[ Juan Martínez Villergas ]
¡Dos de Mayo!
Cuarenta años cumplieron ayer desde que la capital de España, sorprendida por la más inicua de las traiciones, vio correr a torrentes la sangre de sus valientes hijos. No nos detendremos a hacer una relación de hechos tan sabidos, y para los cuales no bastarían las páginas de nuestro periódico. Otro es el objeto de estas líneas.
La partida de Fernando VII para Francia hizo sospechar a los españoles el golpe que amenazaba a la [146] independencia nacional. La partida del joven infante D. Francisco fue la señal de alarma, y la capital y toda España volaron al combate en defensa de los cautivos.
No hubo sacrificios que los españoles no aceptaran para rescatar a sus príncipes. Los jóvenes corrieron a las armas; los ricos ofrecieron sus tesoros; los pobres sus brazos y los padres sus hijos, reproduciéndose aquellos tiempos fabulosos, al parecer, en que una espartana decía a su hijo:
o vuelve con el escudo,
o vuelve tendido en él.
El Dos de Mayo de 1808 fue un acto de desesperación que debía sublevar el ánimo de todos los buenos españoles contra la usurpación; y en efecto, la España toda, acudiendo al llamamiento de la capital, apeló a las armas para derrocar un tirano, bien ajena de que otro tirano pudiera venir a recoger el fruto de tanta sangre generosamente vertida. ¡Pobre España!
Mientras los buenos ciudadanos ponían su pecho al peligro y lamentaban la desgracia de Fernando, el deseado pasaba alegremente las horas de su destierro, sin que una vez siquiera fueran a perturbar su alegría los ayes de las víctimas que perecían por su causa. Mientras los españoles rechazaban toda proposición de avenencia con los usurpadores, el deseado apuraba el diccionario de las adulaciones para lisonjear el amor propio de Napoleón. Mientras los españoles confiaban en la gratitud del deseado, y creían asegurar la libertad de los ciudadanos al mismo tiempo que la independencia nacional, el deseado meditaba la restauración del despotismo y la ruina de sus más fieles servidores. Concluida la campaña, volvió el deseado a su palacio. Alargó su mano de amigo a los renegados, y los infatigables guerreros que habían humillado las águilas triunfantes en toda Europa, solo recibieron del hombre a quien habían regalado una corona, el desdén y el cadalso. ¡Qué lección!