Filosofía en español 
Filosofía en español


Ildefonso Bermejo

¿Existe o no el Arte en España?

A la señora Doña Carolina Coronado

Arriesgada es la pregunta que sirve de epígrafe al presente artículo, porque la contestación es difícil, con especialidad para los que observan filosóficamente el desarrollo más o menos lento de las artes en España.

El arte simboliza nuestras creencias, revela nuestras aspiraciones, marcha de consuno con los sentimientos de todas las generaciones, es el reflejo de la humanidad, ora gima, ora cante jubilosa su levantada preponderancia sobre el destino de los demás pueblos; el arte es el corazón de las sociedades; hijo predilecto de la civilización, se somete gustoso a su imperio, pero siempre complaciéndose en respirar la atmósfera vivificadora de la libertad. Su idioma es universal, porque habla a todos y a todos enseña con igual carácter y generosidad.

Tan liberal como reconocido a los beneficios de la civilización, tiende su mano al que se entusiasma con él.

Ahora es necesario saber si nuestros pintores, nuestros arquitectos, nuestros escultores, y por último, si nuestros poetas contemporáneos, comprenden lo que es el arte en sí. Nuestros artistas, y especialmente los pintores, han caminado con excesiva timidez y no pocas veces con desconfianza. La historia es para ellos el único y exclusivo manantial de [201] sus perezosas inspiraciones; son muy pocos los artistas que observan su época con la detención filosófica que el mismo arte reclama; al contrario, no solo reproducen las creaciones de otros tiempos, sino que las imitan de la manera mas servil, sin abandonar la forma, la expresión ni el estilo.

El artista que no ha querido, o ha carecido de medios para emprender esa estudiosa peregrinación, tan útil y tan esencial, que nos pone en contacto con las creaciones de los grandes pintores, si no ha visitado los principales museos de Europa, si no ha analizado con el debido detenimiento las obras maestras y los monumentos clásicos de todas las épocas, se ha esclavizado a nuestra antigua escuela, consignando en sus obras el espíritu imitador y rutinario de sus antiguos preceptores. Si por el contrario, ha pasado a estudiar a otras naciones los cuadros de los artistas mas eminentes, ha regresado a su patria, más ilustrado, más conocedor y entusiasta de lo admirable y de lo bello, pero no con la osadía de hacer obras esencialmente originales, sino con el exclusivo intento de reproducir con estas o aquellas modificaciones las obras que más han llamado su atención.

¿En dónde está el pintor, cuyos cuadros simbolizan nuestra época? ¿Cuál es el artista contemporáneo que se convierte en eco de la dolorosa desgracia que pesa sobre la actual sociedad? ¿Por qué no aparece un hombre con más sensibilidad que genio artístico, y no pinta el conflicto –tal vez transitorio– de la humanidad que camina lentamente por el sendero de la esperanza, para arribar al luminoso faro de la verdadera felicidad?

La filosofía, con la seca austeridad del raciocinio, ha ido eliminando poco a poco de nuestros corazones el gran caudal de nuestras creencias, y ese ente providencial, verdadera emanación celeste que es el áncora salvadora en las borrascas de la vida, ha llegado a convertirse en un ser imaginario para muchos de los que se han educado en la escuela del infortunio.

Todos caminamos ansiosos en busca de un porvenir, porque nuestro presente está envuelto en la oscuridad tenebrosa de la duda, y mientras tanto nuestros artistas, apáticos, indolentes, sin sentir en sus corazones una excitación regeneradora que los predisponga a luchar heroicamente contra el materialismo vergonzoso de la época, se contentan con reproducir los hechos que sirvieron de base a una organización que deberían destruir, y representar impávidos el cuadro desolador que ha querido desmoronar la revolución. [202]

No parece sino que el indiferentismo es el carácter primordial de nuestros sentimientos. Nuestros pintores, nuestros poetas, necesitan un alma como la de Goethe, y un genio como el de Byron.

La revolución ha sido inevitable; las generaciones se suceden y con ellas la idea del progreso; este constituye moralmente una herencia que se trasmite de padres a hijos, y a medida que se cimenta en el corazón de los sucesores, van siendo mayores sus exigencias, y más vivo el deseo de ver desarrollado el gran principio de la verdad; pero la marcha tiene que ser lenta, y el camino que debemos transitar para llegar al término de nuestro viaje, ha de estar sembrado de copiosas y punzadoras espinas. La revolución, mientras dura, nos lleva necesariamente al retroceso para darnos después el benéfico empuje que nos traslada al terreno de la calma y la prosperidad.

