó últimamente, y parece fue la más terrible, la de que el Príncipe Don Baltasar Carlos, que tenía cerca de 16 años, con admiración general permanecía criándose en poder de mujeres sin familia, sin trato con hombres, y sin la menor libertad. Había mucho que el Rey su padre deseaba ponerle casa, y que se sirviese como a tan gran Príncipe convenía; pero el Conde-Duque con varios entretenimientos y pretextos iba alargando la ejecución por dos fines. El primero, porque siendo el Príncipe vivacísimo, no mirase por defuera aquello que no se le permitía viese por dentro, embobado en los entretenimientos de la Condesa-Duquesa, que le manejaba, e inclinaba como a ella le parecía. Y el segundo, por dar tiempo a que su bastardo hijo saliese de sus vastísimas costumbres, y que por medio del matrimonio con la hija del Condestable de Castilla Doña Juana de Velasco, de un Hábito, y una Encomienda en la Orden de Alcántara, y de la Presidencia del Consejo de Indias (a la cual estaba ya vecino) se calificaba de manera, que el oficio de ayo tan considerable, no le lastimase los huesos como la silla al asno.
Por estos mismos días de Navidad, en los cuales ya estaba vacilando la privanza del Conde-Duque; S. M. mismo formó una lista de las criados que habían de servir al Príncipe; la que entregó al Conde-Duque, para que se proveyese de todo aquello que fuese necesario para la nueva real casa con toda prontitud. De los criados que la lista contenía reprobó muchos el Conde-Duque, con la satisfacción que tenía en su valimiento; pero quedó asombrado oyendo decir al Rey: “Estos criados han de servir, y no otros; y en cosa que yo determine, no volváis a replicarme, porque experimentareis mi enojo.”
Mucha confusión causó al Conde-Duque esta respuesta de S. M.; pero fue sin tasa, cuando por su parecer sobre el cuarto que se le había de poner al Príncipe, dijo: Que estaría bien en el de su Alteza el Señor Infante Cardenal; a que replicó muy airado S. M.; “¿Y por qué, Conde, no estará mejor en aquel que habitáis ahora vos, que es propio del primogénito del Rey, y en el que estuvo mi padre, y estuve yo cuando éramos Príncipes? Desocupadle inmediatamente, y tomad casa fuera de Palacio.”
Quedó atónito el Conde-Duque y se ausentó de la real presencia temblando; aunque bien echó de ver, que estos eran amargos anuncios de su pronta caída. Luego que salió el Conde-Duque, entró la Reina, quien exageró con forma extraordinaria la insolencia del Conde-Duque, y se aceleró la determinación del Rey, que la tomó la misma noche del Jueves; escribiendo de su mano al Conde Duque un papel, que parecía billete, y era orden, por la cual le mandaba no se entremetiese más en el Gobierno, y que se retirase luego a Loeches, hasta que otra cosa se dispusiese
Y porque este suceso está lleno de admiraciones, para satisfacer la de V. E. diré por menor todo aquello que pasó desde el Jueves 15 de Enero de este presente año de 1643 por la noche, dos días antes de san Antonio Abad, hasta el Viernes de la semana pasada 23 del mismo mes de Enero, que fue el día de la salida, y partida del Conde Duque de la Corte.
Este quedó inmóvil habiendo visto la orden de S. M. y no pareciéndole a propósito en tanta congoja desahogarse con otra persona que con su mujer, que a la sazón se hallaba en Loeches, la despachó al punto un correo con la misma orden.
La Condesa, antes del día se puso en camino para Madrid, llorando siempre con admiración de los que la acompañaban, que eran muchos. Luego que llegó a su casa, se encerró con su marido por dos horas, no habiéndose hasta ahora penetrado lo que trataron en tanto tiempo. Lo cierto es, que después pasó a hablar con S. M. de quien fue brevemente despedida. La noche del mismo Viernes se echó llorando a los pies de la Reina, suplicándola los favoreciese con su intercesión, en virtud de los continuados méritos y servicios de su marido. La Reina redujo a pocas palabras su respuesta, que fue: “Condesa: lo que ha hecho Dios, los vasallos, y los malos sucesos, no lo podemos deshacer el Rey, ni yo.”
