Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Gabriel Hugelmann ]

[ Breve reseña de mis padecimientos ]

A instancias de M. Hugelmann damos publicidad al siguiente escrito que ha remitido al director de la Actualidad con objeto de sincerarse de algunos cargos que se ha querido que pesasen sobre él a consecuencia de dos cartas que dirigió al presidente de la República francesa. Deseosos de no privar a nuestro amigo de los medios que ha escogitado para hacer pública la defensa de su reputación política, hemos retirado nuestro artículo editorial, pues creemos que la honra de un individuo dotado de las bellas circunstancias que adornan al joven poeta francés debe hallar una protección decidida entre los que como él han sido también víctimas más de una vez de calumniosos rumores. Verdad es que nosotros, que si bien no acogemos con indiferencia las simpatías con que nos favorecen nuestros conciudadanos, nunca hemos sacrificado ni sacrificaremos a ellas la menor de nuestras convicciones, nosotros que no exponemos jamás nuestra conciencia al flujo y reflujo de una popularidad que un artículo la da y otro artículo la quita, nosotros que, a fuer de hombres de libertad y de orden, si bien queremos no granjearnos la animadversión del pueblo ni la de las autoridades, ni de estas de de aquél sabríamos alagar las malas pasiones, nos hemos acostumbrado a asesorarnos no más que con nuestros sentimientos íntimos y tenemos para todas las calumnias un tesoro de desprecio inagotable.

M. Hugelmann, dotado de una susceptibilidad que forma en cierto modo su apología, es joven, muy joven, y por lo mismo acomete la ardua empresa de justificarse y desvaneces las especies injustas que esparce a su rededor la maledicencia. Nosotros, más experimentados, hubiésemos dejado semejante justificación a cargo del tiempo y hubiéramos encomendado a nuestra honra que disipase con su propio brillo las nubes con que la hubiese ofuscado la calumnia. Sabemos lo que son rumores. ¡Cuántas veces se ha dicho de nosotros que nos habíamos vendido, y mientras esto se decía carecíamos hasta de lo más necesario para nuestra subsistencia! ¿Y habíamos de contestar a una imputación tan absurda? No, y mil veces no: hubiéramos creído degradarnos. Ahora mismo el silencio que hemos tenido por conveniente imponernos acerca de una cuestión determinada ha dado origen a los más extraños comentarios. Los comentadores pierden miserablemente el tiempo. ¿Hay acaso comentario alguno que pueda a hombres de nuestro temple hacerles decir lo que creen justo no decir, ni hacerles callar lo que creen justo no callar?

He aquí la carta de Hugelmann:

«Sr. Director de la Actualidad.

«Mi querido amigo,

«He sabido que de algunos días a esta parte algunos sujetos, cuya estimación está muy lejos de serme indiferente, han concebido dudas acerca de mí, llegando a poner en tela de juicio mis convicciones por las cuales tanto he sufrido. Si esos sujetos se hubiesen tomado la molestia de reflexionar, no se hubieran permitido extraviarse hasta el extremo de no comprender que nadie en mi edad se resigna a permanecer largos años bajo el peso de un infortunio que una sola palabra podría conjurar, sin creer firmemente en sus principios. Hasta puedo aventurar, con la seguridad de no ser desmentido, que ninguno de mis detractores ofrece tantas garantías como yo a la causa de la libertad que todas las inteligencias sirven y enaltecen.

«Considero oportuno hacer ahora una breve reseña de mis padecimientos. Un día los referiré detalladamente; es deber mío referirlos tarde o temprano y no faltaré a este deber.

«Vice Presidente de tres de los clubs más importantes de París cuando contaba apenas diez y nueve años, habiendo rehusado dos veces el empleo de jefe de batallón de la guardia móvil, me vi encarcelado por Cavaignac a consecuencia de los tristes acontecimientos de junio cuya historia nadie conoce mejor que yo.

«Permanecí tres meses encerrado en las fortalezas de París, durmiendo en el suelo y no comiendo más que pan y algunas legumbres averiadas. De allí se me trasladó con las muñecas surcadas por sangrientas ligaduras a más de cien leguas de la capital.

«Colocado en Cherburgo en el fuerte de Homet, debí a mis compañeros el honor de representarles siendo más joven que todos ellos. Se me quiso castigar por esta distinción, pero como no era posible dirigirse a mí sin dirigirse a todos, solo para apoderarse de mi humilde persona se emplearon dos batallones, dos piezas y una compañía de artillería y cinco brigadas de gendarmes. Inútil fue todo ese aparato de fuerza, y hubo necesidad de que se presentase en persona el comandante general de la provincia jurando por su honor que dentro de ocho días me uniría de nuevo a mis camaradas. Estos ni aún así querían ceder, y yo me entregué para salvarles.

«Trasladado a un pontón infecto, permanecí en él tres meses próximamente, siendo también nombrado representante de los desgraciados que había a bordo, cuyos intereses defendí con peligro de mi vida.