La revolución es hija de la necesidad, es hija del descontento. ¿Cuántas veces la humanidad creyó ver la mano del Todopoderoso en sus conflictos y tribulaciones? Lloró resignada y esperó tiempos mejores con la tranquilidad del justo; pero hay una secreta instigación en el alma de los pueblos que los despierta de su letargo, y ven la mano del hombre donde creyeron ver la de Dios; las pasiones se exaltan, la filosofía propaga doctrinas que encierran una enseñanza perniciosa que nos sumerge en nuevas tinieblas, la sociedad se divide y lucha con encarnecimiento, balancea el poder aristocrático, se desprestigia la influencia teocrática, y vacila en sus cimientos el trono de los monarcas.

Y nuestros artistas mientras tanto establecen la indiferencia por principio; retroceden a medida que la revolución emprende su vuelo; si hay alguno que llame a la historia en su auxilio, se enaltece con la contemplación de las cosas de los tiempos medios, y aunque mira a la muchedumbre, antes abatida y humillada, que rompe la férrea cadena de la tiranía, y el generoso esfuerzo de un pueblo que alimenta con su sangre la antorcha de la civilización, permanece espectador apático de este sangriento panorama y nos presenta con entusiasmo el bárbaro heroísmo de Guzmán el Bueno, o al aferrado guerrero de la edad media, estúpido mercenario de un príncipe o de un infanzón cualquiera que marchaba al combate, no con la dignidad del hombre, sino con la condición del esclavo.

La revolución ha descorrido el misterioso velo que nos ocultaba la realidad, y se han visto en relieve nuestras calamidades; la sociedad no se creía tan desgraciada, porque la creencia moderaba el rigor de sus padecimientos, y el fausto de la grandeza imprimía en el pueblo un carácter [203] de prosperidad, con el cual se deslumbraba la Europa entera. Pero la doliente humanidad sacudió la pesadilla que la había estado abismando tanto tiempo, se horrorizó al verse tan degradada, se vulcanizaron las comprimidas pasiones, cayó a tierra el trono de la indiferencia, y quiso remediar de pronto la enfermedad de tantos siglos. El lamento fue universal, el combate no pudo ser más encarnizado, la sangre corrió a torrentes, pero ni las virtudes, ni la justicia han logrado ceñir el laurel de la victoria. La conquista se hace palmo a palmo y al través de infinitos esfuerzos, esfuerzos que no ha podido subsanar todavía lo conquistado, porque la inteligencia humana no ha experimentado aun su cumplido desarrollo, porque la corrupción corroe nuestros corazones con su fatal influjo, porque las casas de beneficencia no bastan para contener a tantos y tantos que gimen bajo el peso de la miseria; la humanidad atribulada no sabe cual es su porvenir.

Nuestros artistas no oyen, no ven. El poeta lírico templa su laúd, y si se ocupa de su siglo, entona una canción frívola que nada enseña, que a nada conduce, y atiende más a la belleza de la rima que a la grandeza y profundidad del pensamiento, o el que más, hace un juicio retrospectivo de lo pasado y consulta la historia para adulterarla y regalarnos una leyenda caballeresca en la que pinta con los colores más atractivos el triunfo del poderoso sobre el débil. La escena teatral se alimenta de dramas arqueológicos, o comedias, donde no rige un plan filosófico o al menos alguna enseñanza. La España necesita un poeta lírico como Lamartine y otro dramático o cómico como Scribe.

La arquitectura está en mantillas; la música no tiene otro caudal que el de las reminiscencias; la escultura marcha al nivel de la pintura, pero con más lentitud.

El pintor, para hacerse enteramente extraño a su siglo, no solamente recurre a lo pasado, sino que se envanece y se gloría representando en sus lienzos y en el siglo XIX la risueña perspectiva del paganismo. ¿No se supone la sensibilidad en el corazón de los artistas? Entonces, ¿por qué no lloran con el pueblo?

Pintar la belleza no es ciertamente la única condición del artista. El verdadero artista, además de lo bello, debe pintar su época, la vida del mundo en que habita; no es artista el que se contenta con reproducir o imitar la naturaleza. El que contempla su pasado primero que su presente se manifiesta ingrato con la época que formó su corazón.

