Variedades
Publicamos con el mayor gusto el siguiente notabilísimo artículo que nos ha remitido para su inserción el joven Sr. D. Gumersindo Laverde Ruiz:
De la Filosofía en España
Lamentable es el desconcierto que algunos de los principales ramos de la «Instrucción pública» presentan en España. Sirva de ejemplo la llamada «Facultad de Filosofía,» que debiera ser como el núcleo de los demás estudios, y tener por lo mismo el sello de la unidad más fuertemente marcado que ninguno. ¿Habrá, sin embargo, quien acierte a señalar dónde está el centro alrededor del cual giran sus diversas partes? ¿Qué principio de conexión hay entre esa multitud de asignaturas que la constituyen? ¿Cuál el fin general en que convergen? De todo vemos en ella menos de verdadera filosofía. Hallamos una «sección de Literatura,» otra de «Administración,» otra de «Ciencias naturales,» otra de «Ciencias físico-matemáticas;» nada de «Psicología,» nada de «Ontología,» nada de «Teodicea:» las aplicaciones de la ciencia, no la ciencia misma; las ramas del árbol, no sus raíces ni su tronco; el hombre sin espíritu, el universo sin Dios. Materializada así la ciencia, ¿será posible que no se materialice la sociedad?
«La filosofía, dicen sus adversarios, es altamente perniciosa; la historia lo prueba; nunca ha servido más que para engendrar utopías, para preparar revoluciones: en su nombre han sido echados por tierra monumentos venerandos, instituciones seculares: ella ha traído las sociedades al borde del insondable abismo que amenaza tragarlas.» Cierto es que a la mala dirección del espíritu filosófico en algunas épocas deben los pueblos muchos sangrientos trastornos, la Iglesia muchos días de amargura, muchas calamidades el mundo. Pero la misma grandeza del abuso demuestra bien elocuentemente la excelencia del objeto abusado. Además, ¡cuánto no exceden a los males los beneficios que ha reportado la santa causa de la verdad, del progreso y de la civilización! Todos los conocimientos adquiridos por el hombre en su larga peregrinación al través del tiempo y del espacio, ¿habrían llegado nunca a constituir verdaderas ciencias, si la filosofía no les hubiese dado forma y espíritu, bautizándolos con el sacramento de la unidad? Sin el proceder filosófico que a su desenvolvimiento aplicaron los grandes doctores y teólogos cristianos, ¿fuera todavía la revelación misma otra cosa que un conjunto de ideas y de doctrinas, faltas de trabazón y de enlace visible? Y en suma, ¿de dónde recibieron su impulso originario los grandes movimientos intelectuales de que ha sido teatro el mundo, sino de la mente de los grandes filósofos, de Platón y Aristóteles, de San Agustín y Santo Tomás, de Bacon y de Descartes, de Kant y de Cousin, de Balmes y de Gioberti?
Mas se añade: «El siglo XIX está por lo positivo, no gusta de especulaciones abstractas. ¿Qué nos importa el árbol, si recogemos su fruto?» ¡Que nuestro siglo es de positivismo y de materia! Démoslo por cierto: esa sería en todo caso su condenación. ¿Habrá de amoldarse, empero, la «Instrucción pública,» que es reina, no esclava, a las tendencias de los tiempos, en vez de dominarlas y dirigirlas, por más que éstas sean reconocidamente deletéreas y perturbadoras? ¿Creéis, por otra parte, poseer ya todos los frutos de la Filosofía? ¡Error craso! ¡Presunción funesta! ¡Cuántas ciencias en flor aun, que si dejáramos de regar ese tronco se marchitarían! ¡Cuántas otras elaborándose silenciosamente en sus entrañas, que nunca llegarían a salir del estado de gérmenes en que ahora se encuentran! Las mismas que hoy alcanzan ya su completo desarrollo, ¿pensáis que tardarían mucho en languidecer y corromperse, una vez privadas de la savia invisible que las produjo y alimenta constantemente?
