[ Juan Martínez Villergas ]
Yo soy AQUEL que subí
hasta el último elemento,
y puse mi escribanía
en la sala del silencio.
Esta es mano de logogrifo, amigos lectores, porque así lo requieren las circunstancias; y por otra parte, vuestra penetración suplirá lo que yo no pueda explicaros con la franqueza que se usaba en tiempos menos infelices para la imprenta. El negocio se va poniendo apuradillo para los escritores públicos, menos afortunados que las mujeres públicas; porque estas, al cabo y al fin, cuando no pueden vivir en el centro de la población, se largan a los barrios bajos, que es como meterse un desertor en tierra extranjera, y allí disfrutan la paz y hasta la protección que recomienda el derecho de gentes. Pero a nosotros, pobres escritores, ya no nos vale mudar de cuartel, ni nos consideramos seguros invadiendo el terreno de la gente perdida; tenemos cerradas todas las puertas de salvación, y el día que a cualquiera de los agentes de protección y seguridad se le antoje protegernos y asegurarnos, iremos por esos caminos de Dios como alma que lleva el diablo, a caer en las Chafarinas, como dicen que suelen entrar en los infiernos las almas de los escribanos... de sopetón.
Y no es esto lo que más arredra a D. Circunstancias, quien por la sola consideración de los peligros personales jamás dejará de hacer una castellanada de aquellas que dejan atrás a Perogrullo, como llamar al pan pan, y al vino vino. D. Circunstancias tiene demasiada fe en los principios políticos que siempre ha profesado, para que pueda vacilar en el cumplimiento de su deber como amigo del pueblo; y en caso de verse tratado con un rigor impropio de este siglo, imitaría el ejemplo de uno de nuestros matemáticos más notables, que habiendo sufrido tormento en el brazo derecho por dedicarse a cálculos que el vulgo llama brujerías, se entretenía en los calabozos haciendo logaritmos con la mano izquierda. Lo que D. Circunstancias no podrá hacer jamás, porque equivaldría a dar coces contra el aguijón, es luchar brazo a brazo en el terreno legal con los encargados de interpretar la ley. El refrán nos lo dice bien claro: más vale maña que fuerza, y los refranes castellanos se parecen a los pontífices en el supremo don de la infalibilidad. Ahora, cuando la maña está apoyada con la doble ventaja de la razón y el talento, no hay fuerzas humanas que basten a contrarrestar su poder.
D. Circunstancias, él mismo lo conoce, tiene bastante fuerza; pero los que mandan conocen también que le superan en talento, y en las discusiones políticas del día, sucede con corta diferencia lo que en el juego del ajedrez: el uno se comerá un peón, el otro derribará un castillo; pero al fin y a la postre, el que sabe más es el que da el jaque mate. Así, pues, el palenque legal está abierto, y hete aquí a D. Circunstancias, hombre de fuerza, luchando con los intérpretes de la ley, hombres de talento.
—D. Circunstancias, ¿quién le ha aconsejado a usted dar a luz un periódico?
—A mí, nadie; porque ya soy grandecito y no tengo necesidad de consejos. Deseo discutir, si es posible discutir; deseo esclarecer la verdad de los hechos, si no hay inconveniente en esclarecerla; deseo que el imperio de las leyes prevalezca sobre todo, y quiero hacer uso de un derecho que me concede la ley para censurar o aplaudir con entera independencia lo que según mi mayor o menor criterio, conceptúe digno de censura o alabanza.
—Entendámonos, D. Circunstancias. Eso podría ser un abuso de fuerza que nosotros sabremos contener con un golpe de talento. Usted podrá tributar alabanzas, siempre que quiera, a los nuestros; pero cuidado con alabar a nuestros adversarios, porque entonces no respondemos de nuestra natural prudencia. También puede usted censurar cuanto se le antoje a los de su gremio, y ahí verá usted cuan ancho campo se ofrece a la libertad del pensamiento; pero de ninguna manera toleraremos que se censuren nuestros actos; porque le diremos aquello del Médico a Palos: «Yo nunca me equivoco.» ¿Qué dice usted?
—Digo que la Constitución…
—¡Silencio!
—Iba a decir que la Constitución…
—Aquí nada tenemos que ver con eso, D. Circunstancias. Déjese usted de constituciones y vamos al grano. Haga usted el favor de decir cuál será su conducta con respecto a nosotros y a los otros.
—Pues voy a eso: pero ante todo exijo que no se me interrumpa, que no porque tengan ustedes más talento me han de condenar al silencio. Decía, y continúo, que la Constitución autoriza a todos los ciudadanos a emitir libremente sus ideas sin sujeción a censura previa y con arreglo a las leyes.
—Es verdad.
—Pues bien: yo tengo todas las condiciones que exige la ley para publicar un periódico.
—Ya lo sabemos.