El arte contemporáneo no tiene más que belleza exterior; atiende más a la forma que al pensamiento, habla más a los ojos que al corazón; [204] se ejecuta, pero no se inventa; en los asuntos más graves sobresale la nimiedad. «Fijan toda su atención en el estudio de los paños, dice un escritor contemporáneo{1}, y aquel se tiene por mejor artista que sabe deslumbrar más con los reflejos del oro, la brillantez del raso, el claroscuro del terciopelo y la trasparencia del tul y del encaje. La hermosura y contraste de líneas, la exactitud en los trajes, la nobleza y gallardía de las figuras, el acierto en agruparlas, cierta unidad afectada en la composición, son las principales dotes de sus cuadros históricos; un misticismo exagerado y mal entendido, hijo no de la fe sino de la imitación, no del sentimiento sino de un estudio más o menos detallado sobre los tipos que nos ha legado el cristianismo en su mayor grandeza, cierta gravedad afectadísima en las formas, cierto amaneramiento inevitable, constituyen el carácter de sus cuadros religiosos. Imitadores casi siempre, y cuando no, más rimadores que poetas, más artífices que artistas.» Después de estas reflexiones será ocioso añadir más para probar que el arte no existe en España. Ahora resta saber si ha existido. Lo veremos.

La edad media, esa época de hierro, fecunda en hechos, ora heroicos, ora brutales, infundió en casi todos los países un sentimiento religioso, que fue para el arte un verdadero manantial. Esta época tuvo sus dignos intérpretes, más espontáneos que felices en la ejecución. El trovador nos lega el romance caballeresco, tan rudo en la forma como expresivo en su esencia; el castillo feudal, el lazareto, los monasterios, son otros tantos vestigios, que aunque informes y destruidos por la poderosa mano del tiempo, nos revelan las costumbres y el espíritu general de una época determinada. Todo allí es espontáneo; todo es hijo del tiempo en que se vivía. Si Roma tuvo un Juvenal que pintó con mano atrevida la depravación de sus contemporáneos, la edad media en España, a pesar de la rigidez de sus costumbres, tuvo también sus poetas festivos que penetraron en el terreno de la sátira mordaz y punzante para pintar a su manera los vicios que corroían las instituciones mas sagradas{2}.[205]

Pero vamos a prescindir de los tiempos medios, y a fijarnos en un período más fecundo en resultados artísticos; esto es, el renacimiento, época que tuvo su comienzo durante las guerras de Italia y feneció con los monarcas de la casa de Austria. En este período hubo una revolución [206] que agitó todo el continente europeo. Este grande acontecimiento fue la Reforma. La creencia cedió su puesto a la duda, la mayor parte de los prosélitos de la fe se afiliaron cobardemente bajo el dominio de la razón, la religión bajó al terreno de la filosofía; el principio unitario se vio vulnerado por el fraccionamiento, la supremacía teocrática, es decir, la influencia absoluta de la sede apostólica, tuvo que ponerse en lucha abierta con la soberanía popular, en una palabra, la omnipotencia católica encontró frenéticos detractores, que se declararon en hostil desavenencia contra las venerandas instituciones del cristianismo.

El culto que se tributaba a las imágenes de los templos católicos, se consideró como una especie de idolatría pagana que rechazaba la razón; y la inmediata consecuencia de semejantes doctrinas fue la proscripción del arte en los templos. Sin embargo, la ley del cristianismo es imperecedera, y no puede sucumbir enteramente a pesar de los ataques de sus enemigos; por eso el escepticismo no fue más que una niebla transitoria que oscureció hasta cierto punto el sentimiento religioso que había imperado por espacio de tantos siglos. Pero nuestros artistas comprendieron perfectamente su misión; hijos de la época en que vivían, sintieron con ella, y a ella consagraron sus inspiraciones; con efecto, se [207] presentó ante sus ojos el gran drama del Evangelio con todos sus encantos, con toda su poesía, y estamparon en el lienzo los sacrosantos misterios de la divinidad; lejos de seguir el torrente de aquellas emanaciones impías, clamaron contra el error, el poeta con sus sentidos cantos dedicados en son de súplica al que espiró en el Gólgota, el pintor evocando la augusta sombra de los profetas y espiritualizando las fisonomías que tan pocos puntos de contacto tenían con el resto de la humanidad; el compositor entonando con entusiasmo el himno de Moisés, a la vez que consagra una dolorosa plegaria a la madre del Redentor; y el arquitecto, antes que reproducir en sus obras los caracteres especiales del gentilismo, establece una amalgama de estilos que constituye una arquitectura sui generis, con una tendencia mística que inspira grandeza, respeto y veneración. He aquí el primer paso de la obra colosal del renacimiento.

