Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Casimir Martín ]

Del espíritu filosófico en el Perú:
el señor Mariátegui


El presente se inspira del pasado; de allí la necesidad de la historia. Los últimos concordatos celebrados con Roma, el uno por Bolivia y el otro por el Austria, hacían, pues, necesaria para la instrucción de los pueblos celosos de sus prerrogativas, una historia sobre la materia, la de los concordatos anteriores. La época presente muy desdeñosa, a lo menos en Europa, de todo aquello que se refiere al poder temporal de Roma y al derecho canónico, que ella considera ya tan solo como antiguallas, si no muertas, caídas por lo menos en desuso, se ha despertado súbitamente de su inercia. Los concordatos de Bolivia y de Austria fueron acogidos por ella con estupor y le revelaron, siempre vivaz, un poder de ambición mundana, que había creído no debía pertenecer ya sino al estudio y a los recuerdos de la edad media.

Fue, pues, necesario aceptar los hechos consumados, y entonces se apeló a los libros para apreciar debidamente la cuestión; se consultó las bibliotecas, que se encontraron la mayor parte de las veces insuficientes, y se concluyó por echar de menos que la cuestión de los concordatos no hubiese sido debatida en un trabajo serio, por un hombre inteligente. El señor Mariátegui, cediendo a las necesidades del presente, a las solicitaciones de sus amigos y al deseo de evitar a su país una gran falta, consintió entonces en encargarse de la historia de los concordatos: este es el trabajo que nosotros tenemos hoy el honor de presentar al público.

Al leerla, se admira la inmensa variedad de conocimientos que ha sido necesario, para consultar en su fuente y en sus diferentes idiomas, todos los autores que han tratado por incidencia de la cuestión. Historiadores y filósofos españoles, italianos, ingleses y franceses, cronistas latinos de la edad media, han sido hojeados e interrogados por él en su lengua propia, y aun hoy algunos historiadores y algunos monjes cronistas, cuyo nombre ha sido él el primero en revelarnos. Solo después de haber compulsado muchos centenares de volúmenes, se ha puesto por fin a la obra, armado de toda especie de pruebas, con el espíritu lleno de su objeto, con la paciencia proverbial y la imparcialidad de uno de aquellos benedictinos de otro tiempo, para quienes el mundo estaba encerrado dentro de su celda, donde a la luz de una lámpara, se elaboraban en el silencio esos audaces trabajos del pensamiento, que han conservado y elevado tantos monumentos a las letras.

En su Historia de los Concordatos, el señor Mariátegui tiene por objeto el estudio del Papado, considerado en el ejercicio de su poder soberano, su origen y sus desarrollos sucesivos, en sus relaciones con los Reyes y Príncipes católicos, con los cuales trata, reclamando tímidas concesiones primitivamente, e imponiendo más tarde sus condiciones, con ayuda de los rayos de la iglesia, luego que se creyó con la fuerza necesaria.

La historia de los concordatos no es pues bajo el punto de vista de la verdad, y del venerable jurisconsulto, sino la historia filosófica del engrandecimiento material del Papado, a la sombra del espiritual. Esta historia suministra un texto inmenso al espíritu de examen, revelándole los principios sobre los cuales reposa el poder temporal de los Papas, y la influencia abusiva de este poder sobre los pueblos que le están sometidos espiritualmente.

Dirigiendo el señor Mariátegui sus concienzudas investigaciones hacia el principio del Papado, nos lo presenta en su origen, santo y divino por su misión celeste; y conduciéndonos en seguida a través de diez y ocho siglos al estudio de su fin, nos prueba hasta la evidencia, que semejantes premisas no podían tener tal conclusión, que el principio condena la consecuencia.