«El genio español,» se suele alegar también como razón justificante del hecho que venimos censurando, «no es a propósito para las elucubraciones filosóficas; por eso España apenas ofrece en toda la prolongación de su historia ninguno de aquellos pensadores de primer orden en quienes toman principio o se sintetizan los grandes períodos, las revoluciones trascendentales de la ciencia; ninguno de esos puntos de vista, altos y despejados, desde donde el historiador puede seguir con reflexiva mirada las inmensas corrientes de ideas que se han sucedido, apareciendo y desapareciendo, chocándose y repeliéndose, amalgamándose y armonizándose continuamente en el vasto océano de la inteligencia humana.» Pero tal razón ¿éslo realmente? ¿Son ciertos los datos en que estriba? Autoridades muy notables pudieran traerse en su corroboración.
El sabio alemán F. Schlegel, cuyo elevado y juicioso entusiasmo por las cosas de nuestra patria es bien conocido, sienta, no obstante, que «solo en la filosofía no puede España ostentar tantos nombres ilustres como Italia, Alemania o cualquiera otra nación; y propiamente hablando, debe decirse que no posee en esta parte ningún grande escritor.{1}» En igual sentido se expresa Larra, pintando la literatura española de los siglos XVI y XVII, su época más floreciente: «Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas; así que, aun en nuestro siglo de oro, es cortísimo el número de “escritores razonados” que podemos citar.{2}» Viardot asegura que «tanto en religión como en legislación y política, no presenta obra alguna de Filosofía.{3}» García Luna en su «Manual de Historia de la Filosofía;» Azcárate en las eruditas «Veladas sobre la Filosofía moderna,» que hace pocos años publicó, la «Enciclopedia» de Mellado; en resumen, casi todos los autores, así nacionales como extranjeros, que este punto tocan, convienen en lo mismo; la Filosofía, según ellos, siempre ha sido planta exótica en España. ¡Qué más! Hasta el Sr. D. Patricio de la Escosura, en una discusión de las últimas Cortes constituyentes, dijo: «Aquí no hay filósofos, como no hay Cervantes en Alemania.»
Nosotros, sin embargo, nunca pudimos convencernos de semejante opinión; desde un principio la rechazó nuestro espíritu, como adivinando instintivamente su inexactitud. Así que, impulsados por la actividad juvenil que nos consumía y por el patriótico anhelo de hallar pruebas a ese confuso presentimiento, comenzamos cuatro años hace a estudiar esta materia, consagrándole no escasos desvelos, con un entusiasmo que las amarguras de la vida no han podido apagar todavía. A medida que penetrábamos en aquel campo enmarañado; a cada paso que dábamos en tan áridas exploraciones, nos íbamos confirmando más y más en la idea que nos estimulara a emprenderlas. El horizonte se dilataba inmensamente; unas figuras se engrandecían; otras nuevas se levantaban de la noche del olvido, y mil raudales de luz, brotando de sus frentes, venían a alumbrarnos los misteriosos caminos seguidos por el espíritu humano en su marcha y evoluciones hacia el infinito. Pero al mismo compás crecía también la conciencia de nuestra debilidad, el sentimiento de nuestra pequeñez, hallándonos cada vez más incapaces de realizar el atrevido proyecto que concibiéramos de escribir una Historia de la Filosofía española, hasta que al fin, aunque con harta pena hemos venido a abandonarle, en la esperanza de que, llamada hacia este asunto la atención del mundo sabio, no faltarán bien cortadas plumas que se dediquen a ilustrarle, y aprovechen la suma copia de riquezas que ofrece a la especulación crítica; porque es verdaderamente triste comparar el estado de este género de estudios entre nosotros con el que alcanza en los demás países de Europa, especialmente en Francia y Alemania. Mientras sus más oscuros filósofos de los siglos pasados son allí objeto de doctas discusiones y de extensos trabajos analíticos; mientras allí son restauradas con todas las ventajas de una escogida erudición y de una forma agradable las producciones más insignificantes de la ciencia patria, en España yacen cubiertas de polvo en las bibliotecas innumerables obras, grandes entre los más grandes monumentos de la doctrina y del pensamiento, a quienes ni una memoria académica, ni siquiera un discurso inaugural se ha consagrado. ¿Quién piensa en darnos a conocer el espíritu y representación humanitaria