El Viernes 16 de Enero estuvo todo esto tan oculto y escondido, que no lo supo otro, que Don Luis de Haro, sobrino del Conde-Duque, aunque tan odiado de éste, que ni aún le había enviado pocos días antes el pésame de la muerte de la Marquesa del Carpio, que era hermana mayor, de madre de Don Luis, el cual procedió en este caso tan generosamente, y tan como debía a quien era, que sin influjo alguno, vio a S. M., y arrodillándose a sus pies le suplicó, que ya que su real orden era irrevocable, a lo menos se ejecutase con aquel decoro y suavidad que pudiese ser, pues era muy propio de la clemencia de S. M.; y alcanzó con esto no solamente que se pudiese detener en Palacio tres días más el Conde-Duque, e intervenir en los Consejos y Juntas, y que diese Audiencia en los negocios particulares suyos, sino también que en compañía del Pronotario, y de Alonso Carnerero, mirase todos las papeles de las Secretarías, y quemasen cuantos el Conde-Duque dijese; como en efecto se hizo así convirtiendo en cenizas una fuerte porción de ellos, en que habría harto que ver y notar, si el público los viera; lo cual pareció un exceso grandísimo de benignidad y clemencia en S. M.
El mismo día Viernes procuraban muchos Audiencia del Conde-Duque; pero éste mandó se dijese a todos, que no estaba bueno, y no admitió a ninguno de los muchos señores que iban a verle comer.
El Sábado por la mañana mandó S. M. que le pidiesen la llave secreta que tenía de su real Cámara, en la que con este auxilio entraba cuando le parecía. La misma mañana pidió el Conde-Duque Audiencia a S. M., y se la dio en público, estando presentes el Patriarca, y otros muchos señores, la que duró un cuarto de hora; y aunque S. M. tenía por costumbre fijar los ojos en la cara del que le hablaba; en esta ocasión no se observó, pues mientras habló el Conde Duque tuvo S. M. la vista a otro lado, manifestando la poca atención, y menos cuidado con que le oía.
Luego que se apartó S. M. el Conde-Duque entró en una Junta, en la cual mostró generoso señorío, sin descubrir el menor asomo de tristeza; y trató tan mal a los Secretarios, que ellos mismos dijeron después, que en aquella ocasión manifestó tanta entereza como cuando estaba en la mayor altura.
Algunos Embajadores le pidieron Audiencia después de comer, y no la obtuvieron, respondiéndoles que no estaba bueno. Últimamente, la misma noche de san Antonio Abad se publicó en Palacio la caída del Conde-Duque, con tanta alegría de ambos sexos, que no puede ponderarse. El día siguiente salieron en consonantes muchos papeles que alababan en extremo la determinación de S. M. Muchos me gustaron, y en particular uno que se halló fijado en las puertas de Palacio, y solo contenía ésta
Redondilla.
El día de san Antonio
se hicieron milagros dos,
pues empezó a reinar Dios,
y del Rey se echó al demonio.
El Domingo 18 de Enero tuvo Madrid una alegría tan grande, al publicarse esta tan deseada noticia, que a no haberse moderado por una voz que se esparció entre todos, de que el Conde-Duque con su gran maña había vuelto a la gracia de S. M. y a manejar las riendas del Gobierno, sin duda se habrían celebrado fiestas públicas. Por lo menos todo este día arrojaron el pan, y la fruta a quien lo quería de valde, en señal de regocijo y complacencia.
El Lunes salieron el Rey, la Reina, el Príncipe, la Infanta, y la Duquesa de Mantua en público, dirigiéndose al Convento de las Descalzas Reales. Fueron seguidos del numeroso Pueblo, que a gritos decían: vivan los Reyes, y el Príncipe nuestros señores, y muera el mal gobierno.
En este mismo día, que era el último, y determinado para la partida del Conde-Duque, procuró éste por la intercesión de su sobrino Don Luis de Haro, alguna prorrogación, la que obtuvo en esta forma: Que el Rey se iría el Miércoles 21 al Escorial, para volver el Jueves 22 por la noche, y asistir en la real Capilla Viernes 23 a la fiesta solemne de san Ildefonso, Arzobispo de Toledo; y que a la vuelta de S. M. precisamente había de haber partido el Conde-Duque de Madrid.