En efecto, ¿qué termino han tenido los esfuerzos de tantos siglos de catolicismo? ¡una soberanía temporal que reemplaza la de los Césares! un cetro de oro resplandeciente de diamantes, una triple corona emblema de la dominación de los mundos conocidos y de los mundos por conocer (la América y la Australia); corona tan mundana que ha sido indispensable casi un siglo de guerras para cimentarla; corona impía puesto que ha necesitado por base campos de batalla cubiertos de cadáveres; en una palabra, corona reprobada por Dios puesto que ella armaba el puñal del hijo contra el pecho del padre, y dirigía la espada del padre, contra el pecho rencoroso y rebelado del hijo. – Leed las guerras desnaturalizadas que tuvieron entre sí los dos Enrique [IV y V] emperadores de Alemania.

Así pues, el Papado apoyaba su base, más sobre los intereses materiales que sobre el principio religioso. Así pues, la religión no era ya para él sino el principio secundario. ¡Ah! ¡es necesario confesarlo! el cristianismo, ese manantial tan puro, tan noble en su origen, en donde venían a apagar su sed todos los sufrimientos, en donde todas las nacionalidades, embrutecidas por el yugo imperial, venían a regenerarse por el bautismo; ¡ah! el cristianismo, esa religión de paz, de caridad y de amor, ¿en qué se ha convertido?

Comment en un plomb vil l'or pur s'est-il changé?

¿Su primera misión no ha sido tomar a la humanidad por la mano, y conducirla, al través del desierto de esta vida, hacia una vida mejor, dulcificándole las asperezas y las amarguras del camino, mostrándole, en fin, la luminosa estrella que radia en el horizonte, y que debe ser el solo objeto de sus mudas aspiraciones? ¿La misión que le había confiado aquel cuyo reino no es de este mundo, no era solo probar al hombre, – puesto que el dolor es una ley impuesta al hombre, – que el dolor pasa al fin, y llega un tiempo de eternas alegrías, en el seno de aquel que no ha hecho de la vida sino una dura prueba; porque la tierra ha sido siempre definida, el valle de lágrimas?

¡Cristianismo! manantial de aguas tan puras, ¿en qué te has convertido?

¡Ah! la fuente de aguas tan puras ha sido como el Amazonas, humilde y límpido en su origen, mar tempestuoso y revuelto en su embocadura.- El Cristianismo se ha convertido en el catolicismo. Como aquel río en su largo curso, el espíritu papal ha usurpado las tierras de los alrededores. Olvidado de su misión primitiva, ha devastado sus riberas, después de haberlas fecundado largo tiempo, y ha destruido o subyugado toda dominación, arrastrando sus pasiones tumultuosas y sin límites; – despues, como un mar enemigo, ha caído cual avalancha sobre el Atlántico, rechazando delante de sí al gigante, y arrojándole con sus aguas fangosas a una distancia incalculable.

¿Qué ha sucedido? El desierto rodea por todas partes al Papado. El África de San Agustín se ha hecho musulmana, los pueblos del Asia han seguido el ejemplo del África. En Europa, la iglesia griega, para sacudir el yugo de Roma, se ha declarado independiente bajo el gobierno de Focio, – y en fin, la Alemania, la Inglaterra, la Escocia, la Holanda y una parte de la Francia y de la Suiza, han roto igualmente sus lazos con la comunión católica. La causa del catolicismo va, pues, estrechándose cada día más. Aun queda a Roma la Italia, pero quitad de allí las bayonetas austriacas que la encierran en un círculo mortal, ¿quién sabe entonces lo que está reservado a las instituciones católicas, y si la Curia Romana, que ha producido tantas ruinas, no llegará a verse convertida en una ruina a su vez?

El espíritu filosófico de examen nos dice: las mejores instituciones son las que forman los mejores pueblos, y las mejores religiones son las que forman los mejores sacerdotes. Y sin embargo, bajo el solio papal, que reemplaza al trono de César ¿no es verdad que allí se han sentado el asesinato por el puñal y el veneno, el adulterio, el incesto y al parricidio? De manera que el espíritu vacila para decidir quiénes han degradado más la especie humana, si los jefes por la tiara, como los Julios, Alejandros, los Borgias de execrable memoria, o los jefes por el águila romana, como Tiberio, Calígula y Nerón.