Los artistas contemporáneos a ese período de fatal transición, pagaron un laudable tributo a las exigencias de su época; las obras que nos han legado son una revelación cumplida de su vida íntima, son vestigios tan significativos y elocuentes, como los mutilados restos de Herculano y Pompeya; allí el mundo católico y civilizándose; aquí el mundo gentil voluptuoso y dominando por el funesto imperio de la superstición. ¿Cuáles fueron los ingenios españoles, verdaderos intérpretes de su siglo? Fray Luis de Granada, con su estilo ciceroniano perfecto, con su fluidez, con sus frases tan naturales como sentidas; halaga al oído con la dulce melodía de sus períodos, al entendimiento con la elegante sencillez de su tono, y al alma con la hermosura de sus pensamientos enteramente místicos. Fray Luis de León, más docto que el primero, es también piadoso, animado y sinceramente devoto; San Juan de la Cruz, es sencillo y tierno a la vez; una mujer… más divina, que Herrera el divino, Santa Teresa de Jesús, con una grande imaginación, con un alma afectuosa, dedicó a Dios el raudal de sus pasiones; y últimamente, Ercilla, separándose de los asuntos místicos, concibe un poema, y lejos de retroceder para buscar su asunto en la historia antigua, escribe la Araucana, cuyo mayor defecto consiste en haberse ajustado a la historia con harta escrupulosidad. Juan de Herrera dejó impresas en su obra del Escorial la gravedad religiosa de su tiempo, y la severidad tenebrosa del monarca que mandó erigirla. De este mismo carácter participan su catedral de Valladolid, su Lonja o casa de contratación de Sevilla, y otras fábricas de gusto severo, majestuoso, y por consiguiente desnudo de adornos. Berruguete, Becerra, fueron escultores, que aunque siguieron [208] la escuela de Miguel Ángel, dieron un timbre especial a las imágenes de sus retablos. Luis de Vargas, en Sevilla, de Joanes, en Valencia, Sánchez Coello, en Madrid, el mudo Navarrete, fueron pintores que siguieron el impulso de los demás artistas; los cuadros de Navarrete, que están en el Escorial, pueden dar un vivo testimonio de lo que decimos.

España fue, durante la Reforma, el brazo omnipotente del Vaticano, y encendió la hoguera para combatir con energía las ideas luteranas. El antagonismo religioso no pudo penetrar de lleno en los dominios españoles, y el espíritu, esencialmente católico que alentaba y robustecía nuestras creencias, enarboló con nuevos bríos la bandera católica, y atravesó los mares para buscar a la fe prosélitos desconocidos en las vírgenes llanuras del Nuevo Mundo. El entusiasmo que generalmente suministra esta clase de hostilidades, la conducta tan moral cuanto piadosa de los reyes Católicos, los trofeos de la cruz sobre la media luna, la victoria de Lepanto, que cortó de raíz la piratería del mahometano, la sabiduría encerrada en los claustros, la influencia teocrática sobre la monarquía, he aquí los eslabones de una cadena que fortificaron en España nuestras creencias, y nos libertaron del contagio de las nuevas doctrinas del protestantismo.

Nuestros artistas de entonces, trasladaron al lienzo las impresiones que recibían. La fe estaba en sus cuadros; veían a Dios entre el tumulto de las armas, y Dios era el principio dominador de sus composiciones; la fe en una vida futura aparece en todas las creaciones del genio; allí se veía la sociedad cristiana, al hombre libre y lleno de esperanzas, ya esa sublime fraternidad, sin la cual no hay vínculo de ninguna especie, a los mártires apostólicos propagando la verdad del Evangelio, y a esa interminable serie de misioneros que penetraron en las asperezas de los desiertos para morir predicando y alabando al Criador. El alma de los artistas necesitaba esta expansión. Fueron verdaderos artistas, aun cuando no desplegaron en sus obras esa belleza ideal, que por cierto no constituye la esencia del arte.

