Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Carta a La España sobre la impugnación de La Reforma ]

Nuestro colaborador y amigo, el ilustrado autor de las “Consideraciones sobre el estado moral y político de Europa”, ausente hoy de Madrid, nos dirige la siguiente carta, que nos apresuramos a insertar.

Noviembre 26 de 1848.

Muy Sres. míos y amigos.

En La España del 23 he visto la contestación que Vds. dan a una impugnación que hace La Reforma a los principios que me han servido de guía en mis artículos, o sean homilías, sobre el estado moral y político de Europa. Confieso que esta lectura me ha llenado de gratitud, y que al ver tan felizmente explicados y defendidos por Vds. esos principios que son el fundamento del orden social, he sentido en mi pecho la seguridad y confianza del recluta, que demasiado empeñado en la pelea, se ve apoyado por el veterano que avanza con paso firme en su socorro. No he leído de La Reforma mas de lo que ustedes apuntan; pero es visto que ridiculiza todo conato de volver a Dios, para explicar las leyes del orden sobre que rueda el mundo moral y político. No me coge esto de nuevo, pues conozco que la filosofía rechaza de sus términos la acción de la divinidad, conservándola cuando mas como un tema de elocuencia, y que la oculta en el orden físico, bajo el espeso velo de la naturaleza, mas allá de la cual nada quiere describir, y en el orden moral bajo no sé que inexorable naturaleza de las cosas, y otras semejantes palabras, propias para satisfacer su orgullo, ya que no su curiosidad. El mundo moral lo mismo que el físico, para ella es lo que es, lo que aparece a la vista, al olfato, al tacto, al alcance en fin de una razón matemática, que ni ve, ni quiere ver más allá de tres y dos son cinco. Envuelta en el manto de su soberbia ignorancia, ya que no puede suprimir a Dios, lo desconoce, y le envía el abominable reto de la criatura que quiere hombrearse con su Criador, diciendo: “para nada te necesito.

Pero Dios brota por todos los poros de la creación, y llega a nuestra razón y hasta a nuestra alma por mil conductos, por la voz íntima que se revela en el santuario de nuestra conciencia, por el coro armonioso de cien generaciones que desde el principio del mundo vienen cantando sus alabanzas. Nosotros nos hacemos una gloria de responder a esos reiterados llamamientos, y decir de lo íntimo de nuestra conciencia, como Samuel: “Señor, aquí estoy.” Por eso queremos colocar a Dios en el centro de todas las cosas, y no concebimos el orden, la unidad y la vida fuera de este poderoso imán. Sistema filosófico, sistema religioso, sistema político, todo se mezcla y se armoniza para nosotros en esta viva y fecunda unidad, de donde corren a todas partes el orden y la vida.

Ellos por el contrario se hacen fuertes en su incredulidad, y las mismas armas que han recibido de Dios a manos llenas, las vuelven parricidamente contra él. Su razón, nada sería sin el soplo divino que la sustenta; su libertad es un don gratuito del cielo, y sin embargo, ponen en tortura a su razón, y se sirven de su libertad, para escalar el cielo y llevar la guerra a Dios hasta dentro de su propia casa. Dios, que podría aniquilarlos, los consiente a pesar de todo, como para probar al hombre la verdad de su palabra, la sinceridad de sus promesas, la misericordia de sus fines; que la libertad no es una cosa vana; que la vida es una prueba; que la virtud ostenta aun aquí su faz divina sobre la negra sombra de la impiedad y del crimen.

Dos son los sistemas que siempre han dividido a los hombres: no hay otros, por más que cambien de nombres y se vistan con trajes distintos; el sistema de los que creen, y el de los que niegan; el de los que se apegan a la vida como al Summum bonum, y el de los que más allá ven otra cosa mejor, otra cosa digna a veces del sacrificio de la misma vida: el de los que no oyen más que la voz de los sentidos, y el de los que más allá que ella escuchan otra voz que les revela otra felicidad, perciben otra luz que les descubre otro mundo: el espiritualismo en fin, y el materialismo.