—Esto supuesto, las leyes no coartan la libertad al escritor, hasta el punto de marcarle los puntos que debe censurar y los que debe aplaudir; y por otra parte yo no pertenezco al número de esos escritores que reciben salario por atacar, a los unos y defender a los otros sistemáticamente. Nada de eso; antes consentiré en cortarme la mano derecha, que en escribir una frase contraria a lo que me dicte la conciencia.
—¿Es decir que usted, D. Circunstancias, se propone perturbar el orden, incitar a la rebelión, sumirnos en la anarquía?
—Nada de eso. Lo que quiero decir es que soy un escritor independiente, y como tal, dispuesto a sostener mis opiniones legalmente hasta donde lo permitan mis fuerzas. Lo que yo deseo es discutir con razones, y la discusión razonada no puede rechazarse en un país constitucional, como arma a propósito para perturbar el orden, incitar a la rebelión y sumirnos en la anarquía. Aseguro por consiguiente que juzgaré a todos según sus actos sin contemplaciones de ningún género, hasta probar si la libertad de imprenta es una verdad o una mentira, y en este último caso arrojaré la pluma al fuego y me dedicaré aunque sea a hacer zapatos, que todos los oficios son buenos cuando dan de comer honradamente.
—Debemos hacer a usted una prevención, sin embargo, y es que si abusa de su fuerza le aplanaremos con nuestro talento. Es decir, que le recogeremos, le suspenderemos y le suprimiremos.
—No lo dudo , porque conozco mucho el superior ingenio de ustedes, y estoy bien persuadido de que más puede maña que fuerza.
Esto que dice D. Circunstancias no se lo ha oído decir a nadie, ni ha pasado semejante conversación; pero en realidad este diálogo pinta exactamente la posición de la prensa independiente, y ahora el pintor de brocha gorda puede decir a sus amados suscritores: «Amigos del alma: tened entendido que D. Circunstancias es un liberal constante y decidido; que nunca y por ningún concepto hará traición a sus principios: pero conoced también que su situación es muy comprometida, muy peliaguda, y que tendréis que dispensarle si por ahora se ve precisado a emplear más crítica que sátira, y más razón que entusiasmo. Si este artículo os parece flojo, no es por falta de voluntad, sino por efecto de las circunstancias. Cuando el gobierno tenga a bien tratarnos con menos severidad; cuando no sea peligroso emplear un lenguaje más fuerte, D. Circunstancias desempeñará su misión a la altura de las circunstancias. No quiere decir con esto que provocará entonces la sedición ni que predicará la anarquía; lo que quiere decir es, que hablará con más calor hermanando el decoro con la energía. Entretanto, amigos míos, D. Circunstancias hará cuanto pueda y no menoscabe su dignidad de escritor independiente, porque no le maten, es decir, porque no le supriman como al otro, porque nada ganaría vuestra causa con que por una injustificable terquedad desapareciese de la liza periodística uno de vuestros más leales y constantes campeones. Esto sentado, vamos a otro punto.
Me refiero a la cuarteta altamente popular con que he dado principio a este artículo: Yo soy aquel que subí. Si deseáis saber quién soy yo, os lo diré; pero será empleando el tono enigmático del cantar: «Yo soy aquel;» no necesito decir más, porque vosotros sois demasiado linces para conocer a este si no os habéis olvidado de aquel.
Digo que subí, aunque más propiamente debía decir que bajé; pues no hace muchos días que pegué un tropezón en una alta escalera y fui a dar con mis huesos a un cuarto bajo con honores de sótano, y doy gracias a Dios de no haber ido a parar a los infiernos.
En lo que no estoy cierto es en eso de haber llegado hasta el último elemento; por la sencillísima razón de que todavía no sé cuál de los elementos es el último ni cual es el primero. Si el último de los elementos es el fuego patrio, no puedo negar que subí hasta donde no llegaría Mr. Arban con su globo, y no vacilo en aseguraros que no he descendido ni pienso descender un ápice.
En fin y al cabo, o a la postre y por último, aunque digo que puse mi escribanía en la sala del silencio, no quiero decir que la puse yo, sino que me la hicieron poner con harto sentimiento mío. Mucho he trabajado para volver a sacar la dichosa escribanía, aquella que era excelente y hacía muy buena tinta; pero mientras no vuelva a mi poder, he tomado un tintero magnífico, que aunque es de metal de las minas de Alcorcón, hará su oficio, para lo cual procuraré ponerle buenos algodones, y me parece que no se puede exigir más claridad de un hombre que se había propuesto escribir logogrifos.
Basta ya, carísimos lectores, basta para introducción. Las circunstancias y el mal humor no me permiten daros ese rato de solaz con que yo quisiera obsequiaros al ofreceros esta descolorida, pálida y casi ética profesión de fe política del caballero D. Circunstancias.