Sin embargo de todo lo referido, el Martes 20 de Enero, se intentó de nuevo con todas las imaginadas sumisiones de la Condesa su mujer, el suspender la salida del Conde-Duque, pero todas le salieron vanas, y sin fruto; con lo cual, rabioso el Conde-Duque contra la Reina, a quien culpaba de única causa de sus tragedias: ostentó luego que pasó el Rey al Escorial, todas aquellas acciones en los Consejos y Juntas, como en las Audiencias que daba, que pudiesen hacer creer no saldría ya de la Corte, y que gozaba la misma Privanza que antes; lo que entibió en mucha parte la alegría común, y ofuscó de manera el alto entendimiento de la Reina, y la puso tan sospechosa, que el Miércoles por la noche escribió un billete al Rey sentidísima, manifestando, que las operaciones del Conde-Duque en público, más eran de Valido, que no temía a su Rey, que de desterrado por su orden.
El Jueves 22 por la tarde, se notó por cosa muy extraordinaria, que diez Grandes de España, que fueron: Infantado, Lemus, Hijar, Benavente, Villafranca, el Condestable, Fuensalida, Béjar, y Osuna, saliesen a recibir a S. M. una legua de Madrid, y viéndolos el Rey les preguntó: ¿Qué cosa podía haber sucedido en Madrid, que les obligase a venir en tanto número? Don Fernando de Borja, que iba con ellos, respondió: Que había llegado el tiempo en que S. M. conociera la verdadera ley, y voluntad rendida de los Grandes, y que si antes no asistían a su real persona, como era justo, fue porque no lo permitía la malevolencia del Conde-Duque, recelándose tal vez, de que alguno declarase a S. M. sus maldades y conocidos defectos; y que ya que este enemigo de la España faltaba de su tirano gobierno: todos seguirían continuamente el coche de S. M. como obsecuentes criados.
Con esto llegaron a Palacio; y apenas se apeó de la carroza, preguntó si el Conde-Duque se había ido; y entendiendo que no, se volvió a Don Luis de Haro le dijo: “Decid al Conde-Duque al instante, que si no ha marchado mañana a las once del día, he de hacer le corten la cabeza en la misma mañana.”
Fue imponderable el júbilo que estas voces causaron a los Grandes que estaban presentes. Don Luis de Haro partió inmediatamente a dar tan triste noticia a su tío; el que con ella añadió nuevo pesar a su melancolía, y conociendo que ya era desesperado e irremediable el caso, se ajustó a partir, y gastó toda la noche en reveer y quemar papeles.
La mañana siguiente bien temprano procuró hablar a S. M.; pero no pudo conseguirlo. Lo cierto es que salió de Madrid a las nueve del día, y el que tardó en irse, parecieron a todos muchos siglos. Tal era el deseo y ansia con que generalmente se apetecía su ausencia.
La partida no se hizo sin artificio; pues no ignorando el Conde-Duque lo mucho que el Pueblo le aborrecía, y que corría peligro de ser maltratado, si de él se dejaba ver; para asegurarse de tan fuerte riesgo, tres días antes hizo prevenir cuatro coches, y muchas mulas, como si entonces hubiera de partir. En este día 23 dio igual disposición; pero mientras los coches estaban en la Priora (que es la parte de atrás del Palacio ) él por las puertas de la cocina secretamente se puso en un coche viejo con cuatro mulas, y tiradas las cortinas, en medio de dos Padres de la Compañía, como si fuera al patíbulo, tomó el camino de la calle de Atocha, y partiendo en el mismo tiempo por la parte de la Priora las otras carrozas con sus criados, hubo gran rumor entre muchos; y el Pueblo, creyendo que iba allí el Conde-Duque, descargó sobre el tren una furiosa tempestad de piedras, de tal modo, que para aquietarle fue necesario manifestarle lo interior de las carrozas, y que viese claramente que en ninguna de ellas iba el Conde-Duque.
Con tal arbitrio llegó éste sin peligro a Loeches, lugar de ochenta casas, y en el que la Condesa mandó edificar un Convento de Monjas Dominicas Recoletas, que es uno de los más preciosos de España, distante cinco leguas de Madrid.
La Condesa aún permanece en Palacio en el gobierno del Príncipe, y de las Infantas; pero sin la autoridad que tenía en la Cámara de la Reina, pues para entrar, tenía que pedir licencia, y rara vez se la concedía. Créese se retirará, o harán retirar presto a acompañar la caída del marido, después de haber gozado en su compañía la mayor grandeza.