Que no se crea que estas líneas son nacidas de una indignación fría y sin pruebas; las pruebas, el señor Mariátegui las ha acumulado. Leed todo lo que concierne a las investiduras, y veréis en algunas páginas, a qué grado de desmoralización y de ferocidad había descendido la Curia Romana. Una cita, sobre todo, que hace de un cronista francés, monje contemporáneo de los tiempos que describe, me ha impresionado vivamente. Yo la reproduzco para la edificación del lector.

«Los siglos de oro pasaron, las almas puras no existen, vivimos en los últimos tiempos; el fraude, la impureza, las rapiñas, los cismas, las querellas, las guerras, las traiciones, los incestos, las muertes desolan a la Iglesia. Roma es la ciudad impura del cazador Nemrod. La piedad y la religión han abandonado sus muros, y el Pontífice, o más bien el rey de esta odiosa Babilonia, pisa el Evangelio y el Cristo y se hace adorar como un Dios.» (Bernardo Morlaix, monje de Cluny.)

Y como consecuencia de este estado de corrupción, encontraréis, página 23, que, con motivo de esta triste cuestión de concordatos, “los clérigos trastornaron la sociedad, aumentaron sus riquezas e hicieron degollar más de tres millones de hombres.” El corazón oprimido por la amargura y contraído por la tristeza desfallece ante semejante contemplación.

¡Cuánta distancia de estas luchas odiosas, encarnizadas, que se arrastran en un fango de sangre, y en las cuales el principio religioso se borra siempre, a la ley primitiva del Divino Maestro, que no ha hecho correr otra sangre que la suya, derramada sobre la cruz! – Continuemos.

En buena fe, y por consiguiente en moral, todo contrato es obligatorio para las dos partes; esto es de rigorosa justicia, creer lo contrario es ser un tonto o un pillo. Pero no sucede así respecto de los concordatos. Roma que ha recibido del cielo el don de atar y desatar (lier et délier) ha establecido el principio de desembarazarse (se délier) siempre de sus propias obligaciones, quedando ligada la otra parte bajo la pena de excomunión. De aquí viene, sin duda, la locución hombre desembarazado (délié), que se emplea en nuestro idioma en lugar de hombre diestro, astuto, y nosotros agregaremos, de mala fé. ¡Qué moral!

Si se examina la historia de los concordatos, resulta que Roma no los otorga sino para su beneficio, y que los beneficios recibidos, ciertamente no los niega, pero los anula en sus efectos y sus cargas respecto de sí misma. ¿Qué dirían los tribunales de todos los países civilizados de un negociante que hiciese honor a su firma de semejante manera? Pasamos un poco más lejos.

En esos tiempos de destrucción y de desorden que se llaman la edad media, a partir de nuestro gran emperador Carlo Magno, después de las guerras intestinas que fueron promovidas con motivo de los concordatos, por la ambición de los Papas, las cuales, según la afirmación del señor Mariátegui, han costado a la humanidad, no solo tres millones de hombres, sino también la pérdida de todas sus libertades, de las ciencias y las artes, el mundo cayó en una noche oscura, y un crespón de ignorancia y de duelo cubrió toda su faz. Las antiguas leyes, que no se encontraban en relación con las nuevas costumbres introducidas por el feudalismo, desaparecieron; el código de Justiniano no tuvo ya autoridad ni aun intérpretes; la fuerza bruta dominó sola; el hombre se había convertido en propiedad del hombre; el señor se había hecho señor en toda su plenitud, sobre vida y hacienda, sobre mujer e hijas: – nótese bien que los feudos eclesiásticos conferían los mismos derechos.