No obstante, habrá quien se atreva a reconvenirnos, diciéndonos que en la época a que nos referimos, los artistas reprodujeron a veces las imágenes del paganismo; pero no por eso los pintores dejaron de ser artistas, ni tampoco renegaron de su siglo los poetas imitadores de Virgilio y Horacio. El clero era, digámoslo así, el núcleo de la inteligencia humana, y recogió con especial cuidado los despojos de la civilización antigua, y organizó, es decir, formó un solo cuerpo de los esparcidos [209] fragmentos del imperio, y aunque con lentitud, reconstruyó el edificio civilizador que se había desplomado bajo la falange devastadora de los prosélitos de Atila. La obra de tantos años de perseverancia y fatiga llegaba a su término; pero apareció Gutenberg, apareció la imprenta, que puso en inmediata comunicación el pensamiento del hombre aislado con los pensamientos del mundo visible; conociose el pasado, se vio el presente y se adivinó el porvenir. Merced a la imprenta todos fueron contemporáneos; conversaron con Homero y Cicerón, como lo hacemos nosotros; hasta la aparición de la imprenta, la inteligencia estuvo cautiva y dormida en la noche de los sentidos; la palabra, el pensamiento, estaban circunscritos a la caña del egipcio, a la pluma del griego, al estilo del romano, al papiro, a la corteza de la palmera, al pergamino de la edad media, al papel europeo; la mano del hombre era la máquina del pensamiento, y los copistas nuestros impresores. La imprenta fue el principio regenerador de una revolución providencial; la verdad religiosa dejó de estar cautiva; se rompió la nema que ocultaba las cosas santas y la verdad voló por todas partes.

La imprenta fue una lumbrera para la Europa que reavivó la llama del pensamiento humano; se visitaron con afán las ruinas de Atenas, Constantinopla y Roma; para conocer mejor el presente se estudió el pasado. Aristóteles fue el padre adoptado por la filosofía coetánea; Demóstenes y Tulio fueron los preceptores de la elocuencia; el derecho miró su origen en las leyes de las Doce Tablas; Homero y Virgilio renacieron en la epopeya, y Sófocles y Séneca en los dramas.

Las artes, por consiguiente, siguieron ese movimiento universal. En las producciones monumentales del renacimiento se ven amalgamados los símbolos del paganismo con los del cristianismo; los pintores, los escultores, los poetas se sometían al espíritu dominador de su época. Se dedicaron a la historia, pero las más veces a la historia de su tiempo; vivieron en lo presente; los sentimientos del pueblo eran los suyos. Velázquez escribió con sus pinceles la historia del reinado de Felipe IV. Los demás pintores trazaron los misterios del cristianismo, porque existía en el fondo de todos los corazones. Felipe IV añadió a la gran fábrica del Escorial uno de sus mejores adornos, que fue el panteón destinado a sepultura de los reyes de España. Este nuevo adorno, aunque correcto y elegante, desdice de lo demás por su estilo florido; mas esto mismo caracteriza la época galana de Felipe IV, en oposición con la severa majestad del descendiente de Carlos V. En las demás iglesias desaparecen la sencillez y la corrección de los arquitectos del tiempo de Felipe II. [210] La escultura tuvo profesores de mérito singular: entre ellos debe contarse a Juan Martínez Montañés, el cual en sus efigies de madera, alejándose cuanto pudo de la estatuaria griega o romana, acertó a dar una belleza especial a sus obras. Zurbarán y Murillo fueron dignos intérpretes de su siglo. El festivo Quevedo es el filósofo por excelencia, es la personificación del reinado de Felipe IV. En sus obras está consignada la historia de aquel siglo; pero donde más se patentiza la época es en la poesía dramática. Calderón, Moreto, Alarcón, Rojas, estos con sus comedias, y los poetas satíricos con sus abultadas censuras, revelaron que reinaba en aquellos tiempos una piedad poco ilustrada; que las costumbres estaban un tanto corrompidas, especialmente en tratos amorosos; que los hombres eran galanes, caballeros y pundonorosos, celosos y espadachines, y las mujeres un tanto hipócritas en sus liviandades, fruto inevitable do la sujeción en que vivían.

Nuestros artistas contemporáneos han retrocedido cinco siglos. Se atienen más a la forma que al pensamiento, y la forma no es el arte. Los poetas no quieren olvidar lo pasado, ni vivir en derredor de su pueblo, aun cuando ven que la humanidad sufre y está en perpetua lucha; los pintores no quieren inmortalizar a los mártires de nuestras sangrientas revoluciones; los poetas desdeñan ser los cantores de su siglo, no quieren hacer la dolorosa epopeya de nuestros desventuras, en una palabra, no quieren ser los artistas del siglo XIX.

Ildefonso Bermejo.

――

{1} Don Francisco Pi Margall, Hist. de la Pint.