Así con gusto universal ha tenido fin el desdichado Gobierno de Don Gaspar de Guzmán, hijo del difunto Don Enrique, Conde de Olivares, que engendró en Roma, siendo Embajador de Don Felipe II, teniéndose por mal agüero que naciese en el Palacio, en que nació Nerón, mereciendo por sus acciones, que un sobresaliente ingenio Español{2} le llamase el Nerón hipócrita de España, porque todas las obras del Conde-Duque fueron siempre crueles, aunque sin deliberaciones; violentas, aunque sin ruido; sus modos corteses, aunque sin amor; y sus palabras benignas, aunque sin efecto. Por ser el tercero de su casa se aplicó a los estudios; y en la Universidad de Salamanca fue Rector año de 1602, y en concurrencias de doctísimas personas, obtuvo un Canonicato en Sevilla, desde donde vino a la Corte, en tiempo que D. Baltasar de Zúñiga valía mucho con Felipe III, por haber caído de su privanza el Duque de Lerma, y con este apoyo le fue fácil a D. Gaspar el entremeterse, tan industrioso como lisonjero, en la familiaridad de un tan gran Rey como el señor D. Felipe IV, que entonces era Príncipe; a cuyo genio se acomodó halagüeño de todas maneras, y se halló dueño absoluto de su bondad, cuando por muerte de su padre sucedió en la Monarquía.
Para afirmarse con toda seguridad en el lugar supremo de su privanza, alejó de S. M. los Príncipes de la sangre, y en particular al Príncipe Emanuel Filiberto de Saboya. Amedrantado el Conde-Duque del espíritu fuerte, generoso, y no enseñado a sufrir adulaciones, y merecidos respetos del Infante Don Carlos, que en todo era el ídolo de España, y resentido de algunas públicas amenazas que su Alteza le hizo para corregir su orgulloso y destemplado gobierno, se cree fue la principal causa de su temprana muerte, abreviándole la vida con la fuerza de un veneno. Alejó también del lado de S. M. al Infante Cardenal Don Fernando, con el honroso pretexto, y necesidad de asistir a las guerras de Alemania, y Gobierno de Flandes.
Arrojó de la Corte a aquellos señores grandes, que con su crédito y saber, podían serle perjudiciales, y quitó de manera la dignidad a los que quedaron, que no teniendo de quien temer, era el árbitro de la Monarquía, como señor de la voluntad del Rey.
Desterró, y castigó a otros muchos; porque declaman contra él, ya pública, y ya secretamente; pero no menos sensible que todos estos destierros imprudentes, fueron para España (tan propensa, y amante a la Augustísima casa de Austria) las tiranías que cometió el Conde-Duque, mediante la inteligencia del Marqués de Leganés, el Conde de Siruela, y el Gobernador de Milán, todos tres hechuras suyas, maltratando todo lo posible a los Príncipes de Saboya, y particularmente al Príncipe Tomás, por vengarse de las mortificaciones que muchas veces, y con razón, dio la señora Princesa de Cariñana a la Condesa-Duquesa su mujer, la cual no perdonó jamás los resentimientos y disgustos, que recibió tanto de la Princesa, como del Príncipe su marido; y por lo mismo, y dejar satisfecha, y desagraviada a su mujer con la venganza, llevó siempre el Conde-Duque la mira de destruirle por cuantos medios le fueron posibles, sin atender a los considerables daños que de estas acciones viles habían de resultar a S. M.; lo que sin duda se habría experimentado, si el Príncipe no se hubiera resuelto a tomar el partido más honroso y conducente que pudo proporcionar; pero porque no pudo (por más que con varias sutilezas lo intentó muchas veces) por leyes divinas y humanas conseguir el Conde-Duque la separación de la Reina del lado del Rey, ha permitido Dios que S. M., después de una sufridísima disimulación de veinte años, haya obrado contra él todo aquello que tal vez él deseaba obrar en contra suya.