La justicia es una necesidad de todas las épocas, aun de las de desorden y anarquía, en tanto que ella es expresión del derecho. Entonces fue cuando la corte de Roma, prosiguiendo sin descanso su tarea de hacer entrar al Estado en la Iglesia, es decir de establecer la supremacía de su poder espiritual y temporal a la vez sobre todos los otros poderes soberanos, extendió con autoridad su cayado de oro entre las partes beligerantes, se erigió en mediador supremo, y se hizo juez de sus diferencias sin contradicción, sin fiscales y sin apelación.

En esta época apareció por su orden una colección de leyes eclesiásticas llamadas Decretales: la ocasión no podía ser más favorable para establecer un código. Al resolver las más simples cuestiones de derecho, estas leyes tenían por objeto ensanchar indefinidamente el poder espiritual del Papa, poner a los obispos en una dependencia mayor respecto de su autoridad, y subordinar el poder de los Reyes al de la Iglesia, representado por el Obispo de Roma, el Rey de la Triple corona. Aunque sin carácter oficial, esta colección constituía un paso hacia el derecho escrito y, atendiendo a que faltaba toda otra especie de legislación y que aquella establecía a lo menos un último recurso contra la violencia, fue acogida favorablemente. Esta publicación data del Papa Graciano a principios del siglo VIII.

Debemos agregar, que, a fin de que no faltase ninguna especie de autoridad a esta nueva legislación, cada una de las Decretales se anunció como firmada por uno de los nombres más santos y más irreprochables de la Iglesia. Los pueblos y los reyes ignorando cual podía ser su número, se inclinaban con respeto ante unos decretos, revestidos de tan augusta sanción y los obedecían sin murmurar.

¡Ah! es necesario decirlo, ¡la Curia Romana, como siempre, jugaba con la buena fe del mundo católico! Ella tenía su fábrica de decretales para las necesidades de todas las causas, y hasta el siglo diez y siete se descubrió que eran en su mayor parte apócrifas, e inventadas por las exigencias de la ambición papal. Graciano, el promulgador de las verdaderas decretales existió en tiempo de Carlo Magno; así es que durante nueve siglos la Curia Romana se ha servido a sabiendas de títulos falsos. ¿Que se diría de un hombre del mundo que para satisfacer sus pasiones se valiese de falsas letras de cambio? Los tribunales en todos los países le habrían cumplido bien pronto justicia, y habrían enviado al hombre del mundo a expiar en una prisión infamante la criminalidad de su odioso delito.

Et nunc populi intelligite et erudimini.

¡Pueblos! ¡celebrad ahora concordatos! – ¡Dios os proteja! Pero la providencia de Dios no excluye la vigilancia de los hombres, que es uno de sus dones, y la historia del pasado, gracias al señor Mariátegui, ha sido actualmente de utilidad para el Perú. Sean atribuidos los honores de esto, primero a las representaciones tan mesuradas y tan llenas de dignidad del señor Dr. Benito Laso, quien tomó la iniciativa, y sobre todo a la obra tan completa, tan verdadera y tan lógica de los Concordatos. Faltaba a los estudios históricos una obra de esta naturaleza; y tocaba al laborioso magistrado que la ha dado a luz, en una época en que todos los hombres de elección sostienen el arca santa y disipan todas las mentiras que la ofuscan, llevar su parte de inteligencia individual, a la obra de la inteligencia general que trabaja en la reconstrucción de la nueva Jerusalén.

Ante estas páginas no se suba a los tejados para gritar ¡escándalo! Los santos mismos han anatematizado la ambición, la codicia y la astucia de Roma. ¿No es verdad que San Luis decía al nuncio del Papa, que quería establecer impuestos sobre las iglesias de Francia, que su reino no sería jamás tributario de ningún otro poder, y que la Francia no dependía sino de Dios y de su espada? Y en efecto, el santo, que murió por el triunfo de su fe, a fin de poner un freno a las tentativas de Roma sobre la autoridad secular se negó a todo concordato y publicó su pragmática-sanción.