{2} Juan Ruiz, arcipreste de Hita, compuso sus obras en la cárcel, en la que parece fue puesto por orden de don Gil Albornoz, arzobispo de Toledo a cuyo paraje es probable que le condujeran sus mismos escritos. He aquí parte de una de sus sátiras:

Mucho fasce el dinero, et mucho es de amar;
A el torpe fasce bueno et omen de prestar;
Fasce correr al cojo et al mudo fabrar:
El que non tiene manos dineros quiere tomar.
Sea un home necio et rudo labrador
Los dineros le facen fidalgo y sabidor;
Cuanto más algo tiene tanto es más de valor
et que non ha dineros non es de sí señor.
Si tuvieres dineros habrás consolación;
Placer e alegría, del Papa ración;
Comprarás paraíso; ganarás salvación:
Do son muchos dineros es mucha bendición.
Yo vi en corte de Roma, do es la santidad
Que todos al dinero facen gran homilidad,
Gran honra le facían con gran solemnidad
Todos a él se humillan como a la majestad.
Fasie muchos Priores, Obispos et Abades,
Arzobispos, Doctores, Patriarcas, potestades,
Fasie de verdad mentira, et de mentiras verdades.
Fasía muchos clérigos e muchos ordenados;
Muchos monjes e monjas religiosos sagrados
El dinero los daba por bien examinados:
A los pobres decían que non eran letrados.
Daba muchos juicios, mucha mala sentencia;
Con muchos abogados era la mantenencia
En tener pleitos malos et facer avenencia;
En cabo, por dinero había penitencia.
El dinero quebranta las cadenas dañosas;
Tira cepos e grillos, et cadenas plagosas;
El que non tiene dineros, échanle las posas;
Por todo el mundo face cosas maravillosas.
Yo vi fer maravilla do él mucho usaba,
Muchos merecían muerte, que la vida les daba;
Otros eran sin culpa, et luego los mataba;
Muchas almas perdía, et muchas salvaba.
Fasíe perder al pobre su casa e su viña;
Sus muebles e raíces todos los desaliña;
Por todo el mundo anda su sarna e su tiña,
Do el dinero juega, allí el ojo guiña.
El fase caballeros de necios aldeanos;
Condes e ricos hombres de algunos villanos;
Con el dinero andan todos los hombres lozanos;
Cuantos son en el mundo le besan hoy las manos.
Vi tener al dinero las mejores moradas
Altas e muy costosas, hermosas e pintadas.
Castillos, heredades, et villas entorreadas
Todas al dinero sirven, et suyas compladas.
Comía muchos manjares de diversas naturas;
Vistia los nobles paños, doradas vestiduras;
Guarnimientos extraños, nobles cabalgaduras.
Yo vi a muchos monjes en sus predicaciones
Denostar al dinero et a sus tentaciones;
En cabo por dinero otorgan sus perdones,
Asuelven el ayuno, ansí fasen oraciones.
Pero que le denuestan los monjes por las plazas
Guárdanlo en convento en vasos et en tazas.
Con el dinero cumplen sus menguas e sus razas,
Mas condesignos tienen que tordos nin picazas.
Como quier que los frailes y clérigos dicen que aman a Dios servir
Si barruntan que el rico está para morir,
Cuando oyen los dineros que comienzan a reteñir.
Cuál de ellos lo levarán, comienzan luego a reñir,
Monjes, frailes, clérigos non toman los dineros.
Bien les den de la ceja do son sus parcioneros,
Luego los toman prestos sus hombres despenseros!
Pues que se dicen pobles, ¿qué quieren tesoreros?
Allí están esperando cuál habrá mas rico tuero.
Non es muerto, ya dicen, Pater noster, mal agüero;
Como los cuervos al asno cuando le desuellan el cuero
Cras, cras nos lo habremos que nuestro seya por fuero.
Toda mujer del mundo et dueña de alteza
Págase del dinero et de mucha riqueza:
Yo nunca vi fermosa que quisiese pobreza,
Do son muchos dineros, y es mucha nobleza,
El dinero es alcalde et juez mucho loado,
Este es consejero et sotil abogado;
Alguacil et merino bien ardid esforzado:
De todos los oficios es muy apoderado,
En suma te lo digo, tómalo tú mejor,
El dinero del mundo es gran revolvedor;
Señor fase del siervo, de señor servidor;
Toda cosa del signo se fase por su amor, &c.
… … … … … … … … …