de Séneca, colosal personificación del mundo pagano bañado por los primeros resplandores del Cristianismo; de Paulo Orosio, que discurriendo sobre las temerosas cuestiones del libre albedrío y de la gracia, en medio del agonizante pueblo romano, levantó los ojos al cielo con inmensa tristeza y presintió la ley providencial de la humanidad, y de San Isidoro de Sevilla, la inteligencia más culminante de la edad gótica, suma y compendio en sus «Etimologías» de cuanto saber se conservaba sobre el mar de barbarie e ignorancia que había inundado a la Europa? ¿Dónde el libro que nos guie en el estudio de aquel animado y fecundo comercio de ideas, que revolviéndose en choque constante y trasmigrando del Norte al Mediodía, del Oriente al Occidente, de los árabes a los judíos, de unos y otros a los cristianos y viceversa, hallaron sucesivamente su encarnación y su palabra en Thofail y Averroes, Maymónides y Aben-Hezra, Alfonso el Sabio, R. Lulio, Arnaldo de Villanova, R. de Sabunde y Fernández de Córdova, &c., &c., egregios precursores del renacimiento, poderosos focos donde por misterioso concurso se venían a reflejar simultáneamente la Biblia y el Corán, Platón y Aristóteles, el Escolasticismo y la Cábala, poniendo de relieve todos los grandes problemas relativos a Dios, al hombre y al Universo? ¿Cuál es el historiador que haya trazado el vario y magnífico cuadro de la Filosofía española en los siglos XVI y XVII, de cuyo agitado fondo se destacan, descollando a inmensa altura, al frente del universal movimiento de las inteligencias, Vives y Suárez, Melchor Cano y Sánchez de las Brozas, Mariana y Fox Morcillo, Francisco Sánchez (el Escéptico) y Gómez Pereyra, Huarte y doña Oliva Sabuco, Salinas y Bonet, Quevedo y Saavedra, Gracián y Caramuel, &c., &c., &c., sabios reformadores de los estudios, teólogos y metafísicos profundos, eruditos y sutiles antropólogos, penetrantes moralistas y libres publicistas, que, ya partiendo de las verdades reveladas, ya desentrañando los tesoros de la antigüedad clásica, ora encumbrándose en alas del propio genio y de la observación, ora concurriendo a las ardientes polémicas trabadas por todas partes de un confín al otro de Europa, en concilios y universidades, en monasterios y academias, abrían nuevos y amplios derroteros a la infatigable actividad del pensamiento humano, por donde, andando el tiempo, Bacon, Groot, Descartes, Bossuet y Gall subirían al templo de la inmortalidad? ¡Cuánto oro no tenemos abandonado y sin beneficiar en los escritos de aquellos escolásticos, de aquellos comentadores aristotélicos, tan despreciados como poco conocidos por los modernos filosofantes! ¡Qué de puras nociones y de sublimes conceptos en los tratados ascéticos y místicos de Granada y de Rivadeneira, de San Juan de la Cruz y de Malón de Chaide, de Márquez y de Nieremberg, de Santa Teresa de Jesús y de María de Agreda, &c., en quienes el espíritu y la vida aparecen bajo un aspecto especial, revestidos con el prestigio sagrado de la contemplación y absortos perpetuamente en la idea de lo infinito y de lo eterno{4}! Mas ¡qué extraño, si el mismo siglo XVIII y el primer tercio del presente, apenas trascurridos todavía, en que Feijoo, Mayans, Piquer, Pereyra, Rivera, Almeida, Olavide, Forner, Jovellanos, Andrés Eximeno, Hervás, Peñalosa, Ceballos, Alvarado, Amat, Guevara, &c., bien combatiendo las preocupaciones vulgares y el degenerado peripato, bien dando entrada en la Península al espíritu baconiano y cartesiano; estos saliendo animosamente al encuentro del desbordado enciclopedismo impío y revolucionario, remontándose aquellos a las esferas de la abstracción, y discurriendo desde los abismos de la naturaleza humana hasta las augustas profundidades de la increada esencia; armonizando unos la fe y la razón, escribiendo otros instituciones filosóficas para la enseñanza elemental, escolásticas en la forma, si en el fondo eclécticas, venían todos por distintos caminos a ensanchar prodigiosamente el círculo de nuestras ideas, y nos volvían a poner en contacto con la civilización general de Europa... qué de extraño tal incuria, decimos, si una época como esa de transición y de lucha, tan próxima e interesante, se halla poco menos oscura para nosotros que la de Alaimo y Carlomagno! ¡Y luego se asegura muy gravemente: «España no es país de filósofos; la Filosofía es planta exótica en España!»