Siempre alabaron mucho al Conde-Duque de no haber recibido regalos; pero aquellos sujetos, que penetran las cosas a fondo, aunque esto no negaban, lo tenían por máxima o fundamento para que estribase mejor su privanza; porque siendo tan avaro, había descubierto el verdadero y eficaz modo de acumular tesoros, sin que pudiese ninguno notárselo. Lo primero obtuvo un privilegio para gozar Encomiendas en todas las Ordenes Militares, teniendo solamente la Cruz de Alcántara, por lo cual gozaba cuarenta y dos mil ducados. Hízose declarar Camarero mayor del Rey; cuyo oficio, desde el feliz reinado del Emperador Carlos V no le había, como ni tampoco el de segundo Camarero, sirviéndolo todo desde entonces el Sumiller de Corps; por cuyo empleo gozaba diez y ocho mil ducados. Por el de Caballerizo mayor del Rey, veinte y ocho mil ducados. Por el de gran Canciller de las Indias, cuarenta y ocho mil ducados. Por el de Sumiller de Corps doce mil ducados; de cuyos cuatro oficios sacaba ciento y seis mil ducados, sin lo que sumaban todos los gajes, y propinas que él se apropiaba.
Lo que importa más que todo es los inmensos tesoros que sacó de las Indias, en esta forma. Cuando partían los Galeones de Sevilla y de Lisboa, hacía cargar cantidades exorbitantes de vino, aguardiente y trigo, procedidas de su Estado de Olivares; y como tenía los puertos francos (que es lo que más importa) y vendía estos géneros en Indias a precios muy subidos, le producían mucho. Allá hacía se emplease todo este dinero en joyas, drogas, cochinillas, y otros géneros que valiendo en las Indias a poco precio, se venden en Europa con notable estimación; de modo, que en un juicio prudente, ganaba cada año en este trato doscientos mil ducados; y con todo esto se asegura que ha dejado arruinado el real Erario; porque jamás dio cuenta de la Administración de la real Hacienda.
Compró a la Ciudad de Sevilla la Alcaidía de los Alcázares, que le valía a el año cuatro mil ducados. A la misma Ciudad compró asimismo la Vara de Alguacil mayor de la Contratación, que le valía al año seis mil ducados. Consiguió por merced de S. M. la Villa de san Lucar de Barrameda, con título de Duque, y grandeza para su casa; cuyas alcabalas, y demás derechos le valían cincuenta mil ducados al año. Para la Condesa su mujer sacó la merced de Camarera mayor de la Reina, que no hay ejemplar haya tenido mujer casada este empleo; pues no puede estar tan desembarazada, como la Reina la ha menester a todas horas; cuyo salario al año era el de veinte y cuatro mil ducados; y por Aya del Príncipe Don Carlos, y las Infantas gozaba otros veinte mil ducados, con admiración común.
Suma de lo que importaban al año las mercedes que logró el Conde-Duque.
Las Encomiendas de las tres Órdenes Militares | 42.000 |
Por Camarero mayor | 18.000 |
Por Caballerizo mayor | 28.000 |
Por gran Canciller de las Indias | 48.000 |
Por Sumiller de Corps | 12.000 |
Por un Navío cargado para Indias | 200.000 |
Por Alcaide de los Alcázares de Sevilla | 4.000 |
Por Alguacil mayor de la casa de Contratación | 6.000 |
Por la Villa de San Lucar | 50.000 |
Gajes de su mujer por Camarera mayor y Aya | 44.000 |
452.000 |
Por manera, que montan las mercedes que obtuvo de S. M. y sus gajes, cuatrocientos cincuenta y dos mil ducados al año, cosa que no tiene hasta ahora ejemplar.
La principal felicidad que ha resultado de la caída del Conde-Duque, es la de que S. M. ha recuperado después de su partida, el crédito y la estimación de Monarca, que en el concepto de los hombres estuvo en gran abatimiento, mientras le vieron totalmente atado al arbitrio del Conde-Duque; cuya sujeción era tal, que más lo caracterizaba de vasallo, que de Rey.
………………{3}
A pocos días de estar el Conde-Duque en Loeches, a instancia suya, le dio S. M. permiso para que pasase a la Ciudad de Toro donde debía permanecer, hasta que otra cosa se dispusiese. En esta Ciudad le dio la enfermedad de la muerte Miércoles 13 de Julio de 1645, y dicen fue la causa una carta que recibió el día 10 del mismo mes, porque luego que acabó de leerla, se quedó suspenso por espacio de dos horas, y después se entró en su retrete, sin dejar de llorar; y por más que quiso encubrir la pena que había recibido, no pudo, porque se le conoció inmediatamente. Echose en la cama, diciendo, era ya cierta su muerte. Perdió el juicio en poco tiempo, dio en no querer comer. La carta era de S. M., y después de otras cosas le decía en ella: “En fin, Conde, yo he de reinar, y mi hijo se ha de coronar en Aragón, y no es esto muy fácil, si no entrego vuestra cabeza a mis vasallos, que a una voz la piden todos, y es preciso no disgustarlos más.”