En medio de las tinieblas del paganismo, estos dos sistemas tuvieron ya sus órganos elocuentes: tuvieron entre otros a Platón y Aristóteles, a Sócrates y a Epicuro. En los tiempos modernos estos nombres se han reemplazado por los de Bayle, Hobes, Spinosa, Voltaire y los Enciclopedistas, Rousseau y su numerosa descendencia, cuyo deísmo apenas es más que la pueril evasión de un inmenso orgullo oprimido por el peso de la divinidad. Esto de una parte, que de la otra esta gloriosísima cohorte de nombres igualmente célebres en la religión, que en la literatura y en la ciencia, de Descartes, de Mallebranche, de Bosuet y Fenelon, de Bacon, y de Newton, de Chateaubriand, en fin, por no citar sino el último eslabón de esa cadena de altas inteligencias, que plugo a Dios colocar en la serie de los siglos, como montañas cuyas elevadas cimas reflejen sobre la baja tierra el resplandor de sus rayos celestiales.

Quede pues bien sentado que nosotros nos afiliamos en las banderas de esta generosa milicia, y que lejos de proclamar un sistema político, otro sistema moral y otro religioso, que todos parten de puntos encontrados del horizonte racional, no admitimos mas que un gran sistema filosófico, que es el sistema de la verdad; el de la verdad religiosa, que la razón humana no puede abarcar por sí sola, sino inspirada y enseñada por la fe; el de la verdad moral, engendrada por la primera, porque moral sin religión es una de las quimeras que hace tiempo persigue el entendimiento humano; el de la verdad política en fin, que no puede separarse de las dos primeras sin destruirse por su base; y en medio de todas, como su epílogo sublime, a Dios, que todo lo encadena, todo lo vivifica y alumbra; a Dios cuyo amor inmenso hacia el hombre, del que no son sino pálido reflejo el amor del padre o el de la madre, al lanzarle en la vida no pudo abandonarle a su suerte, y por el contrario debió de tomarle bajo las alas de su protección, dándole una ley, la más análoga a su naturaleza y superior destino, que no se desmintiese en las diversas fases de su existencia individual y colectiva, y suministrándole los auxilios necesarios para mejor cumplirla.

Nosotros, en una palabra, no admitimos un Dios olvidadizo, que después de haber criado al hombre no se cura de su suerte; sino a un Dios que cría al hombre con un fin superior y benéfico, hacia el cual quiere elevarle por medio de un orden admirable, que a la vez comprende su existencia individual y colectiva; a un Dios al mismo tiempo padre y legislador del hombre y de la sociedad. Tan lejos estamos de mirar a esta como a una aglomeración de individuos que viéndose reunidos casualmente sobre este planeta y hallando su negocio en esta unión, tratan de arreglar sus intereses sin ulterior examen, como pudieran unos mercaderes que queriendo explotar el tráfico de pieles, o el beneficio de una mina, fuesen a casa de su notario a extender una escritura de asociación. Para nosotros hay aquí algo más que el pacto social; algo de más sublime y recóndito, sobre que estriba el orden social, y reposa el derecho de mandar a los hombres: esta es nuestra necia credulidad, este nuestro imperdonable pecado.

Pero confesad al menos que la autoridad, según nosotros, no es cosa deleznable que se funda en la fuerza de los más, o en el artificio y audacia de los menos, o acaso en la fortuna de un César bastante feliz para reunir en sus manos los hilos todos del mando; no es el simple hecho del poder, cuya historia puede trazarse desde Clodoveo a Luis XIV, o desde los Estados generales a la Asamblea nacional de 1848, sino el derecho de mandar a los hombres, que no es patrimonio de nadie, ni del infortunado Luis XVI, ni de los efímeros poderes que se han agolpado sobre su tumba sangrienta, sino una solemne magistratura, cuya investidura de Dios por medio de señales bien marcadas, si se quisiesen reconocer; no es sobre todo, como vuestra autoridad, una puerta abierta a la insurrección como a la tiranía, sino un refugio contra los horrores de la primera suscitados por vuestras doctrinas disolventes, y un remedio eficaz contra los desmanes de la segunda, indispensable resultado frecuentemente del desquiciamiento producido por esos mismos principios que queréis erigir en sistema de gobierno.