Laudables son los esfuerzos que muchos contemporáneos nuestros han hecho y hacen, a pesar del empirismo inoculado en la enseñanza, por poner a la debida altura en España los conocimientos filosóficos, distinguiéndose entre los ya fenecidos Balmes, cuyas obras y las de Donoso Cortés corren con aplauso todo el orbe civilizado; mas si bien el mérito intrínseco de estos trabajos raya muy alto, si bien es innegable su provechosa influencia en la dirección de los entendimientos, creemos que carecen de una circunstancia, importantísima en las actuales condiciones de nuestra sociedad, para que puedan servir por sí solos de punto de partida a las futuras disquisiciones del genio español, al desarrollo y progresión de una gran era científica. ¿Qué circunstancia es esa? La que falta en el día a la mayor parte de las cosas de España, lo mismo a la legislación que a las ciencias y a las artes: el reanudar el pasado y el presente; el poner en correspondencia el movimiento contemporáneo con la tradición de los siglos anteriores, no solamente en el orden puramente lógico, sino también en el de las manifestaciones históricas. Separados de ellos por el abismo de la revolución, tumba de tantos abusos y de tantas grandezas, y aislados enfrente del porvenir, hemos buscado en extraños horizontes un astro que nos guiara a sus playas desconocidas, y solo hallamos cometas que, errantes al acaso en la inmensidad, arrastraban en su desenfrenada carrera a los deslumbrados espíritus, dejándolos caer luego en el horrible vacío del escepticismo. También nosotros participamos de ese vértigo; también hemos sufrido esas terribles decepciones. Tiempo es ya, pues, de que recogiéndonos en nosotros mismos, y reconcentrando cuantos destellos de sabiduría, cuantos gérmenes de perfeccionamiento nos legaron nuestros antepasados, comencemos a preparar la gloriosa era de esplendor y prosperidad a que está abocada la Península ibérica. Por lo que hace a la Filosofía, que, debiendo ser el alma de la «Instrucción pública,» debe serlo asimismo de toda acción progresiva y civilizadora, varios son los radios que para este fin pueden escogitarse; los principales a que se subordinan los demás, correspondiéndose y completándose recíprocamente.
Es el primero la formación da una « Academia» que tenga por principal objeto fomentar en España los estudios filosóficos, poniéndonos al corriente de cuanto en la materia se piense y se escriba en el mundo, y elevándonos en nuestra propia conciencia y en la de los otros pueblos al puesto que nos corresponde en los anales de la ciencia; a cuyo fin deberá primero publicar una «Biblioteca de filósofos españoles» en lengua vulgar, con noticias biográficas y bibliográficas, anotaciones y comentarios, facilitando así la adquisición y estudio de sus obras a los amantes de esta suerte de conocimientos, acompañada de un gran periódico que le sirva de complemento, abierto a toda discusión, a todo escrito filosófico, y en que se den extractos y juicios críticos de cuantas obras de algún valor en esta línea salgan a luz, así dentro como fuera de España; y segundo, abrir certámenes anuales con premios para los discursos o memorias en que mejor se aprecien y expongan, bien las producciones individuales, bien las expansiones generales del pensamiento nacional. No escaseamos tanto como vulgarmente se presume, de elementos para un cuerpo de esta naturaleza; abundan entre nosotros hombres de talento que tributan a la Filosofía sincero y aprovechado culto, como lo han manifestado algunos con libros de bastante mérito e importancia, otros con luminosas explicaciones en el Ateneo de Madrid, y no pocos en opúsculos, discursos y artículos sueltos muy notables, desparramados por los periódicos.