«Votada definitivamente la deportación, se centralizaron en Belle Isle todos los detenidos políticos, cuyo número ascendía a más de mil doscientos. Desde mi llegada fui nombrado para guiar a mis amigos, y en 24 de febrero de 1849, estando todos reunidos, presidí yo la mesa, yo, el más joven de la comisión que estaba compuesta de otros cuatro detenidos, entre ellos Deslotte y Colsarne representantes del pueblo.

«Rehusé a Víctor Hugo mi libertad, la rehusé a Beranger, y sin embargo mi maestro me escribió a la sazón estas líneas que tengo a la vista: –Hugelmann, renunciad a vuestras locas ideas, quimeras, mentiras, nada. No le hice caso; presentía que el hombre que escribía estas líneas contra mi creencia, algún día sería su lumbrera.

«De nuevo quiso la autoridad separarme de mis amigos, lo mismo que a otros varios cuya importancia temía. De nuevo fui defendido como en Cherburgo; entraron en nuestra prisión batallones con la bayoneta armada; se colocaron cañones delante de nuestras habitaciones, y hubo esta vez derramamiento de sangre.

«Pasé quince días en un subterráneo de la ciudadela de Belle Isle con los que habían sido comprendidos en la misma proscripción. De allí se nos condujo a Lorient donde permanecimos cincuenta días en un recinto helado, sin comer más que pan seco. En Vannes se nos arrastró delante del tribunal. Sostuvo la acusación uno de los  primeros procuradores generales de Francia que Michel de Bourges aplastó bajo el peso de su elocuencia irresistible, acabándolo nosotros de vencer. Absueltos por el jurado, llevados en triunfo por diez mil hombres, escoltados por tres representantes del pueblo, fuimos sin embargo nuevamente encarcelados; se nos sepultó durante la noche en la ciudadela de Port-Louis, y un día llegó un carruaje celular que nos llevó de Saint Louis a Tolón, de un extremo a otro de la Francia. Nos agobiaban dentro del carruaje treinta libras de hierro en los pies; estábamos amarrados por la cintura, y permanecimos once días sin apearnos ni de día ni de noche. Cuando nos apeamos, nuestras piernas eran no más que una llaga de que brotaba sangre a borbotones.

«Llegó una orden ministerial. De Tolón debía ser yo solo reconducido a Vannes y volver a atravesar la Francia; pero esta vez lo hice en carruaje descubierto, acompañado de una escolta, que era ya de doce, ya de veinte y cuatro gendarmes. Mi viaje fue un triunfo. Seis mil personas me recibieron en Clermont; las madres me presentaban sus hijos parar que los besase. Semejantes escenas no se olvidan jamás.

«Otra orden ministerial que vino por telégrafo me hizo andar en posta sesenta leguas en diez horas. Se me embarcó y se me dejó en África en la Casbah de Bona. Allí me esperaba una nueva delegación; allí me fue a buscar también un batallón; allí se me humillaron de nuevo generales.

«Se me sometió a un consejo de guerra, y al salir de él se me ofreció en mi prisión el vice consulado de Smirna y la dispensa de edad necesaria para seguir la carrera diplomática con tal que retractase públicamente mi pasado. Rehusé.

«Estaba condenado a un año de prisión celular; cargado de cadenas, se me embarcó para Argel. Allí se me unieron nuevas víctimas, y de nuevo me expuse a morir por ellas. Iba al cabo a recobrar mi libertad, pues todas las semanas me lo prometían el obispo de Argel, el gobernador general de la Argelia y su familia, y el comisario general de policía, cuando uno de mis amigos concibió un medio de evasión que lo adopté desde luego. Preferí el destierro a la libertad completa, porque adivinaba lo que había de suceder en diciembre, y con nueve de mis compañeros llevé a cabo la más milagrosa evasión conocida. Con una cuerda compuesta de pedazos de camisas viejas, escalamos veinte y cinco pies de muralla y bajamos ochenta.

«Llegado a Palma, mi primer asilo, por espacio de algunos meses mantuve yo solo a la mayor parte de mis amigos que no hallaban ninguna especie de trabajo, y después de hacer por ellos todo lo posible, pasé a Barcelona donde esperaba hallar una acogida más abierta y más allanados los obstáculos por los que ni siquiera se han tomado la molestia de preguntar quién era el joven que escribía a Napoleón, fuerte con su pasado y seguro de poder aplastar con una sola palabra a los que ponen en litigio su porvenir.

«Ahora que os he bosquejado rápidamente una existencia que quisiera ver escrita y publicada para instrucción de muchos, quiero hacer más; quiero daros la llave de mi conducta; quiero deciros mi objeto; quiero hablaros del porvenir tal como yo lo veo y responder de consiguiente a las calumnias que han podido contrariarme pero no herirme.

«Una segunda carta no se hará aguardar mucho.

«Vuestro de corazón, mi querido Ribot,

Hugelmann Gabriel.