Señores redactores: perdónenme Vds. las dimensiones de esta carta; pero ya que estoy con la pluma en la mano, no la dejaré sin haberme anticipado a una objeción que podrá hacerse a mi opinión sobre la independencia de la Iglesia emitida en mi último artículo.

Como según mi modo de ver, la grande enfermedad de la época es la incredulidad, fruto de una filosofía materialista, que ridiculiza todo cuanto se escapa al tacto, y esta enfermedad no puede curarla la profesión de fe del vicario de Saboya, ni cien profesiones de la misma laya, aunque las predicasen mil apóstoles de la fuerza del sofista de Ginebra; como en mi opinión, en fin, hay una verdadera religión que no es el parto de la cabeza de ningún filósofo, y una verdadera iglesia que tiene de lo alto la misión de sustentarle y derramar sus beneficios entre los hombres, naturalmente he debido venir a dar en el remedio más sencillo y más directo, que consiste en que el Estado lejos de poner una rémora al ejercicio del ministerio eclesiástico, le deje expedito y fácil por todos los medios a su alcance, arreglando de una vez sus cuentas con la Iglesia, y prescribiéndose un religioso respeto a la independencia de sus funciones.

Me parece que es tiempo de que la Iglesia salga de esa especie de tutela en que quiere mantenerla el Estado a título de la protección que la dispensa, y de evitar sus irrupciones en lo temporal. El derecho público de los regalistas podía muy bien cuadrar a una época en que lo temporal andaba todavía revuelto con lo espiritual, y en que se conservaban aun gran parte de los resabios de las relaciones que la Iglesia había llevado con el Estado durante la época calamitosa de la edad media; época de obispos guerreros, grandes señores feudales, y de reyes que, impacientados del yugo, se convertían no pocas veces en rudos agresores de la misma Iglesia. Me parece que el progreso de la razón pública es suficiente para garantir relaciones mas iguales y sinceras, y que las hace doblemente posibles la situación a que respectivamente han venido a parar la Iglesia y el Estado; aquella decayendo para bien de la religión de su demasiado elevada posición política, este elevándose otro tanto en la escala del poder y de la inteligencia.

Tiempo es ya en consecuencia, de aspirar a la simplicidad de la regla del evangelio y de los tiempos primitivos del cristianismo, y de que el deslinde del sacerdocio y del imperio, tal cual lo trazó la mano divina del Salvador para bien inmenso de la sociedad, sea una verdad práctica entre nosotros.

Esta separación parece que debe ser completa por una y otra parte, pues tanto como choca la intervención del legislador o del magistrado en las cosas del altar, se resiste a toda razón ilustrada el ver mezclarse al sacerdote en los negocios del Estado. El espíritu de la Iglesia ha sido siempre el apartar a sus ministros de esta oficiosa intervención. Las cosas de la religión exigen un espíritu particular que no puede adquirirse, más bien perderse en los negocios del mundo, y una consagración exclusiva, que mal puede compartirse, sobre todo con los ardientes negocios de la política.

De todos modos la absoluta independencia de la Iglesia y su completa separación del Estado es una opinión particular, si bien sumamente respetable, por hallarse sostenida por autores católicos de primera nota, seguida por toda la Iglesia de Irlanda, y defendida por la Silla Apostólica en Suiza contra los ataques del radicalismo.

Vds., señores redactores, pueden hacer de este escrito ya demasiado largo, el uso que gusten; revisándolo y enmendándolo si lo destinan a la prensa, quedando suyo Q. S. M. B. - L. M. R.