El gran Bossuet ha dicho que este edicto encerraba los verdaderos principios de las libertades de los pueblos, en su famosa declaración del clero (1682) que sostenía las libertades de la iglesia Galicana.

El Padre Pithou, en 1593, había ya publicado una obra muy erudita sobre las libertades de la iglesia de Francia, obra que tuvo el mérito de servir a Bossuet.

En fin, para que no nos falte ninguna autoridad, citaremos todo un concilio, el concilio de Bale, que censura en términos severos las usurpaciones de la Curia Romana [Eugenio IV], y aprueba implícitamente los decretos de la pragmática-sanción publicada por Carlos VII Rey de Francia, que también se había negado a todo concordato con Roma.

Si se nos acusa ahora de impiedad, opondremos a nuestros ciegos adversarios, como sostenedores de nuestros principios respecto de la ambición Romana, y hostiles como nosotros al espíritu de los concordatos:

1.º uno de los más grandes santos de la Liturgia Católica, un Rey.

2.º uno de los más grandes prelados de la cristiandad pasada, llamado “una de las lumbreras de la Iglesia.”

3.º un santo monje, muy oscuro, pero muy sabio.

4.º un concilio cuyas decisiones hacen ley en materia religiosa.

¿Detrás de que más grande y magnífica autoridad puede colocarse el señor Mariátegui armado de su libro?

El tiempo de pruebas pasará, ha dicho el Evangelio, el progreso llega, y él es la ley de la humanidad; la inteligencia humana, guiada por el espíritu filosófico de examen, tan notable ya en el Perú, nos conduce a la unidad de creencia. Estamos en vísperas de un nuevo desarrollo del cristianismo, que según el deseo del señor Mariátegui y de todos los hombres de bien, remontará a las fuentes del río corrompido, para volverlo a la pureza de los principios de su origen, y reuniendo en fin en un solo foco todos los rayos de la verdad esparcidos aquí y allí en las diversas creencias de los pueblos, reunirá a los hombres, hijos todos del mismo Dios, en las afecciones de una misma familia y de un mismo culto.

Hemos aplaudido completamente en cuanto al fondo la obra del señor Mariátegui, permítasenos ahora examinarla en cuanto a la forma.

Su síntesis o método de composición, es simple, severa y rápida. Nada de frases pretenciosas, vagas u oscuras. Su estilo va derecho al objeto, apoderándose de los hechos, examinándolos y deduciendo rigorosamente las consecuencias. – ¿Hay alguna acusación incierta? él reúne todos los detalles, los compara o los opone entre sí, a fin de hacer brotar la convicción; y este trabajo lo realiza con una sagacidad laboriosa y una seguridad de lógica que revela en su autor el magistrado habituado a penetrar en los repliegues más ocultos del corazón humano.

Quizás, en medio de ciertas escenas imponentes que nacen del objeto, se le podría reprochar el no ser bastante dramático, bastante colorido; pero lo que le falta en imágenes lo adquiere en fuerzas. Cada una de las líneas de su libro nos descubre un alma honrada poseída de indignación. Por los giros de su estilo nervioso y precipitado se diría que el autor es un joven. Su cólera se inflama algunas veces de una manera tan ardiente, ella lo eleva a una energía tan sombría, los rayos que lanza penetran a tal profundidad, que involuntariamente se recuerda el estilo de los grandes maestros antiguos.

Si se producen tales hombres así, sin protección ninguna de parte, ¿si el Gobierno diese a las letras su parte de halagüeño estímulo que necesitan? ¡Ah! bien lejos de alentar el pensamiento o las artes, aquí más que en ningún otro lugar de la América Española, se les disputa el pan necesario para la vida, aquí se humilla el trabajo intelectual por el salario más mezquino aún que el de un cargador de aduana.

¡Siempre la historia del pastor paseándose indiferente en medio de las ruinas de Palmira!

Casimir Martín.