Tales son, y merecen citarse muy especialmente, Martínez de la Rosa («Espíritu del Siglo»), Arrazola («Promptuarium institutionum philosophicarum»), Varela de Montes («Ensayo de Antropología»), Álvarez Guerra («Unidad simbólica»), Fox («Derecho natural»){5}, Mora («Cursos de Ética y Lógica»), Pacheco («Derecho constitucional - Id. penal»), Martí de Eixalá («Curso de Filosofía elemental»), Fabra («Filosofía de la legislación natural»), Melchor I. Díaz («Elementos de Ideología - Tratado del entendimiento humano»), Cuví («Frenología»), Cayetano Cortes («Catecismo de los deberes del hombre»), Sotos Ochando («Ensayo de una lengua filosófica»), Arboli («Curso elemental de filosofía»), García Luna («Filosofía ecléctica»), Cortada («Estudios históricos»), Roca y Cornet («Ensayo sobre las lecturas de la época»), Muñoz Garnica («Estudio sobre la elocuencia sagrada - Manual de Lógica»), Mata («Examen crítico de la Homeopatía - &c.»){6}, Camus («Manual de Filosofía racional»), López Martínez («Armonía del mundo racional»){7}, Monlau («Psicología»), Rey («Lógica -Ética»), Baeza («Moral - Lógica»), Núñez Arenas («Gramática general - Elementos filosóficos de literatura»), Basilio García («Teoría del discurso»), Beato («Tratado elemental de Psicología - &c.»), Rodríguez («Manual de Ética»), Azcárate («Veladas sobre la Filosofía moderna»){8}, Pi y Margall («Historia de la Pintura en España - La Reacción y la Revolución»), Sánchez de la Campa («La Instrucción pública y la sociedad»){9}, Barcia («Filosofía del alma humana - Generación de ideas»){10}, Campoamor («El Personalismo»), Asuero («Oración inaugural del curso de 1855 a 1856 en la Universidad central»), Casso («Pueblo soberano y súbdito»){11}, Durán, La Hoz, Baralt, Borrego, Pastor Díaz{12}, Ríos y Rosas, Morón, Sanz del Río, Salmerón{13}, Gayoso, Rivero, Lorenzana, Berzosa, Moreno Nieto{14}, Castelar{15}, Rayón, Gómez Marín, Canalejas y tantos más de que no tendremos noticia o que ahora no recordamos, esparcidos acá y allá de un extremo al otro de la Península, ilustrados catedráticos, oradores elocuentes, distinguidos escritores, dignos representantes de las diferentes escuelas que pugnan por el imperio de la inteligencia y del mundo, argumentos vivos contra los que sienten ser «antipática la Filosofía al genio español»{16}.
Aunándose todos en la academia cuya fundación proponemos; condensando en su crisol lo pasado y lo presente; chocando principios con principios, opiniones con opiniones; vivificando y dando así vuelo a tantas ideas en incubación, llegarían a formar en torno suyo una generación joven y estudiosa que seguiría sus huellas entusiasta, en la noble esperanza de entrar un día a sucederlos y prolongar gloriosamente su creación en los tiempos venideros.
El segundo consiste en la confección de una obra que reasume los resultados parciales de la Academia, abarcando la ciencia en su universalidad, y comprendiendo además en cada capítulo la historia interna nacional de la cuestión de que trate, es decir, un compendio de los raciocinios y opiniones acerca de ella emitidos por los escritores españoles que la hubiesen tocado; obra a la que deberá preceder una extensa introducción histórico-crítica sobre nuestra Filosofía, siguiéndola en sus fases y desenvolvimientos sucesivos, ya considerada en sí misma, ya en sus relaciones trascendentales con la marcha general de la humanidad.
El tercero y último (y he aquí cómo volvemos a nuestro tema primitivo) está reducido a establecer en la Universidad central una facultad cuyas diferentes asignaturas correspondan a las distintas partes de la indicaba obra, texto naturalmente, poniendo por condición indispensable el cursarla los aspirantes al doctorado, quienes así, ya en edad conveniente, llevarán los principios de sus respectivas carreras como otros tantos cabos sueltos, a buscar en la ciencia de lo absoluto los lazos imperceptibles que los ligan entra sí y a otros principios superiores.