Los criados del Conde-Duque publicaron, que estas palabras del Rey fueron la causa de su muerte. Cuatro días estuvo sin juicio, después de ellos manifestó tenerlo, y se confesó, y recibió los Sacramentos. Al día séptimo llevaron a su casa a nuestra señora de la Soledad, y una Canilla de san Ildefonso. Mejorose alguna cosa, pidió de comer, y lo hizo aquel día con mucho exceso. Trajéronle a toda diligencia un Médico famoso que había en Valladolid, y la mula que lo condujo, reventó al punto que llegó a Toro. El Viernes, día noveno de su enfermedad, no había la menor esperanza de que viviese; y llegó con muchas ansias hasta el Sábado 22 día de santa María Magdalena, en el que expiró a las nueve de la mañana.
Abriósele inmediatamente para embalsamarle, y por haber enviado a Valladolid por lo necesario tuvieron así hasta el Domingo 24. Sacáronle una gran cantara de agua que tenía en el buche. El redaño, que por relación del Médico era el más singular que se había visto, pesó doce libras. Tenía la asadura dañada, y el corazón mayor que jamás se vio en hombre, con algunas pintas de sangre negra. Tuviéronle a vista del Pueblo todo el Lunes 24 en una sala muy grande, en la que había cuatro Altares, y la cama donde estaba el cuerpo, debajo de un regio dosel, siendo la colgadura de la sala, y la almohada que tenía debajo de la cabeza, de una materia muy rica. Tres meses habría que se la había regalado el Duque de Medina de las Torres, hechura suya, desde Nápoles, donde era Virrey. Estaba el cuerpo sobre un especialísimo paño de brocado, con calzón, y ropilla de seda y oro noguerada; botas blancas, y espuelas doradas: peto de armas muy resplandeciente: guantes bordados, sombrero blanco con cuatro plumas doradas; manto Capitular de Alcántara, y Bastón de General.
De este modo le tuvieron hasta las doce de la noche, en cuya hora le llevaron a la Iglesia de san Ildefonso, y le pusieron en la misma tribuna en donde siempre oía Misa, metido en una caja de terciopelo negro con galones de oro, y clavazón dorada,
La tribuna la descubrieron por el Cielo, para que tuviese bastante luz, y se colgó de bayeta, asistiendo de noche, y de día, sin faltar un instante, doce criados con caperuzas, y hachas amarillas en las manos, y cuatro Religiosos por la parte de afuera, diciendo misas por su alma incesantemente. Todas las Religiones que hay en aquella ciudad concurrieron todos los días a decir responsos; y también asistió el Cabildo pleno de la santa Iglesia Colegiata, haciéndole todas las honras correspondientes a su grandeza.
De esta manera permanecerá hasta el Sábado 29 del mismo mes de Julio, en que se espera la orden de S. M. para poder llevarle a su entierro de la Villa de Loeches. La Condesa viuda espera la misma orden, para retirarse a la propia Villa. Que es el estado que hoy tienen las cosas del Conde-Duque de Olivares; y sobre todo, que huele ya tan mal su cuerpo, que no se puede entrar en la tribuna donde está, sin que baste el bálsamo a corregir la corrupción. Madrid ha celebrado tanto la noticia de su muerte, que es imponderable. Dios le tenga en su santa gloria. Amen.
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{1} Véase el papel que sobre esto envió al Presidente de Castilla Don Miguel de Cárdenas, que a la letra está en la primera parte de mis obras MS.
{2} Aquí se cita Quevedo a sí mismo para ocultar más, que era autor de esta obra. La en que llama Nerón hipócrita de España al Conde-Duque, es la MS. intitulada: La Cueva de Meliso.
{3} No ha parecido conveniente estampar la adopción que hizo el Conde-Duque de Julián de Valcárcel por hijo suyo, que seguía aquí, y las razones que nos han asistido para ello, las conocerá el lector prudente que tuviese esta obra MS.