¿Podremos esperar con alguna confianza la realización de estos deseos, que son los de cuantos, dando significación elevada a la «Instrucción pública», anhelan ver en ella, no la aglomeración empírica de elementos incoherentes sino un todo armónicamente combinado, un sistema racional traducido en ley, una ley trasformada en hecho?
¿Llegará pronto el día en que tengamos una Filosofía propia, nacional, religiosa, que, animada con el aliento de tantas generaciones sabias, resplandezca sobre nuestro horizonte en medio de las ciencias, como el sol en medio de los astros, disipe las sombras que las envuelven, les comunique su íntimo vigor, las levante del polvo en que se arrastran, y llevándolas en pos de sí concertada y majestuosamente por los siglos, ciña a la frente del pueblo español inmensas coronas de bienandanza y de gloria?
Todo pronostica que sí. La sociedad buscando entre convulsiones la fórmula da su existencia; la juventud tanteando ansiosa mil varios caminos para penetrar los arcanos de la vida universal; todas las doctrinas en crisis, todos los espíritus en fermentación, ¿no son indicios bien claros de esa evolución suprema de nuestra civilización? ¡Que los que puedan concurran a realizarla!
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{1} «Historia de la literatura antigua y moderna,» cap. X.
{2} «Obras completas,» tomo III, pág. 79.
{3} «Estudios sobre España.» No se concibe cómo hubo español que tradujera una obra semejante, en la que puede decirse que hay tantos absurdos como párrafos, y caso de traducirla, cómo no le puso algunas notas que la hicieran tolerable.
{4} Ya comprenderán nuestros lectores que en esta rápida reseña no podemos descender a pormenores, ni hacer mérito más que de las grandes figuras; y aun de esas omitimos muchas. Léanse, entre otras mil, las obras de Casin, de Castro, de Nicolás Antonio, de Masdeu, &c., donde suenan los nombres de centenares de filósofos españoles mahometanos, judíos y cristianos.
{5} Sabemos que este señor dará a luz muy pronto unas excelentes «Epístolas filosóficas».
{6} Se dice que este esclarecido profesor va a publicar una colección de los opúsculos y artículos sueltos que sobre puntos filosóficos ha escrito en diversas épocas Se lo agradecerán los amantes de la ciencia.
{7} En una nota de esta obra anuncia su autor para más adelante otra en que intenta conciliar el panteísmo con el dogma cristiano. Será curioso de ver.
{8} Esta obra debe constar de tres volúmenes correspondientes a otras tantas secciones en que su autor divide el asunto: solo ha salido el primero; esperamos con ansia los dos restantes.
{9} Tiene este docto catedrático muy adelantada ya una «Síntesis filosófica trascendente».
{10} La «Generación de ideas» es solo el boceto de un vasto sistema, en cuyo desenvolvimiento trabaja hace años el autor. Tenemos fundamento para creer que con su publicación se colocará entre los más eminentes filósofos del siglo presente.
{11} Tiempo há que este distinguido joven se ocupa en escribir una obra a que dará el título de «Filosofía de la Caridad social,» donde con vasta erudición, gran fuerza de raciocinio y elocuentes formas explana su teoría sobre la aplicación al perfeccionamiento del Estado por parte de este del espíritu de la Iglesia Católica en los tres grandes órdenes de la vida humana, el moral, el intelectual y el físico.
{12} Hemos oído que este señor tiene pensado publicar pronto una colección de sus obras escogidas. Lo deseamos vivamente.
{13} Tiene manuscrita una notabilísima obra de «Filosofía del derecho,» con muy ingeniosos cuadros sinópticos.
{14} Mucho deseamos ver reducidas a un libro las lecciones sobre Filosofía arábiga que este insigne profesor dio con tanto aplauso en el Ateneo el invierno pasado.
{15} Hemos visto anunciada la publicación de una obra suya titulada «Fundamentos racionales de la Democracia.»
{16} Es posible que algunos de los citados no existan ya; no lo sabemos. ¿Qué tiene esto de particular en un país donde nadie se cura de hacer resaltar las glorias científicas de sus compatriotas?